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Scripta Mediaevalia

versión impresa ISSN 1851-8753versión On-line ISSN 2362-4868

Scripta Mediaevalia vol.14 no.1 Mendoza jun. 2021

http://dx.doi.org/10.48162/rev.35.001 

Artículos

De la identidad formal a la semejanza en la caracterización del conocimiento: Aristóteles y la filosofía tardomedieval

From formal Identity to Resemblance in Characterizing Cognition: Aristotle and Late Medieval Philosophy

Julio A. Castello Dubra1 

1Doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, Profesor Adjunto de la cátedra de Historia de la Filosofía Medival de la Facultad de Filosofía y Letras de la misma Universidad, e investigador adjunto del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. juliocastellodubra@conicet.gov.ar

Resumen:

El artículo se ocupa del repetido uso de la noción de semejanza en la caracterización del conocimiento de tres destacados autores tardomedievales: Tomás de Aquino, Pedro de Juan Olivi y Guillermo de Ockham. En el De anima Aristóteles solo usa tal noción cuando critica las opiniones de los filósofos anteriores y hace algunas alusiones al tratar la percepción sensible. Cuando se trata del intelecto, la semejanza está totalmente ausente. En cuanto a Aquino, él hace un giro desde la identidad formal hacia la de semejanza, como si fueran conceptos coincidentes o intercambiables. La semejanza ocupa un lugar preponderante tanto en la caracterización del conocimiento sensible como en la del intelectual. Olivi adopta una perspectiva radicalmente diferente como consecuencia de su crítica a la teoría de las especies. No habiendo influjo causal desde el exterior, es el propio acto cognitivo el que se asimila al objeto. En su tránsito de la teoría del fictum a la del acto mental, Ockham no abandona la semejanza como una característica de los conceptos universales, entendidos por él como signos naturales.

Palabras clave: conocimiento; semejanza; Aquino; Olivi; Ockham

Keywords: cognition; similitude; Aquinas; Olivi; Ockham

Abstract:

The paper deals with three outstanding Late Medieval thinkers’s repeated use of the notion of resemblance in characterizing cognition: Thomas Aquinas, Peter of John Olivi and William of Ockham. In his De anima Aristotle just uses such notion when criticizing the earlier philosophers’s opinions and makes some allusions to it when dealing with sensible perception. When it comes to intellect, resemblance is totally absent. As for Aquinas, he turns from formal identity to resemblance, as if they were coincident or interchangeable concepts. Resemblance plays a major role in his characterization of both sensation and intellection. Olivi adopts a perspective radically different as a consequence of criticizing the theory of species. As there is not any causal influx from abroad, it is the cognitive act itself which assimilates to the object. In changing his mind with respect to his earlier theory of fictum and adopting eventually a theory of mental acts, Ockham does not give up to resemblance in characterizing universal concepts. Rather, he uses resemblance in characterizing such concepts as natural signs.

Palabras clave: conocimiento; semejanza; Aquino; Olivi; Ockham

Keywords: cognition; similitude; Aquinas; Olivi; Ockham

Sumario

1. Aristóteles: identidad formal y semejanza en el De anima

2. Tomás de Aquino: la especie inteligible y la semejanza representativa

3. Pedro de Juan Olivi: El aspectus del acto cognitivo y la asimilación del acto al objeto

4. Guillermo de Ockham: el modelo semántico y la recurrencia de la semejanza

5. A modo de conclusión

1. Aristóteles: identidad formal y semejanza en el De anima

El lector no familiarizado con el pensamiento aristotélico podría sorprenderse al hallar que una obra como el De anima incluye una teoría del conocimiento. El De anima es una obra física, en el sentido de que corresponde a la ciencia de la naturaleza, el conjunto de aquellas cosas que tienen un principio inmanente del reposo y del movimiento, precisamente porque para todo un amplio sector de entes el alma es justamente este principio de movimiento interno. En cuanto da cuenta particularmente del fenómeno de la vida, dentro de las obras físicas, la podemos justamente incluir en las obras biológicas. Pero el caso es que el alma constituye un principio de una serie de operaciones vitales que van desde las más básicas y generales, extendidas a todos los vivientes, como las funciones de crecimiento, nutrición y reproducción, hasta otras que se dan en conjuntos más restringidos: la sensación en el caso de los animales, y la intelección, en el caso específico del hombre.

Entiendo que una aproximación general a la forma en que Aristóteles aborda el fenómeno del conocimiento debe hacerse teniendo en cuenta tres elementos fundamentales. En primer lugar, Aristóteles analiza el conocimiento en términos del ser en potencia y del ser en acto. De un lado, tenemos lo sensible y lo inteligible -aquello que puede ser sentido o inteligido-, del otro, lo sensitivo y lo intelectivo -aquello que tiene la capacidad de sentir o de inteligir-. El encuentro de ambos lados se da respectivamente en la sensación y la intelección -la acción de sentir o de inteligir-. Ésta debe entenderse como una actualización de ambas potencialidades, la del objeto para ser conocido y la de la facultad para conocer. A esto se le suma una distinción entre dos sentidos de potencialidad que Aristóteles debe introducir para dar cuenta de las facultades cognitivas: está la potencia que es como la posibilidad de adquirir la ciencia, y está la potencia que es como la posibilidad de ejercitar la ciencia que se ha adquirido. Esta distinción resulta fundamental para poder establecer la diferencia entre el ser que tiene capacidad de sentir, propiamente, el animal, y aquel que no la tiene, como la planta, y a la vez poder dar cuenta de que la actualización de esa capacidad es discontinua.1

En segundo lugar, Aristóteles caracteriza el conocimiento como una cierta recepción, al menos en el caso de todo ser cognoscente que está en potencia respecto de su objeto. Ello implica que el conocimiento es una suerte de padecimiento o afección. Aristóteles se esfuerza por distinguir este «ser pasivo» propio del conocimiento de aquel de las afecciones naturales que implican la adquisición de una forma en favor de la corrupción de su contrario. El conocimiento, por el contrario, es más bien una especie de perfeccionamiento del ser que conoce. Por eso se ve obligado a señalar que el conocimiento no es una alteración (alloíosis), o si lo es, se trata de otro tipo de alteración.2

Por último, Aristóteles suele plantear como punto de partida el paralelismo entre lo que ocurre en el ámbito de la sensación y el de la intelección. En principio, este paralelismo no va mucho más allá de una cierta analogía o proporción que indica que lo sensible es a lo sensitivo lo que lo inteligible es a lo intelectivo. A poco de profundizar en el paralelismo se destacan las diferencias. Entre ellas, la fundamental es que el sentir es una operación del alma en la que participa el cuerpo, en tanto implica el ejercicio de órganos corpóreos, mientras que el inteligir no lo es.

El análisis en términos de potencia y acto conduce a considerar el conocimiento como una suerte de unión especial entre el cognoscente y lo conocido. Aquello que llega a ser en el cognoscente es algo que ya se encontraba «en potencia» en él. Si consideramos que cuando conoce llega a ser en acto precisamente eso que conoce, estaríamos habilitados a pensar en algún tipo de identidad. Si no una identificación absoluta, puesto que se mantiene la diferencia de naturaleza entre la cosa conocida y el cognoscente -al menos en cualquier caso que no sea el de una inteligencia autoconsciente como Dios-, por lo menos, se trataría de una identidad relativa, más precisamente, una identidad en cuanto a la forma. Esto se aprecia en la caracterización del conocimiento como una recepción de la forma sin la materia, como cuando se dice que «no está la piedra en el alma, sino la forma de la piedra».

Si, en cambio, decidimos ponemos el énfasis, no en aquello en lo que lo conocido y el cognoscente coinciden, sino en aquello en que difieren, es decir, en el hecho de que siguen manteniendo sus respectivas naturalezas -el color sigue siendo una cualidad de un objeto y el alma no se vuelve roja por el hecho de que conozca el rojo-, podríamos hablar en términos de semejanza.

