La mirada del bazar: vacilación y anclaje
En Celebración del modernismo (1976), Saúl Yurkievich afirma que los modernistas “tienen alma de coleccionista, son los más grandes recolectores, propician la poética del bazar. Todo lo acopian, todo lo compilan, todo lo inscriben, todo lo exhiben como en un almacén de ramos generales” (12). En 1994, Graciela Montaldo retoma esta noción, junto con el concepto de patchwork cultural, para hacer del espacio del bazar una sintaxis moderna en la que la yuxtaposición de lo heterogéneo produce y reproduce un nuevo régimen de visibilidad. Según estas lecturas, la sintaxis del Modernismo surge, entonces, o por lo menos en parte, de la experiencia con/de la mercancía, o mejor dicho, de la experiencia con/de los espacios plagados de mercancías.
En La Habana de fin de siglo XIX, Julián del Casal visita “El fénix”, uno de estos refinados almacenes, y publica una crónica en el periódico La discusión en la que describe tres secciones: la de joyería, la de objetos de arte y la de juguetes[1]. Antes de la cuantiosa enumeración de objetos y el despliegue ornamental de materiales, texturas y colores propios del estilo modernista, el cronista repara en el impacto que genera entrar a
dicho establecimiento, donde la vista se deslumbra, la fantasía retrocede acobardada y el deseo vacila en la elección, girando de un objeto a otro como luciérnaga errante, sin saber en qué punto detenerse; […] Cada vez que se entra en él, hay algo nuevo que admirar. Las mercancías se renuevan, en poco tiempo, con pasmosa facilidad, ya por ceder el puesto a otras más recientes, ya por el consumo que se hace de ellas. Algunas permanecen muy pocos momentos, hasta el extremo de haberse dado el caso de que muchas no han sido desempaquetadas más que para lucir un instante a los ojos de sus anticipados compradores. (Prosas. Tomo II 75)
Si para Montaldo y para Yurkievich el espacio del bazar se constituye en una sintaxis, es posible observar que, en el caso de Casal, la experiencia de/con las mercancías acumuladas en la tienda configura una manera de mirar: la vista se deslumbra, gira de un objeto a otro y, al igual que el deseo, vacila sin saber en qué punto detenerse. La configuración de esa mirada sorprende por lo actual, porque: ¿quién no ha sentido esta misma sensación en una librería, un local de ropa o una casa de decoración?; pero también porque permite repensar el Modernismo a partir de la dinámica que se genera entre el deseo por los objetos y la vacilación. Esa vista que no logra anclar en un punto fijo es también, en cierto sentido, el montaje de la sintaxis desbordada propuesta por Yurkievich y Montaldo: no es entonces una enumeración de lo que hay, una lista, en definitiva, de mercancías exóticas y diversas, sino una vacilación en la que la vista no se controla y yuxtapone elementos. Frente a la mirada ordenada de la clasificación, uno podría oponer la mirada modernista en la que pareciera ser el deseo, como una luciérnaga errante, quien ilumina y escribe azarosa, impulsivamente, los diferentes objetos. El deseo como motor de la mirada, pero no ya como un timón que guía la vista, sino como una energía incontenible, un desenfreno, que revoluciona y dispersa y que asimila la mirada con la lógica de renovación constante de esos objetos que apenas duran en las vidrieras.
En los tres tomos que conforman las crónicas completas de Julián del Casal, hay varios pasajes en los que vuelve a aparecer este tipo de mirada[2], pero quisiera detenerme en uno en particular: la reseña sobre Azul… (1888) y A. de Gilbert (1889), conocidos libros de Darío. En esta, Casal escribe lo siguiente:
¿Qué es Azul? Un estudio de pintor, hecho a la pluma, donde las miradas, como mariposas inquietas, revolotean de un extremo a otro, sin acertar a detenerse. La fantasía, el hada bienhechora del artista, lo ha decorado de joyas artísticas. Trasponed la fachada blanca […]; cruzad el vestíbulo alfombrado, […] y penetrad luego, sin vacilación alguna en el férico interior (Prosas. Tomo II 172)
Lo primero que salta a la vista es esa misma experiencia de la mirada que configuraba el bazar. Las luciérnagas ahora son mariposas inquietas y las miradas revolotean de un extremo a otro sin detenerse[3]. La obra es definida como un estudio de pintor que, si bien puede remitir tranquilamente a un espacio, también podría referirse al estudio como boceto, es decir, como instancia preliminar de un cuadro; esa ambigüedad permite pensar también que esas miradas que revolotean son tanto las del pintor –Darío, en este caso– como las del lector –Casal. La analogía entre la mirada que diseña el espacio del bazar y la que se constituye a partir del texto modernista reafirma no sólo la idea de la sintaxis yuxtapuesta como un efecto y una construcción de la experiencia moderna de las mercancías sino que, a su vez, establece una experiencia común: tanto los sujetos que se enfrentan a la cantidad de objetos en las tiendas como los lectores de la poesía modernista parecerían experimentar la misma sensación de vacilación, revoloteo, deslumbramiento y errancia.
