El origen de la fiebre. Los procesos de innovación tecnológica en la ganadería ovina en el Río de la Plata, 1794-1853 [1]
Introducción
La fibra lanar tuvo un rol importante en la producción industrial temprana; la evolución compleja que llevó al dominio completo de su procesamiento impulsó la demanda global y el despegue de la cría de ovinos en diferentes países del mundo. Durante buena parte del siglo XIX, en especial desde 1850, los subproductos de la ganadería ovina formaron la parte más sustancial de las exportaciones argentinas. [2] La lana en bruto fue pronto acompañada por lana lavada, cueros ovinos, carne, grasa; obtenidos, sucesivamente, de animales de muy distintas características, con el consiguiente impacto en rendimiento y calidad. Los trabajos clásicos de Alfredo Montoya (1951, 1984), Horacio Giberti (1974), José Carlos Chiaramonte (1986) o Hilda Sabato (1989), citados aún hoy frecuentemente, no avanzaron en los pormenores de esos cambios; es preciso adentrarse para ello en las entrañas de la misma producción. Y en particular, en el intenso proceso de cambio tecnológico que estuvo aparejado a la transformación, durante la primera mitad del siglo XIX y al menos en el área nuclear del norte de la provincia de Buenos Aires, de unas praderas dedicadas a la cría extensiva de ganado vacuno cimarrón, en vastos y ordenados potreros con majadas estrictamente separadas por su grado de cruzamiento genético, combinados con pasturas cultivadas, a veces raciones suplementarias, y construcciones específicas para las diferentes labores del ciclo productivo.
En efecto, la transformación de las viejas y semisalvajes manadas de ovinos criollos en rebaños de alta productividad y el progresivo cambio hacia animales multipropósito (que jalona todo el siglo XIX) motivaron en su época gran cantidad de discusiones; pero es en particular en las décadas que van desde 1801 hasta la crisis de 1866-1867 que los materiales volcados en páginas impresas o manuscritas se vuelven cada vez más abundantes. Artículos en revistas generales o especializadas, folletos, libros, traducciones comentadas, reportes de investigación, informes de viajeros, dan cuenta de una búsqueda febril de respuestas prácticas a los múltiples, sucesivos y desafiantes problemas que productores y comercializadores debían enfrentar. Esto se advierte también al estudiar los casos de productores particulares: abundan las contradicciones, las dudas, las agrias discusiones, la pura empiria. Fracasos sucesivos eran moneda corriente, aun entre quienes contaban con acceso pleno a conocimiento y recursos de avanzada, y, por supuesto, a los capitales necesarios para ponerlos en práctica. [3] Se tiene así la impresión de un mundo complejo y paradójico, en el cual muchos actores intuían las potencialidades futuras pero se enredaban en los medios para alcanzarlas; algo típico, desde ya, de los procesos de innovación más dinámicos. No hubo así una trayectoria lineal: las recetas importadas, incluso cuando fueran referencia permanente, siempre estaban puestas a prueba en un contexto peculiar y heterogéneo como el rioplatense. Otro punto significativo: esas discusiones involucraban por igual a productores de avanzada, tanto criollos como inmigrantes; contra lo que se ha supuesto, los británicos apenas formaban una parte –no necesariamente la más poblada ni la exclusiva precursora– de ese selecto universo. Desde los mismos inicios del proceso de mestización y cría en escala comercial del ovino en el Río de la Plata, se encuentra en él a los nacidos en el teatro mismo de ese drama y a los venidos de cualquier parte del mundo. [4]
La importancia de ese proceso para preparar innovaciones significativas posteriores (como el refinamiento del vacuno o la adopción de cultivos combinados) ya ha sido destacada. [5] Estudios clásicos han debatido largamente en torno a la naturaleza de la generación de tecnología y sus factores impulsores; es claro que en este caso la demanda externa jugó un rol esencial pero de todos modos sigue pendiente un punto fundamental, que es cómo surgió un grupo o núcleo de actores comprometido con el proceso de innovación. Téngase presente la complejidad de éste, ya que era preciso intervenir a la vez en varias dimensiones: recursos (tierra, agua, pasturas); prácticas de manejo de ganado; mejoras genéticas, con poquísima experiencia previa; y generar nuevos productos con valor de mercado, que sostuvieran en el tiempo los esfuerzos y la inversión.
Ese proceso puede encuadrarse, al menos en parte, como un fenómeno de innovación incremental en los términos de Stuart Kauffman (2003); esto es, cambios de aparente menor cuantía (por ejemplo, la modificación de pasos determinados en una rutina de trabajo ya existente; o la adaptación de herramientas, maquinarias o procedimientos), que al encadenarse unos a otros y provocar a su vez otras modificaciones de envergadura creciente, terminan por transformar todo el proceso y crear un producto nuevo. No obstante, ello no lo explica todo: en un contexto tan particular como el rioplatense, cuyas condiciones y disponibilidad de factores eran a menudo no solo distintas sino incluso opuestas a las europeas (lugar de origen de la tecnología de base), es evidente que hubo que generar lo que se define como un sistema de innovación; en palabras más pobres, una articulación orgánica de recursos materiales, herramientas, información, principios, destrezas, grupos e individuos ligados al proceso creativo (Johnson y Lundvall, 2003).
