וְאֵיבָה אָשִׁית Enemistad pondré בֵּינְךָ וּבֵין הָאִשָּׁה entre ti y la mujer וּבֵין זַרְעֲךָ וּבֵין זַרְעָהּ y entre tu linaje y su linaje: הוּא יְשׁוּפְךָ רֹאשׁ él te pisará la cabeza וְאַתָּה תְּשׁוּפֶנּוּ עָקֵב mientras pisas tú su calcañar (Génesis 3:15)
Cuando Martín Lutero impartió sus Lecciones sobre el Génesis desde el podio en la Universidad de Wittenberg, entre 1535 y 15451, no se imaginó que, unos sesenta años más tarde, recibiría una refutación a sus enseñanzas protestantes desde una ciudad incipiente del altiplano andino. Mucho menos, el profesor de teología pudo sospechar que esa réplica a un punto concreto de sus ideas, expuestas en la gravedad de la cátedra, se exhibiría durante una fiesta pública en honor a Santa María de Guadalupe. En su disertación acerca de Génesis 3:15, en particular sobre el segundo fragmento de la maldición de Dios a la serpiente en este versículo, “te herirá en la cabeça, y tú le herirás en el calcañar” (Biblia de Casiodoro de Reina, 1569), Lutero manifestó con indignación ante sus estudiantes: “¡Qué asombroso, qué condenable, que, por medio de exégetas necios, Satanás haya logrado aplicar este pasaje, que en su máxima medida abunda en el consuelo [de la venida] del Hijo de Dios, a la Virgen María!” (Lutero, 1958, p. 191)2. Con este juicio severo, el reformista reprobaba la dominante versión latina del segmento. En vez de traducirse como “Ipse conteret caput tuum, / Et tu insidiaberis calcáneo eius” (“Élte pisará la cabeza, / y tú asecharás su talón”), con alusión a la promesa divina del futuro nacimiento del Mesías para redimir a la humanidad del pecado, la forma más conocida era “Ipsa conteret caput tuum, / Et tu insidiaberis calcáneo eius” (“Ella te pisará la cabeza, / y tú asecharás su talón”), para indicar que el pronunciamiento de Dios aludía a la Virgen.
Por su lado, el papa Pío V, en la bula Consueverunt Romani Pontifices del 17 de septiembre de 1569, al establecer la forma y la necesidad de rezar el rosario para que “las tinieblas de la herejía” se disiparan y se revelara “la luz de la fe católica”, expresó que “la gloriosa Virgen María, amorosa Madre de Dios” fue quien “aplastó la cabeza de la retorcida serpiente con su simiente, y destruyó sola todas las herejías; y por el fruto bendito de su vientre, salvó al mundo condenado por la caída de nuestro primer padre”3 (Pío V). El punto controvertible en las dos interpretaciones estriba en la cuestión de a quién se debe atribuir el haber pisoteado la cabeza de la serpiente: ¿a Jesucristo o a María? Propongo que fray Diego de Ocaña (c. 1569-1608), ayudado por sus colaboradores en la celebración4 en 1601 del primer aniversario de la entronización del lienzo de Santa María de Guadalupe en Potosí, determinó mostrar, en una de las invenciones exhibidas en la plaza central de la Villa Imperial, que la Virgen, y no Jesús, como afirmó Lutero, le había pisado la cabeza al reptil diabólico.
Con plena conciencia del poder visual y del efecto emocional que ejercerían el juego caballeresco, los hermosos vestuarios, las artes efímeras, los fuegos artificiales, los aspectos jocosos, los ruidos atronadores, la música de trompetas y chirimías y los numerosos y elegantes cortejos de personas y monturas, entre otros elementos del festejo, Ocaña se dispuso a impactar a los miles de ojos concurrentes al evento. Se trató de un uso magistral de lo profano en la configuración de un discurso sagrado de exaltación a la Virgen en la Audiencia de Charcas. En los virreinatos americanos, como ya se ha señalado, las fiestas religiosas constituyeron instrumentos “de evangelización de primer orden” (Mínguez et al., 2012, p. 123). En esta instancia potosina, la festividad operó, principalmente, para oponerse al discurso protestante de desplazamiento de María en la fe de los creyentes.
Para comprobar la tesis planteada, estas páginas se dedicarán al análisis del programa simbólico, desplegado en el cuadro parateatral del Príncipe Tartáreo, personaje que representa a Lucifer en la fiesta. La fuente primaria, con las claves formales e iconográficas por descodificar, es una de las relaciones festivas de fray Diego de Ocaña, incorporadas en su Relación del viaje al Nuevo Mundo (1599-1607). El recuento de la celebración en Potosí reviste importancia textual porque supone uno de los exiguos5 y más tempranos documentos que testimonian solemnidades barrocas en el virreinato del Perú (Alvarado Teodorika, 2007, p. 280; Peña Núñez, 2016a, p. 719). Cobra aun mayor estatura al considerar que el fasto tuvo lugar en el principal centro minero del imperio español y, por esto, en una de las ciudades coloniales más relevantes, fundada en el altiplano andino en 1545, apenas un año antes del fallecimiento de Martín Lutero (1483-1546), en los trajines tras la cuantiosa plata del Cerro Rico.
Concomitancias jeronimianas
Según se verifica en su Relación de viaje, la presencia de Ocaña en las Indias se debía a su doble misión tanto de recolectar limosnas para su santuario jerónimo en Cáceres, Extremadura, como de multiplicar las cofradías de Santa María de Guadalupe (Ocaña, 2013, p. 274); y así, al propagar el fervor hacia esta advocación, pretendía, de paso, garantizar la continuidad de las donaciones desde el Nuevo Mundo hasta la puebla guadalupense en España. El entonces célebre monasterio extremeño no pudo haber escogido ni enviado a América a un procurador más solícito, emprendedor e ingenioso que a fray Diego. Su labor y creatividad descollaron especialmente en Potosí, donde permaneció desde julio de 1600 hasta noviembre de 16016. En este rico centro argentífero, no solo pintó y enjoyó un retrato de Santa María de Guadalupe, sino que efectuó en 1600 los festejos de entronización del lienzo en una capilla de la iglesia franciscana de Potosí7. Al año siguiente, con los objetivos de afianzar el culto e instaurar la festividad, el monje fue el motor tras la celebración del aniversario de la entronización, desde el domingo 16 de septiembre, octavario de la Natividad de María8, hasta el 4 de octubre de 1601, día de san Francisco de Asís9:
Yo todo trabajé y ordené, hablando y animando a unos y a otros para que sirviesen a Nuestra señora de Guadalupe, y todo por entablar la devoción suya y para que después de yo partido, hiciesen cada año, como se hace, esta pro cesión. (Ocaña, 2013, p. 588).
De estas fiestas, Ocaña relata con esmero10 y preferencia, como se ha reconocido, el juego de la sortija (Alvarado Teodorika, 2007, p. 281; Campos y Fernández de Sevilla, 2003, pp. 143-144; Iniesta Cámara, 2004, p. 106; Peña Núñez, 2016a, p. 716), un entretenimiento ecuestre, de origen noble, en el que los jinetes buscaban insertar, al galope, su lanza en un anillo colgante11 (Figura 1). Un caballero estelar, el mantenedor12, “defendía … que la Virgen Sanctísima era la dama más bella, más hermosa, más linda y la criatura más perfecta, fuera de su Hijo, y la que causó mayores efectos de todas cuantas había en los cielos y tierra” (Ocaña, 2013, p. 564). A eso de las dos de la tarde, vestido de azul y blanco, los colores marianos (Oesterreicher-Mollwo y Murga, 1983), el mantenedor hizo su entrada deslumbrante a caballo, con su padrino y un gran cortejo, ataviados con los mismos tonos13. El protagonista se posicionó con su divisa guadalupense en una tienda de damasco color carmesí en el centro de la plaza14. Allí, aguardó la aparición de otros galanes, también llamados aventureros, que osaran disputar su concepto, para batirse con ellos en el torneo. El Caballero del Amor Divino, el Caballero de la Iglesia, el Príncipe Tartáreo y el Inca15, entre otros, se apersonaron por turnos aquel 30 de septiembre de 1601, fiesta de san Jerónimo. Al elegir este día para el juego de la sortija, fray Diego pretendía honrar al padre de su orden jeronimiana; pero, más aún, buscaba atar aquel apoteósico evento altoperuano a la institución que lo legitimaba en su misión mariana en Indias. Desde 1389, los jerónimos habían custodiado la vera efigie de la Virgen de Guadalupe16; y esta consagración a la misteriosa talla sagrada había que recordarla y subrayarla17. Al fin y al cabo, las limosnas que se colectaban en la capilla reciente de la iglesia franciscana de Potosí debían llegar hasta la Casa de Cáceres.
