La decisión más importante
Según lo declarado en la tercera página de Cuentos de hoy mismo (1983), una escena de lectura inaugura la literatura de Alan Pauls: Borges, el escritor que le enseña a leer, que le proporciona los rudimentos necesarios para profesar una vida de lector argentino -si por “argentino” entendemos menos el epítome de lo propio que una posición extemporánea y apátrida-, es ahora quien lo lee a él. Un encuentro entre maestro y discípulo en donde el primero, en calidad de jurado, selecciona “especialmente para su publicación” el cuento del segundo, una narración de treinta y tres páginas llamada “Amor de apariencia” (Pauls, Cuentos)1.
Es cierto, ahora bien, que ni el dictamen de uno ni la mirada retrospectiva del otro contribuyen a sostener, con la fiabilidad documental que querríamos, este episodio liminar: Borges, antes de inclinarse por el relato paulsiano para el primer premio, vota por “Iniciación al miedo”, de Ángel Bonomini; y Pauls, antes que describir su cuento como borgeano, lo define como “muy onettiano” (Erlan). Y, sin embargo, en lo que respecta al marco interpretativo de esta lectura, a las relaciones singulares que posibilita su imaginación razonada, un encuentro entrambos se divisa materializado en el interior del texto. “Amor de apariencia” posee, en efecto, una simiente borgeana y si hemos decidido comenzar la presente argumentación subrayándola es porque es justamente allí, en lo que tiene de borgeano este cuento, en donde podemos entrever el debut del problema central que estructura esta poética: el tiempo.
Es bien sabido que uno de los rasgos que caracterizan a los héroes borgeanos es la intelección a destiempo: de una u otra forma, siempre llegan tarde a la comprensión de los hechos que les tocan en suerte. El soñador de “Las ruinas circulares” no comprende sino hasta el final, cuando ya arde en el santuario del dios del Fuego, que “él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo” (Borges, “Las ruinas” 54). Erik Lönnrot ya está a merced de Scharlach cuando se percata de que todo ha sido una trampa para “atraerlo a las soledades de Triste-le-Roy” (“La muerte” 137). Juan Dahlmann tiene que caer convaleciente para descubrir que “morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido … la muerte que hubiera elegido” (“El sur” 173). Y Benjamin Otálora recién toma conciencia de que “lo han traicionado” cuando ya está en la mira del revólver de Ulpiano Suárez (“El muerto” 203). Se trata de un síndrome de morosidad intelectual del que adolecerán sin remedio el protagonista de “Amor de apariencia” y varios de los héroes que vendrán después.
En efecto, el papel de víctima del tiempo es, sin duda, uno de los papeles que con más regularidad aparece en las ficciones de Pauls: hay un aquí y ahora que resulta esquivo, que no se deja aprehender a tiempo, y ocasiona el infortunio de aquellos que intentan sintonizarlo. Una falta de puntualidad con respecto al propio presente cuya causa, empero, no debe localizarse únicamente en la ignorancia de los personajes -que la hay y mucha en el pornógrafo de El pudor, en Rímini de El pasado, en el escritor de Wasabi y en el niño de Historia del llanto-, sino, junto con ello, en la procrastinación que cultivan como hábito. Hay una elección consciente, dicho de otro modo, de retrasar el tiempo para que este no llegue a la hora convenida por lo actual. Una política de vida, deseosa de emular el tiempo sin tiempo de la literatura. De allí que la historia que narra “Amor de apariencia”, la historia de un robo hormiga, sea la primera de una larga serie gestionada por la siguiente fórmula: un delito o agresión se perpetra alrededor del héroe, y este, luego de enterarse tardíamente del hecho, reacciona como un lector de ficción. Esto es: en vez de defenderse, denunciar el agravio o pergeñar una venganza -respuestas reflejas o esperables de alguien inscripto en el verosimil realista-, sencillamente se deja hacer por estar demasiado ocupado tratando de descifrar los pormenores de lo ocurrido. “Hay un tipo que me roba. Me afana. Dos veces por semana; ahora día por medio. Y siempre lo mismo. Lo curioso es que dejo que las cosas sigan así. No le digo nada. Es más: durante el día no hago otra cosa que pensar en el momento de descubrir qué se ha llevado esta vez” (“Amor” 199).
Eludiendo la máxima del policial negro (“la supremacía de la acción”) y abrazando con -demasiada- fuerza la facultad esencial del policial clásico (“la omnipotencia del pensamiento”) (Piglia 60), el héroe paulsiano opta por renunciar a la experiencia, a su épica y a su eficacia, para entregarse de lleno al momento deductivo. Uno que, de tanto trajinarse, se vuelve inservible por intempestivo: Garber, el librero local víctima del robo, discurre, reúne pistas, conjetura móviles y descubre al único responsable, sí, pero cuando ya es demasiado tarde, cuando esa verdad hartamente discutida solo sirve para satisfacer la imaginación intelectual. La meditación dilatoria produce, de este modo, una temporalidad que resulta estéril para enfrentar las urgencias del presente, pero fructífera, en simultáneo, para la reflexión y la fabulación. Un tiempo, en rigor, que adscribe a las leyes no de la actualidad, sino a las de la ficción (Rancière). Esto explica por qué sus personajes, antes que adoptar alguna de las identidades tradicionales del género (investigadores privados, policías corruptos, delincuentes consagrados a la doble vida, etc.), formen parte de otro folclore, uno menos adrenalínico y más cerebral: la literatura. La idiosincrasia del discurso literario contamina, en efecto, todo el relato. “Amor de apariencia” es un cuento metaliterario en donde sus personajes, un librero obsesivo y un escritor sarcástico, hablan de literatura (“Amor” 220), tienen conciencia de ella (214), la leen y la escriben (230), explican el robo según su saber y su lógica (219), convierten los hechos reales en hechos ficcionales (230). Una serie de indicios que dejan claro que quien está detrás de todo esto es alguien léido, es decir, “alguien que ha leído mucho”, un bibliófilo, un enfermo de los libros (Pauls, Trance 55). ¿No es esto, acaso, lo primero que subraya Josefina Delgado al presentarlo en la antología? (“la madurez de su relato desmiente el valor que a menudo se confiere a los datos cronológicos”) (Delgado 8); ¿y no es esto, acaso, lo que luego se encargará de refrendar, salvando las modulaciones de cada caso, la crítica especializada?2.
La naturaleza metaliteraria del cuento exterioriza, en suma, el carácter ilustrado de su autor, “una insolente reivindicación de lo enciclopédico” -la expresión es de Julio Premat (20)- que manifiesta la temprana adhesión de Pauls al régimen temporal cuyo máximo exponente nacional no es otro que su maestro y jurado: Borges. “La concepción borgeana [del tiempo] -afirma Premat- le atribuye cierta superioridad a la lectura sobre la escritura”: es un tipo de relación temporal en donde “el escritor no se sitúa en la novedad (en lo que va a escribir) sino en la variación de lo leído (en lo ya escrito)” (25). Y sigue: “esta posición ante la historia (…) no es la del historiador ni se piensa desde la posterioridad, sino que es la del que despliega y convoca en un mismo instante a todos los pasados en su mesa de trabajo” (25). Así pues, sin perder de vista esta preferencia borgeana -la primacía de lo leído por sobre lo venidero de la escritura-, podemos afirmar que Pauls, al optar por que su primer cuento esté “frecuentado por cierta literatura” (Onetti, Cortázar, el policial de enigma), hace ostensible un deseo: que su narrativa se componga de la misma concepción temporal que cimenta muchas de las ficciones y ensayos de Borges (Pauls, “Amor” 220, 222). Puesto que así, privilegiando el paso en retirada antes que el salto hacia adelante, su narrativa alcanza la distancia necesaria para poder relacionarse fecundamente con su tiempo, sin quedar encandilado con las “luces” del presente (Agamben 18). En otras palabras: al inocular de clima literario “esta historia de robos y confabulaciones” (Pauls, “Amor” 222), lo que Pauls pone de manifiesto es su voluntad de que la creación que tiene entre manos porte el carácter disruptivo que pregona el tiempo borgeano; ese que hoy, casi cuarenta años después, luego de una actividad literaria más bien prolífica (ocho novelas, seis cuentos y seguimos contando), reconocemos como constitutiva de la narrativa de Pauls: el anacronismo (Rodríguez Montiel).
