INTRODUCCIÓN
El mismo mensaje me llegó simultáneamente en cuatro grupos de Whatsapp vinculados a la denuncia y militancia contra violaciones a los derechos humanos en Río de Janeiro, Brasil. Lo enviaba uno de los más activos militantes de una red de familiares contra la violencia de estado y convocaba a otros “familiares” y “apoyadores”[1] a concurrir a una audiencia judicial:
Sigue información de la audiencia 04/02/2020 Hora de la Audiencia: 13:00 Tipo de Audiencia: Instrucción y Juicio ¡¡¡¡Gente!!!!! ¡¡¡¡Atención!!! Mañana. En el Fórum de Río [de Janeiro] Tenemos esa actividad Muy importante nuestra presencia para apoyar y fortalecer la lucha de los familiares Aguardamos a todos Juntos somos más fuertes!!!!! ☝☝☝☝☝ Michael Duber Fue ejecutado Tuvo su vida interrumpida por policías militares Hijo de Juliana
El mensaje se repitió al día siguiente, alertando “¡¡¡¡es hoy!!!!” y refiriéndose nuevamente a la importancia de ir a la audiencia. Me preparé para asistir, como siempre que recibía esos avisos desde hacía por lo menos dos años[2]. Llegué unos 20 minutos antes de las 13 horas al edificio de los tribunales, en el centro de Río. Sabía que la audiencia demoraría en comenzar. Es rutina del tribunal citar a todas las audiencias en ese mismo horario, para comenzar, como mínimo, una hora después. Pero, como ese día ya estaba cerca del lugar, decidí subir hasta el noveno piso, donde está localizado el ingreso al público de los tribunales de Júri, responsables por ese tipo de caso[3].
Pasados algunos minutos de las 13 llegó Juliana acompañada de tres “familiares”. Conocía a Juliana de otras audiencias judiciales y de otros eventos públicos ya organizados por la red de “familiares” mencionada, de la cual ella forma parte desde que su hijo Michael fue asesinado en junio de 2016. Nos saludamos, siempre con mucho afecto, y comenzamos a conversar en grupo[4]. Tras cuatro horas de espera, fuimos informados que la audiencia, motivo de nuestra ida allí, no se realizaría. Era la quinta vez que esa audiencia era agendada y postergada. De hecho, la postergación de audiencias se había tornado un escenario común y esperado en mi trabajo de campo en el Tribunal do Júri.
Aquel día salimos del tribunal a las 5 de la tarde. ¿Qué sucedió durante esas cuatro horas? Inicialmente parecía un día perdido para todos. Más tiempo de tramitación de la causa judicial, más tiempo antes del juicio y más tiempo hasta la sentencia. Dinero de pasaje, tiempo perdido de otros compromisos, expectativas frustradas. Todas esas sensaciones fueron sentidas y comentadas por todos los que estábamos presentes “esperando” la realización de la audiencia. Sin embargo, cuando me senté para registrar ese día en mi cuaderno de campo, la experiencia se mostró muy significativa.
La mayoría de los trabajos sobre audiencias y juicios han abordado prioritariamente el espacio judicial formal (la sala de audiencias) como locus privilegiado del “hacer justicia” (Garapon, 1997; Sarrabayrouse, 1998; Renoldi, 2008; Schritzmeyer, 2012; Barros, 2013). En mis propios trabajos sobre administración judicial de conflictos he descripto los juicios como momentos rituales centrales –con reglas, actores, conductas, lenguaje, vestimentas y temporalidades singulares– para entender el contraste con la etapa de investigación y las formas locales del “quehacer judicial” (Eilbaum, 2008; 2012a). Sin embargo, la propia etnografía me fue mostrando que por fuera de esos espacios formales se construyen sentidos de justicia que también forman parte del proceso de producción de la “verdad judicial”[5].
En este artículo, a partir de la situación arriba descripta y de otras vivenciadas en el seguimiento de audiencias con familiares de víctimas de casos de violencia policial[6], busco discutir, desde una perspectiva etnográfica, cómo el momento de “espera” produce y fortalece experiencias de “lucha” y sentidos de “justicia” en esos casos[7]. No me refiero aquí a la espera que se prolonga por años conforme los tiempos de la investigación policial y judicial, sino a un momento específico de ese proceso más amplio que es la “espera por la audiencia”[8]. Esa espera sólo existe en función de la realización, o de la expectativa de realización, de la audiencia judicial agendada para un día y horario específicos y se desarrolla en un espacio limitado (el pasillo) donde se establecen las situaciones etnográficas aquí presentadas.
Mi argumento es que esa espera se define en una relación de complementariedad y oposición con el ritual judicial formal. En ese sentido, busco demostrar que aquello que sucede durante la espera de una audiencia, si bien no desconsidera la decisión judicial formal que resulta del ritual, evidencia tensiones sociales y morales que construyen otros sentidos de justicia. De un lado, el ritual judicial desplegado en la sala de audiencia reafirma y legitima el protagonismo de los profesionales del derecho en la construcción de una verdad judicial y a un modo (oficial) de “hacer justicia”. De otro lado, aquello que sucede durante la “espera”, en su relación de oposición, cuestiona las categorías, posiciones y evaluaciones morales establecidas en la audiencia. De ese modo, como buscaré mostrar, ese momento se constituye en una válvula de escape de las tensiones producidas en la audiencia y propias también de los “dramas sociales” que significan los casos tratados[9].
Siguiendo el argumento de una relación de oposición entre el ritual judicial formal y la espera, instigada por el análisis de la dialéctica entre estructura y antiestructura en el proceso ritual propuesto por Víctor Turner ([1969] 2013), entiendo esos dos momentos como dos caras de un proceso de producción de justicia. En ese sentido, puede pensarse que el ritual judicial al mismo tiempo que concede y refuerza el acceso a determinadas esferas de poder o estatus de aquellos autorizados a “decir el derecho”[10], también coopera para un estado de communitas, en el cual aquellos individuos o grupos que están, de forma más o menos permanente, por fuera de la estructura social, se congregan a partir de lazos de solidaridad y comunión (Turner, [1969] 2013:116).
En esa línea, entiendo que el momento de la espera contribuye con la consolidación y legitimación de una comunidad moral entre los “familiares” que refuerza experiencias de “lucha” y produce ciertos sentidos de “justicia”[11]. Por ello, defiendo la idea de que la espera “no es un tiempo muerto” (Auyero, 2011b:154) y, por lo tanto, no está vacía de significados. En ese sentido, siguiendo la innovadora propuesta de Javier Auyero, entiendo que la espera no es un evento único, sino un proceso activo y relacional, tanto entre los sujetos que esperan, cuanto en relación a aquello por lo que esperan.