Ante los altos salarios relativos y la fuerte escasez de capital característicos de esos años en el Río de la Plata, el incentivo determinado por los precios remunerativos externos implicaba la predominancia de esquemas de reducción del costo laboral para intentar aprovechar el factor barato, la tierra, mediante aumentos en la escala. Pero los límites propios de las innovaciones incrementales (cuando era preciso cambiar radicalmente, a la par de la base genética de los rebaños, las condiciones operativas de cría) y la necesidad de hallar con rapidez recetas prácticas para las circunstancias particulares locales, provocaron que la difusión de innovaciones no fuera una simple opción de eficiencia mayor para cerrar brechas observables: hubo compromiso explícito y recurrente por tomar apuestas de riesgo y de transformaciones estructurales. Se hacen así patentes el peso de la incertidumbre y la inestabilidad de los parámetros establecidos por el grupo particular de innovadores: para lograr el desarrollo y puesta a punto de una nueva tecnología de avanzada, era preciso seguir caminos siempre tortuosos, en los cuales la variedad de experiencias, modelos, recetas y adaptaciones creaba una horizontalidad marcada al interior del grupo innovador, y aun fuera de él (Sneddon, Soutar y Mazzarol, 2011). No se trataba solo de las confusiones propias de una época con escasa o inexistente información científica; en realidad, a la gran diversidad local de ambientes y tradiciones productivas, se superponía una creciente diversificación de los mercados de destino, cada uno con sus propias pautas de demanda. Y, desde ya, la competencia feroz entre las distintas naciones productoras, cuyas experiencias a menudo no eran convergentes ni recíprocamente útiles. Esta situación y la ya mencionada escasez y carestía del capital forjaron sin duda límites a superar, que con seguridad fueron más altos y más difíciles que los que enfrentaron, por ejemplo, los innovadores en torno al refinamiento bovino de la segunda mitad del siglo XIX, oportunos beneficiarios de toda esa experiencia previa y eventualmente también del capital acumulado en torno a ella.
Se hace aún más necesario conocer en profundidad los desafíos que esos grupos enfrentaron y cómo los resolvieron. En todo caso, como intentaremos mostrar en este artículo, el estudio de la transformación tecnológica en la producción ovina rioplatense desde los últimos años del siglo XVIII hasta mediados del XIX todavía debe dejar de lado algunas simplificaciones y generalizaciones que no dan cuenta ni de su riqueza ni de su complejidad; y, consecuentemente, por su carácter pionero, de su rol como laboratorio de las grandes transformaciones en la agricultura y la ganadería que habrían de sobrevenir. Comenzaremos planteando una periodización más detallada (y, creemos, justificada) que las existentes hasta ahora: un momento inicial, que se extiende desde la primera introducción documentada de carneros merino finos (1794) hasta la decadencia de la cabaña española y el viraje hacia las variedades ultrafinas desarrolladas en Europa central y del norte (1823); un segundo período que cubre la expansión desordenada del rebaño y llega hasta la cruza con reproductores de estirpe Negrete (1836); un tercero que va desde entonces hasta la crisis de 1843-1845, que obligó a repensar radicalmente las condiciones operativas: paralelamente, al completarse el dominio del procesamiento de la fibra lanar, más compleja que la vegetal, y afianzarse por tanto la producción masiva de bienes baratos con lana más basta que la demandada anteriormente, el negocio se amplió sobre todo para regiones como el Río de la Plata, mejor preparadas para la producción a escala y especializada. Este panorama llevó a “desmerinizar”, incorporar infraestructura, reorganizar el espacio productivo y aprovechar más integralmente los animales. Ese momento llega hasta el gran salto de los precios de la lana provocado por la Guerra de Crimea (1853). Desde entonces hasta la fuerte crisis de 1866-1867, tuvo lugar una expansión desmesurada del stock y una época dorada. Por razones de espacio, nos dedicaremos aquí solo a las fases formativas, que van hasta 1853. Por el mismo motivo, nos será imposible exponer en forma pormenorizada las múltiples dimensiones de la innovación a las que hemos aludido antes: manejo de tierras, aguas, pasturas; alimentación, enfermedades, plagas, tan cruciales para obtener resultados como las estrategias de cruza. Trataremos de mencionar algunas de ellas cuando, a nuestro juicio, significaron desafíos mayores, pero sin dudas queda mucho por decir respecto de ello. Las fuentes utilizadas aquí tampoco han agotado el espectro: la selección y el abordaje de ellas ha sido necesariamente heterodoxo. Mucha información fundamental se ha perdido o nunca llegó a escribirse, y espigar toda la que aún permanece olvidada en archivos familiares o públicos será una larga tarea. Esperamos que futuras investigaciones puedan mejorar la comprensión del proceso.
