Introducción: visiones medievales en torno a la naturaleza
El cosmos, el universo y la naturaleza fueron tópicos de gran interés en el Occidente medieval. Es posible reconocerlos ya en el mismo Génesis bíblico. Allí, elementos geográficos (tierra, mares) y celestes (cielo, sol, luna, estrellas) se muestran como espacios naturales vírgenes creados por Dios.1 A estos entornos fueron sumadas las hierbas y sus semillas generadoras de árboles con frutos,2 así como animales terrestres, acuáticos y volátiles.3 Al término de esta orquestación divina, Dios creó al hombre y de él surgió la mujer, para que el primero ejerciera su poder sobre el resto de los seres vivos.4 Este hecho bíblico da cuenta del ímpetu humano de dominar el medio y de utilizar sus recursos para su propio provecho tanto en el cultivo de la tierra, como en la actitud de Adán de nominar a los animales. Bajo estas premisas, posteriormente los Padres de la Iglesia tradujeron las relaciones entre el hombre y el animal en términos teológicos,5 haciendo extensibles estos aspectos simbólicos a plantas y minerales. Así, los componentes de la naturaleza resultaron medios de manifestación de la disposición divina del cosmos y herramientas de ordenamiento de las ideas sobre la totalidad de lo creado, su funcionamiento y sus significados trascendentes.6
Otro concepto fundamental derivado del Génesis consistió en el énfasis que el pensamiento medieval le otorgó a la capacidad generadora divina,7 la cual se multiplica y se desdobla en el propio accionar de la naturaleza, en sus dinámicas de surgimiento, mutación, muerte y renovación condensadas en las voces physis y natura.8 Su constante metamorfosis fue ampliamente dirimida en la poesía latina antigua incluyendo desde el De rerum natura de Lucrecio hasta las mismas Metamorfosis ovidianas,9 obras difundidas en los ámbitos monásticos y letrados medievales siendo trasvasadas a parámetros cristianos.10 De esta manera, la Edad Media resaltó la ineludible fuerza vital de la naturaleza, regida por Dios y tendiente a manifestar las verdades eternas11 a partir del protagonismo de lo simbólico. Los fundamentos neoplatónicos desarrollados ya por Plotino, incluyeron pensar la figura animal en base a los conceptos de copias y de belleza en sí según las polaridades binarias de lo sensible y lo inteligible.12 El Medioevo consideró en reiteradas ocasiones a los elementos de la naturaleza como portadores de otros significados.13 Animales, plantas y minerales fueron releídos a partir de códigos visuales y culturales específicos (doctrina cristiana, heráldica, entre otros) proyectando sobre ellos otros sentidos posibles.14 Así, el cordero podía evocar a Cristo o la flor de lis a la dinastía de los Capetos, respectivamente. En De Doctrina Christiana, Agustín también aludió a marcas o signa, a símbolos sagrados o sacramenta, y a diversos exempla,15 mientras que más tarde, en su Expositio in Hierachiam caelestem, Hugo de Saint Victor refirió a la combinación de formas visibles consignadas a “mostrar” aquellas invisibles.16 El mismo Physiologus, tratado naturalista moralizante escrito aproximadamente en el siglo II sobre el cual se estructuró la literatura de bestiarios,17 también respondió a este ideario sustentado en lo simbólico en tanto sistema de interpretación de lo mundano mediante herramientas de orden exegético.18