El examen de la aparición de las nociones de semejanza y de identidad a lo largo del De anima arroja el siguiente resultado. La semejanza tiene una fuerte presencia en el libro primero, más bien en el contexto de la exposición y crítica de otras concepciones. En efecto, Aristóteles refiere y critica la concepción, atribuida a Platón, pero sobre todo a Empédocles, de que «lo semejante conoce lo semejante».3 Se trata de una forma de entender la actividad cognitiva que presupone una concepción de la naturaleza del alma incompatible con la posición aristotélica, a saber, una que hace del alma un compuesto de múltiples principios. Hacia el libro segundo, cuando se inicia el abordaje de la sensación «en general» -es decir, antes de entrar en las consideraciones particulares relativas a cada uno de los sentidos- aparecen ya algunas expresiones que se permiten apelar a la noción de semejanza o algo equivalente. Así, al explayarse sobre la relación entre la sensación y el moverse o el ser afectado, Aristóteles señala que todas las cosas son afectadas y movidas por un agente que está en acto, por eso «en un sentido [...] es afectado por lo semejante y, en otro, por lo desemejante, pues lo desemejante es afectado, pero cuando ha sido afectado es semejante».4 En vista de las críticas ya vertidas contra la concepción de que «lo semejante conoce lo semejante», uno podría pensar que esto no vale en particular para el paciente específicamente cognitivo. Sin embargo, precisamente cuando Aristóteles intenta caracterizar el sentido especial en que la sensación es una alteración, la presenta como una que no implica una corrupción, sino por el contrario, una cierta conservación (sotería) de lo que es en potencia por obra de aquello que es en acto, y así aquello que es afectado «es semejante, tal como la potencia respecto del acto».5 Sobre el final del capítulo, Aristóteles «coquetea» con la noción de semejanza: «… la facultad sensitiva es en potencia, tal como lo sensible ya es en acto. Por lo tanto, es afectada por no ser semejante, pero una vez que ha sido afectada se asemeja [al objeto], y es tal como él.»6

En cambio, cuando nos trasladamos ya al libro tercero, en los desarrollos correspondientes al intelecto, la semejanza parece ya no tener cabida, y en su lugar predominan declaraciones más próximas a una identificación entre el que conoce y lo conocido. Así, al referirse a la potencialidad del intelecto, señala que el intelecto es en potencia los inteligibles, aunque en acto no es nada antes de inteligir, conforme a la célebre metáfora de «una tablilla en la que no hay nada escrito».7 La identidad en cuestión podría ser relativizada, pues, en principio, se aplica al intelecto en potencia. Sin embargo, el capítulo séptimo se abre con la tajante afirmación de que «el conocimiento en acto es idéntico a la cosa (prágmatos)» -se entiende, a la cosa conocida-.8 En definitiva, el lenguaje del acto y la potencia permite afirmar una identidad relativa, se trata de la actualización de aquello mismo que estaba anteriormente solo en potencia. Y por ello, en última instancia, la identidad se da solo en el plano de la forma:

Tras resumir ahora lo dicho acerca del alma, volvamos a decir que el alma es, en cierto modo, todas las cosas existentes, pues las cosas existentes son o sensibles o inteligibles, y el conocimiento es, en cierto modo, los objetos cognoscibles, en tanto que la sensación es los objetos sensibles. Tenemos que investigar cómo es esto. Ahora bien, el conocimiento y la sensación se dividen en sus objetos: el [conocimiento y la sensación] en potencia, en sus objetos en potencia; el [conocimiento y la sensación] en acto, en sus objetos en acto. La facultad sensitiva y la cognoscitiva del alma son estas cosas en potencia; la una, lo que es cognoscible; la otra, lo que es sensible. Pero deben ser o las cosas mismas o sus formas; pero, sin duda no pueden ser las cosas mismas, pues no es la piedra la que está en el alma, sino la forma, de modo que el alma es como la mano, pues [tal como] la mano es el instrumento de instrumentos, así también el intelecto es la forma de las formas, y la sensación es la forma de las cosas sensibles.9

En suma, da la impresión de que a medida que avanzamos en el De anima, es decir, a medida que pasamos de una consideración preliminar del alma incluyendo las opiniones de otros pensadores, a una consideración general de la sensación, y de allí a una aproximación más específica sobre la intelección, la noción de semejanza va perdiendo peso o presencia en el texto aristotélico para ser desplazada por la de identidad formal.

El De anima es una pieza clave dentro del conjunto de los libri naturales que invadieron el ámbito universitario latino cristiano y revolucionaron su panorama intelectual. En verdad, como en otros tantos casos, su recepción fue precedida o condicionada por la recepción de obras de los filósofos árabes como Avicena y Averroes. No deja de ser curioso que uno de los textos que más haya influido en la teoría del conocimiento es un breve pasaje de una de las consideradas obras lógicas, el célebre comienzo del De interpretatione, donde se establecen las relaciones entre las voces (phonaí), las «afecciones del alma» (páthemata tes psykhés) y las cosas (prágmata). Quizá con el solo fin de ilustrar cómo las afecciones del alma son, por así decir, «objetivas», esto es, «las mismas para todos» -a diferencia de lo que ocurre con las palabras habladas y escritas- Aristóteles presenta a dichas afecciones como «semejanzas» (homoíomata) de las cosas.10 Por influencia de Boecio, en la interpretación dominante en la Edad Media, aquellas afecciones del alma fueron identificadas con los conceptos intelectuales. Más allá de la autoridad del texto y de Boecio, los autores medievales parecen haber construido una peculiar síntesis entre esta mención incidental y todos los principios de la teoría del conocimiento sensible e intelectual tal como están desarrollados en el De anima. En lo que sigue procuraré mostrar cómo la noción de semejanza tiene una presencia recurrente en la caracterización general del conocimiento, incluso entre autores que tienen puntos de partida y criterios de base divergentes, y hasta objetivos teóricos contrapuestos. Para ello, voy a tomar como casos representativos a Tomás de Aquino, Pedro de Juan Olivi y Guillermo de Ockham.

2. Tomás de Aquino: la especie inteligible y la semejanza representativa

No cabe ninguna duda de que Aristóteles está entre las fuentes más importantes del pensamiento de Tomás de Aquino. De allí a calificar el pensamiento de Tomás de Aquino como una forma de «aristotelismo» hay un trecho bastante largo, o, en todo caso, la cuestión estriba en qué se entiende precisamente por tal. Ciertamente Aristóteles no es la única fuente a considerar, y, por otra parte, la interpretación que Tomás de Aquino hace de Aristóteles está mediada por una larga tradición hermenéutica de la cual no es sino una parte. En lo que hace a nuestro tema, Aquino sigue fielmente ciertos principios aristotélicos, al menos los que hemos destacado. En efecto, hace suyo el paralelismo entre el sentido y el intelecto -el sentido se compara a lo sensible como el intelecto a lo inteligible-, e insiste en el hecho de que la sensación es una operación que compromete la acción de órganos corpóreos, mientras que el intelecto es una operación completamente inmaterial. Uno podría esperar que Tomás de Aquino retome de modo igualmente fiel el predominio del concepto de identidad formal implicado en la explicación del proceso de conocimiento en términos hilemórficos. Y así ocurre, efectivamente, al menos en una primera instancia. En la interpretación de Aquino, el intelecto posible y el intelecto agente son «algo de» el alma intelectiva, es decir, potencias y no intelectos separados. El intelecto posible es actualizado por una forma inteligible, la cual, en primera instancia, no es otra que la forma misma de la cosa, solo que al informar al intelecto, éste no «se vuelve» aquella cosa, es decir, la forma no constituye al intelecto como la cosa que es -el intelecto no se convierte en piedra por el hecho de conocer la piedra-. Esto se expresa diciendo, entre otras formulaciones, que la forma inteligible no tiene en el cognoscente un «ser natural», sino otro tipo de ser que puede ser calificado de intencional (esse intentionale) o espiritual.11

