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versión On-line ISSN 1851-9601

Postdata vol.21 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2016

 

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¿"CUMPLIMIENTO ESCRUPULOSO DE LA LEY"?: LAS INTERPRETACIONES LIBERALES DE LA "LEGALIDAD" (ARGENTINA, 1955 -1973)

 

por Victoria Haidar*

* Investigadora asistente del Conicet, Centro de Investigaciones de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Universidad Nacional del Litoral, Argentina. E-mail: vhaidar@fcjs.unl.edu.ar.


Resumen

En este artículo se reconstruyen las significaciones particulares que asumió la "legalidad" al interior del campo liberal entre 1955-1973. A partir de la construcción y el análisis de un corpus de documental conformado por textos de Alvaro Asogaray, Federico Pinedo y una serie de artículos publicados en la revista "Ideas sobre la Libertad", editada por el Centro de Estudios sobre la Libertad, se establecen los sentidos que esos discursos otorgaban a las diferentes categorías de derechos (civiles, políticos y sociales), esclareciéndose la posición que les conferían en relación al "problema" de los límites que el derecho impone al gobierno. Asimismo, se analizan los argumentos que justificaban, en la interpretación de aquellos autores y grupos, el "rompimiento" del orden jurídico que constituía la dictadura.

Palabras clave legalidad - liberalismo - derechos civiles, políticos y sociales - dictadura - Agentina

Abstract

This article reconstructs the particular meanings that took the Rule ofLaw within the liberal camp, between 1955 and 1973. Based on the construction and analysis of a corpus ofdocuments composed by texts wrote byAlvaro Alsogaray and Federico Pinedo, and by a series ofarticles published in the journal "Ideas of Liberty" published by the Center for Studies on Freedom, the article establish the senses that these discourses granted to different categories ofrights (civil, politic and social rights) and clarifies the position that conferred to this rights in relation to de "problem" of the limits that law imposes to government. The article analyzes, also, the arguments justifying, in the interpretation of these authors and groups, the "break" with the legal order that was the dictatorship.

Key words rule oflaw - liberalism - civil, political and social rights - dictatorship - Argentina


 

I. La legalidad "hecha problema"

El período que se abrió en la Argentina tras el derrocamiento, por parte de la Revolución Libertadora, del presidente Juan D. Perón estuvo caracterizado por la alternancia entre gobiernos surgidos de elecciones en las que la principal fuerza electoral del país, el peronismo, estuvo proscripto y gobiernos civiles y militares de facto. Entre 1955 y 1973, las Fuerzas Armadas asumieron un rol de "vigilancia" y "veto" sobre el sistema político y el peronismo se expresó, fundamentalmente, a través del movimiento sindical (Scirica 2008). No puede dejar de señalarse, sin embargo, que durante el gobierno de Arturo Illia (1963-1966), tres dirigentes "neoperonistas" accedieron a gobernaciones provinciales: Deolindo Bittel en Chaco, Ricardo Durand en Salta y Felipe Sapag en Neuquén1. Por otra parte, también las fuerzas neoperonistas, organizadas bajo la sigla de Unión Popular, ganaron las elecciones parlamentarias nacionales de marzo de 1965 (Tcach y Rodríguez 2006).

Así, en términos generales, hasta 1966 los proyectos de restablecer la democracia se desarrollaron en el marco de un sistema político dual en el que funcionaron, por un lado, los partidos políticos no peronistas y el Parlamento y, por el otro, un sistema de negociaciones y presiones extra-parlamentarias y extra-partidarias, en el que se desempeñaba el peronismo (Cavarozzi 1983). Constatada la imposibilidad, anhelada por la Revolución Libertadora, de suprimir la identidad peronista, entre 1955 y 1966 se ensayaron varias fórmulas destinadas a dar una respuesta a la "cuestión peronista", ninguna de las cuales alcanzó a consolidarse (Smulovitz 1991).

