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Folia Histórica del Nordeste

versión impresa ISSN 0325-8238versión On-line ISSN 2525-1627

Folia  no.33 Resistencia dic. 2018

 

DOSSIER

Estado y sociedad civil en la construcción del campo social en Córdoba (Argentina) 1900–1930: asistencialismo y desigualdad social

State the Civil Society in the Construction of the Social Arena in Córdoba (Argentina) in 1900–1930: Welfarism and Social Inequality

 

Beatriz Inés Moreyra*

* Instituto de Estudios Históricos-Centro de Estudios Históricos “Prof. Carlos S. A. Segreti”, Investigadora Principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina, moreyrabea@gmail.com


Resumen

A partir de la década de los años 90 del siglo XX, ha surgido una creciente inquietud de los investigadores de las ciencias sociales y las humanidades por la indagación de las desigualdades múltiples en las diferentes realidades sociales pretéritas, y esa problemática se ha instalado con fuerza en la agenda social, política, estatal y científica. Por otra parte, la transferencia de la asistencia social a la sociedad civil produjo una explosión asociativa con los consiguientes cambios en las modalidades de intervención y de afiliación, las relaciones de las entidades con el Estado y con la sociedad, que han puesto en primer plano el interés por el estudio de un fenómeno antiguo, reestructurado actualmente de forma diferente. Dentro de este contexto, este trabajo, se inserta en el revival académico de los estudios dedicados a la prolífica heterogeneidad de tipos asociativos y analiza las instituciones asistenciales no estatales, como proveedoras de seguridades mínimas para la sobrevivencia de los grupos más vulnerables y como espacios de reproducción de las desigualdades sociales en Córdoba (Argentina) entre los años 1900 y 1930, período permeado por los desajustes sociales que acompañaron a los avatares de la cuestión social. La idea central que atraviesa este trabajo es analizar cómo las características institucionales, los escasos recursos asignados, las prácticas, estrategias, relaciones y culturas asistenciales de los actores involucrados fueron factores que contribuyeron a la reproducción de la desigualdad social al interior de las instituciones y, por ende, en el tejido social en su conjunto.

Palabras clave: Desigualdad; Asistencialismo; Estado; Sociedad.

Abstract

Since the last decade of the 20th century, there has been a growing concern among researchers of social sciences and humanities about the inquiries of the multiple inequalities in different past social realities. Such issue acquired more visibility in the social, political, scientific and state agendas. On the other hand, the transfer of social welfare to the civil society produced an associative explosion with its subsequent changes in intervention and affiliation approaches, and in the relations of entities with the State and society, which have emphasized the interest on the study of an old phenomenon, currently re–structured in a different way. Within this context, this paper is set in the academic revival of studies dedicated to the prolific heterogeneity of associative types. It analyses non–State welfare institutions as providers of minimum securities for the survival of the most vulnerable groups, and as spaces for the reproduction of social inequalities in Córdoba (Argentina) between 1900 and 1930, a period affected by the social imbalances that came along with the changes in the social aspect. The main idea of this article is to enquire into the manner in which institutional characteristics, the scarce assigned resources, and welfare practices, strategies, relations, and cultures of the actors involved, were factors that contributed to the reproduction of social inequality within institutions and, therefore, within the social fabric as a whole.

Kew words: Inequality; Welfarism; State; Society.

Recibido: 15/07/2018
Aceptado: 06/09/2018


Introducción

La historia social argentina, en su período de auge entre los años 60 y 70 del siglo XX, no se ocupó específicamente de la desigualdad social pero la misma sí estuvo presente al analizarlas diversas maneras en que los agentes sociales accedieron a distintos bienes como la educación, la salud, la vivienda, el trabajo, la seguridad, la inclusión, el ascenso social, entre otras, pero con una mirada muy concentrada en el estudio del mundo del trabajo formal y en la clase trabajadora, en tanto los que vivían en situación de marginalidad solo eran visibilizados y auxiliados por las instituciones caritativas de filiación religiosa o por la filantropía (Suriano, 2017). No obstante, a partir de la década del 80’, el paradigma de la historia como progreso ininterrumpido, emancipación, inclusión y movilidad social, entró en crisis como consecuencia de la prevalencia de un contexto histórico caracterizado por la desarticulación del estado de bienestar que implicó el abandono estatal de funciones productivas y de prestación de servicios públicos, la privatización de la protección social y la precarización de vastos sectores sociales.

Por otra parte, la transferencia de la asistencia social a la sociedad civil produjo una explosión asociativa en las últimas décadas del siglo XX con los consiguientes cambios en las modalidades de intervención y de afiliación, las relaciones de las entidades con el Estado y con la sociedad, que han puesto en primer plano el interés por el estudio de un fenómeno antiguo, reestructurado actualmente de forma diferente. La impetuosidad con la que ese fenómeno social hizo acto de presencia en las sociedades modernas, tanto desarrolladas como en vías de desarrollo, invita a los investigadores a orientar su trabajo hacia la determinación del tamaño y de la estructura del sector en cada país concreto, tanto en términos actuales como diacrónicos. En esta perspectiva, las investigaciones históricas pretenden hacer inteligible la contemporaneidad mediante una relectura de nuestro pasado; al fin y al cabo, “el presente de una nación es, sin duda, la síntesis compacta de todos los encadenamientos formados en su historia. El presente también detalla las posibilidades y frustraciones tejidas durante el pasado” (Vitelli, 1999).

Dentro de este contexto, este trabajo, desde una perspectiva histórica, se inserta en el revival académico de los estudios dedicados a la prolífica heterogeneidad de tipos asociativos y analiza las instituciones asistenciales no estatales, como proveedoras de seguridades mínimas para la sobrevivencia de los grupos más vulnerables y como espacios de reproducción de las desigualdades sociales en Córdoba (Argentina) entre los años 1900 y 1930. De esta manera, esta indagación constituye una primera aproximación a la problemática de las desigualdades múltiples que atravesaron el tejido social en ese período permeado por los desajustes sociales que acompañaron a los avatares de la cuestión social.

Desde un punto de vista genérico, igualdad y desigualdad constituyen una unidad, pero son estados que no están definidos de una vez y para siempre, sus fronteras son móviles, abarcan diferentes ámbitos como la riqueza, las oportunidades vitales y laborales, la edad, la región geográfica, la etnia o el género e involucran a diferentes actores, desde los sujetos que están sometidos a relaciones asimétricas hasta los intelectuales, políticos y reformadores que buscan debatir y demarcar las fronteras de la desigualdad. Además, el concepto de desigualdad social parece relevante para repensar otra noción como la de equidad y las políticas diseñadas para acortar las brechas abiertas en la sociedad entre un grupo de personas poseedoras de bienes materiales y culturales, establecidas y reconocidas socialmente, y otras que se ven al margen o por fuera de toda consideración (Gootenberg, 2004). En una palabra, la idea central que atraviesa este trabajo es demostrar cómo las características institucionales, los escasos recursos asignados, las prácticas, estrategias, relaciones y culturas asistenciales de los actores involucrados fueron factores que contribuyeron a la reproducción de la desigualdad social al interior de las instituciones de protección social y, por ende, en el tejido social en su conjunto.

El análisis de esta compleja problemática comprende una caracterización del funcionamiento del modelo asistencial en la primera década del siglo XX y su imbricación –articulaciones y tensiones– con procesos políticos ligados a la implementación de políticas públicas; los actores y las relaciones fuertemente jerarquizadas y desiguales en el interior de los espacios asistenciales; las diversas estrategias de apropiación y resistencias de los asistidos y la construcción y legitimación sociocultural de las prácticas benéficas.

