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Folia Histórica del Nordeste

versión impresa ISSN 0325-8238versión On-line ISSN 2525-1627

Folia  no.33 Resistencia dic. 2018

 

DOSSIER

Infancia y desigualdad en la pedagogía social salesiana (Córdoba, Argentina) a comienzos del siglo XX

Childhood and inequality in the salesian social pedagogy (Córdoba, Argentina) at the beginning of the 20th century

 

Nicolás Moretti*

* Instituto de Estudios Históricos-Centro de Estudios Históricos “Prof. Carlos S. A. Segreti”, Becario Doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina, morettinicolasd@gmail.com


Resumen

Durante las primeras décadas del siglo pasado, la situación de la infancia en condición de riesgo en Córdoba (Argentina) se reveló como una de las facetas más visibles de la cuestión social, consecuencia del acelerado proceso de modernización experimentado por la ciudad. En un contexto de predominio de un Estado liberal y la acción social de entidades benéficas del sector privado, los salesianos cumplieron un rol protagónico en el concierto de establecimientos destinados a la atención de la niñez plebeya. En el interior de sus colegios, aquellos niños atravesados por experiencias de carencia y marginalidad fueron destinados a llenar las vacantes de una educación orientada a formar obreros y artesanos, dejando las profesiones liberales para quienes, con mejor fortuna, se les daba la posibilidad de elegir otro destino. Así, el presente trabajo intenta avanzar en la comprensión histórica de los mecanismos de reproducción de la desigualdad social, fijando la vista hacia el interior de los espacios asistenciales. En la incorporación de los hijos de los sectores populares a los talleres de las escuelas de artes y oficios se encuentra la síntesis de la reproducción de un orden social desigual, que bajo la premisa de incluir, asignó roles e identidades definidas por un origen de clase.

Palabras clave: Infancia; Desigualdad; Educación profesional; Salesianos.

Abstract

During the first decades of the last century, the situation of children at risk in Córdoba (Argentina) was revealed as one of the most visible aspects of the social matters, a consequence of the accelerated process of modernization experienced by the city. In the context of the predominance of a liberal state and the social action of charities of the private sector, the Salesians played a leading role concerning the establishments dedicated to the care of the plebeian children. Inside their schools, those children who were influenced by experiences of deprivation and marginality were destined to fill the vacancies of an education oriented to train workers and artisans. In this manner, the liberal professions were destined to those who, with better fortune, were given the possibility of choosing another destination. Thus, this article represents a first approach in the historical understanding of the mechanisms of reproduction of social inequality, focusing on the inner organization of the Salesian assistance spaces. Within the incorporation of the children of the popular sectors to the workshops of the School of Arts and Crafts, lies the synthesis of the reproduction of an unequal social order which assigned roles and identities defined by class origin, according to the premise of including.

Key words: Childhood; Inequality; Professional education; Salesians.

Recibido: 15/07/2018
Aceptado: 06/09/2018


Que bien se ve esto [el trabajo en familia] en los Colegios salesianos, donde a un lado y otro de la hermosa iglesia o capilla “trabajan” las dos secciones: estudiantes y artesanos; aulas de letras y ciencias, y aulas de talleres; el mundo en pequeño; allí se forman los ciudadanos que en la vida social y civil irán a convivir. Quien no ve en esto un germen de armonía social, carece de sentido de la Providencia (Fierro Torres, 1965:18)

Ante un auditorio colmado, en la mañana del 5 de octubre de 1924, Arturo M. Bas pronuncia el discurso de apertura del IX Congreso Internacional de Cooperadores Salesianos, en el amplio salón que esa entidad posee en la ciudad de Buenos Aires. En su calidad de presidente de la comisión ejecutiva encargada de organizar el congreso, el orador ensaya en aquella ocasión una semblanza sobre Don Bosco y la acción educativa realizada por sus religiosos en el país. Podría haber sido un panegírico más. Bas, sin embargo, dando muestras de una retórica que ha sabido cultivar en su banca de diputado, destaca en su discurso aquellos conceptos e ideas que lo identifican como una figura clave del catolicismo social. Los oratorios festivos salesianos desparramados por todos los rincones de los barrios marginales de la República, no son tanto una conjunción de juegos y diversiones con la excusa de acercar a los niños humildes al catecismo. Junto con las escuelas de artes y oficios, Bas observa en ellos la consagración de una verdadera “democracia obrera” que, en sus orígenes, se ha adelantado aún a la Primera Internacional. Para él la lucha de clases, bastión ideológico y discursivo del socialismo, encuentra en los salesianos una solución basada en la “armonía” y el “amor”. En sus oratorios y talleres, “obreros y estudiantes, ricos y pobres”, se mezclan e interactúan en un ejemplo de aproximación de clases que en el exterior no encuentran otra forma de dirimir sus conflictos sino es a través del “odio” y la “guerra”.1

En realidad, Bas no es del todo original. Ya el Papa Pio IX –contemporáneo de Don Bosco– había celebrado la acción del “apóstol de la juventud” destacando también que en su obra tenía lugar la conciliación de clases. Ambas consideraciones, separadas por medio siglo de distancia, hacían referencia a uno de los rasgos distintivos de una congregación nacida en los umbrales de los conflictos sociales provocados por los procesos de industrialización en las grandes urbes europeas: la instrucción profesional en un arte u oficio dirigida de manera gratuita a niños y jóvenes en condición de riesgo, convivía en las instituciones salesianas con un trayecto escolar destinado a educar a otros alumnos en profesiones liberales. En el centro de su pedagogía social se hallaba la convivencia pacífica entre “artesanos” y “estudiantes”, “los hijos del proletariado y de la burguesía”, creando la atmosfera adecuada para la resolución de la cuestión social en ciernes.

A finales del siglo XIX y principios del XX, las élites políticas e intelectuales argentinas observaban con preocupación los destinos de una gran cantidad de niños que transitaban sus existencias por fuera de los circuitos que ellos consideraban normales para su desarrollo. La familia bien constituida y el trayecto escolar obligatorio eran realidades desconocidas para quienes circulaban en los espacios públicos ejerciendo la delincuencia o practicando la mendicidad, e incluso para aquellos menores que tempranamente se incorporaban al mercado de trabajo. En un contexto de fuerte prescindencia del Estado en materia de política social, numerosas instituciones benéficas atendieron esas situaciones de abandono y desamparo, en consonancia con las preocupaciones acerca del control y el disciplinamiento y, más aún, la inclusión de los sectores populares al mundo laboral. Las múltiples y heterogéneas experiencias asistenciales que modelaron la atención de las demandas sociales en este periodo, encerraron mecanismos sutiles, muchas veces vedados, a través de los que la desigualdad social se reprodujo en un contexto de vertiginosas transformaciones asociadas a la modernización.

En sociedades complejas es esperable encontrar gran cantidad de diferencias y disparidades entre sus miembros. De allí que la mirada analítica debe posarse en advertir acerca de la magnitud de esas diferencias y, fundamentalmente, en visibilizar y comprender la inequidad de los procedimientos que las producen, llamando la atención acerca de la legitimidad de la distribución de las cargas y beneficios entre todos los miembros de la sociedad (Reygadas, 2008: 12). En este sentido, aunque sus expresiones hayan estado presentes de manera tangencial en numerosos trabajos vinculados mayoritariamente a la cuestión social o el movimiento obrero, la agenda de los historiadores mostró escaso interés por las causas profundas que originan los diferentes tipos de desigualdades y, menos aún, por los mecanismos que permiten su permanencia y reproducción.