San Jerónimo figuraba de otras maneras, si bien implícitas, en el programa iconográfico. En primer término, el asunto central en torno a los pronombres latinos ipse o ipsa o, lo que es lo mismo, el debate sobre quién le pisó la cabeza a la serpiente en Génesis 3:15 estaba entroncado con Jerónimo de Estridón (c. 347-420). A partir de su estancia en Roma en 382, por disposición del papa Dámaso I, el sabio había dedicado veinte años de su vida a realizar la primera traducción de la Biblia al latín, llamada Vulgata, proyecto que concluyó en Belén, Palestina. La reputación del santo se debía, en esencia, a sus logros como traductor y exégeta de las Sagradas Escrituras (Jerome, 1965, pp. vii-xii), hasta el punto de que se le considera “el mayor estudioso bíblico de la antigüedad” (Graef, 1985, p. 90). La traducción latina “ipsa conteret” se atribuye a este padre de la Iglesia y “posibilita una lectura plenamente mariológica” del versículo ⸺como se reforzó en la fiesta potosina⸺, pues en esta versión “sería María la que vence las fuerzas del mal” (Barrios Prieto, 2020, p. 146).
De otro lado, el carro triunfal del Príncipe Tartáreo, procedente de las mansiones diabólicas, daba señas claras de que quienes habían dudado de la virginidad de María se hallaban en el Infierno. No obstante, si en vida habían sido contemporáneos con san Jerónimo, como le sucedió al oscuro teólogo Elvidio18, no pudieron evitar el ver sus argumentos hechos trizas por la pluma vigorosa y cáustica del sabio. En efecto, Jerónimo se convirtió, a petición de “sus hermanos”, según expone, en un campeón de la defensa de la virginidad de la Madona, al componer su obra Liber adversus Helvidium de perpetua uirginitate beatae Mariae (Un libro contra Elvidio sobre la virginidad perpetua de Santa María), también conocido como Contra Elvidio. Escrito hacia el final del año 383, el documento “es un clásico en teología católica, y es el primer tratado de un especialista en latín, dedicado a la mariología”. En sus páginas mordaces, san Jerónimo no solo recuperó el terreno que, sobre la excelencia de la virginidad, se pudiera haber perdido con las razones de Elvidio, cuyo libro no se conserva (sus argumentos se han reconstruido a partir del texto jeronimiano), “sino que logró además implantar con tanto éxito la doctrina de la virginidad de María en el parto y después del parto que nunca más se puso seriamente en duda en los círculos romanos” (Jerome, 1965, p. 9). Como buen hijo de su Casa extremeña, fray Diego halagó a san Jerónimo no solo haciendo coincidir una jornada vibrante de las solemnidades en Potosí con el día del exégeta insigne, epónimo de su orden, sino condensando, en uno de los cuadros del juego de la sortija, asuntos concernientes a la Virgen que ocuparon la impactante actividad intelectual del santo erudito.
“Apurad, que allí os espero” y debéis venir
Dos semanas antes del juego de la sortija, el capellán Alonso de Villalobos19, quien encarnaría el papel de mantenedor, aguardó en su casa hasta que el corregidor de Potosí don Pedro de Córdoba Mesía20, los miembros del cabildo y muchos otros vecinos vinieran a escoltarlo. Ocaña debió elegir a un hombre notable porque creía que el ejemplo de fervor y generosidad hacia la advocación extremeña de la que era apoderado debía proyectarse desde arriba. Además, la escolta selecta, integrada por las máximas figuras políticas de la Villa Imperial, no habría acompañado a un individuo carente de renombre y prestigio. Para iniciar la interpretación de su rol aquel domingo, Villalobos se puso un llamativo atuendo de caballero y mandó a adornar su caballo. Anochecía, y esperó a que la gente saliera de rezar las vísperas solemnes, con salve y letanía, en la iglesia de san Francisco, en cuya capilla mayor se alojaba el retrato de su “dama”: Santa María de Guadalupe. Cuando la comitiva distinguida detuvo los caballos ante su puerta, el mantenedor la saludó con ceremonia, montó en su cabalgadura y se integró al acompañamiento de música, luz, apostura, galantería y belleza:
Y salieron acompañándole con trom petas y chirimías; y le pasearon por las calles de la villa. Y delante del mantenedor, que iba entre el corregidor y los dos alcaldes ordinarios, iba un mozo de buen cuerpo sobre un caballo bien aderezado a la brida, el cual iba armado de peto y espaldar y celada; y en la mano de recha, una espada desnuda, y en la izquierda, embrazado un escudo, y en él puestos los tercetos de desafío … Y con este orden llegaron a la plaza después de haber pasado las calles. Y fijaron el cartel en un dosel que estaba colgado en las casas de cabildo. Y luego corrieron los caballeros y volvieron al mantenedor a su casa. Y se encendieron luminarias; y repicaron las campanas de San Francisco y arrojaron muchos cohetes. Y acudió todo el pueblo a rezar hasta la medianoche. (Ocaña, 2013, p. 552).
El “Cartel de desafío en la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe” se componía de tres partes: a) veinticuatro tercetos para retar a “cuantos en las antárticas regiones / quieren ganar por sí gloriosa fama”; b) el anuncio de los ricos “Premios de la sortija” a la vez que de las cuatro categorías concursantes: mejor invención, mejor adorno e indumentaria (“más galán en cuerpo y librea”)21, “mejor letra” o mote “conforme a la invención más subtil y conceptuosa” y “mejor lanza, francesa o castellana”, y c) “Las leyes de la sortija”, o sea, las normas de participación en el juego. En el contexto de esta fiesta, se entiende por invención la exhibición, en la plaza central como escenario, de iconografía, textos, vestuarios, adornos, personajes, cabalgaduras, carros, séquito y comparsas, entre otros componentes que, congregados en un cuadro y encabezados por un aventurero, avalaban su concepto (Peña Núñez, 2016a, pp. 724-725)22. Una peculiaridad del concurso es que el mote, el lema o sección literaria para explicar la parte icónica de la divisa o empresa23 del caballero se juzgaría por separado de la imagen o pictura a que esa letra aludiera. No queda claro en la Relación si los constituyentes del jurado aparecían en la proclama; no obstante, tanto por la exhibición citada antes como por quedar adosado al cabildo, el Cartel evidenciaba que el evento cívico-religioso revestía carácter oficial y que los funcionarios gubernamentales apenas comenzaban a descollar en su desarrollo (Ocaña, 2013, pp. 552-557).
Los veinticuatro tercetos del cartel de desafío, con ciertos ripios y redundancias, representaban la voz del mantenedor y figuraban el juego de la sortija como una ficción de amor cortés y de romance caballeresco (Campos y Fernández de Sevilla, 2003, p. 144; Iniesta Cámara, 2004, pp. 99 y 104; Peña Núñez, 2016a, p. 722). María era la dama venerada y su caballero fuerte, valiente y galante la exaltaría por sobre cualquier otra que defendieran los futuros contrincantes:
Solo sustenta, que merece solo servir la excelsa y excelente dama cuya luz escurece al claro Apolo. A tal impresa solicita y llama cuantos en las antárticas regiones quieren ganar por sí gloriosa fama; […] A todos en la plaza desafía, a tres lanzas francesas o españolas, en honor de la Angélica María. […] Que yo defiendo solo y sin segundo, que merezco servilla, y que se debe esto solo a mi brazo furibundo. (Ocaña, 2013, pp. 553-555).
Se esperaría que los caballeros que respondieran al desafío intentaran propugnar con su destreza en la lid y el ingenio de la invención la superioridad de sus respectivas damas. Sin embargo, de las cuatro invenciones elegidas por Ocaña para incorporarlas en su relato, que a su vez se ajustan a las de las categorías premiadas24, solo la del Caballero de la Iglesia (Figura 2)25 y la del Príncipe Tartáreo exaltaron a una dama o a una entidad evocada como tal. Los otros dos competidores se dedicaron a exponer otras nociones. Por un lado, estuvo el espectáculo primoroso del primer contendiente, el Caballero del Amor Divino, galardonado con el premio al mejor vestuario por lucir perlas en las sandalias, “la coraza del cuerpo de tela de plata y las calzas de oro batido”, una corona de laurel y un bastón en su atavío “a lo romano”. El concepto de este aventurero fue de peso, ya que defendió el fundamento teológico del amor de Dios como la causa primera de la redención humana ⸺con lo que, implícitamente, la Virgen quedó como la causa secundaria⸺ (Ocaña, 2013, pp. 566-568); pese a la complejidad del asunto, su número fue más sucinto y directo que el del extenso cuadro final. Este acto denso, de interés elevado por la participación indígena, lo protagonizaron el Inca (ganador de la mejor lanza)26, la Fe y el Caballero de la Predicación; y el significado estriba en una configuración imaginaria de la conquista espiritual del Imperio inca (Peña Núñez, 2016a, pp. 725-734).
A las dos de la tarde, “subieron a su tablado los jueces de la sortija”. El grupo lo conformaban cinco autoridades políticas: “don Pedro de Córdoba Mesía, caballero del hábito de Santiago, corregidor de Potosí; el general don Juan de Mendoza; el teniente y los dos alcaldes ordinarios” (Ocaña, 2013, p. 563)27. En aquel sitial de honor, ya se hallaba el retrato de la Madona, que debió de haberse trasladado antes en procesión desde el templo franciscano ⸺lo suponemos porque Ocaña (2013), con mucho que contar, omite este traspaso⸺. Refiere, sí, que se sentó entre los jueces “por estar cerca de la imagen”. Desde allí, el apoderado guadalupense trataba de no perder detalle. Estaba a la vista de los asistentes y cerca de una vitrina espléndida, que había dispuesto para exhibir preseas de gran valor ⸺seguro que no “todas” las más exquisitas de la urbe como hiperboliza⸺ que armonizaran con la pintura enjoyada:
[Yo] había juntado todas las piezas de plata y oro que había curiosas en Potosí. Y de las tiendas de los mercaderes se sacaron todas las sedas, telas y cortes ricos que había. Pusiéronse coletos de ámbar28, muchas barras de plata y mu chas piñas [de plata]; de suerte que se avalió lo que en el aparador había aquel día en doscientos mil ducados, porque esta villa es la grandeza del mundo. (Ocaña, 2013, p. 563).
