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versión On-line ISSN 1851-9601

Postdata  no.13 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2008

 

TEORÍA

Instituciones y cultura política

por Dieter Nohlen*

* Profesor Titular Emérito de la Universidad de Heidelberg. E-mail: dieter.nohlen@urz.uni-heidelberg.de.

 


Resumen

A pesar de que el desarrollo de la democracia depende de un sinnúmero de factores, en el debate académico y político el mayor hincapié se ha puesto especialmente en uno de estos factores: las instituciones. En este artículo se sostiene que la importancia de las instituciones es relativa y que su real importancia depende de otros factores, razón por la cual en el estudio y diseño de las instituciones hay que tomar en cuenta el contexto, especialmente la cultura política. Dado que la cultura política incide mucho en el efecto que tengan las instituciones sobre el desarrollo de la democracia, se intenta analizar si por medio de reformas institucionales es posible influir en el desarrollo de la cultura política.

Palabras clave: Cultura política; Instituciones; Democracia; Reforma política; América Latina

Abstract

Despite the development of democracy depends on many factors, in the academic and political debate the emphasis has been especially made on one of them: institutions. The article argues that the relevance of institutions is relative and that their real relevance depends on other factors. For that reason, the study and design of institutions has to consider the context, especially the civic culture. Since civic culture affects a lot on the effect institutions have on democracy's development, the article analyzes if it is possible to influence the development of civic culture through institutional reforms.

Key words: Civic culture; Institutions; Democracy; Political reform; Latin America


 

En las consideraciones siguientes me voy a referir a la democracia y al pensamiento sobre su reforma en América Latina. A pesar de que el desarrollo de la democracia depende de un sinnúmero de factores, en el debate académico y político el mayor hincapié se ha puesto especialmente en uno solo de estos factores: las instituciones y su reforma para superar los problemas que plantea la consolidación democrática. Esta tendencia, que se ha plasmado en el auge de la ingeniería constitucional, se basa en la convicción de la importancia que exhiben las instituciones como variables independientes en el proceso político. Así, se ha pensado que el cambio del tipo de sistema político, sustituyendo el presidencialismo por el parlamentarismo, podría fortalecer la democracia. De igual manera, se ha pensado que ciertas reformas de los sistemas electorales, tanto para elegir al presidente como a los miembros de las cámaras legislativas, podrían ser beneficiosas para la consolidación de la democracia.
En este debate, he intervenido con algunos modestos aportes que llamaban la atención sobre la multidimensionalidad y complejidad de las relaciones causales de las que depende el desarrollo de la democracia. El término multidimensionalidad refiere a los factores de diferente orden que intervienen en esas relaciones de causalidad: factores históricos, económicos, sociales, políticos, institucionales, etc.; mientras que el término complejidad refiere a la cambiante interacción entre estos factores y los sub-factores que operan dentro de estos ámbitos. En cuanto al análisis político, reconocer la multidimensionalidad y la complejidad de los fenómenos significa al mismo tiempo excluir todo intento de explicaciones monocausales (Weber 1985).
Respecto a las instituciones, hice hincapié en dos tesis que se imponen sobre todo a la hora de pensar en posibles reformas constitucionales. La primera tesis sostiene que la importancia de las instituciones es relativa. En efecto, las instituciones son importantes pero su real importancia depende de otros factores. Dicho a la manera del título de uno de mis libros: El contexto hace la diferencia (Nohlen 2003). A partir de esta experiencia, la segunda tesis sostiene que en el estudio y el diseño de las instituciones hay que tomar en cuenta el contexto. No existe, por tanto, un "mejor sistema" que se pueda transferir o implementar. El sistema preferible es el que se adapte mejor. O sea, el que se diseña tomando en cuenta las condiciones de contexto, de lugar y tiempo. Esta tesis se sintetiza en el título de uno de mis últimos libros: El institucionalismo contextualizado (Nohlen 2006b).
En el marco de mis experiencias comparativas, quisiera aquí enfocar al contexto como el conjunto de variables que intervienen en el efecto y destino que tengan las instituciones democráticas. Especialmente, voy a referirme a la cultura política, que si bien no abarca todo lo que entendemos por contexto constituye una variable muy importante. Para que nos entendamos bien, en mi esquema analítico la variable dependiente sigue siendo la democracia, su fortalecimiento, la gobernabilidad democrática, y el buen gobierno (definido en función de las demandas sociales). La supuesta variable independiente la constituyen las instituciones políticas. Ellas nos interesan por dos razones: primero porque su configuración y cambio podrían tener efectos considerables en el manejo y éxito de la democracia respecto a los objetivos señalados; y segundo, porque sus reformas serían más fáciles de efectuar que los cambios de otras variables que intervienen en la relación causal que nos interesa, específicamente la cultura política. Dado que la cultura política incide mucho en el efecto que tengan las instituciones sobre el desarrollo de la democracia, añadiré aquí un tercer aspecto: intentaré analizar si por medio de reformas institucionales se puede influir en el desarrollo de la cultura política. En este análisis, por tanto, la cultura política sustituye a la democracia como variable dependiente.
El orden de mis consideraciones será el siguiente. En primer lugar, realizaré ciertas precisiones conceptuales y presentaré la tesis central de este trabajo. Seguidamente, haré algunas referencias sobre la importancia de la cultura política para el desarrollo político. En tercer lugar, plantearé ciertas consideraciones acerca de los elementos que aparecen como propicios para la consolidación de la democracia. Posteriormente, esbozaré algunas reflexiones sobre posibilidades de influir en el desarrollo de la cultura política a través de reformas institucionales. En quinto lugar, realizaré una breve referencia a otras variables de contexto, pensando especialmente en la particularidad del contexto mexicano. Finalmente, expondré ciertas advertencias respecto al debate sobre las reformas institucionales, y sus participantes académicos y políticos, y sobre el cuidado con el que hay que tratar el tema constitucional dado que los nuevos peligros para la democracia provienen desde dentro de ella misma y se manifiestan en crecientes tendencias hacia nuevos autoritarismos.

