Introducción
La publicación de Soldados de Salamina (2001) coincidió con el reavivamiento de la pugna por la memoria histórica de la guerra civil española, tras la que, como se sabe, sobrevino en el país un relato único impuesto por los vencedores. Escritores que podrían considerarse “nietos” de la guerra (Izquierdo, 2012), quienes no la habían vivido en forma directa, protagonizaron a partir de los años 90 del siglo XX una forma de “revisionismo” o “resignificación” del pasado a partir de la ficción, con todos los matices que el asunto requiere. Cerca de la fecha de publicación de Soldados de Salamina, José-Carlos Mainer (2004) ha considerado el fenómeno con una perspectiva y conocimientos muy amplios, aunque no exentos de pasión.
El gran éxito de Soldados de Salamina generó controversias sobre los usos de la memoria, como se ha señalado desde distintos ángulos y en distintos períodos (tal como se advierte en Lluch, 2006 y se recontextualiza en Palomo Alepuz, 2020). Antonio Gómez López-Quiñones la inscribió como la novela de confrontación histórica, de acuerdo con una categoría propuesta por Ana Luengo, porque reivindican la “imposibilidad de olvidar” (en Palomo Alepuz, 2020, p. 9). No detallaré las polémicas que ha suscitado en lo que respecta a intenciones políticas. Los debates sobre la forma de narrar la Guerra Civil y el tratamiento de la memoria, con su inevitable interpretación han acompañado las lecturas de la novela desde sus inicios, y han recrudecido, a su vez, con las posteriores El impostor (2015), Anatomía de un instante (2009) y El monarca de las sombras (2017). En su momento, Mainer esgrimió contra Soldados de Salamina el argumento de la segunda salvación de Sánchez-Mazas, el de la atención a un falangista notorio, el del supuesto distanciamiento histórico (Mainer, 2004). Solo como algunos de los hitos más abarcadores o polémicos para introducirse en el laberinto de la crítica sobre estas cuestiones durante estas dos décadas pueden tomarse en cuenta Moreno, 2002; Satorras Pons, 2003; Spires, 2005; Lluch, 2006; Bórquez, 2008; Corredera, 2010; Dolgin Casado, 2010; Bringas & Ennis, 2012; Martínez Rubio, 2012; Navarro, 2014; Becerra, 2015; Labrador Méndez, 2019; Palomo, 2020, entre muchos.
A esta altura, parece claro que la novela evidencia el imperativo ético de la memoria, a la vez que advierte la inevitable infidelidad al pasado que conlleva toda escritura en tanto relato, es decir construcción/versión/invención (algo puesto de manifiesto en forma recurrente en la obra de Cercas).1 Este artículo toma como punto de partida los temas y conclusiones ya planteadas en los referidos trabajos más recientes, para releer la novela desde otras claves de lectura que considero que el texto no inhabilita. El objetivo es fundamentar la hipótesis de que Soldados de Salamina trata el tema de la guerra desde distintos planos temporales y humanos, y que estos planos no operan de forma contradictoria, sino complementaria. A la luz de los relatos posteriores, como El monarca de las sombras, puede advertirse en Soldados de Salamina la propuesta de una perspectiva de dimensiones más largas, que atañe a la continuidad biológica que persiste y triunfa en la afirmación de la vida, y que incluso supera, en su persistencia tenaz, las divisiones de bandos e ideas que afectan y comprometen, sin duda, a varias generaciones. Esto plantea como problema la posibilidad de que una lectura vitalista y pacifista de estas novelas -en especial de Soldados de Salamina- no implique necesariamente un relativismo político o ideológico.
La memoria histórica atiende una necesidad del presente (una deuda con el pasado reciente que la novela busca, de algún modo, reparar, con el rescate de los anónimos caídos, con la búsqueda del héroe escondido), pero ambas novelas sugieren otro plano más amplio, al que apuntan, por ejemplo, los títulos,2 un plano que desdibuja las contiendas y las pasiones para delinear una pugna entre la vida y la muerte, entre la destrucción y el imperativo biológico de la supervivencia del mundo físico como triunfo.