Por su parte, alejándome aquí de ese autor, propongo que, en los casos que analizo, la “espera” es más que un proceso de conformidad e impotencia a través del cual quienes esperan aprenden y se convencen de “ser pacientes” del/con el Estado, como ha propuesto Auyero (2011a) en su etnografía sobre la espera en servicios de asistencia social en Argentina. Al contrario, entiendo que la “espera” integra y refuerza una experiencia de “lucha” y genera otras formas de experimentar al Estado. Esas otras formas, si bien no excluyen relaciones de desigualdad y de dominación y experiencias de dolor (Ferreira, 2019), producen un sentido de “justicia” colectivo, diferente de aquel formalmente construido en el ritual judicial. En esa línea entiendo que, en ese proceso, se fortalece la experiencia de “lucha” de sujetos que alcanzan una posición social dominante en la producción y reproducción de un movimiento no de conformidad, sino de impugnación del Estado.
En este artículo, a partir de mi experiencia etnográfica acompañando a “familiares” en “días de audiencia” por casos de violencia de Estado, en primer lugar, presento las dimensiones espaciales y temporales de esa “espera”. En segundo lugar, presento cómo la “espera” se constituye en relación de oposición con la audiencia formal, a través de la descripción de las diferentes interacciones producidas durante y por ella, focalizando específicamente en la relación entre los “familiares” con los “apoyadores”, de ese grupo con otras personas que circulan o también esperan y con los profesionales del derecho, en especial defensores públicos.
EL ESPACIO DE “ESPERA”: EL PASILLO
Los cuatro Tribunales de Júri (TJ) se localizan en el octavo piso del Fórum de Río de Janeiro donde se encuentran los despachos y las salas de audiencia. Sin embargo, el acceso del público se realiza por el noveno piso porque la asistencia a las audiencias se realiza a través de una platea superior separada de la sala por un vidrio[12]. Las puertas de acceso (dos por platea) se localizan en un largo pasillo de pisos de mármol relucientes y paredes espejadas con una vista amplia del centro de Río durante el día. Una vez oscuro, el ventanal espeja el interior, tornando el ambiente aún más cerrado en sí mismo.
A diferencia de los pasillos del resto del edificio, que presentan mucha circulación de personas moviéndose o esperando, el pasillo de los TJ es desierto. El único momento que tiene circulación es en los días y horarios de las audiencias, cuando algunas personas se juntan en la puerta de la sala y los vendedores de café y sándwiches pasan, uniformizados, empujando sus carritos y anunciando sus productos.
El pasillo es un espacio destinado a la circulación de personas y, en el caso de la burocracia judicial, también de expedientes y papeles. Es, en principio, un espacio de pasaje, temporario e intermediario entre una función o actividad y otra (Serra, 2016). Pero es también un lugar de espera cuando los tiempos burocráticos así lo exigen. Por eso, a pesar de que el pasillo no es una sala de espera propiamente dicha, en todos ellos hay sillas distribuidas en las puertas de los despachos con tal finalidad.
En ese sentido, propongo pensar que la “espera” por la audiencia, en cuanto un momento que se constituye en relación de oposición y complementariedad con el ritual judicial formal, se corresponde con un espacio específico y acotado: el pasillo, lócus principal de este artículo. En él se desarrolla la espera como un momento de interacción entre quienes asisten como “público” al ritual judicial (Eilbaum, 2019). Así, para quienes no participan directamente de la audiencia, un acceso, una platea y un lugar de espera – el pasillo- les fue específicamente destinado alejado del centro del ritual, pero directamente vinculado al ritmo de lo que sucede en la audiencia.
EL TIEMPO DE “ESPERA”
Las audiencias del TJ se realizan durante la tarde. Como mencioné en la introducción, están anunciadas para las 13h, pero su inicio sucede, como mínimo, a partir de las 14h. Los testigos y acusados también son citados con esa hora mínima de antecedencia. De esa forma, siempre existe ese tiempo inicial de espera, siendo que generalmente se prolonga por más tiempo. A ello se suma la diferencia entre audiencias de instrucción y juicio y plenarias (ver nota 3), porque en los “días de audiencia” se realizan sesiones para varios casos, una seguida de la otra. Los asistentes pueden entrar a la platea y asistir a “otro caso”, o bien esperar afuera por “su caso”. Sin embargo, como las audiencias de cada caso no son anunciadas en el pasillo[13], muchos entramos y salimos continuamente para ver cuándo se trata el caso de interés.
Los “días de plenaria”, por su parte, se destinan a un caso específico. En relación con las audiencias de instrucción, suelen demorar más tiempo en comenzar. En parte porque es necesario reunir a todos los actores que deben estar presentes, entre ellos los jurados. En mi experiencia[14], esa espera inicial se prolonga por más de dos horas. Además, las sesiones son periódicamente interrumpidas, para que los jurados se alimenten y vayan a los sanitarios. Esos intervalos pueden durar entre 15 minutos y una hora. Por fin, el momento más tenso de espera pautado formalmente por el desarrollo de la audiencia es aguardar la decisión final[15].
Es importante marcar que esa dinámica temporal solía extenderse por la noche. La no interrupción hasta el día siguiente tiene relación con la regla formal que impide la comunicación de los jurados entre sí y con otras personas[16]. Así, es posible retener a los jurados en el espacio del tribunal y evitar la organización de hospedaje para ellos. Al mismo tiempo, esa temporalidad adquiere una dinámica propia en la práctica judicial en la que los juicios no comienzan antes de las 3 de la tarde y se extienden, así, hasta avanzada la madrugada. Contando con réplicas y contra-réplicas de las partes y con el intervalo para la cena de los jurados, he asistido al anuncio de sentencias a las 4, 5 y 6 de la mañana. Por un lado, ello hace que quienes acompañan a los familiares del caso en juicio muchas veces no logren permanecer hasta ese momento final. Por otro lado, considerando apenas el día de la audiencia, eso supone una “espera” por el desenlace de más de 16 horas, distribuidas entre el pasillo y la platea.
