La Nueva Ola Feminista ha generado dos reacciones que no son nuevas, pero que se ven actualizadas (y aceleradas) por el carácter masivo y global del movimiento de mujeres. Por un lado, una instrumentalización del feminismo configurando lo que Laura Martínez-Jiménez (2021) llama “posfeminismo neoliberal”. Por otro, una avanzada del populismo conservador que redobla su militancia anti-derechos (con particular soporte de las iglesias cristianas) como puede observarse en el fallo Dobbs vs. Jackson en Estados Unidos1.
En este artículo analizaremos ambas reacciones (que en algunas ocasiones son leídas como opuestas) como dos caras distintas pero complementarias de la configuración de lo que denomino el corrimiento del histórico género vs. clase a un actualizado género vs. pueblo. Para hacerlo, dividiremos el artículo en tres apartados. En el primero, inscribiremos a la Nueva Ola Feminista dentro de los movimientos sociales de reacción a la crisis del capitalismo neoliberal. En el segundo, señalaremos los principales clivajes de la construcción de la oposición género vs. pueblo. En el tercero, criticaremos la interpretación individualista de los derechos de las mujeres tomando como ejemplo el derecho al aborto, y lo resituaremos en clave de derecho a establecer las condiciones de nuestra reproducción social.
La Nueva Ola Feminista como parte de los movimientos de resistencia al capitalismo neoliberal
De 2015 en adelante, somos testigos de una Nueva Ola Feminista a nivel mundial. Argentina irrumpió con el reclamo de #Niunamenos como grito que exigía el fin de los femicidios y, tres años después, en un movimiento de mujeres que se volvió cada vez más masivo y con fuerte presencia juvenil, pintó las calles de verde en reclamo del derecho al aborto legal, seguro y gratuito. Del otro lado del Atlántico, las mujeres también habían ganado las calles por el derecho al aborto: en Polonia, durante el paro que llevaron a cabo en 2016, como medida de defensa ante los intentos de restringirlo (aún más); y en Irlanda, para conquistarlo luego de las luchas que derivaron en el histórico referéndum de mayo de 2018. Estados Unidos viralizó su #MeToo en 2017, más de una década después de su nacimiento de la mano de la activista negra Tamara Burke, y a partir de allí fue adoptado por distintos sectores (como la histórica huelga de las trabajadoras de McDonalds contra el acoso sexual), produciendo un enorme movimiento de politización de las mujeres que las transformó en uno de los principales actores movilizados contra la presidencia de Donald Trump. En similar sintonía, el movimiento de mujeres comenzó a crecer en Brasil y volverse visible al calor de la consigna Ele Não en referencia a la candidatura de quien sería finalmente presidente en 2019, Jair Bolsonaro. Italia vivió las movilizaciones más masivas de los últimos tiempos en la celebración de la huelga internacional de mujeres del 8M de 2018 y la revitalización del movimiento feminista de ese país con la conformación de la plataforma de mujeres Non una di meno. En el Estado español, el 8M se transformó también en la fecha clave de un movimiento masivo que desbordó las expectativas y que recolocó el debate feminista en la agenda política nacional haciendo que, por ejemplo, en Andalucía, el movimiento de mujeres fuera un actor político central contra el ascenso del partido de extrema derecha Vox. Chile vivenció un auge del movimiento de mujeres que fue clave en las masivas manifestaciones desatadas por el aumento de la tarifa del transporte en 2019, pero que, como sus propios protagonistas se ocuparon de explicar, no eran protestas “por 30 pesos” sino “por 30 años” de neoliberalismo. La ola expansiva llegó hasta el sudeste asiático, generando un movimiento de mujeres por la igualdad de derechos que, en el caso de Indonesia, implicó movilizaciones masivas contra la “ley ómnibus” de precarización laboral, a inicios de 2020.
En síntesis, de Argentina a Polonia, de Estados Unidos a Chile, del Estado español a Brasil (por mencionar solo algunos países), esta Nueva Ola Feminista se despliega en diferentes contextos sociales y políticos nacionales en los cuales coloca en el centro de la agenda pública temas como los femicidios y la violencia de género, los derechos reproductivos, las libertades sexuales, la brecha salarial y el trabajo doméstico. Pero la heterogeneidad de demandas y contextos no puede hacer perder de vista tres elementos que atraviesan las distintas experiencias y que dotan de características particulares a esta Nueva Ola.