La hipótesis es que las dos novelas, leídas a partir de esas posibles claves, advierten que la guerra no ha podido arrasarlo todo, y así como la memoria escrita recupera y fija líneas perdidas del relato cultural (en este caso en particular la novela “real” que resulta de la búsqueda del pasado), la continuidad de la vida orgánica constituye otra forma de la perdurabilidad, revela otras huellas y otra forma de memoria que se expresa intermitente como alegría vitalista, como instantes de bienestar o de gozo, de vida en sí. Aquellos que pudieron sobrevivir -en la derrota o en la victoria, tanto políticas como morales-, sostuvieron la continuación vital en sus expresiones más nimias y elementales, hasta por la sola fuerza de la alegría como un discurrir inmerecido.
De todos modos, los textos explicitan que el valor ejemplar (la condición heroica, si se quiere) estará dado, a los efectos de la construcción de una ética civilizatoria, por el grado en que esos seres individuales inscribieron sus vidas en proyectos que integraron aspiraciones a formas colectivas de la alegría y concibieron la felicidad como utopía. La idea de héroe no queda ya ligada a la muerte, sino a la inscripción en un proyecto que los supera, marcando una orientación hacia el bien.
Inicio: un narrador entristecido
El narrador de Soldados de Salamina se delinea fuertemente en las primeras páginas de la novela. Sus aspiraciones intelectuales y fracasados deseos de ser escritor, su mal dirigido empeño puesto en una ansiada carrera hacia el éxito, se presentan en paralelo a un desamparo afectivo y falta de impulso vital: tiene ya cuarenta años, la mujer con quien vivía lo ha abandonado, su padre acaba de morir. Disminuido socialmente, reserva sin embargo una oculta o inconfesada autoestima que busca resarcimiento. Esta netamente triste figura del periodista escritor tiene una compensación en el personaje de Conchi, la nueva novia que se presenta en las primeras páginas, y quien rezuma vitalidad espontánea y “despampanante alegría” (Cercas, 2002, p. 47).3
Hay esmero del narrador por deslegitimar las opiniones de Conchi, al desmerecer sus cualidades intelectuales (aunque “le gusta mucho”) y su ambiente (el ridiculizado ex novio “ecuatoriano”, las amigas “semianalfabetas”, 2002, p. 46), la decoración cursi de su casa, su trabajo como “pitonisa en la televisión” (2002, p. 45), así como el imaginario simbólico que nutre sus valoraciones políticas, culturales y literarias, asociado a lugares comunes que, por encima de todo, dejan a la vista los prejuicios del propio personaje. También Conchi representa la sensiblería y el mal gusto que el narrador atribuye a la cultura popular y que considera alimentados por los medios de comunicación y las simplificaciones mitificantes, todo lo cual él, como varón culto y arrogante, no puede dejar de señalar a cada paso, marcando enfáticamente su diferencia. El avance que supone el relato como desestabilización y descubrimiento irá limando también estas seguridades, como trataremos de mostrar. E irá posibilitando la transformación de ese “hombre entristecido” que todavía se ve en el espejo durante el viaje que cierra la novela, en la posibilidad de asumirse como un “periodista fracasado y feliz” (Cercas, 2002, pp. 208-209).
Repararemos en una escena de los inicios de la investigación periodística o novelesca, para esa que se propone como “novela real” o “cosida a los hechos” (Cercas, 2002, p. 37 y p. 166), la que encontrará su correlato simétrico al final y que puede servir para medir el avance -en tanto transformación reveladora- que se produce también en el personaje durante el proceso de producción del relato.4 Mientras espera a Figueras, para un primer encuentro, este narrador que también se llama Javier Cercas, dice:
A mi izquierda, en el parque, niños acompañados de sus madres jugaban en los columpios, bajo la sombra declinante de los plátanos. Recuerdo que pensé en Conchi, que no hacía mucho me había sorprendido diciéndome que no pensaba morirse sin tener un hijo, y luego en mi antigua mujer, que muchos años atrás había rechazado juiciosamente mi propuesta de tener un hijo. […] [Y]o ya no tenía ninguna intención de tener un hijo; tenerlo con Conchi me pareció una ocurrencia chusca. Por algún motivo volví a pensar en mi padre, volví a sentirme culpable. “Dentro de poco”, me sorprendí pensando, “cuando ya ni siquiera yo me acuerde de él, estará del todo muerto” (Cercas, 2002, p. 48) [cursivas agregadas].