Sin embargo, los siglos XII y XIII promovieron nuevas posturas de inspiración aristotélica, causal y empírica que coexistieron con la extendida posición simbólica. Mientras que los tratados animalísticos de Aristóteles se difundieron en mayor medida a partir de la segunda mitad del siglo XIII, la Física, los Meteorológicos y Sobre el cielo circularon ya en el siglo XII.19 Comenzaron a ser tempranos temas de interés los aspectos cosmológicos, metafísicos y naturalistas, así como también la necesidad en entender las leyes de la naturaleza, impulsada por la ciencia árabe, seguidora a su vez de la antigua sabiduría griega y helenística.20 En esos siglos se gestó, promovida por la escolástica que tradujo y comentó con creces las obras aristotélicas, una comprensión metódica del cosmos y de la naturaleza, considerada ésta última como una concatenación causal igualmente vinculada con lo divino.21 Estas tendencias adquirieron gradualmente connotaciones relacionadas con la observación empírica y la correlación sintética de causas.22
Este viraje de pensamiento de esos siglos fue acompañado en paralelo por el enorme éxito y difusión que alcanzaron en el Occidente medieval los bestiarios en formato códice, los cuales también dieron cuenta de la fusión de perspectivas naturalistas. Pese a ser compendios descriptivos de animales con fines cristianos moralizantes,23 como muchos de los herbarios24 y lapidarios, buscaron identificar y organizar de diversas maneras las especies creadas. Los bestiarios latinos a partir del siglo XIII empezaron a integrar fragmentos de los tratados animalísticos aristotélicos, difundidos en gran medida gracias a sus traducciones al árabe, incluyendo las comentadas por Avicena.25
Del mismo modo, hacia finales del siglo XIII, el triunfante discurso franciscano basado en la humildad, la pobreza y la misericordia también implicó la idea de convivencia entre el hombre y el resto de las criaturas, parámetros comunes a la posición aristotélica e incluso a la de san Pablo.26 La prédica a las aves por san Francisco fue un episodio ampliamente difundido en el marco de las Vidas de Celano y de la Leyenda Mayor de Buenaventura de Bagnoregio,27 así como también se hizo patente la idea de comprensión del animal a partir de la palabra cristiana en la obra anónima del siglo XIV, I fioretti di San Francesco. El relato cuenta que el santo intercedió ante un lobo que atacaba Gubbio: lo reconoció como a un hermano más y lo instó a abandonar sus malas acciones prometiendo darle comida; tregua que sellaron con un “apretón” de mano y pata respectivamente.28 Por ende, el siglo XIII marcó un antes y un después en cuanto a integrar la tradición simbólica con una actitud más experiencial y activa hacia la naturaleza, tendiente a buscar dominar las causas de los fenómenos naturales.
El bosque: su imaginario y simbolismo en relación con el tópico espacial
Dentro de esta paulatina constelación de ideas sobre el ámbito natural, el bosque se posicionó como un particular tópico de pensamiento y de representación medieval.29 Al tratarse de amplios sectores de tierras en donde la vegetación se expande de manera ilimitada, fue considerado una vasta fuente de recursos y un ámbito de permanente renovación e impulso vital. No obstante, también resultó un sitio misterioso al contener peligros inminentes. En él, el hombre pierde todo control y está supeditado a su caprichoso discurrir. Es la tierra del revés. Los árboles, cuyos troncos y copas a simple vista parecen similares, conducen a rutas laberínticas. Fieras salvajes lo surcan,30 así como es habitado por numerosas especies herbolarias con plantas benéficas pero también con otras mortales. Michel Pastoureau refirió a la presencia de personajes “al margen” de las reglas sociales y la vida comunitaria en el contexto del bosque:
Éste es el lugar de los encuentros y de las metamorfosis. Se va allí para escapar del mundo, para buscar a Dios o al Diablo, para reencontrarse con las raíces, para entrar en contacto con las fuerzas y los seres de la naturaleza. Toda estadía en el bosque convierte al hombre en un silvaticus, un ‘salvaje’.31
Desde ermitaños, hasta el desarrollo de prácticas consideradas paganas y de actividades delictivas, el bosque medieval involucró entonces una verdadera encrucijada de sentidos.