El primero es la crisis del capitalismo neoliberal que estalla en 2008 y que se expresa en planes de ajuste, creciente precarización laboral y de la vida, incremento de la pobreza y del desempleo, y surgimiento de “populismos de derecha” que, apalancados en un fuerte malestar con lo que Nancy Fraser (2017) denomina “progresismos neoliberales”, han llegado al gobierno a través de procesos electorales de participación masiva. Del mismo modo que es imposible comprender las características específicas de las anteriores olas feministas sin situarlas en sus contextos de surgimiento (y su relación con las luchas sociales y políticas protagonizadas por otros sectores), la actual ola feminista resulta incomprensible sin inscribirla dentro de los movimientos de protesta surgidos al calor de la crisis. Como señala Cinzia Arruzza (2018, sin paginación), “la explosión del movimiento feminista fue precedida por otras movilizaciones, como el ciclo de luchas de 2011-2013 que adquirieron visibilidad internacional (en particular Occupy, los Indignados y Plaza Taksim), con el cual presenta elementos de continuidad”. Entre estos elementos de continuidad, se destaca la fuerte presencia juvenil que se observa en los movimientos surgidos al calor de la crisis y que es también parte de la Nueva Ola Feminista. En este sentido, el feminismo logró expresar parte del malestar (y la búsqueda de futuro) de lo que las movilizaciones anti-neoliberales en Portugal, durante 2011, llamaron “geração à rasga” (generación en aprietos).
El segundo elemento (directamente relacionado con el anterior) es que, en este contexto, el movimiento de mujeres tiende a exceder su carácter sectorial y se transforma, rápidamente, en un fenómeno político que se suma a la pléyade de movimientos que luchan contra el ajuste, contra las políticas que atacan derechos conquistados y contra el ascenso de la derecha. Esta rápida politización puede observarse claramente en Brasil y Estados Unidos, donde el movimiento de mujeres encabezó las protestas contra Bolsonaro y Trump, respectivamente; en Chile, cobrando fuerte centralidad en la oleada de luchas de 2019 que derivaron en el referéndum para la reforma de la constitución pinochetista; y en Argentina, donde se configuró como uno de los principales movimientos callejeros contra el gobierno derechista de Mauricio Macri (incluso presionando a un timorato movimiento obrero2). Un rasgo destacado de esta politización es, también, la inscripción de sus demandas (como el #Niunamenos) en la serie de movimientos sociales que exigen al Estado “la defensa del valor de la vida” de sectores de la población en oposición a la naturalización de que hay vidas que no valen o no importan. Teje, así, parecidos de familia con el Black Lives Matter que, nacido en Estados Unidos, trasciende sus fronteras y se transforma en el gran ejemplo de este tipo de movimientos, en la medida que coloca sobre la mesa el carácter sistémico de las vidas que no importan para el capitalismo. Es este carácter sistémico, levantado también por el feminismo a nivel internacional, el que le otorga rasgos de universalización al movimiento y, como tal, lo transforma en expresión de malestares que exceden la identificación con el feminismo.
El tercer elemento está relacionado con la importancia que asume en esta Nueva Ola Feminista la figura del trabajo que realizan las mujeres en la sociedad capitalista contemporánea, esto es, el rol de las mujeres en el trabajo de reproducción social. “Si paramos nosotras, se para el mundo”, o “si nuestros cuerpos no valen, produzcan sin nosotras”, puede leerse entre las principales consignas del 8M a nivel internacional. La huelga internacional de mujeres, como instancia fundamental de articulación del movimiento a nivel internacional, marca la centralidad de este elemento de clase en el movimiento de mujeres, al mismo tiempo que la centralidad de las mujeres en la-clase-que-vive-del-trabajo (Antunes, 2007), y coloca al feminismo en un terreno de construcción y disputa política con las organizaciones de los y las trabajadoras, como los sindicatos o las organizaciones territoriales.
En síntesis, la Nueva Ola Feminista presenta tres rasgos salientes que la inscriben en un conjunto de movimientos sociales con los que comparte segmentos de su agenda y de sus métodos: los movimientos de protesta contra las medidas de ajuste y precarización de la vida, como respuesta política ante la crisis del capitalismo neoliberal (que los coloca en la vereda opuesta al fortalecimiento de las derechas y en una relación contradictoria con el “progresismo neoliberal”); los movimientos de lucha contra “la cultura del descarte” o la política de “las vidas que no importan” (que los coloca en diálogo y potencial alianza con los movimientos anti-racistas, por los derechos de los pueblos originarios, los migrantes e incluso con sectores del movimiento ecologista); y los movimientos que enfrentan la crisis del trabajo y de la reproducción social (que los coloca en relación con los sindicatos y organizaciones territoriales).
