“Siempre me ha inquietado que la geografía no cambie pese al tiempo”; con estas palabras se inicia Boca de lobo. La frase establece un vínculo que resulta relevante para la comprensión de la novela: el cruce entre temporalidad y espacialidad. O, puesto de otra manera, la inscripción espacial de lo temporal. Esto es lo que dice el narrador:
Siempre me ha inquietado que la geografía no cambie pese al tiempo, pese a nuestros cambios y los cambios que se producen en ella. Conservamos algo inmaterial, equivalente a lo que conserva la geografía, también inmaterial. Y, sin embargo, aunque no cambie, la geografía es la medida de los cambios. (Chejfec, 2000/2009, p. 7).
En vista de este comienzo de la novela, se puede postular una teoría de los restos, es decir, una teoría acerca de aquello que todavía es -que tiene una sobrevida- en el presente, a pesar de las transformaciones del entorno que indicarían un ya no más del pasado. En este sentido, resulta instrumental la interpretación de Josefina Ludmer, basada en la idea de que Boca de lobo presenta “el futuro del pasado obrero” (2002, p. 105), ya que a través de esa fórmula la crítica condensa el cruce de coordenadas temporales que tiene lugar en la novela.1Boca de lobo trabajaría, así, sobre una temporalidad central de comienzos del siglo XXI: “el pasado perdido de la clase obrera, la fábrica y el suburbio, y su literatura” (Ludmer, 2002, p. 104). Más específicamente, para Ludmer “Boca de lobo sería como una ‘teoría’ presente de la relación pasada entre la literatura y la (clase) obrera: una ficción teórica de la literatura social, o del realismo social” (2002, p. 104). Bajo esta óptica, la novela mostraría el fin de un cierto vínculo entre escritores y clase obrera que definió toda una moral de la literatura y dio forma a una ética del escritor2. Del pietismo de Boedo3 o del compromiso con la clase obrera de los escritores de izquierda, se pasa en esta novela de Chejfec al distanciamiento. Se podría decir que el fin del lazo solidario que unía a escritores y obreros en la literatura social queda de manifiesto cuando el narrador es confundido con un usurero: “advertí que yo pasaba por un prestamista más cuando algunas tardes iba hasta el cercado a observarla en su rato de descanso” (Boca, 95).
Conceptualizada como “ficción proletaria” (Berg, 2003, 2018, 2020; Komi Kallinikos, 2007) o, también, como “ficción del trabajo” (Laera, 2016), la crítica ha señalado en numerosas ocasiones que Boca de lobo se inscribe en la tradición del realismo social, pero que lo hace de un modo peculiar. En particular, Berg (2018, p. 155) plantea que los motivos y tópicos del realismo social son retomados a partir de una experimentación novelística que se corre de los posicionamientos éticos y estéticos del modelo de referencia. Según el crítico, este desplazamiento se explica, en parte, por el trasfondo histórico sobre el que se despliega el relato, ya que “la novela se desarrolla sobre el contexto de la disolución o desintegración histórica del realismo social” (Berg, 2003, p. 100).
Para el narrador de Boca de lobo el espacio funciona como la dimensión que vuelve constatable la transitoriedad y, además, es el agente que impulsa la rememoración. Así, la ficción se construye en base a una indagación sobre el efecto que los restos del pasado producen en el presente. Cabe interpretar esos restos en una triple dimensión: subjetiva, en la medida en que se refieren a un vínculo amoroso y las secuelas tras la ruptura; histórica, porque aluden al mundo del trabajo industrial en su punto de desintegración; y literaria, en tanto dejan oír resonancias de diversas tradiciones culturales que van del realismo social y el marxismo a la literatura gauchesca, como se verá más adelante.
La novela postula un futuro conjetural elaborado a partir de las ruinas de la ciudad industrial y de la desintegración del tejido social. Este trabajo propone leer esa configuración de la temporalidad a partir de los conceptos de “melancolía” (Butler, 2001; Freud, 1917/1993) y “espectralidad” (Derrida, 2003). A la reconocida tesis freudiana sobre la melancolía como la resistencia a dar por terminado el trabajo de duelo, cabe agregar el punto de vista de Judith Butler. La filósofa hace una relectura del ensayo seminal de Freud, poniéndolo en relación con textos posteriores como El yo y el ello, pero su intención principal consiste en extraer las consecuencias sociales y políticas que subyacen al concepto de melancolía:
La melancolía describe el proceso por el cual se pierde un objeto originalmente externo, o un ideal, y la negativa a romper la vinculación a este objeto o ideal conduce al retraimiento del objeto al yo, a la sustitución del objeto por el yo y al establecimiento de un mundo interior donde una instancia crítica se disocia del yo y pasa a tomarlo por objeto… El objeto se pierde y el yo lo retrae a sí mismo. El “objeto” así retraído es ya mágico, una huella de algún tipo, un representante del objeto, pero no el objeto mismo, el cual, a fin de cuentas, ya no está. (Butler, 2001, p. 194).