Registro en este pasaje un campo delimitado por significaciones varias: la observación de la niñez en su manifestación, en su presente dinámico y gratuito, la preocupación por la descendencia como continuidad estrechamente vinculada con la muerte de su padre y la conciencia de pasar a la primera línea en el recambio generacional; la decisión de no tener hijos como una culpa de posible traición al padre, para arribar a la certeza de que la vida continúa principalmente en la memoria de los otros, los que siguen, y que la mayor culpa sería perpetrar el olvido como borramiento. El problema se polariza todavía en esta escena iniciática: para Conchi es aberrante “morirse sin tener un hijo”; el narrador, que deseó alguna vez tenerlo, considera que su antigua mujer idealizada -a quien cree no haber podido retener-, fue sensata al rechazar la propuesta, y la sola idea de tenerlo con Conchi le resulta vulgar e intolerable.
Lo cierto es que muerte y nacimiento aparecen ligados en esos instantes de contemplación de los niños jugando, quienes despiertan la conciencia de la declinación, que traerá una aún no advertida disposición a aceptar la vida (en tanto alegría) por un lado como remanente,5 y por otro lado como línea, la que solo puede materializarse en el presente para así proyectarse en un futuro al que remitirá el cierre de la novela: “hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante” (Cercas, 2002, p. 209). La muerte del padre resulta productora de una búsqueda hacia atrás -la memoria, la genealogía, que es también lo que se dejará en herencia- y de una necesidad de construirse desde los restos para recuperar el presente como tiempo que se desliza, como vida amable, como aquello que no es sufrimiento.
Final un poco triste… e inmensamente feliz
La figura de Sánchez Ferlosio se postula como fundamental para el inicio de la búsqueda que narra Soldados de Salamina, y aunque su intervención parece anecdótica y no se explicita una admiración por su obra ni el registro específico o la asimilación de sus posiciones éticas ni estéticas, es una sombra tutelar que sostiene algunos aspectos de la narrativa de Cercas, como lo adelantó Silvia Cárcamo (2008). En su artículo propone que Cercas atiende muy especialmente los ensayos de Ferlosio en lo que respecta a la “construcción del ethos del narrador” (el enunciador de la ficción), “los conflictos propios de la experiencia de la escritura”, la relación con la “literatura como institución” y con la “sociedad del espectáculo” (2008, p. 1), analizando la incidencia de los ensayos ferlosianos en las ficciones de Cercas, en cuestiones como la contraposición entre destino y carácter, personajes de carácter y personajes de destino. Parto de sus conclusiones para asumir que las ideas ensayísticas de Ferlosio gravitan como sustrato en la elaboración de Soldados de Salamina, algo que merece seguir explorándose.
El comienzo de esta novela da cuenta de una casi fallida entrevista a Sánchez Ferlosio en la que Cercas se entera del también fallido fusilamiento de Sánchez Mazas. Mediante la entrevista se introducen, como equívocos insignificantes, como desviaciones, la distinción entre “personajes de carácter” y “personajes de destino”, así como el motivo de la batalla de Salamina (Cercas, 2002, p. 19).6
En la obra ensayística de Ferlosio aparece una y otra vez la preocupación por la distinción benjaminiana de destino y carácter.7 Vázquez Medel destaca la importancia de estos conceptos en varios ensayos (Vázquez Medel, 1999, p. 22 y p. 190), pero es en el discurso de aceptación del Premio Cervantes (2004) cuando Ferlosio les dará un formato comprensible, sintético y divulgativo, a partir del cual los consideraremos en esta oportunidad.
En ese ensayo, partiendo de la observación de una escena callejera del teatro de guiñol, Ferlosio distingue primeramente la “manifestación” como experiencia estética del “argumento” que, en definitiva, ordena el mundo y lo sustrae a su “pura sinrazón” (2005, s/p). Retrotrayéndose a la Estética de Aristóteles, advierte que ya a partir de sus premisas, el argumento que da cohesión al texto literario “es un sedante estético”, que contribuye a la ilusión de consecuencia y congruencia.
En su defensa del argumento, [Aristóteles] percibe claramente el achaque de la historia: su deficiencia en conexiones lógicas; pero al preferir el tipo de argumento que aporta la ficción, siempre mejor o peor trabado, y apagar la contingencia, parece buscar la paz del alma, eligiendo, frente a la turbadora turbulencia de los hechos, la limpia e inteligible consecuencia lógica (Sánchez Ferlosio, 2005, s/p).