Así, la foresta resultó en el Medioevo un espacio natural discursivo en cuyo plano simbólico se debatieron diálogos y tensiones. Es menester incorporar la noción establecida por Paul Zumthor del bosque como un no lugar, por su espacialidad inconmensurable y desconocida. A diferencia de los sitios sagrados y de los lugares conocidos y habitados, este no lugar (así como también lo eran el desierto, las montañas32 y el mar) involucró una parte de la naturaleza inhóspita de dimensiones ilimitadas.33 El bosque fue considerado un espacio opresivo, devorador y salvaje, que podía tornarse un camino de aprendizaje espiritual para el ermitaño, pero fundamentalmente fue “(…) el «no lugar» del bandido, del caballero felón, del siervo rebelde, de todos los fuera de la ley”.34 Su densidad y peligrosidad propiciaron su uso como fronteras defensivas y se lo intervino creando trampas con árboles y malezas espinosas para dificultar el avance de las tropas enemigas.35
Como postuló Zumthor respecto del ailleurs medieval en tanto espacio apartado del aquí y enclave de la naturaleza distante desconocida,36 el bosque medieval desempeñó un papel básico en la conciencia de un adentro-afuera y un aquí-allá.37 Los núcleos citadinos amurallados medievales estaban rodeados por aldeas, villas y campos para el cultivo; y todo ello a su vez estaba circundado por el vasto sector de los bosques (tanto los de reserva como los comunales). Podríamos pensar esquemáticamente estas espacialidades a partir de una disposición de adentro hacia afuera, de la cultura a la naturaleza en su estado más puro, del mayor dominio del hombre a su total incapacidad de dominio sobre el medio (Figura 1).
El mismo Isidoro de Sevilla diferenció en sus Etymologiae espacios cultos e incultos, es decir, aquellos propicios o no para el cultivo y la domesticación de animales, con mayor o menor incidencia humana. Mientras caracterizó al campo por ser un espacio llano, extenso y abierto que puede ser caminado con comodidad,38 convino al bosque por sus densas arboledas que hacen que la luz se torne casi impenetrable, aunque en su interior podía albergar luces producidas por la realización de prácticas y ritos paganos.39 También indicó que los antiguos denominaron a los campos incultos (bosques y prados) como rura, mientras que los campos cultivados fueron llamados ager.40 Entonces, las tierras cultivadas fueron espacios de producción accesibles, pautados y planificados. No obstante, la foresta no respondió a esa lógica: en ella, no hay leyes posibles, pues la vegetación y los animales salvajes que la habitan se comportan sin ninguna estipulación. En el bosque, la naturaleza muestra su poder sobre el humano y este establece un reto por lograr su dominio. Pese a que son espacios que se complementan, el bosque, el campo y la ciudad demarcan diferentes gradaciones de poder de acción de la naturaleza y de la esfera humana.
El fresco de Ambrogio Lorenzetti dedicado a mostrar los efectos del bien común en el campo responde con creces a estas relaciones espaciales (Figura 2). Esta obra, ubicada en el muro oriental de la sala de reuniones del Gobierno de los Nueve en el Palacio Público de Siena, forma parte de un programa pictórico cívico-alegórico mayor realizado en conmemoración del jubileo de la Batalla de Montaperti de 1260, en la cual resultó victoriosa la Siena gibelina sobre la Florencia güelfa. La necesidad de mostrar desde el discurso visual una política ideal dirigida al beneficio común y sus consecuencias positivas en el campo y en la ciudad, así como aquellas negativas si se priorizase el bien propio,41 fue el móvil principal de este encargo ejecutado entre 1338 y 1339.
Fuente: Google Art Project, User: DcoetzeeBot, Wikimedia Commons (Public Domain) [Consulta: 04/02/2021] Disponible en línea, URL: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Ambrogio_Lorenzetti_-_Effects_of_Good_Government_in_the_countryside_-_Google_Art_Project.jpg
Luego de la escena protagonizada por alegorías y virtudes femeninas que rodean al Comune di Siena y de los resultados de su gobierno justo sobre la urbe, está representada la muralla de la ciudad y su puerta rematada con la figura de la mítica loba junto con Rómulo y Remo.