Sin embargo, cuando uno repasa momentos decisivos del tratamiento de las facultades y procesos de conocimiento, se advierte que la noción de semejanza ocupa un lugar igualmente relevante, si no aun mayor. En primer lugar, cuando en el tratado del hombre de la prima pars de la Suma teológica Aquino debe comenzar a preparar el terreno para la delimitación de las facultades del alma, se impone una distinción entre las potencias cognitivas o potencias de la «aprehensión» y las potencias desiderativo-volitivas o potencias del «apetito». Allí mismo aparece la noción de semejanza para caracterizar la especificidad de las facultades cognitivas. Es preciso que lo que obra «se una de algún modo» al objeto de su operación. De allí que la cosa extrínseca guarde una doble relación con el alma: una, en cuanto el alma se inclina y tiende hacia la cosa exterior, y a ésta corresponden las facultades apetitivas y motivas; otra, en cuanto la cosa extrínseca «está constituida naturalmente para unirse al alma y existir en ella por su semejanza». Al parecer, esto vale por igual para la facultad sensitiva y para la intelectiva, pues la diferencia solo radica en qué tanto «más común» sea el objeto de una u otra -particular el del sentido, universal el del intelecto-.12 Más allá de este esto, Aquino no parece especialmente preocupado por destacar una diferencia entre el sentido y el intelecto. Así lo expresa al referirse al hecho de que el alma humana no conoce por especies naturalmente infundidas, sino que está inicialmente en potencia respecto del objeto de su conocimiento: «es preciso decir que el alma cognoscitiva está en potencia tanto de las semejanzas que son principios del sentir, como de las semejanzas que son principios del entender».13

Como vemos, ya antes de la información del intelecto posible por la especie inteligible, el alma cuenta con una semejanza de la cosa, el phántasma o la imagen de una de las facultades del sentido interno, la imaginación. En efecto, «la imagen es una semejanza de la cosa particular».14 En verdad, la imagen es un mediador indispensable entre el intelecto y la cosa material. Ésta basta para imprimir en el sentido una semejanza material de los individuos, pero no para imprimir una semejanza como lo requiere el intelecto, esto es, inmaterial y universal. Esa es la razón por la cual se necesita la acción abstractiva, en la cual el intelecto se vuelve hacia las imágenes, para alcanzar una nueva semejanza que se imprime en el intelecto posible, que es representativa de aquellas cosas de las cuales son imágenes, pero ya en cuanto a la naturaleza de la especie.15

En el célebre artículo segundo de la cuestión 85 Aquino se pregunta si la especie inteligible es «aquello mismo que (id quod) es conocido» o «aquello por lo cual (id quo) algo es conocido». Lo primero es inconveniente porque, en tal caso, se perdería el conocimiento de las cosas externas, o, peor aun, se caería en un relativismo. Al comenzar a elaborar su respuesta, Aquino distingue dos tipos de acciones, una que trasciende hacia una cosa externa, y otra que permanece en el que actúa. En ambos casos se verifica el principio de que toda cosa actúa en virtud de una forma que constituye el principio de la operación. Aquino se esfuerza por hacer valer igualmente su principio de semejanza, según el cual «todo agente obra algo semejante a sí». Aquí se ve un tanto obligado, sin embargo, a enunciarlo de manera distinta. Mientras que por lo general suele presentar la forma o la especie en lo generado o lo causado como semejante al generante o a su causa, aquí lo enuncia al revés: «la forma en virtud de la cual tiene lugar la acción que tiende hacia la cosa exterior es una semejanza del objeto de la acción, como el calor de lo que calienta es una semejanza de lo calentado».16 Así puede decir luego que la forma en virtud de la cual tiene lugar la acción inmanente es una semejanza del objeto. La conclusión que se impone, entonces, es que, en el plano del sentido, aquello por lo cual la vista ve es una semejanza de la cosa vista, y, por tanto, a nivel del intelecto, la semejanza de la cosa entendida es la forma por la cual el intelecto entiende. Y esto es precisamente la especie inteligible. Con lo cual parece que aquella forma inteligible que informa al intelecto, y que se presentaba inicialmente como la forma misma de la cosa, resulta ahora ser una semejanza de la cosa. Lo notable del caso es cómo Aquino cierra su respuesta con una referencia al modelo de semejanza planteado por los presocráticos, según vimos, expresamente cuestionado por Aristóteles, como si con la introducción de la especie inteligible, tal como Aquino la entiende, se pudieran solucionar las deficiencias que aquella semejanza planteaba:

«Y esto también es manifiesto por la opinión de los antiguos, que afirmaban que lo semejante es conocido por lo semejante. En efecto, afirmaban que el alma por medio de la tierra que está en ella podría conocer la tierra que está fuera de ella, y así de lo restante. Por tanto, si tomamos la especie de la tierra en vez de la tierra -conforme a la doctrina de Aristóteles, quien dice que no está la piedra en el alma, sino la especie de la piedra-, se seguirá que el alma por medio de las especies inteligibles conoce las cosas exteriores al alma.17

Aquino pasa directamente de la especie-forma de la piedra que Aristóteles colocaba en el alma a la especie-semejanza de la piedra, como si el error presocrático estribara en lo burdo de la manera de concebir la semejanza -a saber, una semejanza material- y no en la semejanza misma.

No puede sorprender entonces que Aquino acabe por matizar aquellas formulaciones aristotélicas sobre la identidad formal entre el cognoscente y lo conocido, y comience a desplazarse desde la noción de identidad hacia la de semejanza, como si no hubiera mayores dificultades en ello.18 Así, en el mismo artículo, al responder una objeción que apelaba al dictum de que el entendimiento en acto es lo entendido en acto, señala que «lo entendido está en el que entiende por medio de su semejanza» y que así es como debe entenderse la frase aristotélica: «Y de este modo se dice que el entendimiento en acto es lo entendido en acto, en cuanto la semejanza de la cosa entendida es forma del entendimiento, tal como la semejanza de la cosa sensible es la forma del sentido en acto.»19

Como vemos, Aquino continuamente subraya el paralelismo entre el sentido y el intelecto, a tal punto que hace valer la semejanza por igual en ambos planos, mientras que, como vimos, Aristóteles apenas concedía alguna que otra vaga alusión a la semejanza para el sentido, y se inclinaba rotundamente por la identidad formal para el caso del intelecto.

En la respuesta a la siguiente objeción, Aquino vuelve a reinterpretar la fórmula aristotélica de lo «entendido en acto», esta vez, no ya desde la identidad formal de Aristóteles, sino desde la indiferencia de la natura aviceniana. «Lo entendido en acto» comporta dos aspectos: de una parte, la cosa misma que es entendida, de otra parte, el hecho mismo de ser entendida. Por tanto, el «universal abstracto» que parece existir solo en el alma comporta, en verdad, dos aspectos: la natura misma de la cosa y su abstracción o universalidad. Ahora bien, mientras que la natura no tiene existencia sino en los singulares, el hecho de que sea abstraída o que devenga universal solo acontece en el plano del pensamiento. Es entonces cuando Aquino plantea nuevamente el escenario de un paralelismo entre el sentido y el intelecto en términos de semejanza. El sentido implica ya una cierta delimitación, en la medida en que solo es recibido un aspecto parcial del objeto: en la visión hay una semejanza del color de la manzana, pero sin el aroma -por más que en la manzana el color no se dé sin su aroma-. Del mismo modo, la natura o esencia de humanidad no existe sino en los singulares, pero el intelecto retiene una semejanza de ella a nivel de la especie y no de los principios individuantes -aquello que hace de un cierto hombre que sea este hombre y no otro-.20 Lo interesante de esta respuesta es que permite apreciar la función que tiene la noción de semejanza en su aplicación al plano cognoscitivo. Como la semejanza es una especie de conveniencia o conformidad de cosas diferentes21, resulta útil para dar cuenta tanto de la distinción de naturaleza entre el cognoscente y lo conocido, como de la determinación del contenido en el cual coinciden o se encuentran. Por ello, Aquino no solo enuncia en general que la especie inteligible es una semejanza de la cosa, sino que afirma que la especie inteligible es una semejanza al nivel de la universalidad propia de la especie -dejando de lado los principios individuantes- o, incluso, que es una semejanza respecto de un contenido determinado: la «especie inteligible piedra» es una semejanza a nivel de la natura de la piedra, y no a nivel de la natura del caballo, etc..