I. Conceptos y tesis central

Toda comunicación científica seria empieza aclararando los conceptos utilizados, más aún si se trata de sus conceptos claves. Instituciones y cultura política son conceptos plurisemánticos, hasta tal punto que existen definiciones que integran el primer fenómeno en el segundo y viceversa: las instituciones como parte de la cultura política y la cultura política como parte de las instituciones. En las consideraciones siguientes, separo ambos conceptos, pues me interesa analizar la interrelación de los fenómenos que definen. El primer concepto, instituciones, refiere a las instituciones políticas formales y a los actores que operan en su ámbito, o sea los órganos constitucionales del Estado y los partidos políticos (Nohlen 2006a). Por el segundo concepto, cultura política, entiendo la red de relaciones que se concreta en ideas y valores, en símbolos y normas compartidos por una sociedad, o sea una mentalidad "que adquiere sentido en un contexto social y que guía y condiciona el pensar, el actuar y el sentir de los actores políticos" (Caciagli 1996: 14).
Mi tesis central es que la cultura política es actualmente la variable más importante en el desarrollo de la democracia en América Latina. Esta tesis se funda en observaciones a nivel de la elite política, sus valores y su comportamiento, al igual que en observaciones a nivel de la sociedad civil y el electorado que indican una brecha entre el espíritu de las instituciones y el estado de desarrollo de la cultura democrática. Estas observaciones resultan de análisis de procesos políticos, discursos, comportamientos, encuestas y eventos electorales en los diversos países de la región.

II. La importancia de la cultura política

Existe una convicción muy extendida entre los científicos sociales sobre la importancia de la cultura política para el desarrollo de la democracia. Quisiera aludir sólo a algunos de estos estudios. En primer lugar, se destacan aquellos estudios históricos que trataron de explicar el derrumbe de las democracias en Europa entre las dos guerras mundiales (Italia, Alemania y España), centrando los argumentos en la falta de una cultura democrática, en el grado de polarización ideológica, en el discurso confrontacional y en la militancia incondicional. En segundo lugar, se encuentran los estudios empírico-analíticos de la corriente conductista, originados por Gabriel Almond y Sidney Verba (1963). Si bien en esos estudios se trabaja con un concepto reduccionista y esquemático de cultura cívica, que se restringe primero a lo cuantitativamente operacionalizable y medible y segundo al grado de participación de tipo formal, dicho concepto permite reconocer cambios en la cultura política dentro de un periodo de tiempo relativamente corto. Así ha sido demostrado en el caso alemán, donde la cultura política percibida por el enfoque conductista cambió gracias al desempeño del sistema político respecto al bienestar general (Almond y Verba 1980, Baker et al. 1981, Inglehart 1991). En tercer lugar, se encuentran los estudios sobre capital social, medible mediante el grado de confianza al interior de las sociedades, donde se afirma que el capital social resulta clave y esencial "para construir democracias activas y alcanzar un desarrollo sostenido" (Putnam 1993: 185). En estos estudios se destaca que la cultura política es algo muy enraizado y difícil de construir, aunque un factor esencial del desarrollo político, económico y social de un país (Kliksberg y Tomassini 2000). También se destacan los estudios sobre el estado de desarrollo de la democracia en América Latina. En el respectivo estudio comparativo publicado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD 2004), la cultura política alcanza incluso un valor categorial para diferenciar entre diversos tipos de democracia. Allí se define la verdadera democracia no a la manera de Robert Dahl (1993), con criterios mínimos que se limitan a la estructura estatal, sino como un orden democrático basado en una sociedad con una cultura ciudadana. Este modelo de democracia ciudadana, supuestamente realizado en los países occidentales industrializados, se establece como antítesis de la democracia que pudo desarrollarse hasta ahora en América Latina, que se define como democracia electoral. De este modo, en el estudio del PNUD la cultura política democrática es algo consustancial a la verdadera democracia. La desvinculación que se constata en América Latina genera por tanto otros tipos de democracia: democracias disminuidas, o democracias de baja calidad. En este estudio, la importancia de la alusión a la cultura política no se restringe a señalar el norte de su desarrollo futuro en América Latina, como hace suponer el subtítulo de la obra, sino que se utiliza para realizar una crítica a fondo del estado actual de la democracia regional. A mi juicio, esto último pone de manifiesto la falta de sensibilidad histórica, pues la cultura política es algo que necesita tiempo para crecer y aclimatarse. En síntesis, la cultura política desempeña en casi todos estos enfoques un rol importante en el análisis de los procesos políticos, y especialmente en el desarrollo de la democracia.