Definimos el concepto de anacronismo según su carácter “reactivo” (Didi-Huberman), “literario” (Rancière) y “contemporáneo” (Agamben; Barthes, Cómo vivir juntos). “Reactivo”, en primer término, por su doble propiedad de reacción y transformación: de raigambre benjaminiana, el anacronismo se constituye en la consideración de Didi-Huberman tanto como una práctica de resistencia al régimen positivista de la modernidad como una fuerza de mutación epistemológica capaz de posibilitar un nuevo modelo y uso del tiempo en el campo de las artes y la literatura. “Literario”, en segundo término, por definir, antes que los deberes del historiador, los derechos y el estatuto de la ficción. En “Le concept d’anachronisme et la vérité de l’historien”, Rancière define al anacronismo como un procedimiento -una tekhnè- que participa activamente del proceso creativo. “Contemporáneo”, en último término, por la paradojal experiencia intempestiva que instaura con el presente: la noción se alza aquí como una vivencia desfasada, inactual, en el centro del tiempo histórico que permite, por un lado, forjar una relación esencial, “verdadera”, entre el hombre y su tiempo (Agamben 18); y por otro, poner en escena “una fantasía de concomitancia”, esto es, la convivencia sobre una misma superficie (la escritura) de dos o más temporalidades -literarias, teóricas- separadas cronológicamente (Barthes, Cómo vivir48).
Elegir el anacronismo entre los demás regímenes temporales disponibles será la primera decisión de Pauls como escritor, la primera y la más importante: frente a nociones como “progreso”, “epigonismo”, “historia literaria”, “cortoplacismo”, “tiempo lineal”, “actualidad”, “novedad” y “espíritu de su tiempo” -términos todos que comulgan con la concepción moderna del tiempo (Kosseleck 306)-, Pauls contrapondrá su creencia en el anacronismo, en la desnacionalización de estilos que propone, en las insospechadas relaciones que estimula, en el reúso de materiales pretéritos que posibilita. Una decisión, empero, que no logra comprenderse del todo si se la traduce únicamente como desmarque del tiempo moderno. En un contexto en donde dicho régimen temporal, desde 1980 hacia acá, se encuentra en crisis, otras inflexiones temporales además de la anacrónica participan de este distanciamiento en el complejo escenario de la contemporaneidad estética nacional. La determinación de estas narrativas por el anacronismo -entendida aquí como una elección por la diseminación cronológica, la reutilización de materiales en desuso, la mediatez histórica- se sitúa, en otras palabras, dentro de una coyuntura narrativa local compuesta por diferentes versiones del presente: una preocupada por la conservación, restitución y celebración del pasado (Huyssen), otra supeditada a las coordenadas de lo inmediato (Hartog), y otra que imagina en clave posapocalíptica un presente después de la catástrofe (Berger)3. Pretéritos presentes, presentes presentistas, presentes después del final: tal es el contexto estético-temporal con el cual la modulación anacrónica adoptada por Pauls antagoniza; y tal es, precisamente, en el seno de este mapa crítico que materializa un uso afirmativo del anacronismo, donde podemos discriminar tres zonas generales para explorar y analizar la literatura de Pauls: anacronismo de la Tradición, anacronismo de la Ficción y anacronismo de la Historia.
Tres dimensiones que dan testimonio, en concreto, de cuán productivo resulta si a esta categoría, en vez de considerarla un pecado historiográfico (concepción positivista), se la define según las teorizaciones de Didi-Huberman, Rancière, Agamben y Barthes, esto es: conforme a su potencia reactiva (lo anacrónico como un modo de entorpecer la marcha continuista de la tradición), su potencia literaria (el anacronismo como un modo formal -una tekhnè- de alterar la disposición cronológica de lo narrado), y su potencia contemporánea (lo anacrónico como una posición estética desde la cual intervenir en el presente). Se trata de una tipología que nos permite organizar la novelística de Pauls en tres series específicas: la serie extranjerizante (El pudor del pornógrafo, 1984; El coloquio, 1990), la serie atópica (Wasabi, 1994; El pasado, 2003; “Noche de Opwijk”, 2013), y la serie política (Historia del llanto, 2007; Historia del pelo, 2010; Historia del dinero, 2013).
Circunscribiéndose, por cuestiones de extensión, a una única novela, El pasado, este trabajo se ocupa de interrogantes vinculados a la segunda serie: se propone explorar y analizar no cómo la narrativa paulsiana irrumpe en la tradición nacional según un estilo -un acento- desembarazado de la inmediatez y la uniformidad que proyecta la idea de “escritor argentino” (Anacronismo de la Tradición), tampoco cómo se acerca al pasado reciente sin exhumar, denunciar y celebrar la memoria histórica (Anacronismo de la Historia); sino, subrayemos, cómo compone, gracias a una figura propia del régimen temporal del anacronismo (la epifanía), un universo narrativo exento de los preceptos de la cronología (Anacronismo de la Ficción). Por lo tanto, con el objeto de dar cuenta el grado de pretensión que, en términos de política literaria, impulsa la escritura de esta novela, nos centramos en tres niveles de comprensión y análisis: su impacto, su extensión y la singular temporalidad que se fragua al interior. Nuestra hipótesis sostiene que a) la demanda editorial de Anagrama respecto del tamaño se internaliza en el proceso creativo; b) la frase paulsiana, para la crítica, se asume en simultáneo como el valor y el disvalor de su literatura; y c) el tiempo diegético de la historia se trastorna mediante una forma propia del régimen temporal del anacronismo: la epifanía.