Los tesoros potosinos embellecían el entorno del retrato consagrado y atraían las miradas deslumbradas del gentío que, por instantes y después de descubierta la imagen, oscilarían entre el brillo de las alhajas de la vitrina y el resplandor de las adheridas al lienzo sagrado, encumbrado allí en algún soporte digno. Con este ingrediente espléndido, Ocaña siguió el modelo de las fiestas en la corte de los Habsburgos en las que los numerosos y valiosos premios para los combatientes en los torneos caballerescos se disponían en aparadores colocados en un lugar contiguo a los balcones de los jueces (Frieder, 2008, pp. 27 y 58). Si bien en Potosí se otorgarían solo cuatro premios ⸺tres lujosos envases de plata y “un corte de tela rico” (Ocaña, 2013, p. 556)⸺, la imitación de los festejos cortesanos contribuía a crear la ficción del escenario regio para la nueva soberana. Asimismo, se reanimaba una analogía predicada durante las fiestas de 1600, que fue de mucho beneplácito para fray Diego. El padre dominico Thomas Blanes había comparado la entronización del retrato con una entrada real europea: “pues los pueblos se alegraban con la entrada del rey y de la reina cuando venían a sus ciudades, que pues la Reina de los Ángeles venía a quedarse con ellos en su villa desde Guadalupe a Potosí”, los animaba a “que la recibiesen con mucho contento” (Ocaña, 2013, p. 476). Además, en la ciudad del Cerro Rico, donde la montaña argentífera hacía patente desde 1545 lo que era haber hallado una fuente de riqueza inconmensurable y, en apariencia, inacabable, Blanes había establecido desde el púlpito otra metáfora en torno a la Virgen: “que se tuviesen por muy dichosos, pues habían merecido tener tan gran tesoro” (Ocaña, 2013, p. 476)29.
Mahoma, padrino del Príncipe Tartáreo
Después de las participaciones del Caballero del Amor Divino y del Caballero de la Iglesia, el capitán Martín de Garnica, el padrino del mantenedor o, podría decirse, el padrino del bien, precedido de la música de chirimías, salió de la tienda carmesí, en medio de la plaza, encabezando un cortejo de cincuenta y cuatro pajes y lacayos, “todos de librea”30, que portaban “fuentes de plata grandes, llenas de colación”. Se degustaron dulces, pastas, confituras y conservas, que se dispensaron, con especial abundancia, en la tarima de los jueces; en el balcón del obispo de Charcas, Alonso Ramírez de Vergara31, y los prelados; en el sector de los clérigos, y en el gran tablado de “las señoras y gente principal de Potosí”. La plétora de golosinas fue tanta que los asistentes llevaron algunas a casa y “dijeron que de aquellas fiestas había de haber cada día; de suerte que, fue mucho el regucijo [sic] y contento que la gente mostraba” (Ocaña, 2013, p. 574).
Otro regalo que había abundado en lo que iba de aquella tarde era la música. Doce hombres disfrazados habían cantado, en las cuatro esquinas del enclave festivo, “cuatro tonadas admirables, con mucha destreza y gallardía de voces, que las tenían muy buenas”. Interpretaron “letras de amor a lo divino”, mientras tocaban “violones, guitarras, cítaras, arpas y rabelejo y otros instrumentos” (Ocaña, 2013, p. 565). El mantenedor había llamado a batalla con los clarines, a los que respondían las chirimías32. Los aventureros anteriores habían anunciado sus entradas con estos mismos instrumentos, por lo “que toda la plaza se alegraba”. La sabrosa colación, ofrecida por el mantenedor a través de su padrino-emisario, se había iniciado ⸺y acaso disfrutado⸺ con el toque de chirimías.
Al término del convite, sin embargo, a las cinco y media de la tarde, “en una boca de una calle, se dispararon dos piezas de artillería y muchos cohetes de piedra azufre, que no pareció sino que había temblado la tierra”. El estruendo y las sacudidas, pensados para asustar, sorprender y disonar con los melodiosos sonidos precedentes, sugería un cataclismo cósmico. El espectáculo se transformó; y se dio a entender que la boca del averno, la morada de Satanás y sus secuaces, se había abierto. La audiencia debió de asociar el contenido sulfúreo del fuego de artificio “a lo infernal”33. Por larga tradición cultural, en la llama y en el olor del azufre, se percibía “un atributo del demonio” (Oesterreicher-Mollwo y Murga, 1983). De súbito, una invasión diabólica se manifestó:
Y luego, de repente, entraron en la plaza muchos demonios en caballos muy ligeros, todos con ropas negras y llamas de fuego, los cuales venían acompañados y traían en medio un caballero vestido con traje turquesco de marlota y capellar, el cual se decía ser Mahoma, a quien traía por padrino el príncipe Tartáreo, porque la capilluda de Guadalupe, que así la llamaban los demonios, les sacaba los captivos de su tierra y por eso le traía por su pa drino. (Ocaña, 2013, p. 575).
Por un lado, la escena retoza con antiguos estereotipos serios y negativos de la figura de Muhammad, como eran la de aliar al profeta islámico a la herejía, al anticristo, a la segunda bestia y a otros terribles engendros de las profecías (Magnier, 2010, pp. 151-158). “El surgimiento y los éxitos del islam llevaron agua al molino de incontables exégetas del Apocalipsis” (Krey, 1996, p. 153). En la tradición teológica franciscana ⸺que viene al caso porque algunos colaboradores letrados de Ocaña en la fiesta eran, sin duda, de esta orden⸺, hubo comentaristas bíblicos medievales que, con tono de cruzados y en pos del ensalzamiento de la religión católica, fomentaron la maurofobia o islamofobia. Nicolás de Lira, por ejemplo, cuyo texto de 1329 sobre el Apocalipsis fue tan popular que, “ningún otro comentario bíblico, excepto la Glossa Ordinaria fue más ampliamente usado en España”, propagó esos prejuicios. Como fuentes, tuvo en su escritorio la obra de su predecesor, también franciscano, Alexander Minorita, y la de su contemporáneo de la misma hermandad, Pierre Auriol. “Todos tres interpretaron Apocalipsis 13 a la luz del islam”. Así: “La bestia de la tierra es Muhammad (Apocalipsis 13:11). De una manera u otra, el número 666 (Apocalipsis 13:18) se asocia con Muhammad” (Krey, 1996, pp. 153-154, 156 y 159). En la escena potosina, de acuerdo con estas nociones, trasplantadas a Indias, Mahoma iba surgiendo de la execrable sede infernal con una posición protagonista entre sus compañeros diabólicos, quienes lo circundaban como a un cabecilla. Para añadidura, aparecía como padrino del Príncipe Tartáreo o, podría decirse, padrino del mal. Este rol lo mostraba, entre burlas, como favorito de Lucifer, a la vez que reforzaba, de un lado, la idea de la superioridad del cristianismo frente al islamismo, y de otro, el conflicto de siglos entre los dos credos (Figura 3).
En otro orden, la queja de los demonios de que “la capilluda de Guadalupe … les sacaba los captivos de su tierra” les recordaba a los devotos españoles en el Nuevo Mundo e informaba a los neófitos indígenas de los más afamados milagros atribuidos a esta advocación mariana. Los prisioneros cristianos que por desgracia llegaban a ser cautivos en tierras musulmanas le pedían esperanzados a la Virgen que los librara de sus prisiones. Por esta razón, en Los trabajos de Persiles y Sigismunda, el narrador titula a Santa María “libertad de los cautivos, lima de sus hierros y alivio de sus pasiones”; y destaca que, al llegar unos peregrinos “al grande y suntuoso monasterio, cuyas murallas encierran la santísima imagen de la emperatriz de los cielos”, se admiraron porque, en vez de encontrar muy finas riquezas colgadas en el techo y en las paredes de la iglesia, observaron, entre otros numerosísimos exvotos, las cadenas de los liberados (Cervantes, 2017, pp. 263-264). Rendidos y agradecidos, estos viajaban hasta allí para venerar la efigie mariana y dar testimonio de los milagros34. Un historiador del monasterio lo subraya:
Pero, donde sobre toda clase de favores campean las misericordias de Nuestra Señora sobre cuantos la invocaron fue, en los relacionados con la redención y libertad de los cautivos entre turcos y moros. Fueron tantos y frecuentes estos casos de maravillosa liberación, que surgió, extendiéndose por doquier en Berbería, aquella extraña idea de que, cautivo devoto de Nuestra Señora de Guadalupe, o desmerecía en el mercado o había de ser objeto por parte de sus amos y guardianes de singular vigilancia y aún malos tratos; pues, apenas había uno que durase largos años en su cautiverio. Todavía ha llegado hasta nosotros el dicho, tan glorioso y significativo, de que “mayor número de cautivos redimió Nuestra Señora de Guadalupe que todas las Ordenes de redención en España”. Lo cual hemos de referirlo principalmente, no a los redimidos con dineros, con haber sido innúmeros, sino a los que Ella, providencial y milagrosamente, rompiendo sus cadenas, puso en las costas de España. (Rubio, 1926, p. 215).