III. Elementos de la cultura política democrática

Se ha hablado de la democracia liberal como una expresión de la cultura occidental. Sería necesario añadir, si queremos ser mínimamente exhaustivos en la nómina de sus elementos constitutivos, de sociedades de estructura industrial, que han pasado el proceso de formación de un Estado-nación. La democracia liberal, por tanto, no es sólo el producto de una cultura sino, en la misma medida, de cambios en otras esferas. La pregunta es si este tipo de democracia puede florecer también en el ambiente de culturas políticas diferentes, es decir, en culturas políticas que corresponden a sociedades en vías de desarrollo, que coexisten con estructuras atrasadas, con grandes sectores de la sociedad viviendo en la miseria y con desigualdades sociales que no terminan de crecer.
En vez de centrar el análisis en los deficientes requerimientos de la democracia que podemos encontrar en el ámbito económico y social del mundo político actual, el presente artículo pretende llamar la atención sobre los elementos de la cultura política que se pueden considerar propicios para (el desarrollo de) la democracia.
El primer elemento de la cultura democrática es la confianza. Por un lado, la confianza en las reglas, en las instituciones, en los líderes, que parece en cierta medida dependiente de la confianza que, por otro lado, los miembros de una sociedad tengan en los demás. En América Latina, los grados de ambos tipos de confianza son bajos, salvo en circunstancias en que existen relaciones familiares y de amistad (compadrazgo), que parecen ser las únicas que se acreditan en la resolución de los problemas cotidianos de la gente. El mayor inconveniente en el desarrollo de la confianza es el problema de la falta de reciprocidad. Respecto a las reglas, por ejemplo, aquél que con su propio comportamiento no respeta las reglas, lo legitima por suponer que el otro tampoco las respeta(rá). Las experiencias cotidianas lo confirman. Por otra parte, la confianza debe tener límites. No se trata de insinuar como elemento necesario de la cultura democrática una confianza ciega en las personas y las instituciones. Al contrario, como se señala en los Federalist Papers, el constitucionalismo en sus fundamentos antropológicos y de teoría política se basa en la desconfianza. Por ello se inventaron los checks and balances, como mecanismos para superar la desconfianza respecto a posibles abusos del poder (Hamilton, Madison y Jay 1987). Sin embargo, sin disposición a invertir confianza en los representantes y las instituciones representativas es difícil alcanzar el grado de legitimidad necesario para su buen funcionamiento; de modo que por lo que se caracteriza la cultura democrática es por reflejar un ajustado balance entre confianza ciega y desconfianza generalizada.
El segundo elemento de la cultura política democrática es el que se manifiesta en la lucha contra, y la reducción de, las prácticas públicas que promueven la desconfianza. En primer lugar, es la corrupción la que produce hartazgo con la política, desafección y pensamiento anti-sistémico. Con la democracia crece una discrepancia extraña entre la norma, según la cual tendría que gobernarse el país, y la manera como se gobierna efectivamente. Esto se muestra de tal manera que los criterios de la norma se aplican para evaluar y criticar el comportamiento de otros, mientras que el comportamiento de uno mismo, cuando se ejerce un mandato o función pública, sigue regido por criterios del comportamiento tradicional, lo que se hace patente de forma paradigmática en el discurso sobre la corrupción como mal público endémico. Cada oposición denuncia públicamente la corrupción de los que gobiernan, pero cuando a ella le toca gobernar no se comporta de otra manera. En el ejercicio del poder se impone aquella concepción de la política que está profundamente enraizada en la cultura política de la gente: el provecho de lo público por intereses privados. ¿Por qué abstenerse de esta priorización del interés privado cuando por fin a uno le toca estar en estas condiciones favorables? La yuxtaposición maligna de lo público con lo privado se justifica incluso con argumentos que se fundan en necesidades funcionales: se arguye que la conducción política requiere confianza en el equipo de ministros y altos funcionarios. ¿Y en quién se podría confiar más que en los miembros de su propia familia o clan? (¡Viva el nepotismo funcional!). Es cierto que es imposible erradicar la corrupción totalmente; sin embargo, en vez de ser funcional, la corrupción es parte de la patología política. Por esta razón, en cuanto a la cultura democrática, hay que hacer énfasis tanto en la ética política como (y aún más) en los mecanismos de control. Sin lugar a duda, la corrupción sofoca los fundamentos de legitimidad del orden democrático.
El tercer elemento de la cultura democrática es la tolerancia. Tal vez no es sólo una virtud propicia para la democracia, sino una condición sine qua non de la democracia, pues constituye la esencia del pluralismo. La tolerancia supone el respeto a los valores ajenos, admite opiniones, ideas, actitudes, convicciones religiosas y político-ideológicas divergentes. No es un principio relativista. Quien practica la tolerancia puede tener principios y convicciones propios, que prefiere frente a los principios y convicciones de otros, pero ante éstos se demuestra tolerante aunque los considera equivocados. Empero, la tolerancia no es infinita. Involucra también el problema de definir sus límites, lo que se inscribe nuevamente en el principio de la reciprocidad. Quien practica la tolerancia puede esperar tolerancia por parte del otro. Sin embargo, no se puede ser tolerante con los intolerantes, con los enemigos de la tolerancia, aunque reconozco que no es fácil determinar cuál es la práctica política democráticamente aceptable para tratar con los intolerantes.
Un cuarto elemento propicio para la democracia es la capacidad de la elite política para formar compromisos y lograr consensos. Dolf Sternberger (1992) ha definido la democracia representativa como un orden político que en vez de caracterizarse por la dominación busca el acuerdo. Esta virtud ha demostrado ser fundamental en sociedades con profundos clivajes sociales. Las distintas experiencias positivas han constituido la base para el desarrollo de la teoría democrática consociacional (Lijphart 1968). El compromiso es la antítesis de la política de la polarización y la constante crispación, de la que se nutren mutuamente los extremos/extremistas. El compromiso niega la percepción de la política como una relación schmittiana entre amigos y enemigos. Niega la idea de que una parte tiene que vencer a la otra, o que la oposición tiene que negarle la sal y el agua al gobierno, posturas que resultan muy perjudiciales para el desarrollo pacífico de la democracia. Por el lado de la minoría el compromiso es una forma de participación en las decisiones políticas, aunque en condición de minoría; en tanto, por el lado de la mayoría es la forma de ampliar el apoyo y la legitimidad de las políticas públicas a través de la generación de consensos. La cultura del compromiso requiere cierta racionalidad en la controversia política y en el discurso político. Se sabe que el discurso político no aspira a la verdad, aunque a menudo la posición ideológica propia sea presentada como la verdad, y la del otro como mentira. En política, la verdad es la que se construye a través de opiniones compartidas (Berger y Luckmann 1986), y el mayor interés de los partidos políticos y candidatos consiste en sumar votos. La cultura del compromiso se funda en valores, normas y una práctica discursiva orientada al entendimiento y el acuerdo. Es cierto que la forma política prevaleciente en América Latina, el presidencialismo, no es muy propicia al acuerdo entre grupos diferentes. Dado que, por razones que han sido expuestas en otra oportunidad, el presidencialismo parece irrenunciable en la región, resulta sumamente necesario mejorar la capacidad para formar compromisos, que se reflejen, por ejemplo, en la formación de gobiernos de coalición. En efecto, se observan nuevas prácticas en el presidencialismo renovado (Nohlen y Fernández 1998), que son de origen parlamentario, sin que ello suponga un cambio en la forma de gobierno. Sin embargo, no basta que la elite política perciba esta renovación de forma positiva. Es necesaria una comprensión más extendida de esta práctica propicia al aumento de la gobernabilidad democrática que incluya a la sociedad y a los medios de comunicación. Bolivia resulta un buen ejemplo para mostrar la virtud, y el fracaso, de tal estilo. Por un lado, la política coalicional permitió que la democracia boliviana funcionara desde mediados de los años ochenta; aunque, por otro, la no comprensión adecuada de esta virtud por parte de la sociedad civil y los medios de comunicación, en medio de diversos problemas de desarrollo económico y social, hizo quebrar a principios del nuevo siglo el sistema de partidos políticos identificados con este modelo democrático.