La cita puede ser útil para volver a leer Soldados de Salamina, que narra la elaboración de un libro, mostrando el proceso de selección y los ordenamientos argumentales que permitan “poner paz” -si fuera eso posible-, confiriendo sentido a la “turbadora turbulencia de los hechos” ocurridos durante la guerra de España y cuyos efectos aún hoy siguen produciendo sufrimiento, y elige la opción de hacerlo a través de la organización en una ficción “cosida a los hechos”, una “novela real” (Cercas, 2002, p. 37 y p. 166). La búsqueda de ese relato basado en materia real, pero ajustado a una aspiración estética, a un orden o estructura que conforme y conforte, será paralela al reconocimiento que el narrador debe hacer de sí mismo durante ese proceso. Ambos culminan en el momento en que, luego del encuentro del autor con su reflejo en el cristal de un vagón de tren, cuando el libro se le revela como forma (Cercas, 2002, p. 208).
Una de las revelaciones de ese episodio, aunque no la única, es que el relato-espejo (una variante disidente de la célebre propuesta de Stendhal), en tanto doble, es necesariamente otra cosa diferente de la realidad, y solo puede construirse desde esa distancia: “Ahora el ventanal duplicaba el vagón restaurante. Me duplicaba: me vi gordo y envejecido, un poco triste. Pero me sentía eufórico, inmensamente feliz” (Cercas, 2002, pp. 205-206) [cursivas agregadas].
La distancia narrativa acentúa incluso la diferencia entre la imagen (triste) y la felicidad real como experiencia eufórica alucinatoria, tocada por la revelación. Ese momento casi místico es propiciado por el “mullido” bienestar del confort y por el sonido regular y el movimiento rítmico del tren, que permiten desentenderse del presente, relajarse, olvidarse de sí para que fluya un instante fuera del tiempo, el deslizamiento feliz porque “no está en función de nada” (Sánchez Ferlosio, 2005, s/p), como en una danza.8
Las últimas líneas, todo lo que sigue hasta el punto final, se dedica a entretejer esos dos planos, integrando el pasado, el presente y el futuro en un tiempo único utópico que enlaza, además, las historias con la Historia, dando a esta la apariencia de una línea ascendente y orientada, que puede conjugar de manera coherente el valor y la virtud individual con la felicidad colectiva, aunque quede flotando la duda última sobre el engaño de la prosa, sobre las posibilidades de una sintaxis narcotizante capaz de crear esa ilusión a partir del artificio. Incluso suponemos que en las tres últimas líneas del libro hay una salida de la visión alucinada de los soldados (o el soldado) de la Legión Extranjera caminando por el desierto africano, para pasar nuevamente, mediante la imagen de ese extraño “sol negro”, al viaje del periodista en el vagón, disfrutando su presente sin propósito, “sin saber muy bien a dónde va, … sin importarle mucho siempre que sea hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante” (Cercas, 2002, p. 209).
Sánchez Ferlosio fue un predicador de la construcción hipotáctica9 como expresión abierta y arborescente que se resiste al pensamiento concluyente, una forma de pensamiento que puede involucrar incluso una dimensión ética. Y en esa última página, Cercas se vale de algunos procedimientos propios de la hipotaxis, cuando se recapitulan los motivos centrales de la novela en dos oraciones larguísimas, armadas a partir de períodos engarzados, y complementos en los que fácilmente se pierde el hilo de cada nivel gramatical (Cercas, 2002, p. 208). La primera oración admite por los menos tres verbos principales: “vi”, “supe” y “escribiría”, que sintetizan la labor de que da cuenta el relato en su conjunto. La ambigüedad de la forma en que se introduce a Sánchez Mazas (“sobre todo”) resulta desconcertante, aunque advertimos que vuelve a colocarse como el objeto primero de investigación, el oscuro episodio de su no fusilamiento y las preguntas que suscita, más en lo relativo a conductas individuales que a bandos o banderas o ideas colectivas (incluso a las motivaciones íntimas de esas conductas, aquellas que los relatos de guerra suelen sustraer o se suponen implícitas de un modo generalmente simple y cuya respuesta es irrecuperable en la mayoría de los casos).
El rescate de ese “pelotón de soldados” conserva la admiración por la épica del coraje, por aquellos valientes que deben ir a la guerra en nombre de una colectividad y poner su cuerpo en el campo de batalla, y en la mayoría de los casos mueren o quedan estropeados. Esa aureola del valor persiste pese a la conclusión anterior sobre el horror de toda guerra y su casi inutilidad, persiste como un fruto inevitable de una tradición literaria de siglos, la del encomio del guerrero (aunque el autor ha recordado en alguna entrevista que toda épica es, de fondo, pacifista) 10 (Cercas, 2018, p. 3).