Al sugerir la enemistad entre la Virgen y el islam, el acto potosino remarcaba también la relación del santuario extremeño con las victorias monárquicas sobre los reinos moros. En 1340, Alfonso XI, después de encomendarse a la Virgen de Guadalupe, logró el triunfo en la batalla del Salado contra los musulmanes. En consecuencia, promulgó el favor real a la imagen y a la puebla e impulsó la erección del santuario (Pérez de Tudela y Velasco, 1982). Desde aun antes y por siglos, el templo de Guadalupe tuvo una posición predilecta en la estima regia, visible en finos regalos y visitas de célebres nobles y reyes (Urrutia, 1953, pp. 67-69). Asimismo, en la capilla de san Jerónimo, se conserva “una reliquia insigne” de otra lucha entre la cristiandad y el islamismo: “el fanal o farola de la nave Capitana Turca rendida en Lepanto y que traída a España por don Juan de Austria, fue enviada en 1575 al Monasterio por Felipe II, y colocada en la Iglesia”. El monarca la dotó entonces de trescientos ducados anuales para aceite (Floriano, 1953, pp. 21-22).
El Príncipe Tartáreo y su carro triunfal
Entre el humo de la pólvora, surgió un carro triunfal tirado por cuatro serpientes, fustigadas por un calesero luciferino (Figura 4). El artefacto, propulsado por reptiles y conducido por un diablo, exhibía las fauces grotescas cuya apertura, en la ficción, les había dado acceso a Mahoma y a los demonios desde el inframundo a la superficie terrenal: “Y por encima de la silla donde venía asentado este demonio que azotaba las sierpes, venía una boca de infierno, por la cual, de cuando en cuando, salía gran llama de fuego” (Ocaña, 2013, p. 575). La puerta al abismo representaba a la bestia llamada leviatán que se menciona en ciertos pasajes bíblicos, como en Isaías 27:1, y que la retumbante voz de Dios describe en Job 41:10-12: “De su boca salen hachas de fuego: y proceden centellas de fuego. De sus narizes sale humo como de una olla, ó caldero que hierue. Su aliento enciende los carbones, y de su boca sale llama” (Biblia de Casiodoro de Reina, 1569). El elemento profuso en el carruaje era la víbora tortuosa. Los reptiles lo impulsaban, una cola de culebra lo circundaba y rasgos serpentinos completaban la anatomía monstruosa de los antagonistas de María en el cuadro alegórico.
Sentados juntos en dos sillas “en medio del carro”, arribaban Proserpina y el Príncipe Tartáreo. El señor de las tinieblas ocupaba el asiento izquierdo, como los condenados por Jesucristo en Mateo 25:41: “Entonces dirá también à los q[ue] estarán à la yzquierda: Ydhos de mi, malditos, àl fuego eterno q[ue] está aparejado para el diablo y sus ángeles” (Biblia de Casiodoro de Reina, 1569). Que Ocaña anotara la posición del líder infernal sugiere que este pormenor concernía a la caracterización del personaje. El izquierdo es el lado con el que se identifica a Satanás: en la práctica de la magia negra, “los actos rituales se ejecutan con la mano izquierda, hacia el lado izquierdo”. Proserpina, al ser la dama defendida por el Príncipe Tartáreo, estaba sentada a la derecha, que en la simbología espacial “se considera el sitio de honor” (Oesterreicher-Mollwo y Murga, 1983, s. v. Derecha e izquierda).
El Príncipe Tartáreo derivaba su nombre del topónimo mítico Tártaro, “la región más profunda del mundo” en la mitología griega, situada a gran distancia subterránea del Hades, los propios infiernos. Personificado por el poeta Hesíodo, Tártaro “engendró a varios monstruos” con la Tierra (Grimal, 1981, pp. 493-494). De los aventureros participantes en el juego de la sortija, este es el único cuya indumentaria incorpora rasgos bestiales: “vestido como galápa go con alas y cola, rodeadas en la cabeza a una cabellera negra unas sierpes; las barbas largas y negras”. En Covarrubias, el galápago es una “especie de tortuga”. Y, en este reptil, porque “gusta de vivir en el fango”, “los padres de la Iglesia” percibieron, “a menudo”, un “símbolo de la bajeza, de la mera sensualidad” (Oesterreicher-Mollwo y Murga, 1983)35. Dada su posición junto a Proserpina, a quien llevaba desde la morada subterránea, el traje confeccionado como un caparazón, podría implicar estos significados patrísticos; pero, ciertamente, la simbología no se agota allí.
El caparazón conspicuo muestra la fisonomía del personaje influida por atributos de Tarasconus, popularizado en Francia como la tarasque. Se trata del dragón y reptil acuático, engendrado por leviatán, que santa Marta reprimió, sin detenerse ante su aspecto grande y pavoroso, ante sus colmillos tan agudos como cuernos ni ante la truculencia de la mitad del cuerpo de un hombre en las fauces de la fiera (Voragine, 1993, pp. 23-24). Con la coraza y otros rasgos bestiales, lo presentan la Vita Pseudo-Marcilia (“binis parmis ut tortua utraque parte munitus” / “fortificado a cada lado con dos caparazones como de tortuga”)36 y La Leyenda áurea, de Jacobo de Voragine (“binis parmis ex utraque parte munitus” / “fortificado a cada lado con dos caparazones”)37, dos de las fuentes latinas más tempranas, de finales del siglo XII o principios del XIII, la primera, y de cerca de 1260 o fines del siglo XIII, la segunda, que recogen la leyenda provenzal sobre la sujeción de un monstruo que azotaba un bosque entre Arlés y Aviñón.
En estas hagiografías, santa Marta, conmovida por la súplica de la gente atormentada por el feroz Tarasconus, lo buscó en el bosque donde se afincaba, lo subyugó con un crucifijo y agua bendita, lo ató por el cuello con el cordón de su túnica y, sumiso como una oveja, lo presentó ante los lugareños, quienes lo aniquilaron con piedras y lanzas (Voragine, 1993, pp. 23-24). Desde entonces la localidad, en recuerdo del prodigio, tomó el nombre Tarascón, cuyo significado es ‘sombrío y negro’ (“umbrosa e nigra”).
En las fuentes medievales, la bestia se describe, entonces, con una especie de coraza (o una a cada lado), como de tortuga, que se aprecia en una representación de la tarasque en el manuscrito Antiquités de Lyon, etc. del siglo XVI (Figura 5). El caparazón, a veces con púas gruesas, no se olvidó y, por siglos, ha sido un rasgo característico de las ilustraciones y de las figuras de la tarasque construidas en Francia para celebrar el día de Pentecostés y de santa Marta (Dumont, 1951, pp. 31 y 36)38. No se duda que, así como en otros contextos la imagen de la derrota de un engendro maligno por el poder de una mujer santa se prestaba para identificar doblemente a la estampa femenina con santa Marta y con la Virgen (Peters, 1997, pp. 458-459), los rasgos zoomorfos, como la cola y, sobre todo, el caparazón del Príncipe Tartáreo, podían evocar la victoria de santa Marta sobre la tarasque y, en este caso, muy a propósito, el triunfo final de María sobre la bestia.
Fuente: Antiquités de Lyon, etc. fol. 48. Cortesía de la Bibliothèque nationale de France. Départment des Manuscrits. Français 5447.
La asociación del Príncipe Tartáreo con el estruendo y el fuego se mantuvo durante el recorrido del carro triunfal. El personaje, captando la atención sobre sí, llevaba “en la mano derecha una masa con tantos cohetes voladores que mientras fue dando vuelta a la plaza, fue de contino des pidiendo de sí cohetes, que se iban al cielo” (Ocaña, 2013, p. 576). Su rasgo más repulsivo parece ser el de las víboras en la cabeza, como Medusa, una de las tres gorgonas, a quien la diosa Minerva, irritada porque Neptuno había abusado de la joven en su templo, le convirtió los cabellos en serpientes (Torrescano, 1818, p. 48). También traía aún más a la memoria a las euménides, furias o erinias, ligadas a terribles tormentos en los dominios tartáreos:
Hijas del Infierno, y segun algunos del Aqueronte y de la Noche: eras tres, Alecto, Megera y Tisifone. Castigaban en el Tártaro y azotaban con serpientes y hachas ardiendo á los que habían vivido mal. Las representaban con la cabeza rodeada de culebras, y en las manos hachas y serpientes. (Torrescano, 1818, p. 30).
