1. Introducción
Si ponemos en conexión los pasajes de Confesiones (en adelante, conf.) 2, 51 y 10, 42, es posible considerar el proceso de conversión como consecuencia de un modo de leer, pues coloca a san Agustín, en cuanto lector y escritor, y a los lectores de conf., en movimiento hacia Dios; se trata, en definitiva, de un modo de leer que mantiene viva la esperanza de alcanzar la salvación3: «Y esto ¿para qué?» Esta noción de finalidad, que san Agustín considera en el acto de leer, implica también una reflexión sobre los reclamos éticos que penden sobre la creación literaria: atender a la salvación personal y, debido a ello, resultar accesible a todos. San Agustín consolida esta actitud frente al mensaje salvífico y frente a la literatura, entendida como un modo de encuentro con dicha salvación; desde sus orígenes, el cristianismo implicó formas literarias nuevas como la homilética o la adaptación de otras ya en uso desde antiguo, como el diálogo filosófico o el relato épico de tema bíblico4. En esta nueva perspectiva salvífica, escribir, leer o escuchar expresa un imperativo moral, no sólo en cuanto a problemas de retórica o de exégesis, sino fundamentalmente en el intento de clarificar la centralidad de Dios en la vida del hombre5. Ahora bien, ¿cómo escribir para ser leído provechosamente, desde la finalidad salvífica antes apuntada? ¿Cómo poner en movimiento al lector hacia Dios y hacia el prójimo? En una obra como conf., sobre cuyo género literario y sobre cuya unidad interna hay una discusión en curso, resulta complejo establecer con claridad la función del destinatario6. A pesar de ello, resulta factible hallar elementos que permitan una aproximación a las claves de lectura más significativas que san Agustín propone a sus lectores; en principio se trata de una preocupación extraña en el contexto literario de la Antigüedad Tardía y de la que incluso no hallamos correspondencia con el resto de la obra agustiniana.
¿Qué claves de lectura nos deja san Agustín7? Las hallamos justamente en los pasajes en que el autor reflexiona sobre la finalidad de la obra y en las citas de textos bíblicos, cuyo conocimiento está dado por supuesto; esta perspectiva nos permite comprender el horizonte común del diálogo del autor de conf. con sus lectores. El exordio de De utilitate credendi (en adelante, util. cred.) nos permite comprender más a fondo la perspectiva agustiniana:
…me siento obligado a descubrirte lo que yo pienso sobre el camino de hallar la verdad y de entrar en su posesión: su amor prendió con fuerza en nosotros ya desde los albores de la adolescencia. Es ésta una cuestión en que no fijan su mente vana muchos hombres, que, avanzados y extraviados en las cosas corpóreas, piensan que la única realidad auténtica es lo que se percibe por los cinco sentidos corporales. En su afán de superar y huir lo sensible, dan vueltas dentro de sí a las impresiones e imágenes percibidas a través de aquellos, y creen medir con toda precisión los entresijos inefables de la verdad valiéndose de la regla torpe y falaz recogida de aquellos. Es muy fácil, mi buen amigo, decir e incluso creer que hemos descubierto la verdad; pero al filo de la lectura irás conociendo la dificultad real que implica esta tarea. Continúo rogando a Dios que este escrito sea para ti y para cuantos lleguen a leerlo de utilidad y no de obstáculo. Alienta mi esperanza el deseo de servir a los demás sin ambición de un nombre vano o por fútil ostentación…8.
La dedicatoria sigue el modelo fijado por la preceptiva retórica: la persona a quien va dirigida la dedicatoria, Honorato, es un interlocutor privilegiado, en tanto que no comparte las premisas puestas en el discurso; en cuanto el destinatario seguía ligado al maniqueísmo, san Agustín se coloca en la posición de comprender qué liga a Honorato a este movimiento, más profundamente que él mismo9. Estas señales, que particularizan a un destinatario, no clausuran la posibilidad de otros interlocutores, es decir, de otros lectores: a todos les puede ser útil no sólo por la refutación implícita de las doctrinas de Mani, sino fundamentalmente porque el Hiponense declara que ello es fruto de la plegaria. En esta perspectiva, todo el mérito de su conversión está en Dios; si bien esto parece eclipsar al yo que escribe, pues el agradecimiento coloca el logro fuera de una dimensión estrictamente personal, en realidad percibimos que san Agustín sigue la actitud espiritual del salmista, en cuanto eleva su voz en nombre de todos los creyentes10. San Agustín no busca complacer a sus lectores señalando las bondades de leerlo; se limita, por el contrario, a agradecer a Dios por lo alcanzado hasta ese momento y como pedido de ayuda para poder profundizar el conocimiento de sí. Por esta razón, el exordio técnicamente no finaliza, porque no sigue un formato literario tradicional; debido a que está dirigido a Dios, todos los hombres están litúrgicamente incorporados en su plegaria de “hombre mortal”; en este punto, la adopción de la perspectiva del salmista permite a san Agustín ser evasivo respecto del género literario y, entonces, respecto del público.
