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Trabajo y sociedad

versión On-line ISSN 1514-6871

Trab. soc.  no.30 Santiago del Estero jun. 2018

 

PERSPECTIVAS HISTÓRICAS: POLÍTICA, TRABAJO Y CULTURA

La trayectoria de los unitarios antes y después de Caseros.  Una mirada desde la prosoposgrafía

The biographical studies of the unitarian party before and after Caseros  A prosopographical approach 

A trajetória dos unitários antes e depois de Caseros.  Uma olhada da prosoposgrafía 

 

Ignacio Zubizarreta*  

* Universidad Nacional de La Pampa- Instituto de Estudios Socio-históricos/ Consejo Nacional de Investigaciones Científica y Técnicas (UNLPam-IESH/Conicet). Correo: ignzubizarreta@gmail.com

 


RESUMEN

El presente trabajo tiene por finalidad reflexionar acerca del fenómeno del unitarismo bajo los resultados arrojados por un estudio prosopográfico. A través de él, se busca confeccionar un análisis que permita comprender el desarrollo de la facción a través del tiempo y según varias características como origen de sus integrantes, ocupación, destino de exilio durante el rosismo y emplazamiento político luego de Caseros. Los enfoques prosopográficos han servido para confirmar con mayor evidencia algunas afirmaciones generales de la historiografía, pero también para cuestionar viejas creencias firmemente establecidas. De este modo, intentaremos señalar en qué medida las herramientas de la prosopografía nos han servido para uno y otro caso. A su vez, nuestra hipótesis de trabajo radica en demostrar que las facciones decimonónicas funcionan y se cohesionan por dos motivos: unidad común de propósitos y un elenco de actores relativamente estable. Cuando una o ambas variables dejan de ser operativas, podemos considerar que la facción deja de existir, como sucederá con el unitarismo luego de Caseros. Finalmente, en la conclusión, retomamos las ideas principales del escrito e incorporamos un análisis sobre la cuestión historiográfica vinculada a la problemática general del faccionalismo decimonónico en Hispanoamérica.

Palabras clave: Prosopografía; Unitarismo; Faccionalismo; Historia política; Siglo XIX

ABSTRACT

The present work aims to refflect on the phenomenon of Unitarianism according to the results of a prosopographic study. Through it, we seek to make an annalysis that allows to understand the development of the faction through time and bearing in mind several features such as the origin of its members, their occupation, destiny of exile during Rosas period and their political positions after Caseros. Prosopographic approaches have served to confirm more clearly some general claims of historiography, but also to question old, firmly established beliefs. In this way, we will try to indicate to what extent the tools of prosopography have served us in both cases. In turn, our working hypothesis lies in demonstrating that nineteenth-century factions function and cohere for two reasons: common unity of purpose and a relatively stable set of actors. When one or both variables cease to be operative, we can consider that the faction ceases to exist, as will happen with Unitarianism after Caseros. Finally, in the conclusion, we return to the main ideas of the writing and incorporate an analysis on the historiographical issue linked to the general problematic of nineteenth-century factionalism in Latin America.

Keywords: Prosopography; Unitarianism; Factionalism; Political history; 19th century

RESUMO

O presente trabalho tem como objetivo refletir sobre o fenômeno do unitarismo sob os resultados de um estudo prosopográfico. Através dele, procura-se fazer uma análise que permita compreender o desenvolvimento da facção através do tempo e de acordo com várias características como origem de seus membros, ocupação, destino do exílio durante o rosismo e localização política após Caseros. As abordagens prospecópicas serviram para confirmar mais fortemente algumas afirmações gerais da historiografia, mas também para questionar crenças antigas e firmemente estabelecidas. Desta forma, tentaremos indicar até que ponto as ferramentas da prosopografia nos serviram nos dois casos. Por sua vez, nossa hipótese de trabalho reside na demonstração de que as facções do século XIX funcionam e se agrupam por duas razões: unidade comum de propósito e um elenco relativamente estável de atores. Quando uma ou ambas as variáveis deixam de ser operativas, podemos considerar que a facção deixa de existir, como acontecerá com o Unitarismo após Caseros. Finalmente, na conclusão, voltamos às principais idéias da escrita e incorporamos uma análise da questão historiográfica ligada à problemática geral do faccionalismo do século XIX na América espanhola.

Palavras-chave: Prosopografia; Unitarianismo; Faccionalismo; História política; Século 19

Licencia Creative Common: https://creativecommons.org/licenses/by/4.0/legalcode


 

SUMARIO

1 Introducción, 2 De la centralidad del poder a la marginalidad del exilio, 3 Reconfiguración política post-Caseros y disolución del unitarismo, 4 Conclusiones, 5 Bibliografía, 6 Anexo de retratos