Lo social no desaparece, pero queda confinado al espacio de la consciencia. A diferencia del duelo, la melancolía no se somete al veredicto o examen de realidad, y por ese motivo suspende la declaración de que el objeto se ha perdido; el habla melancólica es, así, indirecta y tortuosa: “Lo que el melancólico no puede comunicar es, sin embargo, lo que rige el habla melancólica: una indecibilidad que organiza el ámbito de lo decible” (Butler, 2001, p. 199-200).
La sombra del objeto
En su célebre carta a Margaret Harkness, Friedrich Engels dice que uno de los rasgos que más le impresionan de la novela City girl es “el hecho de que convierta en eje de todo el libro de manera simple, sin maquillaje, la vieja, vieja historia de la muchacha proletaria que es seducida por un hombre de la burguesía” (Marx y Engels, 2003, p. 232). Llamativamente, el núcleo argumental de Boca de lobo se apoya en el vínculo entre un escritor maduro y una joven obrera. Más aún, la novela se constituye como la historia de una pérdida amorosa. El narrador protagonista dice en un momento que “Delia ya pertenecía al pasado” (Chejfec, 2000/2009, p. 70), y sin embargo ella es la causa y objeto de la escritura4. La reconstrucción de ese vínculo amoroso que se rompió con un acto de violación y abandono no supone la clausura del pasado, sino, por el contrario, su insistencia en el presente del relato. Recluido en su habitación, el personaje que ha leído tantas novelas está escribiendo la propia, y esa novela se compone de restos de una vida en común con Delia, un pasado del que el narrador no se puede desembarazar, si bien fue él quien terminó unilateralmente la relación. Dicho en términos freudianos5, se resiste a dar por perdido el objeto amado, y en esa resistencia patológica a dar por terminado el trabajo de duelo reside su melancolía. La sintaxis morosa y la circularidad de las escenas también expresan, en el plano formal, la negación de la pérdida mediante su insistencia verbal6. La repetición con variaciones de distintos episodios que involucran a actores del pasado -Delia, la amiga de Delia, los compañeros de fábrica- es síntoma de que existe una zona de la experiencia que se resiste a remitir. Para abordar la estructura melancólica del relato, es necesario hacer foco en las escenas que muestran el presente de la escritura.
La primera de ellas transcurre durante la noche y tiene, en principio, dos elementos a destacar. Por un lado, el momento en el que el narrador se acerca a la ventana y descubre que en el edificio vecino un hombre enfermo guarda reposo: “En el medio de esa noche, maciza como una zanja de oscuridad, encontré la luz de una ventana suspendida en el aire. Un hombre mayor se recostaba sobre la cama” (Chejfec, 2000/2009, p. 77). Personas sin rostro -porque la oscuridad las vuelve difusas en la lejanía- velan al enfermo y las paredes del cuarto tienen un color ceniza. El narrador se pregunta si en esa conjunción de elementos que componen la escena habrá algún mensaje a descifrar que le esté dirigido. Si lo hubiera, ¿en qué podría consistir? La posible clave de ese mensaje se encuentra en la correspondencia que se establece entre el narrador y el vecino enfermo. El gabinete donde el narrador escribe la novela, que se encuentra siempre en penumbras, es un recinto que mantiene una relación de contigüidad con el departamento de colores cenicientos donde el vecino agoniza7. Asimismo, el vínculo establecido con el enfermo terminal también es señalado por el sendero que atraviesa la habitación del vecino: “La habitación estaba atravesada por un sendero, eran las marcas de los pasos caminados durante la vida” (Chejfec, 2000/2009, p. 78). Poco después, expresa que también hay una senda en su propia habitación: “En el piso vi marcas parecidas a las del otro cuarto: yo era otro más de los que dibujan calles” (Chejfec, 2000/2009, p. 81).
Hasta cierto punto, la correspondencia podría ser entendida exclusivamente como un proceso de identificación mediante el cual el narrador se figura a sí mismo en relación con el hombre enfermo. Pero interpretado en un sentido ligeramente distinto, a través de esa contigüidad lo que la novela expresa es una determinada concepción de la escritura. Luego de referir la escena en el departamento del vecino, el narrador reflexiona: “Escribir sobre esta noche, como hago ahora, y recordar las del pasado en los alrededores de los Cardos son dos pasos de un mismo movimiento” (Chejfec, 2000/2009, p. 79). Ya se trate de rememorar los días con Delia, ya de aludir a lo que ocurre en la casa del vecino, la escritura es entendida, principalmente, como lo que viene después de la experiencia. En síntesis, el episodio es revelador de cómo piensa el narrador ese vínculo entre escritura y experiencia.