Veamos cómo se aleja de los cánones clásicos, desde las líneas inaugurales de conf:
Grande eres, Señor, y digno de toda alabanza; grande es tu poder y tu sabiduría no tiene término. Pero quiere alabarte un hombre, una partícula de tu creación, un hombre ceñido por su inmortalidad, y por el testimonio de su pecado, y por el testimonio de que resistes a los soberbios. Sin embargo, quiere alabarte un hombre, una partícula cualquiera de tu creación. Eres Tú quien lo impulsa a deleitarse en alabarte. Porque nos hiciste para ti e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en ti.11
El testigo, que se presentaba en tercera persona en util. cred., se transforma aquí en el “tú” con quien dialogar acerca de su propia historia de pecado y redención. Que Dios sea el testigo implica que san Agustín no tenga que protestar de decir verdad, lo que sí había hecho ante Honorato. En conf. resulta, además, significativo que san Agustín no deslice su propio nombre: es un hombre que, en cuanto parte de la creación, dirige a Dios sus alabanzas; por ello, es importante tener presente aquí que las conf. comienzan por declarar la identidad de Dios. Podemos considerar a este procedimiento como un modo en que el yo se eclipsa a sí mismo en el relato.12 San Agustín se encuentra detrás de la expresión que universaliza las confesiones: homo circumferens mortalitatem suam, es decir, el hombre que busca alabar a Dios. No hallamos, en efecto, ningún rastro del autor, el cual, según el pacto constitutivo del relato autobiográfico debe coincidir con el protagonista, ni de sus padres; recién luego de un extenso prólogo eucológico, san Agustín comienza las referencias sobre sí mismo, con la indicación: nescio… unde venerim huc;13 como señalan algunos de los autores que han presentado este tema,14 se esperan, en una autobiografía, los datos referenciales del protagonista, que, sin embargo, san Agustín pasa por alto, para entrar de lleno en el plano existencial, con la incisiva pregunta que busca poner de manifiesto la ignorancia de los hombres sobre sí mismos: “¿Qué es lo que quiero decir, Señor, sino que ignoro de dónde he venido a dar aquí, a esta, por así decir, vida que muere, o a esta muerte que vive?”15.
Esta actitud se mantiene a lo largo del libro I, en el cual presenta la infancia, desde el período prenatal, como una época particularmente oscura de la vida; por el contrario, la biografía tradicional helenístico-romana16 relataba, en esta misma etapa, los prodigios de todo orden que anunciaban el nacimiento y consolidación de una personalidad excepcional. La niñez narrada en conf. no tiene nada de excepcional, sino que, por el contrario, se trata de una reconstrucción a partir de la observación de otros niños, pues nada se puede saber por sí mismo17.
El pacto autobiográfico de conf. no pasa por la declaración explícita de identidad del protagonista ni por la coincidencia entre narrador y autor, sino que se expresa en los términos siguientes: “l'emploi de titres ne laissant aucun doute sur le fait que la première personne renvoie au nom de l'auteur”18. San Agustín se refiere a su obra de una manera más amplia de la que estamos acostumbrados: Confessiones meae, cuando la confessio es hecha ante Dios19 o cuando el propio san Agustín lo presenta como título de una obra dispuesta para su lectura; pero cuando el autor se refiere en otra obra a Confesiones, precede el título con el tradicional libri20. A su vez, en el momento en que san Agustín quiere confundirse entre aquellos que él mismo piensa como posibles destinatarios, coloca a Dios en el núcleo de la narración y se refiere a su obra como Confessiones meae, cuyo posesivo puede ser interpretado como genitivo subjetivo y objetivo al mismo tiempo, pues se considera contemporáneamente sujeto y objeto del confiteri, en tanto narrador y protagonista21. En el proemio del libro X, san Agustín trabaja -como veremos inmediatamente- con intensidad estas correlaciones y sus consecuencias intelectuales.