Características del modelo asistencial en la primera década del siglo XX: entre el Estado y la sociedad civil

Como expresa Mirta Lobato (2011), a comienzos del siglo XX, las formas de la desigualdad podían identificarse alrededor de dos rostros: por un lado, estaba la población que se integraba a un mercado laboral en expansión (nativos, inmigrantes, varones, mujeres y niños) y, por otro, estaban los pobres, quienes eran objeto de la caridad ejercida por la Iglesia o por instituciones creadas para ese fin, generalmente en manos de mujeres. En este artículo intentamos acercarnos al segundo tipo de rostros, a los carentes de recursos económicos, sociales, culturales y cognitivos, a los marginados del proceso de modernización económica y social, cuyas vidas transcurrían, permanente o transitoriamente, en diversas instituciones asistenciales de la sociedad civil que se regían con una lógica ambivalente entre la protección social y la reproducción de las desigualdades sociales.1

Los desajustes y las exclusiones sociales que conformaron la denominada cuestión social, en las primeras décadas del siglo XX no ocuparon un lugar central en las agendas públicas y, por ende, no generaron una atención sistemática por parte de las diferentes instancias de gobierno –nacional, provincial y municipal. Como consecuencia, el modelo de asistencia social predominante en la sociedad cordobesa en el período de la modernización, estaba caracterizado por una relación de interdependencia entre las caridades de estructura esencialmente celular y fuerte impronta religiosa y el Estado, relación que implicaba que los funcionarios públicos confiaban en una pléyade de instituciones caritativas para los servicios sociales sin un esquema planificador y las caridades dependían del Estado para su funcionamiento legal y económico. Este modelo constituía una particularidad del caso argentino porque, a lo largo de su historia, existió una significativa vinculación entre el Estado y las organizaciones de la sociedad civil en la construcción del campo de lo social; es decir, no fueron entes completamente separados uno de otro o con lógicas muy diferentes sino que constituyeron esferas mutuamente constitutivas.

Este sistema asistencial estaba caracterizado por la pluralización de los actores y de los instrumentos de protección social; y por la labilidad del límite entre la esfera pública y la privada. Estaba constituido por una serie de instituciones asistenciales que jugaban un rol importante en la atención de las demandas materiales, morales y culturales de los sectores marginales. Estas asociaciones voluntarias, desde un criterio estructural y operativo, se caracterizaban por poseer cierta permanencia institucional que excluía a los grupos informales y las distinguía de la familia y los grupos de vecindad; eran institucionalmente independientes del gobierno aunque no de los aportes estatales, se diferenciaban del mercado porque su finalidad primaria no era generar ganancias o retornos a los individuos o directores de la organización, poseían sus propias reglas y procedimientos y no eran dependientes del Estado. Las organizaciones que componían este universo, eran extremadamente heterogéneas y diferían por su historia y por sus objetivos: había entidades de afectados, de voluntarios, que nacían de un fuerte liderazgo o que eran propiciadas por instituciones como una parroquia, una congregación religiosa o el municipio; eran divergentes en función de factores estructurales e ideológicos según su matriz credencial fuese laica o confesional; contaban con recursos humanos y materiales muy diversos y gozaban de grados muy distintos de autonomía financiera (Moreyra, 2009). En nuestro caso, predominaban las asociaciones de altruismo católico o laico que respondían a culturas de la acción social muy diferentes. Esa tupida y dispersa red asistencial comprendía un buen número de congregaciones religiosas sobre todo femeninas (las mercedarias, las concepcionistas, las dominicas, las adoratrices, las franciscanas, etc.) y asociaciones seglares dedicadas al ejercicio de la caridad como las Sociedades de Beneficencia de la capital y de las ciudades del interior, las Damas de la Misericordia, las Damas de la Providencia, la Asociación de la Inmaculada Concepción, la Corte de la Mercedes y las Conferencias de San Vicente de Paul –entre otras– que regenteaban una variada tipología de asilos y hospitales. A ellas se sumaban diversas instituciones ideadas para el reparto de limosnas, especialmente alimentos y vestidos (Comedores de pobres como el de la Liga Argentina de Damas Católicas y ollas populares), una gama de iniciativas mixtas que combinaban la instrucción popular y profesional con la beneficencia, la moralización y la catequización (la escuela para aprendices y obreros adultos, escuelas dominicales, escuelas para servicios domésticos de la asociación Propaganda Católica, talleres de las Hijas de María, asilo y taller de la Sagrada Familia, Taller del Niño de Dios, etc.), escuelas privadas para niños pobres y los círculos obreros. A pesar de que la red asistencial de actores no estatales era fuertemente heterogénea y que las instituciones eran representativas de diversas texturas que funcionaban a distintos niveles, sin embargo, existieron elementos recurrentes en el quehacer cotidiano de las asociaciones. La mayoría de ellas se caracterizaban por un alto grado de informalidad, limitada profesionalización, escasos y discontinuos recursos asignados y el predominio de una mística moralizadora en la concepción de lo social.

Dejando de lado las redes informales y personales de ayuda social, la mayoría de esas instituciones desenvolvían sus actividades dentro de un marco institucional y normativo. En este sentido, los reglamentos internos –con diferentes grados de complejidad organizativa– fijaban las reglas de la conducta social y del trabajo y reflejaban la visión de lo que las autoridades consideraban funcional y efectivo. Por otra parte, todas ellas, a pesar de sus especificidades distintivas, se proponían legitimar ideas de orden y de control propias de los regímenes modernizadores.

En cuanto al socorro material, el mismo generalmente comprendía la provisión de alimentos, vestimenta, medicamentos y otros insumos de primera necesidad. En este sentido, “Las Damas de la Misericordia”, una de las asociaciones más arraigadas en la red asistencial, suministraban alimentos –raciones de pan, puchero y mazamorra– una vez por día a los necesitados en el comedor de pobres y, en casos excepcionales, en el domicilio del favorecido. El comedor funcionaba de junio a octubre y luego se repartían raciones de maíz y pan cada ocho días.2

Más allá de la ayuda material, las instituciones integrantes del sistema ponían en juego sus estrategias de control social a través de mensajes de religiosidad, concepciones morales y la organización de los espacios de sociabilidad primaria como la familia, el ámbito vecinal, el medio laboral y los lugares de recreación y de ocio. En este aspecto, no hay que dejar de ponderar que, en el clima mental y cultural de la época, la pobreza estaba vinculada a la indolencia y malas costumbres; era un problema de falta de moralidad, trabajo y educación.3 No se visualizaba en las normativas un objetivo de integración y progreso de las situaciones vulnerables, sino se proponían paliar las condiciones críticas sin erradicarlas.

Los detentadores de la asistencia: instituciones y benefactores

Con respecto al perfil de los asistentes, estas instituciones eran administradas en forma autónoma por comisiones conducidas, en su mayoría, por representantes femeninas de la clase alta con estrechas relaciones familiares o de cercanía entre sí, con un fluido acceso a los despachos oficiales y la posibilidad de tejer una red de vínculos y relaciones con el poder político, que se traducían en la obtención de subsidios. Las damas integrantes de las sociedades de beneficencia constituían una red de tipo endogámica, una elite hermética cuyos miembros estaban emparentados entre sí o tenían estrechas relaciones de cercanía, compartían creencias y valores, prácticas y espacios de sociabilidad y poseían una fuerte vinculación con los miembros destacados de las elites profesionales y los detentadores del poder.4 Por otra parte, la composición de la mayoría de las distintas asociaciones –lideradas por una elite cerrada de damas cuya reproducción no era fruto de canales abiertos de reclutamiento– incidía también en la eficacia de la asistencia. En este sentido, en la “Memoria de la Sociedad de Damas Protectoras de la Escuela de San Buenaventura” correspondiente a los años 1924–1926, se expresaba:

“El número de socias asistentes a las sesiones es muy reducido –y siempre el mismo grupo– […] es que siempre son las mismas señoras que tienen que dividir su atención en las diversas asociaciones con fines filantrópicos, a que pertenecen.”5

La operatividad de estas sociedades civiles de protección social, ponían de manifiesto el alto grado de informalidad que caracterizaba a las prácticas asistenciales, cuya instrumentación era asistemática, coyuntural e intermitente debido al desarrollo institucional embrionario de muchas organizaciones y a las fluctuaciones existentes en la disponibilidad de los recursos provenientes de las donaciones particulares y/o dela obtención de subsidios, cuya percepción, en no pocos casos, estaba sometida a continuos retrasos. Por otra parte, la precaria profesionalización de las asociaciones impidió su fortalecimiento, no sólo en términos de una mayor incidencia e impacto de sus acciones, sino, con frecuencia, en términos de asegurar su existencia a través del tiempo. Las organizaciones no contaban con las herramientas mínimas necesarias que garantizaran, más que su consolidación, su existencia misma, carecían en muchos casos del conocimiento adecuado de la regulación que las regía, la capacidad de elaborar y presentar proyectos, una estructura administrativa adecuada, diagnósticos institucionales y evaluaciones efectivas de su labor. Todos esos elementos eran necesarios para poder evolucionar desde organizaciones que se sustentaban en la buena voluntad de sus fundadores y el entusiasmo de sus integrantes a entidades con mayor grado de institucionalización que asegurara la continuidad, el aprendizaje y el mejor aprovechamiento de los recursos para el logro de los objetivos de la organización.