La relación queda evidenciada cuando, en otro pasaje de la novela, el protagonista cuenta que guarda un conjunto de objetos que pertenecieron a Delia: una perilla, un broche de corpiño, una tapa de plástico y un botón de camisa. En particular, este último estaba vinculado a un sistema de vigilancia de los obreros por parte de la empresa: “En la casa o en la esquina, antes de ingresar en la fábrica, cada uno debía poner un papel sobre los botones del traje y pasarles un lápiz por encima, para después presentar el calco en la puerta de entrada” (Chejfec, 2000/2009, p. 118). El narrador traza un contrapunto entre los dibujos hechos por los obreros y las novelas: mientras que aquellos son copias, marcas de acciones reales y hechos concretos, la ficción se define para él por la imposibilidad de superponerse con el orden de la experiencia. Más aún, plantea una suerte de “combate secreto” entre calcos y novelas: “tiempo atrás había pensado que precisamente las marcas de la gente anónima sobre el mundo, incluidas las hechas sobre papel, tienen como objeto enfrentarse a la letra escrita, en primer lugar, a las novelas” (Chejfec, 2000/2009, p. 119). Las marcas de la experiencia representadas por los calcos conforman un “archivo colectivo” en el que la adherencia a la vida es mayor a la que pueden establecer las novelas. La oposición calcos/novelas sirve para indicar que la escritura ficcional tiene una relación problemática con la experiencia8.
Volviendo a la escena de escritura, cabe destacar un segundo elemento: la tematización del contraste entre pasado y presente. La melancolía del narrador se expresa principalmente mediante la pregnancia de las imágenes del pasado, que se constituyen como objeto de rememoración para un sujeto que ha perdido, junto con el objeto amado, la vida en el exterior: “Antes, con Delia caminaba la ciudad, o lo que quedaba en las afueras, y ahora solamente camino mi pieza” (Chejfec, 2000/2009, p. 82)9. Como dice Laera, la novela marca la alternancia de dos tiempos: “el pasado, que es el del amor, las caminatas, la observación, y el del presente, que es el de la soledad, la inmovilidad y el recuerdo” (2012, p. 208). La crítica se pregunta por la relación del narrador con el mundo del trabajo, en una novela que, precisamente, se interroga de manera insistente acerca del concepto de trabajo:
Lo que cabe preguntarse es qué tipo de desocupación es la del narrador de la novela. Ese tiempo vacío de la escritura, ¿es el tiempo pasado de la desocupación, entendida como tal frente al trabajador fabril, o es el tiempo presente del recuerdo, requisito fundamental de la narración? (Laera, 2012, p. 207-208).
Por su parte, Alcívar Bellolio coincide con esta última hipótesis: “El presente de la narración está vaciado, lo único que lo ocupa es el ejercicio de escritura de los recuerdos” (2017, p. 85). El presente ocupa, efectivamente, un espacio textual ínfimo en relación con la extensión de los recuerdos del pasado, que constituyen la materia primordial de la ficción.
Pese a su tendencia a escabullirse, Delia es un personaje que paradójicamente impone su presencia y que consigue dominar los recuerdos del narrador, quien menciona una facultad peculiar de la obrera: “Un don que le permitía no estar, como ya describí varias veces, sin irse del todo” (Chejfec, 2000/2009, p. 83). Si esta era una característica que se manifestaba en el pasado, cuando todavía compartían el tiempo, en el presente de la escritura la supervivencia de Delia a través de las reminiscencias confirma que ella puede no estar y, simultáneamente, no irse del todo.
La segunda escena de escritura, hacia el final del texto, propone de manera explícita la relación entre melancolía y escritura:
Ahora sostengo el lápiz sobre el cuaderno, debajo de la luz, y la sombra atraviesa -es un puntero delgado- los renglones en blanco de papel amarillo. Como la forma de esta sombra, con su agregado de matiz y profundidad, devaluando el color sobre el que se recorta, tengo la impresión de que Delia ejercía un dominio similar conmigo, absoluto y desvanecido a la vez… Delia proyectaba una sombra benéfica sobre mí. (Chejfec, 2000/2009, pp. 127-128; las cursivas son nuestras).
Así como la letra deja un trazo en el papel, las marcas de Delia se sobreimprimen en el narrador. Pero, además, hay que subrayar la adjetivación deliberadamente paradójica, porque la palabra “sombra”, que podría tener a priori una connotación negativa, aparece aquí calificada como “benéfica”, de manera que el influjo de Delia en el narrador no habría tenido las características de un vínculo nocivo, sino más bien todo lo contrario. El “dominio” tuvo una cualidad doble -“absoluto” y “desvanecido”-, ambivalente pero no contradictorio. ¿De qué clase es la sombra del objeto perdido que recae sobre el sujeto en el presente de la escritura? Pareciera ser la instancia de identificación plena del sujeto con el objeto perdido, instancia de repliegue y desinterés por el afuera. La novela describe el proceso por el cual el objeto solo se da por perdido en las últimas líneas, cuando Delia y su hijo entran definitivamente en la boca de lobo, haciendo coincidir su final (el de la escritura) con el final del trabajo melancólico.