Promediando la década de 1960, la crítica generalizada a los partidos políticos y a la democracia electoral, los persistentes reclamos de los sindicatos peronistas, y las críticas que desde el mundo de los grandes empresarios se dirigían a la política económica, dejaron al gobierno del presidente Arturo Illia "a la espera del desenlace anunciado" (De Riz 2000: 23). Como observan Tcach y Rodríguez (2006), Illia estuvo condicionado, casi desde el comienzo de su mandato, desde dos frentes que comprendían, por un lado, al sector populista-nacional del peronismo y sus aliados y, por el otro, a los sectores liberal-conservadores. La impugnación "nacional popular" contaba al sindicalismo peronista como bastión, aunque fue apoyada, con matices, por frondicistas, allendistas, demócratas cristianos, nacionalistas, sectores católicos y un amplio abanico de izquierda. Por su parte, la impugnación liberal-conservadora concentraba a los grandes empresarios industriales y rurales, agrupados en instituciones tales como la UIA (Unión Industrial Argentina), la SRA (Sociedad Rural Argentina) y la ACIEL (Acción Coordinadora de Instituciones Empresariales Libres), entre otras. Con los posicionamientos de estos sectores convergían, también, los partidos conservadores provinciales nucleados en la Federación de los Partidos de Centro y una gran parte de la prensa.

Procedentes tanto de sectores populares como liberal-conservadores, los motivos de la oposición a Illia eran múltiples: los dirigentes sindicales percibían en algunos de los cursos de acción del gobierno, (particularmente el anuncio de que se iba a reglamentar la Ley de Asociaciones Profesionales sancionada durante el gobierno del ex presidente Frondizi), una amenaza al lugar de preeminencia que venían ejerciendo como factor de poder en la política nacional.

Por su parte, la derecha liberal se sentía asediada desde varios flancos. Consideraba, por un lado, que la política económica del gobierno -que combinaba criterios keynesianos de intervención estatal, las recomendaciones de la CEPAL favorables a una nueva inserción de la periferia en la división internacional el trabajo y los postulados reformistas que los radicales intransigentes habían adoptado desde la década de 1940 (Tcach y Rodríguez 2006)- constituía un ataque a la libertad de empresa y, en todo caso, un continuismo con las políticas populistas del peronismo.

Por otro lado, para los años sesenta no sólo las Fuerzas Armadas sino también los sectores civiles de la derecha habían hecho suya la doctrina de las "fronteras ideológicas"2. Dicha doctrina predicaba la existencia de un "estado de guerra revolucionaria", dado por la presencia, en el interior de la nación, de un enemigo "interno" izquierdista sumamente amplio, el cual comprendía no sólo a militantes políticos y sindicales sino (como lo ilustraba el libro escrito por el coronel Osiris Villegas, Guerra Revolucionaria Comunista) a revistas literarias, grupos de teatro, bibliotecas populares y centros culturales y recreativos (Tcach y Rodríguez 2006)3. Con la "reconversión antisubversiva" que experimentaron las Fuerzas Armadas (Rouquié 1982) sus prerrogativas se extendieron y potenciaron. Así, la idea de que la penetración comunista se extendía a toda la sociedad justificó ampliamente las demandas que desde los sectores empresariales se dirigieron al gobierno de Illia para que reprimiera las protestas obreras, cuestión sobre la que volveremos en los apartados II y V de este trabajo.

En ese escenario de oposiciones múltiples, la Revolución Argentina -que se presentó a sí misma como fundadora de una nueva República (Nicanoff y Rodríguez 2008)-, constituyó un esfuerzo, también frustrado, por transformar y unificar la política "desde arriba", en un contexto marcado por la pérdida de legitimidad de los partidos políticos -que se consideraban instituciones "arcaicas", mal preparadas para enfrentar los desafíos de la "modernización" (De Riz 2000)-, el deterioro del valor de la democracia, la crisis del principio de legalidad y el recurso cada vez más extendido a la violencia4.

Si bien estos últimos rasgos atravesaban a la sociedad argentina en su conjunto, en este artículo nos focalizaremos sobre las significaciones particulares que, durante esos años, adquirió la "legalidad" al interior del campo liberal. Con ello aspiramos a profundizar la comprensión del liberalismo argentino en el período 1955-1973, particularmente, en lo atinente a la compleja relación que el mismo mantuvo, tanto con el autoritarismo como con la democracia. Asimismo, procuramos producir un avance en relación a la elucidación de la "cultura jurídica" en la Argentina, esclareciendo los sentidos que asumió la "legalidad" en un conjunto de discursos producidos "por afuera" del campo jurídico.