Los bajos niveles de profesionalización tenían también una raíz “cultural”, vinculada con la trayectoria histórica de estas organizaciones en el país y con los valores con la que frecuentemente se asociaba a este sector. Al interior del segmento más tradicional del modelo benéfico–asistencial, con una fuerte tendencia asistencial, la participación en dichas organizaciones era considerada como “un asunto personal de “vocación”, inspiración religiosa o preocupación por determinado grupo de desamparados y se relegaba el establecimiento de metas más inclusivas, equitativas y de mayor impacto social.

A la preeminencia de acciones caritativas informales se sumaba la escasez de recursos, lo cual era un problema endémico de la sociedad civil y uno de los mayores retos que debían afrontar para su supervivencia e incrementar su peso en la agenda pública y en el logro de mayores niveles de equidad. Los ingresos se conformaban con los recursos propios –donaciones, colectas, legados y rentas propias de bienes patrimoniales–, las subvenciones –nacionales, provinciales y/o municipales– las cuotas de los pensionados y las ganancias provenientes del trabajo de los talleres. Estos recursos eran administrados en forma autónoma por comisiones conducidas, en su mayoría, por representantes femeninas de la clase alta con estrechas relaciones familiares o de cercanía entre sí, secundadas por los miembros masculinos de la elite profesional. Ello generaba, a su vez, una jerarquía en el universo de las instituciones beneficiadas que no era funcional muchas veces a las actividades asistenciales ejercidas. Es decir, la asistencia era más dependiente de las influencias y no de la prioridad y profundidad de las demandas. Además, traía como consecuencia una asignación caótica de los recursos y la insuficiencia e ineficiencia de la acción social.

Por otra parte, dada la composición de muchas de estas asociaciones, la política social a través del modelo benéfico–asistencial reforzaba el control de las elites sobre los sectores subalternos y hacía posible la subsidiariedad del Estado en materia social. El Estado, aunque se lo invoca cada vez más con mayor frecuencia, no parecía tener una presencia que impusiera su reconocimiento. Ello obedecía a una creencia en el derecho de los pobres y en la inadecuación del sistema, pero se confiaba en las acciones voluntarias –como las organizaciones caritativas– para enfrentar el problema. En efecto, había varios modos a través de los cuales las asociaciones caritativas proporcionaban mecanismos tangibles de poder. Y uno no despreciable era la capacidad que ellas tenían para moldear las respuestas a la pobreza y las oportunidades para ejercer poder sobre los pobres y las clases trabajadoras. De allí la receptividad que sus peticiones tuvieron muchas veces en la clase dirigente, especialmente la fuerte defensa que en no pocas ocasiones hicieron de los pedidos de recursos en los debates legislativos. Por otra parte, es importante resaltar que este patrocinio caritativo no fue monopolizado por un solo partido político, sino que fue una actitud recurrente en las diversas fuerzas que componían el espectro ideológico.6

Con respecto a este aspecto, un análisis más puntual de la documentación recuperada en algunos archivos institucionales ha puesto en evidencia que, a partir de la primera década del siglo XX, el apoyo y el fomento estatal se convirtió en un recurso cada vez más importante de los ingresos disponibles en comparación con los fondos provenientes del espíritu generoso o de un compromiso social de las clases pudientes. Esta tendencia es también confirmada si se pondera que la crítica a esta especie de “caos filantrópico” no provenía exclusivamente de los intelectuales “antisistema”, sino que aglutinaba a diversas opiniones que reclamaban una mayor racionalización y coordinación de las acciones del Estado en relación a las instituciones no gubernamentales, demanda que se incrementó a nivel discursivo a partir de la década de 1920, con el avance del Estado sobre la esfera asistencial (Thompson, 1994).

Esta amalgama entre el Estado y la sociedad civil no varió sustancialmente en el período analizado. Lo que sí hubo fue una mayor asignación de fondos para el desenvolvimiento de las entidades privadas en la década de 1920, pero siempre concedida sin ninguna planificación coherente y sin ningún contralor, resultando las más beneficiadas aquellas instituciones que poseían una trayectoria en este aspecto, las prestadoras de servicios esenciales o las que contaban con el favor de algunos representantes. En este sentido, el análisis de las memorias trianuales presentadas por el Conservatorio de la Sagrada Familia exterioriza una tendencia general que, con fluctuaciones temporales, se fue plasmando en el universo asociativo: el deslizamiento desde una participación ínfima de las subvenciones en el total de los recursos disponibles, en comparación con las donaciones que superaban el 80%, a una posición de centralidad ascendente a partir del trienio 1907– 1910.7 Lo mismo aconteció con los ingresos de la Casa Cuna que evidenciaron la alta representatividad de los recursos provinciales y municipales para el funcionamiento de la misma y, en el caso del Círculo de Obreros de San Vicente, las subvenciones representaban casi el 50% de los ingresos, en tanto las cuotas y subscripciones, fiestas y donaciones solo el 13%.8 No obstante, si bien los montos se incrementaron, ese aumento siguió sin obedecer a un plan coherente de acción social que adolecía, además, de la carencia de un control oficial sobre la utilización de los fondos.9

Asistencialismo y desigualdad sociales

Con respecto a la asistencia social propiamente dicha, la misma tendía a solucionar los desajustes sociales mediante la ordenación de la asistencia a los pobres. La idea que subyacía era hacer la:

“[…] pobreza honorable, tratando de salvar con la justicia y la caridad el abismo entre las clases; hablando al hombre de sus derechos, pero recordándole sus deberes; de igualdad, pero también de jerarquías; de igualdad pero también de respeto”.10

Expresiones que denotan los límites de la protección social que se proponía brindar casa, vestido, sustento, transformarlos en hombres honestos, útiles y productivos, eliminando la ociosidad, la “vida fácil de los pobres” pero sin subvertir las demarcaciones grupales prevalecientes del mapa social. Es decir, no se vislumbraba en los gestores del modelo benéfico ninguna intencionalidad de reforma social, por el contrario, se reforzaban las diversas dimensiones de la desigualdad.

Las estrategias institucionales que más garantizaban las diferencias sociales, y aseguraban su reproducción puertas adentro de las entidades, era la subordinación de la obra asistencial a los fines moralizadores y al objetivo central –compartido en una relación de horizontalidad social entre elite gobernante y asistencial– de ordenar la pobreza más que erradicarla, posibilitando que la pléyade de instituciones de ayuda, en sus diversas tipologías y funciones, operaran como espacios de reproducción de las desigualdades sociales. Además, es interesante señalar para el significado de las prácticas asistenciales, que, en el plano de las instituciones de la sociedad civil, del mismo modo que en las decisiones estatales, lo social aparecía como subsidiario de otros fines. En efecto, la ayuda a los pobres, en muchas coyunturas, no era pensada como una función en sí misma sino como un medio de salvación. Así en el reglamento de las conferencias vicentinas y en muchas de estas instituciones de amparo social, el primer objetivo que la sociedad proponía a sus miembros era su propia santificación: “[…] la conferencia se reúne no a discutir sistemas para alivio de los pobres, sino a excitarse mutuamente a la caridad y demás virtudes.”11

En la Memoria trianual correspondientes a los años 1911–1913 de las hermanas Terciarias Franciscanas, al informar a las autoridades de la casa central en Buenos Aires sobre la cesión de un salón del colegio para el Comedor de Pobres de la Liga de Damas Católicas, además, de expresar que los gastos correrían a cargo de la comisión de señoras, ponían de manifiesto la dependencia de la acción social de fines morales, de adoctrinamiento y de contralor de los sectores obreros:

“Las hermanas al prestar su cooperación en esta obra tienen por fin principal moralizar, instruyendo en los deberes cristianos al gremio obrero… habiendo durante la comida un cuarto de hora de lectura sobre la doctrina cristiana.”12

Más allá de estas características comunes, en el interior de ese entramado asistencial, coexistía una diversidad de asociaciones con sus especificidades organizativas y funcionales, cuyo análisis permite visualizar los mecanismos de reproducción de las desigualdades.