El presente del relato, que coincide por entero con el trabajo de la reminiscencia, revela que el narrador, junto con Delia, también ha perdido el mundo social. Según Judith Butler, una de las características principales de la melancolía está representada, precisamente, por dicha pérdida: “la sustitución de las relaciones externas entre actores sociales por partes y antagonismos psíquicos” (2001, p. 194). El objeto melancólico se encuentra, entonces, desdoblado: porque lo que se ha perdido no es solamente Delia sino también el mundo de la fábrica que le era consustancial. Los modos de acceder a esa esfera, para el narrador, son dos: la observación y la escucha. La primera consiste en reconstruir la jornada laboral de Delia desde afuera y a través de la mirada. Ubicado del otro lado de la verja, observa la ropa que lleva puesta la obrera en un momento de descanso:
A través de su ropa, Delia mostraba algo de sus tareas en la fábrica… Ésta era una manera de saber lo que ocurría dentro de la fábrica, una manera de atisbar la verdad oculta. Porque podemos leer o escuchar acerca de la vida en las fábricas, enterarnos de las tareas que se desarrollan, los procesos que se cumplen, las normas que se obedecen, etcétera, pero la prueba de que sabemos muy poco es que cada nueva información la recibimos con avidez, sedientos sin satisfacción (Chejfec, 2000/2009, p. 33).
La segunda vía depende del relato que la propia Delia lograba comunicarle, trabajosamente, acerca de las actividades fabriles. Por tanto, el modo en que el narrador podía conocer esa esfera desde adentro era únicamente por medio del relato de la obrera. Clausuradas ambas vías con la pérdida de Delia, también se clausura, para el narrador, su vínculo con la fábrica.
Pero antes de avanzar con el análisis en ese sentido, hay que reparar en la siguiente cuestión: ¿cuáles eran las condiciones del relato que Delia le hacía al narrador sobre la realidad de la fábrica a la que él no podía ingresar? Guillermo Korn define al narrador como un “entomólogo y clasificador”, su voz narrativa es “externa y distante”, de manera que “[e]l mundo fabril es siempre presentado, o representado, como límite y umbral” (2018, p. 87)10. Esta es una cuestión no menor, por cuanto el modo de representación del mundo industrial en la novela se sostiene de manera importante en las palabras de Delia, que deberían ser tomadas, según advierte el narrador, con cierta reserva. El vínculo de Delia con el lenguaje es definido en diferentes ocasiones como un vínculo, por lo menos, peculiar:
Esto me lo dijo con otras palabras, muchas veces con silencios y frases distraídas que de hecho aludían a otros temas, casi siempre simples, o más bien triviales, y que me ayudaban a imaginar un orden de pensamiento sustancial, aunque irremediablemente oculto. No hace falta decir que mis conclusiones fueron siempre hipotéticas, débiles hasta el punto de no habérselas referido nunca a Delia. (Chejfec, 2000/2009, pp. 102-103).
Es preciso observar que la última oración del fragmento citado establece una relación, si no de sinonimia, al menos de afinidad sémica entre hipótesis y debilidad. La novela tematiza el estatuto de fragilidad de las conclusiones hipotéticas que el narrador extrae a partir de sus intercambios con Delia, en correspondencia con la modalidad conjetural que caracteriza el dispositivo ficcional de Chejfec. Si lo hipotético tiene un estatuto de debilidad, entonces las acciones narradas debieran ser leídas como una sucesión de precarios fragmentos de experiencia que se derivan de la suposición engendrada por intercambios verbales truncos, es decir, por actos de comunicación fallidos entre Delia y el narrador. A esto hay que sumarle que la otra fuente de la que este se sirve para la escritura de la novela también está signada por la falibilidad: “hay pocas cosas más imprecisas que la calidad de los recuerdos” (Chejfec, 2000/2009, p. 128).