Después de las 18 horas, el espacio también queda limitado a esos dos ambientes porque las puertas del edificio, en función del horario regular de funcionamiento, se cierran para la entrada al público y quien sale ya no puede volver a entrar. Así, la “espera por la audiencia” se desarrolla en un espacio y tiempo acotados y, al mismo tiempo, como busco describir enseguida, intensamente experimentado. Mi argumento es que esas horas de “espera” en el pasillo promueven una serie de interacciones y emociones que producen un sentido de “justicia” diferenciado de la decisión oriunda del ritual formal.
LA PLATEA VS. LA ESPERA
Como anuncié en la introducción, sugiero presentar la forma en que se desarrolla la “espera” en el pasillo en relación de complementariedad y oposición con la audiencia formal. Específicamente, con el comportamiento esperado para el público en la platea. Asistir a un juicio supone someterse a un conjunto de reglas y de prácticas de vigilancia y control. En la platea no podemos usar el celular en ninguno de sus modos. Una rápida mirada al aparato provoca la advertencia de uno de los dos policías que cuidan de la sala, observando de espaldas al público y con visión desde más arriba. En la platea tampoco se pueden hacer comentarios o emitir expresiones en tono elevado. No se pueden exhibir carteles. Está prohibido comer y beber. No se pueden sacar fotos ni filmar escenas. Y, a pesar de que está permitido tomar anotaciones, alguna vez he sido obligada por uno de los policías a salir de la sala y exhibir mi cuaderno de campo para verificar qué tipo de información registraba.
Evidentemente, ese control no quiere decir que el púbico asista pasivo a la audiencia. De hecho, lo hace a través de la expresión de emociones (gritos, risas, llantos, discusiones) emitidas muchas veces en tonos altos. Pero esas expresiones son objeto de retos y advertencias por parte de los policías y eventualmente del/la magistrado/a.
Ese comportamiento regulado y vigilado contrasta con las interacciones en el pasillo. Con la presencia de “familiares” y sus “apoyadores” en los días de audiencia, el pasillo es agitado, sonoro e intenso. La presencia puede variar entre un grupo de diez a veinte personas. A pesar de que las banderas deben ser dejadas “en custodia” en la entrada del Fórum, los “familiares” visten sus remeras con las fotos y nombres de sus hijos y pedidos de justicia. Nos movemos a lo largo del pasillo, buscando enchufes para cargar los celulares, para ir a los sanitarios o al bebedero. Como las sillas están a una cierta distancia, las conversaciones se expanden en tonos más altos.
En oposición a la audiencia, la “espera” también se transforma en un lugar de distensión, de expurgar las energías reprimidas asistiendo al juicio o, más aun, declarando. Es permanente entre los familiares y allegados que asisten a las audiencias salir de la sala anunciando que “no aguantan más” o que “precisan tomar aire”. No son raras las ocasiones en que quienes acompañamos a los familiares salimos junto con alguien que no se siente bien durante la audiencia, sea emocionalmente, acometido por intensos llantos, sea también con un malestar físico, como baja o suba de presión, agitación del corazón o mareos. Salir de la sala para el pasillo representa un espacio de recuperación, bebiendo agua, respirando, buscando tranquilizarse colectivamente.
También en contraste con la platea, es durante la “espera” que es posible alimentarse, sea comprando un sándwich a los vendedores, compartiendo galletitas que alguien trajo sabiendo que el día se extendería, o cortando una torta que algún “apoyador” preparó para endulzar la “espera”. Esos momentos son muy bienvenidos, porque permiten desahogar la fuerte tensión acumulada. Al mismo tiempo, son propicios para la rememoración colectiva, nuevamente en oposición con las formas judiciales de producción y registro de informaciones.
LA “ESPERA” COMO ESPACIO DE MEMORIA
El juicio y cada audiencia representan, para los familiares, rememoraciones del día en que sus hijos o familiares fueron asesinados. Es por ello también que son días cargados de tensión y de fuertes emociones. Son recordados con detalles los momentos en que recibieron la noticia, cómo y por quién fueron avisados y eventualmente si socorrieron y/o acompañaron a sus hijos en los momentos finales de vida. Cada declaración, cada audiencia, sea porque ellos mismos declaran, sea porque escuchan otros testimonios, es un ejercicio difícil y angustiante de memoria. Mi argumento es que ese ejercicio durante la espera se desarrolla en contraste con el espacio del ritual judicial.
En este último, como ya ha sido analizado (Vianna y Farias, 2011; Vianna, 2015; Eilbaum y Medeiros, 2016), se produce recurrentemente un juicio moral sobre la víctima de violencia de Estado que invierte los papeles de víctima y acusado. A través de quienes declaran, las víctimas son indagadas sobre su “calidad moral”, si trabajaban, si estudiaban, si eran del “tráfico de drogas”, si estaban involucrados en “el delito”, si tenían antecedentes criminales, qué estaban haciendo y por qué en aquel lugar y en aquel momento. El manto de sospecha permanente y la criminalización de los jóvenes víctimas es una constante en las audiencias que juzgan a los policías. A esos embates se contraponen las respuestas de sus madres cuando declaran y, en pocos momentos, los argumentos de la querella. Lo cierto es que las condiciones y el formato de la declaración judicial no es propicio para un relato personalizado y espontáneo sobre las víctimas[17]. Así, la audiencia no permite narrar todo lo deseable sobre la vida de sus hijos. Al contrario, funciona como una permanente defensa de las acusaciones y sospechas lanzadas.
En oposición, la “espera” permite la (re)construcción de otra memoria de forma inmediata a la experiencia de la audiencia, trayendo recuerdos e imágenes para la charla colectiva. Recuerdo bien durante la espera con Juliana la conversación junto con Alicia y Graciela. Contaban vivamente sobre la personalidad de sus hijos, los tres asesinados por la policía entre los 16 y 18 años de edad. Alicia contaba que Michael era muy alegre, animado y bonito; “no porque sea mi hijo, claro”, se enorgullecía. Ya comenzaba a tener sus primeras novias y Alicia preveía en la época varios dolores de cabeza al respecto, inclusive por los celos de la hermana menor que “lo adoraba”. Juliana, cuyo hijo tiene el mismo nombre que el de Alicia, también contaba sobre las andanzas divertidas de Michael y aún sobre la forma responsable en que la ayudaba en casa y cuidaba de los hermanos menores. Ambas comentaban cuánto les gustaba a los dos lanzar barriletes al cielo. Como todas estaban con remeras con las fotos de sus hijos, era posible ver los rostros e imaginar rápidamente a esos jóvenes sonrientes aprovechando su juventud. Graciela también entró en la charla, recordando cuando su hijo anunció que le daría un nietito y cuando contó que estaba trabajando y había recibido su primer sueldo. La charla era bien animada y alimentada por risas y buenos recuerdos. En otros varios momentos de “espera” participé de esas charlas distendidas y llenas de vida. Relatos que, como dije, no caben en la audiencia.