Los comienzos (1794-1823)
En los últimos años del siglo XVIII, los comerciantes residentes en el Plata intercambiaban con sus pares de Europa cartas entusiastas sobre las posibilidades de venta allí de las lanas de la colonia; el propio virrey Arredondo se refería al tema en la Memoria que dejaba a su sucesor, y los periódicos peninsulares se hacían eco de la importancia potencial de las lanas rioplatenses como rubro de comercio (Zeballos, 1888, p. 17; Lavardén, 1955, p. 131). [6] Al iniciarse el nuevo siglo, la tendencia no solo continuó sino que se profundizó; los precios de la lana de ovino en España llegaron en 1811 a más del doble de los de 1800, al paso que crecían las entradas de lana sudamericana en Inglaterra (Walton, 1811, p. 165). [7] La situación era así completamente distinta de la de unas décadas atrás. Al respecto, un informante anónimo indicaba por 1760 que “de ganado ovejuno hay… mucha cantidad: y se aprecia mui poco por la abundancia… y porque no hay comercio con la lana”. [8]
Ese cambio generó una transformación radical en la actitud de los productores. Comenzaron a circular entre individuos, y luego entre grupos, iniciativas tendientes a mejorar la calidad de las lanas para entrar con ellas al mercado mundial. Es relevante que esto haya ocurrido casi al mismo tiempo que en algunas naciones europeas en vías de industrializarse, en las que se formaban cabañas con el fin de reemplazar las lanas finas españolas, que enfrentaban problemas de oferta; y también, contemporáneamente, a los primeros esfuerzos de mejora de los rebaños en economías similares al Plata, Estados Unidos, Australia y Sudáfrica. [9] La captura del hito tecnológico que significaba el merino español, con vellones de excelente calidad luego de siglos de pacientes cuidados, se volvió de ese modo una obsesión. En ella figura el primer intento documentado de mestizar rebaños ovinos rioplatenses con moruecos merinos españoles, encarado en 1794, apenas un par de años después de una iniciativa similar en los Estados Unidos. [10]
Sin embargo, mientras que en Francia y Alemania las cabañas lograron éxito en relativamente poco tiempo, en América la evolución inicial fue más compleja y, en el caso particular del Río de la Plata, directamente adversa. A la malograda empresa de Manuel José de Lavardén le sucedieron la frustrada iniciativa de José Antonio Villanueva y luego la de Thomas Halsey, encarada en un pie de mayor envergadura. Arribadas en 1813, las alrededor de cien ovejas merino españolas y sus correspondientes carneros padres fueron instalados en el oeste bonaerense, después pasaron a una chacra en la que se formó la primera cabaña históricamente documentada. El plantel prosperó modestamente hasta 1821, en que sumaba unas 900 cabezas, pero ese año se perdió la mayor parte a causa de un incendio de pastizales. Halsey, descorazonado por esa y otras dificultades, regaló los animales sobrevivientes a su fiel pastor, el alemán German Dwerhagen, quien los llevó a un establecimiento en Quilmes y los vendió en 1824, cuando el rebaño contaba con unas 400 cabezas (MacCann, 1853, t. I, pp. 276-277; Gibson 1893, pp. 14-16; Arrascaeta, 1998, p. 80).
La escasez de información impide conocer los pormenores de esos fracasos pero no es difícil conjeturar por qué sucedieron. Intentos de mestización de esas características saltaban varias etapas en la transformación de los rústicos rebaños rioplatenses: era necesario un trabajo largo y difícil de mejora intrarrebaño antes de intentar cruzas, y desde ya, cambiar prácticas muy arraigadas. [11] Se debía estudiar atentamente el ambiente y sus desafíos para contrarrestarlos con estrategias específicas; introducir rebaños finos en un medio no preparado para ellos era apegarse ingenuamente a recetas leídas en los manuales europeos, poco útiles para las regiones del Plata. [12] En segundo lugar, no había, en la realidad local de entonces, elementos suficientes para garantizar que los avances genéticos se pudieran estabilizar: la retrogradación, frecuente a las dos o tres generaciones incluso con moruecos del mismo origen, se agudizaba por el abanico sumamente restringido de reproductores finos y, sobre todo, por la imposibilidad de establecer separaciones estrictas de los planteles de acuerdo con sus diferentes grados de sangre y la falta de una estrategia específica de cruza, además de los problemas para llevar un control sistemático. Los animales finos sufrían en la cría a campo, incluso con supervisión, y las condiciones ambientales los afectaban mucho más que a los criollos. Se tenían que encarar modificaciones radicales para que la adaptación de reproductores y mestizos fuera lo suficientemente exitosa; la cría a campo no era un punto de llegada sino una situación ineludible. Por otra parte, los conocimientos en torno a algo tan complejo y sofisticado como la alta mestización eran confusos por entonces: uno de los expertos más informados promovía, por ejemplo, la cruza de ovinos criollos con alpacas y vicuñas a fin de mejorar los vellones de los primeros, olvidando las sustanciales diferencias que aquellos poseían con los camélidos (Walton, 1811, pp. 128-149; Harratt, 1885, p. 105). [13]