I V. Reformas institucionales y su incidencia en el desarrollo de una cultura política más acorde con la democracia representativa

En este apartado el interés se centra en a considerar el alcance de posibles reformas institucionales para promover cambios en la cultura política que sean más propicios para la consolidación democrática. Estas consideraciones surgen de dos premisas. Primero, que un cambio de mentalidad no puede ser implementado de forma directa por medidas institucionales o administrativas. Dado que este cambio es más bien el resultado de un proceso de acostumbramiento a las prácticas y modos de pensar de la cultura política democrática, tal vez las reformas institucionales puedan influir de forma indirecta. Segundo, este proceso de cambio animado por reformas institucionales, es siempre un proceso amenazado en la medida en que se produce en un entorno social aún ajeno a tal mentalidad, que se manifiesta en los valores y comportamientos no democráticos que predominan invariablemente en el resto de las instituciones sociales (familia, iglesia, administración pública, organizaciones de la sociedad civil, etc.).
Un primer grupo de medidas institucionales puede residir en abrir más canales de participación. Medidas de mayor inclusión han sido la opción prioritaria en la gran mayoría de los países, correspondiendo a las demandas de la sociedad civil, por ejemplo a través de reformas electorales, de la introducción de mecanismos de democracia directa de la transferencia de competencias a niveles subnacionales y de la participación directa de la población en la toma de decisiones a nivel municipal.
Respecto a las reformas electorales, en algunos países de la región se han priorizado aquellas reformas tendientes a potenciar la capacidad del votante de elegir no sólo entre opciones partidarias, sino también entre candidatos, sean éstos candidatos partidarios o independientes. Sin embargo, sin considerar el necesario balance entre las distintas funciones que tienen que cumplir los sistemas electorales (Nohlen 2004), este tipo de reformas puede ir en detrimento de la gobernabilidad democrática, y acabar en una "representación caótica". Me refiero especialmente a lo sucedido en Ecuador y Colombia; aunque en medio de esta experiencia, Colombia pudo con la reforma electoral de 2003 dirigir su rumbo hacia un sistema electoral más acorde con criterios de gobernabilidad.
Respecto al mecanismo de referéndum, es importante señalar que en el marco de una democracia moderna no existe incompatibilidad entre los elementos representativos y plebiscitarios de participación política. Es cierto, por lo demás, que los mecanismos de participación directa del electorado en la toma de decisiones pueden completar y profundizar la democracia. Sin embargo, lo
que no se justifica empíricamente es sobreestimar su efecto positivo. En primer lugar, es justamente la participación del electorado en los referéndums la que invita a dudar. En términos generales, el electorado se muestra menos interesado en el mecanismo de participación directa que se propone a veces como instrumento institucional de defensa de los intereses de los representados frente a los representantes (la clase política, la partidocracia, los "corruptos", etc.). El absentismo en los referéndums suele ser bastante alto, a menudo mucho más alto que en actos eleccionarios. Se evidencia, por tanto, una gran brecha entre teoría y empiria que los propulsores de los mecanismos de democracia directa no consideran en absoluto. En segundo lugar, es conveniente llamar la atención sobre el reduccionismo obligatorio en el planteamiento de la pregunta que el electorado tiene que responder de manera afirmativa o negativa. Mientras que los problemas a resolver crecientemente necesitan respetar múltiples intereses y tener en cuenta consideraciones cualitativas (de mesura), conforme al mayor reconocimiento de la heterogeneidad social y del pluralismo político así como de la obligada protección de las minorías, se propone un mecanismo sencillo (de medición) que favorece a la mayoría cuantitativa. En tercer lugar, la respuesta depende mucho de cómo se estructura la pregunta. Dado que el referéndum no está exento de intereses políticos, el mecanismo se presta a la manipulación por parte de aquellos que lo pueden/quieren iniciar. En cuarto lugar, la motivación del voto por un sí o por un no a menudo no se refiere principalmente a la pregunta planteada, sino a otras circunstancias. La decisión a tomar se desvirtúa en función de expresar un voto de desaliento, frustración y protesta sobre la acción del gobierno, o sobre "el sistema" en general. Finalmente, respecto a América Latina, las experiencias han sido ambivalentes. Zovatto (2007), por ejemplo, duda acerca de la funcionalidad empírica que han demostrado los mecanismos de democracia directa en América Latina.
Respecto a la transferencia de competencias a niveles subnacionales, el bien que se atribuye a las reformas de descentralización no se materializa tan fácilmente. No cabe duda que la idea federalista sigue siendo válida. Un sinnúmero de países confirma esta tesis. Sin embargo, es imperioso contextualizar, tomar en cuenta las precondiciones necesarias para que tales reformas tengan el éxito esperado. En Bolivia, por ejemplo, con el proceso de municipalización se han detectado grandes deficiencias en el manejo y administración de los recursos, lo que ha contribuido a debilitar el proceso. Experiencias como ésta parecieran demostrar que la mentalidad tradicional incide más en los resultados de tal reforma, que las propias reformas en el cambio de mentalidad. En España, por ejemplo, se observa a nivel local un mar de corrupción; esto es, la extensión de un mal que apareció primero a nivel nacional y aceleró el fin del gobierno de Felipe González. Por otra parte, el discurso sobre la corrupción comprueba la importancia de la cultura política, pues se está cambiando desde un discurso que se dirigía a la lucha contra la corrupción a uno que se dirige a señalar quién es más corrupto: el Partido Popular o el Socialista.
Respecto a la participación directa en la toma de decisiones políticas a nivel municipal, han sido muy aplaudidos los distintos intentos de organizar esta participación ciudadana (como, por ejemplo, en Brasil). El argumento en contra de este tipo de iniciativas era la duda acerca de su funcionalidad. Sin embargo, estudios comparativos enseñan que el desempeño no ha sido peor que en ciudades gobernadas con un estilo modernizante-tecnócrata (Zimmermann 2006). Asimismo, resulta interesante el desenlace político ocurrido en la ciudad modelo, Porto Alegre, donde el partido que introdujo la administración participativa perdió las elecciones municipales. Ello parece haber puesto de manifiesto que el propio electorado a través del mecanismo representativo juzgó de alguna manera negativamente el mecanismo de participación directa. El surplus (la ventaja comparativa) consistía sólo en la mayor participación, que por cierto constituye un gran valor. Sin embargo, el verdadero valor de la mayor participación a través de la desconcentración administrativa y de la descentralización política depende mucho de la cultura política.