En cuanto a Proserpina, era una figura inanimada, mitad mujer, mitad serpiente. Presentaba “el rostro y manos muy blanco[s] y hermoso[s], el cabello negro, y el velo de la cabeza negro, variteado [sic] de oro”; sin embargo, “del medio cuerpo para bajo, de sierpe, y con la cola rodeaba el carro”. El nombre correspondía al de la diosa de los infiernos para los romanos (Grimal, 1981, p. 493). La posición en el vehículo se ajustaba, en parte, a su representación más común: “al lado de Plutón en un carro tirado por dos caballos negros” (Torrescano, 1818, p. 61)39. Uno de sus roles infernales, según muestra el carruaje alegórico, era atormentar en el tártaro ⸺“morada de los infelices” (Torrescano, 1818, p. 40)⸺ a “cuatro famosos herejes que escribieron contra la virginidad de Nuestra Señora”. Como demostración y advertencia al público, con la cola abominable, Proserpina “llevaba asidas” las efigies, asentadas en “las cuatro esquinas” del carro40.
Fray Diego, equivocado al momento de componer el relato de las fiestas, se refiere a estos condenados como “Justino y Sabelio y los demás” (Ocaña, 2013, pp. 575-576). Debió haber mencionado primero a Elvidio, porque a este rebatió con dureza san Jerónimo en Liber adversus Helvidium de perpetua uirginitate beatae Mariae, como se señaló antes. En este tratado, el santo atacó el argumento de que la Madona había tenido varios hijos de José, después de haber dado a luz a Jesús. El exégeta vio en las ideas de Elvidio una profanación del templo del Espíritu Santo y, tildándolo de ignorantísimo, loco y perseguidor de renombre, compara a este autor con el incendiario Eróstrato, destructor del templo de Diana en Éfeso (Jerome, 1965, p. 21 y pp. 34-35; Schaff, 1950, p. 418).
En segundo lugar, Ocaña pudo nombrar a Tertuliano, autor de De carne Christi, en cuyas páginas, el escritor cartaginés, afanado en demostrar que Cristo tuvo un cuerpo humano, destinado a nacer y a morir, negó la virginidad de María in partu, pero no ante partum (Cayré, 1935, pp. 237-238). De hecho, en Contra Elvidio, san Jerónimo desacreditó de plano a Tertuliano, al aseverar que “no era un hombre de la Iglesia” (Jerome, 1965, p. 36).
En tercer lugar, otro a quien el sabio de Estridón atacó en un tratado diferente, el extenso Adversus Jovinianum, fue a Joviniano, pues, entre varias opiniones adversas a la doctrina católica, este arguyó que María dejó de ser virgen durante el parto y que la virginidad no poseía mérito superior al matrimonio. En un escrito posterior, san Jerónimo escribió de este oponente que “entre faisanes y cerdos eructó, en vez de haber exhalado, su vida”, dando a entender que había muerto, tal vez de manera infame (Healy, 1910; Jerome, 1965, p. 233).
Por último, otro que pudo haber estado entre las efigies malditas del carro triunfal fue Bonoso, obispo de Sárdica (hoy Sofía), quien, al igual que Tertuliano y Joviniano, negó la virginidad post partum de María. Los obispos de Tesalónica y de Iliria lo condenaron; y en 392 d. C., el papa san Siricio aprobó esta sentencia (Dubray, 1907; Schaff, 1950, p. 418)41.
En lo relativo a los dos personajes que Ocaña mencionó, por un lado, de Justino, san Jerónimo se expresa con elogios. Lo agremia con Ignacio, Policarpo e Irineo, a quienes tilda de hombres apostólicos y elocuentes que afirmaron la virginidad absoluta y perpetua (ante partum, in partu e post partum) de la Madona (Jerome, 1965, p. 37). Por otra, de Sabelio, si bien se le cataloga de disidente sobre la doctrina eclesiástica, no lo es en torno a la materia mariana. Sostuvo una creencia llamada modalismo, también conocida como monarquianismo, patripasianismo y sabelianismo, contraria al dogma de las tres hipóstasis de la Santísima Trinidad. Para sus defensores, Dios se manifiesta de distintos modos, pero no conforma tres personas en un ser (Cayré, 1935, pp. 173-175). Lo más seguro es que Ocaña aludiera a Sabelio porque “el furor arriano”, como lo llamó san Jerónimo, lo llegó a acusar, sin consecuencias graves, de sabelianismo cuando en el año 374 se retiró de Aquilea al desierto de Calcis. Allí, sostuvo su primera controversia relacionada con la herejía del sabelianismo, que agitaba entonces la Iglesia de Antioquía (Jerome, 1965, viii y 3). Finalmente, sobre el punto de las efigies perversas exhibidas en el carro triunfal, es interesante acotar el paralelismo numérico: cuatro serpientes, azuzadas por el látigo del demonio conductor, impulsaban el carro triunfal; cuatro herejes estaban enroscados en los anillos de la semivíbora Proserpina.
El carro triunfal aglutinaba los poderes del mal y los atributos espantosos de las regiones del averno. “Fuego, instrumentos de tortura, demonios y monstruos son las expresiones iconográficas del infierno” (Cirlot, 1992). El único color destacado en las descripciones de Ocaña ⸺salvo el vareteado dorado de la mantilla de Proserpina⸺ es el negro, que se vincula a lo tenebroso, a la oscuridad, al caos, al mal y a la muerte (Oesterreicher-Mollwo y Murga, 1983). La tonalidad se ubica en el cabello de los personajes, el velo de Proserpina, la barba abundante del caballero-demonio y el “espaldar cubierto de luto” de los asientos.
Los diseñadores del cuadro y los artífices del artefacto potosino parecen haber nutrido su ingenio con ciertos recursos afines a la tradicional tarasca de las solemnidades del Corpus Christi y de otras festividades en la península ibérica (Very, 1962, p. 51 y pp. 62-65). Covarrubias define la tarasca como “una sierpe contrahecha que suelen sacar en unas fiestas de regocijo”; y atribuye su nombre a que “espanta [a] los muchachos”. Esta especie de dragón es la “personificación del mundo, de la carne y del diablo” derrotados; figura el enemigo vencido, que le rehúye al Santísimo Sacramento. Simboliza el triunfo de Cristo ⸺transustanciado en la hostia consagrada bajo palio en la procesión⸺ sobre el pecado, la muerte, la idolatría y la herejía (Varey y Shergold, 1953, p. 21; Very, 1962, p. 66).
En el carro triunfal de Potosí, la belleza parcial y el carácter inanimado de Proserpina se podrían asociar con la tarasquilla, una figura femenina que se sentaba en el lomo de la tarasca o sierpe-dragón. Vestida a la última moda, representaba los pecados del orgullo, de la lujuria y la herejía (Very, 1962, p. 66). A veces, personificaba la idea moralizadora del “engaño de la hermosura”. La boca del infierno o manifestación de leviatán, que se hallaba en el carro triunfal potosino, era otro artilugio que podía formar “parte de la escena sobre el lomo de la sierpe” (Varey y Shergold, 1953, pp. 21-23). Los diablillos, si bien podían brotar a pie, en un baile o desperdigados en un desfile, según testimonios españoles posteriores, llegaron a encabezar procesiones y a anticipar la entrada de la tarasca. Mientras bailaban, desplegaban figuras horrorosas, hacían ruidos ensordecedores y atemorizaban a los presentes (Very, 1962, p. 24, p. 44 y p. 66). En Potosí, los demonios se manifestaron a caballo, pero precedieron la aparición del denso carro triunfal.
Ahora bien, no por estas similitudes el cuadro en cuestión se reduce a una recreación de motivos de las solemnidades del Corpus Christi o a una variación de la tarasca castellana. En general, en este acto de exaltación de la Virgen de Guadalupe, el carro triunfal supone un admirable artificio barroco, novedoso, ambicioso, costoso y divertido, que incluso parece adelantarse en América a posteriores representaciones festivas españolas en las que la alegoría de la pugna contra lo diabólico asumió otras formas menos enfocadas en lo cristológico. En el siglo XVII, en línea con la exaltación de María en el mundo de la Contrarreforma, encima de la tarasca “aparece la Virgen domando a la fiera”, en el acto de pisarla. “En Valencia también salía a veces una figura de la Virgen que domaba a una sierpe o dragón feroz” (Varey y Shergold, 1953, pp. 21-22). Pero en Potosí, a la vista del carro triunfal, todavía no comparecemos ante una imagen triunfante del bien, sino ante una alegoría del mal, que, al mostrar al enemigo en su horrenda plenitud, busca exaltar la victoria mariana posterior. En este punto de la fiesta, “el mundo de los poderes ocultos alzaba su barrera y lo inaccesible se mezclaba al mundo de los humanos” (Cirlot, 1969, s. v. fiesta).
La Nueva Eva: Ave María
Cuando el carro triunfal llegó a la altura del tablado donde se exhibía el retrato consagrado de Santa María de Guadalupe, “se corrió una cortina y se cubrió” la imagen. El Príncipe Tartáreo, de todos modos, con irreverencia, “pasó sin humillarse a ella” (Ocaña, 2013, p. 576). A la Virgen, imaginada con ojos vivos en el lienzo, presidiéndolo todo desde el escenario de los jueces, le ocultaban el feo espectáculo diabólico; al aventurero, no lo consideraron digno de mirarla en el cuadro.
El Príncipe Tartáreo ostentaba la divisa en el escudo. Consistía, irónicamente, en “la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, y debajo, a sus pies, pintada una sierpe que representaba a Proserpina”. En el centro de la composición, una banda en latín rezaba:
Inimicitias ponam in ter te et mulierem, y por orla del escudo, una letra en campo negro, con letras blancas y grandes que tomaban todo el escudo alrededor, que decía: El a, b, c, está al revés; pues la m está delante y la 1 está después. (Ocaña, 2013, p. 577).
