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Recial

On-line version ISSN 2718-658X

Recial vol.13 no.21 Córdoba Jan. 2022  Epub Sep 20, 2022

http://dx.doi.org/10.53971/2718.658x.v13.n21.37544 

Tema Libre

El cristo de espaldas: perspectivas de una hermenéutica nómada para entender la violencia en Colombia desde la literatura

El Cristo de Espaldas: perspectives of nomadic hermeneutics to grasp the Colombian violence from a literature standpoint

1 Vermont School Medellín. Corporación Universitaria Remington, Colombia, jamesa44@hotmail.com

Resumen

Se vive el primer lustro de los diálogos de paz en Colombia, y detrás de ello una sociedad que todavía parece sumida en la muerte. La obra aún por explorar de Eduardo Caballero Calderón (1910-1993), supo retratar esa violencia campesina y bipartidista, que tempranamente retrató el sino que acompañaría a la nación colombiana después de siete décadas. A partir de una hermenéutica de diapasón, que trata de revisar el pasado y confrontar el presente, se advierte la importancia de una literatura regional y clásica, que explore su cotidianidad y brinde luz para entender los ciclos del presente. Rescatar desde la obra El cristo de espaldas las formas de violencia y cómo se habitan los discursos de desarraigo y exclusión ideológica y social, se transforma en una denuncia directa a una herencia que aún no ha sido superada. A través del presente ejercicio reflexivo aparece un reclamo por esa tarea postergada de consolidar una nación, especialmente desde una ciudadanía partícipe, quien desde su realidad debe tender puentes con su historia, cultura y literatura para comprender y significar su presente, y de esta forma renunciar al peso de esa mentalidad escindida.

Palabras clave: bipartidismo; Colombia; hermenéutica nómada; literatura; violencia

Abstract

It’s been five years since the signing of the peace dialogues in Colombia and behind it, we still have a society that appears to be immersed in death. Eduardo Caballero Calderon’s work yet to be explored (1910-1993), knew well how to depict that peasant and bipartisan violence which early on portrayed the fate that would accompany the Colombian nation for seven decades. From a diapason hermeneutics, which aims to look back at the past and confront the present, the importance of regional and classic literature is noticed, one which explores everyday life and sheds light in order to understand the present cycles. Rescuing from the work El cristo de espaldas the forms of violence and how the discourses of uprooting and ideological and social exclusion, are transformed into a direct denunciation of a heritage that has not yet been overcome. Through this reflective exercise, a claim appears for that postponed task of consolidating a nation, especially from the standpoint of the participative citizenry, who from their reality should lay bridges with their history, culture, (eliminar coma) and literature in order to understand and signify their present and in this way renounce the weight of that split mentality.

Key words: bipartisanship; Colombia; nomadic hermeneutics; literature; violence

A Isabella Sánchez…, mi eternidad.

Es necesario descender con horror, con asco, pero con ilimitada comprensión humana, con heróica y cristianísima caridad, a ese subfondo de miseria, para ver de cerca el alma misma de un conglomerado que se desintegró y buscar soluciones adecuadas con conocimiento minucioso de su tragedia y de su patología. Germán Guzmán

Abordar una obra literaria supone explorar el imaginario de un tiempo; significar a través del arte, la historia y los personajes un espacio y una época. En este caso, a través de la narración de Eduardo Caballero Calderón y su novela de 1952, El Cristo de espaldas (quien también fue autor de Siervo sin tierra, El buen salvaje, Hablamientos y pensadurías, Azote de sapo, Tipacoque: Estampas de provincia, entre otras), la cual está enmarcada en un realismo rural, regional y nacional ampliado, donde emerge la comprensión sencilla del campesino, de la vida en los pueblos, las actividades de plazas y calles, junto a la carga simbólica de una existencia marcada por las ideologías y las tradiciones que pesan tanto como la sangre o los vínculos familiares. El amor y el odio se espesan en una marejada de sentimientos correlacionados con colores, partidos políticos, clases sociales, gremios y otras actividades que configuran la realidad de los pueblos. Una realidad que parece reciclada, si ciclo a ciclo o a zancadas se retrocede desde aquellos albores en la historia de Colombia; El Bogotazo, la barbarie de un Estado monopartidista, las masacres estatales, las guerras y dictaduras del siglo XIX, hasta el enfrascamiento y el trágico sino del periodo de la patria boba -que fue sinónimo de división, enfrentamiento y nada de boberías-; sin olvidar, antes de ello, la durísima crueldad experimentada en la carne de quienes trataban de oponerse al despotismo de la alcabala y otros tributos.