2. Quid autem amo, cum te amo?
El Libro X de conf. nos ubica en un territorio donde interactúan dos modos de diálogo: uno, en forma de plegaria a Dios y otro, consigo mismo para alcanzar autoconocimiento, mediado por la confianza puesta en leer y en ser leído; en esta correlación Dios - ser humano, san Agustín revela a otras personas su intimidad. Por esta razón, la línea divisoria entre ambos resulta móvil, pues se verifica un ir y venir de la vida religiosa hacia la reflexión filosófica. Dado que Agustín de Hipona no distingue metodológicamente los campos propios de la filosofía y de la teología,22 ambas cuestiones se imbrican hasta hacerse una: el conocimiento del hombre es el camino para conocer a Dios, et retour; 23 cuando san Agustín dirige a Dios la pregunta “¿Qué amo entonces, cuando te amo?”24, comienza su búsqueda en la inmanencia de las criaturas y todas ellas responden: “No somos tu Dios, busca por encima de nosotros”25. Así advierte que el camino no está afuera, sino adentro: “Yo, el hombre interior, conocí esto, yo, el espíritu, a través de los sentidos de mi cuerpo”26. Estos pasajes permiten aproximarnos a la experiencia religiosa, a la luz de la plegaria, según el estilo interpretativo de san Agustín, que latu sensu podemos denominar fenomenológico. Esto significa que la plegaria puede describir la estructura de la experiencia religiosa, en términos de vida de la conciencia; en efecto, se pregunta, “quién soy” y, con ello, lo que espera de la vida, pues ella ofrece múltiples opciones para concretar los deseos, incluido el fundamental en este contexto, el deseo de Dios27. Aun así, la pregunta por la propia identidad, cuya respuesta está íntimamente ligada a la finalidad que se le asigne a la propia vida, tiene una pre-condición: el mundo como lo dado a una conciencia, aunque allí no se encuentren todas las respuestas28; esta condición paradojal revela uno de los modos fundamentales de ser del hombre29, pues el análisis fenomenológico del ego sum implica la corporalidad, a la que Agustín de Hipona se refiere constantemente: tener un cuerpo significa vivir en un lugar, mientras que el hombre interior está en un no lugar; aun así, cuando consideramos lo que significa para san Agustín, “vivir en un lugar”, debemos tener en cuenta el peregrinar que caracteriza la condición humana: el mundo es ajeno y la vida, un exilio. Debido al carácter neoplatónico de su pensar, no hay para el Hiponense una respuesta a la pregunta quién soy, que no se centre en las facultades del alma, las que precisamente definen al hombre. Desde la época de Cassiciaco, más específicamente en Soliloquios, san Agustín considera dos cuestiones fundamentales del pensamiento: Dios y el alma30. Desde su conversión, la antropología agustiniana se presenta desde estas dos realidades, aunque a través de una compleja interacción de circunstancias vitales.
El correlato entre el alma y su captación de la temporalidad deriva en el problema de la existencia humana entre el ser y la nada; la angustia que aquí se origina, abre el espacio para la pregunta “quién soy”: “Me dirigí entonces a mí mismo y me dije: ¿Quién eres? Y me respondí: ‘un hombre’. He aquí un cuerpo y un alma; uno exterior, la otra interior”31. Encontramos respuestas a esta pregunta ¿Quién soy?, a partir de los significados del término memoria. El Libro X de conf. reclama lecturas sucesivas, debido a que “la realidad se encuentra siempre en un horizonte futuro de posibilidades deseadas y temidas, en cualquier caso, de posibilidades todavía indecisas (jedenfalls noch unentschiedener Möglichkeiten)”32. Fiel a la estructura de la obra, Agustín de Hipona abre el libro con una plegaria que se modula en términos de conocimiento: “Que yo te conozca, Conocedor mío, que te conozca, como también soy conocido”33. Se abren dos perspectivas que se amplifican retóricamente: a) conocer implica una apertura a la conciencia, el no-lugar de encuentro con Dios; y b) el punto anterior requiere de una minuciosa descripción de la percepción de la vida interior (la antesala de aquel no-lugar) en términos de memoria o espacio donde están disponibles dichas percepciones. Dado el significado que alcanza esta experiencia, Agustín de Hipona inicia este camino con la esperanza de que los instrumentos retórico-conceptuales le permitan avanzar en el recorrido34.