Esta vacancia se registra también en los estudios abocados a la historia de la infancia, aun cuando en las últimas décadas en América Latina se han logrado importantes avances que implicaron, además de ampliaciones temáticas y metodológicas, el establecimiento de un fructífero dialogo interdisciplinario con la sociología, la antropología, la etnología y la psicología.2 La infancia en situación de pobreza, el trabajo de niños y niñas en contextos urbanos y rurales, la delincuencia infantil, las diferencias entre las categorías “niño” y “menor”, son algunos de los temas sobre los que los investigadores han depositado su atención. En este sentido, dichas indagaciones han estado fuertemente vinculadas también al estudio del asistencialismo, principalmente lo que hace a los sistemas de corrección y educación ideados especialmente para la niñez desvalida.3 Es cierto que por ser un continente atravesado profundamente por la desigualdad, todo abordaje histórico-social de las experiencias y representaciones de los niños supone, al mismo tiempo, dar cuenta de la historia de las desigualdades (Castillo-Gallardo, 2015). Justamente, en un clima historiográfico atento al abordaje de realidades pretéritas que expresan situaciones de profunda inequidad, resulta llamativo que las claves de análisis no hayan puesto a dicho fenómeno en el centro del debate.

Nuestra intención en las páginas que siguen es, precisamente, avanzar en la comprensión histórica de los mecanismos de reproducción de la desigualdad social, fijando la vista hacia el interior de los espacios asistenciales. Esto no implica tanto relativizar las tareas de auxilio social llevadas a cabo por las entidades benéficas, laicas y religiosas, como ampliar los horizontes de indagación sobre las formas en que nutrieron su permanencia. Para ello, nos centraremos específicamente en el análisis del proyecto educativo de una congregación religiosa que tuvo un rol protagónico en la atención de la infancia plebeya en la Argentina moderna.4 Los salesianos, de hecho, conocieron una expansión territorial sin precedentes en el país durante los últimos lustros del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Pero más allá de las especificidades propias de su carisma, los trazos más gruesos de su misión educativa aquí analizada muestran puntos de contacto con un modelo asistencial dirigido hacia los niños y jóvenes más vulnerables que se mostró hegemónico en su tiempo. De allí que sin pretender universalizar una experiencia histórica particular, entendemos que su análisis en profundidad supone una oportunidad de repensar tanto la acción educativa de la congregación salesiana como las tareas de auxilio social durante la modernización, en términos de desigualdad.

En la determinación del destino futuro que su pedagogía social imprimió en los escolares –bajo una concepción de la sociedad que naturalizaba la existencia de clases–, es donde deben buscarse los fundamentos de un mecanismo que, bajo el velo de la función igualadora en lo cívico y en lo moral, reprodujo las desigualdades que atravesaron el tejido social y, en particular, el mundo infantil en esos años.

Infancia y desigualdad

La infancia en condición de riesgo se reveló como una de las facetas más visibles de la cuestión social de la Córdoba de entresiglos. En particular, cobró notoriedad la presencia de niños provenientes de los sectores populares en los espacios urbanos, a través de diversas formas que traducían la desigual participación de las clases sociales en los beneficios materiales de la expansión económica: huérfanos y abandonados por sus padres, empleados en precarios empleos como canillitas, lustrabotas, “changarines”, criados o como mano de obra barata en talleres e industrias y “rateros” que protagonizaban pequeños delitos, fueron algunas de las realidades atravesadas por una porción importante de los niños cordobeses en esos años.

A las situaciones de carencia material, abandono y desamparo, se agregó una segmentación dada sobre la base de realidades concretas y cotidianas, tránsitos de vida reforzados por un discurso que acentuó las desigualdades. Desde finales del siglo XIX fue de uso corriente entre las clases dirigentes e intelectuales la categoría de menor, para dar cuenta de aquellos niños que no lograban insertarse satisfactoriamente al sistema económico-social y, también, de aquellos a quienes el sistema educativo no lograba retener, incorporándose al trabajo o directamente a la calle (Carli, 1992: 101). Niño y menor, por esos años, reflejaron no tanto una condición definida por el rango etario, sino experiencias de vida marcadas por el antagonismo. Para los niños, se reservó la idea de una familia bien constituida y el espacio escolar. Es decir, un imaginario, un orden simbólico cristalizado y con efectos concretos en las vidas reales, en la cual “hijos” y “alumnos” fue la síntesis de esa representación. Los menores, en cambio, cargaron con el peso de una infancia adjetivada que guardaba para sí distintos nombres: excluidos, vulnerables, marginales, en riesgo, carentes, pobres, en peligro, peligrosos, huérfanos, viciosos, delincuentes.5

En experiencias de vidas concretas pueden leerse los trazos de una desigualdad expresada en las actividades frecuentadas, los bienes consumidos, los espacios ocupados. Por ejemplo la de Julio Oróñez, cuya fotografía publica La Voz del Interior a comienzos de 1917. El “niño” que escenifica la realización de deberes demandados por su trayecto escolar, posa sentado en un escritorio estilo victoriano en compañía de su madre6. Otro ejemplo es el de Miguel Gómez, “menor” de trece años que, con hábitos no tan serenos como los del pequeño Julio, es entregado a la policía a comienzos de 1911 bajo el cargo de “incorregible”, según su propio guardador.7 Ambos habitan la misma ciudad, pero poco parecen asimilarse. La familia, el hogar, la escuela, la comodidad de uno, frente a la orfandad, la carencia, el extrañamiento del otro. Dos circunstancias anecdóticas capturadas por las crónicas periodísticas, pero que permiten observar las diferentes formas de habitar “las infancias” a comienzos de siglo.8

La escolaridad establece, en este sentido, una de las marcas definitorias entre ambos universos. No solo porque en el discurso de la clase dirigente aparezca consagrada como la principal actividad reservada para la niñez, condenando al menor que no participa como alumno. Al no asistir a la escuela, la carencia de competencias legitimadas que en la vida social brinda el trayecto educativo imprime en los sujetos un estigma que no puede sino perpetuar la desigualdad en el futuro. Los cinco “niñitos” del Dr. Juan Cafferata retratados por el citado periódico hacia 1917, son un ejemplo en este sentido. La vestimenta, el peinado y la gestualidad dan cuenta de una pose que debe mostrar, y así lo hace, las marcas de una educación recibida junto a las comodidades de un estilo de vida que parece disfrutarse. Al mismo tiempo, la imitación de modales observados en un determinado círculo social acostumbrados a frecuentar expresa fielmente el abolengo de su padre. Junto a ellos, otra noticia completa las páginas del matutino cordobés. Entre las calles Maipú y 25 de Mayo, pasadas las diez de la noche, dos menores de 12 y 16 años se traban en una “riña sangrienta”. Uno, armado con un cortaplumas, lesiona a su contrincante con un puntazo en la espalda.9 Ninguno de los dos parece estar en condiciones de mostrar la distinción y civilidad de cualquiera de los hijos de Cafferata. Quizás por eso, a estos les está reservado el protagonismo de la sección “Galería infantil”, donde suelen posar graciosamente los hijos de la élite cordobesa, mientras aquellos, los menores que han aprendido demasiado pronto las destrezas de los “compadritos de barrio”, colman los renglones de la sección “Policiales”. La adopción o no de determinadas formas de hablar, de expresiones corporales, e incluso de gustos, hablan de la relación entre las desigualdades y los hábitos de clase que ubican a los individuos en posiciones sociales determinadas (Bourdieu, 1988: 54). Muchas de las formas más ominosas de la desigualdad tienen que ver con el capital cultural subjetivo adquirido por los individuos a lo largo de muchos años de socialización, porque aparentan ser habilidades que merecen recompensas cuando en realidad son resultado de inequidades previas (Reygadas, 2008: 56).