Los versos en el contorno de la divisa contienen la inflexión jocosa de la voz diabólica. Protesta porque en la fiesta se pone primero a la Virgen, cuyo nombre, María, empieza con una letra posterior en el orden alfabético; en vez de exaltarlo a él, cuyo nombre, Lucifer, se inicia con una letra anterior en esa misma distribución. En esta puesta en escena, la serpiente, según lo explicita Ocaña, posee proyección dual. Aparece en la divisa, como reptil ofidio; y en el carruaje, como el impresionante y despiadado personaje femenino de Proserpina, mitad mujer y mitad serpiente42. En ambas formas, es aliada del demonio y un instrumento suyo. La configuración de Proserpina como culebra en la divisa la enlaza a la caída de Adán y Eva. Al mismo tiempo, la correspondencia establecida entre las dos estampas refleja la tradición artística que “acentúa con frecuencia el aspecto tentador de la serpiente del paraíso mediante una estrecha relación con la mujer”, agregando cabeza y senos femeninos a su representación (Figura 6), “de donde se deriva un parentesco directo con la seducción de Eva por la serpiente” (Oesterreicher-Mollwo y Murga, 1983, s. v. serpiente).
Así, el ofidio al pie de la Virgen simbolizaba a la serpiente que tentó a Eva en Génesis 3 para que comiera del árbol de la ciencia del bien y del mal. Cuando la pareja primordial comunica el pecado, “Yahveh, a quien la serpiente presentara como impostor celoso, maldice a la serpiente y la obliga a caminar arrastrando su cuerpo por el suelo y a comer polvo” (Ausejo, 1987, p. 1834). Así, primero, en Génesis 3:14, el Padre imprecó al reptil: “Por que heziste esto, maldita serás más q[ue] todas las bestias, y q[ue] todos los animales del campo: sobre tu pecho andarás, y poluo comerás todos los dias de tu vida” (Biblia de Casiodoro de Reina, 1569).
Sobre la naturaleza de esta tentadora, “las opiniones de los exégetas” divergen mucho. La mayoría de los escritores eclesiásticos ve en ella una serpiente real de la que el demonio se valió como intermediaria; otros han pensado que Satanás “se ocultó bajo la figura de una serpiente” (Ausejo, 1987, p. 1835). Y hay algunos, como san Irineo, que parecen combinar ambas ideas: “Dios reprendió a la serpiente, quien había sido la mensajera del calumniador, y esta maldición cayó sobre el animal mismo y sobre el ángel, Satanás, escondido acechante tras aquel” (Irenaeus, 1952, p. 57). En el festejo, dado que el Príncipe Tartáreo competía en una justa caballeresca, en la que se batiría con su oponente, el mantenedor, en defensa de su propia dama, predominó la idea de una efigie diabólica femenina, consorte e intermediaria de Lucifer, cuya asociación a una corte y a un colectivo infernales se reforzó con la exposición de Mahoma, padrino-aliado de su esposo, y los diablos, coligados en el espectáculo.
Pero entre las evidencias, la más nítida, en cuanto a la correlación de la empresa del aventurero con Génesis 3, es el lema latino procedente, a la letra, de la Vulgata: “Inimicitias ponam in ter te et mulierem”. Se trata del primer fragmento del versículo 15, donde continúa la maldición de Dios a la serpiente. El Caballero Tartáreo lo trajo para recordar que Dios declaró la enemistad entre la mujer, Eva, y el reptil, el Maligno, desde el principio de los tiempos. Por un lado, era una advertencia, en línea con el objetivo didáctico del evento: “La casta de la serpiente, es decir, las potencias demoníacas, intentarán precipitar” al ser humano, o sea, la casta de Eva, “en la desgracia por la seducción o por la violencia, como la serpiente en el paraíso” (Ausejo, 1987, p. 1594). Por otro, y con mayor relevancia, el versículo en el centro de la divisa, superpuesto sobre la imagen de la Virgen, convocó una noción mariana fundamental: la de la Segunda Eva o, más comúnmente, la Nueva Eva.
“El paralelismo entre Cristo y Adán encontró su contraparte en la estampa de María como la Segunda Eva” (Pelikan, 1971, p. 1:241). Esto quiere decir que, como san Pablo (1Corintios 15 y Romanos 5:12-21) estableció “el paralelo y la correlativa oposición entre Adán y Cristo”, como corolario, se generó “el paralelismo Eva / María” (Ausejo, 1987, p. 18; pp. 1594-1595; Graef, 1985, p. 121). Por lo tanto, la tradición patrística, argumentada por Justino (100-165 d. C.), Ireneo (140-202 d. C.), Tertuliano (155-240 d. C.) o Atanasio de Alejandría (295-373 d. C.), entre otros pensadores de la Iglesia (Varghese, 2000, pp. 17-19), al comentar sobre dicho paralelismo, propagaron la noción de María como la nueva Eva43. Este concepto parece proceder de un acervo o “cuerpo de creencias” de raigambre todavía más antigua (Brown, Donfried, Fitzmyer y Reumann, 1978, p. 257; Pelikan, 1996, pp. 43-44).
María y Eva eran figuras clave en la historia cristiana de la humanidad. Esta perspectiva sostiene que, cuando la primera aceptó, por voluntad propia, el compromiso divino de convertirse en la madre del Salvador, desvaneció con su obediencia la desobediencia de Eva. Ireneo de Lyon, quien “desempeña un papel importante en la historia de la mariología”, pues coloca a la Virgen “en una posición única al centro” del plan de salvación y del misterio de la encarnación, desarrolla los temas de la recapitulación (anakephalaiōsis) y del cierre del círculo al desglosar el contraste entre Eva y María. La Madona “desata el nudo de la desobediencia de Eva”; en consecuencia, se transforma “en la Causa salutis para sí misma y para la humanidad . . . y en la Advocata Evae” (Brown, Donfried, Fitzmyer y Reumann, 1978, pp. 255-257; Maritano, 2006-2008, p. 714; Pelikan, 1996, pp. 41-46).
Ireneo explica que, “así como fue por la desobediencia de una virgen que el hombre fue golpeado y cayó y murió, así también fue por la Virgen, que obedeció la palabra de Dios, que el hombre resucitado a la vida, recibió la vida”. El Señor, quien venía en búsqueda de las ovejas perdidas o la estirpe humana descendiente de Adán, preservó su naturaleza, ya que Adán “tenía necesariamente que ser restaurado en Cristo, para que la mortalidad fuese absorbida en la mortalidad, y Eva en María”. Así, se verificó que “una virgen se convirtiera en la defensora de otra virgen” y que se destruyera y deshiciera “la desobediencia virginal con la obediencia virginal” (Irenaeus, 1952, p. 69). Eva fue la madre de la perdición de todos o ianua mortis; María debía, en consecuencia y al contrario, ser la madre de la salvación de todos o ianua vitae (Pohle, 1953, pp. 127-128). En una vertiente más lúdica, las reversiones caída/redención, perdición/salvación, desobediencia/obediencia y muerte/vida iluminaron y le otorgaron un significado místico al palíndromo Eva → Ave. Esta última palabra fue el saludo del ángel a María en la Vulgata y multitudes la repetían en canciones y oraciones (Pelikan, 1996, pp. 44).
La justa, el prodigio y la batalla cósmica
La divisa del aventurero Tartáreo, donde la Virgen, en su representación de Nueva Eva, llamaba la atención hacia el “papel singular que desempeñó en la misión redentora del Dios Encarnado” (Varghese, 2000, p. 20), se colocó en el centro de la plaza. Ocaña relata que Lucifer había salido “de las cavernas infernales a resucitar las antiguas enemistades que había entre la sierpe y la mujer”. En consecuencia, el acto potosino recreaba el momento de la caída de la humanidad, al tiempo que transformaba esa narrativa con una nueva protagonista: María, la mujer obediente.
El “escudo se fijó en la tienda del mantenedor”, en su sede de damasco carmesí. Mahoma, entonces, en su rol de padrino, se acercó a la tarima de los jueces a solicitar autorización (“pedir campo”) para que el contendiente pérfido pudiera entrar en la justa. Exigió como precio, si su amo salía victorioso, que le entregaran “todo el mundo”. Los jueces, rebatieron tamañas ambiciones, expresando “que el mundo no era suyo y que no podía poner aquel precio porque no era señor dél; que señalase otro”. Ante la negativa a su padrino, el Príncipe Tartáreo reaccionó desde el carro y, desafiante, tomó la palabra y propuso:
Pues [que como] el mantenedor defen día que María era la dama más linda, más bella y más her mosa, discreta y perfecta que había entre las criaturas, y que él defendía lo contrario, que todo aquello que [la Virgen] tenía en el cielo no llegaba a la belleza de su Proserpina, que el precio y interés fuese que el que quedase por vencido, quedase por prisionero de la dama del contrario. (Ocaña, 2013, p. 578).
Los jueces aceptaron; el padrino del mantenedor estuvo conforme. “Y luego fueron los demonios y bajaron al prín cipe Tartáreo del carro y le subieron a caballo”.