Junto con la significación -amplia y general- que asocia la "legalidad" con la conformidad con las leyes, esa noción connota, desde la Modernidad, un conjunto de exigencias y recaudos que tienen una cierta permanencia y constancia pero que están vinculados con circunstancias sociales y políticas concretas (Legaz y Lacambra 1958). Históricamente, esos postulados quedaron ligados a la doctrina del "Estado de derecho" (Rechsstaat).

Esa fórmula fue concebida por los juristas alemanes entre fines del siglo XVIII y principios del XIX para indicar, en oposición al despotismo y al estado de policía, la necesaria sujeción de los gobernantes a normas generales que limitan de antemano su accionar, por ser emitidas y conocidas; y que se consideran, además, expresión de la soberanía. En ese sentido "débil" o "formal" que caracteriza su emergencia, el "Estado de derecho" designa a todos aquellos ordenamientos jurídicos modernos en los que los poderes públicos tienen una "fuente" y una "forma" legal (Ferrajoli 2001). Sin embargo, con el establecimiento de cartas de derechos y de constituciones liberales, dicha noción se amplió para designar la vinculación de los poderes públicos a la legalidad definida, no sólo por el procedimiento de su producción, sino por su "contenido"5.

La legalidad involucra, así, la exigencia de que las autoridades del Estado se ajusten a un orden jurídico que preexiste y tiene cierta estabilidad, pero que se ha configurado históricamente. Mientras la coyuntura socio-política en cuyo marco emergieron y se desarrollaron dichas estructuras normativas se mantiene, aquella exigencia funciona como conformidad con lo "ya-constituido". Pero cuando las circunstancias socio-políticas cambian y ello percute, de algún modo, en las estructuras jurídico-políticas, la legalidad "se hace problema" (Legaz y Lacambra 1958: 7).

En la Argentina, desde la misma formación del Estado -que, como señala Halperin Donghi (1998a: 151), "nació liberal"6-la legalidad ha tendido a remitirse a la Constitución Nacional de 1853 y a designar un régimen en el que todos los poderes del Estado están vinculados a los principios sustanciales establecidos en las normas constitucionales; tanto aquellos que (como la división de poderes) consagran la forma republicana de gobierno, como los que reconocen los derechos de los individuos. Con el advenimiento del peronismo esa remisión de la legalidad a la Constitución de 1853 sufriría un embate decisivo7. En 1949 se sancionó una nueva Constitución que traducía, entre otras matrices discursivas, los principios del "constitucionalismo social" (Ramella 2011, Herrera 2014)8. Bajo esta égida se introdujeron en el texto constitucional los "derechos sociales" de los trabajadores y la "función social" de la propiedad y se previeron varias modalidades de intervención del Estado sobre la economía.

Con el derrocamiento de Perón, la Constitución de 1853 fue nuevamente puesta en vigor, pero ello no significó que los interrogantes en torno a la legalidad quedaran clausurados. Por el contrario, la derogación de la Constitución de 1949 dejó abierto el problema de los derechos sociales y de las obligaciones que su reconocimiento genera; cuestión que la reforma constitucional del año 1957 intentaría infructuosamente "cerrar" mediante la incorporación de un nuevo artículo, el "14 bis", dedicado a los derechos de los trabajadores. Por otro lado, la proscripción del peronismo reactivó las polémicas -de larga data- acerca de la significación que confieren las élites a los derechos políticos y, por esa vía, a la participación de las masas en la sociedad. Asimismo, los golpes de Estado que se sucedieron entre 1955 y 1973 plantearon el interrogante relativo a la aceptabilidad de la dictadura como salida transitoria del "juego imposible" (O'Donnell 1973) definido por el desafío de integrar al electorado peronista al sistema político manteniendo, al mismo tiempo, su proscripción.

Así, en esa coyuntura de intensa "problematización" de la legalidad: ¿Qué respuestas se daba, al interior del espacio liberal, al "problema" de la "legalidad"? ¿A qué contenidos normativos se referían los economistas, políticos y "activistas" liberales cuando hablaban de "legalidad"? ¿Cómo concebían los derechos civiles, políticos y sociales y qué relaciones establecían entre ellos? ¿De qué manera pensaban el "límite" que la ley impone a la acción de los gobernantes? ¿Qué significación atribuyeron a la dictadura de 1966?