*****

1. Introducción1

Los unitarios son una presencia insoslayable de nuestropasado. Marcaron, desde el poder como fuera de él, con aciertos y desaciertos, una larga época. Siempre presentes en los libros que se han ocupado de la historia nacional formanparte de las representaciones colectivas de los argentinos hasta nuestros días. Para la historiografía liberal, representaron una generación desafortunada pero imprescindible, que colaboró en cimentar las bases institucionales del Estado-nación de orden liberal que se instauraría en la segunda mitad del siglo XIX. En cambio, para la interpretación revisionista, personificaron todos los males imaginables al haber abierto el comercio y los créditos con el Imperio Británicoy representar valores aristocráticos, extranjerizantes y antipopulares. Pero estas visiones maniqueas no necesariamente se ajustan a la realidad histórica sino que fueron el fruto de interpretaciones basadas en simpatías ideológicas propias de su tiempo. Desde la década de 1980 la historiografía se renovó profundamente y tendió a mirar el pasado de un modo más objetivo (Romero, 1996). Sin embargo, si bien a partir de esa renovación muchos temas de nuestra historia fueron revisados, algunos otros quedaron relegados. Entre estos últimos, los unitarios destacan dada su importancia en la trama política del siglo XIX y en los relatos del pasado que predominan hasta la actualidad.
Enel presente trabajo intentaremos conocer algunos aspectos de esta agrupación a través de la prosopografía. Aunque esta última palabra nos pueda sonar algo extraña, la prosopografía (del griego, prósopon: rostro, figura) es un instrumento metodológico propio de algunas ciencias sociales (Rousseau, 2004). Se utiliza para recrear las características habituales de un perfil colectivo elaborado a partir del estudio comparativo y cuantitativo de biografías (Stone, 1987). Esta herramienta permite profundizar los conocimientos sobre un grupo de pertenencia identificable. Explorar, por ejemplo, el perfil prosopográfico de todos los miembros de un consulado de comercio virreinal, del parlamento inglés del siglo XVIII o del partido socialista francés en los años 1930, es una tarea metodológicamente abordable que permite esculpir un perfil general extraído de un grupo de pertenencia. Algo más complejo es elaborar un estudio prosopográfico sobre una agrupación política decimonónica, puesto que, a diferencia de los partidos orgánicos del siglo XX, no existían afiliaciones ni adscripciones formales. De esta forma, es el historiador quien reconstruye y delimita al grupo a posteriori y quien opta por los parámetros más adecuados para llevar a cabo su clasificación.
Para realizar la selección de los unitarios a incorporar en la base de datos que sirvió de soporte en la elaboración de mi tesis doctoral, utilicé la información suministrada por diccionarios biográficos y otras fuentes aplicando los siguientes cuatro criterios básicos: a) Factores ideológicos: se incluyen aquellos individuos que contribuyeron a legitimar la acción de los unitarios por medio de su actuación públicao a través de sus escritos.b) Conciencia de pertenencia: se estiman unitarios quienes por medio de registros– epístolas, memorias, prensa–, han dejado constancia explícita de su conciencia de adscripción a dicha facción. c) Participación en “momentos clave”: se adiciona a aquellos que colaboraron y “pusieron su cuerpo” reiterada y abiertamente por la causa unitaria en hechos o momentos de trascendencia (batallas, asambleas constituyentes, revoluciones, conspiraciones desde el exilio, etc.) En este sentido, el universo de actores que compone la muestra ha sido reconstituido por aquellas personas que se mantuvieron fieles a la causa unitaria por tiempo prolongado. En momentos en que la labilidad/porosidad de las facciones permitía con frecuencia cambios de bando, hemos descartado incorporar a nuestra base a quiénes-aunque con un breve pasado unitario- permanecieron más tiempo actuando en las filas de otra agrupación. d) Redes sociales: se ha tenido en consideración la reciprocidad de las amistades y los vínculos parentales que habitualmente refuerzan el sentido de grupo. Si bien la pertenencia a una red no determina por completo el accionar de los agentes, los induce a obrar en consecuencia de los lazos interpersonales que los circundan. En otras palabras, los amigos y los parientes de los unitarios fueron, con mucha frecuencia, también unitarios.
A partir de estos criterios confeccioné una base de datos que aglutina casi 500 sujetos. Algunos de los resultados del acopio y análisis de dicha información se expondrán a continuación y con ellos analizaremos varios aspectos que nos servirán para lograr una comprensión sobre una agrupación política del siglo XIX sin cuyos aportes de la prosopografía hubiesen sido difícil si no imposible de obtener. Vale recalcar que dichos enfoques -los prosopográficos- han servido para confirmar con mayor evidencia algunas afirmaciones generales de la historiografía, pero también para cuestionar viejas creencias firmemente establecidas.
Nuestra hipótesis de trabajo radica en demostrar que las facciones decimonónicas funcionan y se cohesionan por dos motivos: unidad común de propósitos y un elenco de actores relativamente estable. Cuando una o ambas variables dejan de ser operativas, podemos considerar que la facción deja de existir. La unidad común de propósitos puede variar con los años: en el caso del unitarismo y durante la década de 1820 sus integrantes pretendieron materializar una gran reforma modernizadora del estado (provincial entre 1821 y 1824, y “nacional” entre 1824 y 1827). A partir de finales de esa misma década, y hasta 1852, se abandonó el
primer objetivo mientras primó el deseo de derrotar a Juan Manuel de Rosas. Para la década de 1850 la agrupación comenzaba su declive. La unidad común de propósitos se vio desmantelada cuando sus miembros se dividieron al sostener dos causas diferentes: la porteña por un lado y la urquicista por otro. Además, la fragmentación del exilio, la falta de nuevos liderazgos y un cambio generacional atentaron inevitablemente contra la segunda premisa ensayada arriba y vinculante para la pervivencia de toda facción: la existencia de un elenco de actores estable.

2. De la centralidad del poder a la marginalidad del exilio

El unitarismo nació a principios de la década de 1820 como una coalición entre antiguos directoriales2 y jóvenes que recién se incorpraban a la flamante vida política. La matriz de este embrión del unitarismo fue denominado por la historiografía como grupo rivadaviano, término extemporaneo y que refiere al conjunto de actores que se involucró en la esfera públicade la mano Bernardino Rivadavia, por entonces ministro del gobernador Martín Rodríguez. En 1821, lo que algunos llamaron “partido de los principios”, “partido ministerial” o “partido liberal” –y no así Partido del Orden, denominación anacrónica– tomó mayor impulso cuando se comenzaron a debatir en la Sala de Representantes las medidas modernizadoras de transformación social que arraigaron en la historia bajo el apelativo de “reformas rivadavianas”. Sin embargo, el proceso fue lento; las alianzas que concretaban los parlamentarios eran ocasionales, en algunos casos sólo se ponían de acuerdo para votar una medida determinada, pero luego podían enfrentarse agriamente cuando discutían otras. A pesar de las amistades y relaciones que se fueron estrechando en el seno del grupo gobernante, y de las afinidades existentes al formar parte de una comunidad de intereses, no se desarrolló por bastante tiempo una verdadera conciencia o autopercepción como integrantes de un movimiento o partido (Zubizarreta, 2011). Por consiguiente, actuaban como una red política abierta, de contornos indefinidos.
Sobre el grupo rivadaviano y la figura que lideró este movimiento existe abundante literatura (Bagú 1966, Gallo 2012, Zubizarreta 2014, Piccirilli 1943, Segreti 1991 y 2000). Aquí nos interesa resaltar algunas características de este movimiento facilitados por la prosopografía. En nuestra base de datos, 34 individuos se encontraron vinculados estrechamente con Rivadavia entre 1820 y 1824. Lo primero que se destaca de este conjunto es el alto nivel de educación, la escasez de militares y la heterogeneidad en el perfil de sus integrantes. Si bien primaron los porteños (21), participaron provincianos y extranjeros (14). En torno a formación intelectual, la mitad (17) fueron eclesiásticos o jurisconsultos con estudios universitarios, destacan también tres médicos, algunos periodistas/escritores y solo dos militares de carrera. De este modo, la intelectualidad de la época se nucleó en torno al ministro de Rodríguez. Fascinados por todo lo que provenía de Europa, se nutrieron de las nuevas ideas. Algunos funcionarios afines a Rivadavia se desempeñaron en misiones diplomáticas o comerciales en el exterior –Esteban de Luca, Valentín Gómez, Ignacio Núñez, Juan Francisco Gil, José Ignacio Garmendia, etc. –, y gracias a ellas pudieron incorporar conocimientos, realizar estudios, adquirir bibliografía o generar vínculos con intelectuales de diversos países.3 El caso más paradigmático lo constituyó el mismo Bernardino Rivadavia. En base a los ricos contactos que entabló en sus
viajes por los distintos países del viejo continente –con hombres de la talla de Benjamín Constant, Jeremy Bentham, el Marqués de Lafayette o Alejandro Humboldt– pretendió incorporar a una serie de técnicos, docentes e intelectuales europeos para que colaboraran tanto en la gestión gubernativa como en la docencia universitaria y en la prensa.4 Su objetivo consistió en impulsar, transformar y materializar el desarrollo social y económico de un país al que consideraba con grandes potencialidades de progreso. Fomentó también la inmigración europea, con el propósito de promover la agricultura, aunque con moderado éxito.5
En 1824 Martín Rodríguez dejaba la gobernación de Buenos Aires y Rivadavia su puesto de ministro. En diciembre de ese mismo año se dio la apertura constituyeron las Asambleas Constituyentes. Desde 1810 se había intentado muchas veces darle una forma constitucional al país, pero ninguna había sido coronado conéxito. La iniciativa de efectuarlas surgió del “partido ministerial” liderado por Rivadavia, y representaba, para este último, un anhelo que siempre había estado latente. Se invitó a las distintas provincias a formar parte y enviar a sus representantes –en un comienzo, uno cada 15.000 habitantes–. Cuando se consideró que un número suficientemente representativo de ellos estaba presente en Buenos Aires, se dio inicio a la primera cesión en la sala que antes deliberaba la Junta Representativa de Buenos Aires, desocupada ad hoc para cobijar las Asambleas. Se abría una oportunidad única en la posibilidad de estrechar lazos interprovinciales en un momento donde las guerras independentistas (con la salvedad de Salta y Jujuy) habían concluido y no interferirían en los asuntos políticos domésticos. Durante el tiempo que duraron las sesiones, poco más de una centena de actores formó parte alternadamente del Congreso en representación de las distintas provincias. Sin embargo, a pesar de cierta movilidad, se fueron creando grupos relativamente estables que comenzaron a actuar, a medida que el tiempo transcurría, de manera previsible y con pautas congruentes, constituyendo lo que desde el exterior del recinto se empezó a distinguir bajo los apelativos de “unitarios” y “federales”.