La gran sorpresa fue que “corrió el mantenedor y se llevó la sortija, lo que en toda la tarde no había hecho”. Pero esta no fue la única vez en el cuadro en la que el caballero de la Virgen logró insertar la lanza en la sortija. Ocaña cuenta que “sucedió una cosa, que al parecer de todos fue milagrosa, que lo mismo hizo la segunda y tercera vez; de suerte que, todas tres veces llevó la sortija en la lanza”. En disparidad con este prodigio, para el Príncipe Tartáreo se habían preparado lanzas ígneas, de gran precisión, que dejarían al personaje en ridículo. El artificio, fabricado por algún maestro superior de la pirotecnia, se ingenió, deduzco, para demostrar la preponderancia del poder mariano sobre el infernal. Las lanzas se encendían cuando el caballero arrancaba, continuaban ardiendo durante la trayectoria y explotaban al alcanzar el punto del anillo. El espectáculo demostraba la complejidad del fuego como elemento simbólico del bien y del mal. Pese a ser un signo e instrumento “de lo malo, demoníaco, del infierno”, según se había exhibido en el carro triunfal, Lucifer había fallado en controlarlo. Durante el torneo, se mostró impotente ante el incendio “venido del cielo” (Oesterreicher-Mollwo y Murga, 1983):
Las lanzas que corrió el príncipe Tartáreo fueron todas tres artificiosas de fuego, de manera que la lanza era güe ca y dentro, llena de pólvora y cohetes; y de tal suerte el fuego medido, que cuando partía, comenzaba a echar fuego, y cuando llegaba a la sortija, disparaba tres o cuatro cohetes troneros y se convertía toda en fuego, con tanta presteza que causaba admiración a la gente. Y en todas las tres lanzas que corrió, hizo esto mismo, porque para cada vez llevó una lanza aderezada desta suerte que, en llegando a la sortija, se convertía en fuego. (Ocaña, 2013, pp. 578-579).
El prodigio se registró de manera oficial, pues “mandó el señor obispo que se pusiese por auto de escribano -en for ma que hiciese fee la sentencia que se pronunciase por los jueces-”. Así constó que “por fuerza de armas y por derecho, la Virgen Sanctísima quedaba por victoriosa” (Ocaña, 2013, p. 578). La declaración es afín a la representación mariana, de tradición medieval, inspirada en Proverbios 31:10, “Mulierem fortem quis inveniet?” / “Muger valiente quién la hallará?” (Biblia Sacra Vulgatae/ Biblia de Casiodoro de Reina, 1569), que celebraba a la Madona como Mulier Fortis o mujer valerosa. Este concepto se convirtió en un modelo llamativo para proyectar los temas y las metáforas de María “como guerrera y campeona, como conquistadora y líder” (Pelikan, 1996, p. 91). Incluso, en el contexto y motivo de la fiesta, la continuación del versículo de Proverbios, “porque su valor luengamente passa las piedras preciosas” (Biblia de Casiodoro de Reina, 1569), podía ser casi palpable en el retrato de fray Diego, que de tan enjoyado parecía expresar que el costo de las alhajas no debía importar a la hora de pintar a la Virgen. Además, Ocaña da a entender que el gran poder de María de Guadalupe se podía manifestar en Potosí en lo serio: el año anterior, después de los festejos de entronización, había habido dos milagros atribuidos a la advocación, en instancias de vida o muerte (Ocaña, 2013, pp. 495-496). Y se podía revelar aun en situaciones lúdicas, en las que el crédito de la Virgen se pusiera en entredicho: “per mitió, aun en aquellas cosas de burlas, que el mantenedor [en] todos [los] tres lances llevase la sortija, lo cual en toda la tarde no había podido llevar” (Ocaña, 2013, p. 578).
La sentencia contra el Príncipe Tartáreo se leyó44. Como incorporaba la frase “en nombre de Jesucristo”, casi al final ⸺uno de los reducidos instantes cristológicos de la tarde⸺, ante su mención, el aventurero diabólico “se dejó caer del caballo”. No mucho antes, su séquito satánico había estado repartiendo papeles en la plaza con la redondilla: “Lo que a María en el cielo / levanta, encumbra y empina, / no llega a mi Proserpina / cubierta de negro velo” (Ocaña, 2013, p. 57). Al ver a su líder en desgracia y escuchar el nombre del Mesías, no obstante, sus secuaces lo abandonaron presto: “Y Mahoma y los demás demonios partieron con los caballos con increíble ligereza” (Ocaña, 2013, p. 580).
El fuego, el estruendo y la pólvora volvieron a posesionarse de la plaza. Una especie de rito apotropaico se llevó a cabo por unos quince minutos. Había llegado el momento del cierre hermético de la puerta del Infierno. Su apertura había dado paso a las entidades maléficas al mundo. Ahora, el espacio potosino, conturbado por la invasión diabólica, debía depurarse y hasta renovarse con el fuego, que “permite separar lo puro de lo impuro y destruir lo impuro. Esta es la razón por la cual el fuego es instrumento del castigo y juicio divinos” (Ausejo, 1987, p. 724). Acaso, la quema de Sodoma y Gomorra o la gran montaña ardiendo en fuego de Apocalipsis 8:9 habrían servido de referentes para la devastación de los entes y símbolos luciferinos y la clausura de las fauces de leviatán:
Y el carro triunfal comenzó a disparar tantos cohetes y a echar tanto fuego de sí, que las sierpes que le tiraban, las estatuas de los herejes y la de Proserpina, todo se convirtió en fuego, y de tal manera que, en un cuarto de hora, no cesó un punto de disparar cohetería, que ni nos veíamos de humo unos a otros, ni nos oíamos, según era el ruido grande; que no parecía sino que todo el infierno estaba en la plaza, porque nos certificaron que venían dos quintales de pólvora en cohetería; que salía volando que parecía una cosa del mesmo infierno. (Ocaña, 2013, p. 580).
La batalla cósmica había concluido. El averno había desaparecido. Fray Diego insiste al respecto: “Acabado el fuego, quedó toda aquella máquina del carro deshecha y convertida en ceniza, como si no hubiera entrado nada en la plaza” (Ocaña, 2013, p. 580). El fuego cumplió, pues, tanto una “finalidad purificadora” como la de “destrucción de las fuerzas del mal” (Cirlot, 1969, p. 219).
El diablo había sido derrotado y, así como en los torneos reales, los nobles “caballeros vencidos estaban obligados a entregarse a la dama del ganador” (Frieder, 2008, p. 35). El Príncipe Tartáreo quedó entonces a merced de Santa María de Guadalupe. Para celebrar la victoria, se tocaron “los clarines y las chirimías”. El padrino del mantenedor tomó la cadena que se había extraído de la cárcel de la ciudad “y se le echó al cuello al príncipe Tartáreo”. Luego, a la vista de la plaza, “le subió al teatro donde estaba la imagen de Nuestra Señora y le ató a sus pies”. De inmediato, sacaron la divisa de Satanás de la tienda del mantenedor; “y viendo que decía la letra inimicitias ponam inter te et mulierem, quitamos aquel rétulo y le hicimos pedazos. Y se puso otro que decía ipsa conteret caput tuum” (Ocaña, 2013, pp. 580-581). Al final, Santa María de Guadalupe le pisaba, en dos representaciones visuales, la cabeza a Lucifer (Figura 7).
Santa María de Guadalupe le pisa la cabeza a la serpiente
El problema de la traducción y de la interpretación de Génesis 3:15 es tan complicado y de tan extensa data que hay profusos estudios dedicados solo al tema45. El versículo del Antiguo Testamento está compuesto de solo cuatro frases. Corresponden, como se ha señalado, a la segunda parte de la maldición de Dios a la serpiente: “y enemistad pondré entre ti y la muger, y entre tu simiente y su simiente, ella te herirá en la cabeça, y tú le herirás en el calcañar” (Biblia de Casiodoro de Reina, 1569). Para simplificar el asunto o, más bien, concentrarnos en lo que compete a este trabajo, dejaremos de lado otras materias relativas a varios de los constituyentes de las cuatro frases para enfocarnos en el pronombre “ella” del tercer segmento. ¿A quién se refiere?, ¿a la mujer o a la simiente de la mujer? ¿Tiene esta simiente un antecedente colectivo o se trata de una persona?
En el original hebreo se utiliza un pronombre (הוּא) que hace referencia a la descendencia de la mujer en sentido general, es decir, que sería toda la descendencia de la mujer, no un individuo concreto, que vencería a la serpiente. Sin embargo, en la traducción griega del Antiguo Testamento, llamada de los LXX, anterior al Nuevo Testamento y que siempre ha gozado de mucha autoridad en la Iglesia antigua, se usa un pronombre masculino (αυτός) que hay que interpretar en sentido individual: “él te aplastará la cabeza”. En este caso, es un individuo concreto dentro de la descendencia de la mujer la que aplastará la serpiente. Esto lleva a una interpretación predominantemente mesiánica y cristológica de este pasaje del Génesis en el contexto cristiano: haría referencia velada a Jesús que vence a Satanás. La implicación de María no está excluida, pero no es directa. Ni decir tiene que ésta es la lectura que se prefiere en el ámbito protestante. (Barrios Prieto, 2014, p. 145).