El catálogo involucraba un cambio importante en actitudes, experiencia y manejo; en especial, entre los muchos criadores criollos. Desde la provincia de Córdoba hacia el norte y en la de Corrientes (áreas de mayor popularidad del ovino), los rebaños eran muy pequeños y estaban ligados a la artesanía textil en unidades familiares campesinas, a menudo en manos femeninas; la inversión en trabajo se volcaba al producto del telar comercializado a través de redes de intercambio mercantil tradicionales. Solo se aprovechaba ocasionalmente la lana de algunas partes de cada animal, y cuando hacía falta para tejerla. [14] En tanto, en la actual región pampeana, la abundancia de ovejas criollas y su poco prometedor aspecto serán tópicos recurrentes en los relatos de los viajeros; alguno de ellos transcribirá, para escándalo de sus lectores europeos, los decretos que impedían utilizar ovejas vivas para encender hornos de ladrillo. Pero esa misma abundancia estaba en el origen de muchos de los problemas: los rebaños pastaban sin ningún control; diezmados por perros cimarrones, expuestos a la intemperie y a todas las plagas posibles, se llenaban fácilmente de abrojos, barro y suciedad, y sucumbían de a cientos en las inundaciones, sequías y quemazones. En el campo, apenas eran utilizados para el consumo interno de la propia estancia o chacra; su lana solo servía cuanto más para componer las ropas bastas de los esclavos. Esos animales contrastaban enormemente con los europeos, aun con los de calidad inferior; principalmente por la falta de uniformidad física que era consecuencia de siglos de abandono. La heterogeneidad de las conformaciones, alzadas y robustez se prolongaba en vellones de muy diversa condición, largo y utilidad, incluso en un mismo animal; eran comunes las anomalías, como los ejemplares con cuatro o cinco cuernos (Walton, 1811, p. 163; Gillespie, 1818, pp. 137, 245-246; Miers, 1826, t. I, pp. 37-38; Scarlett, 1838, p. 173; Pérez Mendoza, 1858, pp. 103-105; Latham, 1868, p. 62; Maeder, 1976, p. 158; Arrascaeta, 1998, pp. 64-66).
Estos problemas comenzaron a hacerse evidentes cuando se trató de alcanzar los mercados ultramarinos, porque se sumaban a los típicos del producto ya seleccionado para su exportación: la lana rioplatense era demasiado grasosa por la transpiración excesiva de los animales, que sufrían el calor del ambiente y el peso del barro adherido a sus cuerpos, esquilados de manera irregular; la lana, ensacada en cueros, formaba bultos excesivamente duros; los vellones, limpiados en el punto final de consumo, perdían hasta la mitad de su peso, suciedad inservible sobre la que el importador tenía que pagar flete e impuestos, y el industrial, costos de transporte. Por ello sus precios en Londres eran siempre mucho más bajos que los de la lana continental. [15] Una nota breve del Telégrafo Mercantil en 1802 reconocía la situación; entre otras recetas, prescribía esquilar cada año en los meses de septiembre y octubre; y, sobre todo, elegir para la reproducción moruecos del mismo rebaño prefiriendo los de lana llamada “de capullo” a los de lana cerdosa o de punta, destinada a los pellones de montar, uno de los usos preferidos de los paisanos. [16] No obstante, la base de cruza no era apta: perdidos en un mar de dos o tres millones de animales sumamente rústicos y sin una adecuada cultura de manejo del rebaño, el mestizaje era una empresa con pocas chances de éxito. Unos pocos merinos puros no iban a construir diferencia; y la estrategia de llevarlos a zonas donde las familias estuvieran más acostumbradas al cuidado intensivo de majadas cortas tampoco se mostró una solución factible. [17] Incluso el “descubrimiento” de las ovejas pampa, consideradas mejores que las criollas como base de mestización, no dio por entonces todavía resultados apreciables (Harratt, 1885, pp. 8-9). [18]
Era claro que la obtención de lanas aptas para la exportación implicaba cambiar de raíz no solo los rebaños, sino aun las costumbres y el uso que de ellos hacían los habitantes locales; había que tomar en cuenta el ambiente más favorable y la ecuación de recursos más conveniente para construir las imprescindibles economías de escala. [19] Las recetas importadas solo servían a medias: era imperioso encontrar respuestas locales a los problemas locales.