La construcción de la oposición “género vs. pueblo”
Esta inscripción de la Nueva Ola Feminista en el conjunto de movimientos sociales que emergieron al calor de la crisis del capitalismo neoliberal, y en resistencia a sus efectos sobre la gran mayoría de la población, ha generado dos tipos de reacciones que, si bien no son novedosas, se ven actualizadas (y aceleradas) por el carácter masivo y global del movimiento de mujeres y, particularmente, por las adhesiones que genera en la juventud. La primera es una profundización en la instrumentalización del feminismo configurando lo que Laura Martínez-Jiménez (2021) llama “posfeminismo neoliberal”. La segunda es una avanzada del populismo conservador que redobla su militancia anti-derechos (con particular soporte de las iglesias cristianas) no solo para frenar las posibles conquistas del movimiento, sino para hacer retroceder derechos ya conquistados (como puede observarse en el fallo Dobbs vs. Jackson en Estados Unidos). Si bien estas dos reacciones aparecen como opuestas (una se presenta como una reivindicación de cierto tipo de feminismo, mientras la otra es abiertamente un ataque al movimiento y a su tradición), aquí sostendré que configuran dos caras distintas pero complementarias de lo que denomino el corrimiento del histórico “género vs. clase”3a un actualizado “género vs. pueblo”; y que la base común sobre la que se despliegan los dos tipos de argumentos es la interpretación (y construcción) de los derechos de las mujeres como derechos (neo)liberal-individuales. Veamos.
Como señala Martínez-Jiménez (2021) en su definición de “posfeminismo neoliberal”, la clave de tal ideología consiste en una reapropiación de ciertos tópicos del feminismo que permitan inscribir el movimiento como parte del neoliberalismo. En ese sentido, el posfeminismo no es un proceso de despolitización de los objetivos feministas sino un procedimiento de repolitización de las demandas feministas en clave neoliberal. Siguiendo a Fraser (2015) en su análisis de las resignificaciones neoliberales del feminismo durante los 80 y 90, Martínez-Jiménez (2021: 377) señala que
“el proceso de legitimación del recién creado proyecto neoliberal pasó entonces no por negar las reivindicaciones feministas, sino por manipularlas y reconocerlas perversamente, con condiciones y matices: a las justas demandas de libertad, desarrollo e independencia económica de «las mujeres» les fue extirpada su dimensión feminista, de manera que fueron (re)instaladas en el sentido común occidental, primero, como reclamos de individualismo, libre elección e inserción en el mercado de trabajo y consumo; y segundo, como logros y ganancias para «las mujeres» en terrenos como la educación, el empleo, la sexualidad o el diseño de proyectos de vida autónomos posibilitadas en gran medida por el desarrollo del capitalismo neoliberal en el marco de las democracias liberales”.
De este modo, este feminismo reconvertido al neoliberalismo aparece ligado a la promoción del individualismo, la libre elección (pro-choice) y el auto-empoderamiento, al tiempo que estos objetivos se combinan con una legitimación de la rentabilización y autodisciplinamiento de las mujeres (emprendedoras) y la regulación de su vida laboral, doméstica e incluso íntima mediante lo que Diane Negra (2009) llama el “repliegue tradicionalista”.
Tal como ha analizado agudamente Fraser, este procedimiento de instrumentalización de algunas demandas feministas en pos de volverlas funcionales al capitalismo neoliberal (y engrosar sus dispositivos de legitimación) no es novedoso sino que viene desplegándose hace 40 años como parte de lo que ella denomina “progresismo neoliberal”. Sin embargo, y eso es lo que quiero destacar en este artículo, este procedimiento encuentra un punto de inflexión en la última década acicateado por dos fenómenos. En primer lugar, la propia crisis del capitalismo neoliberal, que agota las posibilidades de promesas de éxitos individuales y de “espejismos de igualdad” y que restituye un horizonte de luchas contra la precarización y la ausencia de futuro que el neoliberalismo propone. En segundo lugar, la Nueva Ola Feminista que, con sus particularidades, se inscribe en esta ola de luchas que, en algunas ocasiones, trascienden el carácter anti-neoliberal para postularse, incluso, como anti-capitalistas. Es en esta coyuntura de crisis y de ascenso de luchas sociales, que aparece la configuración de la oposición género vs. pueblo, como opuesto complementario del posfeminismo neoliberal.
Si, durante el surgimiento y auge del neoliberalismo, la operación de domesticación (y negación) de un movimiento feminista anticapitalista, antirracista, con sensibilidad de clase y ligado a estrategias de emancipación social (como el de la Segunda Ola4), fue la construcción de un posfeminismo neoliberal que neutralizó sus aristas más filosas; durante la crisis y agotamiento del neoliberalismo, la operación se vuelve más extrema y combina dos propuestas ideológicas que aparecen como opuestas pero son complementarias: un posfeminismo neoliberal de base acotada y elitizado (porque el horizonte del auto-empoderamiento individual se muestra cada vez más como imposible para las grandes mayorías), cuyo enunciador es un progresismo neoliberalizado también en crisis; y un antifeminismo populista que interpreta y construye las demandas de género (transformadas en “ideología de género” de clases medias acomodadas) como enemigas de las demandas de un pueblo cuya principal preocupación es la pauperización y el descenso social (vs. el otrora ascenso social). Sobre esta segunda operación, género vs. pueblo, quiero poner la atención para destacar su matriz común con el posfeminismo neoliberal en su interpretación liberal-individualista de las demandas de las mujeres y señalar también su performatividad actual (y potencial) en el marco de la enorme crisis de reproducción social que transcurrimos. Para ello, permítanme traer un ejemplo de la lucha por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito en Argentina.