Una hermenéutica nómada conlleva a leer este texto a partir de la lente hodierna. En ella persiste el imaginario de violencia, usurpación y división que a su vez campea libremente por los pueblos asentados en las cordilleras de Colombia. Escrita en 1952 son 70 años narrando la tragedia de los pueblos; un conflicto heredado de generación en generación en manos de otros protagonistas: el bipartidismo, el conflicto armado, el paramilitarismo, la guerrilla y los grupos delincuenciales. Para aquel entonces, la historia de un pueblo con raigambre conservadora, donde las autoridades municipales y ciertos gamonales administran a su antojo el poder, mientras se proscriben aquellos que no están alineados con esta ideología, y desde sus actividades y convicciones parecen oponerse al monomitismo imperante.

Un diálogo del que todos hablan y que se convierte en este instante en una crítica de aquello que ha impedido que en Colombia la sociedad se aglutine bajo proyectos de orden nacional, generando nuevas orillas y distanciamientos en las corrientes políticas, sistemas, demagogias y divisiones que siguen retrasando la tarea pendiente de unión y congregación.

El lenguaje

Bien advertía Martin Heidegger en su Carta al humanismo (1970) la dimensión de habitar el lenguaje, mientras agrega que en su vivienda mora el hombre. El ser humano combina una existencia ontolingüística que le configura, hasta el punto de que el lenguaje... dirá el filósofo, es la casa de la verdad del ser. Con palabras medidas y en sus justas proporciones podría afirmarse que el lenguaje posibilita una auténtica existencia, o todo lo contrario. Desde el ámbito social el lenguaje aparece como dinamizador o instrumento de poder, pues a través de este se prepara un camino de inclusión o se extiende un horizonte de exclusión que desplaza a quienes no aceptan las narrativas de ciertos grupos, individuos o instituciones que sofisticadamente encarnan los principios hegemónicos, morales o políticos para cierto momento. La novela deja entrever esa gran brecha evangélica “si no estás conmigo estás contra mí” que ha generado culturalmente tantas inquinas en diferentes escenarios culturales, sociales, ideológicos y religiosos en el mundo. Cuando en el pueblo se vocifera al unísono “¡No queremos rojos en el pueblo!” (Caballero, 2013, p. 22), se proyecta detrás de ello la génesis de violencia que más tarde cargará toda la visceralidad en acciones. Primero serán las palabras que obligan y demandan que una turba se lance contra las ideologías, ideas y pensamientos de otros, quienes, a su vez, asumen el escarnio público y anhelan con férrea voluntad ver la realidad transmutada.

Aunque el objetivo de este ejercicio es detenerse en la novela para precisar esas dificultades que despertaron la división y el odio entre los pueblos, los apelativos y las formas en las que se calificaron los bandos dan muestra de esa estructura violenta que acompañaba los tonos viscerales y populares con los que se trataban las colectividades de aquella época. A los liberales les llamaban chusma, chusmeros, collajeros, patiamarillos, nueveabrileños, cachiporros, chupasangres, martejos, comebolos, limpios y comunes. De otro lado, a los conservadores les calificarían como godos, contrachusmeros, aplanchadores, patones, cachuchones, pájaros, chulos, chulavitas, sonsos, plaga, chanchullos, guates e indios. El lenguaje se sirve de estas expresiones para consolidar un imaginario negativo heredado a través del discurso, con fuerza movilizante y persistente en el tiempo.