A partir de esto surge naturalmente la pregunta por el tipo de semejanza en cuestión. En una serie de contextos diversos, en su mayoría pertenecientes a las Cuestiones disputadas sobre la Verdad, hallamos varias declaraciones al respecto. Lo que tienen en común todos esos pasajes es que se refieren a las diferentes situaciones que se presentan entre las diversas clases de seres cognoscentes y los objetos que pueden o no alcanzar, en particular, respecto de la presunta heterogeneidad que parecen plantear. Al tratar cuestiones como si Dios conoce las cosas distintas de sí,22 si tiene conocimiento de los singulares,23 si deben admitirse Ideas en la mente divina,24 si los ángeles ven a Dios por esencia,25 si el ángel conoce los singulares26 o, finalmente, si la mente humana conoce las cosas materiales,27 Tomás se pronuncia sobre las exigencias de la semejanza que interviene en el conocimiento. Y la respuesta común es que cabe distinguir entre una «semejanza de naturaleza», esto es, la similitud «ontológica» o constitutiva que hace a cierta conformidad entre dos cosas que son semejantes, y una «semejanza por representación», que es la única que se requiere propiamente para que se verifique el conocimiento. La realidad es que el relevamiento de todos estos pasajes no deja un saldo muy satisfactorio. Aquino no avanza mucho más allá de decir que este tipo de semejanza no es la semejanza ontológica, sin que quede finalmente claro cuál sería una apropiada caracterización positiva de dicha semejanza.

3. Pedro de Juan Olivi: El aspectus del acto cognitivo y la asimilación del acto al objeto

Pedro de Juan Olivi es presentado generalmente como el más encarnizado enemigo teórico de la doctrina de las especies. Y en efecto, su obra representa una de las primeras y más fuertes reacciones contra una teoría que, con sus variantes, llegó a tener una fuerte presencia en el mundo universitario latino. En tal sentido, cierta línea historiográfica lo ha ubicado como un «campeón» del realismo directo contra las teorías representacionalistas dominantes, y un ilustre precursor del programa eliminativista de Guillermo de Ockham.28 No siempre se recalca suficientemente que el contexto en el que Olivi desarrolla esta crítica no pertenece a la teoría del conocimiento, sino más bien a un asunto relacionado con las facultades volitivas. En rigor, lo que le preocupa a Olivi es salvaguardar la libertad humana, esencial para la perspectiva de la fe católica, en la medida en que hace posible el mérito o demérito de la acción humana, y con ello, el sentido mismo de la justicia divina. Olivi entiende que toda teoría que acepte una «intromisión» de factores externos en las acciones del alma representa una verdadera amenaza al postulado fundamental de que el alma es principio de sus actos.

Esta motivación se conecta en Olivi con un rígido dualismo metafísico en lo que concierne a la comprensión de la naturaleza del alma y del cuerpo, y de sus relaciones. El alma es un principio espiritual, y, en cuanto tal, superior al cuerpo, por lo que, en la más plena tradición agustiniana, es imposible concebir que el alma padezca alguna acción por parte de un cuerpo. Ello lo compromete a Olivi con toda una línea de pensamiento que desde Agustín de Hipona tiende a destacar la naturaleza activa de la sensación.29

Olivi desarrolla su crítica a la doctrina de las especies mediante una batería de argumentos, algunos de los cuales, aunque lógicamente independientes entre sí, de algún modo van construyendo una secuencia de menor a mayor grado de dificultad u objeción.30 Si la especie se requiere solo para representar el objeto y la potencia es su principio efectivo, entonces la potencia puede producir el acto sin que la especie esté presente, por lo que ésta se vuelve innecesaria. La especie solo puede representar al objeto si la potencia se vuelve sobre él y se fija en él. Pero eso hacia lo que se mueve tendrá ya valor de objeto, de modo que será la especie el objeto mismo y no solo un mediador. No sólo eso, si se enfoca primariamente en la especie como objeto será su objeto primario, por lo que conoceríamos a la especie antes que a la cosa misma. Todavía más, nunca la especie podría representar al objeto mejor que lo que el objeto se representa a sí mismo. Por tanto, cuando la potencia se fija en el objeto con el grado más inmediato de presencialidad, no hará falta representarlo mediante otra cosa. Con ello, la especie deja ya de ser un «medio» o puente que facilita el conocimiento, para interponerse o situarse «en el medio» como un verdadero obstáculo: «Por el contrario, si se interpusiera algo entre la mirada (aspectus) de la potencia y el objeto mismo, más que ayudarla a ver, <le> velaría la realidad y le impediría verla inmediatamente en sí misma.»31 Varios siglos antes del «velo de las ideas» de Thomas Reid, Olivi plantea un «velo de las especies». Finalmente, si la potencia se enfoca en la especie, o bien su aspectus va más allá de ésta para alcanzar el objeto, o bien se queda solamente en ella. En el primer caso, se tendrá una duplicación innecesaria o inexplicable: se conocerá al objeto con la especie y sin la especie. En el segundo, el conocimiento no recaerá en el objeto sino en la especie, del mismo modo en que recae en una especie memorial o recordativa, cuando la cosa está ausente. Con ello, se perdería el criterio de distinción entre el carácter representativo del conocimiento de la imaginación o la memoria y el carácter presentativo que caracteriza a la percepción actual.

Olivi en buena medida configura su propia posición en relación con las opiniones que él somete a crítica, a las cuales clasifica en tres grandes grupos. Un primer grupo está dado por los que sostienen sin más que los actos de las potencias anímicas son causados total e inmediatamente por los objetos. El segundo grupo es el de que aquellos que entienden que los actos no son inmediatamente generados por los objetos, sino por la mediación de especies generadas por ellos, más allá de que entre ellos haya diferencias a la hora de atribuirle cierto papel a las potencias del alma: para algunos, como mero sujeto receptivo de las especies, para otros como un co-principio que concurre causalmente para la producción de los actos, o para otros, porque las especies son producidas de algún modo por el alma misma. El tercer grupo, en el que se ubica Olivi -por más que aquí esconda su pronunciamiento en una tercera persona-, es el de los que consideran que los actos no son producidos ni por los objetos ni por las especies, sino por las solas potencias del alma, más allá de si esto vale tanto para las potencias sensitivas como para las intelectivas, si para todas las potencias menos para los sentidos particulares que se ejercen a través de órganos corpóreos o si vale solo para las intelectivas.32 En cualquier caso, es significativo que cuando Olivi enuncia esta su propia posición, se apropia del lenguaje adversario, como para decir que según ella los actos mismos son los que se constituyen en las verdaderas semejanzas o especies. La adopción del término especie para calificar al acto cognitivo no es más que una licencia terminológica que refleja una verdadera negación, como si dijera: puesto que, en verdad, no hay especies tales como muchos afirman, si vamos a hablar de especies, digamos que no son otra cosa que los actos. No ocurre lo mismo con el lenguaje de la semejanza: Olivi lo hará suyo como un verdadero término primitivo que da cuenta de lo que cabe a un acto cognitivo para ser calificado de tal.

Establecido que no hay ni es necesario postular una especie inteligible que provenga de la cosa externa e incida en la potencia del alma, a Olivi le resta completar su posición con una exposición positiva que dé cuenta apropiadamente del mecanismo y la dinámica de la cognición. El desafío de Olivi es explicar, o quizá sería mejor decir, describir el modo en que el alma es capaz de alcanzar el objeto distante de la experiencia interna, precisamente sin salir de sí misma -puesto que la percepción es una operación inmanente al alma e inmaterial como ella- y sin recibir influjo alguno de parte de él. Para ello, Olivi elabora una noción que desempeña en su entramado teórico un papel central: la de aspectus. Olivi no toma el participio del verbo aspicere en el sentido pasivo del «aspecto», la apariencia o imagen de lo visto, sino en el sentido activo de la visión o la «mirada hacia» algo. En rigor, Olivi considera que todo agente, incluso el natural, tiene un aspectus por el cual se orienta o se dirige hacia aquello que es el objeto de su acción. En este sentido, el agente cognitivo corresponde a un tipo particular de agente que actúa «al interior de sí», dirigiendo su capacidad activa hacia el objeto externo y abriendo y aplicando su potencia hacia el objeto, como si debiera tomarlo dentro de sí.