1. El impacto
Antes de adentrarnos estrictamente en el análisis de lo narrado, atendamos algunas cuestiones de importancia, referentes a su contexto de producción, estilo y tamaño. Todo en El pasado (2003), la cuarta novela de la narrativa de Pauls, parece estar hecho a lo grande. Grande es el alcance obtenido, digamos, en términos de recepción crítica, internacionalización de su obra, visibilización de su figura, ampliación del público lector, relanzamiento de sus textos anteriores. Ganadora del XXI Premio Herralde de Novela, premio que dota a su galardonado de dieciocho mil euros, El pasado es, para su editor Jorge Herralde, “su «do de pecho» indiscutible” (2006, p. 190). Quiere decir: la obra a través de la cual Pauls pega el salto necesario para consagrarse no tanto como escritor argentino -país donde ya cuenta, aclara, “con un sólido prestigio” por ser “admirado por lectores tan exigentes” como Ricardo Piglia-, tampoco como escritor latinoamericano -región donde ya es encomiado por su par chileno Roberto Bolaño-, sino como un escritor cautivante para el lector español (pp. 190-192)4. Reeditada casi inmediatamente tanto en España como en Argentina, valorada como “una de las mejores novelas del año por numerosos suplementos culturales”5, hacedora rápidamente de tres contratos editoriales para ser traducida al extranjero (Christian Bourgois, de Francia; Harvill, de Reino Unido; Meulenhoff, de Holanda) y, por último, impulsora de la republicación de dos títulos anteriores (Wasabi y El factor Borges), con El pasado empieza, dictamina Herralde, “la fiebre Pauls” en Europa (p. 191)6. Fiebre que debe entenderse en los términos que Alejandra Laera precisa al analizar el nuevo rol de los premios literarios a partir de la década de los 90. En tanto premio literario, el Herralde es, primero que todo, un “ejercicio de evaluación” que, a raíz del dictamen de un jurado (léase aquí uno compuesto por escritores de renombre: Salvador Clotas, Juan Cueto, Esther Tusquets, Enrique Vila-Matas), “revaloriza de manera simbólica el objeto elegido y mide ese valor otorgado en la recompensa económica que lo acompaña” (Laera, 2014, pp. 252-253). Un valor simbólico adquirido mediante dinero que, aclara Laera, no solo opera en términos de prestigio, sino que contribuye a potenciar la circulación del libro premiado -y, con ello, la figura y obra entera del escritor- en el mercado de bienes culturales. Hasta aquí el Herralde no se diferenciaría de otros premios literarios fomentados desde décadas anteriores, como el Cervantes, el Rómulo Gallegos o el Juan Rulfo. Pues, bien mirado, estamos subrayando la ambigüedad simbólico-material que atraviesa inherentemente a todo premio literario desde el Nobel en 1901; esta es: la estrecha correspondencia entre reputación o legitimidad ganada y “el alto monto de dinero que le corresponde a quien lo obtiene” (una bivalencia, observa Laera, que no siempre ha sido leída como tal, puesto que, al haber funcionado hasta bien entrado el siglo XX como “instrumento moderno de evaluación”, la discusión en torno al premio literario se ha centrado casi exclusivamente en la cuestión del valor literario) (p. 255). Ahora bien, sucede que, con la transnacionalización de los mercados editoriales en los años 90 (y el Herralde es, remarquemos, un premio otorgado por una empresa editorial de alcance transnacional: Anagrama), dos lógicas se modifican: la del mercado y la de los premios mismos. El mercado, en primer lugar, se espectaculariza: de ahí que Pauls haya logrado, en tren de promocionar sus libros, un máximo grado de visibilidad a partir de 2003, concediendo entrevistas, presentándose regularmente a programas de TV, a Ferias Internacionales del Libro (Miami, en 2011; Buenos Aires, en 2013; Turín, en 2019), incluso llegando a ser tapa de algunas revistas como Los Inrockuptibles (marzo de 2010), G7 (agosto de 2011) y La Nación (febrero de 2017). Los premios literarios, en segundo lugar, comienzan a galardonar no ya trayectorias u obras publicadas, sino textos inéditos, por escribirse o escritos especialmente para el certamen. De allí que Laera señale un riesgo: la posibilidad de que estos premios modelen los procesos de escritura. “¿En qué medida -se pregunta- esos premios no comprometen al individuo que escribe, a su cuerpo y a su escritura? ¿Podría decirse que se escriben novelas para los premios literarios? O, todavía más: ¿podría decirse que, aún sin saberlo, las demandas del mercado están internalizadas en el novelista, en la mano que escribe?” (Laera, 2010, p. 43). Wasabi es el resultado de una beca de escritura (la del MEET); ahora, el premio Herralde, su “doble lógica del obsequio y el intercambio”, ¿tiene injerencia en la escritura de El pasado? (Laera, 2014, p. 252)7. Difícil saberlo. En todo caso, lo que sí sabemos es que el editor Jorge Herralde (quien ya conoce a Pauls desde 1988, cuando se lo presenta Juan Forn en Buenos Aires, encuentro del que nace la antología Buenos Aires, donde Pauls publica, en 1992, su cuento “El caso Berciani”) tiene conocimiento de la escritura de la novela. Y no solo eso: tiene acceso a un primer borrador, cuando la novela aún no está terminada. Así lo cuenta el propio Herralde en la rueda de prensa destinada a presentar oficialmente el libro:
El Congreso Internacional de Editores que se celebra cada cuatro años, en 2000 tuvo lugar en Buenos Aires. En aquel tiempo había convenido con Marisa Avigliano, excelente jefa de prensa de nuestra distribuidora argentina, Riverside, que también fue periodista y era buena conocedora del ambiente literario, que me hiciera de ojeadora de talentos para nuestro catálogo. Entre otros textos, me pasó los primeros cinco capítulos de El pasado, que aún no se llamaba así; me parecieron extraordinarios y así empezó la conexión Alan & Anagrama. En la Feria del año siguiente, en abril de 2001, en Buenos Aires, me cité con Alan Pauls en el bar del Hotel Alvear y seguimos hablando de su work in progress. Y a finales de noviembre de 2002 aterrizó en Anagrama la primera versión de la novela, que me pareció deslumbrante, aunque Alan no la dio por definitiva. Después de ciertos retoques menores y del título, que pasó de llamarse Ex a El pasado, recibimos la versión definitiva con la que concursó al premio, que ganó por unanimidad. Elaboración lenta, resultado final, un novelón de 560 páginas, al contrario que sus breves novelas anteriores. (Herralde, 2006, p. 192).
No es menor lo confesado por Herralde. No lo es porque, si no podemos afirmar a ciencia cierta que El pasado haya sido escrito, sin más, para ser presentado al Herralde, gracias a este relato podemos al menos constatar la participación del editor de Anagrama en el proceso creativo. Una intromisión que, si tenemos en cuenta la longitud de las novelas premiadas desde que empieza hasta que se termina de escribir El pasado (1998-2003), podemos traducirla en una demanda editorial específica: el tamaño. Todos los textos galardonados en el arco temporal mencionado superan las trecientas páginas, número excepcional, hasta entonces jamás alcanzado, por las novelas anteriores de Pauls8. Como si este -haciendo nuestro uno de los interrogantes de Laera-, luego de tener aquella reunión con Herralde en abril de 2001, internalizara la inclinación de Anagrama por el objeto “novela larga” y, acto seguido, la pusiera en marcha -en el sentido más experimental- en el borrador que luego se convertiría en El pasado. Si no, ¿cómo explicar que Pauls, un escritor más bien habituado a la extensión y al tiempo de la nouvelle, que ha declarado en varias ocasiones que la longitud de El pasado nunca formó parte de ningún proyecto inicial (“es algo con lo que me encontré escribiendo”), se lance a una empresa de larga duración? (Pauls en Guebel, 2018). De tomar fuerza esta conjetura, podríamos arribar a la siguiente comprobación (una que se afianza con el antecedente de Wasabi): sin contrato (sin la promesa u horizonte de este), no hay experimentación en la narrativa paulsiana. El volumen de El pasado nacería, en tal sentido, no de una vocación o voluntad original, sino de un criterio valorativo externo9.