Es posible observar el agudo contraste entre quienes encarnan los criterios de “normalidad”, establecidos para la infancia y aquellos que, como parte de un mundo completamente distinto, asimilan los hábitos de una cultura popular. Por un lado, niños como Roque Senestrari, alumno del Colegio Santo Tomás que domina con habilidad la esgrima. La obtención de una medalla de plata otorgada por el profesor y la dirección del colegio céntrico de la ciudad –dedicado exclusivamente a la educación católica de los hijos de familias pudientes– dan cuenta de la pasión puesta por el muchacho en cultivar la técnica y la elegancia que caracterizan dicha disciplina.10 No obstante, la opinión sobre los beneficios que la práctica deportiva derrama en las naturalezas infantiles, no parece encontrarse acerca de la práctica del “foot-ball” por parte de menores en la vía pública. Resulta llamativo, ya que los afectados al juego de la pelota, según los comentarios, no son improvisados. Campeonatos bien organizados los tenían como protagonistas de una escena que se repetía a diario en la segunda cuadra de la calle San Martín, en pleno centro de la ciudad.11

Allí, los muchachos de la barriada no gozan, como el joven Roque, del beneplácito de la opinión pública, porque en realidad, en la queja de los vecinos y en su eco en la prensa se advierten las preocupaciones por los espacios que los niños no deberían transitar. La presencia de verdaderas “huestes infantiles” en aceras, plazas, mercados, paseos, significaba un problema para quienes veían en “la calle” un lugar naturalmente asociado al despliegue de actividades inmorales, a la inseguridad, los vicios y la corrupción.12 Los menores, por su misma condición, ocupaban de forma real y en el imaginario dichos espacios y geografías marginales, lejanas para aquellos que, como Monseñor Zenón Bustos, se encargaban de denunciar la existencia de

“(…) esos grupos de hijos del pueblo de nuestras orillas, mal traídos y desocupados, formando comparsas por las afueras de la ciudad y sobre los manchones arenosos y solariegos de las riberas del rio, aguardando a ser mocetones para inscribir sus nombres en la clientela asidua del boliche, del almacén, de la taberna arrabalera, con sus pendencias y colisiones acabadas en la criminalidad.”13

Sintomático de esta ocupación diferenciada de los espacios eran los festejos del “Carnaval de los niños”, en el jardín Zoológico de Córdoba, una ceremonia infantil donde el corso, los disfraces y las golosinas daban color a las jornadas veraniegas. El de marzo de 1920 no se trató de un “burdo homenaje al Rey Momo”, por el contrario, los pequeños protagonistas representaron la comedia con un “alto valor moral y espiritual”. Estos rituales cargados de premios y obsequios eran, sin embargo, exclusivos para cierta clase social. Los allí reunidos ostentaban los apellidos de quienes no poseían mayores preocupaciones que la de procurar una sana diversión a sus hijos. Así se divertían desfilando las nenas de Grassano y Campagne, mientras “Angelito” Salustiano obtenía un premio al portar un traje de fantasía. Puede parecer una obviedad, pero su filiación referida en la identificación de estos chicos con nombre y apellido denota la ostentación de una niñez de la que gozan alegremente. Solo un diminutivo se escapa alguna que otra vez, pero que delata más que una burla el gesto de simpatía que arrancan al cronista. Como la imagen de “Dieguito” López publicada en ocasión de los carnavales de 1914. Con tan solo dos años de edad, posa para las cámaras disfrazado de canillita, alegre, simpático, jovial. Gestos que suscita la farsa que representa, a modo de diversión para un público adulto.14

Sin disfraces ni ropas limpias, pero con la “facha” propia de quienes verdaderamente pertenecen al gremio, “Tristeza”, “La Pulga” y “El Malevo” componen el trio de menores que reparten día a día el periódico que ha decidido retratarlos. Sus nombres se desconocen. Solo sus apodos, para referirse a quienes no portan la suerte de sus congéneres que se divierten simulando la práctica del oficio.15 Desde 1915 los canillitas festejan su día, y el mismo espacio ocupado por los carnavales infantiles se convierte cada 3 de diciembre en el escenario de la fiesta conmemorativa. Más popular, ya no se entregan premios, sino donativos que la caridad ha sabido juntar pacientemente para este día. No tanto juguetes como zapatillas, para quienes trajinan - muchos de ellos descalzos - las calles de la ciudad en busca del sustento. El oficio de canillita está reservado para los hijos de los sectores populares que encuentran allí una forma de vida. Algunos no conocen familia, otros ni siquiera el techo donde pasar la noche, actividad que realizan en los mismos espacios en los que durante el día reparten los diarios y corean las noticias. Es la vulnerabilidad de la situación que experimentan la que origina la atención de la caridad privada, e incluso del Estado, que en ocasión de su día desembolsa subsidios para la adquisición de ropas u otros objetos para ser distribuidos entre los pequeños trabajadores.16

Por ser aquél un oficio eminentemente callejero, también despierta la desconfianza de aquellos que observan con recelo la presencia de los menores en los espacios públicos. Frente a las críticas de algunos que ven en ellos falta de educación, o la apariencia de existencias marginales dedicadas a actividades mal habidas, es sugerente la respuesta en defensa del gremio que el mismo empleador realiza, a modo de homenaje en su día:

“Nosotros que los conocemos, que todos los días escuchamos sus palabras y hasta pretendemos adivinar todo el secreto que ocultan cada una de sus sonrisas, sabemos que son el fruto del amor triunfante, y que al lanzarse más tarde a las corrientes de la vida, no forjaron quizá ningún destino, porque ya la sociedad les determinó de antemano su puesto en el concierto general de los seres.”17

Ese “concierto general” al que aludía la metáfora social del redactor estaba compuesto por un 10% de menores que se empleaban en industrias, talleres y comercios, sin contar aquellos que participaban como mano de obra en el servicio doméstico y otras ocupaciones precarias, como lustrabotas o cadetes, e incluso los mismos canillitas (Rustán y Carbonetti, 2000: 8). Su participación en el mercado laboral denuncia la situación de pobreza padecida por quienes se veían en la necesidad de contribuir a la economía doméstica, o afrontar su subsistencia. Al mismo tiempo, el trabajo infantil era tolerado por una clase dirigente atenta a los beneficios de su función civilizatoria, que consistía en sustraer a los menores del ocio y la vagancia. Más allá de la necesidad económica, el trabajo fue instaurado simbólicamente como un deber moral para las clases trabajadoras (Pla, 2013: 251). Las críticas y cuestionamientos se dirigían, sí, a la insalubridad y falta de higiene de ciertas instalaciones y a la explotación desmedida por parte de industriales y comerciantes, que utilizaban una mano de obra infantil barata y generalmente reacia a la huelga. En rigor, todo tipo de empleo implicaba riesgos. Lesiones y golpes de distinta gravedad eran parte de la realidad cotidiana de niños expuestos a esos peligros. La tragedia, si bien no distinguía clases ni status, solía ser más cercana para quienes la vida no les tenía reservada ciertas seguridades. Honorio Richi bien podría haber estado en la escuela con sus diez años de edad, cuando hacía las veces de “changarín” llevando carne a un puesto de barrio San Vicente. De haber sido así, no se hubiera caído del carro que lo transportaba aquella mañana donde encontró una muerte que, aún por accidental, no dejaba de ser evitable.18 Por su corta edad y sus dotes actorales, “Pedrito” Cuartucci tenía pocos riesgos de seguir un curso trágico como aquel. Como figura sobresaliente del teatro de Pablo Podestá, este niño que maravillaba al público cordobés en el invierno de 1914 soñaba con un futuro prometedor arriba de los escenarios; o como él mismo decía, quizá se le daba por “ser doctor o cura, que todo puede ser”.19 Un optimismo tenaz, propio de una mentalidad joven que guardaba las expectativas ofrecidas por una vida por delante. Una carrera abierta al talento en la que, sin embargo, para algunos no todo podía ser. No solo por las desventajas materiales que suponía la pobreza sino también, y más aún, por los destinos reservados de antemano para quienes la padecían.

Ante la práctica de la mendicidad en la ciudad, un editorial publicado por el periódico católico de Córdoba sugería: “considerada la pobreza con mayor altura, esto es a la faz de la idea cristiana, el pobre es una consecuencia natural de la desigualdad social a quien la caridad, y en defecto de ella la asistencia social, debe atender.”20 La cita, por escueta, no deja de revelar una concepción lo suficientemente arraigada como para no cuestionar un fenómeno social que se presumía natural. No pocas instituciones se abocaron a la atención de las demandas sociales en tiempos en los que el Estado asumió una actitud subsidiaria. Pero la “caridad cristiana”, incentivo de muchas entidades benéficas, al tiempo que atendía a las situaciones de pobreza no excluía la reproducción de las desigualdades de las cuales estas eran su consecuencia. El asistencialismo no solo no supuso la impugnación de un orden social desigual sino que creó las condiciones para su continuidad.