En los apartados siguientes nos ocuparemos de responder a dichos interrogantes. Con esa finalidad construimos y analizamos un corpus de documentos formado por: a) una serie de artículos, libros y discursos de gobierno de los economistas Federico Pinedo (1895-1971)9 y Alvaro Alsogaray (1913-2005)10 aparecidos entre 1955 y 1973 y b) una de artículos suscriptos por empresarios, abogados, periodistas, "activistas" del liberalismo, que se publicaron, en esos mismos años, en la revista Ideas sobre la Libertad, editada por el "Centro para la Difusión de Economía Libre"; posteriormente denominado "Centro de Estudios sobre la Libertad" (en adelante CDEL), una usina de divulgación de ideas liberales que funcionaba desde 195711.

El artículo está organizado de la siguiente manera: En el apartado II presentamos, de manera sintética, un panorama del campo liberal en la Argentina en el período estudiado, refiriéndonos, particularmente, a los economistas y al grupo de divulgación de ideas liberales que estudiamos aquí. En el punto III explicamos cómo la significación de la "legalidad tradicional" giraba, para esos autores y ese grupo, en torno a los derechos civiles de los ciudadanos y, especialmente, a las libertades civiles. Las perspectivas -parcialmente divergentes- que sostenían respecto de los derechos políticos y su relación con los derechos civiles son analizadas en el apartado IV. Por su parte, en el punto V nos ocupamos de reconstruir las reflexiones que suscitaban en Pinedo, Alsogaray y núcleo de difusión de ideas liberales organizado en torno al CDEL, los derechos sociales, especialmente en vistas a su constitucionalización. El punto VI está dedicado a analizar las razones invocadas desde el campo liberal para justificar el apartamiento de legalidad y proveer (alguna) legitimidad a las dictaduras. En el apartado VII planteamos unas reflexiones finales.

II. Un período de reconstrucción y renovación para el campo liberal

Tras la prolongada crisis en la que el liberalismo argentino permanecía sumido desde 193012, los años que transcurrieron entre 1955 y 1973 aparecen sino como el momento de resolución de dicha crisis, sí, al menos, como un período clave para la reorganización y renovación del campo liberal, tanto en términos de acumulación de saber como de conformación de redes institucionales. Ciertamente, las ideas de los intelectuales representativos del "neoliberalismo" (así: Ludwig von Mises, Friedrich Hayek y Wilheim Röpke), habían ingresado tempranamente a la Argentina a través de políticos y economistas como Federico Pinedo, quien las había conocido en un viaje juvenil a Europa en la década de 1920 y las introdujo en el parlamento, en la prensa y en diversos grupos empresarios e intelectuales durante los primeros años del peronismo13.

Sin embargo, con el derrocamiento de Perón dichas ideas comenzaron a circular con mayor amplitud. A partir de mediados de los años cincuenta se crearon instituciones y publicaciones especializadas que funcionaron como focos de divulgación y reelaboración del liberalismo; se constituyeron y/o cimentaron redes de sociabilidad que vinculaban a los liberales vernáculos con intelectuales y núcleos de pensamiento neoliberal estadounidenses, europeos y latinoamericanos, y algunos de los principales exponentes de las perspectivas del "nuevo liberalismo" visitaron el país: en 1957 Hayek pronunció una serie de conferencias en la Universidad de Cuyo; en 1958 llegó al país Leonard Read, invitado por el CDEL; en 1959 von Mises dictó una serie de multitudinarias conferencias en la UBA y lo mismo harían Röpke, Henry Hazlitt, etc.