Sin embargo, si uno apela a las lecturas que se han hecho del Modernismo, es posible observar que, si bien está presente esa proliferación y ese desborde análogo a la multiplicación de mercancías de los almacenes, también es verdad que la mirada, por momentos, encuentra puntos de anclaje. Podríamos pensar esto a partir de dos poemas de Prosas profanas (1896) del propio Darío: en “Divagación”, ejemplo predilecto del patchwork cultural, reconocemos fácilmente la mirada de la vacilación deseante que revolotea sobre esos estereotipos femeninos pero que, al igual que en el bazar, finalmente no se detiene en ninguno; no obstante, si vamos a un poema como “Del campo” y recordamos esa imagen final del atardecer en el que aparece la silueta del gaucho que cruza el poncho sobre su cara y corta con la descripción de la ciudad cosmopolita, vemos que, por el contrario, se construye una imagen que ancla fuertemente la mirada en una figura que, a punto de desaparecer, se constituye en símbolo del pasado.
Podríamos decir, entonces, que la mirada modernista se configura en esa ambivalencia, en ese vaivén entre la vacilación y el anclaje, entre la modernidad y la tradición, entre el desborde de mercancías, materiales y sensaciones, y el símbolo como una imagen que ataja esa vertiginosidad y detiene el tiempo. En este sentido, si consideramos que hacia fin de siglo XIX la producción en serie de productos de consumo fomentó e influyó en la creación poética y en la producción en serie de productos publicitarios –con el afiche y los carteles– es posible pensar que tanto el discurso literario como el de la publicidad se construyen dialógicamente a partir de una paradójica relación con las mercancías: si bien alimentan y se sostienen en la proliferación de objetos y experiencias, también deben buscar, al mismo tiempo, la manera de cautivar y anclar los ojos vacilantes del consumidor.
Al respecto, en “Contrapublicidad & poesía” (2009), Sebastián Bianchi expone una idea de Marshall McLuhan que rescata y reescribe Alberto Borrini (1976) en la que se evidencia que estas similitudes están íntimamente relacionadas con las maneras en que se utilizan las formas –ya sea el lenguaje o las imágenes– para producir un determinado mensaje: [en la publicidad] “no se comienza por crear el anuncio sino por estudiar el efecto que se desea provocar. Se crea la causa después de haber encontrado el efecto. […] Los poetas simbolistas, agrega, ya sabían esa regla: para escribir un poema, decían, era necesario conocer el efecto que se deseaba provocar, determinando el contenido” (s/n). Si la poesía y la publicidad se asemejan es por lo tanto por el tratamiento y la concepción de los signos que diseñan ambos discursos.