La serie final también deja al descubierto la búsqueda y la preocupación por el héroe individual (cuando “toda la civilización pende de un solo hombre”). En este sentido parece evidente que Miralles es el héroe encontrado y que lo que debe ser narrado no es su intención, sino su gran figura completa -fuerte, valiente y pura, aunque poco novelesca-11, y su paga:
Oí el ruido del bastón de Miralles cayendo en la acera, sentí que sus brazos enormes me estrujaban y que lo míos apenas conseguían abarcarle, me sentí muy pequeño y muy frágil, olí a medicinas y a años de encierro y verdura hervida y sobre todo a viejo, y supe que ese era el olor desdichado de los héroes. (Cercas, 2002, p. 204) [cursivas agregadas].
A pesar de su decrepitud y de la desdicha que acarrea, es Miralles quien desarrolla en la novela la teoría sobre la alegría y quien abre el camino para comprenderla en su relación con la felicidad.
Una secreta e insondable alegría
La guerra es el padre de todas las cosas. Heráclito12
En “Carácter y destino”, Ferlosio argumenta que en el castellano actual de uso corriente los términos “felicidad” y “satisfacción” no suelen distinguirse, aunque advierte la contraposición de Hegel, orientada a separar el ámbito colectivo (felicidad) del individual (satisfacción), recuperándola en este pasaje:
La Historia no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices son en ella páginas en blanco. Cierto que en la historia universal se da también la satisfacción, pero ésta no es lo que se llama felicidad, pues es la satisfacción de fines que sobrepasan los intereses particulares. Fines de importancia para la historia universal requieren voluntad abstracta, energía, para ser mantenidos. Los individuos de significado para la historia universal, que han perseguido esos fines, han encontrado ciertamente satisfacción, pero han renunciado a la felicidad (Hegel, en Sánchez Ferlosio, 2005, s/p).
El derrotero histórico desde la idea de la “felicidad pública a la felicidad simplemente” es analizado por Micaela Cuesta (2016) en sus variantes conceptuales como “felicidad de la mayoría” (que busca mejorar las condiciones materiales de vida de gran parte de la población) y la “felicidad pública” (que apunta a la posibilidad de garantizar la participación de los ciudadanos en la vida pública) (Cuesta, 2016, p. 32).13 Si la “felicidad a secas” ha devenido en un concepto centrado en el derecho individual, la “felicidad pública” se ha centrado casi exclusivamente en el ejercicio de la libertad (Cuesta, 2016, p. 36) [cursivas agregadas]. El problema de “la necesidad y posibilidad de conjugar libertad, igualdad y felicidad” referidas a un orden social más que a un individuo ha persistido y se evidencia, sobre todo, como un vacío, lo que Cuesta señala como una “cuidada” exclusión de la Filosofía de la Historia, “lo invisible necesario sobre el que se monta lo visible: la idea de la libertad es la historia” (Cuesta, 2016, p. 40).
Este problema subyace asimismo como tensión en la ficción de Cercas -por impregnación ferlosiana-, porque de algún modo se busca y en apariencia se encuentra, como se dijo, a un héroe triste, a un individuo cuyos intereses individuales han resultado sacrificados por un fin mayor (la libertad y la civilización). Pero también se deja ver que el acto heroico que la investigación procura conocer y que se define al principio como una voluntad juvenil espontánea de afirmación de la vida, quizás un caso de “destino” (“la mirada del soldado no expresa compasión ni odio, ni siquiera desdén, sino una especie de insondable alegría, algo que linda con la crueldad y se resiste a la razón pero tampoco es instinto” (Cercas, 2002, p. 104) [cursivas agregadas]14, será resumido al final como “el instinto de la virtud”, que tampoco se define claramente como un caso de “carácter”, pero se acerca a ello.
Se trata de algo igualmente inconsciente y desligado de un propósito o finalidad, pero inscripto definitivamente como una opción y un acto moral, más allá de la despreocupación con que Miralles aparenta ir por la vida, o de la resignación atada al presente con que parece sobrellevarla. Si bien cumple en buena medida con la pauta ferlosiana de que “una vida feliz no pregunta por el sentido, porque se siente fin en sí misma, no está en función de nada” (Sánchez Ferlosio, 2005, s/p), el heroísmo de Miralles se inscribe además en una aspiración a la felicidad colectiva (ha sido anarquista en su juventud, comunista desde la guerra), como pueden dar cuenta sus antiguos diálogos con el personaje de Bolaño en el camping de Castelldefells, recuperados como otro fragmento que complementará su memoria.