2. La extensión
Lo que nos lleva a la segunda cuestión en la que, a nuestro criterio, El pasado parece estar hecha a lo grande: su extensión. Un término que debe entenderse en sentido triple: es extenso, como vimos, su proceso de producción (entre cinco y seis años), es extenso su volumen (560 páginas), y es extensa, por último, su forma (es decir, su frase). Lo fundamental que habría que señalar con respecto a lo primero -un tópico que críticamente podríamos denominar como el problema de la novela total-, es la discriminación valorativa que Pauls hace entre proceso y resultado, entre experiencia de largo aliento y el objeto acabado. En 2018, al ser interrogado por Daniel Guebel si El pasado es o no, a su entender, una “novela total” (léase una obra “colosal”, “ambiciosa”, al punto de querer “atrapar el mundo” en una novela), Pauls se cuida mucho de emparentar su deseo novelesco -el anhelo, de corte alto-modernista, de entrar en trance con el lenguaje- con la búsqueda de totalidad que él reconoce, precisa, en la tradición de la gran novela latinoamericana del Boom (tradición que reúne todos los requisitos de lo que este escritor concibe como literatura mala, profesional, didactista) (Pauls en Guebel, 2018)10. Y, asimismo, en 2005, trece años antes de la anterior entrevista, Pauls, al ser consultado también por Guebel por el proceso de escritura de El pasado, inmediatamente se declara seducido por la experiencia de escribir una novela larga. Y explica por qué: porque le interesaba replicar “el concepto ambiental de la literatura” que él pudo identificar y experimentar leyendo En busca del tiempo perdido, texto que había devorado, tomo por tomo, tiempo atrás (Pauls en Montes-Bradley, 2005). Es ahí, sostiene, “en el escándalo existencial” que supone escribir linealmente una novela desde que se tiene 40 años hasta que se llega a los 45 años, donde él reconoce la impronta proustiana de El pasado: en esa “tenacidad”, “perseverancia”, “confianza en lo mismo”, en ese estado donde “el estar escribiendo” se vuelve más atractivo incluso que el objeto, ahora “prescindible” (Pauls en Montes-Bradley, 2005). Inclusive, añade, en este punto se identificaba “más kafkiano que proustiano”, por verse a sí mismo como “el tipo sentado en su silla durante cinco años, como un artista del hambre, encadenado en su mesa escribiendo una novela” (Pauls en Montes-Bradley, 2005). Y sigue:
En un momento, incluso, yo tuve una impresión -que para mí fue increíble, una de las mejores cosas que me deparó la novela-, de que la novela era infinita. Me di cuenta que el momento de terminar la novela iba ser un momento muy complicado para mí. Entonces, me dije, bueno: por ahí no hay que terminarla. Por ahí, se me ocurrió pensar, qué pasaría si yo cobraba entrada para que me vieran escribir la novela que nunca iba a terminar ¡Porque no la iba a terminar! El momento en que la terminase iba ser el momento en que yo cayera colapsado, después de 25 años escribiéndola. (Pauls, en Montes-Bradley, 2005).
Es interesante subrayar lo que aquí entendemos como una estrategia discursiva para justificar el tamaño de El pasado y, con ello, disipar toda sospecha de injerencia editorial en el proceso creativo. La extensión de dicha novela nacería, en boca de su autor, como resultado de una pretensión; una que, en el fondo, trata de poner discursivamente en valor un modo de hacer literatura (el de la novela moderna, ese arte sacrificial, “de toda una vida”, que César Aira describiría muy bien al hablar de Proust, Flaubert, Joyce), en desmedro de otro savoir faire, el del novelista profesional, ese que, vinculado -por seguir empleando las palabras de Aira- “al pasatismo, la ideología, el entretenimiento, la commercial fiction”, Pauls localiza en los autores del Boom (Aira, 1998, p. 166). Pero también, desprendido de esto, se trata de experimentar compositivamente con lo viejo, de traer al presente una política literaria pretérita y dejarla actuar en el corazón del siglo XXI, sobre una forma novelesca ajena a las leyes que supieron animarla originariamente. Una apuesta literaria por el anacronismo que no busca, aclaremos, componer “viejas novelas en escenarios actualizados” (Aira, 1998, p. 66); consiste, en cambio, en hacer del encuentro extemporáneo entre lo viejo y lo nuevo un escenario fértil para la experimentación. En Pauls no hay melancolía, sino usufructo temporal. Nora Avaro llamará a este movimiento anacronismo atrevido:
Es de considerar la longitud de El pasado. En la literatura argentina de las últimas décadas casi no conozco libros necesariamente largos e indiscutiblemente grandes, El traductor de Salvador Benesdra es uno, La grande de Saer es otro. Hay una tendencia a la brevedad narrativa muy evidente y el modelo supremo de esa brevedad son las “novelitas” de César Aira … El pasado es una novela larga en esa dirección bien decimonónica, que es la de Benesdra y que es la de Saer, y que avanza hacia las grandes novelas del siglo XX … Entonces, incluso en la exaltación experimental, cierto anacronismo bastante atrevido le es propicio, no sólo por recibir con buen talante, y aun a riesgo de ser aplastado, la ascendencia enorme de la novela realista romántica sino también por optar, frente al fragmentarismo, la incorrección, y la parquedad circundante, por la continuidad novelesca. (Avaro, 2008, p. 77).
Partiendo de estas consideraciones de Avaro, señalemos lo significativo que resulta que Pauls, en su afán por desmarcarse de la tendencia ambiciosa y agotadora de la novela del Boom, le quite interés -y valor- a la extensión de su novela. Puesto que será justamente este rasgo, el de su apreciable envergadura, aquel que congregue a sus más fervientes detractores. Ignacio Echevarría, columnista de El país (España), la tildará de “excesiva” e “hipertrofiada”; Andrés Rivera, reclamándole más empatía con la crisis económica del país, proclamará: “¿Cómo se puede escribir un libro de 500 páginas en un momento como éste, en que el lector no tiene para comer?”; Patricio Zunini, fastidiado por una digresión en el capítulo cuatro de la tercera parte, cuestionará: “¿era necesario que se extendiera tanto? Uno, dos, cinco, diez páginas. Pero, ¿cincuenta y cinco?”; y Rodolfo Fogwill, de quien Pauls extraerá varios rasgos de su persona para edificar el personaje de Rímini, liquidará: “El pasado es mala. Es un despropósito llenar 600/500 páginas con nada. Él no vino a mi taller literario, yo le hubiera enseñado” (Echevarría, 2003; Rivera, 2005, p. 23; Zunini en Gaspar, 2014; Fogwill en Quiroga, 2009). Con todo, como bien señala Martín Gaspar, la cantidad de páginas no puede ser la única razón que explique, y justifique, estas exacerbaciones. Debe de haber algo más que el mero acopio de palabras -la experiencia inacabable de lectura que promueve- para que esta clase de antipatías se desencadenen. Pues, alega, el género novela larga no es extraño en la tradición novelística latinoamericana. Además de las ya apuntadas novelas del Boom, y de las novelas históricas de los 70 y 80, otras más recientes, incluso contemporáneas a la de Pauls, reúnen las proporciones necesarias para constituirse, según este parámetro, como objeto de encono. Novelas críticamente celebradas, donde la extensión, antes que erigirse como el foco del incordio, parece tornarse un rasgo más según el cual legitimar dicha producción11. En tal sentido, reflexiona, “la discusión por lo cuantitativo” es, en realidad, una discusión solapada por lo valorativo de la escritura paulsiana. Dicho de otro modo: lo que molesta es la frase, esa pulsión por escribir estéticamente bien acumulando sinónimos, multiplicando adjetivos, despistando al lector de la senda limpia del argumento con digresiones, comparaciones, historias paralelas, licencias imaginativas. Incluso al propio Martín Gaspar, al intentar enarbolar una explicación del estilo paulsiano como ejercicio de traducción, parece disgustarle tanta “facundia narrativa” (2014, p. 84). Comprendiéndola como una búsqueda de agotar, en todos los niveles de sentido posibles, lo que se quiere decir (“¿por qué esa obsesión narrativa por el detalle?”), la frase paulsiana es para Gaspar una modalidad narrativa “paradójica”: “la minuciosidad causa, más que precisión, confusión, como si la red que van tejiendo los términos no hiciera más que destacar que lo que se quiere decir no ha sido capturado” (2014, p. 84).