Si la melancolía supone la incapacidad, por parte del sujeto de la escritura, de desinvestir libidinalmente al objeto perdido y los valores a él adheridos, ¿la persistencia del recuerdo de Delia no acarrearía con él una persistencia del mundo fabril al que ella perteneció?11 A su vez, ¿la supervivencia del universo proletario, en la novela, no sería otra de las formas de la melancolía, dado que los datos de la “realidad” -el paisaje de fondo de la narración, compuesto por edificaciones que son promesas de ruinas, excasas o preedificios, además de baldíos y basurales- indicarían que ese mundo del trabajo está en vías de desintegración o, para usar un término de la economía política, de desregulación? Paralela a la auratización del mundo fabril, corre la idealización de la ruina, tal como lo analiza Liesbeth François: “Así, la ‘boca de lobo’, el mundo miserable de los bordes de la ciudad, donde predominan las casas precarias y ruinosas, se idealiza a través de la experiencia deambulatoria de la pareja” (2018, p. 149). ¿A qué subjetividad que no tenga una disposición melancólica se le podría ocurrir el siguiente símil en un contexto de desregulación laboral: “así como toda la fuerza de la naturaleza proviene de la energía solar, en los obreros se encarna el poder que sostiene y empuja a la realidad” (Chejfec, 2000/2009, p. 35)? En el esquema de valores del narrador, los obreros pertenecen al orden del bien y de la verdad. Delia, por su parte, posee una conducta recta y sin ambigüedades, en el sentido de que sus acciones no tienen doblez o segundas intenciones; ella se presenta a los demás con “la contundencia de todo lo verdadero” (Chejfec, 2000/2009, p. 22). En línea con esta caracterización de los obreros, Sarlo (2007, p. 398-399) sostiene que existe un componente utópico en cómo la novela imagina una red de solidaridad entre trabajadores a través de colectas que sirven para socorrer a quien se encuentre en una situación económica comprometida. Dicha red incluye un sistema de préstamos desinteresados -en oposición a los préstamos usurarios que la novela también tematiza- de ropa u otros artículos, como es el caso de la pollera de Delia. En el apartado que sigue a continuación se propone una lectura diferente en relación con estas redes de cooperación tejidas por los obreros de Boca de lobo, entendidas no tanto en términos de utopía sino como un dato más que confirma el estado avanzado de deterioro y degradación que padece la comunidad presentada en la novela.
Dos parábolas proletarias
La novela insiste en narrar las condiciones de vida y trabajo de una comunidad obrera, incluyendo tanto las actividades fabriles como los mecanismos de intercambio y solidaridad, además de las formas precarias del hábitat, todo ello en una atmósfera en la que proliferan los signos de deterioro. Esa insistencia se conecta de manera doble con el pasado y con el futuro a partir de la figura del espectro, en el sentido en que lo formuló Jacques Derrida en Espectros de Marx:12
Lo propio del espectro, si lo hay, es que no se sabe si, (re)apareciendo, da testimonio de un ser vivo pasado o de un ser vivo futuro, pues el (re)aparecido ya puede marcar el retorno del espectro de un ser vivo prometido. Intempestividad, de nuevo, y desajuste de lo contemporáneo. (Derrida, 2003, p. 115).
Si hay algo como la espectralidad, hay razones para dudar de este tranquilizador orden de los presentes, y sobre todo de la frontera entre el presente, la realidad actual o presente del presente, y todo lo se le puede oponer: la ausencia, la no-presencia, la inefectividad, la inactualidad, la virtualidad o, incluso, el simulacro en general, etc. En primer lugar, hay que dudar de la contemporaneidad a sí del presente. Antes de saber si se puede diferenciar entre el espectro del pasado y el del futuro, del presente pasado y del presente futuro, puede que haya que preguntarse si el efecto de espectralidad no consiste en desbaratar esta oposición, incluso esta dialéctica, entre la presencia efectiva y su otro. (Derrida, 2003, pp. 52-53).
Siguiendo este planteo, Mark Fisher entiende la fantología o hauntología derridiana como “la agencia de lo virtual”, y al espectro “no como algo sobrenatural, sino como aquello que actúa sin existir (físicamente)” (2018, p. 44)13. Derrida no solo extrae un pensamiento de la espectralidad de la obra de Marx, sino que además evalúa la insistencia de los espectros del filósofo alemán en un fin de siglo xx obsesionado con firmar la defunción del legado marxiano. Además de afirmar que no hay manera de pensar el porvenir si no es con Marx (“en todo caso de un cierto Marx: de su genio, de al menos uno de sus espíritus” [2003, p. 27]), el filósofo desactiva los discursos escatológicos que aseguran el fin del marxismo, sencillamente porque el retorno de lo fantasmático no es algo que se pueda prevenir ni domesticar: “Cuestión de repetición: un espectro es siempre un (re)aparecido. No se pueden controlar sus idas y venidas porque empieza por regresar” (2003, p. 25). Ese cruce se explica por medio de la noción de espectralidad, un modo de entender la temporalidad a partir de la ausencia y no de la presencia y, también, en base a lo que resta y a lo que todavía no es.
Derrida postula una ciencia de lo que regresa, de aquello que, estando ausente y siendo inactual, incide sobre el presente de manera tal que desarma la delimitación que distingue entre temporalidades pretéritas y futuras14. Estas premisas sirven para comprender de qué modo la construcción narrativa de Boca de lobo en su conjunto trabaja con lo espectral, con los restos de un pasado que regresa y con la promesa de un futuro que todavía no adviene. Basta con pensar en el montaje de temporalidades y la figuración de la comunidad obrera, su modo de vida, los conflictos a los que se ve enfrentada, los índices de desamparo y las señales de solidaridad15. A contrapelo de cierto discurso posmodernista -cuyo representante más conocido es Francis Fukuyama- que le asigna a conceptos como el de lucha de clases la condición de meras reliquias del pasado industrial16, la novela podría ser leída, aun a pesar o incluso en razón de cierto matiz pesimista, como un alegato acerca de la sobrevida de aquel mundo, de la imposibilidad de darlo por clausurado. El pasado industrial insiste y regresa, precisamente, con los atributos que tuvo, por ejemplo, en la época de la gran industria británica, aquella que fue objeto de la crítica de Marx. Vista de esta manera, Boca de lobo formularía un doble regreso: por un lado, el retorno de modos de explotación que parecían superados; y por otro, aunque adherido a lo anterior, la necesidad de volver a ejercer la crítica y a encender la lucha contra la explotación cada vez, en cada época, con más razón aun porque las fuerzas del sometimiento retornan ilesas, iguales a sí mismas, siempre renovadas.