ORIGEN DE LOS UNITARIOS POR PROVINCIA

Existió siempre – y perdura aún- la tendencia a suponer que los unitarios eran mayoritariamente porteños mientras en cambio, los federales, provincianos. De los 47 unitarios de nuestra base que participaron en el Congreso, sólo 13 eran porteños. Si consideramos al total de la muestra, nuestro primer gráfico estaría demostrando que poco más de un tercio de los que sostenían la unidad de régimen había nacido en Buenos Aires, mientras casi dos tercios eran oriundos del interior. Además, dentro de este último grupo, existió una mayor concentración de partidarios centralistas en las provincias de el NOA y de Cuyo, mostrando a su vez una mucho menor densidad en las del Litoral (sólo el 6%); no casualmente más homogéneas desde el punto de vista social y con mayor inclinación por el federalismo. Estos resultados invitan a preguntarse por qué hubo tantos unitarios en las provincias. Ensayando posibles respuestas, es factible que muchos provincianos buscaran la protección de un hipotético gobierno central ante la irrupción de los caudillos que amenazaban con romper el orden imperante. La existencia de un sistema político centralizado (como lo fue el Directorio en su momento) habría beneficiado a ciertas e influyentes familias del interior. Existía en muchas de ellas una añoranza por una administración de este tipo. Asimismo, y sobre todo en aquellos pueblos que no habían podido emanciparse de sus cabeceras de intendencia — como Jujuy de Salta —, también se prefería una posible tutela “nacional” a una dependencia jurisdiccional más próxima. Desde el comienzo del proceso independentista y en los años consecutivos, los dirigentes de ciertas provincias habían comenzado a admitir la necesidad de un Estado lo suficientemente fuerte para protegerlas de una invasión “externa” (por ejemplo: Salta de las tropas realistas), o “interna” (las provincias del Cuyo de las fuerzas de Facundo Quiroga). Los constantes pedidos de recursos, armamentos y tropas a la antigua capital virreinal debían ser a su vez retribuidos por un apoyo incondicional a los planes políticos que surgieran de ella. En otros casos se dieron también afinidades ideológicas entre las dirigencias provincianas y las porteñas. Instruidos en las mismas universidades y con inclinación hacia la vida urbana y sofisticada, un importante sector de las elites del interior sintió una profunda admiración por la gestión rivadaviana y consideraba que expandir los beneficios de ese proyecto político al resto de las provincias sería ventajoso para el conjunto de ellas.