La intervención de los problemas asociados a la minoridad –vagancia, delincuencia, abandono–, implicó la creación de establecimientos especiales como hospicios o casas de corrección destinados a reformar hábitos y brindar una educación que desbordaba a las escuelas normales. Incluso, la cuestión social puso en discusión los proyectos en torno a qué tipo de educación debía darse la República.21 Si en su origen la escuela fue pensada para alfabetizar a la población, el nuevo contexto con los problemas asociados a la modernización erosionó los fundamentos y la finalidad de establecimientos educativos que, para algunos, debía orientar a la población hacia una faceta productiva, más que a la socialización política (Lionetti, 2007: 77). Las escuelas profesionales surgieron así como los institutos que mejor captaban la necesidad de una época, al tiempo que el trabajo, por la misma concepción que toleraba la ocupación de niños en talleres y fábricas, se investía de un rol civilizador dirigido a reformar las costumbres y disciplinar a las clases populares.

En las últimas décadas del siglo XIX, las distintas realidades de vulnerabilidad y desamparo experimentadas por una gran cantidad de niños cordobeses, fue el motivo por el cual diversas personalidades religiosas y civiles comenzaron a plantear la necesidad de instalar en la ciudad una obra educativa dirigida por los salesianos.22 La educación profesional de los niños de las barriadas más humildes, eje de su proyecto educativo desarrollado en el país desde 1875, iba a tono con aquellas propuestas que entendían a este tipo de instituciones como una de las soluciones más eficaces para enfrentar la cuestión social. Así, su misión educativa la hizo acreedora de una imagen de congregación social que se sustentaba en la atención preferencial hacia los más pobres, traducida en la educación profesional brindada de manera gratuita a la infancia plebeya. Dicha labor de inclusión social, que no omitía el disciplinamiento por vías de la formación de criterios morales cristianos que circulaban de manera hegemónica en el internado, se realizó sobre la base de prácticas que reprodujeron, perpetuaron y legitimaron las desigualdades existentes en el universo infantil cordobés.

La pedagogía social salesiana

En el margen derecho de un diploma de honor entregado al alumno Humberto Anán, del tercer grado del Colegio Salesiano Pio X, una imagen sutil, casi inadvertida en el conjunto de gráficos que rodean el colorido marco de la página, condensa la manera en que los salesianos representaban su misión. Allí, dos jóvenes sonrientes se estrechan la mano en un gesto de respetuosa camaradería. El de la derecha, vestido con moño y levita, se encuentra a la par de una mesa bien dispuesta, con mantel y jarrón de porcelana, como aquellas que componen el mobiliario de las buenas familias. Su congénere posa no de traje, pero sí con un atuendo que denota el esfuerzo del trabajo manual al que se consagra, utilizando las herramientas que en la imagen le acompañan y que revelan su oficio de carpintero. Esa escena resume el eje de la pedagogía social salesiana, expresada en el mundo real en la disposición del plantel de niños y jóvenes de los colegios de la congregación: por un lado, aquellos que eran motivados al aprendizaje de un oficio y se formaban como futuros obreros. Por otro, los alumnos inclinados a estudios liberales, las letras y las ciencias, de quienes se esperaba que surgieran los jóvenes médicos, abogados, comerciantes o sacerdotes. Lo que podía parecer una mera organización hacia el interior de una institución educativa reflejaba, de manera más profunda, lo que a los ojos de los salesianos eran las “dos grandes direcciones en la vida del hombre en la sociedad” (Fierro Torres, 1965: 34).

Las casas salesianas se pensaron como una forma de abordar las convulsiones de un mundo social agitado por el conflicto entre el capital y el trabajo. La educación de los hijos de los obreros junto a los hijos de la burguesía debía cimentar un futuro en el que la armonía y la sana convivencia conjuraban la amenaza de revueltas y conflictividad. La obra de Don Bosco, se decía, era un símbolo de lo que debía ser la sociedad entera, donde la religión se pensaba como el elemento unificador, la herramienta capaz de captar las voluntades y deseos de clases que en el exterior se dirigían a un irremediable combate. Un observador contemporáneo se permitía dejar sus impresiones al visitar uno de los establecimientos salesianos destacando que al ver al conjunto de “burguesitos y obreros, tan estrechamente unidos en la sombra de un santuario de la Virgen”, había sentido pleno deseo de cooperar con Don Bosco en esa obra de armonización social, representada allí en el “brazo de intelectuales y obreros, de los hombres de carrera y los manuales, de las clases sociales que, debiendo trabajar unidas para el progreso y la felicidad humana, se habían separado y distanciado por los egoísmos anticristianos” (Fierro Torres, 1965: 37).

Los salesianos concebían la cuestión social como una cuestión religiosa y moral. De allí que su solución se centrara en la enseñanza del catecismo y la práctica de la comunión frecuente.23 Al postrarse delante del mismo altar y acercarse a una misma mesa para “recibir al que se hizo hombre, y pobre, y obrero, siendo el creador de todo, y el Señor de todo,” no podía menos que “suprimir distancias que los hombres han establecido, y eliminar las disonancias que las pasiones han engendrado” (Fierro Torres, 1965: 61). No obstante, la armonía social era fruto de la realización de los deberes y obligaciones que según el “mandato divino” le correspondían a cada clase:

“Dios nos ha hecho hermanos a todos, para que nos amemos y nos ayudemos. Ha hecho al pobre para que se salve con trabajo y paciencia y ha hecho al rico para que se salve con el trabajo y el ejercicio de la caridad […] Hermanos ricos, si vosotros desdeñáis vuestros deberes de justicia y caridad, día llegará en que los obreros, trepando, os derribarán con estrépito. Hermanos obreros, si vosotros, debiendo trabajar, entorpecéis el trabajo, cometéis un pecado contra el séptimo mandamiento” (Fierro Torres, 1965: 52).

La prevención de los conflictos reclamaba “ganar el corazón de los obreros”. De allí que la educación cristiana y profesional salesiana fuera dirigida especialmente a los sectores más vulnerables. La preocupación por dotarlos de una educación integral donde no faltaran los elementos fundamentales de la cultura, desde las letras a las ciencias, fue pensada como una forma de reducir la brecha entre las clases y armonizar las relaciones sociales. Sus escuelas profesionales impulsaron la educación teórica y práctica del trabajador como una forma de que este, por sus propios medios, lograra mejorar su condición material y espiritual. La formación profesional impartida de manera gratuita a alumnos pobres y huérfanos fue la base sobre la que se construyó una narrativa que apelaba a la inclusión social de las clases desheredadas. La gratuidad era, justamente, el beneficio reservado a quienes se veían imposibilitados de costear el pago de una mensualidad y los gastos corrientes que suponía la vida en el internado. La participación de estos alumnos hacía necesario buscar los medios con los cuales sostener su educación.24 Como la autoridad regional salesiana recordaba, “Don Bosco no admitía en calidad de gratuitos sino a los artesanos” (Vespignani, 1922: 566). En una circular enviada por la comisión directiva de las cooperadoras salesianas a las familias adeptas a la obra,25 la demanda del óbolo llevaba la firma de los huérfanos educados en la Escuela de Artes y Oficios. Allí se hacían los pedidos necesarios para el sostenimiento de una gran cantidad de niños “sin padres, ni cariño” ni quienes se ocuparan de su “triste suerte”:

 “No pedimos halagos a la existencia, sino la felicidad de ser buenos ahora, para mañana con un oficio ocupar un sitio honrado en el mundo; pero mientras seamos niños necesitamos un pedazo de pan, un asilo y un corazón generoso que nos dé su ternura y su virtud. Don Bosco nos proporciona todo esto con sus Colegios, pero es menester que haya recursos para sostenernos.”26