Le sigue la seguridad (securitas) como una victoria alada clásica portando una cartela que refiere a transitar sin miedo el franco camino -casi en el sentido isidoriano respecto del campo- y a trabajar la siembra.42 Al mismo tiempo, esta figura abre la visión a una perspectiva caballera para mostrar las bondades del campo. Este punto de vista cenital que hace del cielo una franja mínima,43 es introducido por personajes ecuestres cazando a partir de la cetrería acompañados por perros,44 quienes surcan la colina por un camino junto con campesinos que llevan animales de carga y un cerdo. Les siguen grupos que realizan la cosecha de viñedos y de granos. En el sector superior derecho continúan las colinas mostrando las tierras sienesas prolijamente sembradas, alternadas por casas de campo, castillos, arbustos y árboles. Más allá de estas áreas de actividad agrícola emerge el bosque repleto de elevaciones, montañas y arboledas. Esta distinción espacial se corresponde con lo esbozado anteriormente: el ámbito amurallado de la ciudad, es sucedido por las tierras de cultivo, y estas por el denso bosque que todo lo circunvala. En él, los árboles más cercanos se muestran talados, signo de la concurrencia de leñadores. Tal intención de exponer el ideal idílico del bosque dominado, pronto se desvanece: más atrás, la abundante vegetación ahoga toda posible esfera de planificación humana. Al fondo, en el extremo superior derecho, aparece un castillo adjudicado al de Talamonte, del que había tomado posesión el Gobierno de los Nueve, mencionado en La Divina Comedia de Dante Alighieri.45
La pintura de Lorenzetti conformaría una vista en alzado del esquema sintético de la organización espacial medieval. No sólo interviene en él un planteo de espacios traducidos a la composición, sino también una diferenciación cromática que refuerza su identificación. Se pasa de ocres y amarillos intercalados por sectores verdosos que representan los campos, a un área de enorme variedad de verdes, prevaleciendo los oscuros azulinos que remiten a distancias infinitas.46 El pasaje del dominio humano a la naturaleza indómita es evidente.47
Los verdes en los bosques; el bosque en los verdes
Por otra parte, el término viridis, utilizado para designar al color verde, tuvo un extenso uso tanto en el latín clásico como en el medieval. Pastoureau indicó que ya desde la Antigüedad romana, sus tramas etimológicas (vivere, vis, ver, virtus) lo relacionaron con la idea de fuerza vital, derivando en diferentes tipos de verdes: oscuro (perviridis), pálido (subviridis), herbáceo (herbeus), brillante (vitreus), grisáceo azulado (glaucus), amarillento (galbinus), entre otros.48 Estas variantes tuvieron un importante anclaje en la concepción de los espacios naturales. La pureza e intensidad del verde atravesado por la luz, con sus brillos y reflejos fueron características adjudicadas a la esmeralda por parte de Isidoro de Sevilla.49 El paralelo de esta piedra con la naturaleza residió en subrayar su alto grado de pureza, el cual si bien le fue otorgado por esta y se acrecienta en contacto con aceite, es inigualable al verdor de cualquier hierba o árbol.50 Dentro de su clasificación de gemas verdes, Isidoro prosiguió con los parentescos de los tonos verdosos con ciertos componentes naturales y vegetales (como la crisoprasa o la sagda con el néctar del puerro),51 aludiendo también a diferentes transiciones verdosas oscuras o claras, algunas con mezclas alternativas de otros colores (como el verde sombrío del heliotropo con pequeñas estrellas purpureas y betas rojas).52 Pese a tratarse de piedras, resulta clave esta temprana distinción entre diversos tipos de verdes por su grado de valor o pureza tonal ya que permite comprender de una manera más amplia su utilización en la representación de la naturaleza en el Medioevo.