En efecto, desde la perspectiva protestante, como se expuso al principio, la segunda parte de la maldición de Dios a la serpiente se consideraba un protoevangelio, es decir, una promesa divina que aseguraba que, pese a la transgresión humana, vendría en el futuro un redentor a salvarnos de la muerte. Esta visión no está divorciada de los “exégetas católicos” que “han entendido siempre este lugar como la primera buena nueva de salud” (Ausejo, 1987, p. 1592). No obstante, a diferencia de estos, que subrayan el desempeño de María en el plan de salvación, la aproximación del luteranismo es solo cristológica y, en este sentido, este protoevangelio debe interpretarse, única y exclusivamente, como la revelación de Jehová de la venida del Mesías:
Hay esperanza de una procreación a través de la cual la cabeza de Satanás será aplastada, no solo para acabar su tiranía sino también para obtener vida eterna para nuestra naturaleza, que sucumbió a la muerte por el pecado. Pero aquí Moisés ya no está aludiendo a la serpiente natural; está hablando del diablo, cuya cabeza es muerte y pecado. Y así Cristo dice en Juan 8:44 que el diablo es un asesino y el padre de las mentiras. Por lo tanto, cuando su poder sea aplastado, esto es, cuando el pecado y la muerte hayan sido destruidos por Cristo, ¿qué evitará que nosotros, hijos de Dios, seamos salvados? (Lutero, 1958, p. 191).
Para Ocaña y sus colaboradores letrados, no existía duda de que el pronombre se refería a María. Basaban su interpretación no solo en su férrea creencia mariana, sino en la Vulgata: “Inimicitias ponam inter te et mulierem, Et semen tuum et semen illius: Ipsa conteret caput tuum, et tu insidiaberis calcaneo eius” (Biblia Sacra Vulgatae, 1995). Aquí, el vocablo en cuestión es “ipsa”, un pronombre femenino. La legitimidad de dicha traducción, para el momento de la fiesta potosina, era a toda prueba porque en la primera sesión del Concilio de Trento, entre 1545-1547, la Iglesia católica había declarado la Vulgata como el texto oficial de la Biblia (Dequeker, 2010, p. 127)46. Además, el abad cisterciense san Bernardo de Claraval (1090-1153), un influyente padre de la Iglesia, siglos antes había establecido la popular equivalencia de “la mujer” con María:
Registra las escrituras y hallarás las pruebas de lo que digo. Pero ¿quieres que: yo también traiga aquí testimonios sobre esto? Para hablar poco de lo mucho, ¿qué otra cosa te parece que predijo Dios, cuando dijo a la serpiente: Pondré enemistades entre ti y la mujer? Y si todavía dudas que hablase de María, oye lo que se sigue: Ella misma quebrantará tu cabeza. ¿Para quién se guardó esta victoria sino para María? Ella sin duda quebrantó su venenosa cabeza, venciendo y reduciendo a la nada todas las sugestiones del enemigo, así en los deleites del cuerpo como en la soberbia del corazón (Bernardo).
Existe evidencia confiable, aduce un investigador, clara, asegura otro, de que la traducción “ipsa” no le corresponde a san Jerónimo y de que el erudito “escribió, o más bien, dictó ipse”. Una prueba procedería de “la lectura de Otoboniano (de los siglos séptimo u octavo), uno de los tres principales testigos textuales” del trabajo jeronimiano. Otra verificación se halla en Quaestiones Hebraicae in Genesim, obra anterior a la traducción del Pentateuco, pues allí aparece la mención “ipse servabit”, con el comentario de que la frase “ipse conteret”, de Jerónimo, es superior. Al hilo de esta pista, una cita del papa Leo I (c. 400-461) exhibe “semen mulieris” o “simiente de la mujer”, como sujeto del verbo “conteret”. En consecuencia, por estos últimos indicios, se ha inferido tanto que el pontífice empleó la traducción de Jerónimo de Estridón como que el manuscrito del sabio exégeta no pudo contener el pronombre femenino “ipsa” (Pelikan, 1996, p. 91; Sutcliffe, 1969, pp. 98-99).
De todas maneras y por razones no ostensibles, la traducción que se impuso fue “ipsa”. Aun así, los “intérpretes tempranos del pronombre femenino se lo aplicaban a la Iglesia”, como la entidad “que aplastaba y continuaba aplastando la cabeza de Satanás” (Pelikan, 1978, p. 3:71 y p. 3:166; Pelikan, 1996, p. 91). Por ejemplo, Ambrosio Autperto, un monje del siglo VIII, adujo que “la expresión metafórica” articulada en el Paraíso a la serpiente (“Ella te aplastará en la cabeza”, etc.) no se refería “a aquella primera mujer, que ya había sido tragada por la boca de la serpiente, sino a la Iglesia, que por medio de Cristo” redimiría a la humanidad de “las asechanzas y tentaciones del antiguo enemigo”47 (Avtperti, 1975, p. 122). Esta postura no disolvió la equivalencia ipsa/mujer/Virgen, que gozaba de gran eco. El caso es que era “práctica normal identificar la Iglesia con María”, entre otras razones doctrinales, porque fue la primera en creer en el misterio de la encarnación (Graef, 1985, p. 122; Pelikan, 1996, p. 92; Thurian, 1963, pp. 159-166); así, con predominio, “la interpretación medieval”, y posterior, “del pronombre femenino en este pasaje fue mariológica” (Graef, 1985, p. 122; Pelikan, 1996, p. 92).
La atrevida y singular pintura Madonna dei Palafrenieri (1606), de Caravaggio, posterior en solo cinco años a la fiesta potosina de Santa María de Guadalupe (Figura 8), es susceptible de, al menos, dos interpretaciones. Un sentido, no descolocado de la doctrina papal, sería el de que intenta “negar la independencia del poder redentor” de la Virgen (Straughan, 1998, pp. 108-110). En efecto, si bien la bula Consueverunt Romani Pontifices, según se expuso al principio, había confirmado que la Virgen “aplastó la cabeza de la retorcida serpiente”, la Madona lo hizo “con su simiente”. El documento afirma que “el fruto bendito de su vientre, salvó al mundo condenado por la caída de nuestro primer padre” (Pio V). La otra interpretación, más temeraria para la época y la sede romana que le hizo el encargo, sería que Caravaggio despliega en el lienzo una especie de aproximación de las posturas católica y protestante: “María aplasta la serpiente con su pie, pero con la ayuda del piececito del Niño Jesús” (Barrios Prieto, 2014, p. 146).
Por el contrario, en los actos del 30 de septiembre de 1601, en la Villa Imperial de Potosí, no hay intento de conciliación. Fray Diego de Ocaña, enviado del Real Monasterio de Santa María de Guadalupe, organizó un festejo apoteósico de exaltación del papel de la Virgen en la salvación de la humanidad, ajustado al dogma de la Iglesia católica y a los intereses del convento que representaba. Como resultado, la Madona apareció como la Nueva Eva, cuyo pie aplasta la cabeza de Satanás. Ciertamente, en la divisa y en el cuadro en la tarima, llevaba al Niño en brazos, como la efigie de Cáceres, pero es María quien ejecuta la acción punitiva.
Aquella lección de Martín Lutero, expuesta en el ambiente oral y auditivo del salón de clase universitario (Maxfield, 2008, p. 1), se había refutado en Potosí a través de un deslumbrante espectáculo visual. El profesor impartió sus condenas al marianismo ante unos 400 estudiantes, que podían albergar las aulas de la Universidad de Wittenberg (Mumme, 2018, p. 44); Ocaña y su equipo lucieron el poder de María contra Lucifer frente a miles de habitantes de la Villa Imperial48. Sí, los alumnos alemanes habían comenzado a publicar los discursos luteranos desde 1544; pero el común de los potosinos no tenía acceso a los libros y menos a los prohibidos.
La precocidad del evento en Potosí se demuestra en que la representación de la figura de la Virgen pisando el áspid se convirtió en Europa y América en una constante en la iconografía mariana, como atestigua en Lima el cuadro la Inmaculada Concepción (1618), del italiano Angelino Medoro (1567-1631), encargado por “los agustinos en un momento decisivo para la religiosidad limeña”. El lienzo “testimonia el fervor concepcionista que se dejó sentir entre 1617 y 1619, durante las fiestas triunfales que la universidad”, celebró junto a otras órdenes religiosas (Wuffarden, 2014, p. 268).
La función del Príncipe Tartáreo se estimó “admirable de buena y muy costosa”. Los jueces la premiaron con “una fuente de plata grande y muy rica, que pesó veinte y cinco marcos de plata muy bien labrada, en precio de la inven ción”. El castigo y la humillación del horrible personaje traspasó la plaza y la tarde: “Estuvo atado a los pies de la imagen hasta la noche, que la llevamos en procesión a San Francisco, y él iba delante con su cadena al cuello”. Por supuesto, el malvado no entró en la iglesia; y ya en la puerta, se aprovechó el momento para dejar muy claro que las potencias infernales seguían al acecho: “tomó caballo y se fue con los demás demonios que le estaban esperando a la boca de una calle”. De allí que, para combatir al antagonista por excelencia, la invocación a María de Guadalupe debía estar en cada labio.
Para cerrar, me temo que debo unirme a la voz de fray Diego: “Dio tanto gusto esto, que no he podido contarlo tan bien como ello pareció” (Ocaña, 2013, p. 581).