En su caracterización del aspectus Olivi emplea, por cierto, un lenguaje metafórico, pero que sorprendentemente evoca de manera inequívoca el vocabulario de la intencionalidad. Así como un trozo de hierro bruto e informe puede estar como replegado en sí, pero por un estiramiento (protensio) de sus partes, puede recibir un filo en forma de espada, del mismo modo, la potencia cognitiva a veces está como vuelta sobre sí, pero otras veces su fuerza o capacidad de tender hacia algo (vis intentiva) se estira o se extiende (protenditur), y, al hacerlo, se torna aguda como para estar tendida hacia algo que se le enfrenta como objeto. Pues bien, a ello denomina Olivi el aspectus, que no debe ser entendido como una «facultad» más del alma, ni tampoco exactamente como el acto o el ejercicio de la facultad, sino como una «disposición general», un modo de hallarse o de ser que, en todo caso, es el que hace posible la concreción del acto. El aspectus está precedido por una moción que lo origina o, más precisamente, lo orienta o lo direcciona, a la que Olivi denomina «conversio», y que cabe distinguir del aspectus en la medida en que la conversio cesa una vez que el aspectus se fija sobre el objeto, en tanto que el aspectus por ello mismo permanece.33

El lenguaje metafórico que emplea Olivi puede ser evaluado de diversa manera. Por una parte, podría considerárselo una señal de la insuficiencia de su planteo para dar cuenta acabadamente de aquello que pretende explicar. En un sentido contrario, Perler ha propuesto que este lenguaje es el modo que Olivi encuentra de aproximarse a la intencionalidad como un fenómeno primario que, en cuanto tal, es irreductible a otro factor más elemental. En tal sentido, lejos de constituir una deficiencia del planteo, debería verse más bien como el rasgo distintivo de una posición. Podría incluso valorárselo como un recurso teórico contra cualquier programa de naturalización de la conciencia.34 El núcleo de la posición filosófica de Olivi puede entenderse como una avanzada contra todo tipo de representacionalismo que pretende explicar el conocimiento por el mero hecho de la recepción del objeto en el cognoscente. Por ello afirma Olivi que, por mucho que la potencia cognitiva sea informada por el objeto, no podrá realmente conocerlo si no lo hace suyo, esto es, si no lo convierte auténticamente en su objeto, para lo cual es preciso que «se vuelva hacia él».35

En cualquier caso, Olivi debe todavía salvar un obstáculo. Por más que quiera negar un influjo causal en el alma, lo cierto es que el objeto no puede dejarse totalmente de lado, es preciso concederle algún lugar. Parece manifiesto que el objeto desempeña un papel en la percepción. Por tanto, no se trata de eliminarlo, sino de precisar en qué sentido puede llegar a tener una función causal. Es entonces cuando Olivi acuña para el objeto una función «terminativa», esto es, la de constituirse en término de la acción que parte exclusivamente de la facultad anímica. El objeto «cuenta con el carácter de un término que fija» (habet rationem termini fixivi), «que se introduce» (illapsivi), «que se presenta» (praesentativi) o que «marca» o imprime (sigillativi), y al parecer, en cuanto tal, resulta que «se configura» con un valor representativo y cognitivo (configurativi et repraesentativi seu cognitivi). Es el acto el que «se configura» y, al hacerlo, deviene representativo del objeto:

Pues el acto y el aspectus cognitivo se clava en el objeto y se embebe intencionalmente de él por dentro. Por lo cual al acto cognitivo lo denominamos «aprehensión» y «tender que aprehende el objeto». Y en este íntimo tender y estar embebido, el acto se conforma y se configura íntimamente con el objeto. El objeto mismo se presenta a sí mismo y se muestra inmediatamente al aspectus cognitivo. Y una cierta representación del objeto se da mediante el acto que se configura con él. El flujo luminoso <que atraviesa> un vaso esférico es circular y el <que atraviesa> uno cúbico es cuadrado, porque la luz genera este <flujo> conforme a la figura del <vaso> que la recibe y la contiene. De modo semejante, dado que la potencia cognitiva genera un acto cognitivo embebiéndolo informativamente del objeto y con una tendencia <hacia él> grabada en las entrañas <del acto>, por todo esto, no bien <el acto> es generado en estas condiciones, deviene la semejanza misma del objeto y su expresión grabada.36

Olivi invierte el planteo tradicional, reemplazando la acción causal del objeto externo por un aspectus originado en la potencia del alma que se vuelve hacia su objeto, y otorgándole a éste solo un papel terminativo. Pero no se desprende de la noción de semejanza representativa, antes bien, la adapta a las exigencias de su planteo. No es el objeto el que hace surgir en el alma una semejanza, sino que es más bien el acto mismo de la potencia anímica el que «se configura» y se torna semejanza del objeto. En tal sentido, el ejemplo del vaso iluminado es ilustrativo: la semejanza circular que surge en él no es imputable al vaso que la recibe, sino a la propia luz que «se adapta» a su figura. Olivi ha eliminado toda mediación entre el acto cognitivo y su objeto, y como resultado de ello, ha invertido la direccionalidad entre ambos, colocando a la potencia como un factor dinámico que «tiende a», se dirige, «se vuelve hacia» o «se estira» hasta el objeto para poder «clavarse» o «fijarse» en él. Sin embargo, no ha reemplazado la semejanza como término que caracteriza a la relación cognitiva. Las nociones de semejanza y representación, términos primitivos de la caracterización del conocimiento en casi todas las teorías medievales, no han perdido nada de su plena vigencia.37

4. Guillermo de Ockham: el modelo semántico y la recurrencia de la semejanza

Guillermo de Ockham adscribe a una ontología de mínima, que es consecuencia directa de sus críticas a todo tipo de realismo, esto es, a toda posición filosófica que postule alguna suerte de cosa real exterior al alma. En una secuencia que va desde las formas más gruesas y extremas de realismo hasta las más finas y débiles, Ockham somete a un duro examen la posibilidad de admitir (i) una cosa realmente distinta de los individuos, no multiplicada según ellos, intrínseca y esencial a aquellas cosas de las cuales es común; o (ii) una cosa realmente distinta de los individuos y existente en ellos, pero realmente multiplicada y variada en ellos; o (iii) una naturaleza común, con una unidad real menor que la numérica, formalmente distinta de los individuos a parte rei; o (iv) una cosa existente solo potencialmente en el individuo y distinta por una consideración intelectual. Descartadas estas opciones, no queda sino considerar las variantes de un universal que no es una res exterior al alma, sino algo que existe solo in anima.

Los universales son intentiones que significan las cosas, tal como también las palabras las significan, solo que estas últimas lo hacen por convención, es decir, por una institución voluntaria de su significado, mientas que aquellas son signos naturales, al modo en que el humo es signo del fuego.38 La comprensión de la dimensión semántica de estas intentiones se enmarca en la teoría de la suposición, que considera a los términos según la función que desempeñan en la proposición. En la proposición del lenguaje hablado, el término «hombre» está en suposición personal cuando «está en lugar de» o «supone por» la cosa hombre, como cuando digo «hombre es animal», y está en suposición material cuando el término «está en lugar de» o «supone por» la propia palabra «hombre», como cuando digo «hombre es bisílaba». Del mismo modo, hay un término pensado, un término de una proposición mental, que está en suposición personal cuando el término de esa proposición mental está en lugar de la cosa real externa de la cual es signo, como cuando pienso que el hombre es animal, y está en suposición simple cuando está en lugar del propio término mental, como cuando pienso que hombre es especie.39 La forma en que Ockham entiende la naturaleza composicional del pensamiento implica la concepción de un «lenguaje mental» o un «discurso interior», según la cual el pensamiento se constituye como un lenguaje con propiedades sintácticas y semánticas análogas al lenguaje externo.40

En cuanto a la génesis de estos conceptos, Ockham reconoce un acceso primario a la cosa, al que llama, siguiendo en parte a Duns Escoto, “notitia intuitiva”. Se trata de aquel conocimiento en virtud del cual se alcanza la evidencia de la existencia de la cosa, o de cualquier propiedad que se le atribuya, siempre respecto de toda verdad contingente.41 Esa noticia intuitiva es, a su vez, condición para que se dé una noticia abstractiva, que es aquel conocimiento por el cual no se tiene evidencia de la existencia de la cosa o de alguna de sus propiedades. La distinción entre el conocimiento intuitivo y el abstractivo no se corresponden aquí, por tanto, con el conocimiento particular y el universal o, más precisamente, la abstracción en cuestión no es la prescindencia de las notas individuales para producir un universal, sino solamente lo dicho, la abstracción de la existencia o no existencia de la cosa. La noticia intuitiva se da tanto a nivel sensitivo como a nivel intelectivo. Esto significa que Ockham admite -como ya venía haciéndose en la orden franciscana-, una cierta captación inmediata intelectual del singular.