Esos recuerdos también se alternaban con relatos sobre la muerte de sus hijos, trayendo otros detalles e informaciones que no siempre aparecen en la audiencia judicial. Así, funcionan como una forma de repasar lo que han declarado, o incluso de contrastar y/o apoyar los relatos escuchados por medio de otros testigos durante el juicio. Podemos pensar que las charlas en el pasillo representan, en contraste, otro espacio en la disputa por “el derecho a decir el derecho”, no apenas entre sus propios operadores (Bourdieu, 1989), sino también con relación a quienes participan de ese campo por sus márgenes[18].
Por otra parte, me interesa resaltar que las rememoraciones sobre la vida y muerte de sus hijos y las (re)construcciones de los “hechos” durante la “espera” son compartidos de forma colectiva, relacionando el caso juzgado con otros. De hecho, a pesar de que en el grupo ya conocíamos esas historias, ellas eran re-narradas en varias “esperas” y con ello se iban fortaleciendo y evidenciando, como propuse en la introducción, los lazos de una comunidad moral y emotiva (Pita, 2010) y un sentido colectivo de “justicia”. Al mismo tiempo, permitían la inclusión de otros relatos aún desconocidos entre personas que, en el pasillo, construían una identidad común.
LA “ESPERA” COMO ESPACIO DE EMPATÍA
Mientras se extendían las horas de espera para saber si habría audiencia compramos café. Ya conocíamos a la vendedora porque conversaba con el grupo de “familiares” en diversos días de audiencia. Aquel día la charla se extendió. Alicia le contó sobre Michael y cómo habían sido tan difíciles los primeros momentos cuando supo que había sido asesinado. La falta de ganas de vivir, la dificultad de levantarse, de dar sentido a la vida. Pero también relató el apoyo recibido, la importancia de conocer a las otras madres y familiares y de “ir a la lucha para afrontar el luto”. Como ya he escuchado otras veces en sus relatos, explicaba que “es en la lucha, hablando sobre mi hijo, mencionando su nombre, luchando para que ello no suceda más, que continúo siendo la mamá de Michael”.
En esa charla ella, Juliana y Graciela también compartían el impulso que la presencia de otros hijos les había impuesto para “seguir adelante”. Fue en ese momento de la charla que la señora del café contó que “ella entendía muy bien eso”. Había perdido un hermano en un accidente. Un ómnibus lo había atropellado. Nunca se había “hecho justicia” decía, y explicaba los meandros de los intereses de las empresas de transporte. El tiempo del luto había sido muy difícil. Ella y su otro hermano habían sufrido porque “además de perder un hermano, perdieron a la madre”, que no consiguió recuperarse del impacto de la pérdida. El relato fue evidentemente muy conmovedor y creó un sentimiento de empatía, a pesar de los lugares diferentes y de las circunstancias diversas. El diálogo fue significativo también porque, si bien ya conocíamos a la señora de otras situaciones, ese día se estableció un nuevo vínculo.
En mi percepción, esa empatía por el dolor de la pérdida violenta de un familiar fue generada exclusivamente durante y debido a la “espera”. Por eso, sugiero que ella promueve una producción colectiva de memoria y relaciones que de alguna forma permiten también un proceso de duelo y de sentimiento común, en circunstancias adversas como puede ser someterse al lenguaje, formalidades y reglas de una audiencia.
La obligación de esperar da lugar también a otras interacciones que devienen en intercambios productivos. La presencia del grupo de “familiares” y “apoyadores”, con sus camisas, charlas, idas y venidas, se expande en el pasillo de forma amplia. Ello promueve en algunas ocasiones la curiosidad o interés de otras personas que esperan por otras audiencias. Aquel día una señora de aproximadamente 50 años oscilaba de un lado a otro del pasillo, visiblemente tensa y angustiada en su expresión y en la forma de agarrarse las manos. Pasó varias veces por nuestro grupo y en uno de esos pasajes consultó sobre los horarios de inicio de las audiencias. El grupo explicó sobre los tiempos burocráticos y le preguntó por el tipo de audiencia –si plenaria o instrucción–, para poder informar mejor. La señora se acercó más y contó sobre su “caso”.
Su hijo estaba preso y creía que era una audiencia, pero no tenía claro de qué tipo. La señora fue ganando confianza cuando ellas explicaron quiénes eran, por qué estaban allí y cuál era su “lucha”. Fue allí que se animó a contar que su hijo estaba preso porque la policía lo venía persiguiendo y le “cargaron” el homicidio de un agente. Estela, que acompañaba a Juliana y que milita en el Frente por el Desencarcelamiento desde que su hijo había sido preso, la aconsejó sobre varios aspectos. Todas se desearon mucha suerte y, finalmente, concordaron que la “Justicia estaría en manos de Dios”. El intercambio produjo una aproximación física y de experiencias que en los primeros contactos visuales no estaba dada de inmediato. Al final, nunca se sabía en el “pasillo” quién esperaba qué.
LA “ESPERA” COMO ESPACIO DE CONFLICTO
La “espera” puede ser también productora de encuentros tensos y conflictivos. De hecho, con el pasar de las horas los nervios iniciales van cediendo a una tensión que aumenta como un embudo hacia el momento de la sentencia. Ella condensa expectativas de una espera de años, desde el momento del “hecho” y el inicio de las investigaciones policiales hasta los trámites judiciales. Representa, así, un punto clave del desenlace del caso frente al Estado (Vianna, 2015; Vianna y Facundo, 2015; Pita, 2010). Además de la sentencia, el día de audiencia es constituido por varios momentos de tensión, como la declaración de los familiares o de testigos claves y el eventual encuentro con los acusados o con sus familiares.
Como es sabido, los juicios se definen a partir de dos partes que disputan los sentidos de los “hechos” juzgados: acusación y defensa. Más allá de los actores formales (fiscal y defensor), esas “partes”, como el derecho las denomina, están constituidas por personas con historias, entornos sociales y familiares específicos. Acusados y víctimas son los protagonistas directos de la historia allí narrada.