Como es sabido, uno de los momentos más ricos de la lucha por el derecho al aborto en Argentina fue en 2018, cuando el gobierno derechista de Mauricio Macri (quien se declaró abiertamente en contra de la legalización) colocó el tema oficialmente en la agenda de discusión parlamentaria. La apertura del debate en la Cámara de Diputados de la Nación tuvo un doble efecto. En el ámbito institucional, se vivieron dos meses de exposiciones en los que participaron militantes feministas, miembros de las iglesias, académicas, científicas, actrices y artistas, juristas, miembros de ONG’s, etc. Dos meses en los que todos los martes y jueves se exponían argumentos a favor y en contra de la legalización, jornadas que eran filmadas y transmitidas por televisión. En el ámbito de la “sociedad civil”, este espíritu de debate se multiplicó por mil: en las calles, en las escuelas, en las universidades, en las fábricas, en las oficinas, en los hogares, en los ómnibus, en los trenes y en los bares se discutía sobre el aborto. Precioso momento de politización en el que tuvieron un rol destacado “las pibas”, esas jóvenes que no llegaban a 20 años y colocaban sus pañuelos verdes en las mochilas para salir a pelear por su derecho “a decidir sobre su propio cuerpo”. Esa fue, probablemente, la consigna más masiva.
Durante ese período, un destacado referente de la entonces Confederación de Trabajadores de la Economía Popular5 realizó una serie de afirmaciones que resulta fundamental analizar en clave de la construcción género vs. pueblo. Me interesa particularmente traer aquí el ejemplo de este dirigente popular, justamente porque no se trata de un exponente de un populismo de derecha sino, más bien, lo que podría caracterizarse como un “populismo de izquierda” o una “centro-izquierda popular”. Más allá de posicionarse en términos personales en contra del derecho al aborto (por su condición de católico practicante y su pública relación de amistad con el Papa Francisco), declaró que el debate sobre la legalización no era parte de la agenda de las mujeres del pueblo pobre (preocupadas por sobrevivir en un país con altísimos índices de pobreza e indigencia), sino que era una agenda que expresaba el interés de otra clase impactada por la “moda ideológica” del feminismo. En su perspectiva, el debate del aborto constituía una agenda de clase media que no le “hacía cosquillas” al poder real y que podía incluirse, por ende, como parte de la hipocresía del progresismo, particularmente, del progresismo porteño (Grabois, 2018). Más allá de la respuesta que tuvo por parte de sectores del movimiento feminista (Colectivo NiUnaMenos, 2018), sus expresiones condensan lo que denomino el corrimiento de la histórica oposición “género vs. clase” hacia un más actualizado “género vs. pueblo”. De hecho, retoma dos tópicos clásicos de la oposición género vs. clase: la idea de que la agenda feminista es una agenda burguesa o pequeñoburguesa; y la idea de que concentrarse en dicha agenda debilita la lucha de los sectores populares (antes claramente nominados como clase trabajadora) por sus necesidades. El corazón del argumento no era solo que para las mujeres del pueblo pobre el aborto no era una preocupación principal6 (lo cual contradecía todas las cifras de muertes por abortos clandestinos de mujeres de los sectores populares), sino que además colocarlo en la agenda era parte de una estrategia distractiva que, al no tocar los intereses (económicos) del poder real, garantizaba que no se discutiera lo importante: las millones de personas sumidas en la pobreza que habitan los barrios populares en los conurbanos. Como es evidente, este tipo de discursos configura dos campos enfrentados: de un lado, quienes se preocupan por estos millones que el neoliberalismo dejó “afuera del sistema”; del otro, el progresismo de clase media que bien podría sintetizarse en lo que Fraser (2022) llama “neoliberalismo progresista”. En este discurso de campos enfrentados, el derecho al aborto queda del lado de la hipocresía del “neoliberalismo progresista”. Paradójicamente (para alguien que se encuentra, políticamente, enfrentado a las propuestas de derecha), el tipo de grieta que este dirigente (y otros como él) ayudan a construir es uno de los principales puntos de apoyo para el ascenso de un populismo conservador y el ataque a los derechos de las mujeres (y también a los derechos LGTB). Apoyado en un comprensible hastío de la población (que se configura cada día más como odio) hacia el discurso del “neoliberalismo progresista”, el “populismo” (de derecha, pero no solo de derecha) configura el derecho al aborto como parte de una agenda “hipócrita” ante un mundo que sume a millones en la pobreza y les roba el horizonte de futuro.