En diciembre de 1955 se constituyó la Asociación Argentina por la Libertad de Cultura, la filial argentina del Congreso Libre de la Cultura constituido en 1950 en Berlín. En 1958 esa entidad comenzó a publicar una colección de libros de autores nacionales e internacionales denominada "Biblioteca de la Libertad" (Nállim 2014). Ese mismo año se estableció la Asociación Coordinadora de Instituciones Empresarias Libres, entidad que reunía a la Sociedad Rural Argentina, La Bolsa de Comercio y la Unión Industrial. Si bien ACIEL se presentaba como una organización de intereses, mostraba un interés por la elaboración y difusión de alternativas teórico-prácticas de orientación neoliberal (Grondona 2011). Como señalamos en el apartado anterior, esta última asociación, constituyó, junto con otras organizaciones empresariales un foco permanente de oposición al gobierno de Illia. En sus impugnaciones se cruzaban (reforzándose mutuamente) tanto las críticas de raigambre liberal contra las políticas económicas del radicalismo que identificaban con el "populismo" peronista, como la disconformidad, que encontraba apoyo en la doctrina de las fronteras ideológicas, con la decisión del presidente de encauzar el control de las protestas obreras en los márgenes del Estado de derecho. Como evidencia de la primera serie de críticas, cabe considerar el memorándum que ACIEL elevó al gobierno hacia comienzos de 1965, al finalizar su XIX Asamblea. Además de rechazar el "exagerado intervencionismo estatal", la asociación puntualizaba que ello se debía a "la profunda desconfianza o a un auténtico resentimiento contra la actividad privada que pareciera inspirarse en la equívoca idea, de que los hombres de empresa somos enemigos potenciales de la nación, y no uno de sus elementos vitales" (Los Principios, 8-2-1965 citado en Tcach y Rodríguez 2006: 94). Asimismo, un poco después, en su XXII Asamblea, celebrada en el mes de junio de 1966, la ACIEL no se privó de espetar que el gobierno favorecía la actividad disolvente de grupos que impulsaban a la ocupación de fábricas y universidades, abriendo las puertas a un proceso que propulsaba "la propagación de ideas extremistas que propugnaban, directa o indirectamente, la implantación del colectivismo" (Córdoba 406-1966, ciado por Tcach y Rodríguez 2006: 149).

Por su parte, otro de los actores que contribuyó notablemente a desestabilizar el gobierno de Illia fue Alvaro Alsogaray. Este político y economista estaba vinculado a algunas de las personalidades más representativas del "nuevo liberalismo" en el plano internacional, como el propio Erhard, pero también Einaudi, Hayek y Rueff, a quién juzgaba la persona que más influencia había ejercido en su manera de razonar. Además de los cargos que desempeñó en la función pública, durante esos años el ingeniero fundó el Instituto de Economía Social de Mercado (1965) y dos partidos políticos de orientación liberal (el Cívico Independiente en 1956 y Nueva Fuerza en 1972) y publicó varios trabajos en los que exponía su adhesión a la perspectiva de la "economía social de mercado"; polemizaba con los autores de las corrientes "desarrollistas" y presentaba los ejes, tanto económicos como político-institucionales, de lo que entendía eran las "bases" para la Argentina futura.

También los años que siguieron al golpe de 1955 fueron de una intensa labor para Federico Pinedo. Más allá de su paso fugaz por la cartera de economía durante el gobierno interino de José M. Guido, el político y economista fue un partícipe activo en los principales debates de la época. Columnista asiduo de La Nación y La Prensa, publicó varios ensayos dedicados, principalmente, a discutir cuestiones políticas (así, el fenómeno del peronismo) y diferentes aristas de la política económica y de la posición de la Argentina en el mundo. Pero en esas reflexiones tampoco se descuidaban los aspectos jurídicos e institucionales que, para el autor, hacían a la "reconstrucción" del país.

A iniciativa del empresario vitivinícola Alberto Benegas Lynch14, en 1957 se creó el CDEL, un núcleo de divulgación del pensamiento liberal que se auto-inscribía en la "línea ortodoxa" que encarnaba, en economía, la "moderna escuela vienesa" (CDEL 1962: 2). Esta institución estaba conectada con varias usinas de producción y difusión de las ideas liberales en el plano internacional, como la Foundation for Economic Education que dirigía Read en Nueva York. Dicha fundación le facilitaba el material y colaboraba en la administración de las becas que el Centro otorgaba a jóvenes graduados para realizar estudios concernientes a la "filosofía de la libertad" en los Estados Unidos. Asimismo, Read era un asiduo colaborador de la revista Ideas sobre la Libertad, cuyas páginas estaban dedicadas, principalmente, a poner en circulación trabajos de personalidades como von Mises, Hayek, Hazlitt, etc. Pero cada número contaba, además, con una editorial y uno o dos artículos de autores argentinos en los que se efectuaban análisis de la coyuntura política o se "comentaban" y "promovían" las ideas liberales15. Esta entidad funcionaba, además, como una activa editorial, en cuyo nutrido catálogo figuran obras de los "clásicos" del liberalismo, trabajos contemporáneos de economistas neoliberales y algunos ensayos de autores nacionales.