Asimismo, la particular cualidad del verde en tanto tono “comodín”, neutro y medio dentro del sistema de valoración cromática medieval,53 así como su consideración dentro de los códigos de la vestimenta litúrgica,54 hizo que este adquiriera otras connotaciones al disponerse de manera adyacente a otros colores, como es el caso de la abrupta dupla verde- amarillo destinada a la vestimenta de bufones y locos.55
Igualmente, la pluralidad de tonos verdosos en términos de pigmentos, es decir, de materia prima pictórica se obtenía a partir de la disponibilidad de recursos según los contextos. Desde el universo mineral, el polvo de malaquita brindaba verdes más oscuros y profundos, mientras que la crisocola, verdes aturquesados, aunque más comunes eran los verdes pregnantes alcanzados por la combinación de componentes o por la acción de mordientes, como el sulfato de hierro oriundo del vitriolo verde o el verdín resultante del óxido de cobre inmerso en vinagre.56 Como indicó Pastoureau, los verdes pictóricos e incluso los de tintes para telas se conseguían de esas fuentes y no a partir de la mezcla de amarillo y azul, según lo evidencian los recetarios sobrevivientes anteriores a la época bajomedieval.57
Tal variedad de verdes fue utilizada por los artífices medievales para generar alusiones directas al ámbito natural en las imágenes, aunque también para propiciar determinados modos de lectura e identificación visual de los espacios representados. Apreciamos esto en una pequeña miniatura contenida en una copia de las primeras décadas del siglo XV, de la versión traducida al francés por Jean Corbechon correspondiente al De proprietatibus rerum de Bartholomaeus Anglicus, renombrada enciclopedia del siglo XIII58 (Figura 3). Las aldeas o pueblos representados aparecen prácticamente envueltos, contenidos y separados entre sí por espesos bosquecillos. La predominante vegetación es enfatizada por la fina rama con hojas que, a modo de filigrana fitomorfa, enmarca la ilustración y acompaña la bajada a la letra capital. No hay cielo ni horizonte. El espacio está comprimido y rebatido bajo un vocabulario plástico en el cual los verdes del suelo, que procuran indicar la hierba fresca y tierna del prado, se complementan a la vez que contrastan con los verdes oscuros de los árboles que ciñen la densidad de la foresta. El río también se muestra en perspectiva rebatida, surcando el espacio más cercano que aparece despojado y con tonos verdosos claros. Por el contrario, en la parte superior, las formas vegetales con verdes más sombríos y azulinos se multiplican y apelmazan, en señal de un bosque que se extiende hacia la lejanía, de la exuberancia y fuerza de la naturaleza que ahoga las construcciones humanas. Las diversas tipologías de verdes contribuyen por lo tanto a delimitar un aquí y un allá (ailleurs medieval), los espacios conocidos cercanos tamizados por lo inhóspito.59
Source: gallica.bnf.fr / Bibliothèque nationale de France, Département des Manuscrits, [Consulta: 04/02/2021] Disponible en línea, URL: https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/btv1b100238529/f460.item
Una propuesta espacial más compleja, propia de la floreciente drôlerie de manuscritos góticos franceses del siglo XV,60 la encontramos en el folio 176r del Libro de Horas de Marguerite d’Orléans (Heures de Marguerite d'Orléans) (Figura 4). Allí santa Margarita irrumpe del vientre del dragón diabólico como referencia visual de su antífona introducida por el titulus en rojo De Sainte Marguerite antiene, que a su vez refuerza las conexiones entre la dueña del códice y su santa patrona. En los márgenes abunda un gran horror vacui fitomorfo que, entrelazando flores y animales diversos, integra otras figuras y escenas secundarias: una suerte de montículo con frutos, una damisela con un hilado y cuadrúpedos bebiendo agua de un río, y una pareja de dragones que flanquean a dos ángeles portantes de la heráldica de Marguerite y de su cónyuge, Richard d’Étampes. No obstante, destaca el bosquecillo marginal ubicado a la derecha y a la misma altura que la foresta del fondo de la miniatura central. Este último ámbito natural y salvaje, plagado de alimañas tales como puercoespines, serpientes y dragones que connotan los peligros espirituales que la santa está venciendo, presenta