Este discurso que, en el campo político, opone género a pueblo, en el terreno teórico tiene un punto de apoyo compartido con el posfeminismo neoliberal: la concepción de que los derechos de las mujeres (como el derecho al aborto) son derechos únicamente individuales relacionados con la libre elección (pro-choice) o el auto-empoderamiento. Basándose en esta concepción liberal-individualista de los derechos de las mujeres (que es sostenida y promovida por una parte del propio movimiento feminista), el discurso populista configura la oposición entre una agenda principal (la pobreza), que refiere a un derecho colectivo del pueblo de no quedar afuera del sistema (que bien podría expresarse en el llamado al pueblo norteamericano a recuperar “el sueño americano” o al pueblo brasileño a poner a Brasil “acima de tudo”) y una agenda secundaria (el género, renombrado, para desprestigiarlo, como “ideología de género”), que refiere a derechos (neo)liberal-individuales que las clases medias colocan, hipócritamente (dada su posición social privilegiada), por encima de todo y de todos7.
La declaración que mejor sintetizó esta oposición género vs. pueblo fue la titulada “Peronistas por la Vida” que, publicada en junio de 2018, afirmaba:
“en esta etapa histórica, se contraponen dos visiones del mundo: la de la cultura de la muerte y el proyecto de vida colectivo que sustenta el justicialismo, en el que toda vida es valiosa […] el aborto es un elemento ajeno a la cosmovisión justicialista, inescindible de la cultura del descarte”. (La Izquierda diario, 2018)
Aquí, el derecho de las mujeres (y personas gestantes) a decidir sobre la gestación es directamente asociado a la política neoliberal del descarte y la negación del derecho a abortar es considerada piedra angular de la defensa de la justicia social. En esta clave, es interesante observar el comunicado del Vaticano ante el fallo Dobb vs. Jackson de la Corte Suprema norteamericana:
“No es justo que el problema se deje de lado sin una consideración global adecuada. La protección y defensa de la vida humana no es una cuestión que pueda quedar confinada al ejercicio de los derechos individuales, sino que es un asunto de amplio calado social. Después de 50 años, es importante reabrir un debate no ideológico sobre el lugar que ocupa la protección de la vida en una sociedad civil para preguntarnos qué tipo de convivencia y sociedad queremos construir”. (La Nación, 2022, destacado mío.)
En esta antinomia (derecho colectivo del pueblo vs. derecho individual de tipo pro-choice), se apalanca la idea “el género contra el pueblo” (idea que encuentra aceptación en sectores de la población), y es contra ella que es preciso que las feministas (particularmente quienes nos reclamamos feministas anticapitalistas) afinemos lo más posible los argumentos por los cuales concebimos los derechos de las mujeres (como el aborto) como parte central de la agenda de la-clase-que-vive-del-trabajo. Así concebidos, los derechos de las mujeres defendidos por el feminismo no solo no se oponen al derecho colectivo del pueblo a no engrosar las filas de las “vidas que no importan”, sino que forman parte constituyente de la estrategia por conquistar mejores condiciones de reproducción social.
Nuestro derecho colectivo a establecer las condiciones de nuestra reproducción social
Inscribir los derechos de las mujeres (como el aborto) en el campo de nuestros derechos, como clase-que-vive-del-trabajo (Antunes, 2005), a establecer las condiciones de nuestra reproducción social apunta contra el corazón de la concepción (neo)liberal-individualista y, con ella, a todo intento de construir la oposición género vs. pueblo. ¿Qué significa establecer las condiciones de nuestra reproducción social? Para responder, permítanme traer elementos de la Teoría de la Reproducción Social a la discusión.
Establecer las condiciones de nuestra reproducción social implica, al menos, tres elementos. En primer lugar, y como es obvio, la posibilidad de decidir (por parte de las mujeres y las personas gestantes) si se quiere o no llevar adelante un embarazo. Como señaló hace ya 40 años Vogel (1983) y retoman autoras como Susan Ferguson (2020) y Arruzza y Bhattacharya (2020), entre otras, la capacidad biológica de gestar es una condición necesaria (de la reproducción social) aunque no suficiente. Esta dimensión individual (que fue muy bien graficada por la consigna feminista contra la Iglesia Católica: “saca tus rosarios de nuestros ovarios”) se entrelaza en forma necesaria con dimensiones sociales que están signadas por un capitalismo cuya crisis de reproducción social se vuelve cada vez más acuciante y violenta. La discusión de la legalización del aborto (tanto en aquellos países en los que hay que conquistarlo por primera vez como en aquellos en los que hay que reconquistarlo luego de derrotas, como en Estados Unidos) debe incorporar estas dimensiones sociales si no quiere ser acorralada por una derecha populista que, en un descomunal despliegue de cinismo, se presenta como alternativa política contra esta crisis, aunque sean los más férreos defensores del orden capitalista que la genera. Cuando hablamos de crisis de reproducción social nos referimos, de la mano de Fraser (González, 2018), a la contradicción (propia del capitalismo) entre su necesidad de disponer permanentemente de fuerza de trabajo (para explotar y expropiar) y, al mismo tiempo, su necesidad de abaratar lo más posible el proceso de producción y reproducción de dicha fuerza de trabajo (y por ende, de la vida que la porta)8. La crisis del capitalismo neoliberal ha llevado la contradicción de esas tendencias a sus extremos, haciendo que la reproducción cotidiana y generacional de la fuerza de trabajo (y de las vidas que la portan) se vea amenazada por un triple proceso. El primero, los planes gubernamentales de ajuste fiscal que atacan las políticas sociales que subsidian la reproducción social en el hogar y los barrios populares (como los llamados “planes sociales”) y atacan también las instituciones públicas encargadas de dicho trabajo (hospitales, escuelas, jardines maternales y residencias de adultos mayores). La devaluación (en términos reales) de los montos de los subsidios y/o transferencias monetarias directas y la privatización y transformación de la salud, la educación y los cuidados en nuevos nichos de mercantilización y producción de ganancias han modificado la reproducción social acotando las posibilidades de las familias trabajadoras y obligando a que esas tareas sean cubiertas o bien a través del mercado, o bien a través del trabajo no pago de miembros de la familia trabajadora o de sus redes, lo que implica, en la gran mayoría de los casos, una sobrecarga extra de trabajo para las mujeres de las familias trabajadoras.