Entre las instituciones con fuerte perfil caritativo estaban las Conferencia de Señoras de San Vicente de Paul, que fueron las más emblemáticas representantes de los modos como las damas católicas emprendieron la asistencia social. Como expresa Karen Mead, las líderes femeninas y sus consejeros espirituales aparecían como mejor informados que la jerarquía eclesiástica local con relación a los desarrollos del catolicismo social en Europa (Mead, 2001). El objetivo central de las Conferencias era el ejercicio de la caridad en todas sus formas para auxilio de los necesitados, cualesquiera que fuesen su nacionalidad o creencias. Ellas no invocaban la justicia social, sino que procuraban garantizar un nivel mínimo de subsistencia y con ello combatir al socialismo. Sostenían ese programa mínimo con su voluntarismo y su presencia física entre los pobres, estrategia que consideraban ampliamente eficaz para la conciliación de las clases. Ninguna obra de caridad se consideraba ajena a la institución, si bien la preferida era la visita a domicilio de las familias pobres, propendiendo de un modo particular

“[…] a la formación de hogares morales y honestos que cifren su dicha en el trabajo […] el óbolo de la caridad para remediar sus necesidades y juntamente con él las palabras de consuelo con que levantar los ánimos abatidos e infundirles la resignación que su estado requiere en la honradez.”13

Las conferencias vicentinas se inscribieron en el entramado de la red asistencial con una identidad propia en lo atinente a la integración de sus miembros, a la composición de sus recursos y al alcance de su acción social. Con respecto a los asistentes, la especificidad de esta institución residía en que, desde el punto de vista de la composición de las socias, el esfuerzo de las vicentinas era mucho más inclusivo que la conformación elitista y fuertemente endogámica de la Sociedad de Beneficencia. En este sentido, las integrantes de las conferencias hicieron suyo el mensaje papal acerca que la extensión de la caridad debía quedar en manos de las mujeres como agente de la conciliación de clases. En lo referido a los canales de financiamiento, ellos provenían tanto de las grandes campañas de recolección de fondos como de las contribuciones pequeñas y regulares de numerosas personas, un pequeño dividendo de la lotería nacional y los subsidios nacionales, provinciales y municipales, lo que demuestra la operatividad del modelo mixto entre caridades y Estado. Sin embargo, las conferencias se desarrollaron dentro de un círculo de acción limitada por la falta de recursos y la direccionalidad del asistencialismo se focalizaba en los marginales y en el cuidado y educación de los niños pobres.

Dentro de la heterogeneidad de asociaciones, un número significativo de ellas estaba integrado por aquellas entidades que, además de su función de protección, tenían un perfil definido hacia el control social, el mantenimiento de las jerarquías y la reproducción de las diferencias sociales. Era el caso del Asilo de Nuestra Señora de la Nievas que albergaba cuarenta niñas pobres y abandonadas

“[…] proveyéndola al mismo tiempo de vestido, alimento e instrucción correspondiente a su condición; eso es, formar en ellas sirvientes hábiles y útiles a la sociedad distinguida y para que se ganen el pan honradamente.”14

Similares propósitos tenía el Asilo de Huérfanas y desvalidas de la Sociedad de Damas de la Virgen del Milagro,

“[…] siendo su plan de estudio primario e industrial abarcando religión, lectura y escritura, las cuatro primeras operaciones aritméticas, nociones de historia y geografía y el aprendizaje general de las faenas que le serán indispensables para salir del Asilo, ganarse honradamente la vida de acuerdo a la condición social a la que pertenecen.”

Por otra parte, el Centro Cultural Obrero Femenino, dirigido por Custodia Novillo Montenegro, perteneciente a una tradicional familia patricia y que tenía como lema de la institución “Trabajo, Ahorro y Carácter”, funcionaba nítidamente como un mecanismo de preservación y reproducción de las diferencias y las desigualdades, al evitar, a través de sus enseñanzas:

“[…] un criterio extraviado en la contemplación más o menos errónea del mundo exterior, del comentario injustificado de lo ajeno […] abriéndoles el horizonte insospechado de una posible reivindicación superior […].15 Manifestaciones claras del alcance de la protección social: auxiliar a los carenciados pero sin promover la movilidad social en los sectores bajos.

Manifestaciones claras del alcance de la protección social: auxiliar a los carenciados pero sin promover la movilidad social en los sectores bajos

Si bien todas las asociaciones estaban inspiradas en el modelo cristiano de sociedad, contrario a la secularización de la moral y de las costumbres y garante de los valores tradicionales, sin embargo, en el heterogéneo mosaico de las instituciones caritativas, algunas priorizaban los fines de regeneración sobre los de asistencia social. Dentro de estas características se encontraban el Asilo de María Inmaculada de la calle Caseros al 943, “[…] una escuela de regeneración, la única que ofrece amparo y asilo a las víctimas que la corrupción va dejando a diario, desde la más humilde hasta la más alta capa social” y el Asilo de San José dirigido por las esclavas del Corazón de Jesús en el Pueblo General Paz donde se albergaban 89 asiladas de 14 a 18 años, espacio asilar

“[…] donde se preservan de la corrupción tantas jóvenes, librándolas conjuntamente de la degradación moral y de las funestas consecuencias que para el cuerpo traen las malas costumbres […] Preservar, pues o apartar del vicio es obra no solo moralizadora, sino altamente social y humanitaria […].”16

La expresión más genuina de estas instituciones “redentoras”, no obstante, fueron los Colegios de preservación de la Asociación Protectora de las Jóvenes dirigidos por las religiosas adoratrices esclavas del Santísimo y de la Caridad, institución constituida en Buenos Aires en noviembre de 1922 y que obtuvo la personería jurídica en enero de 1923. Los fines regenerativos quedan explicitados en los estatutos donde se expresaba:

“[…] La misericordia de esclavas de Dios, que sobre ser infinita como todas sus perfecciones está por encima sus obras, se manifiesta en el mundo bajo diferentes formas haciendo brotar en el dilatado campo de la iglesia, y según lo exigen las múltiples y variadas necesidades inherentes al pecado de Adam, instituciones benéficas que, a la vez que florecen y llenan la tierra con la fragancia de sus virtudes, son un dique poderoso contra el torrente devastador de las pasiones desbordadas y una protesta enérgica contra la depravación de las costumbres[…].”17

Con respecto a la vida interna, se les suministraba conocimientos que correspondían a su clase y sexo: lectura, escritura, aritmética, geografía, historia y adiestramiento en los quehaceres domésticos “para ganarse honradamente el sustento”.