En san Agustín, el conocimiento está estrechamente vinculado con el gozo de la verdad35; en un sentido metafísico, la afirmación “fuerza de mi alma”36 no tiene en el texto un sentido primordialmente moral sino más bien etimológico, en cuanto refiere la capacidad («fuerza» / virtus) del alma para recorrer el camino hacia Dios. Por ello, la verdad es gozo, es decir, reconocimiento de disponer en sí mismo de la capacidad de desplegar su recorrido, en la esperanza de Dios. Se expresa así un delicado equilibrio, señalando que el camino a recorrer no es otro que «el abismo de la conciencia humana»37, ámbito en el que nada se puede ocultar a la mirada de Dios: “¿Qué podría haber oculto en mí, aunque no quisiera confesártelo? No quererlo sería esconderte a ti de mí, no a mí de ti”38. Las perspectivas de la pregunta se abren a partir de la diferencia ontológica entre creador y criaturas, cuyo hiato está mensurado por la tensión entre la mutabilidad de lo creado y la eternidad de Dios; esta diferencia permanece, por su misma naturaleza, sin alcanzar resolución, aunque de algún modo, conciliada en la “imagen y semejanza de Dios”39, la similitud con el Creador. A partir de nuestra condición de modernos, tendemos a comprender esta perspectiva en términos de introspección; sin embargo, se refleja aquí una experiencia anterior, que no niega la mencionada introspección, aunque la fundamenta sobre cimientos semánticos inusitados en perspectiva moderna/posmoderna: la imposibilidad de quedar oculto se entiende como vivir en el reflejo de la mirada de Dios.
La diferencia entre estar oculto para sí mismo y traslúcido en Dios abre el camino de reconocer una doble posibilidad de la memoria: por un lado, psicológica, que retiene las imágenes de las experiencias y por otra, caracterizada con las palabras, “secreta” e “inefable”40. La primera, la memoria de las imágenes, se establece desde la creación del tiempo y la modelación del hombre del limo de la tierra, en la segunda fase de la creación. La memoria oculta o de las formas echa raíces en el “ahora” eterno, que se correlaciona con la primera fase de la creación del hombre (imagen de Dios). Las imágenes y las formas constituyen el fundamento de dos concepciones diversas, aunque complementarias, de la temporalidad: el tiempo como lo percibe un yo y el tiempo del cosmos. Debido a ello, resulta difícil exagerar la importancia del conocimiento sobre el tiempo, porque aquí anida el núcleo de la percepción de la conciencia, es decir, nuestro deseo de comprendernos y la posible comunicación de nuestra interioridad41.
Esta es la estructura conceptual sobre la que san Agustín piensa la inherencia del tiempo: el pliegue sobre sí del tiempo del mundo y las vivencias del yo, que, de algún modo, están presentes en la memoria y que, por ello, no resultan extrañas al modo general en que se dan los fenómenos. Se trata de un delicado equilibrio entre “quién soy” y “quién podría ser”; por ello, “me manifiesto como soy”42, en un reclamo de exigencia racional (clamore cogitationis43), es decir, iustificare44 o movimiento de conversión, por la ejemplaridad que conlleva respecto de los hombres: “¿Por qué quieren oír de mí quién soy quienes no quieren oír de ti quiénes son ellos?”45.