Un segundo grupo de reformas institucionales puede consistir en medidas de fortalecimiento del Estado de derecho, creando por ejemplo instituciones autónomas que procuren un desarrollo del proceso político conforme a los estándares del Estado de derecho. Esta mayor institucionalización ha tenido lugar en América Latina, y especialmente en México, y ha tenido sus frutos, lo que se demuestra en la rutina técnica con la que se celebran elecciones en América Latina hoy en día. En algunos países, los consejos electorales se renovaron y han sido reconocidos como líderes en el desarrollo de la administración pública según patrones de ética y efectividad. Sin embargo, se observan procesos inversos, por ejemplo en Venezuela, cuna de elecciones libres y competitivas durante la época autoritaria de América Latina, donde hoy el Consejo Nacional Electoral aplica el sistema electoral de manera tal que ha llegado a lesionar la constitución. Esto ocurre incluso con la permisividad del Tribunal Constitucional (Kornblith 2006). En México específicamente, se ha presenciado recientemente, a pesar de la enorme inversión en el perfeccionamiento de su administración y justicia electoral, el mayor cuestionamiento de un resultado electoral en Hispanoamérica desde la redemocratización. Sorprende, por cierto, la irresponsabilidad con la que, tanto desde dentro como fuera de las instituciones pertinentes, se pone en peligro el gran avance en la cultura electoral del país. Dada la alta probabilidad de que López Obrador perdiera las elecciones presidenciales por su equivocada estrategia electoral (Granados Roldán 2006), y no por un supuesto fraude, el rechazo del resultado electoral por parte de este político y de sus incondicionales es un buen ejemplo de cómo se ha incrustado la desconfianza y de cómo se ha instrumentalizado para objetivos políticos. Vale recordar que el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) había organizado a principios de abril de 2006 un seminario sobre el tema de elecciones con resultados estrechos. El motivo del seminario era analizar, en base a experiencias internacionales, el probable escenario mexicano de un resultado estrecho que preocupaba a los académicos por la incertidumbre sobre su aceptación -escenario que efectivamente se confirmó en las elecciones del 2 de julio-.
Un tercer campo de reformas institucionales para influir en el desarrollo de una cultura política democrática puede consistir en medidas dirigidas a mejorar los mecanismos de control de la vida política. Esta idea se materializó, por ejemplo, en la creación de instituciones como el Tribunal Constitucional, el Ombudsman e instituciones que facilitan el acceso a información sobre la actuación de las instancias públicas así como en la sanción de una legislación, por ejemplo respecto a los partidos políticos, que proscribe una mayor transparencia en su organización interna y en la competencia electoral entre ellos. Estas reformas pueden contribuir a cambiar el discurso de desconfianza, siempre que se haga hincapié en los mecanismos institucionales previstos para revelar prácticas corruptas y sancionarlas en el marco del Estado de derecho y no se magnifiquen (en los medios de comunicación) los hechos de corrupción, los que obviamente tienen que ver con la condición humana.
Un cuarto grupo de reformas institucionales son aquellas dirigidas a intensificar el compromiso de los mandatarios y funcionarios de rendir cuentas, esto es, medidas tendientes a promover la accountability horizontal y vertical. La accountability horizontal se ha incrementado por el aumento del poder del parlamento en las relaciones con el presidente, mientras que la accountability vertical por el mayor pluralismo político que ha propiciado la alternancia en el poder. Es en el campo de las relaciones ejecutivo-legislativo en el que parece existir mayor espacio para patrones de comportamiento diferentes, propicios para promover una mayor gobernabilidad democrática. Sin embargo, es allí donde la cultura política tradicional demuestra su mayor resistencia a cambios sustanciales. En varios países el conflicto entre ambos poderes ha producido intervalos en el proceso constitucional. Respecto a la accountability vertical, una necesidad de reforma se impone en el caso de mexicano: abandonar la no-reelección inmediata de los parlamentarios. Es una condición necesaria para el ejercicio de la responsabilidad y la accountability que el electorado pueda expresar periódicamente su juicio sobre el comportamiento de sus representantes. Con frecuencia se opone el argumento del contexto mexicano, el legado de la revolución, etcétera. Sin embargo, no consideran que el contexto de la revolución a principios del siglo veinte no es el de hoy, casi cien años más tarde (Nohlen 2006c).
Un quinto conjunto de reformas institucionales son aquellas que procuran una mayor equidad en la competencia política. Es en este área en la que se centran las reformas promovidas a través de la sanción de una legislación que busca regular de forma más equitativa la financiación de los partidos políticos, de las campañas electorales y el acceso de los partidos a los medios de comunicación. Aunque estas reformas parecen adecuadas, no hay que perder de vista que la equidad es un concepto muy ambivalente y un objetivo casi imposible de realizar de manera que todos y cada uno de los actores se sienta respetado en sus intereses de forma equitativa. Es difícil, por tanto, pensar que la efectiva o supuesta falta de equidad no sea un argumento en el debate político. Por otra parte, se va a involucrar en la controversia a las instituciones que tienen que velar por el respeto de las reglas establecidas, de modo que la propia cultura política pone límites a los efectos que tales reformas institucionales puedan ejercer sobre ella.
El sexto campo de cambio de mentalidad es el de la capacitación política, es decir, la creación de instituciones que enseñan los valores, las reglas y los patrones de comportamiento de los ciudadanos que son acordes con la democracia. Este proceso debe empezar en la escuela, pero es una tarea de educación continua (continuing education). Tiene como premisa el hecho de que el rol de los ciudadanos en la democracia es mucho más exigente que en regímenes autoritarios, pues a través del sistema de representación son ellos los autores del derecho y no solamente sus receptores. A partir de esta responsabilidad, es importante procurar su solidaridad con el orden democrático, porque la democracia se legitima en primera instancia por el propio proceso de inclusión participativa de sus ciudadanos en la formación de las decisiones políticas, que son vinculantes para ellos mismos. Para su permanencia y profundización es importante que la cultura política de la democracia representativa eche raíces en las cabezas y los corazones de los ciudadanos.