A continuación, el escaño siguiente será el simbolismo violento de los colores, los vivas y los hurras acompasados de una criminalidad semántica, donde yace la plurivocidad, especialmente de quienes con cierta autoridad, tradición o posición denostan y rechazan todo lo concerniente al partido contrario. Es así como el narrador, al presentar un diálogo entre conservadores, muestra el escándalo que yace en estos cuando cuentan cómo una mujer ingresa a un templo: “Por cierto que ésta llevaba una cinta roja... ¡sí, señores, roja!... en la cabeza. Y comulgaron ambas... ¡Eso es una provocación, compadre!” (Caballero, 2013, p. 75). Poco a poco se hunde el aguijón de la excitación, del señalamiento y la condena, lo que sin lugar a dudas se convierte en una voz oficial en el pueblo, mientras estalla un estruendo fanático, una pirotecnia verbal que no logra acallarse.

En cambio, no es fácil encontrar un tono mesurado de alguien que invite a dejar los adornos en su lugar y revise a fondo los argumentos que sirven para apalancar las ideas, sueños y deberes de un individuo; las calles y plazas se ven plagadas de emociones, historias y vendetas que al instante despierta la confrontación. En aquella época e incluso ahora se sigue echando de menos esa voz, en tanto la ligereza y el espectáculo de la opinión abre horizontes en los medios, redes y otros espacios. Un vacío que reclama, tanto ayer como hoy, espíritus abiertos a una propuesta ilustrada, desde las cuales atender los extremos. El pensador latinoamericano Alejandro Arvelo, así lo señala en su clásico texto Filosofía del silencio al advertir que

cada quien está algo más que seguro de su verdad. Todos hablan sin arredrarse en torno a las más diversas e intrincadas cuestiones; con más pasión y mayor confianza cuanto más profunda es la ignorancia que como pesado fardo se arrastra. (2008, pp. 17-18).

Progresivamente la dimensión del lenguaje se conecta con la realidad a través de las expresiones y las exigencias de un pueblo enardecido, como cuando este reclama sin aspaviento alguno la muerte de Anacleto por su adhesión al partido rojo, mientras don Roque, su padre, es reverenciado por

¡miedo de que ese rojo bandido del muchacho mate un día de éstos a don Roque, que es tan buen godo! ¡Tan buen godo! Recuerde, compadre, que cuando don Roque echó al muchacho de la casa, hace tres años, éste juró que cualquier día volvería a vengarse… (Caballero, 2013, p. 27).

Don Roque es la imagen del poder y de un liderazgo ideológico moral que trasciende al caudillismo. Quienes osan pensar distinto a él solo les queda el desahucio moral y una orfandad jurídico-legal. La persecución escala, entonces, no a un sujeto sino a una colectividad minoritaria que se lee mendaz, mientras las resonancias de algunos vociferantes aullan: “¡Hay que limpiar el pueblo de rojos!” (Caballero, 2013, p. 172).

La violencia y la pronta criminalidad del lenguaje surte efecto desde las plazas, los atrios, las borracheras y los fandangos de las tabernas; todo ello en un solo contubernio con los vivas y los hurras al unínoso de su ebriedad; pero allí mismo, detrás de la celebración, un fanatismo declarado cuya estrechez política o ideológica suscita el delirio y la efervescencia de lo que después se convertirá en masacre, tragedia, homicidio y violación. En el clásico texto de Germán Guzmán, La violencia en Colombia, este recoge una frase del periodista Calibán, quien sintetiza con magistralidad lo que es capaz el lenguaje; es necesario situarse allí para progresivamente dinamizar cualquier cambio, por eso “para desarmar los espíritus es obvio comenzar por descargar de explosivos las palabras” (Guzmán, Fals Borda y Umaña Luna, 2017, p. 50).

La violencia

Aparte de la muerte, el asesinato, la expropiación, entre otros vejámenes, una tipología de violencia adicional será la de la expulsión u ostracismo por parte de algunas personas, familias, gremios y actividades en estos pueblos. La generalidad para aquel entonces es encontrar pueblos con una filiación casi pública a uno de los partidos. Ninguna región se salva. En el ya mencionado clásico de La violencia en Colombia, los autores detallan una geografía de la violencia en las zonas, regiones y departamentos al detalle. Generalizando algunos de esos datos, será relevante destacar que entre el periodo de 1949 y 1958 se registra el asesinato de 35 294 personas en el Tolima, 10 000 en Antioquia, 9500 en Caldas, 9000 en Llanos Orientales y 10 170 en Valle (Guzmán, Fals Borda y Umaña Luna, 2017, p. 316).