Esto nos coloca frente a una cuestión fundamental del pensamiento de san Agustín, a partir de la pregunta del propio ser, que asume una expresión paradojal ¿Puede uno mismo u otro entender lo que radica en el interior del que habla? Hablar de uno mismo es conocerse, pero los demás solo pueden creerle y, por ello, confesarse es “tener conciencia de la debilidad”46. San Agustín se pregunta quién es en ese mismo momento en que escribe y, en su respuesta, nos ofrece el primer núcleo semántico que conduce a la interioridad: los que quieren conocerlo por lo que oyeron de él, pero no quieren conocerlo en verdad sino superficialmente; de ellos dice que no dirigen los oídos “hacia mi corazón, donde soy lo que soy”47. Esto nos lleva a entender el corazón como el centro del hombre, si consideramos su naturaleza psicosomática desde el punto de vista de la unidad; en vocabulario agustiniano, cor expresa el núcleo más íntimo del hombre, como si allí estuviera la raíz de la vida corporal (la propiamente física y anímica) y la vida del alma. Si Agustín de Hipona entiende mens como caput animae48, cor resulta la potencia central, a partir de la cual se despliegan las fuerzas del alma. Aunque el pensamiento agustiniano conlleva, desde su raíz neoplatónica, tendencias intelectualistas que lo conducen a privilegiar finalmente el término mens, la frecuentación crecientemente asidua de las Escrituras introduce en su argumentación el significado simbólico de cor. En este contexto, el núcleo de lo que expresa cor resulta inseparable de la verdad49: es un órgano que conoce tanto en sentido intelectual cuanto religioso, a condición de que dicho conocimiento de la esfera más profunda del ser sea puesto en movimiento por el amor. Es importante, por ello, tener presente que el corazón conlleva un conocimiento «cordial» de las realidades objetivas. En este último plano, san Agustín nos introduce en la interioridad del hombre, allí donde se conoce y se siente, por lo que comparte el campo semántico de conscientia, ámbito donde se alcanza la percepción de sí mismo (la certeza inmediata de los propios actos vitales); debido a ello, afirmamos que cor no es una potencia operativa, sino la raíz de las potencias.
El correlato semántico cor-conscientia expresa el misterio de la persona que puede sustraerse a sí mismo, pero no a Dios: “¿Qué podría haber oculto en mí, aunque yo, Señor, no te lo quisiera confesar? Lo que haría sería esconderte a ti de mí, no a mí de ti”50. Esta cita espeja dramáticamente el carácter de la existencia humana: en el límite de su negación, se sostiene en el pre-sentimiento de su naturaleza. En este punto, es necesario tener presente que el Hiponense tensa los dos momentos de la creación del hombre; como leemos en De Genesi ad litteram (en adelante, gn. litt), el hombre fue creado invisiblemente en el alma y visible en el cuerpo: “…entendemos que Dios completó su obra cuando creó todo simultáneamente con tal grado de perfección, que luego nada debía ser creado por Él en el orden temporal, que no hubiese ya creado, en ese instante, en el orden causal”51. Su creación absoluta tuvo lugar cuando Dios ordenó las razones primordiales, que dispuso para el conjunto del cosmos, y luego completadas “desde el fango”, cuando el creador así juzgó misteriosamente. Esta perspectiva se resuelve en la imagen de la Trinidad, en tanto resulta el punto de encuentro de tres instancias: la distinción del yo en cuerpo, alma y mente; aun así, Agustín de Hipona se percibe en el límite de la disgregación: “¿Acaso, Señor, Dios mío, ¿yo no soy yo?”52.
El fruto de conf. es el autoconocimiento en el “ahora” (“no de cómo fui, sino de cómo soy”)53, es decir, el tiempo de la vida, en diálogo con el ahora eterno (la imagen posible de la eternidad). Podemos precisar aquella relación en estos términos: la eternidad se encuentra en la raíz del tiempo, por lo que únicamente puede ser intuida en la experiencia que el yo tiene del “ahora”, en tanto tiempo vivido. El tránsito del pretérito al futuro, a través de la transitoriedad del presente, pone de manifiesto que el ser, y con él el tiempo, “tiende al no ser”54. Si leemos esta concentración de fugacidad a la luz del Libro X de conf., es decir, la consideración del tiempo interior, comprendemos el ser prístino del tiempo: lo eterno se percibe sólo en el ahora. Debido a ello, el alma debe armonizar su origen absoluto con su ser en el tiempo; la distentio pone al yo, a través de la memoria, en vínculo con momentos pretéritos, lo que, a su vez, abre la expectación del futuro. En el primer momento de su obra, Dios creó todo lo que luego habría de nacer con el tiempo; entre aquellas, el compuesto alma-cuerpo fue creado en estado de latencia hasta el momento oportuno; si las causas del hombre son anteriores a que sea visible, la imagen trinitaria, desde la eternidad de su primer momento creador, imprime en él una memoria fundacional, que tiene su correlación con el olvido de que habla Agustín y que debe ser recuperado por la decisión existencial de su presente en movimiento.