V. Otras variables de contexto y la reforma institucional

No cabe duda que existen múltiples factores de contexto a considerar, factores históricos, económicos (nacionales e internacionales), sociales, culturales, políticos, etc., que se diferencian según lugar y tiempo. La cultura política llena solamente una parte del concepto contexto que es el que alberga a todos. A continuación se repasan rápidamente estos factores para ver en qué medida las reformas institucionales pueden tener incidencia e impacto sobre el desarrollo de la democracia.
Las variables que provienen del ámbito internacional tienen un alto grado de similitud, pero sus efectos se pueden diferenciar mucho de acuerdo a cómo se combinan o enfrentan con variables nacionales cambiantes. Esto excluye, por tanto, recetas de reformas institucionales idénticas para todas las naciones. Por otra parte, hay tendencias en el pensar internacional que obviamente se reflejan a nivel nacional, como por ejemplo en el área de los derechos humanos y su garantía donde han surgido legislaciones nacionales al respecto. Otro ejemplo es el del voto en el exterior, que en el caso específico de México tiene su significado en el fenómeno de la creciente migración. En el caso de Europa, se observa la creciente europeización de instituciones y políticas nacionales, poniéndose de manifiesto la conveniencia de reformar las instituciones y ajustarlas a las variables políticas de origen internacional, sin que esto signifique una completa descontextualización nacional.
Respecto al tipo y funcionamiento de la democracia puede tener importancia la estructura social, lo que implica tener en cuenta tanto la estratificación social como la composición cultural, étnica y religiosa de la sociedad. Además, puede tener importancia la relación de poder entre las fuerzas políticas. Estas variables determinan en buena medida si la democracia adquiere un carácter confrontacional o consociativo, disyuntiva que se ha establecido como la dicotomía más importante en el área del moderno gobierno comparado (Lijphart 1968). Con los cambios que se han producido en el ámbito cultural, en el reconocimiento de la diversidad, parece conveniente reformar las instituciones para que correspondan mejor a estas nuevas realidades constructivistas, por ejemplo sustituyendo un tipo de democracia por otro. En este sentido se han producido reformas en los sistemas electorales que sustituyeron el sistema mayoritario por el proporcional y, sobre todo, sistemas electorales clásicos por sistemas combinados (Nohlen 2004).
Respecto a la estructura institucional, al funcionamiento y al grado de satisfacción con la democracia, importan mucho las expectativas generadas por la transición a la democracia como así también su impacto en la competencia política. En cuanto a las expectativas, se constata que cuanto más se mejoran las condiciones políticas, más se articula el descontento con ellas, y específicamente con su funcionamiento. Ya Alexis de Tocqueville decía en su momento, refiriéndose a las circunstancias pre-revolucionarias en Francia, que si bien ha disminuido el mal, ha aumentado la sensibilidad. Este fenómeno bien conocido -la teoría empírica de la revolución lo ha descrito y comprobado a través de sus estudios comparativos- se observa también respecto al desarrollo de la democracia en América Latina: las demandas han aumentado y los ciudadanos pueden articular su crítica más fácilmente. Parece conveniente corresponder a esta crítica, aunque sea sobredimensionada, y pensar en cambios institucionales, siempre que se mantengan los prerrequisitos necesarios para el funcionamiento de la democracia. Sin embargo, se observa una tendencia en los últimos años a considerar especialmente aquellas reformas que fomentan la participación, lo que se expresa en mayor pluralismo y más elementos de democracia directa, aunque se descuida a menudo fortalecer también el funcionamiento del sistema político. La falta de gobernabilidad en términos de garantizar un desempeño gubernamental capaz de responder a las demandas sociales parece más que nunca el talón de Aquiles de la democracia en América Latina hoy en día.
Respecto al impacto de la transición sobre la competencia política -y refiriéndome explícitamente al caso mexicano-, no cabe duda que el pluralismo político abre nuevas perspectivas de carrera política fuera de las estructuras tradicionales, rompe las vinculaciones existentes hasta la fecha, e inspira y empuja reajustes. Este efecto toca especialmente a la elite política. Ella se enfrenta a una situación de competencia totalmente distinta. Mientras que en tiempos autoritarios la carrera, que se buscaba principalmente en el ámbito del Estado, dependía del poderoso de turno en el partido casi único, ahora se presentan alternativas. Las elites políticas buscan su partido según las posibilidades que se les ofrezcan para hacer carrera política. Allí, por cierto, puede resultar necesario legislar para impedir fenómenos como el transfuguismo. La carrera, sin embargo, se produce ahora incluyendo otro actor, el electorado, al cual se dirige el discurso político. Su impacto directo o mediático, es decir su éxito, se mide en votos. Bajo estas condiciones, la rivalidad de las elites se abre a las masas, integrando e instrumentalizando su cultura política en la lucha por el poder. En este contexto, las instituciones empiezan a jugar un rol diferente. Los políticos que tienen posibilidades limitadas de ascenso político, responsabilizan a las instituciones por su mala suerte. En efecto, el político que está o se siente bloqueado es el que más critica a las instituciones vigentes. ¿Es conveniente repensar la estructura institucional en mira de las nuevas condiciones de competencia entre las elites políticas? Parece que sí, aunque manteniendo siempre en consideración criterios funcionales. En otra oportunidad he reflexionado sobre las reformas que atañen a las relaciones ejecutivo-legislativas y al sistema electoral para la elección del Presidente y de los parlamentarios (Nohlen y Fernández 1998, Valadés 2003, Nohlen 2006d).
Respecto a la satisfacción con la democracia, cuando ésta es joven importa mucho la orientación básica de sus políticas públicas, pues estructura institucional y política pueden aparecer consustanciales. Así, la democracia liberal puede identificarse con el neoliberalismo y esa confusión -protagonizada por algunos sectores académicos y políticos de izquierda- puede causar el rechazo de la democracia representativa por los sectores sociales que se sienten amenazados o vulnerados por la política neoliberal. Su voto tiende a ser captado por aquellos políticos que ven su horizonte limitado por las instituciones vigentes. De esta manera puede originarse una nueva forma de enfrentamiento entre elites políticas, entre los que se mueven dentro o fuera del sistema institucional establecido. ¿Es conveniente el cambio de la estructura institucional correspondiendo a la crítica de las elites anti-sistema con base electoral de masas? Allí hay que reconocer bien los límites, los límites de un compromiso con los que rechazan el compromiso, el límite de la tolerancia con los que son intolerantes.