Modernismo: vitrina e imagen
En el capítulo XIII de “La sociedad de la Habana”[4], Julián del Casal visita el estudio del Sr. Collazo, uno de los pintores de retratos y paisajes más reconocidos de la ciudad. Luego de describir los cuadros y de enumerar, al igual que en el bazar, la enorme cantidad de objetos culturales que decoran el estudio, el cronista se centra en la experiencia traumática que implica dejar el interior burgués:
Al salir del estudio, para entrar de nuevo en el mundo, el ánimo se siente dolorosamente impresionado por la realidad. Tal parece que hemos descendido, desde un palacio italiano, poblado de maravillas artísticas hasta un subterráneo, lóbrego y húmedo, donde resuenan lamentaciones, de esos que se contemplan en las aguas fuertes de Piranése.[5] Pero el ánimo pronto se consuela, con el recuerdo de lo que ha visto y de lo que ha admirado, porque el arte proporciona todos los goces... ¡hasta el de olvidar! (Prosas. Tomo I, 153)
Ese párrafo final se repite años más tarde en la misma crónica sobre la tienda “El fénix”que analizamos anteriormente; el estudio es ahora un “magnífico establecimiento” y lo que impresiona ya no es la realidad sino el “espectáculo de las calles”; el bazar es un antiguo palacio italiano, al igual que la casa del pintor, pero esta vez la comparación del exterior con las aguafuertes de Piranesi está reforzada por una descripción más detallada y truculenta de ese descenso “hasta el fondo de inmundos subterráneos, interminables y angostos, llenos de quejas, gritos y blasfemias” (Prosas. Tomo II, 77). Frente a este escenario, el consuelo posterior ya no surge del recuerdo de la obra de arte sino por la capacidad de prescindir de aquello que vio: “experimenté una gran satisfacción porque no ambicionaba ninguno de los objetos que habían deslumbrado momentáneamente mis ojos. Seguía prefiriendo un buen soneto al diamante de más valía.” (Prosas. Tomo II, 77)
El primer elemento que se destaca es que el contraste entre esos espacios no se constituye a partir de la oposición entre el afuera y el adentro, sino entre el arriba y el abajo; la metáfora espacial del ascenso y el descenso es recurrente en toda la obra del cubano y, si bien el tema merecería un análisis más exhaustivo, es posible señalar que el uso secularizado de esta alegoría religiosa habilita la sacralización del estudio y el bazar –que eleva aún más la aristocracia que construye a partir de la comparación con el palacio italiano.[6] A pesar de esto, cabe destacar la distancia entre los interiores burgueses propios del siglo XIX francés en los que se detuvo Walter Benjamin (1935) – y que la crítica ha asociado a los interiores modernistas – y los interiores que construye Casal en La Habana: si bien la decoración de esos espacios funciona como un universo ilusorio que aísla al sujeto del exterior, no hay casa que se oponga al despacho, ni universo privado que funcione como resguardo y contracara del hombre público, sino que, por el contrario, los dos interiores burgueses que se sacralizan en las crónicas son espacios ambiguos en los que el afuera y el adentro, lo público y lo privado, se mezclan. Esta indeterminación se acrecienta aún más cuando reparamos en que el exterior de las calles está construido a partir de una imagen, la de las aguafuertes de Piranesi; así, al igual que sucede con el diseño del interior burgués, la ciudad se representa a partir de la descripción de un objeto cultural evidenciando el carácter semiótico del mundo modernista[7].
Esto puede profundizarse a partir del concepto de vitrina que desarrolla Julio Ramos en Desencuentros de la modernidad en América Latina (1989); allí el crítico señala que “la vitrina, en ese sentido, es una figura privilegiada, una metáfora de la crónica misma como mediación entre el sujeto privado y la ciudad. La vitrina es una figura de la distancia entre ese sujeto y la heterogeneidad urbana que la mirada busca dominar, conteniendo la ciudad tras el vidrio de la imagen y transformándola en objeto de su consumo.” (235) Ramos no sólo afirma que la vitrina es una metáfora de la crónica, sino que plantea la escritura como una forma de conjurar esa complejidad urbana que supera al cronista. La mirada del sujeto desea dominar esa heterogeneidad que lo rodea y, para eso, debe transformarlo en objeto de su consumo, debe poder colocar la ciudad detrás de la vitrina/vidriera. Pero, ¿cómo? A partir de la imagen. Ramos es claro, en este sentido, ya que para él la imagen no sólo permite incorporar la heterogeneidad en el lenguaje, sino que funciona como un vidrio –“el vidrio de la imagen” – que media entre el sujeto y los objetos. Eso no significa simplemente incorporar descripciones que desplieguen una representación visual de la ciudad sino efectivamente proyectar imágenes sobre esta: pensemos así en las aguafuertes de Piranesi que le permiten al cronista mostrar el espacio amenazador y mundano de la ciudad como si fuera parte de ese estudio sagrado que acaba de abandonar.