La consolidación de la cabaña y la introducción de nuevas variedades de Europa central y del norte (1824-1836)
La decadencia del merino español era evidente a mediados de la década de 1820 no se podían esperar de allí buenos reproductores, más allá de las prohibiciones de extracción. [20] Desde entonces, otros países europeos que habían desarrollado sus propios merinos finos comenzaron a proveer al Río de la Plata, en lo que además resultaba una adaptación lógica a la demanda de los clientes. Y es a partir de esos años que se encaran con mayor racionalidad los establecimientos locales orientados a la producción y venta comercial de reproductores. El movimiento repercute incluso a nivel oficial: entre 1823 y 1825, el gobierno rivadaviano importó merinos ingleses y sajones. [21] Sin duda, los avances de los emprendedores privados tuvieron consecuencias más amplias. Como en la etapa anterior, los productores criollos estaban muy presentes, pero ahora el grupo innovador tenía presencia destacada de británicos, con buenos contactos en Europa para la obtención de información e insumos y la colocación de productos. Si bien el núcleo continuaría estando en el norte bonaerense, en otras áreas del litoral los rebaños vacunos –destruidos casi por completo durante las luchas independentistas– habían dejado amplios terrenos libres en zonas aptas para el ovino por la disponibilidad de pasturas blandas; el avance posterior de las fronteras disminuirá la presión ganadera sobre las tierras bonaerenses de antigua ocupación. Estas continuarían siendo el lugar de experimentación fundamental; aunque, progresivamente, los ovinos irán ocupando lugar en las explotaciones de las zonas nuevas, en particular desde finales de la década de 1830, siempre ligados a la disponibilidad de pastos blandos, es decir, luego de un consistente pastoreo vacuno que reemplazara el duro tapiz vegetal original. Por otro lado, los cambios institucionales (un registro más certero de la propiedad; la enfiteusis, que puso a disposición tierras públicas a bajo costo; la moneda fiduciaria, cuya devaluación impulsó la inversión en semovientes) ofrecen condiciones generales más favorables, en una época azotada, sin embargo, por la extrema conflictividad política (Barsky y Djenderedjian, 2003, pp. 73-126).
Pero lo significativo es el cambio de concepto en las formas de crianza. El objetivo se centró en lograr lana lo más fina posible en el menor tiempo posible, seleccionando la variedad que mejor perspectiva ofrecía al respecto (los merinos sajones, o electorales), con una estrategia sencilla de cruza que potenciara sus cualidades. La sociedad que había comprado el antiguo rebaño de Dwerhagen, formada por Juan Pedro Aguirre, Manuel José Haedo y José María Roxas y Patrón, instaló en 1824 parte de él a medias con el estanciero José Galvez, añadiéndoles algunas ovejas pampa; estas tenían la ventaja de ser lo suficientemente robustas como para soportar la cría a campo. [22] Sin embargo, la iniciativa era fundamentalmente empírica: no había aún una base científica que la sustentara, y tampoco una experiencia lo suficientemente larga como para saber hasta qué punto los caracteres del animal mestizo se sostenían y en qué combinación de sangres. La finura de la lana acaparaba la atención; se desestimaba asegurarse previamente la misma supervivencia y ampliación del rebaño, y en cualquier caso contar también con animales para enviar al matadero como complemento a la venta de lana. Así, el problema más visible era la elección de la contraparte fina: los merinos sajones tenían sin duda lana de la mayor calidad, pero también debilidad corporal (debían, idealmente, ser resguardados de la intemperie); en el mejor de los casos, transmitían ambos caracteres a su prole. Asimismo, salvo para el aún corto grupo de expertos, la selección de los reproductores era poco o nada profesional; en tono condescendiente, Estanislao Zeballos (1888, p. 201) afirma que “llegaba el desecho de las cabañas europeas”. Peor todavía era la práctica de aprovechamiento de los padres, haciéndolos encastar a edad demasiado temprana y a un número muy grande de madres; los caracteres deseados no eran firmes y se podían perder gradualmente en generaciones sucesivas. Si bien el objetivo del grupo innovador era la venta de lana en Europa, para multitud de pequeños y medianos ganaderos los mercados urbanos de carne eran una salida más lógica, cercana y remunerativa, en momentos dónde los precios de la carne vacuna se disparaban. De allí que costara tanto generalizar prácticas de buen manejo del vellón, cuando lo que a muchos interesaba era que el animal fuera gordo. [23]
Las consiguientes pérdidas de animales mestizos, e incluso de reproductores, ralentizaron los avances de la cruza; también la falta de elementos básicos para la cría a campo de rebaños más delicados que antaño. [24] Por ejemplo, la búsqueda de alternativas para conseguir agua fueron febriles; también la de lograr cercos útiles que permitieran organizar racionalmente el espacio, algo que recién se resolvería en forma adecuada más adelante. [25] A Domingo Olivera le llevó más de diez años (desde 1823 a 1834) cercar su propiedad de Los Remedios antes de la llegada del alambrado. La conciencia de que era preciso un cuidado más atento de los reproductores y de la separación de los lotes según su pureza de sangre (además, claro está, de la necesidad de mantener bajo techo a los delicados padres sajones) llevó a implementar el uso de galpones; es sabido que la primera cabaña que los tuvo fue la de Sheridan y Harratt, desde 1826. Sin embargo, los errores de diseño seguirían señalándose incluso dos o tres décadas después. [26] En cuanto al alimento, nadie siquiera se planteaba el uso de raciones adicionales; los cultivos de alfalfa eran incipientes y las demás alternativas demasiado caras. Se siguió así dependiendo del pasto natural, algo sumamente arriesgado ante las frecuentes sequías. [27]
Todo ello explica la dificultad de afianzar la cría y desarrollar establecimientos realmente competitivos aprovechando economías de escala. De todos modos, a partir de 1830 las cabañas instaladas en los años previos comienzan a producir y vender carneros mestizos por sumas considerables; las importaciones de reproductores se disparan en los años siguientes, al calor del progresivo aumento de la demanda inglesa de lanas, que se triplica entre 1820 y 1834 e impacta lógicamente en los precios (Gibson, 1893, pp. 17-21; Pueyrredón, 1959., p. 135). [28] Los rebaños avanzan en el área nuclear y se expanden incluso a otras provincias, siempre en la nueva modalidad de explotaciones orientadas a la venta al mercado de lana, carne, animales o sus subproductos (es decir, ya no ligados a la elaboración artesanal de textiles o al uso doméstico). Un gran cambio cualitativo tuvo lugar y su expresión cuantitativa lo muestra con claridad.