Esto supone entonces, que las minorías resultan ser víctimas del escarnio y la presión del grupo mayoritario, como expresa una mujer a quien le han asesinado a su marido debido a su adhesión al partido liberal, en tanto afirma que… “si al señor don Roque Piragua, cacique de este pueblo, no le da la gana de que viva aquí una viuda con seis criaturas su destino no será otro que el desplazamiento” (Caballero, 2013, p. 34).

Los pueblos se clasifican con los colores propios de los partidos hegemónicos, sugiriendo una frontal oposición los unos con los otros, mientras que el exterminio físico se convierte en una realidad que supera toda ficción. El lenguaje es el exordio del odio y de una nación más que escindida. Algunas profesiones también se muestran proscritas, tal como le cuentan al sacerdote: “Hice mis estudios en la escuela normal de señoritas, y fui maestra de escuela en el pueblo de abajo hasta cuando me sacaron los rojos... ¡Si yo le contara a su reverencia, sería cosa de nunca acabar!” (Caballero, 2013, p. 64). Este exilio ideológico es leído con benignidad, si entraran otras escenas a competir con el grado de visceralidad no de la novela, sino de una época que registra en multiplicidad de fuentes el horror y la sevicia con la que los colombianos se trataron. Profesores, intelectuales, comerciantes y quienes se desempeñaran en otros oficios no pasaban desapercibidos en los pueblos con hegemonía azul -conservadores- y…

como no tardaron en saber que éramos liberales, cuando vinieron las últimas elecciones que el señor cura recordará, nos saquearon la tienda y tuvimos que salir huyendo en un camión que traía unos bultos de zaraza para el pueblo de abajo. (Caballero, 2013, p. 139).

A pesar de que la narración carga el abuso por parte de los conservadores hacia los liberales, es preciso aclarar que la violencia se vivió de parte y parte. En este conflicto los partidos se reconocen como antagonistas, mientras la venganza y la retaliación asecha los pueblos de las montañas. Los escritores del clásico La violencia en Colombia sustraen la experiencia de Arsenio -un bandolero liberal- que

iba terminando con todo lo que encontraba, sobre todo tratándose de policías, ejército, godos y pájaros; es un consuelo y gran alivio darle como matando culebra.... él no se contentaba con ver el muerto, sino que hasta le abría hartos agujeros y decía que era para que le saliera bien la vida a ese condenado godo. (Guzmán, Fals Borda y Umaña Luna, 2017, pp. 205-206).

Las dinámicas sociales de la población para aquella época se agostan con facilidad; la tierra, la plaza, un comercio básico, rituales religiosos y una vida familiar concentrada. Ritmos de vida alterados cuando al tenor de las arengas políticas, la pólvora y la verbena se suman los sentimientos, los rencores, venganzas e inquinas con yatagán en la mano. Por ello, los colores son los tiempos y por eso dirán los habitantes: “Cambiaron los tiempos, señor cura: quiero decir los alcaldes, y los agentes de policía comenzaron a perseguirnos” (Calderón, 1952, p. 138). Quien conociera el grado de vileza, concatenaría con facilidad la escuela genocida que en las últimas décadas se han registrado con guerrilleros, paramilitares y sector oficial (collar bomba, cortes con motosierras y falsos positivos).1

Los rituales de horror que acompañan el aniquilamiento del partido contrario advierte grados de sevicia excesiva al que el presente ejercicio reflexivo no atiende. Sin embargo, en la novela se narra la experiencia habitual y corroborada así en los estudios de la violencia para aquella época, donde se aviva el espíritu en las cantinas, atrios y mercados, mientras al calor de las arengas, ya sea por la ovación o la omisión, se señala a quienes se alinean con uno u otro partido. Por eso el narrador de El Cristo de espaldas expresa que

una noche entraron dos indios del páramo a tomar aguardiente. Le dijeron a mi marido: -¡Tome con nosotros, compadre! Ahora grite: ¡Viva el partido conservador! ¡Abajo los rojos bandidos! Él no quiso gritar, siempre tan testarudo... Le clavaron dos puñaladas en el vientre. (Caballero, 2013, pp. 140-141).