El segundo proceso involucrado en la crisis de reproducción social es la precarización del trabajo asalariado (o remunerado) y la consecuente caída del salario real, que impiden a la mayoría de los y las trabajadoras la posibilidad de adquirir los bienes necesarios para su reproducción en el mercado, configurando el fenómeno de “los trabajadores pobres” que se expande a nivel internacional. Esta precarización del trabajo remunerado obliga al alargamiento de la jornada laboral o a la búsqueda de múltiples empleos y changas, acotando el tiempo para para llevar a cabo el trabajo de reproducción social no remunerado en el hogar. En el caso de las mujeres, estos empleos y changas son trabajo doméstico o de cuidados realizados para otros hogares, sector de la actividad fuertemente feminizado, informalizado, racializado y de composición migrante.
Por último, la crisis de reproducción social también involucra el ajuste y privatización de los servicios públicos, como la vivienda, el transporte, el agua, la luz, etc., que aumentan el costo de reproducción de las familias trabajadoras; costo que no puede sino cubrirse con más horas de trabajo asalariado, con más horas de trabajo no remunerado o con toma de deuda (como demuestra el aumento del sistema de créditos usurarios en los sectores populares).
Esta crisis multidimensional impacta en el conjunto de la-clase-que-vive-del-trabajo pero tiene en su centro a las mujeres que somos en quienes recae, muy mayoritariamente, el trabajo de reproducción social. Por eso, la lucha por el derecho a decidir sobre el propio cuerpo está inextricablemente unida a la lucha por las condiciones (materiales, aunque no solo materiales) en las que se lleva a cabo la reproducción de la vida. Son dos caras de la misma moneda: la exigencia de nuestro derecho a abortar es inseparable de la exigencia de nuestro derecho a condiciones dignas de reproducción de la vida. Las mujeres (y personas gestantes) de la clase trabajadora y los sectores populares se enfrentan cotidianamente a estos tres terrenos que transforman la reproducción de la vida en una odisea. Discutir el “derecho a decidir” sin incluir esta dimensión social de la reproducción social es des-clasar un debate profundamente de clase. En ese sentido, si no queremos fortalecer lo que Almudena Hernando (2018) llama “la fantasía de la individualidad”, es necesario establecer los puentes (teóricos y políticos) entre la dimensión individual de un derecho como el acceso al aborto (como ícono de la lucha feminista contemporánea y de los ataques de la derecha conservadora) y las dimensiones constitutivamente sociales de la reproducción de la vida bajo el capitalismo neoliberal. Esto implica engarzar el derecho a decidir con los derechos colectivos, como un salario digno, condiciones de contratación y de trabajo que preserven la salud, reducción de la jornada laboral y reparto de las horas de trabajo (para que todas y todos puedan tener acceso a un ingreso), regímenes de licencias por maternidad/paternidad y cuidados, hospitales, jardines maternales, escuelas, residencias de adultos mayores provistos por el Estado de forma gratuita y con criterios equitativos de distribución geográfica, servicios públicos que garanticen condiciones de vivienda y hábitat adecuadas, y también estrategias de socialización de los cuidados que permitan la participación de las mujeres y personas gestantes en actividades políticas (como la militancia feminista, sindical, política, ecológica) y que no impliquen “cadenas de cuidados” que involucran a mujeres y personas gestantes precarizadas. Estos derechos son derechos de las mujeres (históricamente levantados por el movimiento feminista) y, al mismo tiempo, derechos del pueblo a una vida digna. Colocarlos como parte fundamental de las demandas de las mujeres desarma la operación de la oposición género vs. pueblo y coloca al feminismo en la mesa de debate, ya no solo de cómo conquistar los derechos de las mujeres, sino de cómo construir una salida (anticapitalista) a la crisis del capitalismo neoliberal en curso.