En esta línea de sentido, se cuentan dos historias de proletarios que funcionan a modo de parábolas y que articulan procesos histórico-económicos con zonas específicas de la tradición literaria; por ende, aquello que regresa pertenece tanto al orden del pasado industrial como de las figuraciones literarias de la opresión. La historia de G es la de un joven obrero de la misma edad que Delia para quien la vida en la fábrica significa la justificación de su existencia, a tal punto que su vida anterior se le presenta como algo irreal que contrasta con la contundencia de la realidad fabril. El joven G es un caso extremo de identificación entre obrero y máquina, y esa peculiaridad explica su tragedia17. Porque cuando la fábrica incorpora nuevas maquinarias que reemplazan a las anteriores que se han vuelto, presumiblemente, obsoletas18, G se niega a trabajar y es despedido. El despido no se produce a causa de algún tipo de acción de protesta, ni siquiera de apelación a métodos de violencia, sino a la más absoluta inacción: “era la vieja máquina, diciendo que no, la que hablaba a través de G, y para hacerlo elegía paradójicamente el silencio, mejor dicho la quietud, del muchacho” (Chejfec, 2000/2009, p. 147). Este abandono a la pasividad es lo que la empresa considera amenazante. El joven obrero volverá a aparecer en varias ocasiones, hasta convertirse casi en una obsesión de Delia, cuando ella y el narrador se lo encuentren a G durante las caminatas y él esté, invariablemente, parado en una esquina, con los brazos al costado del cuerpo y la mirada abstraída. La conclusión que saca Delia de la parábola de G es que la falta de calificación para la clase obrera se puede convertir, paradójicamente, en una virtud, porque le confiere un mayor poder de adaptación a las transformaciones tecnológicas: “Era una desgracia que los obreros supieran hacer algo, me dijo Delia; no es posible imaginar cuánto más útiles son cuanto menos saben” (Chejfec, 2000/2009, p. 157).
La historia de G formula una serie de problemas teóricos que se inscriben en la tradición marxista,19 pero además plantea una cuestión decisiva para la lectura de Boca de lobo: ¿cuál es la rara temporalidad de la novela a partir del momento en que dice que G “recordaba un viejo problema fabril” y a continuación da un ejemplo acerca de los métodos para la producción del plusvalor relativo? El recurso didáctico de la ejemplificación, tan corriente en El capital de Marx, es empleado también en Boca de lobo: “Sin entender por qué, en sus abstracciones G recordaba un viejo problema fabril: si un obrero precisa dos días para hacer, por ejemplo, un martillo, ¿cuántos martillos harán en cuatro días diez obreros?” (Chejfec, 2000/2009, p. 148). En este problema matemático de apariencia sencilla se condensan unos cuantos conceptos de la teoría marxiana: cantidad de trabajo socialmente necesario para la producción de un valor de uso, diferencia entre plusvalor absoluto y plusvalor relativo, procedimientos particulares de producción del plusvalor relativo, cooperación, división del trabajo, etcétera. ¿De qué tiempo histórico se habla cuando se narra que los obreros de la fábrica de Delia “decidieron destrozar esas moles imponentes, intrincadas y metálicas” (Chejfec, 2000/2009, p. 100)? ¿Es un retorno deliberado de las acciones luditas? Así entiende Marx el “error” de dicha revuelta:
La destrucción masiva de máquinas que tuvo lugar -bajo el nombre de movimiento ludista- en los distritos manufactureros ingleses durante los primeros 15 años del siglo XIX, a causa sobre todo de la utilización del telar de vapor, ofreció al gobierno antijacobino de un Sidmouth, un Castlereagh, etc., el pretexto para adoptar las más reaccionarias medidas de violencia. Se requirió tiempo y experiencia antes que el obrero distinguiera entre la maquinaria y su empleo capitalista, aprendiendo así a transferir sus ataques, antes dirigidos contra el mismo medio material de producción, a la forma social de explotación de dicho medio. (Marx, 1867/2003, p. 522-523).