En este cuadro, no hay necesidad alguna de una especie inteligible que oficie de mediador entre la cosa y el intelecto. Desde este punto de vista, Ockham puede considerarse un continuador del programa eliminativista de Olivi. Sin embargo, no es menos cierto que el planteo de Ockham se distancia del de su hermano de la orden, en la medida en que admite un influjo causal de parte de las cosas en el alma. Para Ockham, la cosa y el intelecto son causas parciales del acto intelectivo, es decir, causas que concurren de tal modo que una no puede causar el efecto común sin la otra, por más que contribuyan al mismo de diferente modo. Y en efecto, a la hora de explicar la génesis del concepto, Ockham aplica su concepción de la causalidad eficiente en sentido estricto, que se expresa en, por no decir se reduce a, la formulación de los siguientes condicionales: puesta la causa, puede darse el efecto, y removida la causa, se remueve el efecto. Así, para probar que no es necesario postular nada más aparte del intelecto y de la cosa para causar la noticia intuitiva, Ockham aduce que, puesto el principio activo y pasivo suficientes, puede ponerse el efecto, y que el intelecto agente, junto con el objeto, son agentes suficientes para tal tipo de conocimiento.42

Ahora bien, es sabido que a lo largo de su carrera Ockham parece haber sostenido dos teorías acerca de la naturaleza de este signo natural que es el concepto. Una primera lo considera como una suerte de objeto de pensamiento sin la entidad que le cabe a algo efectivamente existente. La terminología con la que Ockham designa a este universal in anima es la de un fictum o figmentum, por el cual no hay que entender necesariamente una representación ficticia o engañosa, sino simplemente algo que es «formado» por el intelecto, asimilable -solo por su entidad- a los productos de la imaginación. Y en la medida en que este fictum no equivale a algo real, se dice que no cuenta con un «ser sujetivo» (esse subiectivum), sino solo con un «ser objetivo» (esse obiectivum).43 Si acaso inicialmente abrazó esta teoría, o meramente la consideró probable, más adelante parece haberla revisado o descartado definitivamente en favor de una concepción diferente que hace del universal mental un ítem real con esse subiectivum. Así entendido, el universal termina siendo un accidente inherente al intelecto, y se identifica con el acto mismo intelectual. La razón es que, en conformidad con el principio de economía, todo lo que puede explicarse con el fictum se lo puede explicar con el solo acto mental. O bien se argumenta que el fictum termina siendo un mediador que se interpone entre el acto intelectual y su objeto.44

Ockham caracteriza al fictum como algo que, no contando con esse subiectivum, sin embargo, es tal en su esse obiectivum cual es la cosa real en su esse subiectivum, de tal modo que, si el intelecto tuviera una capacidad productiva respecto de aquello que tiene una capacidad formativa, podría producir en la realidad una cosa que sería distinta solo numéricamente. De igual modo el artesano, antes de plasmar su obra, se forma en su mente una representación de aquello que va a realizar, de modo tal que, si tuviera una capacidad productiva respecto de aquello de lo cual tiene una capacidad representativa, produciría un objeto semejante y distinto solo numéricamente.45 De inmediato adecua la enunciación de esta doctrina a su propia concepción semántica del universal. Este fictum puede ser denominado universal precisamente porque, siendo un ejemplar que se refiere indiferentemente a todos los singulares en razón de su semejanza en el ser objetivo, puede «estar en lugar de» aquellas cosas exteriores que tienen un ser semejante.46

Es interesante observar que entre las posibles razones que Ockham reconstruye para invalidar este fictum hay una que apela precisamente a la noción de semejanza. La objeción de algún modo asume como una dificultad el que tales ficta no puedan ser semejantes a las cosas. Si ningún accidente puede asemejarse a una sustancia, mucho menos algo que no tiene entidad real. Pero el fictum dista más de la sustancia que cualquier accidente.47 En la propia respuesta que elabora para este argumento, Ockham concede que los ficta no son realmente semejantes, e incluso distan más que el accidente de la sustancia. Pero insiste, sin embargo, en que son tales in esse obiectivo, cuales son in esse subiectivo. Y esto por la capacidad natural que tiene el intelecto de formarlos tal cual existen en la realidad, así como tiene la capacidad de formarse otras representaciones de cosas que no conoce.48

En el Comentario al De interpretatione de Aristóteles, Ockham ensaya la misma objeción planteando una distancia todavía mayor: la que hay entre el ente real y el ente de razón. Se da por sentado que el fictum se cuenta precisamente entre los últimos. En tal sentido, el fictum distaría más de cualquier ente real que lo que pueden diferir entre sí dos entes reales, lo que haría del acto intelectual un candidato mucho mejor para reemplazarlo como universal.49 En conformidad con la variación de la objeción, Ockham responde esta vez diciendo que, aunque el fictum diste máximamente de cualquier otra cosa real, se asimila más «en el ser intencional (in esse intentionale). Pero en definitiva, no se aleja de los términos de su propia formulación. Que el fictum es semejante no significa otra cosa que lo que expresa el siguiente condicional: si pudiese ser realmente producido tal como puede ser representado, sería realmente semejante a la cosa externa.50 Tanto en la formulación de las objeciones como de las respuestas, Ockham no parece consciente -o en todo caso, no parece aceptar- la diferencia entre una semejanza natural u ontológica y una semejanza representativa o meramente cognitiva, aquella que precisamente Tomás de Aquino había exigido para la especie inteligible, y que podrían ser reclamada por los autores que acuden al esse obiectivum. En otras palabras, pareciera que Ockham, fiel a su estilo de pensamiento, no puede concebir el fictum como un «contenido ideal», como el mero valor o la mera función representativa, más allá de la entidad real representante que la soporta. En su lugar, el fictum es algo así como un «duplicado» de la cosa real externa producido por el intelecto, solo que carente de realidad o de esse subiectivum.

En la primera fase, correspondiente al Comentario a las Sentencias, Ockham incluye a la teoría del fictum en el grupo de aquellas que colocan al universal solamente in anima. Eso parece otorgarle una preferencia respecto de todas las teorías examinadas anteriormente, que postulan un contradictorio universal in re. La teoría del acto mental es presentada como una alternativa: «a quien no le convenza esa opinión ... (cui non placet ista opinio...)».51 En el Comentario al perihemeneias, todavía no termina de pronunciarse: «Así pues, considero probables esas últimas opiniones. Con todo, cuál sea verdadera y cuál falsa, discútanlo los estudiosos».52

Es llamativo que Ockham, tras abandonar la teoría del fictum, habiendo reconocido dificultades en la noción de semejanza, continúa aplicándola -uno estaría tentado a decir, casi inconsecuentemente-, a la relación entre el universal y aquello que es significado por él. Esto puede apreciarse en un texto tardío en el que manifiestamente la teoría del fictum es abandonada y solo se conserva la teoría del acto mental. Al responder una duda respecto del universal como una intelección confusa, Ockham intenta caracterizar este tipo de concepción de la siguiente manera:

A la primera de esas dificultades, digo que: por tal conocimiento confuso son entendidas las cosas singulares externas. Y por ello, tener esa intelección confusa del hombre, no es sino tener una intelección por la cual no se entiende más un hombre que otro. Y esto no es sino el hecho de que tal conocimiento no es una similitud mayor de un hombre que de otro. Mas, por tal conocimiento, se entiende más el hombre que el asno, y esto porque tal conocimiento se asimila más, con algún modo de asimilación, al hombre que al asno. [...] De modo similar, por la misma palabra pueden ser significadas infinitas cosas sin el conocimiento particular de esas infinitas cosas, tal como esta palabra «hombre» significa infinitos hombres. Sin embargo, ese conocimiento no será propio de alguna de esas infinitas cosas. Y por aquel conocimiento no puede distinguirse un individuo de otro, y ello en virtud de alguna similitud especial de este conocimiento con esos individuos y no con otros.53