Esta cultura fanática, más que política, sigue viva en ciertos imaginarios sociales, que a la sazón de los tiempos cobra otros tintes, nombres, partidos, grupos e ideologías. La certeza de la violencia y la crueldad queda manifiesta en las masacres, el desamparo de las poblaciones y la seguridad que el Estado debe proporcionar a ciertos líderes o defensores de derechos humanos, quienes viven expuestos a la censura, la amenaza y la proximidad de la muerte2 a manos de grupos delincuenciales que aún no son desmantelados y enlutan el futuro de la nación.

La población queda expuesta al abuso de parte de la delincuencia, del exceso de poder y para aquella época, a las anchas de la arbitrariedad, que regularmente iba investida de autoridad. Y en medio del sino violento, y de un éxodo degradante, abrirse paso por medio de un exilio que trae consigo innumerables huellas:

Hombres que emigran por los caminos con un costal de trapos al hombro; mujeres mutiladas; niños sacrificados3; ranchos que arden como antorchas, sabe Dios si con criaturas o inválidos que no pudieron escapar; sementeras perdidas, campos arrasados y el hambre y la desolación por todas partes. (Caballero, 2013, p. 235).

La autoridad viciada

Desprendiéndose de los males señalados anteriormente y de una idea pauperizante de la política, un concierto de males que entraña una descompuesta estructura administrativa. Para entonces -y también ahora- el poder legítimo y organizado sigue impidiendo que la semilla de la democracia y los valores que como sociedad desean garantizarse, se corroan cada tanto. El narrador expresa cómo las autoridades manipulan sus intereses a partir de la promesa de futuros puestos y otras artimañas, tal como la de incautar cédulas o importarlas de otros municipios, posicionando de oídas eso que llaman democracia. Para ilustrar estos casos de vicios y perversidad en el poder, aparece la camaradería partidista lejana a los principios de transparencia y meritocracia que hoy en día se exigen, pero que también parecen desdibujarse en la actualidad “¿No te he dicho que el viejo está dispuesto, como lo manifestó delante de ti, a imponer mi elección para el Tribunal Superior del Circuito, que será elegido por la Asamblea en el mes de octubre?” (Caballero, 2013, p. 35).

El papel de la iglesia como un ente jerarquizado, supone también el ordenamiento de ciertas dinámicas marcadas por el poder, la obediencia y el castigo en la novela de Caballero. El clero quedaba expuesto a una radical postura conservadora, y quienes asumían una mirada contraria eran objeto de reubicaciones a localidades remotas, siendo descartados para asumir cargos reputados al interior de la Iglesia. En medio de un templo derruido, con goteras y destartalado, salta a la vista la impresión que tiene el pueblo conservador de un sacerdote, reconocido en el pueblo “como el cura viejo que a Dios gracias se fue, porque era un... ¡Dios me perdone!... Porque era un…” (Caballero, 2013, p. 38). Y en medio de ese tránsito de sotanas, nada asegura que un sacerdote nuevo sirva a los intereses de una colectividad u otra, solo las influencias y las conversaciones entre el prelado y los caudillos políticos de uno u otro partido. A ojos del pueblo, una tragedia al cuadrado, el obispo parece equivocarse de nuevo, pues... “el cura está de parte del diablo... quiero decir de los liberales” (Caballero, 2013, p. 135).

En medio de esas estructuras totalizantes, el terror y el castigo, las prácticas simbióticas entre la política y otros rituales. El cura advenedizo expone su vida y exige que le respeten los derechos a aquellos que han sido tachados de liberales. Por esa razón, y extrayendo uno de los fragmentos más dicientes del texto, se narra que

el notario accedió a proteger a los detenidos, siempre que éstos abjurasen de su liberalismo solemnemente y en mitad de la plaza. La ceremonia, claro, debería comenzar por la entrega de las cédulas electorales. Después los sindicados podrían irse, y era mejor que se fueran para contar el cuento en el pueblo de abajo, donde serviría de escarmiento… Sacaron de la alcaldía a los tres sindicados de liberalismo y en mitad de la plaza los hicieron arrodillar ante el alcalde. Tenía éste en las manos un pesado librote, que… no sabría decir si eran los Evangelios o la Constitución. En todo caso, por ese libro habían jurado que renunciarían a ser liberales para siempre, y reconocían el error y la infamia en que hasta entonces habían vivido. Luego entregaron las cédulas, dieron un viva a las autoridades y un muera a cada uno de los presidentes liberales difuntos. (Caballero, 2013, pp. 167-168).