La conversión de los “hijos del pueblo” en hábiles obreros fue el tránsito formativo destacado con insistencia por quienes vieron en los salesianos una labor de profunda implicancia social. Es justamente allí, sin embargo, en el corazón mismo de una propuesta pedagógica y social que le valió a la congregación su fama y su prosperidad, donde se advierte el modo en el que fueron reproducidas las desigualdades de base. Desde el momento de su recepción en el internado, aquellos niños que en el exterior llevaban el peso de la minoridad engrosaban el número de vacantes en los talleres salesianos. A ellos se les reservaba el privilegio de la gratuidad que la caridad salesiana, sostenida por quienes apoyaban su proyecto civilizador, dirigía a quienes según su criterio más justificaban recibirla. Si el carisma salesiano llevaba a sus miembros a dedicarse a toda clase de personas pero con preferencia a “la clase media y pobre”, el mismo reglamento del colegio era claro en advertir las condiciones de aceptación para los “más necesitados de socorro y ayuda”. El certificado de orfandad de padre y madre, o la constancia de pobreza o abandono, eran no solo los filtros administrativos que la congregación exigía. Fueron, también, los pases a la Escuela de Artes y Oficios, sellando así un destino laboral que sus beneficiarios no tuvieron oportunidad de elegir o cuestionar: “Los alumnos admitidos gratuitamente, serán destinados por regla general a un oficio”.27

Para los artesanos, el camino a recorrer variaría entre los distintos oficios que allí se enseñaban: carpintería, ebanistería, zapatería, sastrería, herrería, tipografía e imprenta. Los signos de una marginalidad padecida en el exterior eran sustituidos por una formación que pretendía civilizar esas marcas mediante la frecuencia de los sacramentos y el tiempo en el taller:

“Entre los jovencitos de las ciudades y de los pueblos se encuentran muchos en tal condición que utiliza todo esfuerzo moral hecho en su favor, si no se les presta socorro material. Algunos adelantados ya en edad, huérfanos o faltos de asistencia, porque sus padres no pueden o no quieren tener cuidado de ellos, sin profesión ni oficio y sin instrucción, están expuestos a los peligros de un desgraciado porvenir, si no encuentran quien les atienda, los encamine al trabajo, al orden y a la Religión.”28

Anclado en una fuerte convicción sobre el valor moralizador y formativo del trabajo, el objetivo de reforma social de los salesianos justificaba el hecho de que la formación laboral adquiriera mayor relevancia para aquellos alumnos que, de acuerdo con los mismos sacerdotes, se caracterizaban por su “rudez, indiferencia e inconstancia”. Es por esto que los niños y jóvenes de los sectores populares tuvieron un rol protagónico dentro de los talleres de la congregación, al constituirse en los sujetos preferenciales de su tarea asistencial. En este punto, los salesianos parecían ser menos originales, ya que la educación de las clases populares por vías del trabajo era avalada por funcionarios, legisladores e intelectuales que argumentaban que para esos niños no existía mejor escuela que “el taller” (Zapiola, 2009).

Otra oferta educativa era sugerida a los niños de la “sección estudiantes”. La obligatoriedad ya no determinaba los destinos para quienes aún sin gozar de grandes privilegios tenían la suerte de contar con familia y hogar. Los salesianos eran hábiles en proponerles un camino educativo amplio, plural, destinado a toda clase de intereses y sujetos, en vistas de que la “cuotas ínfimas” que se abonaban desmerecían las excusas centradas en la falta de recursos. El dinero no era para ellos un factor determinante en la elección de una educación de calidad, ya que debía atenderse a la edad, la inteligencia, la salud y hasta las inclinaciones de los hijos. Si su porvenir estaba puesto en una carrera universitaria, los “Cursos Nacionales” eran la opción más adecuada. Si, en cambio, el apuro por emplear al joven en algún comercio era la prioridad, se podía inscribir en la “Academia Mercantil Don Bosco”, con cursos “sumamente prácticos”.29 En este discurso hay una amplitud destinada a captar la vocación del niño, quien en estos términos podía consagrarse hacia el lugar que lo llevaran sus inclinaciones. Una elección que, sin embargo, no estaba destinada a todos. Como afirmaba la autoridad salesiana en Argentina, “el pobre debe contentarse con su condición y empezar con el trabajo (unido al estudio correspondiente) si quiere mejorar su posición” (Vespignani, 1922: 566). La inclusión de los desheredados justificaba el hecho de que se les reservara un destino vocacional especifico, en consonancia con la asignación de los roles que a cada clase se le reservaba en la estructura social. Esta distribución desigual de las posibilidades educativas se correspondía en gran medida con el origen social de los alumnos.30

Hacia 1924, un importante cooperador cordobés no ahorraba cumplidos hacia lo que consideraba la “influencia civilizadora de la cultura salesiana”. Sus palabras, lejos de agotarse en esperados elogios hacia la congregación, expresaban con claridad un pensamiento inspirado en la retórica y la acción de los mismos salesianos:

“(…) en la desigualdad de las condiciones la aspiración al bienestar se circunscribe a una razonable exigencia en vinculación con el destino y rol social de cada clase. Estimular con exceso esas tendencias incontenibles hacia la felicidad, […] importa realizar una campaña peligrosa o al menos poco benéfica y duradera para la disciplina y existencia moral de las clases desheredadas.”31

Un razonamiento que, sin demasiado esfuerzo, abrevaba también en el modo en que la Iglesia justificaba la existencia de clases en el cuerpo social: “Y hay por naturaleza entre los hombres muchas y grandes diferencias; no son iguales los talentos de todos, no la habilidad, ni la salud, ni lo son las fuerzas; y de la inevitable diferencia de estas cosas brota espontáneamente la diferencia de fortuna.”32La voluntad de incluir, labor a la que se consagraba la congregación en esos años, llevaba implícita la naturalización de las clases sociales que en la cotidianeidad de sus instituciones se reproducían.

Estudiantes y artesanos: Una inclusión desigual

“Pues bien, todos estos niños, aunque destinados a diversas carreras y posiciones sociales, son tratados con absoluta igualdad en el colegio: son verdaderamente hermanos que viven juntos, uno al lado del otro, aprendiendo bajo el mismo régimen a conocerse y amarse” (Fierro Torres, 1965: 62).

Si un importante ingeniero en artes e industrias tenía esta opinión luego de visitar la casa que la congregación poseía en Niza en 1898, la valoración general acerca de la obra social salesiana no podía menos que transitar caminos similares. La coexistencia de ambos grupos de alumnos, se suponía, debía darse sobre la base de una participación común en las actividades dispuestas y en los espacios destinados a ellas: aulas, templo, patio, comedor, dormitorios, frecuentados en una proximidad cotidiana, generaría una suerte de natural unión entre quienes se educaban allí adentro. Este discurso igualitario que hacia el exterior promovían los salesianos, no se ve del todo reflejado en la experiencia cotidiana de los alumnos. En realidad, las fronteras físicas e identitarias entre estudiantes y artesanos lejos de suprimirse eran reforzadas, naturalizando diferencias y, por ello mismo, posiciones y roles que a uno y otro grupo le correspondían fuera del establecimiento. De hecho, el internado salesiano no era igualitario más que en la medida en que garantizaba que todos los alumnos, incluidos los menos favorecidos, adquirieran un bagaje mínimo de conocimientos. Ofrecía a todos la dignidad escolar, pero sin trastocar la estructura social y sus jerarquías. La pertenencia a una misma institución, la incorporación de un piso cultural común, no impedían que estudiantes y artesanos se quedaran en su posición, una vez que ésta estuviera asegurada (Dubet, 2014: 27).