Ahora bien, junto a este sector airado, convive otro, menos temperamental y más perspicaz que el primero, que convierte las acusaciones antes apuntadas -Nora Avaro las sintetiza muy bien: “fraseología, preciosismo, abusos adjetivos, ambigüedad simbolista, devoción sintáctica, raptos culteranos, manía estilista, y hasta de torres de marfil” (2008, p. 75)- en el verdadero valor de la literatura de Pauls. Beatriz Sarlo, en primer término, sostiene que la extensión de El pasado es necesaria, ante todo, porque se trata de un folletín sentimental, y como tal “necesita extensión”: las tres relaciones amorosas que se desprenden de la principal son narradas de “modo microscópico”, como si se trataran siempre de un episodio principal y no de uno accesorio (2007, p. 445). Esto ocurre, aduce Sarlo, porque la perspectiva compositiva que se adopta en El pasado es la del “hiperrealismo”, esto es, una que entiende que todo es relevante y nada intrascendente: “[En El pasado] no hay ni planos lejanos y planos cercanos, ni esbozos ni desarrollos: todo está contado con el efecto de la miniatura” (2007, p. 446). La extensión de El pasado, concluye Sarlo, “es su presupuesto: la novela ‘no salió’ larga, como resultado de una impericia, sino que, para ser lo que es [“una summa de la literatura argentina de los últimos cincuenta años”], necesitó ser larga” (2007, p. 448). Para Daniel Link, por su parte, la frase es “la unidad de investigación y de escritura” de esta literatura (2006). Llevándola “a niveles desconocidos de elegancia, musicalidad y proliferación narrativa”, al punto de hacerla cuajar con “unidades mayores de escritura (el párrafo, la página)”, Pauls, afirma Link, “siempre fue uno de esos escritores a los que envidiamos antes que nada por sus frases: si se tratara de un poeta, la equivalencia sería el verso” (2006). Nora Avaro, por último, en un ensayo al que ya hemos venido refiriendo y que sin duda se asume como un imprescindible en esta materia, sostiene que Pauls, “como si fuera en principios del siglo XXI, un dandy de principios del XX, y como si atrasara un siglo pero, a la vez, resultara capaz de sostener con inusitada elegancia un anacronismo tal, es un escritor de frases, un gran escritor de frases” (2008, p. 75). Para graficar mejor esta idea, Avaro se vale de un comentario de Aira, de la diferencia entre narrador y estilista que este hilvana a propósito de algo que le escucha decir a Pauls en una entrevista. Dice Aira: “[Escuché decir a Pauls que] nunca ve las escenas de lo que escribe, que trabaja solamente con el sonido de las palabras … No sé si lo dirá por provocación, pero si es cierto, resulta mi contracara, porque yo veo todo, y todo mi esfuerzo de trabajo artesanal es para que se vea lo que yo vi” (Aira en Avaro, 2008, pp. 81-82). Al contrario de un narrador, que dispone el artesanado de su sintaxis al servicio de la invención (“el narrador ve todo lo que inventa e inventa todo lo que ve, su obsesión radica en preservar en sus detalles la iconografía de su inventiva”), el estilista, distingue Avaro, trabaja solo con el sonido de las palabras como un poeta, como uno modernista, dandy y anacrónico como lo es Pauls (p. 82).
Dicho esto, preguntemos: ¿en qué radica o de qué modo se compone, concretamente, esta forma novelesca? La frase paulsiana es una complejidad sintáctica que se despliega en una extensión espiralada y condensa, bajo un procedimiento por incruste, una multiplicidad de imágenes, enumeraciones, comparaciones y minirrelatos, todos subordinados al enunciado original. Es una forma concéntrica que inicia -supongamos- en A y termina en C, pero que entre medio se implanta B, un B que comienza a ramificarse en B1, B2, B3 y así sucesivamente hasta que todos los niveles argumentativos hayan sido exprimidos y puedan volver -después de “hacer tiempo” (Avaro, 2008, p. 77) - a C. Veamos, como ejemplo, un fragmento del inicio de El pasado:
(A) Diez minutos más tarde, en el colmo del malhumor ([B] Rímini pidió prestada una birome en el kiosco, [B1] el kiosquero sólo aceptó vendérsela, [B2] Rímini -[B3] cuyo vestuario de emergencia no incluía billetera- prometió pagársela después y reclamó la carta, [B4] el cartero-faquir la retuvo a modo de rehén, comprometiéndolo, para obtenerla, a comprarle una rifa de Navidad, [B5] Rímini alegó que no tenía dinero encima, [B6] el cartero -[B7] guiñando un ojo cómplice hacia el kiosco- sugirió que usara el crédito con el que acababa de comprar la birome), (C) Rímini se dejó caer en un sillón contempló la carta por primera vez. (2003, p. 15).
Esta condición parentética, que hace que la frase crezca por el medio -por inserción de cláusulas subordinadas-, se construye sobre la base de una convivencia extemporánea: la de Juan José Saer y Marcel Proust, una sonoridad pensativa de la que tanto Link como Avaro se hacen eco para encomiar este estilo12. Hay en esta forma, ciertamente, una voluntad de embellecer o estetizar la prosa: nada en ella queda al arbitrio del azar, del impulso o de la improvisación, sino que todo lo que recae sobre su gobierno se somete a evaluación, a la praxis del borramiento y la reescritura. Un ejemplo de esto es el modo escrupuloso -borgeano- con el que se acoplan ciertos sustantivos y adjetivos foráneos entre sí: “gotas obedientes” (2003, p. 13); “celeste anémico” (p. 15); “gemas domésticas” (p. 22); “montañas encapuchadas” (p. 30). Otro ejemplo es el uso sostenido de la metáfora como recurso para potenciar la imagen de lo narrado: “El puño de Víctor se abrió: una flor delicada, carnívora, de pétalos largos y uñas esmaltadas” (p. 19). Otro es la abundante utilización de la comparación -“un tropo muy privilegiado en el fraseo de Pauls” (Avaro, 2008, p.78)- como forma digresiva, complementaria, de lo que se narra13.
Asimismo, sobre esta naturaleza formal, además de los elementos estilísticos recién nombrados, se cuelan no pocas referencias librescas y cinematográficas explícitas. De narrativa se mencionan, entre otros títulos, Ada o el ardor, de Nabokov (2003, p. 76), Las once mil vergas, de Apollinaire (p. 105), “Ante la ley” y “Las preocupaciones de un padre de familia”, de Kafka (p. 236; p. 391). En cuanto al cine moderno, su presencia es mucho más fuerte: funcionando del mismo modo que Hollywood para Puig, como “una gigantesca usina de ficciones” -la expresión es del propio Pauls (1986, p. 30)-, en El pasado aparecen citadas L'Histoire d'Adèle H. (Truffaut, 1975), Love Streams (Cassavetes, 1984), Rocco e i suoi fratelli (Visconti, 1960), Naked Lunch (Cronenberg, 1991) y Le locataire (Polanski, 1976), entre otros. Una condición enciclopédica, ahora bien, que, lejos de proclamarse como resultado de un gesto inmotivado de erudición, halla su razón de ser en el conglomerado de saber que constituye. Uno que sirve no para ornamentar lo narrado, sino para sustentar, en tanto capital de sapiencia, la totalidad novelesca de El pasado. Las muchas ideas que se diseminan allí no son sembradas sin más, sino que son trabajadas -explicadas- a través de un fuerte cruce entre ensayo y ficción. Y es en este interín diegético entre narración y explicación donde se cuelan los intertextos, a modo de recurso pedagógico, para iluminar aquello de lo que se habla. Y es, también, en esta demora que sufre la narración en pos de la reflexión y el ensayo, donde el argumento gana en volumen: de lo que se trata, en suma, es de dilatar la senda limpia de lo que se cuenta (con digresiones, paréntesis y contramarchas), en provecho de una prórroga que posibilite la cavilación, la “investigación” del problema particular que se ensaya (Link, 2006).