Finalmente, había una gama de Instituciones–Talleres que se mantenían con el trabajo de los asistidos. Es decir, los beneficiados con el espacio asistencial no eran meros sujetos asistidos gratuitamente sino constructores de la relación asistencial. Es el caso del Asilo de Pobres San Francisco Solano, sostenido por la Conferencia Vicentina de Copacabana, donde se alojaban en departamentos 36 familias que hacían un total de 140 personas, cuya subsistencia provenía del producido de su trabajo, de manera que cualquier alteración de la rutina laboral las colocaba en una situación dificultosa.18 Con respecto al taller de la Sagrada Familia, tenía una triple finalidad: favorecer a la mujer necesitada mediante un “moderado, honroso y productivo trabajo”, proveer de un asilo a las niñas huérfanas y sostener una escuela para niñas externas, impartiéndoles no sólo una enseñanza gratuita, moral y religiosa sino también el aprendizaje de los conocimientos industriales y de labores que les posibilitara los medios subsistencia “propios de su clase. El análisis minucioso del reglamento del Taller evidencia con claridad como él mismo operaba como un mecanismo de integración y ordenación de la pobreza, como un agente activo del proyecto civilizador de las elites cordobesas cuya peculiaridad residía en el fuerte contenido religioso del mismo y como un defensor del rol tradicional de las mujeres pobres en el mercado laboral. En este sentido, si bien se aseguraba a las costureras y bordadoras un medio de subsistencia en un mercado con demanda decreciente por la expansión de la producción en serie, al mismo tiempo, se

“[…] procuraba infundir y arraigar en el corazón de la mujer el amor a la virtud, al trabajo y al orden doméstico por medio de instrucciones morales, lecturas religiosas y prácticas piadosas […] por medio de una enseñanza propia de su clase basada en el temor a Dios y el amor al trabajo.”

Por otra parte, la preservación del orden y la disciplina constituían las consignas que regían la rutina laboral, disciplinamiento que se materializaba en las condiciones de admisibilidad, en la organización de los espacios interiores, en la duración de las jornadas de trabajo y en los momentos de recreación y de enseñanza moral y religiosa. Acorde con estos principios, se establecía que las personas que concurrieran al Taller se conformarían con el régimen, disciplina y orden establecido.19El “departamento de las obreras”, debía ser espacioso, reunir las condiciones higiénicas y permanecer completamente separado del departamento de huérfanas de tal manera que las niñas no tuvieran comunicación con las concurrentes a los salones de trabajo.

Con respecto a las jornadas laborales, las horas de trabajo variaban según las estaciones, pero “[…] todas debían llenar el tiempo requerido y trabajar en el mismo taller según las instrucciones y ordenes de la superiora para tener derecho al precio convenido”. Por su parte, las que ingresaban como aprendices no tenían derecho a percibir el jornal establecido unilateralmente para las obreras durante su aprendizaje y se “[…] contentarán con lo que la Comisión les designare”. Por último, debían procurar hablar lo menos posible y no perturbar el orden y la disciplina del establecimiento.20 En síntesis, el Taller de la Sagrada familia, con sus tres departamentos –el de niñas huérfanas y desvalidas, el taller propiamente dicho y la escuela de mujeres externas– cumplía funciones de protección, educativas y de provisión de trabajo para las mujeres necesitadas, pero al mismo tiempo reforzaba los mecanismos de dominación y vertebración social. Es decir, asistentes y asistidos participaban en la construcción histórica de la relación asistencial, que era resultado del consenso y del conflicto entre actores desigualmente dotados de capital.

Las experiencias vivenciales puertas adentro testimoniaban también cómo esas instituciones se convertían en ejecutoras del proyecto civilizador de la modernidad a través de “mejorar las costumbres de los pobres”. Pero, además, una parte sustancial del mensaje adoctrinador llevaba a inculcar a los asistidos la resignación hacia su situación de precariedad: “[…] el óbolo de la caridad para remediar sus necesidades y juntamente con él las palabras de consuelo con que levantar los ánimos abatidos e infundirles la resignación que su estado requiere en la honradez.”21 Más significativo para nuestra problemática de la desigualdad, sin embargo, era la existencia de una protección claramente segmentada. En efecto, el universo de los amparados en las instituciones asistentes de la minusvalía social y de la acción caritativa emergente no era homogéneo, sino que presentaba diferenciaciones internas que eran, a su vez, reflejo de un espacio social fuertemente fragmentado. Esa jerarquización del campo asistencial se manifestaba en la existencia de lo que podríamos llamar “pobres del tugurio” y los denominados “pobres vergonzantes”. Estos últimos hacían referencia a las personas que carecían de lo indispensable para costear su subsistencia pero que, por razones de vinculación social, no podían permanecer en los asilos ni realizar trabajos reñidos con su abolengo social. Para atender las necesidades de estos “pobres con privilegios”, se crearon asociaciones específicas como la Sociedad de Hogar que socorría “a pobres ancianos con vinculaciones sociales” y el Asilo de Señoras Pobres Vergonzantes administrado por las religiosas de la Inmaculada, donde se procuraba a las ancianas habitación higiénica, con luz eléctrica, desayuno almuerzo, cena y “la asistencia médica practicada con toda caridad, abnegación y desinterés por un distinguido facultativo, el Doctor José Nores”.22 El resultado de esas diferenciaciones se traducía en la existencia de dos tipos de prácticas caritativas:

“[…] La caridad –elegante y fina– se realiza divirtiéndose, bailando, tomando champagne, haciendo música y derrochando por todos lados el dinero que se saca. La otra, la que llega hasta el tugurio, la que ofrece comida y cama sin preguntar quién es ni de dónde viene, la que alberga al que lo solicita sin exigirle nada, esa es la miserable, la abandonada y la que no da fiestas porque su existencia es muy austera […].”23

La heterogeneidad también se manifestaba, sin embargo, al interior de los sectores subalternos en donde existía una distinción entre los asistidos que eran susceptibles de inclusión social y aquellos otros que sólo había que contenerlos para que no cayeran en el delito y en la inmoralidad. Para los primeros, la asistencia buscaba insertarlos, a través de la educación, al mundo del trabajo. Era el caso de las escuelas dominicales para el servicio doméstico:

“[…] llamadas a ocupar en ella [la clase obrera] un elevado puesto y es por eso que nuestra asociación interpretando fielmente los sentimientos de esta sociedad procura por medio de estas escuelas el mejoramiento de sus costumbres y a la vez la necesaria instrucción de que en su mayoría carecen […].”24

Para los segundos, no se proyectaba la inclusión social, sino evitar su “peligrosidad” mediante el establecimiento de centros periféricos

“[…] para educar a esa muchedumbre de chicuelos que en vano convocaríamos a otros centros de educación de donde los mantienen constantemente alejados tanto la distancia como la miseria indumentaria que usan […] allí reunidos al aire libre se afanan nuestras socias por inculcar los principios de moralidad y cultura en la mente de esos menores hasta quienes no alcanza la acción civilizadora de los poderes públicos […].”25

Además, la “acción protectora” no llegaba a los considerados “deshonestos, viciosos o no susceptibles de regeneración”. En este sentido, en la adopción de las familias pobres que debían hacer las señoras vicentinas, se establecía reglamentariamente que era preciso

“[…] fijarse sólo en aquellas cuyo alivio esté exento de inconvenientes y no pueda ser causa de desedificación […] de no adoptar más que a los pobres que viven en casas honestas. Conviene, además, tener mucha prudencia con los pobres que tienen algún vicio grave; estos pobres no deben ser excluidos completamente; pero no debemos visitarlos sino en tanto que se tiene la esperanza de corregirlos […].”26

La discriminación se hacía también manifiesta en la mayoría de las asociaciones religiosas dedicadas a la protección social, donde se establecía una jerarquización nítida entre los diferentes grupos de beneficiados. En el interior de la casa de las Terciarias Franciscanas convivían las asiladas huérfanas quienes transcurrían sus días en el Asilo, donde se les otorgaba lo necesario para la subsistencia, recibían instrucción moral, religiosa y primaria hasta tercer grado según el programa de estudios de Asilos y Talleres y se las ocupaba en todos los quehaceres de la casa en los cuales aprendían el trabajo del hogar y la enseñanza de labores, corte y confección, adecuados a su género y clase.27 Con ese aprestamiento en el taller, se procuraba colocarlas en casas de comercio, en cualquier trabajo acorde con sus habilidades y/o en la tienda para ventas que poseía la institución, donde se les pagaba el 10% del valor de la mercadería y, en no pocas ocasiones, se les abonaba con tres meses de retraso.28 Con esta enseñanza práctica, las jóvenes asiladas podían ganarse la subsistencia. En un escalón social más alto, se ubicaban las pupilas y medio pupilas que concurrían a la escuela externa y asistían a un centro de doctrina. En una situación más independiente, revestían las pensionistas que asistían a las escuelas laicas, cuyo ambiente era considerado contrario de los deberes religiosos. Los asistentes, para evitar lo que consideraban nocivo al orden y disciplina del pensionado, mantenían a las jóvenes separadas físicamente de los otros dos grupos e iniciaron una sistemática tarea de adoctrinamiento a través de “conferencias de doctrina superior”; con ello se buscaba subordinar la promoción cultural a lo estrictamente doctrinario: “que las jóvenes se instruyan y ajusten a los preceptos de la moral y de la religión”.29