El ritual de abjuración es visto como una liturgia purificadora que trae consigo la burla, la vergüenza pública y la renuncia a una ideología. Aquí, una vez más, al entregar la cédula, el individuo se despoja de su nombre, lo que conlleva a renunciar así a uno de los atributos de la persona. El espectáculo no muestra a un hombre, proyecta una cosa. Jurar ante cualquiera de los libros que supone la afinidad conservadora exorciza. Desposeídos ahora de su identidad, condenando la historia y el pasado, les resta huir a un lugar cargando la mácula de un pecado ideológico. Una culpa que hoy parece resemantizada cuando alguien evoca a uno de los últimos gobiernos de turno a través de los nombres o apellidos de quienes lo representaron. El linchamiento moral salta a la vista, y poco falta para que alguien sea ajusticiado por sus creencias, comprensiones y convicciones, mientras se sigue cavando esa enorme fosa de bastardía política que distancia a unos de otros por los colores, partidos, ideas o convicciones.

Resonancias

Vivimos como en aquellas décadas una cadena de odio irrompible, nutrida actualmente por infinidad de eslabones que de forma encarnizada persiste en un lenguaje de violencia, la atrocidad de asesinatos y un mutismo a lo largo y ancho del país. Este país no rompe aún con estos lazos que llevan al exterminio del otro; los púlpitos y plazas de antaño, son redimensionados bajo la pantalla mediática informativa de hogaño, reforzada con centros de opinión y plataformas virtuales desde los cuales se expresan quienes se sienten con la capacidad -quizás no la formación- para abrir la discusión sobre asuntos de interés público. La ultraderecha, el régimen de izquierda, el dogmatismo, la calumnia, el contradictor político, la difamación, la criminalización, y en medio todo ello, el barullo que impide la reflexión y la comprensión de este vodevil.

Las circusntancias sociales actuales parecen no superar los estereotipos de décadas, mientras la división, el asesinato, el aislamiento y el abandono jinetean abiertamente en un país que aún no consolida su ideal de nación, si se considera este concepto ajustado al enunciado por el pensador frances E. Renan cuando dice:

Una nación es un alma, un principio espiritual. Dos cosas que no forman sino una, a decir verdad, constituyen esta alma, este principio espiritual. Una está en el pasado, la otra en el presente. Una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; la otra es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de continuar haciendo valer la herencia que se ha recibido indivisa. (2001, pp. 23-24).

En Colombia dos grandes surcos se han abierto y han corrido con fuerza: la historia y la sangre; sin piedad ambas siguen vías paralelas; siguen sin detenerse y parece lejano que alguna de ellas se detenga. Ese tercer surco que parecía abrirse hace algunos años con el ideal de la paz, desapareció tras el sedimento del particularismo, del crimen local, de la ambigüedad del discurso y la manipulación; minado de dudas acabó con aquello que podía prontamente unir a una ciudadanía a favor de la confianza, la sensatez y una renovada oportunidad para todos. Los liderazgos de ciertas regiones armonizados con la opinión pública por el estilo popular e informal de algunos de ellos, distancian a muchos con un tenaz regionalismo. Una posible coalición conllevará finalmente a la quiebra e independencia constreñida por el ego, mientras vuelve a allanarse el espacio de confrontación directa de aquellos tecnócratas que prometieron superar los viejos esquemas.

No se ha vislumbrado aún una hermenéutica hodierna, donde se invite a todo ciudadano a revisar su pasado para entenderse en medio de unas dinámicas que por legado, por tradición u actualización, se siguen habitando. Una hermenéutica que le invite a atender no solo a su acoplamiento material, sino a su revisión moral e histórica actual para desde allí comprender el palimpsesto histórico que le gobierna.