Sin embargo, como vengo argumentando, en el espacio de la audiencia judicial esa narrativa es principalmente monopolizada por los actores profesionales. Los acusados asisten en silencio a toda la audiencia, sólo tienen derecho a manifestarse en el momento anterior a los alegatos finales y no todos ejercen ese derecho (aunque en el caso de los policías acusados generalmente optan por declarar). Ya las víctimas son narradas por los testigos en las condiciones antes descriptas, pautadas por las preguntas, muchas veces en tono acusatorio, e interrupciones de quienes interrogan.
Así, siguiendo el punto anterior, enfatizo que las historias que integran las vidas de víctimas y acusados son, en el ambiente judicial, expuestas a partir de las personas que “esperan” por justicia. Son principalmente los familiares de unos y otros que dan “carne y sangre” a las partes[19]. En la platea, es notoria la división en los asientos entre quienes acompañan a una parte o a la otra. Se ubican en dos grupos a lados opuestos de la sala o con filas vacías entremedio. Como eventuales altercados de opiniones o reacciones (risas, comentarios burlones, ironías, aplausos) son rápidamente silenciados por los policías de custodia, que amenazan con tener que “retirar a todo el mundo de la sala”, la “espera” se torna un espacio privilegiado de interacción. En este caso, tensa y conflictiva.
Así, si bien podría pensarse que el pasillo es un lugar de circulación anónima, ese espacio acaba personalizando las relaciones sociales que allí se despliegan. Ahora, es verdad que raramente las personas saben previamente quién es quién. Inferencias, rumores y miradas, más o menos disimuladas, pasan a descifrar e intentar descubrir “quién espera a quién/qué” en un verdadero juego de control de impresiones y manejo de sí (Berreman, 1975; Goffman, [1956] 1985). En los casos que acompañé, ello fue motivo de tensión por parte del grupo de “familiares”. Si bien ellos son identificables más fácilmente por las remeras con las fotos de sus hijos, la otra “parte” no lo es. Es posible percibir esa tensión durante la espera, bajando el tono de voz cuando pasa alguien que “espera” pero no es del grupo, comentando por lo bajo si serán o no familiares de los policías. Esa tensión está presente de forma permanente, pero también puede desembocar en el desarrollo de conflictos explícitos.
Recuerdo bien un día en que acompañábamos el juicio por el asesinato de John, sucedido en 2002. Era el tercer juicio que se realizaba[20]. Claudia, su mamá, activa militante y una de las fundadoras de la Red, ya había declarado en la audiencia. Una declaración contundente, fuerte y emotiva. Como quien declara no puede acompañar el desarrollo de la audiencia, Claudia “esperaba” el resultado final del juicio en el pasillo. Estábamos en la platea, cuando escuchamos unas voces más altas que lo normal. Salimos al pasillo. Claudia estaba agitada, gritando y llorando por la memoria y la pérdida de John dieciséis años atrás. Lo hacía moviendo su cuerpo con fuerza y en dirección hacia una mujer que, acompañada por otras dos, no decía nada, pero la miraba fijamente. Abrazamos a Claudia intentando calmarla y contenerla. Sus gritos y el llanto extrapolaron sus fuerzas y acabó desplomándose en nuestros brazos. El custodio trajo una silla de ruedas y la llevó a la enfermería del Fórum. Se recuperó bien. Su presión había subido y fue medicada. Continuó “esperando” en el pasillo acostada en los asientos. La sentencia fue anunciada a las once de la noche. Los familiares de los policías se retiraron rápidamente y nosotros esperamos un tiempo para no “cruzarnos”.
Esa escena, grabada en mi memoria por la intensidad de la emoción vivida, me parece también significativa de los conflictos evidenciados durante la espera. De un lado, porque en ese día se llegará al desenlace formal del caso. Es un proceso de “lucha” prolongado en el tiempo que requiere una espera ardua, peregrinaciones burocráticas, conocimiento de los procedimientos y tiempos de la burocracia (Freire, 2015; Ferreira, 2019), más de una vez caracterizada por “familiares” como un “via crucis”. El día del juicio, como era el caso de Claudia, se conocerá la decisión final de condena o no de los policías. Si bien, como dije, los familiares cuestionan ese proceso y se muestran escépticos en relación con la decisión formal, lo cierto es que la esperan con expectativa y festejan o se frustran con el resultado.
De otro lado, la escena evidencia los conflictos que se producen en torno de la confrontación en un mismo escenario de las dos partes de una contienda que no se establece apenas en términos jurídicos, sino también morales. En ese enfrentamiento, los “familiares” renuevan permanentemente, frente a los embates sufridos, el juicio moral sobre la memoria de sus hijos (Vianna y Farias, 2011).
Una vez más me interesa marcar la relación de oposición con el ritual formal. Si en él quienes acompañan el juicio deben mantener una actitud pasiva, los conflictos y enfrentamientos aquí descriptos, con el desborde de emociones, gestos y movimientos corporales, muestran un espacio en el cual es posible expresar posicionamientos, demandas y evaluaciones morales. En ellos, las mujeres toman un lugar central. Si bien ese protagonismo de las mujeres en la lucha por justicia es reconocido en otras investigaciones (Pita, 2010; Vianna y Farias, 2011; Lacerda, 2014), en el caso de las disputas entabladas durante la espera, ellas demuestran la posibilidad de transbordar y, por lo tanto, de cuestionar las reglas establecidas. A diferencia de la platea, donde cualquier gesto o comentario es reprimido, en el pasillo esos “excesos” parecen permitirse, al menos cuando se trata de esas mujeres que perdieron a sus hijos o familiares[21].
Desde esa perspectiva propongo entender esas escenas, así como los relatos compartidos sobre la vida y las circunstancias de la muerte de sus hijos, como formas colectivas de producción de la memoria propiciadas por la “espera”, diferentes de otros espacios de “lucha” (manifestaciones y actos públicos, notas de repudio, demandas a las autoridades) y de la participación en las audiencias formales. La “espera” en ese sentido se constituye como espacio de justicia, produciendo otro(s) sentido(s) de esa noción. Al mismo tiempo, la “espera” se muestra como un espacio de socialización de la “lucha”, donde quienes “esperan” intercambian conocimientos sobre los procedimientos y sobre los colectivos y formas de lucha. Esos conocimientos circulan bajo la forma de consejos y promueven una socialización horizontal y empática de las experiencias con el Estado, vividas en el ámbito judicial[22].