La organización espacial devela una primera separación, la más obvia quizás, entre ambos grupos, no porque hayan sido construcciones separadas. Era una sola edificación, con las limitaciones propias que esto imponía. No obstante, en la administración del tiempo en que a cada sección le estaba permitido usufructuar dicho espacio común, se ordenaba un mundo donde la premisa era cohabitar sin compartir. La vida claustral acusaba una rígida estructura horaria, esencial en el mantenimiento del orden. Además, una dinámica particular, en la que la circulación de los espacios intentaba evitar el contacto entre secciones. Todas las mañanas, los artesanos se levantaban y luego del arreglo del cuarto y el acelerado aseo, asistían a misa. Mientras comulgaban, los cuartos de los estudiantes veían encenderse las luces, señal que se preparaban para cumplir con el mismo ritual, una vez que ellos estuvieran ya disfrutando del desayuno. La mañana proseguía. Al tiempo que unos participaban de las clases, paseos o ejercicios espirituales, otros estaban en los talleres, con práctica de música o disfrutando de los recreos. Quizás porque la logística así lo imponía, el comedor era el espacio a donde confluían diariamente las dos secciones, pero allí también existían límites. La cocina dividía las largas hileras de tablones y bancos a su izquierda y a su derecha, marcando la frontera. Solo había tiempo para degustar el almuerzo en silencio, escuchando a un sacerdote leer en voz alta los pasajes más interesantes de alguna novela moralista, obras que ostentaban el monopolio literario en los colegios salesianos. Poco, nulo espacio para el encuentro y el dialogo. Jornadas ocasionales para matizar la rutina de fin de semana veían el desarrollo de partidos de fútbol. Eso sí, los equipos, reacios a mezclarse, reproducían los grupos naturales en la escuela. En la jornada lluviosa del 20 de junio de 1926 los artesanos tuvieron a maltraer a los estudiantes en el campeonato realizado en homenaje al Padre Consejero por ser el día de su onomástico.33

La construcción de una identidad salesiana fue un rasgo característico del asociacionismo de la congregación,34 pero ese gran paraguas identitario no borraba los títulos de artesano o estudiante. La identificación construida permanecía inmutable en todo el trayecto escolar de los niños, y lo que puede reclamarse como criterio práctico de una institución preocupada en decidir el mejor orden a establecer entre sus educandos, no resulta tal en la medida que dicho orden reproducía diferencias externas a ella. La pedagogía social salesiana armonizaba sus categorías internas de “estudiantes” y “artesanos” con las categorías externas de “niños” y “menores”, reforzando la línea divisoria entre los alumnos del internado y, por ende, colaborando en la reproducción de la desigualdad.35

Los “Huerfanitos de Don Bosco” representaban la manera más clara en la que intervenían estos mecanismos.36 La orfandad, condición natural para muchos niños cordobeses a comienzos del siglo pasado, significaba la verdadera ausencia de un hogar que pudiera contener y brindar las seguridades que a la infancia “normal” se le exigía. Y para ellos los salesianos establecieron sus institutos:

“(…) así para el nuevo curso escolar podremos ampliar los talleres y recibir, a menos en parte, muchos de los niños pobres y abandonados que por absoluta falta de recursos no hemos podido recibir este año. Son más de 400 los niños que el año pasado y este, a pesar de nuestra buena voluntad hemos tenido que rechazar… por falta de local y de recursos. ¿Qué pedían esos pobres niños? Un pedazo de pan y la instrucción para podérselo ganar mañana honradamente aprendiendo un arte u oficio en las escuelas profesionales del Colegio.”37

A estos niños sus privaciones los determinaban a ganarse el pan con el esfuerzo de un trabajo manual, al cual debían consagrarse. Como vimos, la función formativa asociada al mismo operaba como destino prefijado de quienes eran sujetos de la beneficencia salesiana, en un contexto en el que circulaban voces de preocupación sobre el perfil “intelectualista” de una educación que preparaba “para el doctorado y no para la vida38”. Al mismo tiempo, los “huerfanitos” fueron depositarios de una caridad que a la par de asegurar su sustento reforzaba una relación de subordinación y dependencia con adultos y con pares. Los Cooperadores Salesianos tuvieron un rol trascendente en este mecanismo, que no fue sino el establecimiento de un paternalismo común a las asociaciones dedicadas a la caridad y propias de un modelo benéfico asistencial hegemónico. Su esfuerzo caritativo estuvo dirigido particularmente a ampliar los talleres, incorporar máquinas y herramientas, o costear el sostenimiento de los niños artesanos. Esta beneficencia, si bien ya podía justificarse por la caridad exigida en los evangelios, cobraba sentido también a la luz de la pedagogía social salesiana. Al naturalizar las clases, esta visión reservaba obligaciones que aseguraban el normal funcionamiento de la sociedad. Las fuentes de conflictos eran las fallas en el cumplimiento de estos deberes:

“Dios nos ha hecho a todos para el trabajo y el Cielo. Y ha hecho al pobre para que se gane el Cielo con la resignación y la paciencia; y ha hecho al rico para que se gane el Cielo con la caridad y la limosna […] Cuando falta la caridad en los de arriba y resignación en los de abajo, sobrevienen las grandes catástrofes” (Fierro Torres 1965: 120).39

Estas concepciones se cristalizaban en la cotidianeidad de las instituciones educativas salesianas. La colecta realizada en favor de los alumnos huérfanos educados en la escuela de artes y oficios –llamada “Las Alcancías”– ubicaba, justamente, a los niños como protagonistas del acto asistencial. Un gran despliegue que incluía avisos en la prensa, veladas y actividades programadas con meses de anticipación le daban mayor trascendencia pública al evento. La escenificación de la caridad era representada por los mismos huérfanos. Vestidos con sus uniformes de gimnastas –cuyos colores celeste y blanco acentuaban aún más el carácter patriótico que se le confería al evento–, recorrían acompañados de las damas de la comisión de cooperadoras distintos barrios de la ciudad. Portadores de las alcancías de lata destinadas a recibir el óbolo, reflejaban el resultado de la eficaz tarea civilizadora llevada a cabo por los talleres salesianos. Las monedas por ellos recibidas y otorgadas por niños que esperaban en sus hogares el paso de la proclamada colecta, resumían la escena cargada de simbolismo. La “obligada” caridad de los ricos era el sustento recibido por la “santa resignación” de los pobres. La pedagogía social salesiana se hacía presente allí con enorme eficacia.

“Los Huerfanitos de Don Bosco, a sus Pequeños Protectores”, rezaba en la portada la publicación distribuida como recuerdo de esa fiesta de la caridad. En su interior, se explicitaban el sentido y los beneficios de una práctica dirigida a “establecer una corriente de simpatía y cariño entre los niños de posición social más desahogada y los hijos de los pobres”. Así, la armonía social se construía sobre bases sólidas. Además, como a los ricos les estaba dado ejercer la caridad, se destacaban los “actos de sacrificio y de renuncia de sí mismos y de mortificación de muchos niños” para que fuera mayor el óbolo destinado a sus congéneres. “Yo no he recolectado ni ahorrado por el premio. Yo he recolectado y ahorrado por los Huerfanitos”, decía una pequeña benefactora acerca de la recompensa que podría recibir.40 Los premios, a modo de incentivo para las imaginaciones infantiles, eran donados por familias que ostentaban apellidos emparentados con la misma clase de quienes los recibían. En la colecta de noviembre de 1927, el Dr. Tomás Bas había regalado el hidroavión con el cual fue premiado el niño Jorge Koning en un orgulloso primer puesto. Es de suponer el entusiasmo con el que Moisés Torres Fotheringham recibió un manomóvil otorgado por Don Andrés Piñero; o el de Adelita Bertola Martínez, al enterarse que le correspondía, por su “paciente caridad”, la jaula dorada con el canario incluido que Julia A. de Perea Muñoz, cuñada de la más distinguida cooperadora salesiana de la Córdoba de principios de siglo, había tenido la gentileza de donar.41

Un reconocimiento que hallaba eco en la gratitud de los destinatarios de dicha caridad: “Los Huerfanitos de Don Bosco no conocen lo que significa la desagradable palabra olvido: por lo que recordarán siempre el beneficio material de Vuestro óbolo y más el beneficio moral de sentirse unidos a vosotros con lazos de afecto y de simpatía […]”.42 Niños que en el futuro, muchos de ellos convertidos ya en obreros, no reconozcan quizás a aquellos por cuya caridad se habían vinculado pero sí, tal vez, encuentren una natural disposición a acatar con “paciencia” y “resignación” lo que otros afronten por medio de la huelga y la protesta. Ese, al menos, era el deseo explícito de muchos de los que derramaban su caridad sobre ellos:

“Se puede ser indiferente, descreído, liberal, pero no desconocer la importancia social de la obra salesiana que trabaja en primer término para ellos, para dar a ese capitalista, a ese industrial, a ese estanciero, hombres formados en las escuelas de la honestidad, de la decencia, conscientes de los deberes y que inspirados por sentimientos más nobles serán la mejor salvaguarda de sus intereses.”43

Ponderar la “importancia social de la obra salesiana” en los términos que plantea la cita, implicaría descubrir los trazos de su pedagogía social en las prácticas de aquellos que transitaron por sus espacios educativos. De cualquier modo, en su rechazo a impugnar un orden social anclado en la inequidad de las labores y posiciones ocupadas por distintos sujetos, y en la reproducción de los mecanismos por los que dicho orden se perpetuaba, quizás se encuentren algunas pistas que expliquen tanto el crecimiento exponencial de una congregación religiosa que ocupó un lugar protagónico en la Argentina moderna, como la forma en la que la desigualdad persistió en una época de profundas convulsiones sociales.