Profesión

Acerca de las actividades o profesiones de los miembros de la facci ón, existió una tradición historiográfica que tendió a ubicarlos mayormente como comerciantes monopolistas de la ciudad puerto, o incluso como hacendados y comerciantes vinculados al tráfico con Gran Bretaña (Irazusta 1968, Rosa 1981, Puiggrós, 1986). Ahora exploraremos si eso efectivamente fue así.
Si bien en muchos aspectos resulta complejo distinguir la profesión de un individuo en un contexto en el que aún la diversificación en los campos sectoriales y profesionales era difusa, al menos hasta fines del siglo XIX (Losada, 2007). A pesar de ello, desde la Emancipación americana comenzaron a consolidarse nuevas ocupaciones que, en la práctica, consumían la mayor fracción de tiempo de quienes las ejercían mientras eran retribuidas mediante un salario relativamente regular. Así, como lo señala Tulio Halperín Donghi en Revolución y Guerra, las actividades políticas se profeesionalizaron amparadas desde el flamante Estado. Las fuerzas guerreras también lo hicieron, a pesar del rol fundamental que seguirían ocupando las milicias durante todo el periodo. La casi totalidad de los unitarios militares de nuestra muestra pertenecieron a las fuerzas regulares. Incluso, muchos de ellos durante el exilio prestaron su espada al servicio de Estados vecinos a cambio de un sueldo fijo. Aunque los miembros de la elite tuvieron que cumplir tareas políticas, militares, administrativas, diplomáticas o periodísticas imbricándolas(y a veces desplazando o postergando sus propias obligaciones como hombres de negocios), nuestra base de datos prosopográfica consideró sobre los actores analizados su actividad más destacada en función del rol que cumplimentaron en la contienda política. Es evidente que esta forma de organizar y analizar los datos rotulando a cada sujeto con una exclusiva profesión permite arrojar resultados cuantitativos sumamente sugerentes, aunque obtura de algún modo la diversidad de tareas que, de facto, realizaban los actores de ese tiempo.
Lo primero que destaca del gráfico ut supra es el alto porcentaje de militares (poco más de el 50%). En una agrupación política que ha descollado por su nutrido grupo de intelectuales (Florencio Varela, Rivadavia, Valentín Gómez, etc.) los hombres de armas acaparan un lugar sorprendentemente preponderante. Al respecto, es pertinente apuntardos cuestiones. Por un lado, no todos los que de hecho integraron parte de los ejércitos unitarios tenían en sus planes originales conformar dichos cuerpos. Fue el violento contexto de las guerras civiles el que “torció” varias vocaciones hacia las armas. Por otro lado, el predominio en una actividad no impedía la participación en otras. Por brindar un ejemplo, de 82 gobernadores unitarios que figuran en la base de datos, 36 fueron militares (el 44%). La cifra no debe sorprendernos por varias razones; principalmente por la facilidad con que podían llegar a acceder a esos cargos. Los hubo gobernadores- intendentes, teniente-gobernadores y gobernadores interinos. Los podía elegir la Sala de Representantes, podían ser impuestos por un caudillo allende las fronteras provinciales, por un gobierno central o su designación podía ser fruto de una revuelta popular, una asonada militar, o un acuerdo informal entre un gobernador saliente y uno entrante. En la mayoría de los casos sus cargos se computan en meses y hasta en días, lo que refleja no sólo la gran inestabilidad de las instituciones sino también con qué naturalidad se imbricaba la esfera civil y la militar en el ámbito de la política. Existió un abrupto proceso de militarización que se dio en la sociedad entera como consecuencia de las sangrientas guerras civiles (Rabinovich, 2014). Esta tendencia no dejaría de acentuarse luego de finalizadas las contiendas que oponían a criollos con realistas, llegando a su clímax en tiempos rosistas, cuando el Estado llegó a volcar más del 65% de su presupuesto –con picos de hasta el 80%- en gastos bélicos (Garavaglia, 2003). Si analizamos de qué manera se fue plasmando la militarización de las elites unitarias a través de la prosopografía, debemos considerar algunos puntos. Antes que nada, que de 493 casos, prácticamente la mitad empuñó las armas en algún momento de sus vidas alistándose en el ejército.
Si dividimos a los unitarios en tres generaciones, podríamos observar con mucha mayor claridad el proceso de militarización aludido. La primera generación la situaremos entre aquellos integrantes que nacieron antes de 1790. Menos de un tercio del total se dedicó a la carrera de las armas. Estuvieron presentes, en su mayor parte, en la defensa contra las invasiones inglesas y en el posterior proceso independentista. A pesar de que fueron quienes más protagonismo pudieron haber tenido en el proceso emancipador –el cual implicó la guerra directa contra los realistas-, la participación en el ramo de las armas no fue tan significativa como lo sería en la generación siguiente. En ella, ubicamos entonces a los nacidos entre 1790 y 1810. Dos aspectos principales deben destacarse sobre este grupo. Por un lado, su alto grado de militarización, un 62% -121 sobre 193- tomó el camino de las armas. Si la generación previa puede considerarse como la de los letrados y eclesiásticos, los hombres de las ideas; entonces, la segunda es la de los militares más prominentes: Rudecindo Alvarado, José Valentín Olavarría, Gregorio Aráoz de Lamadrid, Wenceslao Paunero, Juan E. Pedernera, Jerónimo Espejo, Juan Lavalle o José María Paz, etc. De 32 generales que aparecen en el registro prosopográfico, nada menos que 20 –es decir, el 62,5%- son fruto de esta generación. La tercera generación sea tal vez la más difícil de definir, y estuvo constituida por aquellos nacidos con posterioridad a 1810. A grandes rasgos, fueron hijos o sobrinos de unitarios, no conocieron a Rivadavia sino de oído y gran parte de ellos –el 87%- padeció un temprano destierro. Pocos pudieron realizar estudios superiores –16%-, debido tanto al aletargamiento universitario característico de tiempos rosistas como a la inconsistencia que provocó el exilio. A causa de la alta polarización política y social, la mayor parte tomó las armas contra el régimen federal (casi el 60%). Su accionar estuvo más motivado por el odio hacia un régimen de cuyas consecuencias extraían amargas secuelas, que por ideas abstractas sobre sistemas políticos.Vale destacar que existieron en el seno de la agrupación muchas tensiones entre su componente civil y militar, principalmente por razones de índole idiosincrática.
El grupo de intelectuales era numéricamente menos importante, pero muy influyente. Los unitarios de nuestra base gozaron de un nivel de educación muy alto para la época, casi el 20% de la muestra realizó estudios universitarios. El 40% lo haría en la Universidad de Córdoba, el 30% en la de Buenos Aires y el resto entre San Felipe (Chile) y Chuquisaca (Bolivia).En ese universo destacan jurisconsultos, eclesiásticos, funcionarios y hombres de letras –periodistas, literatos, etc.- La pluma era tomada por este cuerpo de letrados no sólo para escribir poesías, sino también para difundir sus ideas y empapar de tinta las páginas de la prensa, colaborar en alguna agrupación literaria, reflexionar en aras de redactar una nueva constitución, prestar su caligrafía al servicio de un bufete de abogados o inclusive redactar –y readaptar– los manuales universitarios. Algo distinguió a los intelectuales de la unidad: no dejaron para la posteridad grandes obras escritas, ni doctrinarias, ni literarias. De allí que su pensamiento pueda catalogarse de enigmático, fragmentario, o incluso, de “ecléctico” (Myers, 1996). Tuvieron una destacada importancia en la toma de decisiones de la agrupación, principalmente entre 1821 y 1827. Con posterioridad a esa fecha y luego del comienzo de las guerras civiles, serían los hombres de armas los que tendrían más influjo.
Algunos unitarios fueron hacendados, como los miembros de la familia Castex, los Ramos Mejía, los Miguens o los Ezeiza. Los hubo también relacionados al mundo de las finanzas y de la banca, como Manuel Arroyo y Pinedo, Mariano Fragueiro o Braulio Costa. Ninguno de ellos tuvo una destacada participación en las decisiones políticas de la facción por la que simpatizaban. Se dedicaron principalmente a sus actividades y “dejaron hacer” a los hombres de la pluma y de la espada (Bagú, 1966). De allí que gran parte del argumento de la historiografía revisionista de que el unitarismo estaba integrado principalmente por grandes capitalistas y comerciantes vinculados al Imperio Británico no tenga correlato con la evidencia a empírica.


PRINCIPAL LUGAR DE EXILIO

Con el arribo de Rosas al poder (1829) y luego de la definitiva derrota del general Paz en 1831, el unitarismo encontr ó en la vía del exilio un modo de poder sobrevivir. Se suele creer, equivocadamente, que la proscripción sólo pesó sobre un grupo bastante restringido –o elitista- y demasiado comprometido políticamente. No contamos con datos fehacientes al respecto, pero varios indicadores llevarían a pensar que se trató de un fenómeno muy extendido. Aunque el destierro siempre fue una experiencia dura y traumática, era seguido por una pronta adaptación al país receptor, evidenciando lógicas de arraigo más “regionales” que“nacionales”. No olvidemos que Uruguay y Bolivia eran estados de conformación muy reciente y que habían pertenecido al antiguo Virreinato del Río de la Plata. Es necesario tener siempre presente que aquellos que optaron por partir, lo hicieron con la convicción de que sería por un corto plazo. Los actores de ese tiempo estaban acostumbrados a las peripecias de la vida en el exilio, habitual consecuencia de la política de facciones. Los giros inesperados y la inestabilidad siempre reinante desde el inicio del proceso emancipador los llevaron a creer que la caída de Rosas era inminente.