Otra estrategia que multiplicaba las dimensiones de la desigualdad la constituyeron las reasignaciones de fondos. Un caso paradigmático, en ese sentido, fue la solicitud elevada al concejo deliberante por la Sociedad Hogar Ayuda Social –institución benéfica que otorgaba ayuda moral y material a los hogares y familias distinguidos sin recursos para su sostenimiento– para administrar los fondos del impuesto a los pobres para destinarlos a viviendas de “estos hogares venidos a menos”. En 1920, el presupuesto otorgado al comedor de pobres de San Vicente, sostenido por el párroco con una comisión de damas, fue afectado al mejoramiento de la casa parroquial aduciendo “no haber notado verdadera necesidad”.30 Pero, además, la acción social se veía obstaculizada por los conflictos de competencias entre los mismos asistentes. Es el caso que se generó entre las Damas de la Liga Católica, que regenteaban el Comedor de Obreros desde el año 1913 y la Congregación de las Hermanas Terciarias Franciscanas de la Caridad, donde funcionaba el mismo. Las hermanas elevaron su disconformidad, acusando a las señoras de la Liga de limitarse a repartir raciones de comida y “arrojarse poderes que les desconocemos y que atentan contra los intereses de la congregación”.31 Decisiones y lenguajes asistenciales que traducen, no sólo una concepción moral de la pobreza, sino también una acción discriminatoria de la asistencia social, que reforzaba las dimensiones de la desigualdad entre los receptores de los actos caritativos, excluyendo de los beneficios a los sectores más marginales del mapa social urbano, lo que se tradujo en resultados muy limitados en términos de inclusión y equidad. Era un tipo de desigualdad que se daba porque las relaciones entre dos o más actores del modelo eran asimétricas, porque las reglas que gobernaban la relación fueron inequitativas y porque se enfrentaban agentes con capacidades y recursos disparejos. Ésa era la cara más visible de los dispositivos generadores de desigualdad, que se vinculaban con las relaciones de discriminación, abuso y explotación. En síntesis, las acciones articuladas solo buscaban administrar la pobreza, asegurando los bienes necesarios para la subsistencia o mejorando la situación personal y familiar a través de ofrecer un medio de ganarse la vida (Reygadas, 2004). Por otra parte, la dominación ejercida por los asistentes tenía también una dimensión ideológica y cultural; es decir, a través de una serie de estrategias culturales, como celebraciones, rituales, espacios de recreación, las elites asistenciales se propusieron la generación de un consenso activo por parte de los asistidos con los modelos de atención social y con los fundamentos ideológicos y políticos subyacentes a la cultura benéfico–asistencial. Ese conjunto articulado de rituales fijaba, a través de los objetos, los gestos y las palabras, el lugar que le correspondía a cada uno en la jerarquía de los poderes (Cuño, 2013). En este sentido, el reparto anual de ropa confeccionada y costeada por las instituciones como premios para los niños asistentes a la enseñanza de la doctrina eran estrategias rutinarias tendientes a cristalizar la adhesión a los objetivos institucionales.32

Por otra parte, la heterogeneidad de las instituciones y acciones derivó en fragmentación y atomización, limitando la concreción de objetivos, la pérdida de un proyecto transformador a largo plazo, y reflejaba una incapacidad para leer en clave política los riesgos y las vulnerabilidades que atendían. De allí, que la eficiencia del modelo benéfico–asistencial, “la política de protección” discursivamente pregonada, se caracterizó por su tibieza, por constituir una mezcla de humanitarismo tradicional con el deseo de un orden social eficiente, sin lograr ni un mejoramiento sustancial de las condiciones de vida material ni menos aún la erradicación de los graves problemas sociales, contracara del crecimiento económico. En ese aspecto, la tendencia más destacable era centrarse en la estructura más que en la sustancia del problema: cómo aliviar los efectos más crueles de la indigencia. Es decir, se privilegiaba el paliativo coyuntural de las carencias sobre la remoción de sus causas. Parte de estas limitaciones formales en la acción social tendieron a modificarse a fines de la década de 1920, a medida que el funcionamiento de las instituciones de la sociedad civil fue dependiendo en mayor medida de los fondos estatales, lo que condujo a que los gobiernos provinciales y municipales implementaran y ajustaran los mecanismos de control administrativos y financieros. Ese fue el sentido de la ordenanza 2706, del 11 de febrero de 1926, que implicó la intervención del poder municipal en el funcionamiento y contralor del modelo asistencial, al establecer que las instituciones, asociaciones y corporaciones subvencionadas debían elevar la documentación que acreditara la personería jurídica, la autorización eclesiástica y los balances institucionales.33 No obstante, estos primeros avances del Estado sobre el modelo mixto de acción social no implicaron cambios estructurales tendientes a revertir las prácticas y cultura asistenciales vigentes.

Las relaciones jerarquizadas y desiguales y las estrategias de apropiación y resistencias de los asistidos

La historiografía contemporánea sobre la asistencia social ha cuestionado la visión canónica del control social y su centralidad interpretativa en los benefactores, sus ideas y sus prácticas como factores determinantes en las transformaciones de la asistencia. Este viraje, junto con la revalorización de la human agency, ha puesto un énfasis en la indagación histórica de los usos de la beneficencia como una relación desigual de reciprocidad que recupera la vida cotidiana de los sectores marginados, cuya rutina diaria transcurría en las diferentes instituciones de la red asistencial, permitiendo visualizar los procesos de recepción, apropiación y resistencias de los mismos.

Los asistidos construyeron su identidad a través de su saber práctico, que se generaba y definía en relación con una praxis y unos contextos específicos. Ellos, en la diversidad de instituciones asistenciales, forjaron sus identidades sobre el parámetro de la reciprocidad desigual y sobre la necesidad de la subsistencia (Cabana Iglesia y Cabo Villaverde, 2013). La mayoría aceptaba la idea de que la vida era dura, que la misma sería siempre así para ellos por la falta de educación y de poder, que su diario vivir transcurriría con lo mínimo y en condiciones de apiñada intimidad en una misma posición. Realizaban el trabajo más pesado y tenían la vista en un horizonte cercano, lo que tomaban como un hecho natural que venía dado. Normalmente no concebían sus vidas como una línea ascendente en términos de movilidad social o de bienestar económico, sino que la inmediatez y el vivir el presente eran las características de su devenir. Es decir, construyeron su percepción subjetiva sobre la base del mantenimiento de la seguridad de la subsistencia. Sus prácticas se ajustaban a la idea de que el mundo exterior era extraño y con frecuencia hostil, que en él residía el poder y que era difícil relacionarse con el mismo en sus propios términos. Constituía el mundo de “ellos”, el de la elite asistencial con poder sobre sus vidas en casi todos los aspectos; el espacio en las instituciones se dividía entre “ellos y nosotros” (Hoggart, 2013); “ellos” eran los de arriba, los que repartían “las ayudas sociales y “los nosotros” eran visualizados y se auto representaban como sometidos al espíritu del orden, de la disciplina y la subordinación imperante.