¿Y qué sucede cuando nombro al olvido, reconociendo al mismo tiempo que lo nombro? ¿Cómo lo reconocería, si no me acordara, no digo ya del sonido del nombre, sino de la realidad que él significa? Si la hubiera olvidado, ciertamente no sería capaz de recordar lo que puede significar ese sonido. Porque, cuando me acuerdo de la memoria, es ella la que está presente a sí misma por sí misma. Pero, cuando recuerdo el olvido, está presente, a su vez, la memoria y el olvido: la memoria, por la que recuerdo, y el olvido, del que me acuerdo55.
Desde esta perspectiva, la comprensión del tiempo se ordena a partir de una estructura que puede presentarse en tres momentos: eternidad, atemporalidad, que media con el tercer elemento, el tiempo que vivimos; según este modelo, en la estructura de la memoria se representan tres planos: el psicológico que capta la distentio (experiencia vivida)56, acies mentis (la capacidad de inteligibilidad)57 en el ejercicio de la intentio58 y, por último, el nivel de la trans-temporalidad (signo de la eternidad).
Esta estructura de la memoria descansa en una generación de formas, desde el centro atemporal de la interioridad, que se origina en la primera fase de la creación del hombre “a imagen y semejanza de Dios”59, aquellas que la memoria profunda recupera. No es suficiente, entonces, explicar el fenómeno de la temporalidad en términos del despliegue de la distentio, sino que es indispensable, considera Agustín de Hipona, estudiar el alma en sí misma, antes que en cuanto partícipe de Dios60. Aquí se presenta nuevamente la aporía del el fluir temporal de la distentio, que va del pretérito al futuro, cuando se encuentra con el presente, que permanentemente fluye, y que es la única dimensión temporal de que dispone el alma. En cuanto resulta imposible para el hombre representarse a sí mismo en la eternidad, en cuyo “ahora” fue creado, san Agustín afirma que la eternidad opera en lo más recóndito del alma; en efecto, su iniciativa lleva a la memoria hacia la incertidumbre y oscuridad de aquella primera fase de su creación, donde encuentra su sentido más profundo.
Esta intersección entre lo temporal y lo eterno convierte a la distentio en una instancia decisiva; el plegamiento de lo absoluto del yo sobre sí mismo, es decir, la densidad de su “ahora” contingente, se sostiene en la presencia de lo potencial, que debe constituirse en el instante de un tiempo que fluye. Aquí la memoria comienza el itinerario hacia el ahora decisivo que la constituye, al cual san Agustín caracteriza como el paso de los misterios de la creación hacia las formas inteligibles, de las que se toma conciencia por una reminiscencia sin preexistencia61. Esta búsqueda de inteligibilidad constituye la percepción de la disimilitud entre el tiempo y la eternidad, aunque el autoconocimiento del alma impide que aquella disimilitud se resuelva como contradicción.
La diferencia entre el cuerpo y la capacidad de generación de las formas, con que el alma lo vivifica, se concreta en el movimiento vital o el principio de sus operaciones; esto impide que la distentio se minimice en una percepción subjetiva del tiempo. Este espacio de comprensión del orden fenoménico da a la noción de interioridad agustiniana la precisión de “aproximación a lo Otro”, realidad originaria que alimenta la memoria profunda. Esta, en cuanto facultad del alma, es la continuidad de comprensión ontológica del intellectus, debido a que capta la esencia del tiempo. El carácter dinámico del presente, que tiende al no ser, es imagen negativa de la eternidad, en un tiempo que es reducido a la nada por el olvido del instante, pero que puede ser recuperado, debido a aquella memoria “oculta e inefable”62, Por ello, tiene sentido hablar de “Imagen del tiempo y enigma de la eternidad”63, pues ella comprende temporalmente el mundo, cada vez que lo pretérito o lo futuro se hace presente como fenómeno de lo más allá de sí: “En ti, alma mía, mido los tiempos”64. A través de ella se percibe la duración de su propio tiempo vivido y la intemporalidad del instante, comprendiendo así el fenómeno del mundo como tiempo; esto es precisamente lo que san Agustín denomina capacidad del alma para medir el tiempo.
Lo anterior implica que hay un contenido latente en la memoria que la intentio animi65 busca develar mediante el recurso lingüístico. Este es el núcleo metafísico de la teoría de la significación agustiniana: por mediación del signo, el alma recobra la inmanencia del sentido que busca a cada momento. La percepción del tiempo llega a través de la memoria como imágenes de las formas percibidas, que se encuentran a disposición del pensamiento por la actividad del recuerdo. La memoria implica una reflexión del alma sobre sí66, la cual determina el sentido agustiniano de la espacialidad:
Pero no es solamente eso lo que lleva mi memoria en esa, su inmensa capacidad. Se halla también en todo aquello que aprendí en las artes liberales, mientras no lo haya olvidado. Tales cosas están como recónditas, en un lugar más profundo, aunque no es un lugar67.