una continuidad visual y simbólica respecto del puercoespín y del bosque marginal, poblado a su vez de leones, dragones y de un voraz jabalí.61 Los árboles de largos troncos y copas con contrastantes verdes oscuros se organizan en ambos casos en pequeños grupos -aunque para aludir a una gran cantidad-,62 y anclan lazos conceptuales con el ideario medieval del bosque como espacio lejano, desconocido y agreste. Es en esa arbitrariedad propia de la naturaleza en estado puro en donde el diablo encuentra un sitio propicio en el que desatar sus fuerzas, encarnadas aquí por bestias, dentro de las cuales predominan fieros cuadrúpedos y dragones.63 La misma práctica medieval de la caza mayor o montería ejecutada por los sectores nobles y regios, además de implicar la obtención de recursos como carnes y pieles, y de ser una preparación para la guerra,64 envolvía el acto simbólico de jerarquización del jinete vencedor en su lucha contra el poder demoníaco condensado en bestias salvajes como el oso,65 el leopardo o el jabalí; este último, particular representante del bestiario del diablo por su ferocidad, sus colmillos, y su aspecto físico peludo y hediondo.66 Estos aspectos son enfatizados en la ilustración por la evidente distinción de verdes plasmados en los árboles de ambos bosques, en comparación con las hojas que surgen de las ramas de la drôlerie, de tintes más claros intercalados con amarillos. Pese a que en esta ocasión se buscó crear un ritmo visual fitomorfo genérico y ornamental, esta elección cromática propicia la idea de que estos elementos naturales están más cercanos al espectador, en contraposición a los verdes oscuros del bosque que retroceden visualmente respecto del plano de representación.
Source: gallica.bnf.fr / Bibliothèque nationale de France, Département des Manuscrits, [Consulta: 04/02/2021] Disponible en línea, URL: https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/btv1b52502614h/f363.item
Siguiendo esta línea de análisis, es posible identificar otras representaciones de la naturaleza próxima, cercana y cotidiana habitada por hierbas, plantas y flores específicas en folios del mismo códice. Estas aparecen con frecuencia a los costados o en escenas a modo de friso ubicadas en la parte inferior de los márgenes. Allí el mundo vegetal, expresado mediante verdes claros y amarillentos alusivos a brotes tiernos y nuevos, expresa su constante crecimiento e interacción con figuras humanas diversas. Tales composiciones anclan sus significados en el ideario medieval en torno al jardín (monástico con el ideal del hortus conclusus, referente directo de la pureza de María, así como a la expresión terrena del Jardín del Edén o Paraíso celeste67, o aquellos residenciales privados de nobles), ligado también al huerto: a una naturaleza domesticada por la acción humana. Todos ellos implicaron una vegetación planificada. Si el huerto o determinados tipos de jardines posibilitaban la extracción de recursos para su consumo, incluyendo hierbas para usos medicinales, el vergel (como aquel descrito en el poema Roman de la Rose de inicios del siglo XIII) involucró la abundancia de verdes y de otros colores para el deleite sensorial, la evocación de la armonía, la primavera, la juventud y el cortejo amoroso.68 Estas concepciones estaban totalmente ligadas al imaginario bucólico del locus amoenus derivado de la visión de los Campos Elíseos en la literatura latina de Ovidio y Virgilio.69 Al mismo tiempo, los jardines y huertos medievales fueron deudores de los jardines de las villas romanas y de escritos sobre el campo y la naturaleza, como de De arboribus de Columela y De re rustica de Varrón.70
La profusión de esta naturaleza controlada se muestra en las imágenes bajomedievales no sólo por medio de la repetición, concentración y entramado de hojas, flores y frutos creando en ocasiones texturas visuales extremadamente complejas,71 sino también en la inclusión de una mayor mixtura de verdes claros en contraste con otros oscuros. Los márgenes inferiores de ciertos folios pertenecientes al mencionado manuscrito de Marguerite d’Orléans exploran estas aristas de representación.72 Se despliegan en ellos escenas alusivas al huerto, al jardín cultivado y a los campos, con personajes en procesión cortesana, en cortejo amoroso, realizando la