Apostarle a un ethos convivencial donde la comunidad participe y se estructure a partir de la discrepancia, la paz, la verdad para resolver un conflicto que le sigue asolando. Se cultiva una generación de la violencia 5-G que como las vías, las comunicaciones y otros sectores, se preparan para afrontar las residuos de un conflicto que sigue marcando a la sociedad civil con una crueldad revivificada en algunas regiones, aupada por la pugnacidad discursiva en múltiples medios y un imparable número de grupos que trastorna la realidad de cientos de municipios. La literatura y sobre todo, una realidad que supera la ficción, tal como lo propone el realismo espectral4, advierte una transformación lenta, casi nula de la individualidad. La sociedad está llamada a educarse, a participar y consolidar valores donde se supere la patologización de la violencia, eliminando los sectarismos y posibilitando las multiperspectivas sociales.

El colombiano debe superar una tragedia tricotómica; soportar el que la mayoría de su población nazca en ambientes rodeados de miseria, escasez y pobreza, lo que por esencia les expone a riesgos sociales que parecen no diezmarse; de otro lado, una vez la supervivencia y el milagro del amor esquivan ese primer escenario, se exponen a criarse en ámbitos donde las costumbres y los espacios de sociabilización no precisan de garantías educativas con oportunidades para una dignificación social a partir de los oficios, el deporte, la capacitación o el trabajo, y finalmente, zafarse de lucubraciones y programas políticos mesiánicos y fantasmagóricos donde se exponen todas las necesidades insatisfechas de la población y que solo buscan ilusionar por un momento a quienes de frente asumen las brechas de la pobreza y la desigualdad. Queda así una sociedad huérfana de sueños y anhelos, donde las clases más desfavorecidas precisan con todo rigor la negación de un mañana.

Referencias bibliográficas

Arvelo, A. (2008). Filosofía del silencio. República Dominicana: Santuario. [ Links ]

Caballero C., E. (2013). El cristo de espaldas. Bogotá: Panamericana. [ Links ]

Guzmán Campos, G., Fals Borda, O. y Umaña Luna, E. (2017). La violencia en Colombia (Vol. 1). Bogotá: Taurus. [ Links ]

Heidegger, M. (1970). Carta sobre el humanismo. España: Taurus. [ Links ]

Renan, E. (2001). ¿Qué es una nación? México: Universidad Autónoma Metropolitana. [ Links ]

Tamayo Goyeneche, L. (14 de marzo de 2021). Realismo espectral: hablar de lo que no se puede. El Colombiano. [ Links ]

Uribe, M. V. (1978). Matar, rematar y contramatar. Las masacres de la Violencia en Tolima. Bogotá: Controversia. [ Links ]

1Bajo la premisa de una violencia 5.0, una violencia reciclada, que parece atormentar a la sociedad colombiana cíclicamente, supondrá una remembranza el revisar los casos de las masacres y la administración de la crueldad que de estos deriva. El corte de oreja, que supuso en la mitad del siglo XX en Colombia una forma de señalar a los liberales, se presenta actualmente. https://diariodelsur.com.co/noticias/judicial/ojo-mindefensa-anuncia-la-captura-de-de-los-responsables-de-663207

2El listado de asesinatos desde la firma del acuerdo de paz queda plasmado en el siguiente documento que el Instituto de Educación para el Desarrollo y la Paz ha consolidado en el siguiente documento: http://www.indepaz.org.co/wp-content/uploads/2021/02/Para-web-listado-l%C3%ADderes-desde-acuerdo.pdf

3En otro de los textos clásicos, pero nunca leídos, Matar, rematar y contrarrematar, la profesora María Victoria Uribe narra, a guisa de ejemplo, la tortura dispuesta a los hombres y a los infantes: “Los campesinos fueron amarrados por el cuello, muertos a machete y posteriormente sus cadáveres fueron incinerados y los niños arrojados a la caldera del trapiche” (1978, p. 133).

4Laura Tamayo (2021), en una publicación del periódico El Colombiano, reseña el libro Haunting without ghosts, donde la profesora Juliana Martínez reivindica la necesidad de pensar las secuelas con las que carga el pueblo colombiano a causa de un conflicto armado que le ha acompañado por décadas. El arte, la literatura, el cine y la música convergen en ese llamado: “La espectralidad sale del fantasma y se queda con lo que el espectro produce: una petición de justicia”.

Recibido: 08 de Octubre de 2021; Aprobado: 22 de Marzo de 2022

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