Ockham parece reconocer que los conceptos, después de todo, son semejantes a las cosas, sin que se pronuncie mucho acerca de en qué consiste esa semejanza. Se ha discutido bastante sobre si este tipo de semejanza tiene o no un lugar adecuado en la teoría definitiva de Ockham. Por lo general, se entiende que representa un excedente superfluo, si no un inconveniente.54 Quien sin duda más se ha esforzado por encontrar un sentido coherente es Claude Panaccio.55 El intérprete llama la atención sobre el hecho de que el acto mental, para Ockham, no es una acción, ni un «gesto» o un movimiento, sino «un estado actualizado de la mente, una postura que adopta».56 En tal sentido, si se piensa, por caso, en una mano que apresa un balón, su postura de algún modo se asemeja a la forma del objeto apresado, con la peculiaridad de que la forma adoptada permanece después de que el balón es retirado, y puede valer como semejanza no solo del objeto particular que la causó, sino de todos los otros semejantes. Análogamente, puede pensarse en el acto mental como una «postura» estática que la mente adquiere, como resultado de la acción causal que ejerce el objeto sobre el intelecto, en principio, en una noticia intuitiva, pero que luego se convierte, en la noticia abstractiva, en una semejanza de cualquier otro objeto de la misma especie. No solo el ejemplo es ingenioso, sino que Panaccio se ocupa de mostrar cómo puede dar cuenta de los distintos casos de los conceptos específicos de sustancias y de las diversas clases de conceptos connotativos que Ockham considera. Así y todo, resulta difícil entender qué puede significar algo así como una «postura» en una entidad, al fin de cuentas, inmaterial como lo es el acto de entender, en tanto accidente de una entidad inmaterial como el propio intelecto.

No es sencillo comprender la razón por la cual Ockham retiene la semejanza en una teoría que hace de los conceptos signos mentales. Porque si hay algún rasgo que distingue al signo, es que no necesita ser semejante a aquello que es significado. Se replicará que para Ockham el universal mental no es un signo sin más, sino un signo natural, y quizá la semejanza es precisamente lo que lo distingue de los otros signos convencionales. Pero el caso es que tanto la notitia abstractiva universal como la notitia intuitiva del singular son signos naturales, pues funcionan como términos del lenguaje mental. Ahora bien, como bien señala Panaccio, ambos, la notitia abstractiva y la notitia intuitiva son semejanzas del objeto, y sin embargo, en el caso de la última, “es la causalidad, más que la semejanza, la que determina la significación”.57 En el ejemplo predilecto de Ockham, el del humo que es signo del fuego, alguien podría pensar que le atribuimos ser signo, porque el humo tiende naturalmente hacia arriba o es tan sutil como el fuego. Pero, en verdad, no es por dicha semejanza que solemos interpretar al humo como un signo del fuego. Lo relevante parece ser más bien el factor causal en juego, que es lo que, por otra parte, sí se ajusta más a la concepción de Ockham. El universal mental es como un efecto de la acción natural del objeto en el intelecto, a la cual el intelecto responde o «reacciona» con la producción de dicho signo.

La actitud de Ockham puede pensarse como una concesión a un lenguaje tradicional largamente asentado en las fuentes. En particular, no puede desconocerse el peso que tiene para todo el pensamiento medieval la semejanza atribuida a las pasiones del alma en el triángulo semántico del De interpretatione. Sin embargo, un autor como Ockham podría con mayor o menor dificultad salir de ese inconveniente con una simple formalidad: no sería la primera ni la última vez que se manipula una tradición textual o se resignifica la intentio auctoris conforme a una interpretación divergente. Da la impresión de que se trata de algo más serio. Como en todos los autores anteriores, la noción de semejanza parece tener un valor especial para dar cuenta de la objetividad de los conceptos. El nominalismo ockhamista, está demás decirlo, no es ningún tipo de “constructivismo”. Los conceptos universales no se corresponden con ninguna cosa universal extra animam, pero no dejan de dar cuenta de la naturaleza misma de las cosas.

5. A modo de conclusión

Cabe preguntarse por qué razón autores con aproximaciones y tesis tan disímiles como Aquino, Olivi y Ockham coinciden en acudir a la noción de semejanza para explicar la naturaleza del conocimiento. En el caso de Tomás de Aquino, es probable que se trate de una noción que le permite dar cuenta de las diversas situaciones cognitivas que un teólogo debe considerar. No siempre se tiene en cuenta el hecho de que la teoría del conocimiento medieval no se agota, ni mucho menos, en el conocimiento intelectual humano, sino que debe abarcar también los intelectos superiores: el angélico y el divino. Y en cada uno de ellos, debe considerar el conocimiento de sí mismo, y el de la realidad distinta de sí, según el caso, de una realidad inferior o superior -v.g., el conocimiento que puede alcanzar el hombre de Dios, el que Dios puede tener de sus creaturas, el que el ángel puede tener de Dios y de los hombres, etc.-. En este complejo panorama, el conocimiento por semejanza equivale al conocimiento “por especies”, es decir, por un quo o un instrumento que permite el conocimiento, sea proveniente del exterior sensible -en el caso del hombre- sea proveniente de una fuente externa superior -Dios, en el caso de los ángeles-. Lo que verdaderamente se opone al conocimiento por semejanza es el conocimiento que no es por especies, esto es, el conocimiento por esencia, que abarca los casos tan dispares del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y el conocimiento de Dios que el hombre alcanza en la condición de la bienaventuranza.

En el caso de Olivi, puede conjeturarse que la adopción de la semejanza resulta algo así como una señal de fertilidad explicativa en un planteo teórico que ha invertido radicalmente los términos del adversario. No habiendo influencia de especies externas, el conocimiento debe explicarse a partir de la sola espontaneidad del acto cognitivo. Lo que los demás explican a través de especies, Olivi debe explicarlo a partir de los solos principios de los actos anímicos. Dar cuenta acabadamente del fenómeno del conocimiento, según parece, sigue siendo explicar cómo se verifica la semejanza que todos admiten debe darse entre el cognoscente y lo conocido. Será entonces el propio acto cognitivo el que deba configurarse a sí mismo y convertirse en semejanza, y no en una más, sino en la semejanza más expresa y adecuada, mucho mejor que aquella que los partidarios de las especies quieren prometer.

El caso de Ockham representa sin lugar a dudas el más difícil. Cuesta entender por qué se conserva la semejanza cognitiva de los conceptos, no tanto por el lugar común de un “economicismo” presto a eliminar expedientes teóricos ante la menor duda, sino porque verdaderamente uno se pregunta si el nuevo marco conceptual que Ockham ha instalado tan laboriosamente no puede prescindir perfectamente de la semejanza. El que Ockham quiera mantener la validez de la semejanza cognitiva podría revelar una intención de no querer apartarse totalmente del marco conceptual de la tradición, o al menos, no con la radicalidad que cierta historiografía le ha querido atribuir.

El análisis de los tres autores considerados no basta para establecer una conclusión general que se extienda a todo el pensamiento medieval, pero permite manifestar una cierta tendencia. Mientras que otras vertientes del pensamiento filosófico medieval como la falsafa o filosofía islámica han pensado el conocimiento intelectivo más bien a partir de la coincidencia con lo inteligible, la natura o la intentio, el pensamiento medieval cristiano muestra una cierta predisposición o preferencia a incluir o incluso priorizar noción de semejanza. Los autores tardomedievales parecen haber hallado en dicha noción un recurso conceptual provechoso para la diversidad de fenómenos cognitivos con los que debe tratar y, al mismo tiempo, lo suficientemente «plástico» como para adecuarse a diferentes modelos teóricos. Ello es una buena muestra de cómo la evolución del pensamiento filosófico no siempre se da con la creación de un nuevo repertorio conceptual, sino con la resignificación de uno heredado o incluso asentado en una larga tradición.

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1 Aristóteles, De anima, II 5, 417a9-13; II 5, 417a21-417b2: II 5, 417b29-418a1.

2 Aristóteles, De anima, II 5, 417b2-16.

3 Aristóteles, De anima, I 2, 404b16-18; I 2, 405b13-17; I 5, 409b26-28; I 5, 410a23-25.

4Aristóteles, De anima, II 5, 417a18-20; traducción de Marcelo Boeri: Aristóteles, Acerca del alma. De anima (Buenos Aires: Colihue, 2010) 91.