Según Christian Ferrer, el error de cálculo de los luditas se explica, en parte, por el alcance de su tentativa: “el objetivo de los luditas no era político sino social y moral: no querían el poder sino poder desviar la dinámica de la industrialización acelerada” (2004, p. 84). ¿Los obreros de Boca de lobo adoptan este modelo? ¿O, en cambio, se debería entender que no tienen conocimiento de las prácticas del movimiento obrero en épocas pasadas? ¿Se estaría ante la repetición de la historia con la diferencia de que esta vez los atentados se realizan contra máquinas inverosímiles, carentes de consistencia material, que se desploman como si estuvieran hechas de cartón, neutralizando de alguna manera el gesto de rebeldía? En síntesis, son numerosos los indicios diseminados en el texto que construyen una temporalidad confusa, impura, en la que el futuro asume las formas de un pasado remoto -que Delia y G sean niños obreros reenvía a la época de la gran industria en Inglaterra, cuando el trabajo y la explotación infantil eran la norma-, pero que, asimismo, presenta elementos que se pueden ligar a cierta idea de actualidad -como por ejemplo, los procesos de desregulación del mercado laboral que se produjeron hacia finales del siglo xx-.
La segunda historia es la de F, uno de los obreros que se ve obligado a tomar uno de los pequeños adelantos ofrecidos por el grupo de obreros devenidos prestamistas20. Como ya se dijo, el monto de los préstamos es ínfimo, irrisorio, y el interés excesivo. Se trata de préstamos de subsistencia para comprar jabón, alimento o para pagar un boleto de colectivo. La obligación de tomar estas deudas se explica por un viejo problema ligado a las condiciones laborales en el sistema capitalista: la insuficiencia del salario que recibe el obrero para cubrir las necesidades que garanticen su reproducción o conservación21. Asimismo, los préstamos se vinculan con la cuestión de la usura y muestran una imagen degradada de la clase obrera desde el momento en que son exobreros quienes actúan como usureros. A causa de que no puede cancelar la deuda que contrajo, F recurre al disfraz y al camuflaje como estrategia para que los prestamistas no lo descubran en la fábrica. Y, efectivamente, debido a la uniformidad de la vestimenta obrera y a la homogeneidad de sus movimientos, los acreedores no ven otra cosa que una multitud indistinta entre la que nadie se destaca. La teatralidad da lugar a la resolución de pagar la deuda con su propia vida, pero no es necesario, ya que las penurias de F terminan cuando los compañeros de la fábrica organizan una colecta para socorrerlo.
La historia de F establece un diálogo velado y sutil con la tradición gauchesca, un diálogo peculiar que se verifica en el plano de la subalternidad y también en el de la construcción del espacio (el territorio industrial ruralizado en el que se inscribe el cruce de temporalidades). De distintas maneras, se ha dicho que el vínculo del narrador de Boca de lobo con Delia y los obreros replica un esquema de violencia simbólica ejercida por la cultura letrada sobre las clases populares. Isabel Quintana (2005) conecta este elemento con un tópico de la literatura argentina: la invasión del espacio aristocrático por parte de las clases populares, tal como se manifiesta en clave alegórica en “Casa tomada”. Según la autora, Chejfec invierte el tópico, ya que es el letrado el que invade el espacio de los trabajadores, buscando constituirse una identidad a través de su proximidad con los Otros22. En una dirección similar, Korn (2018) establece el paralelismo entre el narrador de Boca de lobo y el de “Las puertas del cielo”, de Julio Cortázar. Mientras que Patrick Dove sugiere que Boca de lobo no apela al gesto literario de tomar la voz en lugar de otro, “de un sujeto subalterno privado de su propia ‘voz’” (2012, p. 182), Mariana Catalin (2013, p. 128) entiende que el narrador ejerce la violencia de convertir a los obreros en espectáculo. Catalin agrega que esa violencia es tanto interpretativa como física, si se toma en consideración el acto de violación contra Delia. Lo que estaría en juego aquí, según la crítica, es la tensión intrínseca del realismo social, es decir, la de narrar el mundo obrero desde la posición burguesa (Catalin 2013, p. 155). En esta línea de sentido, Gianfranco Selgas (2017, p. 164-165) hace algunas consideraciones acerca de la violencia simbólica con que el narrador nombra a Delia y los obreros, lo que señalaría un ejercicio de poder inscripto en el uso del lenguaje. Por su parte, François plantea que “[l]a violencia ejercida sobre el cuerpo de Delia no es solo física, sino también discursiva” (2018, p. 169).
Se puede afirmar que Boca de lobo narra una vez más la relación siempre conflictiva entre letrados y clases populares; en este caso en particular, la clase obrera. Aceptada esa caracterización de la novela, es posible establecer a continuación un vínculo con el género gauchesco, por cuanto constituye el caso más emblemático en el contexto de la tradición literaria nacional para pensar aquella tensión cultural. Y, en efecto, la gauchesca resuena en Boca de lobo en más de una oportunidad, resonancia que se ve reforzada por una serie de referencias distribuidas a lo largo del texto:
Muchos obreros recordaron entonces los propios hogares, las humildes taperas cuando las abatía el viento los días de tormenta. (Chejfec, 2000/2009, p. 101; las cursivas son nuestras).