La investigación de san Agustín supera el ámbito de la memoria68 y se encuentra con las cuestiones que atañen a la verdad del ser: “…si la cosa es, qué es y cuál es”69; es decir, la evidencia metafísica de lo real. En términos agustinianos implica una rememoración primordial de lo que está oculto y difuso en la memoria profunda: las cosas se presentan por sí mismas, sin las imágenes sensibles. La memoria profunda reestablece aquellos contenidos dispersos y confusos, mediante el pensamiento que les da unidad. En este punto se encuentran los dos ámbitos centrales de la memoria, surgidos a partir de los dos momentos de la creación del hombre: imagen de Dios (eterna) y formado del limo de la tierra (temporal).
El intellectus rescata las realidades fundamentales en cuanto verdades inteligibles, mediante la actividad de la reminiscencia: ideas o formas caracterizadas por el origen de ambas memorias; el pensamiento las recoge en sí y las unifica en la duración de la distentio70. La intentio animi71, por su parte, reconoce la experiencia pura del tiempo. Según fluye cada instante, continuo solamente en sus cambios, el animus realiza su propia semejanza intencional como imagen fenoménica de la eternidad. Esta captación del tiempo abre una consideración de la memoria también como una cierta percepción de la eternidad; tal captación únicamente puede alcanzarse a partir de una percepción negativa de la relación entre lo temporal y lo eterno.
En conf. 10, 18, san Agustín plantea la actividad de la memoria que recoge (colligitur) y piensa sus formas mediante el cogitare, es decir, el hiato entre el tiempo interior y el tiempo del mundo, que el pensar filosófico debe salvar. Si ponemos en cuestión el transcurrir lineal del tiempo (personal e histórico), esta correlación entre las formas racionales y el mundo se refleja en el carácter contingente de la naturaleza humana. Sobre este trasfondo, el Hiponense plantea que la persona alcanza a representarse una unidad trascendente, a través de instantes que van hacia la nada. En su estructura de pensamiento, esto requiere la actividad del animus en cuanto memoria y expectación, contraponiéndose con el tiempo físico que genera el movimiento. Por ello, entendemos que Agustín de Hipona busca una raíz común para ambos modos de la temporalidad, mediante un análisis en el que se fundamente el origen y entonces el sentido unitivo. Consideramos consecuentemente que aquí toma fuerza el impulso agustiniano por comprender la potencia y la naturaleza del tiempo con que medimos el movimiento: “Lo que yo deseo saber es el valor y la naturaleza del tiempo por el que medimos el movimiento de los cuerpos, por ejemplo, que aquel movimiento dura dos veces más que este”72.
Esta potencia que organiza la comprensión del tiempo, en cuanto nos resulta inherente a nosotros mismos, porque participamos de ella midiendo el movimiento, implica una actividad del animus, en su correlación con las formas de los seres creados. Las cosas conservan estas formas inteligibles (número, esencia, valor y orden) en potencia: rationes causales que el hombre conserva como imagen de Dios: “(cuando) todo está presente no hay tiempo”73. El animus comprende temporalmente el mundo mediante la distentio; en efecto, la memoria profunda recupera la mensura del movimiento y genera la encrucijada entre intencionalidad (intentio) y duración (distentio), en la que el hombre se encuentra a sí mismo, en la estructura ambigua de la memoria sui, que posibilita la auto-comprensión y el discernimiento del orden cosmológico.
El tránsito de instantes que van hacia la nada, en una estructura temporal cuya única estabilidad es su fluir permanente, implica una respuesta a la inmanencia del ser humano, a partir de la fundamentación del origen del tiempo como un “ahora” de los acontecimientos. Así se alcanza el giro metafísico de la cuestión: “Pues la misma mutabilidad de las cosas mutables puede recibir todas las formas en que cambian las cosas mutables”74. En efecto, si la mutabilidad es también la capacidad de alcanzar todas las formas en que pueden cambiar las cosas, ello significa que la esencia del tiempo únicamente se torna comprensible en la modificación permanente que lo caracteriza; se hace evidente entonces que, para san Agustín, el primer paso consiste siempre en dar cuenta de la propia inmanencia.
