Se estima que 333 millones de niños en el mundo (15,9 %) viven en situación de pobreza extrema.1 Este es un problema global, que resulta especialmente preocupante por su característica acumulativa: la falta de cuidados y la experiencia de privaciones lleva a falta de oportunidades que perpetúan el circuito de pobreza a lo largo de la vida.2 La pobreza expone, por encima de la carencia de dinero, a diferentes riesgos de índole biológico y psicosocial. Su asociación con enfermedad a corto y largo plazo es conocida desde hace tiempo.3 Aunque las hipótesis sobre los mecanismos causales de sus efectos deletéreos son relativamente nuevos, diferentes esfuerzos por mitigarla se vienen realizando ya desde hace décadas.4
En esta línea, recientemente Sperber y col.5 publicaron un trabajo en el que se describen los resultados de una intervención consistente en transferencias no condicionadas de dinero para niños pertenecientes a familias en situación de pobreza, novedoso tanto en su diseño como en el tipo de intervención.
Con respecto a la intervención, clásicamente se recurrió a transferencias condicionadas como paliativo de la pobreza para las familias con niños pequeños, pero ello no solamente es costoso desde el punto de vista administrativo, sino que, no se ha demostrado que las condiciones a las que están supeditadas estas intervenciones sean efectivas per se. Desde el punto de vista ético, la modalidad “condicionada” plantea algunas inquietudes, como el hecho de que debieran suprimirse en caso de que las familias no cumplieran, dejando así sin esa cobertura a un grupo especialmente vulnerable. Son, además, intervenciones que implican cierta dependencia, en lugar de promover la autonomía necesaria para que las familias, específicamente sus miembros adultos, puedan romper el círculo de exclusión que implica el contexto de pobreza.6
Con respecto al diseño, si bien hay otros estudios previos sobre el tema, solo uno de ellos es un ensayo clínico, aunque es de hace unos treinta años y estudió transferencias condicionadas.4 Resulta entonces también innovador que, sobre un tema eminentemente social, se intente evaluar de la manera más precisa posible, y bajo el paradigma cuantitativo, intervenciones que podrían luego adoptarse como políticas públicas. Aun así, en este caso, y a pesar de los cánones de un ensayo clínico, en el que se ofrece a cada participante de un mismo grupo la “misma intervención”, no puede negarse que es posible que el suministro de dinero implique, para cada familia, una intervención particular, dependiente de sus posibilidades, recursos, concepciones y prioridades propias.
También hay que mencionar como limitación que la población incluida es restringida, ya que no fueron elegibles familias afectadas por cuestiones relevantes del contexto de adversidad que implica la pobreza, como aquellos cuyas madres no estaban en condiciones de garantizar un cuidado mínimo o quienes no fueron recien nacidos de término sanos, excluyendo, probablemente, a aquellos niños y familias con mayor riesgo social. Esto trasluce claramente, incluso, en el hecho de los años de educación de las madres (casi doce en promedio), lo que podría considerarse como un factor marcador de “bajo riesgo” o mejores cuidados. También puede notarse que no se recolectó información sobre algunos factores que podrían resultar confusores, como por ejemplo, la asistencia a un centro de cuidado infantil.
Los autores no encontraron, a excepción del consumo de alimentos frescos a los dos años de edad, diferencias en los resultados referidos a sueño y salud infantil entre los grupos que recibieron transferencias con mayor y menor cantidad de dinero. Esto puede deberse a varias razones, desde la selección (¿sesgada?) de la muestra, el que las cantidades de dinero entregadas no sean suficientes para cambiar la situación de los participantes (de hecho no lo es si pensamos en las cuestiones estructurales), que los efectos más notorios sean los del largo plazo, o el sesgo que implica que los resultados sean informados por las madres. Incluso podría explicarse por un problema conceptual: en este estudio se ha definido el “ser pobre” por un ingreso familiar determinado, pero actualmente se entiende que la pobreza es una situación de adversidad más amplia que la falta de dinero y se considera para su análisis las privaciones y vulneración de derechos.2 No necesariamente una transferencia monetaria mejora estos aspectos.
Estas limitaciones pueden interpretarse como signos de la complejidad del tema. Por ello es promisorio saber que este trabajo está enmarcado en un proyecto mayor (Baby's First
Years)7 cuyo objetivo principal es evaluar el neurodesarrollo a los cuatro años de edad, la variable de resultado por excelencia de los estudios sobre adversidad social en la niñez. Sus informes permitirán un conocimiento más profundo del problema, y de los mecanismos a través de los cuales funciona o no la intervención propuesta, incluyendo también su evaluación por métodos cualitativos.
Así es posible que, en el futuro, podamos enfrentar más acertadamente al desafío de paliar los efectos nocivos de la pobreza infantil, a sabiendas de que quizás no haya una sola respuesta, sino diferentes alternativas posibles según las características y contextos de cada familia y comunidad.