En “Reliquias históricas”, una crónica publicada en el periódico La discusión el 28 de febrero de 1890, Julián del Casal visita la casa del coleccionista Ernesto Retrepo Tirado, cónsul general de Colombia en San Francisco de California, para ver un mantel que perteneció al emperador Maximiliano.
Durante los momentos que permanecí extático ante esta reliquia histórica de inestimable valor, dibujó mi fantasía, en la blancura de la tela, la imagen caballeresca, legendaria y antigua del gran Maximiliano; lo vi salir en la hora aciaga de su bello país; desembarcar ufano, con las ideas más grandiosas en la mente y los sentimientos más nobles en el corazón en las playas de México; regir los destinos de su pueblo, circundado del amor de sus vasallos; ensanchar los límites de su imperio. (Prosas. Tomo II 61)
Casal no se limita a describir el mantel sino que lo “dibuja con su fantasía”; el objeto se constituye como una hoja en blanco, un soporte, sobre el que el sujeto proyecta imágenes. Si, como señala Ramos, la imagen funciona como un vidrio, sería posible afirmar que esa proyección incorpora el mantel a la vitrina casaliana, es decir, le permite hacerlo ingresar en su discurso. Sin embargo, si uno repara en qué es lo que proyecta el cronista sobre el mantel, es evidente que lo que hace no es simplemente apropiarse simbólicamente de él, sino desplegar un sentido que ya está contenido en el objeto: el mantel es en efecto de Maximiliano y lo que hace la imagen de Casal es restituir ese plus de valor que hace que esa tela no sea un objeto cualquiera. De esta manera, el concepto de vitrina de Ramos se extiende y cobra nuevos significados, porque esa imagen proyectada que repone el valor simbólico es la que justamente sostiene el valor de cambio. En una vidriera, el vidrio exhibe y separa, es decir, pone al alcance y, a la vez, aleja; las imágenes modernistas actúan de una manera similar: construyen objetos culturales y, o los sacralizan convirtiéndolos en símbolos imposibles de alcanzar, o los apartan acrecentando y sosteniendo un valor cultural que sólo puede adquirir una minoría adinerada[8].
En este sentido, la imagen del gaucho del poema de Darío es comparable a la imagen de Maximiliano que se construye en el mantel, ya que ambas se constituyen como símbolos que reponen o congelan un pasado que se ha perdido[9]. Así como la literatura busca conjurar esa desaparición con la consolidación de emblemas que retienen aquello que está a punto de desvanecerse en el horizonte, muchos de los objetos del modernismo parecen retener también algo de aquello que ya no existe. Cuando esos objetos ingresan en la literatura se convierten por tanto en soportes de sentido que la escritura modernista codifica y decodifica: en la crónica de Casal el valor del mantel se diseña en la imagen grandiosa del emperador que proyecta el cronista, pero también se vuelve legible ante los ojos de aquellos lectores/consumidores que no podrían distinguir la singularidad de esa pieza.
En el volumen El sol en la nieve: Julián del Casal (1863-1893) (1999), coordinado por Luisa Campuzano, Oscar Montero afirma que el autor de Nieve configura “una estética que aprende de la mercancía, vaciada de un valor que sólo deslumbra fugazmente, [y] que por lo tanto hay que reactivar y recrear a cada paso” (73). El Modernismo hace ingresar las mercancías a la literatura y no imita sólo su sintaxis, sino que además copia su funcionamiento semiótico; si el valor de esos objetos se funda en un vacío que es constantemente reactivado por las imágenes de la literatura –Maximiliano inscribiéndose y sosteniendo el mantel como mercancía–, la construcción de mundo del modernismo también será una ficción que el cronista recrea a partir de signos universales[10] que se proyectan sobre el vacío de la heterogeneidad urbana latinoamericana.