En la página final la altura del héroe se mide en función de dos ejes: el valor (ese coraje para poner y sostener el cuerpo en la guerra) y el acierto en la intuición de estar del lado de aquella causa que el tiempo dirimirá como justa (alguien “que no se equivocó nunca o no se equivocó en el único momento en que de veras importaba no equivocarse”15, “que fue limpio y valiente y puro en lo puro”16) (Cercas, 2002, p. 209). Si relacionamos estas palabras con el contexto en que aparecen antes en la novela, en boca de Bolaño, sabremos entonces que “el héroe no es el que mata, sino el que no mata o se deja matar” (Cercas, 2002, p. 148).
En “Carácter y destino”, Ferlosio penetra también en otro aspecto del tema de la felicidad, mediante la apelación a una escena de El jardín de las delicias, de Bosch:17
pueden verse, entre las cosas que podrían llevar a los hombres al infierno, unas cuantas, diminutas, figuras de niños y adultos, calzadas con unas botas de cuchilla muy semejantes a los patines de hoy en día, deslizándose, felices, por la superficie de una laguna helada. El placer de patinar es ventajista: reside en gastar poco y lograr mucho, en la sensación corporal de liberación de la gravedad, de ventaja sobre ésta, de ingravidez gratuitamente conseguida; precisamente gratuita, como un don, como un bien. El que patina va y viene como quiere, a la velocidad que quiere, pero, sobre todo, sin ir a ninguna parte y disfrutando a cada instante durante el ejercicio. (Sánchez Ferlosio, 2005, s/p).
Esas figuras le sirven a Ferlosio (2005, s/p) para la diferenciación entre juegos agónicos (los de desafío y competencia, en los que Huizinga había captado el “agón” griego) y juegos anagónicos, siendo estos los que corresponderían a los patinadores del Bosco, quienes corporizan una consecución de la felicidad sostenida en el movimiento, el ritmo, el dominio del cuerpo que, sin embargo, logra deslizarse sin esfuerzo y sin meta, como en el momento de bailar. Para Ferlosio,
el tiempo del deporte “agónico”, modelo del tiempo del destino, del que Benjamin dice que “no tiene presente”, es el tiempo de la historia. Supuesto que por ‘historia’ se entiende aquel acontecer que está, como diría un periodista, “preñado de sentido”, que es una bien tratada y consecuente sucesión argumental de designios propuestos, perseguidos, contendidos en campos de batalla y alcanzados o frustrados. (2005, s/p).
El reconocimiento de Miralles como “el soldado de Líster”, en la novela de Cercas, se da por la felicidad con que lo recuerdan quienes lo vieron, en sus días, bailando el pasodoble Suspiros de España (también Conchi, con su “despampanante alegría”, gusta de bailar los pasodobles). Angelats repone el recuerdo de una escena de suspensión del tiempo, una burbuja de puro presente y sin propósito, un momento feliz en los días sombríos del final de la guerra:
Aquella tarde se puso a cantar Suspiros de España en voz alta, y sonriendo y como dejándose arrastrar por una fuerza invisible se levantó y empezó a bailar por el jardín con los ojos cerrados, abrazando el fusil como si fuera una mujer, de la misma forma y con la misma delicadeza (Cercas, 2002, p. 122).
Bolaño, por su parte, completará la estampa en otra escena dichosa, que corresponde en el tiempo ficcional a algo ocurrido varias décadas después, una coreografía para nadie espiada desde detrás de la rulot, en el camping de Castelldefells:
Bailaban muy erguidos, muy serios, en silencio, descalzos sobre la hierba, envueltos en la luz irreal de la luna y de una vieja lámpara de butano… Miralles en bañador, como siempre, envejecido y ventrudo pero marcando el paso con una segura prestancia de bailarín de barrio. (Cercas, 2002, p. 163).