Del total de unitarios con que contamos en nuestra base de datos, 325 –o el 66%– se expatriaron. Algo menos de la mitad siguieron el periplo de la proscripción por más de un país. Por ello, hemos considerado, para los gráficos de arriba, como lugar principal de exilio al país en el que residieron por mayor cantidad de tiempo. Es evidente que Paraguay no constituyó un destino solicitado por las características del régimen de José Gaspar de Francia y Carlos Antonio López. Brasil, en cambio, recibió expatriados unitarios, pero su número tampoco fue significativo. Las barreras culturales, políticas y principalmente idiomáticas, pudieron ser un escollo. Por el contrario, tanto en Chile como en Bolivia y Uruguay, los unitarios pudieron contar con el apoyo –o indiferencia, en el peor de los casos– de sus presidentes respectivos. Debe tenerse en consideración que también existió un exilio interno–de unas provincias hacia otras–, aunque dicha modalidad fue menguando a medida que el influjo de Rosas se extendió en toda a la Confederación, con sus políticas de exclusión hacia sus opositores. El exilio unió tanto como desunió a los unitarios porteños de sus homónimos provincianos. Los unió en la medida en que la adversidad los hizo más fuertes y los incentivó a la concordancia de propósitos. Pero también los separó por razones geográficas; mientras que los porteños se exiliaron masivamente en Uruguay, los provincianos lo hicieron en Chile y Bolivia. La idea fue siempre la misma, el régimen de Rosas no podía durar demasiado y era importante encontrarse cerca de la patria chica y de los afectos.
Poca atención se les ha prestado al conjunto de actividades que los unitarios realizaron desde el exilio con el objeto de vencer al régimen de Juan Manuel de Rosas. Cabe mencionar la creación de periódicos anti-rosistas, el establecimiento de logias conspirativas, la conformación de ejércitos, la intromisión en la política de los países anfitriones, la fundación de comisiones para la organización de las actividades políticas de los proscriptos, etc. Es muy difícil imaginar que el general Justo J. de Urquiza hubiese logrado derrocar a Rosas en la batalla de Caseros (1852) sin todos los antecedentes y tentativas que le precedieron en la lucha contra Rosas.
Pero, ¿qué hizo ese 31% de unitarios que no optó por el exilio? Tampoco se ha estudiado mucho al respecto. Aquellos que poseían propiedades rurales se inclinaron por pasar una larga temporada en la estancia. Los que no tenían esa suerte, vivieron una etapa harto compleja, llena de vicisitudes. Mientras que algunos pocos pudieron ubicarse en el escenario reinante (Lucio N. Mansilla, Vélez Sarsfield etc.), otros quedaron cesantes de sus oficios por mandato oficial. La persecución no se limitó a eso. La célebre Mazorca se dedicó al acoso, la violencia y generación sistemática de terror entre posibles disidentes.

3. Reconfiguración política post-Caseros y disolución del unitarismo

Con la caída definitiva del rosismo (1852), los unitarios de provincia y los porteños se volverían a encontrar, pero curiosamente, la mayoría de las veces, en campos antagónicos, lo que de emuestra que la lejanía del exilio, en el fondo, había colaborado más en desunir que en unir. La tensión generalizada entre el general Justo José de Urquiza, vencedor de Caseros e importantes sectores de la elite porteña motorizaría la revolución del 11 de septiembre de 1852 contra las autoridades afines al líder entrerriano. Dio inicio, en los hechos, a la separación de Buenos Aires del resto de la Confederación Argentina, estableciendo un gobierno autónomo que duró cerca de siete años y dictó constitución propia (Scobie, 1964). Años más tarde, en la batalla de Cepeda (1859), las fuerzas de Urquiza derrotaron a Buenos Aires y la obligaron a reincorporarse a la Confederación, proceso que recién se terminaría de completar luego de la batalla de Pavón, dos años más tarde y signado por el postrero triunfo porteño y el ascenso de Bartolomé Mitre a la presidencia de un país precariamente unificado aún (Gorostegui de Torres, 2000).
Sobre 79 casos registrados en la base de datos de unitarios que continuaron con una activa vida política luego de Caseros (1852), 45 lo hicieron sosteniendo la causa porteña mientras 34 se inclinaron por apoyar a Urquiza. Si en las filas del caudillo entrerriano la mayoría de los unitarios era del interior (casi el 65%), entre las que secundaron al rebelde estado de Buenos Aires, poco más de la mitad eran porteños mientras que el resto, provincianos o extranjeros.

Es importante destacar que para ese entonces, el unitarismo había dejado de conducirse como una agrupación política stricto sensu. Es factible que desde tiempo atrás ya no venía actuando como tal. Lo que pervivía, entre antiguos camaradas, era un sentimiento de pertenencia y una simpatía por una causa pasada. La ruptura entre Buenos Aires y la Confederación no facilitó ningún tipo de actitudes contemplativas o dubitativas. En un lapso muy breve de tiempo la mayoría de los exiliados que habían regresado al país debieron tomar partido por alguna de las opciones políticas que la coyuntura les imponía. ¿Qué motivó, entonces, esa trascendental y apremiante decisión? Las lógicas de este comportamiento político son complejas, pero intentaremos brindar algunas pistas, aunque sean meramente hipotéticas.
Si con el objeto de simplificar hemos diferenciado recientemente una causa urquicista de otra porteña, en la práctica, ni el urquicismo fue un movimiento político que logró aglutinar a todos los unitarios que no se incorporaron a la causa porteña, ni esta última fue completamente uniforme, como lo demuestran las principales tendencias que fueron surgiendo al calor de los constantes enfrentamientos con la Confederación (nacionalistas, autonomistas, reformistas, etc.).Las ideas unitarias ya no estaban vigentes, muy pocos las reivindicaban o pensaban seriamente organizar al país del mismo modo como se imaginó hacerlo en tiempos rivadavianos (Mariano Fragueiro en 1852 y Norberto de la Riestra en 1861 fueron dos exponentes de esta rara avis). No obstante, existen ciertos paralelismos que se pueden establecer entre las propuestas que Bartolomé Mitre ensayó en la Sala de Representantes porteña en la década de 1850 para defender la idea de una nación preexistente, con aquellas otras amparadas por el unitario Julián S. de Agüero casi treinta años antes en el marco del Congreso Constituyente de 1824-1827. El proyecto político mitrista, defendido a través de las páginas de El Nacional, aunque con matices,no difería en sustancia de algunas de las viejas doctrinasdel unitarismo; en uno y en otro caso Buenos Aires debía cumplir un rol protagónico en el proceso de unificación nacional (Eujanian, 2015). Pero a pesar de ello, la propuesta de Mitre no dejaba de ser una alternativade alcance nacional que logró captar el interésde variosprovincianos que por su antigua militancia unitaria no simpatizaban con el máximo líder del federalismo, José de Urquiza. Tal vez por ello no sería casualidad que algunos unitarios del interior como Hilario Ascasubi, Manuel Hornos, Juan Madariaga, Wenceslao Paunero, José María Paz, Anselmo Rojo, Antonino Taboada o Mariano Salas prestaran colaboración al mitrismo.
Domingo F. Sarmiento, otro de los célebres provincianos que, aunque sin haber pertenecido netamente al bando unitario, compartía muchas de sus ideas, le escribió al propio Mitre una misiva en la que se refleja cabalmente cómo era representada la relación entre el interior y Buenos Aires para el sector político que ambos compartían:

“El triunfo de Buenos Aires es el de la República y el de las instituciones [poco más adelante explicita que…] Buenos Aires es y será todo. Ella será el depósito fiel de la civilización y de la libertad; pero las provincias son, como usted lo ha visto, poderosas para el mal; ellas encierran todos los elementos disolventes. Los unitarios no se han fijado una cosa, y es que toda la influencia de aquella ciudad se ejerce en las provincias por hombres de las provincias, de manera que para gobernar unitariamente, es preciso que se sirvan de ellos mismos, lo que constituye una federación en el fondo.”

Esta propuesta de unitarizar “federalizando” era algo que los propios unitarios no habían podido materializar, pero que los liberales como Mitre o Sarmiento se creían preparados para llevar a cabo. El propio Mitre se sentíade algún modo continuador del legado de Rivadavia y consideraba que a él le tocaba proseguir el camino de reformas trunco trazado por su predecesor (Mitre, 1945). Incluso, en muchos casos, el término “liberal” (asociado al club Libertad que fundó el mismo Mitre) y “unitario” se utilizaban como equivalentes, sin que nadie se sintiera ultrajado por ello. A pesar del apoyo con que contaba la causa porteña en algunas provincias, recién el proyecto mitrista comenzaría a afianzarse luego de Pavón y gracias al soporte de las armas. Superada la instancia marcial y como lo afirma parte de la más reciente historiografía, el proyecto liberal post-Caseros no se implantó a nivel nacional como una mera imposición de un estado centralizado frente a un conjunto sometido de provincias; ni debe interpretarse dicho proceso sin entender la activa participación de las elites locales (y de gran parte de la ciudadanía) en la confluencia de un conjunto de propósitos mancomunados (Bragoni y Míguez, 2010; Kurtz, 2013).

A diferencia del atractivo del mitrismo, la prédica alsinista6 logró arrastrar a ciertos sectores porteñístas en el que la preponderancia de la ciudad puerto o era entendida como prioritaria y en desmedro de una potencial unión entre provincias. Esta postura histórica gozaba de adeptos desde el proceso independentista y sin dudas también entre las filas unitarias principalmente porteñas. El autonomismo no constituyó una formulación política articulada ni tampoco mantuvo coherencia ni continuidad con el antiguo proyecto unitario; más bien consistió en una expresión circunstancial producto del celo localista porteño y de la inconsistente y siempre tensa relación con la Confederación Argentina. De hecho, el autonomismo logró muchísimos adeptos entre sectores que habían participado en el régimen rosista. Vale advertir, empero, que tanto el nacionalismo como el autonomismo no lograrían identificarse netamente como facciones de contornos delimitados, ni por sus ideas ni por sus adeptos, sino bien avanzada la década de 1850. Hasta esta última fecha, Pastor Obligado como gobernador de Buenos Aires (un ex federal moderado), entre 1853 y 1857, había logrado incorporar a su gestión a diversas notabilidades públicas que más adelante figurarían abiertamente en distintos frentes políticos (Lorenzo Torres, Mitre, Alsina, etc.). El temor a la Confederación sirvió como acicate para evitar romper lanzas entre las distintas agrupaciones porteñas, las que sin embargo no diferían tanto en cuanto a la naturaleza de sus ideas sino en la intensidad y graduación de las mismas. Nacionalistas y autonomistas apostaron por un proyecto nacional, pero discordaban en relación a la cantidad de concesiones que debían ofrecer a las otras provincias para concretarlo.
Al norte del Arroyo del Medio también existieron sólidos motivos que arrastraron a muchos unitarios a nutrir las filas del urquicismo. Tal vez una respuesta válida a esa circunstancia la encontremos en las relaciones interpersonales que supo construir Urquiza con anterioridad a la batalla de Caseros. El líder entrerriano, antes de rebelarse, logró contar con el aval de aquellos viejos unitarios que se habían resignado al triunfante federalismo y que percibían en su figura un mal menor en comparación a la eternización del régimen de Rosas. En la década de 1840 muchos unitarios desde el exilio habían terminado o por aceptar no sólo la imposibilidad de llevar a cabo sus proyectos políticos de organización nacional, sino la supremacía incontrastable del federalismo. Las campañas militares de Gregorio Aráoz de Lamadrid y de Juan Lavalle en
1840 contaron con el apoyo de buena parte de los gobernadores federales del interior y sus generales en jefe montaron un discurso inclusivo hacía otras variables políticas buscando eludir la imagen exclusivista que acarreaban de antaño. Algunos intelectuales del unitarismo como Florencio Varela o José Mármol intentaron desde la prensa del exilio seducir a Urquiza invitándolo a que se plegara del lado de la “civilización” y se revelara al orden rosista. Estaban convencidos que si esa operación se concretaba podrían guiar al líder vencedor hacia una profunda transformación institucional, económica y social del país. Quienes veían con buenos ojos el fortalecimiento de la figura de Urquiza, entendían que nadie más que él tenía el suficiente influjo para poder dar principio al orden y la autoridad para promover un congreso constituyente que fuera aceptado por el resto de las provincias. Además, los unitarios del interior recelaban y temían la preponderancia que podría llegar a plasmar otro liderazgo porteño en el futuro concierto político de la nación, independientemente de sus orígenes partidarios.