Un arte de hacer mercancías
En el apartado “Caja negra de la fiesta”, del ensayo La fiesta vigilada (2007), Antonio José Ponte se propone contar cómo volvió la fiesta a La Habana en la década de los noventa. Para eso, se detiene en primera instancia en la clausura de la fiesta que llevó adelante el gobierno revolucionario y que Ponte fecha en 1961 con la prohibición de PM –el film de Orlado Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante– por parte de la Comisión de Estudio y Clasificación de Películas del ICAIC. Desde la técnica del free cinema, este corto mostraba lo que en apariencia era un retrato inocente de la vida nocturna popular: la música y el ritmo constante de las percusiones, hombres y mujeres jóvenes bailando y cantando mientras beben alcohol y se divierten; sin embargo, las autoridades no sólo consideraron que esa imagen no era conveniente para representar el pueblo luego de haber sufrido una invasión y a la espera de otras posibles amenazas, sino que además entendieron que el ocio y el festejo eran actividades enemigas de la revolución en tanto no colaboraban en la creación del hombre nuevo que con su compromiso y productividad debía sostener y defender el socialismo[11]. Este episodio, junto con las famosas “Palabras a los intelectuales” que días más tarde le dedica Castro al asunto[12], inician para Ponte la clausura que se sostendría hasta la década de los 90, momento crítico en el que la caída del comunismo mundial impactaría sobre la capacidad de control social del estado cubano. La necesidad política de reconfigurar el relato revolucionario nacionalista y la solución del turismo para sobrellevar las dificultades económicas que se acentúan en 1994, hacen reingresar la fiesta y la música popular a los bares de La Habana; Buena Vista Social Club (1999), tanto el disco producido por Ry Cooder como el documental de Wim Wenders que registra esa producción, se constituirían así en síntomas claros de esa restitución.
Ponte señala que, más allá de las entrevistas a los músicos y la grabación del disco, más allá de la estancia de los cubanos en New York y la noche en el Madison Square Garden, el film reflexiona sobre la espera: en primer lugar, la espera circunstancial de la delegación de músicos africanos que había tenido problemas en París y no iba a poder llegar a tiempo para la grabación, y en segundo lugar, sobre la espera como dinámica del tiempo estancado habanero. En ese período de tiempo muerto que registra Wenders se ve el detenimiento y la decadencia de la ciudad en ruinas durante los recorridos en auto que hace Compay Segundo buscando el antiguo club social en el que se juntaban los músicos o incluso yendo al estudio de grabación, pero sobre todo en las biografías de la mayoría de esos artistas que llevaban décadas sin música y sin fiesta – Rubén González hacía 10 años que no tocaba, Ibrahim Ferrer trabajaba como limpiabotas y tenía decidido no volver a cantar.
El escritor cubano ve el documental en 1999 en un cine vacío de Porto mientras reside temporalmente por una beca en Portugal; él también atraviesa un tiempo muerto en el que está y no está en Cuba, en el que el recuerdo y la tentación de no volver se conjugan para suspenderlo en un lapsus de indeterminación/indecisión. El documental es tan sólo una de las experiencias que lo transportan y lo hacen viajar en el tiempo y en el espacio, ya que 1999 es también, según él, el año en el que la música cubana comienza a invadir los comercios de música. En efecto, Ponte cuenta que se acerca a escuchar a una tienda de discos contigua a una perfumería que repartía muestras gratis de distintas fragancias
La música (lo supe entre una y otra tienda) era el perfume de un país, el recurso que quedaba a ese cuerpo emputrecido para hacerse presente de algún modo. […] Ry Cooder se había inventado una orquesta cubana inexistente de los años sesenta. […] La música, como el perfume, despertaba falsos recuerdos. (La fiesta 140)
Así como el productor estadounidense se inventaba un objeto de nostalgia, la decadencia urbana que lograba capturar Wenders al filmar las ruinas que había inventado el Estado, contribuía a construir La Habana como el escenario de un fascinante y redituable tiempo detenido. En Habana, nuevo arte de hacer ruinas (2006), el documental de Florian Borchmeyer, Ponte se refiere a la perversidad de encontrar placer o sacar provecho –político, estético y/o económico– de las ruinas; en este sentido debe entenderse esa capacidad del Estado, ese cuerpo emputrecido, de crear falsos recuerdos que contribuyen a transformar Cuba en un estereotipo pintoresco altamente vendible en el mercado.
Si volvemos a esas similitudes en el manejo de los signos que realizan el modernismo y la publicidad, podríamos pensar con Ponte que tanto la música tradicional cubana como las ruinas se constituyen en materiales que habilitan la creación de un efecto en particular que es simbólico y comercial a la vez: las experiencias son, por supuesto, parte de un mercado turístico dirigido al resto del mundo pero, a su vez, y esto es, para el ensayista más peligroso aún, también le permiten al Estado operar políticamente sobre la realidad cubana. El problema no es necesariamente que Buena Vista Social Club sea un éxito en ventas sino que esa música se constituya en una especie de muestra gratis que representa una falsa y romantizada imagen de Cuba que busca hacer olvidar o borrar aquellos años en los que la fiesta estaba prohibida.