actividad de la cetrería y otros efectuando labores campestres.73 Determinadas plantas, cuidadosamente representadas e identificables, parecen haber salido de un genuino herbario. Dentro de las flores reconocibles, destaca el aciano con sus características hojas delgadas y flores lilas de pétalos dentados (f. 161v), así como la violeta con sus flores de cinco pétalos y hojas puntiagudas (f. 172 r). Además de árboles como el castaño (f. 144r), los frutos no quedan atrás. Las plantaciones de moras (f. 169r) y de uvas en plena vendimia (f. 168r) se complementan con la representación particular del madroño (f. 179r) con sus bayas de aspecto granulado, peludo y carnoso, asumiendo la amplitud de las tonalidades reales que alcanzan estos frutos en su proceso de maduración: los hay verdes, amarillos, anaranjados y rojos (Figura 5). Sus pequeñas hojas verdes muestran también la sapiencia medieval sobre este fruto conocido: algunas fueron pintadas con una mitad ocre amarillenta y otra verdosa, junto con aquellas que presentan una variedad de verdes claros contrastados con otros más apagados. Hombres y mujeres recolectan estos frutos en canastas, así como diversas aves las merodean. Esta imagen evidencia el impacto del corpus naturalista aristotélico y de la óptica sobre la visión empírica hacia la naturaleza, asentada con mayor fuerza en los siglos XIV y XV.74
Source: gallica.bnf.fr / Bibliothèque nationale de France, Département des Manuscrits, [Consulta: 04/02/2021] Disponible en línea, URL: https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/btv1b52502614h/f369.item
Examinar y pretender trasponer en imagen la morfología y cromaticidad particular de ciertas especies vegetales significó también darles un carácter identitario a plantas y espacios en contrapartida de otros más genéricos. El acento puesto en los detalles, en las texturas y en la multiplicidad de verdes intermedios y altos - con ocres amarillentos-, fue introducido como divergencia tácita respecto de los verdes oscuros destinados a los inciertos bosques lejanos.
Conclusión
Este particular recorrido teórico e iconográfico demuestra cómo la naturaleza y sus variantes resultaron tópicos muy presentes en la cosmovisión medieval. Esta fue pensada desde una multiplicidad de puntos de vista, a partir del posicionamiento físico e intelectual humano en relación con sus alcances de dominio sobre los espacios. Resultaron de gran pertinencia las categorías de lugar y no-lugar propuestas por Zumthor para comprender las ideas medievales disímiles en torno a la determinación del espacio en base a lo conocido y lo desconocido, lo visto y lo imaginado, lo cercano y lo lejano, lo dominado y lo indómito. Los vastos sectores de los bosques fueron diferenciados de las áreas de labor y hábitat cotidianas como el campo, y en el marco del burgo o ciudad, resultaron patentes el huerto y el jardín. A su vez, el vocabulario pictórico de los siglos XIV y XV supo reformular estas ideas a través de diversos recursos. La disposición de elementos naturales, fundamentalmente árboles y plantas agrupados, sirvió al reconocimiento inmediato de zonas boscosas, así como en ocasiones, la inclusión de bestias y alimañas salvajes características de esos espacios también contribuyó a identificarlos. La variedad de verdes fue otra táctica visual utilizada, pues casi prediciendo lo que apenas más tarde Leonardo Da Vinci teorizaría en relación a la perspectiva atmosférica, los tonos verdosos azulados, aturquesados y oscuros aparecen ya en estos momentos destinados a la representación de bosques lejanos. En cambio, verdes amarillentos, claros y estridentes, con frecuencia tamizados con tonos anaranjados y ocres, pretendieron forjar un mayor nivel de empatía y contacto visual con el receptor, al mismo tiempo que una idea de cercanía siendo utilizados para plasmar componentes o espacios naturales habituales y dominados por el hombre. Es en este punto donde la postura empírica logró amalgamarse a la visión simbólica, al representar detalles identitarios de la flora conocida a partir de fuentes visuales directas y/o indirectas. Lo próximo y lo dominado fue puesto progresivamente bajo la lupa, mientras que el inabarcable bosque continuó siendo un tópico fecundo de otredad espacial nutrido por un imaginario siempre prolífico.