3. La historia
Lo que nos lleva a la tercera y última cuestión en la que El pasado, a nuestro entender, parece estar hecha a lo grande: su historia. O, valdría mejor decir: la concepción de un tiempo y un amor inconmensurable que trama su argumento. En palabras de Julio Ariza: “en la novela de Pauls no hay terminación, no hay límite ni fin, todo es pasado [y, agregamos aquí: todo es amor]” (2018, p. 63). Si su proyecto narrativo, por no querer estar nunca escindido de la reflexión crítica, se centra en al menos una problemática teórica por novela (léase el nexo entre “cuerpo, amor y lenguaje”, en El pudor del pornógrafo, la relación entre “lengua, literatura y verdad”, en El coloquio, la correspondencia entre “deuda y creación literaria”, en Wasabi, la tensión “literatura-política”, en el tríptico de las Historias), en El pasado, la íntima solidaridad entre “amor y tiempo” que cimenta la historia de Rímini y Sofía se constituye como la dimensión conceptual que hace girar toda la novela. Dicho de otro modo: en cada uno de estos personajes, se hace carne lo que El pasado entiende por amor (Sofía y la idea del amor como una religión) y por tiempo (Rímini y la experiencia epifánica del presente). En cada una de estas nociones, habita, en tanto sonoridad pensativa, un texto tutor: En busca del tiempo perdido, de Proust, y Fragmentos de un discurso amoroso (1977), de Barthes, respectivamente. La presencia de Proust y de Barthes en El pasado resulta, en efecto, fundamental, no solo, como acabamos de observar, en lo concerniente a ciertas decisiones formales que toma la novela (la frase), sino, sobre todo, en materia de lo narrado: en el modo en que se problematiza y tematiza el topos amoroso, la condición epifánica del tiempo y la configuración de sus personajes alrededor de los modelos de En busca del tiempo perdido. Analizar dichas correspondencias es el propósito del siguiente apartado.
a. Barthes, Sofía y el amor
Escritos deliberadamente por fuera del tiempo -el aire epocal- que les tocó en suerte, tanto El pasado como los Fragmentos serían acusados de ahistoricismo. Lo que para uno y otro supondría un principio compositivo (lo inactual como el único lugar enunciativo desde cual poder decir); para cierto sector de la crítica -interesado, en el caso de Barthes, en las modas teóricas, y ocupado, en el caso de Pauls, en explorar la solidaridad de la literatura para con la Historia-, entrañaría un disvalor. Publicado en 1977, el libro de Barthes es un libro solitario, demodé: “cuando la época llama a liberar y hacer proliferar las sexualidades”, “cuando la época sólo tiene oídos para las voces de lo simbólico”, Barthes se pone a hablar del amor (Pauls, 2018, p. 16). Revisitando una biblioteca extemporánea, decididamente ajena a las lecturas en boga (Dante, Goethe, Platón, el Zen, Nietzsche, Diderot, Víctor Hugo, etc.), Barthes recupera un pasado lejano para situar el problema de lo sentimental en el centro de su reflexión teórica. Inversamente proporcional a la acogida que le daría el público masivo (Fragmentos es el gran best-seller de Barthes), “la inteligentsia -narra Éric Marty, uno de sus discípulos- no le dio cabida, ni lo leyó, ni lo comentó, de modo que su léxico y sus fórmulas no se incorporaron a la vulgata intelectual de la época” (2007, p. 172). Publicado en la poscrisis del 2001, pero también en el auge de una coyuntura política que hizo del memorialismo una política discursiva de Estado, la novela de Pauls se vuelve el foco de indignación de un grupo de lectores que ven en su indiferencia historicista una tomadura de pelo. Andrés Rivera, el escritor, dice: “Alan Pauls no está obligado a hablar, a escribir de la violencia ni de este momento, pero 500 páginas para contarme historias de amor, para reflexionar sobre el amor … No sé, es como un toque de campana, como una advertencia: algo nos está pasando. Me pregunto a qué le estamos escapando” (Rivera en Ariza, 2018, p. 73). Elsa Drucaroff, por su parte, se ocupa de enumerar las incongruencias ideológicas de Pauls. Si al interior se proclama como una literatura obsesionada por la autorreferencialidad y la autonomía, que “habla de cualquier cosa lejana e ingeniosa con tal de eludir conflictos”; al exterior, alega, el pensamiento paulsiano “se manifiesta implícitamente partidario del historicismo social”, “«corre por izquierda» a los más jóvenes”, “apela a la revuelta y a su supuesto pasado setentista para excluirlos del juego” (2011, pp. 71-72)14. De este modo, sentencia, Pauls busca adaptarse “al nuevo clima que impera después de diciembre de 2001, uno mucho más volcado a la acción política” (Drucaroff, 2011, p. 72).
Con todo, si bien es cierto que, mediante un esmerado close-reading, se pueden localizar ciertos guiños subrepticios hacia la década de los 7015, bien mirada, en El pasado -al igual que en Fragmentos- no hay afuera del amor. Así lo entienden Nora Avaro y Beatriz Sarlo, para quienes la omisión política no es una falencia, sino el resultado de un programa estético (Avaro, 2008, p. 79; Sarlo, 2007, p. 447). Si, tal y como sostuvimos en la Introducción, de lo que se trata en Pauls -gracias a las enseñanzas de Barthes- es de la invención de una temporalidad propia, una contemporaneidad ajena a los preceptos de lo histórico y lo público (sus alegorías, sus representaciones, “su obligación de recordar”, en palabras de Pauls)16; la extensión de El pasado, así lo creemos, no es otra cosa que la ejecución, al extremo, de esto: sus 560 páginas buscan fundar un territorio independiente, anacrónico, exento de las demandas memorialistas. No porque se intente ejercitar frívolamente un negacionismo o porque se abrace trivialmente la idea de que, como todo es político, la narración noventosa de un amor monogámico y heterosexual también lo es. Más bien, y aquí subrayamos una idea de Sarlo, El pasado prescinde de la coyuntura reciente “porque no encuentra en lo político algo que le resulte narrativamente interesante: no hay afinidad intelectual entre este narrador y lo político” (2007, p. 447). Lejos aún estamos, en términos de política literaria, de la vuelta estratégica que Pauls le dará a este problema apenas cuatro años más tarde, en 2007, cuando componga su trilogía alrededor de los 70. En 1998, cuando comienza a escribir esta novela, sus principios compositivos se encuentran aún ligados a la moral creativa metaliteraria de sus primeras novelas. Salvo que, si en El pudor y en El coloquio son necesarias menos de doscientas páginas para experimentar con literatura desde la literatura, en El pasado -de ahí su valor y su escándalo- la máquina narrativa de Pauls parece insaciable: su lógica es la del delimitar un territorio, una mínima parcela de mundo, para decirlo todo sobre este, no para agotarlo (versión Boom de la novela total), sino para ver hasta qué punto una sola materia, a priori angosta, puede convertirse en un vasto espacio para la experimentación si se la dispone bajo la voracidad de la microscopía. El amor, en tal sentido, es aquí menos un tópico universal cristalizado que una condición de posibilidad para ensayar con el lenguaje, los propios saberes, la biblioteca personal (aquí la biblioteca de Pauls es más borgeana que nunca: infinita). Junto con Proust, Saer y los modernos del cine, Barthes participa de esta composición proveyendo sus figuras, ese tipo singular de escenas que, concebidas en el sentido “gimnástico” o “coreográfico” que el propio Barthes le da al concepto, lo auxilian a Pauls en su tarea de darle “cuerpo” a la historia de Rímini y Sofía (como un “atleta” o un “orador”, la figura, afirma Barthes, es “el enamorado haciendo su trabajo”) (1977, p. 18).