Consideraciones finales

Las realidades y experiencias del universo infantil cordobés de principios del siglo pasado –o por lo menos de aquellas a las que tenemos acceso– expresan condiciones sociales marcadas profundamente por la desigualdad, traducidas principalmente en las ocupaciones y actividades realizadas, en el consumo de bienes materiales y culturales, en las representaciones del mundo adulto, que dan cuenta de la fisonomía de una sociedad heterogénea y vertebrada en torno a divisiones de clases. En un contexto de predominio de un Estado liberal y la acción social de entidades benéficas del sector privado, numerosas instituciones se abocaron a atender las demandas de aquellos sectores excluidos de los beneficios de la modernización. En el concierto de instituciones destinadas a la atención de los niños y jóvenes en condición de riesgo, los salesianos se ocuparon de la formación profesional y cristiana de las clases desheredadas. La inclusión al circuito productivo por vías de la educación profesional de amplias franjas de la población infantil hasta ese momento marginadas, significó un avance para quienes veían allí una tarea civilizadora. Esta empresa dirigida hacía uno de los sectores más vulnerables de la población ha dificultado ver en la matriz pedagógica de sus instituciones la reproducción de las desigualdades socialmente existentes.

En los postulados de la pedagogía social salesiana se reflejaba una visión de la sociedad que naturalizaba la división de clases, invocando un orden de “inspiración divina” sobre el que debían entenderse los roles que le correspondían a cada una de ellas en la sociedad. Esta concepción, tributaria del pensamiento social de la iglesia cristalizado en la encíclica Rerum Novarum, se ancló con fuerza en el interior de las escuelas de la congregación, donde tenía lugar la convivencia de dos grandes grupos de alumnos, unos inclinados a profesiones liberales y otros dirigidos al aprendizaje de un arte u oficio. La unión y convivencia entre ambas secciones pretendía sentar las bases de una solución pacífica a los conflictos del mundo del trabajo, eliminando la distancia entre clases. Un examen más atento hacia el interior de sus instituciones, sin embargo, permite matizar esta visión optimista ligada al discurso institucional y a la propaganda salesiana, dando cuenta de las diferencias que separaban ambos grupos de alumnos. Esta división entre “estudiantes” y “artesanos” reproducía una división propia al orden social externo a la institución, pero que en su interior no solo continuaba sino que se reforzaba. Aquellos niños atravesados por experiencias de carencia y marginalidad, llenaron las vacantes de una educación orientada a formar obreros y artesanos, dejando las profesiones liberales para quienes, con mejor fortuna, se les daba la posibilidad de elegir otro destino.

En la incorporación de los hijos de los sectores populares a los talleres de la Escuela de Artes y Oficios se encuentra la síntesis de la reproducción de un orden social desigual, que bajo la premisa de incluir, asignó roles e identidades definidas por un origen de clase.

Notas

1 Archivo Colegio Pio X (ACPX), Actas del IX Congreso Internacional de Cooperadores Salesianos. Buenos Aires, 15 de octubre de 1925.

2 Como apuntan Alcubierre Moya y Sosenski (2018: 8), este dialogo también ha implicado que los historiadores que observan espacios latinoamericanos reconozcan muchas similitudes entre los países que conforman la región, pero sin dejar de destacar las formas específicas que adquieren los mismos problemas en cada contexto cultural.

3 Dentro del vasto universo bibliográfico, en lo que hace el contexto de la modernización argentina señalamos algunas líneas de investigación con las cuales pretende dialogar este trabajo. En principio, la historiografía ha advertido acerca de las concepciones que giraban en torno a la definición jurídica de “menor”, en oposición a la de “niño” (Carli, 2002; Zapiola, 2007; Frigerio, 2008). Diversos estudios han indicado cómo para aquella población infanto-juvenil considerada “abandonada”, “vaga” o “delincuente” se establecieron regímenes de corrección especiales, con la idea de lograr la reforma de hábitos y costumbres considerados perniciosas para la infancia (Carli, 1992; Lionetti, 2007; Zapiola, 2018). En este sentido, algunos trabajos han indagado también sobre el rol del Estado, a través de las defensorías, en ubicar a los menores en talleres y fábricas o en casas de familia como domésticos (Aversa, 2006, 2010; Villalta, 2010; Candia y Tita, 2002). Las instituciones asilares de la sociedad civil que albergaron a niños y niñas desamparados, ya sea por situaciones de orfandad como de pobreza de sus progenitores, entraron también en la agenda historiográfica local (González, 2000; Di Liscia, 2005; Álvarez, 2010; Paz Trueba, 2014). Aun cuando se ha llamado la atención sobre la carencia de perspectivas analíticas de y desde las experiencias de los mismos sujetos infantiles, cabe señalar que la mayoría de las investigaciones no se han alejado demasiado de las orillas de una historia institucional. De cualquier modo, para lo que nos ocupa en este trabajo, si bien es notorio en este campo de estudios la intención de acercarse al universo de los niñas y niñas más vulnerables, no se advierte que el tratamiento de estos temas hayan expuesto de manera clara el problema de las desigualdades, ni mucho menos problematizado acerca del rol del Estado y la instituciones particulares en su sostenimiento y naturalización.

4 Para la elaboración de este trabajo utilizamos información proveniente de la prensa local, fundamentalmente el diario católico Los Principios y La Voz del Interior, de un marcado perfil editorial liberal. Al mismo tiempo, recurrimos al análisis de fuentes primarias de la misma congregación - circulares, folletos, publicaciones conmemorativas, periódicos institucionales, entre otras -, que nos han permitido tanto acceder a la forma en que los salesianos representaban su misión como adentrarnos en el universo cotidiano de los espacios asilares a su cargo.  

5 La consolidación de la frontera entre niño y menor no fue una cuestión metafórica, ya que las “prácticas de minorización” negaron la inscripción de determinados sujetos en el tejido social, con la consiguiente institucionalización de esas vidas (Frigerio, 2008).

6 La Voz del Interior, 26 de enero de 1917.

7 La Voz del Interior, 16 de marzo de 1911.

8 El plural sirve para dar cuenta de las diferencias y la heterogeneidad del universo al cual nos referimos (Lionetti y Miguez 2010).

9 La Voz del Interior, 22 de abril de 1917.

10 La Voz del Interior, 6 de marzo de 1914.

11 La Voz del Interior, 23 de junio de 1914.

12 La calle operaba como una fuente de referencia de las representaciones e intervenciones sobre la niñez, en tanto espacio vinculado a la vagancia, la mendicidad, la enfermedad, la delincuencia y la prostitución (Ríos y Talak, 1999: 135).

13 La Patria, 4 de diciembre de 1906.

14 La Voz del Interior, 28 de febrero de 1914.

15 La Voz del Interior, 9 de marzo de 1915.

16 Por esos años, el Jardín Zoológico de la ciudad será el escenario elegido en diversas oportunidades por las autoridades estatales e incluso particulares para el reparto de zapatillas y ropa entre los niños indigentes y en particular los canillitas, que por la visibilidad que les otorga una actividad laboral desarrollada en las calles se convierten en el centro de atención de la beneficencia pública y privada.