Tanto el núcleo de empresarios, abogados, periodistas, economistas, etc. congregados en torno al CDEL y sus publicaciones, como Federico Pinedo y Alvaro Alsogaray, reivindicaban para sí el liberalismo en una coyuntura en que dicha corriente de pensamiento era marginal y minoritaria. Esa reivindicación involucraba una recuperación -con fines de legitimación y polémica , de la tradición liberal fundadora argentina, que estaba representada, entre otros elementos, por la Constitución Nacional de 1853. Ese texto, que había proveído el andamiaje jurídico-institucional para el nuevo Estado republicano-liberal imaginado por los intelectuales de la generación de 183716 constituía la referencia insoslayable de la "legalidad". Era la encarnación misma de la "legalidad tradicional" frente a otras "legalidades posibles" -efectuadas e imaginadas- que los liberales rechazaron con vehemencia: las ideas corporativistas de las décadas de 1930 y 1940, la Constitución "social" de 1949 -a la que Pinedo (1968b: 57) no vaciló en calificar como un documento político "grotesco"-, y los proyectos "participacionistas" y "comunitaristas" que circularon durante el gobierno de Onganía (1966-1970)17.

De conformidad con la "memoria liberal" la Constitución de 1853 condensaba el programa de gobierno que había asegurado el "progreso" del país. De allí que tanto para los hombres que escribían en Ideas sobre la Libertad, como para Pinedo y Alsogaray, la rectificación del "erróneo" rumbo asumido desde 1930 dependiera de su restauración: así, la efectiva reconstrucción moral, política, económico-financiera y social de la República imponía restablecer la vigencia de los principios fundamentales establecidos en aquella Constitución. Pero: ¿cuáles eran esos "principios fundamentales", esa "legalidad tradicional", que la derogación de la Constitución de 1949, impuesta por la Revolución Libertadora, no había conseguido, aún, restituir?

III. Una legalidad para la economía de mercado

En la lectura que efectuaban los liberales, el derrocamiento del peronismo no había significado, sin más, la restitución de la "legalidad tradicional". Ella continuaba siendo transgredida a través de múltiples "leyes" y "reglamentos" que consideraban violatorios de la propiedad y de las libertades económicas. Si bien existían diferencias en la valoración que hacían de las regulaciones que se mantuvieron más allá de 1955 y de otras introducidas posteriormente18, todos coincidían en señalar que la legislación de alquileres, la ley de abastecimiento, los controles de cambios y las disposiciones que fijaban precios máximos; es decir normas que imponían alguna regulación que en la perspectiva liberal "obstaculizaba" la competencia en el mercado, debían derogarse. Es preciso destacar, en esta dirección, que los liberales dirigieron feroces críticas a toda una serie de medidas implementadas durante el gobierno de Illia, a las que juzgaban de "populismo radical" y consideraban tan perjudiciales como aquellas del "populismo peronista" (Tcach y Rodríguez 2006). Además del descontento que manifestó la UIA por la sanción de la Ley de Salario Mínimo Vital y Móvil, tanto la Ley de Medicamentos, -que congelaba el precio de los remedios declarándolos "bienes sociales"- y la Ley de Abastecimiento, a través de la cual se establecían límites a los precios de los artículos de la canasta familiar, activaron, entre el gran empresariado, las acusaciones contra el intervencionismo estatal (Tcach y Rodríguez 2006).

Sin dejar de remarcar las diversas aristas que, a juicio del espectro de actores que impulsara la Revolución Libertadora, equiparaban el peronismo al fascismo, en el marco de los debates, re-impulsados en 1955, sobre el "desarrollo argentino" (Altamirano 1998), los liberales hicieron particular hincapié en la restricción que, durante el período 1946-1955 habían sufrido las libertades económicas. En relación a este aspecto, habían hecho suya la hipótesis articulada desde el campo neoliberal en la década de 1940, que sostenía que el peligro para las libertades radicaba en las medidas estatales de dirección de la economía, fundamentalmente, en las técnicas de planificación centralizadas (así, los "planes quinquenales" y "planes nacionales de desarrollo"), sea que estas se aplicasen en contextos "democráticos" o "dictatoriales"19.