Todos compartían esa imagen como “pobres marchitados por las luchas de la vida”34, y esa mirada estuvo reforzada por los discursos de los asistentes destinados a inducir en las subjetividades de los asistidos las representaciones favorecidas por las instancias de poder de una sociedad. En efecto, además de la experiencia práctica de los asistidos, había un deliberado relato que fortalecía el mensaje de “afrontar con serenidad las desdichas de esa miserable vida” debido a sus limitaciones innatas o culturales, que legitimaba la acción social desde arriba y que convertía a los benefactores en los únicos actores dotados de la capacidad y recursos para amortizar los desajustes de la cuestión social, preservando las relaciones verticales.35Esos discursos emitidos desde posiciones de poder fueron apropiados por sus receptores, en gran medida como resignación o acomodamiento a las situaciones concretas de existencia y a la falta de perspectivas mejores. Por ello, la inmediatez y vivir el presente eran las características de su devenir. Como ha expresado Fiorela Mancini, para quienes se encontraban inmersos en la lógica de la precarización, en la economía de subsistencia o en el desempleo, la adaptación permanente se tornaba en un mecanismo indispensable de sobrevivencia. Ello implicaba su naturalización y aceptación social y permitía mantener los límites para el funcionamiento de las recompensas sociales en función de las rutinas de las organizaciones. Eran los asistidos los que asumían la responsabilidad de sus fracasos existenciales y los proveedores intentaban no exponerlos como parte de una estructura que reflejara las condiciones sociales inequitativas. Esto se manifestaba claramente en los acontecimientos de sociabilidad festiva, donde se procuraba exteriorizar los incentivos y condiciones de protección otorgadas.36

A pesar de que las relaciones no fueron siempre dicotómicas, sino que en varias ocasiones las elites empatizaban con los asistidos a través de estrategias de negociación y regateo y les otorgaban ciertas concesiones o los receptores se apropiaron creativamente de las bondades del modelo, las situaciones de desigualdad eran el caso normal. Así la negociación se presentaba como la posibilidad que el orden triunfante impone en condiciones de desigualdad, bajo la apariencia de una igualdad original y que resulta ser la forma que tiene lo hegemónico de agenciar las prácticas de los sujetos subalternos a favor de su propia reproducción (Quiña, 2011). En este sentido, la Sociedad Protectora del Taller de la Sagrada Familia organizó talleres en las diversas ramas y actuaba como la encargada de buscar trabajo a las obreras asiladas colocándolas, de acuerdo a las fluctuaciones de la demanda de trabajo, en fábricas o casas de comercio acreditadas – como el caso de la fábrica de cigarrillos del señor Leiva y el establecimiento comercial del señor Caéiro en la ciudad capital de Córdoba– contratando un operario para adiestrarlas en el oficio. Es decir, la comisión de señoras encargadas del Taller ejercía la función de proveedoras y/o de mediadoras de puestos de trabajo, lo que permitía asegurar un ingreso a los desocupados para su supervivencia y el control de los colocados, si bien era generalmente una retribución inestable y de pago diferido. Con respecto a los salarios de las obreras, su percepción demoraba, en no pocos casos, más de 6 meses y se debía acudir a la ayuda particular para hacerlo efectivo.

Como ya se expresó en páginas previas, la desigualdad no es un estado fijo e invariable, sino una configuración que resulta de la tensión entre tendencias contradictorias, continuamente se reproduce pero siempre se ve desafiada. Ello implica que para dar cuenta de la complejidad de los procesos y mecanismos de inequidades es necesario también explorar y hacer visibles en el universo de los monopolios simbólicos y materiales, las estrategias y prácticas que pueden contribuir a cuestionar las desigualdades, a generar solidaridades y a atenuar las fronteras erigidas entre los grupos. Así en la urdimbre benéfico- asistencial analizada, bajo la aparente aceptación del peso de una estructura verticalista y del discurso dominante, se escondían algunas muestras de resistencias de los sujetos asistidos que evidenciaban un cuestionamiento a las normas impuestas. Nos referimos a las sutiles batallas para negociar, confrontar o resistirse, las más de las veces con estrategias individuales. La definición y cuantificación del fenómeno plantea serias dificultades debido a los problemas de fuentes y de interpretación, fundamentalmente la dificultad de reconstruir las voces de los asistidos y también de distinguir entre el interés personal y la expresión de una oposición de carácter más colectivo. Esta limitación conduce a adoptar un abordaje indiciario para visibilizar, a través del rescate de vestigios documentales sobre las prácticas, comportamientos, actitudes, expresiones populares y emociones contenidas, las críticas a los límites y jerarquías que experimentaban como actores constructores de las relaciones asistenciales. Un caso frecuente de expresiones encubiertas de resistencias por parte de los asistidos fue la lentitud en el trabajo y, por ende, el escaso rendimiento, una actitud que contradecía los fines regenerativos del trabajo impulsados por la elite asistencial”.37 En los asilos, internados y pensionados, las memorias y notas elevadas por las autoridades patentizan las resistencias a las normativas impuestas:

“[…] nos cuesta mucho sostener la disciplina moral de carácter religioso por el ambiente liberal de las escuelas, por la falta de religión que adolecen muchos hogares y lo cierto es que la debilidad de sus convicciones las hace indiferentes y aún rebeldes al cumplimiento de los deberes religiosos […].”38

La revista Hortus Conclusus de la congregación de las Hermanas del Huerto, al evocar su trabajo en los asilos, confirmaba ese clima de guiones ocultos, en palabras de James Scott (1990): “trabajo costóles reducir al orden aquellos asilados acostumbrados a vivir sin disciplina ni freno alguno.”39 En 1925, en una circular interna de la Congregación de las Franciscanas de la Caridad, se insistía en la disipación que permitía romper el orden imperante y deseado.40 En la escuela de Nuestra señora del Valle que educaba 105 niños pobres, las damas vicentinas también testimoniaban las dificultades existentes para llevar a cabo sus tareas, expresando que su acción social implicaba una lucha con santa porfía venciendo muchos obstáculos.41

Es decir, a pesar de la verticalidad de la trama organizativa, la rigurosidad de las constituciones y reglamentos, las resistencias cotidianas eran expresiones de demandas y reclamos contenidos. No obstante, es importante señalar que, en condiciones normales, esas resistencias no constituyeron un peligro serio para la supervivencia del modelo y el poder institucional de los detentadores del modelo asistencial.

A modo de conclusión

Actualmente, asistimos a una creciente inquietud de la historia social por la indagación de las modalidades del retorno de la sociedad civil en la agenda social, política, estatal y científica. Una manifestación de ese protagonismo se patentiza en los trabajos dedicados a recuperar el rol de las asociaciones asistenciales, de fuerte filiación religiosa, dedicadas a paliar la situación de indigencia de los grupos sociales precarizados en las primeras décadas del siglo XX. Esta revalorización adquiere mayor relevancia porque lo social en la modernidad liberal se construyó en la intersección de lo civil y lo político, al asociarse ambos registros con el propósito de neutralizar el violento contraste que las condiciones vulnerables de vida imperante en vastos sectores de la sociedad oponían al dispositivo civilizatorio de las elites dirigentes.

En este contexto historiográfico, la presente contribución demuestra como la acción social se desarrolló en una tensión permanente entre la necesidad de atender y auxiliar la pobreza sin trabajo, articulando una mixtura de estrategias que le garantizaran la subsistencia, la moralización de sus costumbres y la adquisición de ciertas habilidades para el trabajo digno, y la reproducción de las desigualdades sociales. Con respecto al primer aspecto, el abordaje desde la perspectiva del poder agencial de las prácticas de los asistentes y de los asistidos, ha permitido afirmar que la escasa institucionalización del modelo asistencial, la heterogeneidad de las instituciones y acciones, los escasos recursos asignados y las estrategias, relaciones y culturas asistenciales subyacentes derivaron en fragmentación y atomización, limitando las medidas adoptadas a la administración de la pobreza, asegurando los bienes necesarios para la subsistencia. Por otra parte, una parte sustancial del mensaje adoctrinador llevaba a inculcar a los asistidos la resignación hacia su situación de precariedad y a generar en ellos un consenso activo sobre las virtudes de ese modelo.