VI. El debate sobre las reformas institucionales

Lo que es cierto para la política en general, es válido también para el debate sobre la reforma política. En ella participan personas con muy diferentes ideas, que representan toda la gama de los diferentes elementos de la cultura política. La mayor diferencia se encuentra entre los que piensan en términos de profundizar la democracia representativa y los que profesan otra idea que poco tiene que ver con la democracia en términos de pluralismo político, de división de poderes, de respeto a los demás poderes, de mandato con tiempo limitado, etcétera.
La reseña de las posibles reformas institucionales para directa o indirectamente fortalecer la democracia, su gobernabilidad y su consolidación, permite deducir que el margen de medidas con perspectivas de producir cambios sustanciales y permanentes es reducido. Esta situación me induce a repetir mis reservas frente a los diversos tipos de pensamiento reformista que participan en el debate. Primero, frente a los institucionalistas, que hacen depender todo de las instituciones y mantienen su visión monocausal, y que están siempre dispuestos a ver la causa de todo lo malo en las instituciones vigentes, pregonando reformas de manera incondicional. Segundo, frente a los normativistas, que -aprovechando las crisis políticas que ofrecen las respectivas oportunidades para hacerlo- creen disponer del mejor modelo teórico y de poder implantarlo en cualquier lugar. Tercero, frente a los difusionistas, que parten de modelos empíricos que quieren transferir a otros países, sin percibir que la diversidad de contextos puede causar que la copia tenga efectos muy diferentes al original. Cuarto, frente a los contrafácticos, que opinan que la historia hubiera tenido otro rumbo, si este u otro arreglo institucional hubiera sido diferente, argumento que les induce a proponer la reforma que supuestamente hubiera evitado el desenlace infeliz. El argumento contrafáctico tiende a la monocausalidad y no expresa ninguna causalidad comprobada. La receta de la misma terapia supone, por lo demás, que la historia se repite, y peca de un pensamiento reduccionista. Quinto, frente a los racionalistas, que juegan con un set de instituciones según ciertos parámetros de conductas para ver cómo se interrelacionan entre ellos, extrayendo de allí sus conclusiones. Sin embargo, la realidad es más compleja: la política no se efectúa lógicamente, no es estática, las mayorías cambian y los actores políticos tienen varias y diversas preferencias. Sexto, frente a los comparativistas formalistas, que tratan de averiguar cuantitativamente cuáles de las instituciones han pasado la prueba. A pesar del alto valor de información, el valor medio no indica ninguna solución para el caso concreto puesto que se desatiende también el contexto, tanto respecto a los efectos específicos del elemento institucional como respecto a las preferencias de los actores políticos.
Nos hemos referido hasta ahora a los participantes más bien académicos que han intervenido en el debate sobre reformas institucionales, que en el fondo persiguen el fortalecimiento de la democracia, su profundización, la superación de sus defectos, y el aumento de la gobernabilidad y la legitimidad del orden político. Por otra parte, estos participantes parecen bastante neutros respecto a quienes se ven políticamente favorecidos por las reformas así como con relación a la orientación de las políticas públicas que éstas puedan incluir.
Sin embargo, hay que tomar en cuenta que en el debate sobre reformas institucionales participan también actores políticos que las aprecian con ojos diferentes, desde la perspectiva del poder, desde el punto de vista político-estratégico. Los actores políticos miden las ventajas y desventajas de las posibles reformas con criterios políticos, en un marco conceptual que define a las instituciones no sólo como reglas sino como instrumentos en la lucha por el poder. En este ámbito de participantes hay que diferenciar entre aquellos actores políticos que con sus ideas de reforma institucional se mueven dentro del molde de la democracia pluralista, y aquellos otros que practican un discurso anti-sistema y aprovechan el ambiente de frustración con el funcionamiento de la democracia así como la confusión acerca de lo que es la democracia para plantear reformas constitucionales vinculadas con cambios en la orientación de las políticas públicas. Sus proyectos de reforma significan en el fondo sustituir el sistema vigente por otro.
Respecto al primer tipo de actores políticos, es normal que los políticos esperen de las reformas algo para sí mismos y su partido. Por este motivo, sus aportes se refieren sobre todo a la coyuntura política, al momento actual. El mayor impedimento para que resulte una reforma es que los actores temen perder más que lo que pueden ganar con ella. Por otra parte, es sorprendente la cantidad de casos en los que los políticos se equivocan en su cálculo. Reformas que se han iniciado y legislado para provecho propio, a menudo terminan favoreciendo en la práctica a los que se opusieron a ellas porque las percibieron como dirigidas en su contra. La historia de las reformas de los sistemas electorales está llena de estas paradojas: piénsese sólo en la última reforma italiana de Berlusconi.
Los motivos para criticar a las instituciones son muy diversos. Los políticos parten de la idea de que las instituciones les son perjudiciales. La crítica sirve para ocultar su propio fallo, la pérdida electoral, por ejemplo, o el insuficiente e ineficiente desempeño en el gobierno. Los gobernantes lamentan la restricción que ejercen las instituciones sobre la acción política, y a veces esta crítica transforma a las instituciones en generadores del conflicto. En la medida en que la crítica a las instituciones rinde políticamente, ella es parte de la competencia política misma, situación que a su vez genera inestabilidad institucional y es expresión de una considerable falta de cultura institucional. En tales condiciones, es difícil pensar que las reformas institucionales, aunque representen avances de primer orden, tengan una valoración constante conforme a su excelencia (la reforma electoral mexicana de 1996 y la crítica al desempeño del IFE -Instituto Federal Electoral- y TRIFE -Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación- en las últimas elecciones es un buen ejemplo de ello). La privación de confianza a las instituciones lleva a que éstas pierdan la capacidad de cumplir con su principal función, que es la de resolver o regular los conflictos.