En esta línea, Claudio Iglesias y Damián Selci (2007) afirman que hacia fines de siglo XIX los objetos se revelan capaces de remitirse significacionalmente entre sí como valores de uso, es decir, como signos, y no sólo como valores de cambio; [13] para ejemplificar esto, los autores se detienen en el momento en el que el personaje principal de A rebours (1884), la novela decadentista de Joris Karl Huysmans, desea viajar a Londres para remediar –aunque sea temporalmente– el hastío que le había producido el encierro en su palacio. Antes de embarcarse, Des Esseintes decide parar a comer en un restaurante en el que oye gente hablando en inglés, suena música irlandesa y le sirven un plato típico de esas regiones que le hacen darse cuenta que no es necesario pisar tierra británica para estar en Londres; de esta manera, se inaugura la noción de turismo cultural o parque temático al transformar un concepto –Londres, en este caso– en una serie de experiencias/mercancías que pueden ser adquiridas por el consumidor.
Algo similar sucede con las crónicas de Julián del Casal que describen e incorporan las mercancías del bazar y que configuran una experiencia de la mercancía. De esa manera, lo que el modernismo diseña no es sólo una relación particular con determinados objetos exóticos y cosmopolitas sino también una subjetividad moderna que se sostiene en esa experiencia; reúne así bajo el concepto de modernidad una serie de objetos y sensaciones que se constituyen como una especie de modelo o guía de qué consumir para ser un sujeto refinado y moderno dentro de la sociedad latinoamericana finisecular. Ya no es como en el caso de Des Esseintes un parque temático londinense sino un parque temático de esa modernidad que tanto desean los latinoamericanos hacia fin de siglo XIX.
En el caso de Ponte, en cambio, y aquí radica su principal aporte, el ensayista demuestra que quien actúa análogamente al discurso modernista y a la publicidad y manipula los signos para proyectar imágenes sobre la realidad cubana es el Estado revolucionario; este ha hecho del detenimiento y la decadencia arquitectónica una experiencia del tiempo que no sólo es comparable a la operación de mercado que realiza Ry Cooder con la música tradicional habanera sino que, como dicen Iglesias y Selci, se relacionan y se complementan para crear un concepto. De esta manera, el Estado se constituye como un productor de ruinas que transforma el pasado revolucionario en un souvenir destinado al consumo del turismo internacional; esta mercantilización nostálgica e inofensiva de lo que en algún momento fue la épica castrista muestra a su vez la forma que adquiere el comunismo luego de su caída. En esta línea, Ponte entiende que la decadencia no es una consecuencia del deterioro sino una decisión política y una poética que habilita la articulación de un relato.
Ahora bien, si a fin del siglo XIX, las mercancías modernistas empiezan a remitirse significacionalmente entre sí para diseñar una manera de alcanzar la modernidad y hacer ingresar el mundo a Cuba, es necesario notar que en el otro fin de siglo la construcción de la experiencia revolucionaria en La Habana como parque temático permitirá, por el contrario, hacer reingresar Cuba al mundo. Tras la caída de la utopía soviética y la falta de un sostén político-económico, pareciera no quedar otra opción que convertir la isla en una mercancía factible de ser incorporada al flujo de productos que circulan en el sistema capitalista mundial. A partir de esto, es posible afirmar que las ruinas no sólo son arquitectónicas sino también simbólicas en tanto el relato revolucionario pierde su sentido para transformarse en una pura forma vacía que es posible comercializar.