Además de agentes proveedores de seguridades mínimas para la sobrevivencia de los grupos más vulnerables, esta pléyade de asociaciones de diversas texturas y funciones, actuaron como espacios de reproducción de las desigualdades a través de las relaciones de dependencia, reciprocidad desigual y resistencia a las que estuvieron sometidas los diversos asistidos en el interior de las asociaciones de protección social. En efecto, la asistencia propiamente dicha, tendía a solucionar los desajustes sociales mediante la ordenación y control de los pobres y la dependencia de la acción social de los fines morales, de adoctrinamiento y de contralor de los sectores pauperizados, tratando de salvar con la caridad el abismo entre las clases, respetando las jerarquías y los mecanismos de dominación y vertebración social. No obstante, además, de una concepción moral de la pobreza, el otro aspecto destacable era la acción discriminatoria de la ayuda social, que reforzaba y segmentaba los beneficios concedidos mediante la limitación o eliminación de los mismos a los sectores más marginales del mapa social urbano, lo que se tradujo en resultados muy limitados en términos de inclusión y equidad social. Finalmente, es importante resaltar, en concordancia con los lineamientos contemporáneos de la historia social de la asistencia que rescata el poder estructurante de los sujetos, que los asistidos fueron también constructores de la relación asistencial para hacer frente al abandono, la falta de empleo, la enfermedad, la viudez o la carencia de redes de apoyo familiar. Aún en esa situación de inferioridad, sin embargo, no eran sujetos inarticulados sometidos rígidamente a los controles sociales, sino más bien agentes históricos conscientes y activos que hacían uso y usufructo del auxilio y establecían relaciones de reciprocidad, aunque desiguales, con los detentadores de la asistencia.

Notas

 1 Es importante resaltar que, en las últimas décadas, la historiografía nacional sobre la iglesia y el catolicismo ha puesto el énfasis en una historia social del catolicismo centrado en sus lógicas particulares, el comportamiento de sus organizaciones laicales y el conjunto de ideas de sus adherentes en la primera mitad del siglo XX. Resulta imposible reseñar en este artículo las numerosas contribuciones sobre esta temática. Para una visión historiográfica de las tendencias y problemáticas más transitadas, resulta importante el trabajo de Roberto Di Stefano y José Zanca (2015) que delinea la evolución de la producción histórica de los últimos cincuenta años. En nuestra provincia en particular, el desarrollo de las investigaciones sobre el asociacionismo católico han contribuido a enriquecer nuestro conocimiento sobre la labor de las instituciones religiosas que reivindicaron el rol de doctrina católica a través de los postulados de la encíclica Rerum Novarum para responder a las situaciones de vulnerabilidad social que trajo aparejada la cuestión social. Para el caso de Córdoba, merecen señalarse los trabajos-entre otros- de Gardenia Vidal (2002, 2013), Pablo Vagliente (2002) y Vidal y Blanco (2010).

2 Archivo Histórico de la Municipalidad de Córdoba (AHMC), Serie Documentos, año 1902, t. A–2–30, fj. 319.

3 AHMC, Serie Documentos, año 1907, t. A–2–9, fj. 139.

4 En efecto, la vigencia del modelo benéfico-asistencial, también se explica por la vinculación que muchos representantes políticos mantenían con algunas asociaciones caritativas a través de redes parentales, como representantes legales o bien como médicos de la institución. Así en 1920, el diputado Eduardo Deheza en el debate sobre el presupuesto para el hospital de Deán Funes, reconocía que muchas de las asociaciones de beneficencia o caridad lo contaban como “uno de sus mejores colaboradores, el senador José Ahumada reconocía ser el representante del Asilo Colegio Huérfanas Santa Teresa de Jesús y en 1926, el presidente del Círculo de Obreros por tercera vez consecutiva, Demetrio Roldán, obtuvo en su calidad de diputado el usufructo por tiempo indeterminado del local social por parte gobierno y fue posteriormente un activo gestor para lograr su donación. Cámara de Diputados de la Provincia de Córdoba, Diario de Sesiones, Año 1920, p.1168; Cámara de Senadores de la Provincia de Córdoba, Diario de Sesiones, Año 1921, p. 134; AHMC, Serie Documentos, Año 1926, t. A-2-82, fjs. 411-412.

5 AHMC, Serie Documentos, Año 1926, t. A-2-82, fjs. 435-438v.

6 Cámara de Diputados de la Provincia de Córdoba, Diario de Sesiones, año 1920, p.1168; Cámara de Senadores de la Provincia de Córdoba, Diario de Sesiones, año 1921, p. 134; AHMC, Serie Documentos, año 1926, t. A–2–82, fjs. 411– 412.

7 Memorias Trianuales del Conservatorio Provincial de la Sagrada Familia, años 1907 a 1931, s/f.

8 AHMC, Serie Documentos, año 1926, t. A–2–86, fj. 416.

9 Cámara de Diputados de la Provincia de Córdoba, Diario de Sesiones, año 1922, pp.1068–1069.

10 Los Principios, 1 de enero de 1915, p. 1.

11 AHMC, Serie Documentos, año 1926, t. A–2–82, fj. 101v.

12 Memorias de la Congregación de las Hermanas Terciarias Franciscanas de la Caridad, años 1911–1913.

13 AHMC, Serie Documento, año 1926, t. A–2–82, fj. 78.

14 AHMC, Serie Documentos, año 1916, t. A–2–53, fj. 115.

15 AHMC, Serie Documentos, año 1926, t. A–2–81, fjs. 235–242.

16 AHMC, Serie Documentos, año 1916, t. A–2–49, fjs. 392– 393.

17 AHMC, Serie Documentos, año 1926, t. A–2–81, fj. 388.

18 AHMC, Serie Documentos, año 1916, t. A–2–55, fj. 175.

19 Archivo del Arzobispado de Córdoba, Taller de la Sagrada Familia, Reglamento Provisorio, Legajo 53, t. I, s/f.

20 Archivo del Arzobispado de Córdoba, Taller de la Sagrada Familia, Reglamento Provisorio, Legajo 53, t. I, s/f.

21 AHMC, Serie Documentos, año 1926, t. A–2–82, fj. 78.

22 Provincia de Córdoba, Compilación de Leyes y Decretos de la Provincia de Córdoba, año 1923, pp. 536–537; AHMC, Serie Documentos, año 1926, t. VI, fjs. 64–66.

23 La Voz del Interior, 14 de noviembre de 1920, p. 4.

24 AHMC, Serie Documentos, año 1917, t. A–2–55, fjs. 207–209.

25 AHMC, Serie Documentos, año 1917, t. A–2–55, fjs. 207–209. El subrayado me pertenece.

26 AHMC, Serie Documentos, año 1926, t. A–2–82, fj.78.

27 Memoria del Conservatorio de la ciudad de Córdoba, formada por la Rectora Josefina de la Llagas para ser presentada al Capítulo a celebrarse en la casa madre del Instituto de las Hermanas Terciarias Franciscanas en setiembre de 1904.

28 Memoria de la Congregación de las Hermanas Terciarias Franciscanas de la Caridad, 1902, pp. 85–86.

29 Memoria del Conservatorio de la Sagrada Familia, años 1914–1916.

30 AHMC, Serie Documentos, año 1920, t. A–2–62, fj. 175.

31 Memorias de la Congregación de las Hermanas Terciarias Franciscanas de la Caridad, años 1917–1919.

32 Memoria del Conservatorio de la Sagrada Familia, años 1914–1916, s/f.

33 AHMC, Serie Documentos, año 1926, t. A–2–77, fjs. 334 a 337.

34 La Voz del Interior, 8 de junio de 1921, p. 3.

35 Memoria del ejercicio 1919–1920 de las Conferencias de la Señoras Vicentinas de Santa Rosa de Viterbo, Río Cuarto, 1922, p. 12.

36 Para más detalles sobre los alcances de las distintas formas de sociabilidad, festiva y conmemorativa, ver: Moreyra y Moretti (2015); Mancini (2015).

37 Memorias de la Congregación de las Hermanas Terciarias Franciscanas de la Caridad, 1925, passim.

38 Memorias de la Congregación de las Hermanas Terciarias Franciscanas de la Caridad, años 1917–1919, s/f.

39 HortusConclusus, revista mariana, 18 de marzo de 1909.

40 Memoria de la Congregación de las Hermanas Terciarias Franciscanas de la Caridad (1925).

41 Los Principios, 2 de agosto de 1919, p.2.

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