Por último, quisiera señalar otro elemento muy significativo que forma parte de las dimensiones sociales de la reproducción social: el disciplinamiento de subjetividades. Como está siendo señalado por las feministas en Estados Unidos luego del fallo Dobbs vs. Jackson, la restricción del acceso al aborto legal seguro y gratuito es una clara política de disciplinamiento de las mujeres trabajadoras, particularmente, aquellas más pauperizadas: las migrantes, las racializadas, las pertenecientes a pueblos originarios. Es decir, las millones de mujeres trabajadoras que no pueden acceder a un aborto ilegal a través del mercado y tampoco pueden trasladarse en busca de un aborto legal por falta de recursos materiales pero también por la fragilidad de sus situaciones sociales y legales. El disciplinamiento no es un aspecto marginal de la explotación de la-clase-que-vive-del-trabajo, es un aspecto fundamental. Cercenar el derecho a abortar, al mismo tiempo que se cercena el derecho a una reproducción social digna (a través de salarios de miseria, servicios públicos inexistentes y hogares estallados), es parte central de la configuración de un sector enorme de los trabajadores -las mujeres, que se ven obligadas a vender su fuerza de trabajo en las peores condiciones para poder sobrevivir. Cualquier posibilidad, para estas mujeres, de proyectar una vida de acuerdo a sus deseos (sea que estos deseos incluyan tener hijos o no) se vuelve una ilusión. Y esta enorme porción de la fuerza de trabajo se vuelve objetivamente más dócil (y, por ende, más rentable) para el capital. Esto constituye un efectivo procedimiento de disciplinamiento, particularmente de las mujeres pero no solo de ellas, sino del conjunto del pueblo.
Palabras finales
Este artículo coloca en el centro de sus preocupaciones la construcción de la oposición género vs. pueblo como narrativa cada vez más presente en la esfera pública. Esta construcción se sostiene en dos pilares que, apareciendo como opuestos, son sin embargo complementarios:
(a) El “posfeminismo neoliberal” (Martínez-Jiménez, 2021), es decir, la apropiación por parte de perspectivas políticas neoliberales de tópicos del feminismo para volverlos compatibles con el avance de la privatización y la mercantilización de la vida (como puede observarse en cualquier publicidad de artículos para mujeres que invoquen el “empoderamiento” a través del consumo o en las políticas de fomento del emprendedorismo empresarial de los organismos multilaterales). Esta apropiación implica la configuración del feminismo como un movimiento y una ideología que promueve el individualismo, la libre elección (pro-choice) y el auto-empoderamiento como valores y objetivos últimos a los que podemos (y debemos) aspirar las mujeres.
(b) El “populismo conservador” que, en lugar de intentar una reapropiación del feminismo (para volverlo compatible con el neoliberalismo), se postula abiertamente contra él, generalmente bajo el epíteto de “ideología de género”, defendiendo los valores de “la familia”, de “la vida”, de “la gente común”, de “las tradiciones”, del “pueblo” (como si fueran significantes equivalentes).
Como es evidente, esta narrativa es indisociable del crecimiento de la derecha a nivel internacional y, particularmente, de sus versiones populistas (aunque, como hemos mostrado, lamentablemente puede encontrarse también en el discurso de representantes de un populismo de izquierda o centroizquierda). El “posfeminismo neoliberal” otorga las bases teóricas, ideológicas y de clase (porque está dirigido -en el doble sentido de “liderado” y “orientado hacia”- al empoderamiento individual de las mujeres de clase media o clase alta) sobre las que la derecha populista monta su narrativa conservadora interpelando a quienes no tienen chances de acceder al “empoderamiento individual” (que son porciones cada vez más grandes de la población). Eso coloca al enorme movimiento internacional de mujeres ante la necesidad de responder las falacias inscriptas en estos dos discursos complementarios. Para hacerlo, es necesario que esta Nueva Ola Feminista (con enormes componentes populares, combativos e, incluso, anticapitalistas) fortalezca las bases (teóricas y políticas) de la inscripción de la defensa de los derechos de las mujeres como parte constituyente e inalienable de la defensa de las condiciones de vida del pueblo. La perspectiva de la reproducción social es una gran herramienta en ese sentido.