No hay afuera del amor. ¿Qué tienen en común Humbert Humbert (Nabokov, Lolita, 1955), Charles Swann (Proust, Por el camino de Swann, 1913), Adèle H. (Truffaut, L'Histoire d'Adèle H., 1975), el joven Werther (Goethe, Werther, 1774), el mismo Marcel (Proust, 1925) y Sofía de El pasado? Todos, sorda y obstinadamente, aman demasiado. El amor es su religión, el otro, el Todo (Barthes, 1977, p. 21). Pauls se suministra de las figuras de los Fragmentos -Lo Intratable, Ascesis, Domnei, Lo adorable, La Dedicatoria, El Ausente, La espera, Dolido, etc.- para centrifugar los envíos recién señalados en Sofía, la mujer-monstruo de la novela, la cual resiste tenazmente los embates de los mil discursos que intentan decretararle al amor un desenlace17. Tal persistencia o boicot ante la Doxa amorosa se funda en un principio, en una creencia intransigente: el amor es un torrente continuo, es decir, no para, está exento de toda finalidad. Esta máxima, extraída del filme Love Streams (1984), de John Cassavetes, es pronunciada una y otra vez por Sofía, como si El pasado, además de ser la historia de una pérdida temporal, fuera también el “largo soliloquio de un enamorado. Un enamorado según Barthes, es decir: alguien que ama pero está solo, sin el objeto de su amor, y puede por lo tanto abandonarse al ejercicio híbrido, mitad mental, mitad verbal, de ‘maquinar’ sobre la relación que lo ata al objeto de amor” (Pauls, 2012a, p. 72).
Atar, sujetar: en efecto, Fragmentos es ante todo una reflexión teórica sobre la voz excretada de un sujetado: el sujeto amoroso barthesiano no es una persona corriente, es un sujeto, alguien que se aparta del modo ordinario de ser en el mundo por un saber que lo distingue y que lo aprehende. Su existencia y su experiencia vuelven a él bajo la forma de una reflexión: “El individuo cualquiera es el hombre sin atributos, el hombre de todos los días, el hombre de la masa; sin embargo, en virtud de un suceso, de una aventura (en este caso el amor), puede llegar a ser sujeto durante un breve lapso del acontecimiento amoroso: sujeto de ese acontecimiento” (Marty, 2007, p. 168). Y es esta sujeción patológica ante el objeto amado (La Domnei, Barthes, 1977, p. 69) la condición que mejor define a Sofía, una categoría que comparte con grandes vasallos de la literatura, como Adéle H, quien cruza el Atlántico en busca del Teniente Pinson; como Humbert Humbert, que no conoce otra realidad que aquella a la cual queda prendado luego de ver a Lolita tomar sol en el jardín; como el pobre Señor Swann, que pasa días infelices -verdaderos tormentos de amor- culpa de la frivolidad de Odette; como el agónico Werther, que se suicida por no poder poseer a Carlota; o como el mismo Marcel, ante Gilberta y Albertina: “Sucede con las mujeres que no nos quieren como con los seres ‘desaparecidos’: que aunque se sepa que no queda ninguna esperanza, siempre se sigue esperando” (Proust, 1919, p. 373).
Ahora bien, tal dependencia refugia una paradoja: además de convertir a Sofía en una reclusa condenada a reproducir sin cesar el discurso de la ausencia amorosa, la erige como usufructuaria del objeto amado. Así como Marcel, bajo la tutela malsana de los celos (Proust, 1925, p. 21), es a la vez “esclavo de Albertina” (p. 184) y propietario de su vida (p. 30; p. 378), Sofía deviene prisionera y al mismo tiempo dueña, señora, de la existencia de Rímini. Señorío y servidumbre conviven en una misma condición amorosa. Llanto, sufrimiento y espera cohabitan con un patronato exhaustivo, celoso, del objeto amado. Sofía escribe, llama, regala, roba, mata: como un virus, un cáncer inextirpable, infecta todos los órganos de la nueva vida de Rímini, lo toma como rehén, lo vuelve prisionero:
¿Queríamos que cambiáramos? ¿Pedías eso: un amor maleable, que supiera pasar a otro estado? … (Venimos de tan lejos, Rímini. Tenemos millones de años. El nuestro es un amor geológico. Las separaciones, los encuentros, las peleas, todo lo que pasa y lo que se ve, lo que tiene fecha, 1976, todo eso tiene tanto sentido como una baldosa quebrada comparada con el temblor que lleva milenios haciendo vibrar el centro de la tierra.) … ¿Estás acá? ¿Sos vos, realmente, el que protesta en sueños en esa cama? Adiós, mi bello durmiente. Adiós, mi Prisionero. (p. 508).
El amor en El pasado no se centra en el éxtasis del encuentro (concepción romántica: el amor en tanto historia se detiene no en su etapa agónica, sino en el destello inicial), tampoco se resuelve como un mero acuerdo legal (concepción comercial y jurídica: el amor, devenido matrimonio, se asegura contra todo riesgo), ni se propone como una ilusión (concepción escéptica: “Entiendo por ello la concepción que enuncia que el amor no es más que el semblante ornamental por donde pasa lo real del sexo. O que deseo y celo sexual son en el fondo el amor”) (Badiou, 2009, p. 244). El amor en El pasado es, ante todo, una religión. La figura central, la que se persigue y que contamina todo el soliloquio de Sofía, es la figura de la Unión total: “Sueño de la unión total: todo el mundo dice que ese sueño es imposible y sin embargo insiste. No renuncio a él: Ya no soy yo sin ti” (Barthes, 1977, p. 282). Entre Sofía y Rímini el todo está en el dos, es decir, en la condición andrógina del amor.
b. Proust, Rímini y el tiempo
Marcel y Rímini tienen algo en común: ambos son personajes temporales. El núcleo que establece sus caracteres, la naturaleza que constituye sus problemas, gira en torno al factor tiempo. Si Marcel es un aprendiz del tiempo, Rímini es un fugitivo de este. El primero desea quedarse, instalarse en sus dominios y aprender la verdad que hay en él. El segundo es un desertor, su impulso es el de la huida y el olvido. Si La Recherche es -como afirma Deleuze (1964, p. 12)- la narración de un aprendizaje, El pasado es el relato de una fuga. Rímini, recién extirpado de una relación de doce años, entra en un estado de inmersión e inmanencia absoluta con el presente. La sincronía pasa a ser su único valor. La contemporaneidad, su único refugio. Marcel, el moderno, culmina el aprendizaje y alcanza la experiencia de lo verdadero; el otro, el fugitivo, termina derribado y apresado en la página final. La razón del éxito y el fracaso en cada caso radica en el modo en que cada personaje se vincula con lo epifánico.
La novela proustiana es, en esencia, el emprendimiento titánico por parte de un hombre de recuperar su propio pasado. Y lo primero que se nos señala es que este no se recupera por medio del intelecto: “es trabajo perdido el querer evocarlo e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de sus dominios y de su alcance, en un objeto material … que no sospechamos. Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto antes de que nos llegue la muerte” (Proust, 1913, p. 57). Para recobrar el pasado, debe tener lugar algo distinto que la operación del simple recuerdo como acto deliberado: tiene que acontecer un encuentro fortuito entre una sensación actual (sabor, olor, tacto o sonido) y un recuerdo, una evocación del pasado sensorial: “la mejor parte de nuestra memoria está fuera de nosotros, en una brisa húmeda de lluvia, en el olor a cerrado de un cuarto o en el perfume de una primera llamarada” (Proust, 1919, p. 403). El líquido caliente mezclado con el bollo de la magdalena, los campanarios, las baldosas irregulares, el tintineo de una cuchara o la rigidez de una servilleta, son materias, signos del mundo que remiten a un pasado presuntamente olvidado. El meollo del asunto está en saber cómo leer o apresar, con los sentidos, dicho fenómeno (“¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo?”) (Proust, 1913, p. 57)18.