Entre los sostenedores de Urquiza encontramos una abrumadora mayoría de notables unitarios de provincia que resultaron ser luego sus más estrechos colaboradores: Rudecindo Alvarado (salteño), ministro de Guerra y Marina; Elías Bedoya (cordobés), consejero de Estado; Salvador María del Carril (sanjuanino),íntimo amigo de Urquiza y vicepresidente. A su vez, Ángel Elías (chuquisaqueño), quien fue tal vez la persona que más influyó en Urquiza en su decisión por alzarse contra Rosas, además de desempeñarse como su consejero y secretario; Jerónimo Espejo (mendocino), tesorero de el Banco Nacional de la Confederación; Mariano Fragueiro (cordobés), ministro de Hacienda; Facundo de Zuviría (salteño), ministro de Relaciones Exteriores; Dionisio Pucho (salteño), con quien Urquiza tendría estrecha amistad y actividades mercantiles conjuntas, entre otros. Un único notable unitario de origen porteño estuvo a las órdenes del caudillo entrerriano, Francisco Pico. Este último llegaría a ser ministro de relaciones exteriores de la Confederación.
Pero la división tajante entre defensores de la causa porteña y de la causa urquicista no fueron los solos motivos que colaboraron al gradual aletargamiento del unitarismo. Salvo Irineo Portela, Francisco Pico, Valentín Alsina y Salvador María del Carril, todos ellos muy jóvenes en tiempos rivadavianos, ya no se encontraban unitarios de nota que hubiesen formado parte del inicio de la agrupación. Algunos permanecieron en el exilio de manera definitiva, otros habían muerto o estaban muy avejentados. En 1851 moría Julián S. de Agüero, al año siguiente, Tomás Godoy Cruz, en 1854 lo hacía José María Paz y tres años después, Gregorio Araoz de Lamadrid. Ya habían expirado por entonces Juan Lavalle y Bernardino Rivadavia; así, la plana mayor del unitarismo dejaba un vacío difícil de colmar, desdibujando, de algún modo, la cohesión interna del movimiento político y su mismo futuro.

4. Conclusiones

El estudio de las facciones del siglo XIX ha sido un tema de sumo interés para la historiografía reciente. Casi omnipresentes en nuestro pasado, demonizadas como factores de violencia, desorden, informalidad y divisionismo social, entenderlas y descubrir cómo y porqué actuaban del modo que lo hacían resulta un gran desafío, en muchos aspectos, aún pendiente. El enfoque actual a la problemática ya no permanece atado al estudio de la alta política que sin embargo, hasta bien entrado el siglo XX, caracterizó el modo de aproximarse a la cuestión. Así, se percibe el declive de una tendencia “atomista”, centrada en el estudio de las agrupaciones políticas consideradas en sí mismas, brindando un espacio a otra donde ese análisis se inserta en procesos más amplios. De esta manera, la reflexión sobre el accionar de las dirigencias y sus acuerdos o conflictos, aun sin desaparecer de la escena, ha ido compartiendo el terreno con nuevas perspectivas. Entre ellas, destacan las investigaciones sobre la politización de los sectores populares, la incidencia de los partidos en la construcción de la opinión pública, sus dimensiones inter-estatales, la circulación de múltiples lenguajes políticos al interior de sus entramados o sus vínculos con el macro-fenómeno de la guerra, entre otras variantes.
La historiografía tradicional latinoamericana, durante muchos años, ha denominado a los primeros movimientos políticos del siglo XIX como “partidos”. Para el politólogo Andrés Malamud, luego del proceso de emancipación y ante las nuevas pautas de participación y representación política, “los portadores de ideas afines, intereses coincidentes o, incluso, simpatías personales, elaboraron los primeros lazos de solidaridad de las que en un principio serían llamadas “facciones” (2003, 322). Malamud considera -como muchos politólogos- que las facciones constituyeron una modalidad de movimiento político similar a los partidos, pero en una suerte de estado embrionario, precediendo temporalmente a estos últimos. Sin embargo, siguiendo la tesitura de las ciencias políticas, si las facciones eran defectuosos antecedentes de los partidos, en algunas regiones del planeta devendrían luego en agrupaciones institucionalizadas, orgánicas y representativas, mientras que en otras -bajo cierto revestimiento ficticio de partido- seguirían actuando como las facciones que eran con anterioridad. ¿Se trató de una falla evolutiva lo que impidió a las facciones iberoamericanas transformarse y hacer el salto hacia los “partidos” con características similares a los que surgirían en Estados Unidos y Europa occidental? Tratando de eludir esta trampa maniquea, se hace evidente que la contraposición entre “facción” y “partido”, considerados como entidades diferenciadas, quizás sea demasiado esquemática como para que pueda articular los abordajes de la historiografía política contemporánea. Si términos como facción o faccionalismo han sido frecuentemente objetados, aludiendo, entre otros argumentos, a su contenido peyorativo y a su flaqueza conceptual, de ello no se desprende que todos los historiadores abocados al período hayan empleado estos conceptos de igual modo, ni que el sintagma “partido político” u otras categorías análogas vengan a suplantarlos con pleno éxito (Sabato, 2014). Cambiar un término por otro no solucionaría el problema. De esta manera, el concepto, al designar realidades tan diversas entre sí, también terminaría por perder operatividad. Es decir que, tanto partido como facción, son categorías que poseen límites bastante claros si son empleados para analizar etapas amplias del pasado. En el mismo sentido, como toda dicotomía, esta contraposición teórica entre facción y partido implica invisibilizar otras formas de institucionalización de los entramados de acción política que no necesariamente tienen porqué orbitar entre ambos extremos. El problema pasa por no construir versiones reificadas que encubran y aplanen, bajo un mismo rótulo, un conjunto amplio de espacios de sociabilidad autónomos, aunque comunicados entre sí e identificados, a veces más desde fuera que por sus propios miembros, con ciertas ideas y prácticas concretas que pueden variar desde las opiniones vertidas en debates hasta formas de vestirse o pronunciarse en público (Salvatore, 1998).
En efecto, partiendo de la historiografía existente, no parece desprenderse un acuerdo sustancial sobre los elementos que deben tomarse en cuenta para definir a una agrupación política como partido, bando o facción. Mientras algunos enfoques privilegian factores internos, como el nivel de cohesión ideológica y social, o la perduración en el tiempo de fidelidades y lealtades, otros autores han tomado una vía en cierto modo externa,
que explora el grado de legitimidad del que gozaron esas agrupaciones en el interior de la esfera de la opinión pública. Como ha sido señalado en varias oportunidades, la presencia de grupos o fracciones que rompían por la vía de los hechos la unidad del cuerpo político, fue percibida a lo largo del siglo XIX de diversos modos que podían variar desde las miradas más complacientes, que apreciaban la instalación de un“disenso organizado”, hasta –la mayor de las veces- aquellas que la condenaban de manera enfática, asociándola a formas políticas “caudillistas” disruptivas del orden público. Solo así se explicaría la proliferación, en la segunda mitad de dicho siglo, de proyectos fusionistas y conciliadores o la irrupción de corrientes anti-partidistas (Rilla, 2004) que apuntaban a superar estas “divisas”, “banderías” o“personalismos” en aras de agrupaciones y programas de alcances “nacionales”. Es que, en las sociedades hispanoamericanas, la tensión entre “unidad” y “pluralidad” se mantuvo latente casi a lo largo de todo el siglo XIX. Esa “unidad” no habría constituido necesariamente un caprichoso resabio del ancienrégime unanimista sino que probablemente operó también como un elemento modernizador en un sistema republicano sostenido por una representación soberana de sujetos colectivos (el pueblo, la nación, el interés general, la opinión pública, etc.). Si esa lógica de la “unidad” predominó durante la primera mitad del XIX, años después se abriría paso a propuestas política más pluralista. Los clubes electorales que nacieron al despuntar la segunda mitad del siglo antepasado representan un estimulante punto de mira desde donde observar ese proceso paulatino. En este periodo, en paralelo, se consolidaron partidos que albergaron una dimensión territorial que podría considerarse “nacional” trascendiendo así los más encorsetados límites de lo local/regional. Estos grupos políticos de la segunda mitad del siglo XIX (verbigracia, el PAN en Argentina, el Partido Civil peruano o el porfiriato mexicano)aceptaban tolerar cierta disensión en su interior, pero paralelamente mantenían la pretensión constante de hegemonizar la vida política nacional, imponiéndose sobre otras agrupaciones equivalentes (Alonso, 2010; Salmerón 2013). Aunque carecían de ciertas regulaciones internas, lograron desplegar mecanismos para generar candidaturas y disputar el poder. Pero además, plasmar en sus participantes cierto anclaje identitario y configurar un “nosotros”.
Retomando los puntos centrales del trabajo que aquí concluye, quisiéramos remarcar cómo la prosopografía es una herramienta sugestiva en cuanto permite explorar grupos humanos de un modo más profundo y preciso. Se complementa, además, perfectamente con otro tipo de enfoques. En el caso presentado en estas páginas y como dijimos arriba, también posibilitó confirmar muchas afirmaciones generales que la historiografía vertió sobre los unitarios, pero principalmente, cuestionar muchas otras y brindar nuevas y estimulantes bases para formular respuestas alternativas. De este modo, en la primera parte pudimos observar que la base numérica de los integrantes de la agrupación ha sido menos “porteño céntrica” de lo que se suponía y exploramos algunas de las causas de ese fenómeno. Analizamos las profesiones o actividades de sus miembros, sobresaliendo la alta participación de los hombres de armas y la escasa de comerciantes y hacendados. Destacamos algunas lógicas del unitarismo en el exilio, principalmente, los destinos elegidos y las actividades allí pergeñadas para derrotar al rosismo. En la segunda parte, en cambio, nos detuvimos a explorar el desarrollo y la fragmentación de la agrupación con posterioridad a la batalla de Caseros, considerando como idea principal que a partir de ese momento el declive y disolución del unitarismo se debió a que luego de la derrota definitiva del rosismo se desactivó la unidad común de propósitos y con el paso de los años, se desarticuló también el elenco de actores relativamente estable que había caracterizado a la agrupación desde la década de 1820. En un lapso de menos de diez años la mayoría de las figuras emblemáticas de la misma, salvo algunas excepciones, había dejado de existir y no surgieron liderazgos que pudieran colmar el vacío generado por sus respectivas ausencias. Así, nos detuvimos raudamente en tratar de explicar los motivos y las lógicas que subyacen en la toma de decisión que motorizó la división del unitarismo entre aquellos que defendieron la causa porteña y aquellos otros que optaron por la urquicista y,dentro de esas lógicas, nos hemos topado con que el origen de los miembros de los integrantes de la vieja facción centralista suele ser una variante de consideración, más allá de otras vinculadas con la construcción de redes o motivos ideológicos.