Para cerrar, quisiera colocar aquí una última reflexión sobre un elemento que está directamente ligado a esta combinación entre neoliberalismo y populismo conservador9, y que va al corazón de la histórica lucha feminista: la reprivatización del trabajo de cuidados (en sintonía con el discurso “antiestatista” neoliberal) y la construcción de la familia como refugio (“a haven in a hearless world”). Este discurso, llevado al extremo por las iglesias cristianas (evangelistas y católicas), hace pie en un hecho objetivo de la experiencia vital de millones de personas de los sectores populares: el hogar aparece como una esfera que puede escapar a la lógica de mercantilización de la vida del capitalismo neoliberal. Ante un mundo cada vez más reducido a lo que puede comprarse y venderse en el mercado (y, por ende, a quienes tienen los medios para hacerlo), la familia aparece como un “refugio” y las mujeres como “sus guardianas”. No quiero detenerme en el carácter absolutamente conversador de este discurso (que transforma la maternidad obligada en una suerte de cruzada contra la política del descarte) sino que quiero analizar esta idea de la familia como refugio que muchas veces encuentra eco en sectores de la militancia popular reformulada bajo la idea de la comunidad o lo comunitario como refugio. Como señala Bhattacharya (2017), el hogar y la comunidad (como circuito de la reproducción social) no responden a las mismas reglas que el circuito de la producción y del mercado: no hay capataces, no hay compra-venta de mercancías, no hay explotación. En ese sentido, pueden aparecer (y de hecho a veces operan como tales) como “refugios” de la hostilidad del capitalismo caníbal (Fraser, 2022). Sin embargo, eso no implica considerar que estos espacios (hogar y comunidades) son independientes de lo que pasa en el circuito de la producción y el mercado: los tiempos que se disponen en el hogar están signados por los tiempos de trabajo fuera del hogar; los recursos que se disponen están signados por lo que se obtiene en el mercado o de mano del Estado capitalista; el cansancio de los cuerpos y de los ánimos están signados por lo que el circuito de la producción y el mercado dejó como saldo. En síntesis, las relaciones que allí se construyen, incluso las de cuidados, están determinadas en forma indirecta por aquel “otro circuito”. Porque la lógica del descarte es una lógica del capitalismo en su conjunto (no solo del ámbito de la producción y el mercado). Es la lógica de la producción de ganancias por sobre la producción de la vida humana (y no humana) la que hace del capitalismo un sistema de descarte de las vidas que no importan. Por eso es central (para el movimiento feminista y para el movimiento de las y los trabajadores) no romantizar los espacios del hogar y las comunidades como si fueran per se trincheras alter-capitalistas. La idea de la construcción de “los comunes” que sostienen sectores del feminismo corre el riesgo de este procedimiento de romantización, alentando una serie de dicotomías que pueden volvérsenos en contra (Varela, 2020b). Por un lado, la dicotomía entre un “adentro” y un “afuera” del capitalismo convirtiendo el hogar y las comunidades en una suerte de oikos al que hay que retornar en búsqueda de relaciones sociales que “escapen” a la lógica del capital. Por otro, la dicotomía entre el espacio de la producción y el de la reproducción social como si fuera posible ejercer nuestro derecho a configurar las condiciones de nuestra reproducción sin disparar contra las condiciones de producción capitalistas que reducen nuestras “capacidades productivas” a una mercancía. Por último, la dicotomía entre la clase trabajadora en su conjunto y las mujeres cuyo trabajo, en el hogar y las comunidades, reproduce la vida, romantizando el papel de cuidadoras de las mujeres de los sectores populares como si esas fueran las únicas capacidades y subjetividades que podemos (y debemos) desarrollar.
Por el contrario, la lucha por nuestro derecho a configurar las condiciones de nuestra reproducción social es una lucha del conjunto de la-clase-que-vive-del-trabajo contra los modos en que el capitalismo amputa nuestro desarrollo y horizonte. Es, por eso, una lucha contra el capital cuyos terrenos de combate son los lugares de trabajo; las instituciones públicas de educación, salud y cuidados; y también los hogares y comunidades. Como señala Sophie Lewis (2022), contra la exaltación de la familia y la “realización” en las tareas de cuidados, resulta central recuperar la tradición del feminismo negro y del feminismo socialista10 en sus críticas a la familia y en sus miradas innovadoras sobre la socialización de la crianza, para repensar la idea de la liberación no solo de las mujeres y personas gestantes, sino de los y las niñas para que, como afirmaron las feministas de Sisterhood of Black Single Mothers, en un futuro no pertenezcan al patriarcado, no pertenezcan a nosotras tampoco, y solo se pertenezcan a ellos y ellas mismas.
El derecho a configurar las condiciones de nuestra reproducción social, por ende, exige también (o debería hacerlo) condiciones sociales y subjetivas para desplegar nuestras capacidades productivas, amatorias, lúdicas y de cuidado en su máxima expresión. Es decir, como señala Aaron Jaffe (2021), desplegar nuestras “fuerzas de trabajo” no como mercancía sino como una enorme (y aún no explorada en su totalidad) capacidad creativa. Así concebido, y en sentido contrario a quienes oponen el género al pueblo, el derecho a configurar las condiciones de nuestra reproducción social forma parte de un programa anticapitalista que opone nuestro derecho a una vida plena a la política de vidas descartables del capitalismo neoliberal. O, como dice Ferguson (2021), opone la producción de la vida a la producción de la muerte.