Miralles, como Conchi, es un militante del presente como tiempo vital, de lo que Ferlosio llama -en su referencia a las Bodas de Camacho del Quijote- “el tiempo consuntivo”, un reivindicador del “reino de los bienes”, de la atmósfera de ese tiempo que capta Cervantes en la fiesta, “donde no tiene jurisdicción la hambre” (Sánchez Ferlosio, 2005, s/p). De ahí que quede alineado con los personajes que gustan del comer y el beber, además del bailar, como puede notarse en esta escena final en Dijon, simétrica a la que comentamos al inicio:
Ante nosotros, al otro lado de la verja que separaba el jardín de la residencia de la Rue des Combottes, cruzaba un grupo de párvulos pastoreados por dos maestras. … -Puntuales como un reloj -dijo-. ¿Tiene usted hijos? -No. -¿No le gustan los niños? -Me gustan -dije, y pensé en Conchi-. Pero no los tengo. -A mí también me gustan -dijo, agitando el bastón hacia ellos-. Fíjese en aquel botarate, el de la gorra. Permanecimos un rato en silencio, mirando a los niños. No tenía por qué decir nada, pero filosofé tontamente: -Siempre parecen felices. -No se ha fijado bien -me corrigió Miralles-. Nunca lo parecen. Pero lo son. Igual que nosotros. Lo que pasa es que ni nosotros ni ellos nos damos cuenta. -¿Qué quiere decir? Miralles sonrió por primera vez. -Estamos vivos, ¿no? -Se incorporó ayudándose con el bastón-. Bueno, es la hora de comer. (Cercas, 2002, p. 189).
La comida compartida corresponde a ese tiempo consuntivo, en el que se apoyará en la novela la apuesta a la supervivencia como continuidad material del mundo físico, empeñado vigorosamente en la perdurabilidad, y cuyo reverso es la muerte, inevitable para la regeneración despampanante de la vida natural.18 Esa es la “secreta e insondable alegría” que triunfa porque “nos gobierna o hace vivir o concierne”, “con la misma ciega obstinación con que la sangre persiste en sus conductos y la tierra en su órbita inamovible y todos los seres en su terca condición de seres” (Cercas, 2002, pp. 207-208)19.
La escena de los niños cierra el aprendizaje del narrador y provee otra pista sobre la alegría como manifestación del presente, como vida en sí misma (aun como resto, que también es supervivencia), cuestión muy ligada en el relato a la vida como línea, aquí ingresada nuevamente a través de la mirada a los pequeños, que podrían ser los hijos.
Los dos encuentros del narrador con Miralles se producen durante ese único día en la residencia para ancianos de Dijon. Durante su regreso imagina un reencuentro que tiene la cualidad de un ensueño y que puede leerse como la síntesis de la noción recién adquirida de felicidad, una que incluye movimiento y ligereza, música y baile, encuentro y comunidad, amigos, familia, mujeres e hijos, y que incluso redime la ciudad de Stockton, reinventándola como lugar donde no solo sea posible el fracaso20.
En el análisis de la obra de Benjamin “bajo el prisma de la felicidad”, Micaela Cuesta (2019) reivindica la posibilidad de la felicidad sustraída a las lógicas obligadas e impuestas que se atribuyen su dominio -“mercantilización, privatización, moralización”- para así poder
abrir, tal vez, otras formas auspiciosas de ser dichosos con otros. Figuras del lazo social como la conversación, el juego, la amistad, el amor, los encuentros afortunados, nos exponen a otros sin hacer que temamos por nuestra vulnerabilidad. Quizás habitando estas figuras, siendo hospitalarios, podamos constatar que “ser feliz sig nifica el poder percibirse sin horror. (Cuesta, 2019, p. 59).
La vida que no se acaba nunca
Es más difícil estar a la altura de las circunstancias queau-dessus de la mêlée. Antonio Machado
Reparemos, como epílogo, en una revelación de otro final posterior de Cercas, de El monarca de las sombras (2017), que teje una urdimbre con Soldados de Salamina, volviendo a revisar la guerra, planteando la misma perplejidad ante la engañosa idea del “destino de héroe”.
La novela culmina la búsqueda con la apelación al Canto XI de la Odisea, que explicará el título del libro: el célebre lamento de Aquiles en el Hades (“que yo más querría ser siervo en el campo de cualquier labrador sin caudal y de corta despensa que reinar sobre todos los muertos que allá fenecieron”, Cercas, 2017, p. 264). Podría decirse que se trata de una abjuración del heroísmo y de la divulgación de la certeza miralleana de que “no hay más vida que la vida de los vivos” [cursiva agregada] (Cercas, 2017, p. 265), así como también de una confirmación del pacifismo que alienta como subtexto de todo relato épico.