LA “ESPERA” Y LOS PROFESIONALES
Tras cinco horas de espera junto a Juliana, sin saber muy claramente si la audiencia por Michael iría o no a realizarse, la Dra. Laura, defensora pública pero querellante en la causa, subió al pasillo del noveno piso. Tenía varios cuerpos del expediente en la mano. Anunció que la audiencia sería postergada, sin fecha definida aun, pero probablemente para tres meses más. Explicó que ellos habían solicitado esa postergación porque consideraban importante escuchar a los dos testigos del barrio que no se habían presentado. Por ello, le pidió insistentemente a Juliana que reforzara el pedido para que se presentaran a declarar. Juliana explicó que podía ser importante que los dos jóvenes fueran previamente a la sede de la Defensoría para que la Dra. les explicara directamente la importancia de declarar y que “no había nada que temer”. Ambas tejieron su compromiso mutuo sentadas en el pasillo, conversando. A pesar de la postergación de la audiencia por tres meses más, lo que “atrasaría todo el caso”, la explicación resultó convincente. Así como fue acogedor el abrazo y el contacto personal con Laura.
Esta interacción con profesionales del derecho representa otro tipo de socialización que sucede en la “espera” que me interesa pensar también en oposición a la audiencia. En ésta, los profesionales actúan sus papeles formales, hacen preguntas, conducen las declaraciones, se dirigen a los jurados y colegas y hasta discuten encarnadamente entre ellos (Eilbaum, 2013; Nuñez, 2018). Pero no explican nada en relación a la causa, salvo que algún malentendido lo haga imprescindible para el desarrollo formal de la audiencia. Como ya fue analizado en varios trabajos sobre la administración de justicia, el lenguaje y la dinámica propia de un quehacer judicial, puede ser más o menos técnica dependiendo del contexto, pero raramente está preocupada por una “pedagogía social” de la justicia (Sarrabayrouse, 2004; Barrera, 2012; Barros, 2019).
En oposición, en el pasillo se dan interacciones más directas con los profesionales que representan a las familias. Como expliqué, el lugar de espera se localiza un piso más arriba de la sala de audiencias. Entonces, para poder conversar con los familiares esos profesionales deben hacerlo desplazándose del lugar de trabajo. Estoy refiriéndome exclusivamente a la querella, que en estos casos está representada por defensores públicos, como la Dra. Laura, que integran el Núcleo de Defensa de los Derechos Humanos de la Defensoría Pública do Rio de Janeiro (NUDEDH)[23]. Se trata de un grupo de defensores muy atento y sensible en el trato con los “familiares”, que colabora intensamente con las demandas de los “familiares” en varios ámbitos de lucha. Son quienes en la audiencia también traen una voz descriminalizante y más personalizada de las víctimas, como ya referí. Específicamente, el día de la audiencia son los únicos profesionales que se acercan a sus “representados” y explican sobre el desarrollo de la audiencia, pasos futuros y eventualmente sobre las perspectivas de desenlace.
Como muestra el diálogo entre Juliana y Laura, esos encuentros durante la espera son también importantes para la causa, porque son los familiares los que saben e informan si algún testigo va a comparecer, toman contacto con amenazas sufridas, o conocen mejor qué es lo que un testigo presencial vio sobre los hechos y estará dispuesto a declarar. Ese contacto en el pasillo, así, se torna un momento de socialización de informaciones de doble vía entre profesionales y familiares. De alguna manera funciona como un puente o mediación hacia la forma más formal y despersonalizada propia del ritual judicial. Es un canal de informaciones que permite localizarse en el propio ritmo de la audiencia, saber qué pasará y qué y cuánto es posible “esperar”.
Es interesante porque percibí también que es un contacto esperado por los familiares. Cuando la audiencia finaliza todos nos quedamos esperando en el pasillo con la expectativa de que el defensor vendrá a conversar y hacer su evaluación de lo sucedido. Por ello no me llamó la atención, al finalizar la audiencia del caso de Rosa, la condena del grupo a la actitud de una defensora, que no integra el NUDEDH, pero que substituyó a otro defensor del Núcleo en ese juicio. La sentencia fue favorable a los policías. Era el segundo juicio que Rosa acompañaba por la muerte de su hijo, quince años atrás. El desempeño de la defensora durante la audiencia fue objeto de varios comentarios negativos. La decisión fue emitida a las 5 de la mañana del día siguiente. Después de esperar un tiempo en el pasillo, Rosa, junto con su marido y tres compañeros, tomó el ascensor para retirarse. Un piso más abajo entró al ascensor la defensora querellante. No emitió comentario alguno sobre el juicio, el resultado o el posible estado de ánimo. Sólo se retiró del edificio, encerrando años de espera por la decisión judicial, que ya no podría ser modificada. Los “familiares” hicieron saber al NUDEDH que no “la querían nuevamente en sus casos”.
Aquel día del juicio, Rosa fue reconocida en la propia audiencia como una activista importante contra la violencia de Estado y fue tratada con respeto y sin cuestionamientos. A pesar del resultado, ella sabía que la lucha no terminaba, que “justicia” se haría cuando no hubiera que luchar por otros jóvenes. En palabras de ella para un diario al día siguiente del juicio, “mi lucha va más allá de esta causa judicial, yo quiero estar con el pueblo, estar con las madres, luchando para que en algunos años tengamos justicia”.
“ESPERA” Y CONCEPCIONES DE JUSTICIA
En el relato etnográfico que presenté en este artículo me interesó destacar cómo el momento de espera por una audiencia produce y refuerza experiencias de “lucha” y sentidos de “justicia” entre los “familiares” de víctimas de violencia de Estado. Entendí ese momento de “espera” como constituido por un espacio y un tiempo propios de ella: el pasillo del Fórum de Justicia y largas horas de espera adentrando, en muchos casos, la madrugada. Ello porque decidí centrarme en esa “espera” que se produce en un “día de audiencia” en contraste con los años de duración de una causa judicial y de la propia lucha. Pienso que esa “espera” me permite reflexionar sobre la relación con una experiencia burocrática cotidiana y cómo ella se relaciona con la producción de experiencias de “lucha” y sentidos “justicia”. Es allí donde me parece que reside un campo fértil para pensar los momentos de “espera” como parte integrante de la producción de justicia, en contraste con el “modelo de paciente” propuesto originalmente por Javier Auyero (2011:24). Al menos para los casos aquí analizados, sugiero analizar esos momentos desde el punto de vista de aquellos grupos que, como la población negra y pobre de Río de Janeiro, ven sus derechos sistemáticamente violados, como capaces de fortalecer una “experiencia de Estado”, forjada en la lucha, la irreverencia y la impugnación del Estado.