Afianzamiento, especialización y avances en la escala (1836-1843)
Si tomamos promedios quinquenales, para 1810-1814, las lanas solo daban cuenta de un 0,34% del valor de las exportaciones efectuadas desde Buenos Aires; en 1820-1824 pasaron a representar el 2,03%, y en 1830-1834 el 2,84%. Pero en 1840-1844 sumaban el 6,86%; y esto sobre unas exportaciones totales que, desde 1810 hasta 1844, habían aumentado a casi el 3% anual. Aún más interesante: las lanas exportadas por Buenos Aires pero generadas en otras provincias habían pasado del 23 al 47% entre 1833 y 1843 (Rosal y Schmit, 1999, pp. 80-86). [29] Esos años marcan un rápido desarrollo de las explotaciones ovinas, la ampliación del área ocupada por los rebaños y el afianzamiento de nuevas formas de cría. Si bien la estrategia de cruza empleada con los merinos sajones pudo mejorar la lana, no tuvo gran impacto en los rendimientos; los cambios del período 1836-1843 verán, no solo la resolución de ese problema, sino la densificación del área ocupada tanto en el núcleo innovador inicial como más allá de él. En 1835, aún se buscaban a tientas los mejores lugares para la cría; ese año, en los rebaños de Gualeguaychú los ovinos apenas formaban el 17% del stock animal total; en Buenos Aires, al menos en los partidos con datos, eran ya el 55%. Más significativo es que en aquella localidad los ovinos solo sumaran el 21% del procreo de ese año, y el 13,8% en 1837, lo que indica que la pérdida de corderos había sido muy alta. [30]
Todavía a mediados de la década de 1830 pesaban los riesgos inherentes a encarar economías de escala; incluso las explotaciones más avanzadas a menudo no se aventuraban más allá de unos pocos miles de animales. [31] En el sur entrerriano, las grandes explotaciones especializadas eran una rareza; para 1834 en Gualeguaychú solo dos productores, Mariano Contreras y Estevan Díaz, tenían varios miles de ovinos; el resto, tanto criollos como extranjeros, descansaban en el vacuno, con rebaños muy menores de lanares. [32] Eso era así incluso en Buenos Aires: según Gelman (1996), en 1837 la mayor parte de las explotaciones ovinas (entre un 30 y 40%) solo contaba en promedio entre 100 y 500 animales, siendo estos en casi todas partes una proporción menor del rebaño total (pp. 137-141). [33] Los ovinos ahora eran un rubro notable en el inventario, pero ese valioso conjunto podía no dar provecho ante el acoso de una plaga o el impacto de una sequía. El vacuno, mucho más resistente, brindaba seguridad. No es extraño que la especialización no contara todavía con muchos entusiastas. [34]
Era claro que la obtención de lanas superfinas, que replicaban los caracteres de la variedad electoral, era un objetivo demasiado ambicioso. En el Río de la Plata era más lógico y conveniente generar otro tipo de producción y, por tanto, otra forma de cría. [35] A los múltiples problemas de retrogradación se sumaba la fragilidad estructural de los animales ante el ambiente desafiante; muchos productores incluso se negaron a sostener la cruza en carneros sajones y los acusaban de introducir enfermedades (Zeballos, 1888, p. 29). [36] La solución llegó de la mano de la variedad negrete, de lana de menor finura pero cuerpo más resistente; comienza de ese modo una etapa de avances mucho más sólidos y de cruzas que pasan a ser sistemáticas. El núcleo británico de la vanguardia comenzó a importarlos ya desde 1836; un par de años después, los rendimientos habían aumentado en forma sustancial (Zeballos, 1888, pp. 201-203). [37] Los animales mestizos, engordados, como se ha dicho, con el objetivo de venderlos para el consumo