3. Conclusiones
En nuestro trabajo hemos seguidos las consecuencias del modo en que san Agustín lee el texto sacro y, consecuentemente, escribe su autobiografía; los modos en que la plegaria establece el vínculo entre leer y escribir, puesto que abre tanto la posibilidad de conversar con Dios, cuanto una comprensión de la propia intimidad. Hemos trabajado las condiciones filosóficas que hicieron posible esta intersección y también sus consecuencias, es decir, qué edificio ha construido el intellectus en su diálogo con la naturaleza del alma (cor, acies mentis, animus), el discernimiento metafísico, por un lado, de su percepción del “ahora” (intentio, distentio) y por otro, del modo en que la realidad existe y la parte de ella que se desliza o puede deslizarse hacia la nada (tendit non esse). Recordemos que, desde el punto de vista de su vida intelectual, san Agustín ha dejado atrás el recurso del diálogo filosófico (el vehículo intelectual mediante el cual plasmó la experiencia de Casiciaco, en compañía de sus discípulos) y ha comenzado a frecuentar la modalidad del comentario bíblico, como camino de apropiación y consolidación de su fe; en este sentido, conf. es un punto de inflexión entre ambos procedimientos intelectuales.
Si bien nosotros seguimos la obra de san Agustín como una totalidad, cuyo desarrollo tiene una dirección clara (comprendemos, en efecto, cada texto desde el ejercicio omnicomprensivo de Las Retractaciones), no debemos perder de vista que el Hiponene no sabía -no podía saber- el sentido completo de sus movimientos, mientras estos se encontraban en desarrollo, pues estaba buscando un rumbo, a partir de la doble crisis que había significado para él la ruptura con el maniqueísmo: respecto de la razón, la duda acerca de las posibilidades de un conocimiento cierto o escepticismo, a cuya superación dedica Contra academicos, y, respecto de la fe, cómo afrontar intelectualmente la posibilidad de asumir la vida eterna (entendida como recompensa o castigo), que no implicara disolverse en lo divino, (justamente lo opuesto de entender a Dios como Persona y al ser humano como imago Dei).
Desde esta perspectiva, consideramos que la plegaria es el núcleo de las sucesivas respuestas de san Agustín a las huellas que le había dejado el maniqueísmo, en el marco de la comprensión de la propia experiencia religiosa. Si bien, considera la plegaria en términos de diálogo a través del texto sacro, también integra a este dispositivo la pregunta ¿quién soy?, cuya respuesta definitiva espera en Dios, es decir, indisolublemente ligada a la plegaria (recordemos que en Soliloquios ha señalado, de manera paradigmática, que solo hay dos cuestiones filosóficas: Dios y el alma). Por ello, hemos considerado que san Agustín modula el alcance de la comprensión en la plegaria. A este proceso podemos denominarlo “conversión”, el cual es inseparable del para qué de la lectura (“Y esto, ¿para qué?” de conf. 2, 5); dicha finalidad conlleva, al menos, dos consecuencias: a) apertura de la verdad en la conciencia o vida interior y b) consideración del conocimiento como “gozo de la verdad”. En ambos casos, la plegaria pone de manifiesto una cierta inequidad: quedar translúcido antes Dios puede significar también -como envés de la misma trama- permanecer oculto para sí mismo; entonces, si la relación con Dios se establece mediante la plegaria, la comprensión de sí requiere el concurso de la memoria, desde una perspectiva tanto psicológica (o “de las imágenes”) cuanto metafísica (o “imagen de Dios”).
Hemos entendido la expresión cor meum (conf. 2, 9), en cuanto establece el fundamento semántico, propiamente agustiniano, de una respuesta acerca del ser humano; en efecto, el ahora del corazón, en cuanto significa concentración de fugacidad, constituye la posibilidad de la distentio, según la siguiente correlación: eternidad, atemporalidad y tiempo actual. A partir de aquí, la memoria no tiene únicamente sentido psicológico, sino que también entraña inteligibilidad y atemporalidad. Llamamos interioridad a la presencia de las formas que genera la memoria sin tiempo o memoria de la creación; por ello, leer la Palabra y escribir la propia palabra, eco de aquella interioridad, conduce a la evidencia metafísica de lo real: las cosas en sí, sin mediación de la realidad sensible.