Por ello, mi argumento es que la “espera” en un “día de audiencia” se inserta en el proceso más amplio de “lucha” y de producción de una “justicia” que excede la verdad judicial. A través de las diversas dimensiones que buscaré sistematizar, el momento de espera posibilita una serie de interacciones y la expresión pública de sentimientos –para retomar una noción clásica de Marcel Mauss– que transforman horas acumuladas y espacios anónimos y pasajeros en “lugares de justicia” (cf. Barros, 2019).
En primer lugar, la participación en varias situaciones como las descriptas me llevaron a percibir una cierta rutinización de la “espera”, no en el sentido weberiano de objetivación o como parte del orden establecido (Weber [1922] 2004:357), sino, al contrario, como una forma particular por parte de los “familiares” de apropiarse del tiempo, espacio y formas de sociabilidad característicos, constituyéndolos en un modus operandi que se repite en diferentes “días de audiencia”. Con el pasar del tiempo de “lucha”, los “familiares” asisten y participan en varias audiencias, porque las causas judiciales avanzan, los casos se multiplican y la red de apoyo se amplia. Así, mi argumento es que esa rutina de la “espera” es también una rutina de “lucha”. Se inicia con el mensaje de convocatoria difundido en los grupos de WhatsApp como el citado al comienzo del artículo. En los días de juicio, sigue con un acto en la puerta del Fórum, con parlantes, discursos, banderas y estandartes. Hasta allí, es posible identificar una dinámica de manifestación pública y social común en casos de violencia de Estado, a través de “tecnologías manifestantes” habituales en ese campo (Pita, 2010:138).
Lo que me interesa marcar aquí es que esa rutina se prolonga en el pasillo durante las horas de espera, intervalos y momentos finales, sin el recurso a esas tecnologías, pero respondiendo a una sucesión de actos recurrentes. La demora de, como mínimo, una hora y los atrasos en el inicio de las audiencias ya son conocidos por los “familiares”. Todos nos fuimos adaptando a esa temporalidad judicial específica, lo que también hace que algunos “familiares” se resistan a esa espera y lleguen más tarde, acomodando sus rutinas de trabajo, tareas y obligaciones domésticas[24]. En ese tiempo de “espera”, compartir una merienda, tomar un café, acompañar las charlas y, en el momento de la retirada, registrar la presencia siempre con una foto (selfie) final para subirla a las redes sociales, son pequeños actos que forman parte de esa rutina que, no sólo se repite, sino que es una rutina y una experiencia de “lucha” y de “justicia”, pues integra las pautas de militancia y de demandas por derechos de esos grupos.
Es claro que, más allá de ese modus operandi, cada día y cada audiencia tienen sus particularidades: las circunstancias del caso y de la causa judicial, la participación de más o menos familiares, el involucramiento de la familia en los colectivos sociales, la presencia o no de familiares del “otro lado” o de medios de comunicación, entre otras variables. Por otro lado, como mencioné, la audiencia es el epicentro de la “espera”, pero el involucramiento y la actitud de “espera” es diferenciada entre quienes aguardan, por ejemplo, que un familiar sea juzgado, o simplemente se presente ante el juez (como una oportunidad para verlo desde la platea cuando está privado de libertad), quienes esperan “justicia” por las víctimas, quienes acompañan a “familiares” y apoyadores de una “causa”, como también estudiantes de derecho que imprimen un aire más despersonalizado, o neutro con relación a las causas.
Esas diferentes posiciones se traducen en actitudes corporales, gestuales y de comportamiento distintas y otorgan al acto de “esperar” sentidos diferenciados. Y, como describí, esas actitudes diferenciadas pueden derivar en una relación de empatía o de enfrentamiento. El caso de la mamá del joven que estaba preso, la charla con la señora del café y las rememoraciones entre los mismos “familiares”, producen un diálogo, no sólo amigable sino también creador de lazos de confianza, solidaridad y empatía que, de acuerdo con mi experiencia etnográfica, potencializan y amplían la lucha. Distintas son las situaciones de antagonismo como la vivida en el caso de Claudia, en la cual la “espera” generó un momento de tensión que explotó en un conflicto abierto con quienes se encontraban esperando en el lado opuesto.
Me interesa resaltar que todas esas posiciones y posibilidades son diferentes de las de quienes esperan (y en cierta medida generan) los atrasos de la audiencia en los despachos o, aun, de quienes esperan en la sala de testigos. Para los primeros, la espera representa un acto cotidiano de trabajo, en el cual, más allá de las eventuales singularidades, los casos se suceden cotidianamente en el quehacer judicial. La “espera” de los segundos está dominada por un conjunto específico de reglas del tribunal[25]: no pueden comunicarse, no pueden dar informaciones del caso, no pueden salir de la sala, entre otras. Por el contrario, la “espera” en el pasillo imprime una liberalidad que escapa, en cierta medida, a los constreñimientos de la etiqueta judicial.
Siguiendo esa línea, también argumenté que, además de un espacio y un tiempo específicos, la “espera” se constituye y define en relación de oposición con el ritual judicial, considerando tanto la sala de audiencia como la platea. Como ya he descripto, de un lado, ambos están pautados por los procedimientos jurídicos y las etiquetas judiciales. Además de esas reglas formales, la etnografía de las audiencias en esos casos evidencia también la criminalización de las víctimas y el control sobre la palabra de los familiares y amigos que declaran. En oposición, la “espera” es el lugar y el momento de comer, beber, narrar y rememorar libremente la vida y la muerte de sus seres queridos. Es, también, el espacio para gritar y llorar en la “cara de los otros, lo que tanto queda atascado en la garganta por años”, como explicó Claudia. Es la posibilidad de conocer otras historias, dar consejos, llamar para la lucha y generar espacios de empatía. Es, por fin, un momento de fortalecimiento, pasar las horas acompañando, dando soporte, conversando y amenizando la tensión; el dolor estrecha los lazos entre los propios “familiares” y con los “apoyadores”. Por ello, la interacción durante la “espera” produce, en mi percepción, un espacio de memoria, al tiempo que fortalece sujetos de “lucha”.