5 Aristóteles, De anima, II 5, 417b2-5.

6 Aristóteles, De anima, II 5, 418a3-6.

7 Aristóteles, De anima, III 4, 429b29-430a1.

8Aristóteles, De anima, III 7, 431a1-2. La frase se repite en III 5, 430a19-20.

9 Aristóteles, De anima, III 8, 431b20-432a3; Aristóteles, Acerca del alma, 161.

10 Aristóteles, De interpretatione, 1, 16a3-8.

11 Tomás de Aquino, Sentencia libri de animae, II, lect. 24, §§ 2-3.

12 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I q. 78, a. 1.

13 Aquino, Summa Theologiae, I q. 84, a. 3.

14 Aquino, Summa Theologiae, I q. 84, a. 7, ad 2um.

15 Aquino, Summa Theologiae, I q. 85, a. 1, ad 3um.

16 Aquino, Summa Theologiae, I q. 85, a. 2.

17 Aquino, Summa Theologiae, I q. 85, a. 2.

18En rigor, la cantidad de textos que avalan la identidad formal y la semejanza es tan pareja, que ha permitido a los intérpretes ecuaciones diversas: Panaccio entiende que las expresiones de la identidad formal deben entenderse más bien en términos de semejanza, y Perler, al revés: Claude Panaccio, “Aquinas on Intellectual Representation,” en Ancient and Medieval Theories of Intentionality, ed. Dominik Perler (Leiden: Brill, 2001) 185-201; Dominik Perler, “Essentialism and Direct Realism: Some Late Medieval Perspectives,” Topoi 19 (2000): 111-122.

19 Aquino, Summa Theologiae, I q. 85, a. 2, ad 1um.

20 Aquino, Summa Theologiae, I q. 85, a. 2, ad 2um.

21 Aquino suele citar o a aludir a Boecio cuando caracteriza la semejanza como «la misma cualidad de las cosas diferentes»: Scriptum super Sententiis, I d. 7, q. 2, a. 2, qc. 1, ad 2um; I d. 34, q. 3, a. 1, arg. 2; I d. 48, q. 1, a. 1; Quaestiones disputate de potentia Dei, q. 8, a. 3, ad 15um.

22 Tomás de Aquino, Quaestiones disputatae de veritate, q. 2, a. 3, ad 9um.

23 Aquino, Quaestiones disputatae de veritate, q. 2, a. 5, ad 5um.

24Aquino, Quaestiones disputatae de veritate, q. 3, a. 1, ad 3um.

25 Aquino, Quaestiones disputatae de veritate, q. 8, a. 1.

26 Aquino, Quaestiones disputatae de veritate, q. 8, a. 11, ad 3um.

27 Aquino, Quaestiones disputatae de veritate, q. 10, a. 4.

28 Robert Pasnau, Theories of Cognition in the Later Middle Ages (Cambridge: Cambridge University Press, 1997).

29 José Filipe Silva, Juhana Toivanen, “The Active Nature of the Soul in Sense Perception: Robert Kilwardby and Peter Olivi,” Vivarium 48 (2010): 245-78.

30 Pedro de Juan Olivi, Quaestiones in secundum librum Sententiarum, ed. B. Jansen (Florencia: Quaracchi, 1926), q. 58, II, 468-70.

31 Pedro de Juan Olivi, Quaestiones in secundum librum Sententiarum, q. 58, II, 469.

32 Olivi, Quaestiones in secundum librum Sententiarum, q. 58, ad 14um, II 461-462

33 Olivi, Quaestiones in secundum librum Sententiarum, q. 58, II, 63-64.

34 Dominik Perler, Théories de l’intentionnalité au moyen âge (Paris: Vrin, 2003) 62-69.

35 Carlos Martínez Ruiz, “En los orígenes de la teoría escotista de la intencionalidad: Odón Rigaud y Pedro de Juan Olivi,” en Estudios sobre lenguaje, conocimiento y realidad en la Baja Edad Media, ed. Carlos Martínez Ruiz (Córdoba: Brujas, 2014) 143-67.

36 Olivi, Quaestiones in secundum librum Sententiarum, q. 72, III, 35-6.

37Han Thomas Adriaenssen estructura el debate sobre el que se pronuncia Olivi en dos ejes: Actividad-Pasividad (según cómo se interprete el papel del alma en la adquisición del conocimiento) y Causalidad-Similaridad (según qué factor explique la función representativa del conocimiento originado en el alma), y entiende que, por mucho que Olive sea ubicado en el primer eje del lado de la Actividad, en el segundo, se coloca en el de la Similaridad. Han Thomas Adriaenssen, “Peter John Olivi on Perceptual Representation,” Vivarium 49 (2011): 324-352.

38 Guillermo de Ockham, Summa logicae I 1 en Opera Philosophica I [OPh I], ed. Ph. Boehner, G. Gál, S. Brown, (St. Bonaventure, N.Y.: The Franciscan Institute, 1974) 713-25; 846-52.

39 Ockham, Summa logicae I 64-65; OPh I, 195-199.

40 Claude Panaccio, Le discours intérieur de Platon à Guillaume d’Ockham (París: Seuil, 1999).

41 Guillermo de Ockham, Scriptum in librum primum Sententiarum Ordinatio, prol. q. 1 en Opera Theologica I [OTh I], ed. G. Gál, S. Brown (St. Bonaventure, N.Y.: The Franciscan Institute, 1967) 306-3312.

42 Guillermo de Ockham, Quaestiones in librum secundum Sententiarum (Reportatio), q. 13; Opera Theologica V, ed. G. Gál, R. Wood (St. Bonaventure, N.Y.: The Franciscan Institute) 2686-11.

43Se ha sostenido la hipótesis de que esta primera doctrina de Ockham equivale o es asimilable a la posición de Herveo de Natal: Francis E. Kelley, “Some Observations on the ‘Fictum’ Theory in Ockham and its Relation to Hervaeus Natalis,” Franciscan Studies 38 (1978): 260-282.

44 Philoteus Boehner, “The Realistic Conceptualism of William Ockham,” Traditio 4, (1946): 307-335; Gedeon Gál, “Gualteri de Chatton et Guillelmi de Ockham controversia de natura conceptus universalis,” Franciscan Studies (1967): 191-212.

45 Ockham, Scriptum in librum primum Sententiarum Ordinatio, d. 2, q. 8, en Opera Theologica II [OTh II], ed. S. Brown, G. Gál (St. Bonaventure, N.Y.: The Franciscan Institute, 1970), 27114-27213.

46 Ockham, Scriptum in librum primum Sententiarum Ordinatio, d. 2, q. 8; OTh II, 27213-19.

47 Ockham, Scriptum in librum primum Sententiarum Ordinatio, d. 2, q. 8; OTh II, 2821-4.

48 Ockham, Scriptum in librum primum Sententiarum Ordinatio, d. 2, q. 8; OTh II, 28316-22.

49 Guillermo de Ockham, Expositio in librum Perihermeneias Aristotelis, § 7, en Opera Philosophica II [OPh II], ed. A. Gambatese, S. Brown (St. Bonaventure, N.Y.: The Franciscan Institute, 1978) 36035-36145.

50 Ockham, Expositio in librum Perihermeneias Aristotelis, § 10; OPh II, 37027-37134.

51 Ockham, Scriptum in librum primum Sententiarum Ordinatio, d. 2, q. 8; OTh II, 28812.

52 Ockham, Expositio in librum Perihermeneias Aristotelis, § 10; OPh II, 37134-35.

53 Guillermo de Ockham, Quaestiones in librum Physicorum Aristotelis, q. 6, ad 1um; en Opera Philosophica VI, ed. S. Brown (St. Bonaventure, N.Y.: The Franciscan Institute, 1984) 40853-69.

54 Marilyn McCord Adams, William Ockham (Indiana: University of Notre Dame Press, 1987) 111-133.

55 Claude Panaccio, Ockham on Concepts (Aldershot: Ashgate, 2004) 119-143.

56 Panaccio, Ockham on Concepts, 123.

57Panaccio, Ockham on Concepts, 12.

Recibido: 20 de Febrero de 2020; Aprobado: 08 de Abril de 2020

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