Archivo y mercancías
En “El abrigo de aire”, ensayo escrito el mismo año que ve el documental de Wenders, Antonio José Ponte rastrea el abrigo de paño que José Martí vistió en sus últimos años de vida y que, de hecho, llevaba puesto justo antes de partir a la guerra en la que moriría. Ponte extrae las noticias de su existencia de las memorias de Blanche Zacharie de Baralt, en primer lugar, y luego de la narración que hace el mexicano Artemio Del Valle Arizpe; según estos relatos, el abrigo que Martí olvida en la casa de los Baralt en Nueva York, aparece luego en manos de Pedro Henríquez Ureña que, estando en Madrid, se lo olvida en casa de Alfonso Reyes. Tiempo después, este se lo presta a Del Valle Arizpe quien, al atravesar un puente, queda en medio de una pelea de perros en la que el saco se desgarra; acude inmediatamente al hotel en el que se aloja y lo da a zurcir a una camarera que luego nunca encuentra.
La anécdota del saco es parte de la estrategia que Guadalupe Silva (2015) señala que sigue Ponte en este artículo: según la crítica, el escritor trabaja como un mitólogo que visibiliza el lenguaje naturalizado del Estado y, al mismo tiempo, como un ruinólogo,[14] en tanto busca fracturar el orden simbólico que había cristalizado la figura del poeta revolucionario. Realiza, de esa manera, una doble operación: por un lado, denuncia la utilización de la figura de Martí para fundar el origen mítico del régimen y, por el otro, intenta destruir esa imagen monumentalizada evidenciando el vacío que funda su presencia como encarnación de la nación. No es, entonces, borrar a Martí, sino borrar, a partir de la risa, la burla y el choteo, la lectura que el Estado hizo del poeta como un ser heroico y sacrificado y de su literatura como solemne y pedagógica; eso le permite no sólo disputarle el sentido al Estado sino abrir los significados, disiparlos, dispersarlos, multiplicarlos.[15]
El objeto con el que trabaja Ponte es análogo al mantel de Maximiliano del que se ocupa Julián del Casal; sin embargo, si seguimos el absurdo itinerario, nos encontramos con una analogía trunca en tanto Ponte rastrea pero no para encontrar el abrigo sino para dar exactamente con el momento exacto en el que se pierde. [16] El Modernismo repone el origen del sentido que sostiene el valor de cambio de las mercancías, Ponte en cambio se encarga de mostrar que ese origen es una ficción. En esta línea, la pérdida del abrigo es también la contracara de otro escrito del modernismo latinoamericano: la crónica “Historia de un sobretodo” escrita por Rubén Darío en 1888, en la que se describe el itinerario que hace la prenda desde la ciudad de Valparaíso en la que lo adquiere el nicaragüense, pasando por las manos del joven Enrique Gómez Carrillo y del decadente Alejandro Sawa, hasta llegar al viejo maestro Paul Verlaine. El relato de ese abrigo migrante es una clara operación de autoafirmación/autovalidación que no sólo le permite construir un linaje en el que Verlaine termina usando su mismo abrigo sino que lo posiciona en el origen del sentido que sostiene esa prenda, mostrando así y una vez más que es la escritura modernista la que efectivamente construye y sostiene el valor de las mercancías del fin de siglo.
Por último, la narración que reconstruye Ponte nos enfrenta también a la pregunta acerca de qué hubiera pasado si no se hubiera extraviado y nos lleva a pensar que lo más probable es que, al igual que el mantel, estuviese en manos de un coleccionista o un museo. En este sentido, sacarle el valor de reliquia al abrigo no es simplemente una manera de desacralizar la figura de Martí sino también una manera de transformarlo en un objeto común y corriente. El abrigo, en definitiva, desaparece no sólo porque se pierda sino porque queda por fuera de los circuitos que conservan su sentido, es decir, queda fuera del archivo;[17] incluso, si uno siguiese el ejercicio de imaginación de Ponte, podríamos pensar que aquel o aquella que continuó usándolo lo hizo sin saber que perteneció al escritor revolucionario, que es lo mismo que podría suceder si alguien heredara o comprara años después ese mantel que describe Casal sin saber su procedencia.
Si el Modernismo en el fin de siglo XIX funcionaba como vitrina que construía, resguardaba y exhibía el valor simbólico de esos objetos culturales, la literatura de Ponte, en cambio, se encarga de narrar la desaparición de ese sentido. Evidencia de esa manera que desarmar un símbolo, en este caso, el símbolo martiano, implica también vaciar los objetos, despojarlos de un sentido y un tiempo. De esta manera, Ponte no rompe sólo con la construcción que el Estado hizo de Martí sino también con la configuración de los objetos que inauguró el modernismo.