urbano, poseían en general ya un tamaño adecuado para la cría a campo; la abundancia relativa de pastos naturales garantizaba todavía el forraje. [38] La introducción del negrete tenía entonces una base de cruza mucho mejor que antaño; la finura de las lanas no era despreciable, pero el problema viró hacia el largo de la fibra, que además aún era esquilada de manera irregular, sujeta a la aleatoria disponibilidad de mano de obra masculina. [39] Las cabañas impulsaron entonces una sola esquila y en primavera; y la incorporación a ella de mujeres y niños, cuyo mayor cuidado en el trabajo se convirtió pronto en un tópico de los relatos camperos. El pago por tarea incentivó la eficiencia; muchas mujeres que se especializaron en el buen manejo de las tijeras generaron ingresos propios que no era raro que superaran los de sus contrapartes varones. [40]
Por un lado, se mejoró el lavado de la lana y su exhibición comercial; las grandes diferencias de precio entre partidas de similar grado de refinamiento pero mal lavadas o presentadas, impulsó el avance de soluciones para esta y otras prácticas deficientes. Los registros genealógicos se implementarían mucho más tarde; aunque de cualquier forma se comenzó a prestar más atención a la sucesión de generaciones, a fin de evitar cruzas con animales de caracteres poco firmes (Harratt, 1885, pp. 32, 86-87). [41] El aumento progresivo del tamaño de los rebaños mestizos implicó la necesidad de construir infraestructuras adecuadas; la experimentación en torno a los diferentes materiales disponibles para corrales fue intensa, y finalmente se optó por las alfajías de pino y la mampostería; el auge poco estudiado de los hornos de ladrillo en Buenos Aires durante estos años se debió, en parte al menos, a la demanda de los criadores. [42] Por otro lado, años de pastoreo vacuno en las zonas de frontera habían variado el tapiz vegetal, que en muchos lugares se volvió apto para la cría de ovinos mestizos; estos avanzan allí, incluso en explotaciones mayores.
Sin embargo, la ampliación de los rebaños, la presión creciente que esto significó sobre los recursos, y los desafíos de las nuevas áreas de cría, introdujeron cada vez más fragilidad en el sistema. La mayor amenaza surgía de las calamidades climáticas recurrentes: inundaciones y sequías, como las de 1838-1839, o las aún peores de 1842-1845, causaron enormes perjuicios. La sequía prolongada durante más de un año agostaba los pastos, que entraban en ciclos de sucesivos colapsos; desesperadas por el agua, las ovejas se arrojaban a los pozos y morían. Las inundaciones arrasaban con el procreo, arruinaban los corrales, retrasaban las tareas de esquila y difundían plagas y enfermedades. En esas ocasiones se sentía en toda su crudeza el gran problema estructural de las pampas: la falta de mano de obra, imprescindible para rescatar a los animales que se ahogaban, o repuntarlos cuando se dispersaban por sequías o tormentas. [43] Cuando una catástrofe así se combinaba con un ciclo de precios en descenso –como ocurrió justamente en los años 1840-1845 (Amaral, 1998, p. 238)–, la crisis resultante exigía encontrar nuevas respuestas.
La primera desmerinización (1843-1853)
En el censo entrerriano de 1849, el moderno establecimiento del escocés Donald Campbell, situado en Concordia, contaba con cinco puestos en los cuales se criaban 18.220 ovinos y 6300 vacunos. Otros cinco británicos en el mismo distrito sumaban 40.685 cabezas ovinas, o alrededor de 8000 por establecimiento (Poenitz, 1984, pp. 12-13). Un poco más al sur, en Gualeguaychú, había cuatro graserías (MacCann, 1853, t. I, pp. 80-81).