Aprender, sentencia Deleuze, concierne esencialmente a los signos. Supone un trabajo del pensamiento en la que el narrador proustiano, frente a la epifanía, debe buscar -“¿Buscar? No sólo buscar, crear” (1913, p. 57)- el sentido de esa impresión, ya que aquello que se le aparece azarosamente comporta una esencia, una cualidad última que aloja en el interior de cada sujeto. La verdad, aquello que no trae consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad, es, sí, reconocida en la violencia de los signos materiales pertenecientes al mundo sensible (signos mundanos, amorosos, cognoscibles ante la mirada observadora). Gracias a estos signos involuntarios, exteriores, es que ella se nos manifiesta; pero su domicilio es interno, se halla en la “diferencia cualitativa que existe en la manera en que se nos aparece el mundo” (Deleuze, 1964, p. 53). Y los únicos signos viables para recorrer este camino son los signos del arte. El tiempo recobrado es eso: un tiempo que se encuentra en el seno del tiempo perdido y que nos proporciona una imagen de lo trascendental: “un tiempo original absoluto, verdadera eternidad que se afirma en el arte” (Deleuze, 1964, p. 27). Esto es lo que al final de su recorrido, con su cuerpo ya desgastado, Marcel aprende: el saber que el tiempo, lejos de ser un continuum inalterable y plano que se desarrolla en línea recta, “está hecho más bien de pliegues y repliegues” (Pauls, 2000, p. 13); que el presente es el aquí y ahora de un bombardeo epifánico por parte del pasado -una dimensión que jamás muere, sino que solo cambia de forma- y que la única manera de capturar esa eternidad encapsulada es por medio del arte19.
Ahora bien, sí La Recherche es la narración de cómo Marcel aprende a recobrar el tiempo, El pasado es el relato de cómo Rímini fracasa al querer cerrarlo. Al huir del reparto de las fotos, al renunciar a aquella tarea pensando que tal procedimiento apuraría el trámite de la extensión del amor y su consecuente entrada a una nueva vida, Rímini comete un error y deja abierto el pasado con Sofía (p. 65). Prisionero de la mujer-monstruo, el héroe de El pasado es bombardeado intermitentemente por revelaciones epifánicas, las cuales, a contracorriente de lo que significan para Marcel de La Recherche -verdaderos bálsamos vitales que hacen que deje de sentirse “mediocre, contingente, mortal” (Proust, 1913, p. 57)-, aquellos destellos del pasado amoroso son para Rímini cuchillas, infalibles lanzas incisivas que penetran por entero todo su ser:
A veces, mientras caminaba por la calle, le pasaba que alzaba de pronto los ojos y descubría o se llevaba por delante, literalmente, un cartel con el nombre de un bar, el afiche de una marca de ropa, la boca de una estación de subte, la portada de un libro exhibido en una mesa en la vereda, una revista colgando de un kiosco, una raza de perro, una playa promovida en la vidriera de una agencia de viajes, y sentía que de la mano de uno de esos signos banales un bloque entero de pasado, surgiendo de la noche sin aviso, hacía crujir su alma con una violencia brutal, como si fuera a partirla en dos. (p. 128).
La novela narra en total cinco episodios epifánicos y solo uno, el último -“la única verdadera epifanía erótica que Rímini había reconocido tener en su infancia” (Pauls, 2003, p. 474)- no ingresa en la lista de motivos por los cuales el héroe de El pasado alcanza su destrucción. Mencionémoslos: (a) El vómito: Vera y Rímini acaban de decidir irse a vivir juntos y debutan emborrachándose. Al salir del bar este, con Vera a punto de vomitar, recuerda una expresión que le solía repetir Sofía cada vez que este flaqueaba: “Algo crujió en la memoria de Rímini -uno de esos recuerdos mecánicos, laterales, que de pronto se desperezan, remueven los escombros y emiten una chispa” (p. 157); (b) El café: Sofía y Rímini están en un bar frente al hospital en el que se encuentra internado Víctor. Es la escena de la madeleine proustiana: “Algo en el aire, de golpe, lo conmovió, inundándolo de una congoja antiquísima … Esa mezcla de olores -café recién molido, desodorantes de ambientes, perfume. ¿Dónde había olido antes ese olor?” (175); (c) La Reform: figura barthesiana de La dedicatoria (1977, p. 63), Sofía le regala a Rímini una lapicera, la misma que le había regalado en Viena tiempo atrás, cuando todavía estaban juntos: “como si una ventana se abriera por un golpe de viento, Rímini volvió a ver la escena original en la que esa R y esa marca, Reform, habían interrumpido en su vida y tuvo una noción de la magnitud del error en el que había caído esa tarde … al pensar que, pasara lo que pasara … nunca en su vida se olvidaría de ese momento” (p. 181); y, por último, la ya mencionada (d) foto de Caique: Rímini encuentra en la Feria del libro de San Pablo una contratapa cuya foto es la de Caique de Sousa Dantas, actor portugués, amigo y sospechado amante de Sofía:
Rímini soltó un gemido de dolor, cerró el libro, hundió la cara entre las manos. Se sentía arrasado, y la desproporción que notaba entre la causa y el efecto no hacía más que ahondar su desconsuelo … lloró, lloró, lloró, hasta que los ojos le ardieron tanto que no tuvo más remedio que dormirse. (pp. 251-254).
Sumido en el impasse de un presente infectado por el desentierro involuntario del pasado, Rímini lo pierde todo, poco a poco, como un rehén endeudado al que se le van quitando sus miembros como forma de pago: “El amor no abraza, pensaba Rímini: hiere. No inunda, se clava. ¿Cómo era posible que Sofía siguiera acertando?” (Pauls, 2003, p. 178). Pierde a Vera, a Carmen, a Lucio, su capacidad para traducir (“Lo perdía todo. Iba perdiéndolo por partes, sin orden y sin lógica. Una tarde podía perder toda la conjugación del francés, y a los dos o tres días el sistema de acentos, y una semana más tarde el significado de la palabra blotti … Era como un cáncer”) (p. 234). Se convierte en una obra maestra de la inercia, sin dirección ni propósito: vida inmanente, vida en caída libre. Marcel termina queriendo escribir, aspirando a ser un gran artista; Rímini concluye su fuga balbuceando y siendo prisionero de la mujer-monstruo20.
Entre paréntesis, y a modo de cierre, podríamos agregar que la ausencia amorosa en tanto topos que desencadena un desbarajuste espaciotemporal en el héroe, aparece, además de en El pasado, en El aire, de Sergio Chefjec. Julio Ariza (2018) es quien se ocupa detenidamente de esta correspondencia haciendo foco en los límites que ambas narraciones tensionan21. Asimismo, en otras novelas de la narrativa argentina contemporánea, como Opendoor (2006), de Iosi Havilio, Agosto (2009), de Romina Paula, Bahía Blanca (2012), de Martín Kohan, y Los llanos (2020), de Federico Falco, puede rastrearse un movimiento similar. Más allá de las diferencias de estilo y tono, de las discrepancias estéticas que separan y al mismo tiempo singularizan a cada uno de estos proyectos estéticos, un factor logra que puedan congregarse -sin homogeneizarse- en una misma hipótesis de lectura: el factor tiempo y espacio. O, mejor dicho, la relación que el héroe de cada una de estas ficciones establece con su presente gracias a un desplazamiento terrenal. Teniendo como factor desencadenante un tópico amoroso (duelo, separación, ausencia, reencuentro), los personajes abandonan su ciudad de origen para autorrecluirse en otro páramo del suelo argentino, uno siempre desurbanizado, ajeno a la lógica 24/7 descripta por Jonathan Crary (2013). Allí habitan no solo el lugar, sino un tiempo que se asume como propio. Un presente que no es el presentista de Hartog (2003) ni el tiempo cero de Ludmer (2010). Su lógica corresponde, más bien, a la de lo intempestivo.