En el interior del rancho, una vez acostumbrado a los olores de la casa, se respiraban los olores del campo silvestre, o en todo caso los olores aproximados a algo denominado silvestre. (Chejfec, 2000/2009, p. 43; las cursivas son nuestras).
Después de aislarlos, evaluar y anticipar el provecho que podía sacarse de ellos, los contrataba, engullía y al final los devolvía a una vida corriente hecha de actos repetidos. Una palabra tiene un matiz que lo define muy bien: ‘conchabar’, emplear a la persona para someterla al trabajo en cuerpo y alma, y así sacarle todo el jugo posible. (Chejfec, 2000/2009, p. 162; las cursivas son nuestras).
Ítems lexicales, como “tapera”, “rancho” o “conchabar”23, reenvían de inmediato a la gauchesca y, sin embargo, se mezclan de manera inescindible con la contemporaneidad. Son al mismo tiempo voces actuales y antiguas: “pertenecían al futuro inmediato, al pasado reciente o a la historia antigua” (Chejfec, 2000/2009, p. 154). La casa de F recibe el nombre de tapera, pero está hecha de chapas y cartones, como las construcciones de las villas que proliferan en los suburbios posindustriales, en general, y en el suburbio donde transcurre la novela, en particular. En otro momento, aparecen unos personajes que son mencionados como los hijos de F. La referencia velada y con el nombre truncado a “los hijos de Fierro” cobra sentido en el contexto de la serie lexical, pero sobre todo porque tiene una resonancia particular para el lector argentino.
Lo que presentan las parábolas de F y G es una versión conjetural del futuro como un tiempo hecho de múltiples tiempos sedimentados. La desintegración del mundo del trabajo es, también, a cada momento, la historia de gauchos y obreros, y además la historia de las literaturas que se escribieron sobre esos gauchos y obreros. Trabajador industrial y campesino se ven igualados por la trama discursiva: vivienda precaria hecha de cartón y chapa que reenvía a la tapera del gaucho; los hijos de F cuya única actividad es una extraña hermenéutica de los desechos acumulados en un basural; F perseguido por los prestamistas, obligado al disfraz y al simulacro; G perseguido por el desarrollo tecnológico, arrojado fuera de la fábrica por la incapacidad de adaptarse a los avances de los medios de producción. Pareciera que en Boca de lobo de algún modo se cumple la profecía de Nicolás Rosa:
Los Hijos de Martín Fierro, los nietos de Juan Moreira, los hijastros y los ilegítimos de Amorim, los bisnietos y tataranietos de Bartolomé Hidalgo y de Estanislao del Campo (la obra de Leónidas Lamborghini, Estanislao del mate, 1986) y los choznos de la ‘refalosa’ están en Osvaldo Lamborghini, por momentos en César Aira (Moreira, 1972) y en la ópera bufa de Bizzio y Guebel. La gauchesca, pareciera decir, es el futuro de la literatura nacional. (1997, p. 151).
El hecho de que la novela se inscriba en este linaje no quiere decir que la historia de F y de los hijos de F repita, punto por punto, la trayectoria de Martín Fierro y de sus hijos, ni mucho menos. La alusión permite conectar el futuro difuso del obrero industrial con el pasado del gaucho, pero no para establecer una analogía inmediata entre ellos, sino para señalar ciertas invariantes de la miseria y la explotación. Para retomar la fórmula de Ludmer, el futuro del pasado obrero incluiría también otros pasados, que terminarían por conformar una especie de linaje de los sometidos. Porque, además, en tanto se constituye como la escena de escritura de una novela por parte de un narrador que no es de extracción obrera, vuelve a reponer la tensión entre letrados y clases populares. La letra como apropiación de la subalternidad culmina con la violación física, el modo último de someter al otro: “Quería partirla y que se desvaneciera, pero sólo para darle alcance, aprisionarla y someterla con más fuerza” (Chejfec, 2000/2009, p. 109). La violencia que inflige la letra en este caso no consiste en superponerse con la voz del subalterno, sino que se afirma como una lengua fría, estéril, una lengua que, por otra parte, se limita a diseccionar aquel mundo fabril con la pericia del entomólogo y con la persistencia del melancólico.
La matriz melancólica del relato expresa una adherencia al pasado perdido y, consecuentemente, una insistencia de ese pasado en el presente del relato. Desajustando el tiempo, la novela pone en escena una comunidad de espectros: en parte sobrevivientes de una clase obrera en retirada, pero también sujetos de un porvenir cuyo advenimiento no puede tener otra forma que la de la promesa y la inminencia. En conclusión, Boca de lobo no es una novela de anticipación de la crisis, sino que se trata de una construcción deliberadamente conjetural, que se sirve de materiales diversos, tanto en el plano histórico como en el literario, para elaborar un artefacto conceptual que da cuenta de un proceso de desintegración social.