La proliferación de establecimientos, incluso tan lejos del núcleo innovador bonaerense, era un signo significativo de los cambios rápidos que tuvieron lugar en los años anteriores. El objetivo de la mayor parte de los productores estaba puesto ahora en un abanico de bienes, priorizando rendimientos (y calidad, aunque no la mayor). Desde ya, esto era posible por el aumento previo de la escala y la especialización. En 1843 se instaló la grasería de los Gibson; sin duda hubo otras antes pero esta parece haber sido la primera especializada en ovinos (Gibson, 1893, p. 30). [44] El objetivo multipropósito, es decir, producir y comercializar carne y grasa además de lana, significó un reordenamiento del manejo y aun de la cruza. Las ventajas de la raza criolla fueron puestas de relieve nuevamente; el rebaño mestizado a medias había ganado en calidad del vellón y además en carne (Pérez Mendoza, 1858, p. 102; Latham, 1868, p. 62). Afianzada la cría a campo, y en un período de alza de los precios internacionales de la lana, desde 1845 la atención se centró en variar las razas para cruza con el fin de asegurar una mejor adaptación a entornos húmedos y obtener así un cuerpo mayor y una osatura consiguiente. Esa nueva sofisticación en la elección de la contraparte fina amplió el abanico hacia las razas inglesas: a la cruza con Southdown, intentada por Sheridan y Harratt, se sumaron ahora las Cotswold, Lincoln, Leicester, Cheviot, Romney Marsh. [45] Los Gibson en particular experimentaron con ellas desde 1842; cada raza poseía ventajas y también desventajas, que variaban según el ambiente, a causa de la ampliación constante del área dedicada al ovino (Zeballos, 1888, pp. 173-180; Gibson, 1893, pp. 32-36). Es característico además que las estrategias finalmente exitosas tardaran en mostrar resultados; ello explica, por ejemplo, el fracaso de Justo José de Urquiza mientras que su vecino Diego Black obtenía beneficios con una cruza más compleja. [46] A esto se sumaba la introducción de los merinos franceses de Rambouillet, cuya lana de calidad superior comenzaba a popularizarse entre la clientela europea. [47]
El crecimiento lento pero sostenido de los precios de la lana en la segunda mitad de la década de 1840 y el aprovechamiento más integral de los animales potenciaron la transformación de las estancias. La escala de los establecimientos aumentó; el rebaño de Harratt se multiplicó casi por diez entre 1839 y 1844, y productores que tradicionalmente habían mantenido un peso mayor en vacunos se volcaron progresivamente al ovino. [48] Pasó a ser clave la división de esos grandes rebaños en puestos, con el fin de manejarlos mejor, atender específicamente sus problemas y minimizar riesgos por sobrepastoreo; la formación de puesteros criollos se hizo prioritaria y adquirió relieve la figura del capataz, a menudo un experto nativo o extranjero con salario mucho más alto. Desde ya, se generalizaron los contratos de medianería como forma de interesar a los pastores en el incremento del rebaño y la obtención de mejores resultados. Se prestó cada vez más atención al engorde; se buscaban pastos adecuados y asegurarlos sobre todo en época de invierno y en las sequías. Para la década de 1840, el alquiler de prados era una práctica extendida. Los ambientes húmedos eran estudiados particularmente porque proveían pasturas más abundantes pero los animales sufrían más intensamente la acción de enfermedades y de las plagas (Casas, 1853; Harratt en MacCann, 1853, t. I, pp. 279-280; Pérez Mendoza, 1858, p. 241; Gibson, 1893, p. 35). [49]
De todos modos, los instrumentos para enfrentar esos desafíos ya no ejercían su acción sobre un rebaño frágil ni eran manejados por ganaderos vacilantes. Se había logrado resolver una buena cantidad de problemas: las discusiones seguían siendo intensas pero hubo acuerdo básico en torno al esquema principal. Por supuesto que los objetivos iban cambiando al calor de la demanda internacional; no obstante, se contaba con un cúmulo de saberes sólido y eficaz, aun cuando fue construido a duras penas entre prueba y error, recetas importadas y estrategias cimarronas, en un país azotado por guerras brutales y sequías portentosas. Los años por venir colocarían a la remozada ganadería ovina rioplatense en una posición inmejorable: con precios disparados desde 1853 al calor de la Guerra de Crimea y una demanda industrial que se orientaba decididamente a la producción en masa (y que necesitaba, por tanto, lanas de menor finura pero de características homogéneas), el producto de las pampas contaba con todas las cualidades para ocupar un lugar relevante en la oferta mundial. A ello se sumaban otros subproductos, cuya manufacturación y venta sostenían la rentabilidad. La oferta internacional era superada ahora más frecuentemente por la demanda: las áreas productoras se definían en un mercado con aparente lugar para todos. Los rebaños ovinos eran característicos del paisaje, como antes lo habían sido los interminables hatos de ganado vacuno.
Conclusiones
A inicios de la década de 1850, en vísperas del gran salto en los precios internacionales de la lana y de la “merinomanía”, el stock ovino se había multiplicado y los rendimientos del vellón por animal aumentaron casi en un 100%. Los problemas continuarían, más complejos en las áreas marginales; aunque de todos modos, la tecnología de manejo de la producción ovina refinada se había transformado de manera radical desde los lejanos inicios de medio siglo atrás. En este trabajo intentamos dar cuenta de la complejidad de esas etapas iniciales; no es aventurado afirmar que el gran auge de las décadas siguientes se asentaría sólidamente en los avances de las previas. En esos años pioneros se había logrado replicar la finura de las lanas de calidad y comenzar a cubrir la demanda de la industria europea de bienes masivos de consumo; en el ínterin, no cabe duda de que productores, expertos y personal forzaron permanentemente los límites de la innovación: tomaron riesgos, discutieron alternativas, optaron por unas u otras y se encontraron o bien con el éxito o con el fracaso. Esa escuela sería muy prolífica: las innovaciones posteriores en otros rubros productivos beberán sin duda de la experiencia anterior labrada en torno a la innovación ovina. No hemos agotado aquí todas las complejidades del proceso; esperamos que nuevas investigaciones den cuenta más pormenorizada de este.