17 La Voz del Interior, 2 de diciembre de 1920.

18 La Voz del Interior, 14 de mayo de 1914.

19 La Voz del Interior, 22 de mayo de 1917.

20 Los Principios, 4 de febrero de 1923.

21 Valga como ejemplo el proyecto de ley presentado por Osvaldo Magnasco hacia la última década del siglo XIX, en donde se pretendía instaurar una “enseñanza práctica” que se oponía a la educación tradicional (verbalista, humanista, literaria, enciclopedista) pretendiendo erradicarla y sustituirla por otra adecuada al trabajo, la producción y la técnica (Muzzopappa, 2015).

22 Apenas llegados a la Argentina los salesianos emprendieron una intensa labor misionera entre los pueblos originarios de la Patagonia. Sobre estos temas ver Fresia, Nicoletti y Picca (2016).

23 Ciertos rasgos fundamentales de la pedagogía social salesiana eran tributarios de concepciones más amplias que permeaban la Iglesia en esos años, muchas de ellas condensadas en la encíclica Rerum Novarum de 1891, del papa León XIII. Allí es posible leer también la preocupación por la formación moral y religiosa del proletariado: “Désele un gran valor a la instrucción religiosa, de modo que cada uno conozca sus obligaciones para con Dios; que sepa lo que ha de creer, lo que ha de esperar y lo que ha de hacer para su salvación eterna; y se ha de cuidar celosamente de fortalecerlos contra los errores de ciertas opiniones y contra las diversas corruptelas del vicio. Ínstese, incítese a los obreros al culto a Dios y a la afición a la piedad; sobre todo a velar por el cumplimiento de la obligación de los días festivos. Que aprendan a amar y reverenciar a la Iglesia, madre común de todos, e igualmente a cumplir sus preceptos y frecuentar los sacramentos, que son los instrumentos divinos de purificación y santificación.” Carta Encíclica Rerum Novarum del Sumo Pontífice León XIII sobre la situación de los obreros, Roma, 1891, p. 22, consultado en: http://w2.vatican.va/content/leo-xiii/es/encyclicals/documents/hf_l-xiii_enc_15051891_rerum-novarum.html

24 Estimaciones realizadas en otros trabajos dan cuenta de que la población escolar educada gratuitamente durante los primeros 25 años de existencia del Colegio Pio X se acercaba al 50% (Moretti, 2017).

25 Los Cooperadores Salesianos fueron el vehículo a través del cual los salesianos canalizaron la beneficencia privada indispensable para la apertura de sus instituciones. Su nacimiento se entronca con la “familia espiritual” fundada por el mismo Don Bosco, al modo de una tercera orden destinada principalmente al ejercicio de la caridad hacia el prójimo y, en particular, hacia la juventud en peligro. Sobre los cooperadores salesianos ver Moretti (2015) y Bracamonte (2017).

26 ACPX. Circular Cooperadores Salesianos, Córdoba, 1915.

27 ACPX. Reglamento en uso para los Colegios Salesianos, Córdoba, ca. 1910, p. 2.

28 ACPX. Reglamento en uso para los Colegios Salesianos, Córdoba, ca. 1910, p. 3.

29 ACPX. Folleto Colegio Pio X, Córdoba, s/f.

30 Como demostraron para el caso francés Bourdieu y Passeron (2003: 9) las instituciones escolares suelen otorgar, de modo predominante, títulos y reconocimientos educativos a quienes pertenecen a situaciones culturales, sociales y económicas privilegiadas. Y con su acción legitiman y refuerzan desigualdades sociales de origen, a las que les dan el carácter de dones naturales de inteligencia.

31 La Voz del Interior, 2 de octubre de 1924.

32 Carta Encíclica Rerum Novarum del Sumo Pontífice León XIII sobre la situación de los obreros, Roma, 1891, 22, consultado en: http://w2.vatican.va/content/leo-xiii/es/encyclicals/documents/hf_l-xiii_ enc_15051891_rerum-novarum.html

33 La Obra de Don Bosco en Córdoba, 20 de junio de 1926.

34 A la par de los oratorios y escuelas profesionales, los Salesianos fomentaron actividades culturales con gran capacidad de penetración en el espacio público, como los Exploradores de Don Bosco, los Cuerpos de Gimnastas, la Banda de Música, el Teatrino Salesiano, las Compañías Religiosas y los Centros de Exalumnos de Don Bosco.

35 Como advierte Tilly (2000, p. 88) en su análisis de “pares categoriales”, en una organización particular puede que se instituyan nombres y límites para los conjuntos de participantes, que se impongan rituales y se otorguen dispositivos simbólicos para reconocerlos explícitamente. Estas categorías internas suelen armonizarse con categorías externas que no son propias de la organización, sino que provienen de diferencias originadas en el exterior. Cuando se conjugan los dos tipos de categorías se fortalece la desigualdad dentro de la organización que la efectúa.

36 Se conocía con el nombre de “Huerfanitos de Don Bosco” a la sección de niños que ostentaban esa condición, los cuales eran amparados por la caridad de los cooperadores que solventaban sus gastos adentro del internado.

37 La obra de Don Bosco en Córdoba, diciembre de 1922.

38 Bajo el título de “La enfermedad del doctorado”, Los Principios publicaba una encuesta acerca de las vocaciones realizada a los alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires. De los 407 alumnos, 277 contestaron “rápidamente que querían ser médicos, jurisconsultos, filósofos e ingenieros, repartiéndose el resto entre la marina, el ejército y muy pocas profesiones prácticas.” Al parecer, ninguno de los estudiantes encuestados se disponía a seguir un oficio ni ser obrero, si bien como indicaba con asombro la nota, la mayor parte de ellos eran “hijos de familias pobres y de padres artesanos”. Los Principios, 12 de febrero de 1919.

39 Una vez más hallamos eco de estos presupuestos doctrinarios en la encíclica de León XIII, quién recomendaba “acabar con la lucha […] llamando a ambas clases al cumplimiento de sus deberes respectivos y, ante todo, a los deberes de justicia”. Carta Encíclica Rerum Novarum del Sumo Pontífice León XIII sobre la situación de los obreros, Roma, 1891, 7, consultado en: http://w2.vatican.va/content/leo-xiii/es/encyclicals/documents/hf_l-xiii_enc_15051891_rerum-novarum.html.

40 Archivo Histórico Salesiano Argentina Norte (AHSAN). Recuerdo de la fiesta de las alcancías. Los Huerfanitos de Don Bosco a sus Pequeños Protectores, Colegio Pio X, Córdoba, noviembre de 1927.

41 (AHSAN). Recuerdo de la fiesta de las alcancías. Los Huerfanitos de Don Bosco a sus Pequeños Protectores, Colegio Pio X, Córdoba, noviembre de 1927.

42 (AHSAN). Recuerdo de la fiesta de las alcancías. Los Huerfanitos de Don Bosco a sus Pequeños Protectores, Colegio Pio X, Córdoba, noviembre de 1927.

43 Los Principios, 21 de agosto de 1909.  

Referencias Bibliográficas

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2. Alcubierre Moya, B. y Sosenski, S. (2018). “Espacios y cultura material para la infancia en América Latina (siglos xix y xx). Introducción”. Secuencia, edición especial, 2018.

3. Álvarez, A. (2010). “La experiencia de ser un ‘niño débil y enfermo’ lejos de su hogar: el caso del Asilo Marítimo, Mar del Plata (1893-1920)”. En: História, Ciências, Saúde, vol.17, N° 1, jan.-mar. 2010

4. Archivo Colegio Pio X. Circular Cooperadores Salesianos, Córdoba, 1915.         [ Links ]

5. Archivo Colegio Pio X. Folleto Colegio Pio X, Córdoba, s/f.         [ Links ]

6. Archivo Colegio Pio X. Reglamento en uso para los Colegios Salesianos, Córdoba, ca. 1910.         [ Links ]

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