Respecto al segundo tipo de actores políticos, sus críticas a las instituciones tienen un alcance mucho mayor, y destructivo para la democracia liberal. En la actualidad, sus representantes imputan a las instituciones democráticas vigentes el estar vinculadas con un cierto tipo de política económica, el neoliberalismo. Su crítica a las instituciones la fundan en perspectivas de un voto masivo contra tal opción de política económica, vinculadas con acciones concretas de protesta en la calle que ejercen presión sobre las instituciones representativas. Estos actores promueven un concepto de democracia diferente, el de la democracia participativa, lo que genera mucha confusión, porque por un lado puede consistir en elementos bien ajustables a la democracia representativa -como por ejemplo el referéndum-, y por el otro puede ser definido como un concepto de democracia que sustituye a la democracia representativa. Los representantes de este otro concepto de democracia invocan el diálogo directo con el pueblo (los manifestantes) y acciones directas en la calle (bloqueos de la infraestructura). El lema "abajo con las instituciones" expresa de manera limpia su pensar anti-institucionalista. Basándose en manifestaciones de masas, se oponen a decisiones tomadas por las distintas instituciones (el presidente, el parlamento, y los órganos judiciales) en ejercicio. Así tratan de impedir el funcionamiento del sistema político vigente y ofrecer, a través de su programa populista, una alternativa de políticas públicas que otorgue mayor atención a las demandas sociales; y si ganan las elecciones, ponen en marcha un proceso de reforma constitucional. Observando lo que está pasando en algunos países de América Latina, es posible hablar de un guión político: se organiza primero un referéndum sobre una reforma constitucional, después se celebran elecciones para una asamblea constitucional, y luego se aprueba una nueva constitución que abre el camino hacia el establecimiento de un régimen autoritario. Todo este proceso está acompañado de un discurso confrontacional, de un desmontaje del Estado de derecho, de intervenciones del Ejecutivo en los demás órganos del Estado, y de manifestaciones en la calle organizadas desde esferas del Ejecutivo en favor de lo que son los planes del gobierno. "Toda mención a la ley es para ellos complicidad con el neoliberalismo" (Lazarte 2006: 24). Se trata de un modelo de reversión autoritaria relativamente nuevo en América Latina, que consiste en que los enemigos de la democracia pluralista se aprovechan de los mecanismos democráticos para alcanzar el poder y para liquidar a la democracia a través de un proceso que aquellos denominan refundación constitucional.
Cuando las elites políticas luchan incondicionalmente por el poder y logran alcanzarlo, la invocación de la cultura política pierde todo sentido realista. La confianza, la tolerancia, el compromiso, el consenso ya no cuentan, y aún menos las reglas de la democracia representativa. Un ejemplo llamativo puede ser observado actualmente en Bolivia. Evo Morales y el MAS (Movimiento al Socialismo), segundos en las elecciones presidenciales y parlamentarias del año 2002, han bloqueado en la calle el gobierno de dos presidentes, y han llevado a Bolivia al borde de la ingobernabilidad. Las elecciones de 2006, que apenas lograron realizarse como instrumento para resolver el conflicto, le aportaron un amplio apoyo, como no tuvo ningún presidente anterior para gobernar el país. Sin embargo, esta mayoría no le parece suficiente. Se escucha nuevamente, como en tiempos preautoritarios, la frase: hemos ganado el gobierno pero no el poder. El gobierno pone en marcha la calle para liquidar a los poderes constitucionales que aún impiden ejercer un poder ilimitado. De nuevo se escucha, esta vez por parte de miembros del gobierno, que el camarada Mauser va tener la palabra cuando no se decide la cuestión del poder definitivamente en su favor. Permanentemente se intensifica el conflicto, por ejemplo a través de una politización mayor de la cuestión étnica y del lanzamiento de denuncias repetidas de "conspiraciones" o anuncios de golpes de Estado. La muestra de este proyecto antidemocrático ha sido creada por Hugo Chávez. El mayor peligro para la democracia en América Latina proviene actualmente de un cultura anti-democrática que se ha organizado, que está equipada con un pensar estratégico y que dispone de una masa de militantes incondicionales.
En términos generales, no existen para la democracia arreglos político-institucionales para resolver los problemas políticos que se fundan en una cultura política adversa a la democracia, en una desconfianza generalizada, en la intolerancia, en la extrema polarización ideológica y en el rechazo a cualquier compromiso. Para poder permanecer y florecer, la democracia necesita un humus diferente. En la actualidad, necesita sobre todo de individuos, académicos y políticos que perciban el peligro al que está expuesta por parte de sus enemigos, que sin pudor se mueven detrás de objetivos anti-democráticos, aprovechando el ambiente tolerante del orden democrático establecido. La democracia necesita de participantes en el debate que sepan manejar la cuestión de las reformas institucionales dentro de ciertos límites compatibles con su propia sobrevivencia.

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