Con ello quiero, principalmente, sugerir que la espera por audiencias no es un estado pasivo ni necesariamente sumiso. Eso no quiere decir que no se trate de una relación desigual y jerárquica. Los “familiares” que esperan por las audiencias no tienen ningún control del tiempo de la espera. Aguardan el inicio de la audiencia, aguardan ser llamados o convocados, aguardan las informaciones de sus representantes legales, esperan la decisión final. Al mismo tiempo, es interesante puntualizar que la “justicia” no es un servicio que los ciudadanos necesariamente busquen voluntariamente. Son compelidos a presentarse a ella. La investigación y decisión sobre un caso –de “homicidio”– sigue su curso con o sin ellos[26]. Así, está claro que las reglas que establecen cuándo comenzará la audiencia y si será o no realizada, están en manos de la autoridad judicial. Es ella quien dicta las normas de forma sobre la realización de los actos de “justicia” oficial.
En ese sentido, concuerdo con Leticia Ferreira cuando propone, siguiendo a Javier Auyero, que “el tiempo, sobre todo en su ocultamiento y manipulación, es una dimensión clave de dinámicas de dominación vigentes en el cotidiano de reparticiones públicas, razón por la cual esperar por el desenlace de demandas puestas en esos espacios no es un acto desprovisto de significados y menos aún de consecuencias” (Ferreira, 2019:123). Sin embargo, me gustaría enfatizar que esas consecuencias son variadas y no necesariamente provocan “efectos de dependencia y subordinación, además de reproducir una noción de ciudadanía forjada en la sumisión” (Ferreira, 2019:138). Al contrario, quiero resaltar que, inclusive en esas condiciones (desiguales y sufridas), en los casos que analizo, la “espera” tiene un potencial productivo de resistencia, no exenta también de irreverencia, esto es, de cuestionamiento y subversión del orden judicial establecido, pues en ese espacio los “familiares” consiguen expresarse distantes (o protegidos) de la represión del Estado, característica de la reacción estatal a la “lucha” en las calles[27].
Entiendo que ello se relacióna, en primer lugar, porque, a pesar de que la tradición jurídica insista en decir que las víctimas no son esenciales (ver nota 26), para que los actos burocráticos sucedan, la presencia de los familiares que irán a declarar y de los testigos que ellos mismos contactan y convencen para ir, es constitutiva de la producción de justicia, pues sin ellos las audiencias son suspendidas, como en el caso que abre este artículo. Así, también, porque de esa presencia dependen informaciones importantes para la causa, como el contacto con otros testigos ausentes y con el propio contexto social del hecho, con el cual los profesionales no tienen ningún contacto (Eilbaum, 2012a). Es por todo ello que sostengo que, si bien el procedimiento formal y los agentes insisten en evitar la presencia de las víctimas, ella, no sólo persiste, sino que se torna un elemento significativo y desafiante en la producción de justicia.
En segundo lugar, porque la presencia de otros “familiares” y “apoyadores” acompañando y sosteniendo el estado emocional y la lucha (por su caso y por otros semejantes), hace posible y genera un sentido de justicia, no sólo no previsto por las normas y por las prácticas burocráticas, sino muchas veces negado o silenciado por ellas. Las interacciones de la “espera” hacen que la información circule, provocan llamados a la participación y la lucha para “juntarse a otros familiares”, crean empatía y recrean una memoria negada sistemáticamente por el Estado. Son espacios, así, de prolongación del proceso de duelo y de lucha. Y, por ello, propongo, de producción de sentidos de justicia nunca alcanzables por una decisión judicial.
Desilusionados o decepcionados con la “justicia del Estado”, porque demora, porque es acusada de parcialidad, racismo y clasismo –“una justicia de blancos contra el pueblo negro y pobre”, como se posicionan las madres y muchos otros colectivos de favelas y del movimiento negro–, la justicia oficial se presenta para los “familiares” como un camino arduo y espinoso, pero a la vez necesario. Propongo que es en esa necesidad, que los familiares, al “esperar” por la audiencia como un acto más de un proceso de lucha más amplio, producen otros sentidos de justicia. Son comunes las apelaciones a Dios, “dueño último de la justicia”. Pero también al potencial de la “lucha” para salir del duelo, para fortalecerse en la larga caminata, para ejercer la maternidad y para producir una “justicia para todos”. Ello supone un sentido de “justicia”, no limitada al caso individual como lo es una decisión judicial, sino a una causa colectiva, en este caso, el “fin del genocidio negro”. En mi percepción, ese sentido colectivo de justicia se crea y/o refuerza en la empatía y la solidaridad de estar esperando y acompañando el propio acto de la audiencia. Esa “espera” habilita entre los presentes a rescatar la memoria, la vida y el rostro de sus hijos, a partir de recuerdos cotidianos y alegres, en contraste directo con la “justicia del Estado”. En cierto sentido, podemos pensar que, al mismo tiempo que la espera propicia la producción de una concepción de “justicia” colectiva y personalizada, esa concepción también otorga sentido a las largas horas de “espera” en los pasillos, entrada la madrugada, para estar siempre presentes acompañando a todos los “familiares”.
En tercer lugar, propongo principalmente que la “espera” es desafiante porque produce una sensibilidad legal que confronta a las reglas burocráticas y a las formas de gobierno que ellas producen. Las reglas de etiqueta del ritual judicial son desafiadas y contestadas en el pasillo. Los cuerpos circulan y los gestos y tonos de voz son potentes y altos, los temas son variados y libres, los lazos se estrechan y la socialización se amplía. Lejos de conformar, la espera incita, agita, indigna y provoca un sentimiento de irreverencia[28]. Así, finalizo proponiendo que, al menos en los casos que analicé, si bien se lucha contra la “espera”, ella también produce “lucha” porque allí se crean y recrean sentidos colectivos de justicia que se contraponen con aquel encerrado en una decisión judicial.
Por todo ello, la “actitud de espera” por audiencia de los “familiares” impugna la idea de espera como sumisión, conformidad e impotencia. Así, si bien no se desiste de la justicia formal[29], el sentido de justicia (re)creado colectivamente en esos momentos y en otros ámbitos de lucha, retira centralidad a la audiencia en sí y torna muy significativo para los “familiares” lo que sucede, se conversa, se disputa y se siente durante la “espera”.
Para finalizar, es importante marcar que al discutir aquí experiencias de Estado (Gupta y Ferguson, 2002; Ferreira, 2019), a partir de los casos analizados, estoy colocando en evidencia una dimensión de lucha de un Estado que mata y ante quien, al mismo tiempo, se demanda justicia por esas muertes. Actuar la resistencia, la oposición, la irreverencia a ese Estado, en sus múltiples facetas, se presenta como un acto vital para los “familiares” que no se conformarán nunca con lo sucedido. De alguna forma está claro que, si protestar puede ser ineficaz para manejar el “tiempo burocrático”, no lo es para la lucha por memoria y justicia.