6 Anexo de Retratos

Notas

1 Una versión ligeramente más breve de la primera parte de este artículo fue publicada en la revista Ciencia Hoy, volumen 26, número 155, mayo-junio 2017. El resto del presente texto se basa en los resultados de mi tesis doctoral:“Los unitarios, faccionalismo, prácticas, construcción identitaria y vínculos de una agrupación política decimonónica, 1820-1852”, defendida en la Universidad Libre de Berlín en 2011.

2 Figuras políticas que participaron del Directorio, es decir, el nombre institucional que adquirió el régimen unipersonal de gobierno que imperó entre 1814 y 1820 en las Provincias Unidas del Río de la Plata.

3 Sólo por dar un ejemplo de la atracción que sentía el círculo letrado por Europa –y su avidez por nuevas lecturas provenientes de allí–, reproduciremos la siguiente frase vertida en una correspondencia por Juan Madero a Bernardino Rivadavia, quien se encontraba en Inglaterra: No puedo explicar a V. el sentimiento que me inspira la fatalidad de no poder gozar del teatro en que V. se halla: las lecturas de esos ilustres sabios de que V. hace mención honorable serían para mí lo que para el sediento es el agua. Carta de Juan Madero a Rivadavia, Buenos Aires, 24 de enero de 1825. Correspondencia de Bernardino Rivadavia, AGN, S. VII, leg. 190.

4 Entre estos, cabe destacar al célebre botánico Aimé Jacques Alexandre Goujaud “Bonpland”, a los ingenieros James Bevans, Carlos J. Rann y Carlos Pellegrini –padre del futuro presidente argentino–, a ilustrados hombres de letras como Pedro de Angelis y José Joaquín de Mora, al boticario y químico Carlos Ferraris, al médico Pedro Carta Molino, a los jardineros Alejandro Pablo Sack y Samuel Attevell, al matemático Octavio Fabricio Mossotti y al arquitecto Carlos Zucchi, entre otros.

5 Iriarte nos lega sobre este aspecto una imagen sobre Rivadavia que luego sería, en lo profundo de su significado, compartida y reproducida por la historiografía que le fue adversa. De él cuenta que era demasiado rígido en la aplicación de su sistema, y esto en un país que no estaba bien preparado para admitirlo; su manía era el optimismo, soñaba la utopía, y quiso sembrar en el país a fuerza de decretos las semillas que importó de Europa: sus frutos habían sido benéficos, pero Rivadavia no supo aclimatar la planta exótica (Iriarte 1944, 20). 

6 En relación al político unitario Valentín Alsina, quien gobernó dos veces al Estado de Buenos Aires en 1852 y entre 1857 y 1859, y que lideró un grupo político dentro del amplio arco liberal porteño denominado autonomista. Sus posturas fueron las más enérgicas contra las propuestas del federalismo.

5 Bibliografía final

Fuentes

Correspondencia de Bernardino Rivadavia, AGN, S. VII, leg. 190.

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Recibido: 01.06.17
Recibido con modificaciones: 18.08.17
Aprobado: 07.10.17

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