El monarca de las sombras se construye como la temerosa búsqueda de la carrera de un soldado de Franco, para considerar si este también pudo ser un héroe, tomando otro camino más riesgoso al ahondar en la explicación del heroísmo. El punto de llegada es más sombrío que el de la novela anterior, no solo porque Manuel Mena, tío abuelo de Cercas por parte de madre, un alférez muerto en el frente del Ebro con diecinueve años, mientras combatía como voluntario de Falange, murió -según concluye el narrador- por una “causa equivocada” (Cercas, 2017, p. 269). Su muerte “absurda” fue “por nada”, y además quizás llegó a saberlo, como Aquiles, y “por eso no quería volver a la guerra y perdió la alegría… y se replegó en sí mismo y se volvió solitario y se hundió en la melancolía” (Cercas, 2017, p. 269).
Este otro relato “cosido a la realidad” se va explicando a sí mismo mientras documenta una pesquisa (entrevistas, visitas a archivos, testigos e historiadores) para “entender” la vida y la muerte -también el mito familiar- de Manuel Mena, así como la vigencia del dolor de la guerra todavía en la segunda y tercera generación. Sobre el final, cuando narrador y lector esperan un alivio, deben enfrentarse a ciertos muros no derribados: “Si veía llorar por primera vez en mi vida a mi madre, ahora y allí, la guerra habría por fin acabado. Pero no hubo lágrimas. … Esto no se acaba -me dije-. No se acaba nunca.” (Cercas, 2017, p. 267).
Como en casi toda la obra de Cercas, el relato borronea nuevamente los límites entre ficción y realidad. Aquí la materia contribuye, porque al indagar en el pasado ominoso de la familia busca liberarse de una vergüenza personal con una doble estrategia: la recurrencia del narrador acerca de que “no es un literato” y su incapacidad para inventar, la inclusión de fotos y documentos, se contrapesan con la reflexión sobre lo íntimo y el gesto de incorporar a la historia todo aquello (inventado) que precisamente se dice dejar afuera.
Así como Soldados de Salamina se expide sobre la felicidad como asunto colectivo que se hace posible en el lazo social y expresa una realización de la alegría como vivencia plena del instante que se desliza sin esfuerzo y sin dolor, El monarca de las sombras culmina con la epifanía del descubrimiento de la alegría en tanto fuerza irracional imperativa, la revelación de la continuidad de la materia, que en su persistencia se sobrepone a la idea corriente de la muerte, algo que ya estaba embrionariamente en la novela anterior. Entonces, el “no se acaba nunca” adquiere, repetido por del narrador en la última línea de la novela, un nuevo sentido liberador.
En las dos novelas se redobla la apuesta por la persistencia de la alegría y la búsqueda de la felicidad como formas de elaborar críticamente ese pasado en un relato que redima sin olvidar, tomando en cuenta la provisoriedad del paso humano por el mundo y la línea en que toda acción y todo discurso se borran y perduran al mismo tiempo, se difuminan indefectiblemente bajo el peso de la Historia, continúan en la línea de regeneración que consume todo lo vivo. Y aunque pretenden perdurar como fijación en una escritura, su mismo ejercicio deja en evidencia las arbitrariedades que ejerce y los olvidos que perpetra.
En el Canto VI de la Ilíada se produce el encuentro entre Glauco y Diomedes en el campo de batalla. Cuando se reconocen, se niegan a pelear en obligación a la cortesía que se deben por un pacto de hospitalidad que sellaron sus abuelos. Glauco vislumbra una dimensión más ancha del tiempo, que está también por encima de la guerra, pero en otro plano que advierte una continuidad que permite sustraerse al horror. En las palabras que anteceden a la confesión de su nombre podemos intuir de un modo casi imperceptible que el autor ya tiene prevista su temprana muerte próxima, a manos de Áyax:
La generación de los hombres en la tierra es como en los bosques la de las hojas. Estas, ornato un día de los árboles, son abatidas por el viento y esparcidas por el suelo; pero al llegar la primavera, la selva reverdece produciendo otras nuevas; de igual suerte una generación humana nace y otra desaparece (Homero, 1965, p. 127).
Ese otro plano en que la vida individual efímera puede trascender como materia dichosa coincide con la alegría como consuelo que alienta en el sustrato de las dos novelas de Cercas. Sin que eso desdiga la necesidad de una posición política que desde la actualidad pueda adoptar un juicio moral sobre el pasado. Que los héroes puedan estar a la altura de las circunstancias no significa que los autores ni los lectores aspiren tibiamente a permanecer por encima de la refriega.