Desde ese punto de vista, todas las regulaciones en la vida económica -que en la Argentina ensayaron, desde la década de 1930, gobiernos de distinto signo político- eran expresión del "totalitarismo económico" y conducían, a la postre, al comunismo. Como expresión de la trabazón imaginada entre las medidas de regulación económica y el autoritarismo Alsogaray (1960:5) alertaba que los controles económicos estaban imbricados con el ejercicio, por parte de los gobernantes, de "poderes excepcionales".

Esta posición, célebremente plasmada en el best seller Camino de Servidumbre (Hayek 2010 [1944]) involucraba una relectura ético-política de las libertades económicas. De esta manera, se descalificaban las opiniones que, desde el "exterior", acusaban al liberalismo de "puro materialismo" o lo equiparaban directamente al capitalismo; pero, al mismo tiempo se ponían en discusión las perspectivas que, desde el "interior" de ese campo, sostenían una concepción "ético-política" del liberalismo que restaba centralidad a los principios económicos y lo disociaban del sistema de la libre competencia, confiriendo legitimidad, incluso, a aquellas estrategias socialistas que fueran compatibles con la realización moral del hombre (Croce 1952a, 1952b).

Así, en línea con la interpretación efectuada por los neoliberales en la segunda postguerra, los hombres vinculados al CDEL se ocuparon de exaltar el papel que desempeñaba la "propiedad privada" y las libertades económicas en la organización del modo de vida liberal, encauzando esa revalorización a través del argumento de la "indivisibilidad" de las libertades. Según esta idea, el programa de la libertad constituía un todo indivisible, cuyas partes estaban condicionadas unas a las otras, por lo que si declinaba la propiedad recaían las otras libertades (Benegas Lynch 1960, 1963).

Como reverso de esa hipótesis que homologa toda forma de intervención económica al totalitarismo, los liberales argentinos erigían a la propiedad privada y a las libertades civiles reconocidas en la Constitución de 1853 en un "límite infranqueable" para la acción gubernamental. Así, todas las enunciaciones relativas a los "derechos" que proceden de discursos liberales que analizamos, presuponen una misma operación de "aislamiento" de las normas que protegen la propiedad y las libertades económicas y de "separación" respecto de las libertades políticas; una distinción tajante y naturalizada entre la "ciudadanía civil" y "ciudadanía política"20. Es porque esa distinción aparece, en esos discursos, como "dada", que Alsogaray (1960: 5) puede denunciar, como ideológica, la ceguera que, respecto de la regulación económica, padecía la población:

Si los ciudadanos se dieran cuenta el tremendo poder que ponen en manos del Estado al permitir que este ejerza controles económicos del tipo de los que se han ejercido durante los últimos años, lucharían contra esos controles con más pasión y con más violencia de las que, en circunstancias excepcionales desencadenan para defender sus libertades políticas.

Esa distinción no tenía, solamente, un sentido clasificador, sino que constituía la plataforma a partir de la cual las libertades económicas se erigían en criterio legitimador del Estado, al cual se le atribuía como objetivo -"limitado pero efectivo" (Benegas Lynch 1962: 16)- la protección de las instituciones libres o, en otros términos, el asegurar la plena vigencia de los principios contenidos en la Constitución de 1853. Al reivindicar los derechos que los individuos tenían frente al Estado, los autores que analizamos se referían a la legalidad en un sentido eminentemente "sustancial" o "material". Sin embargo, además de esta última significación, la legalidad también parecía tener, para algunos de ellos, una significación "formal". Así, Alsogaray y Pinedo tendían a asociar la intervención del Estado sobre la economía al "reglamentarismo económico" que, a fuerza de ser "paternal" terminaba siendo "esclavizante" (Pinedo 1956: 74). Este argumento involucraba una reivindicación de la "forma de ley", que es inherente a la concepción "liberal" del Estado de derecho.

Es preciso destacar que tanto Pinedo como Benegas Lynch defendían un concepto amplio y "cuasi absoluto" de propiedad. Así, cuando en 1968 se reformó el Código Civil argentino21 ambos se opusieron a la introducción de límites tanto al derecho de dominio como a la libertad de contratar. En esta dirección, en el discurso que impartió al ser nombrado miembro de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales Pinedo expresó el peligro de introducir en el Código figuras que -como la "lesión" y el "abuso del derecho"- conspiraban contra las obligaciones contraídas libremente (Malamud 1971).

En una coyuntura en la que, desde la perspectiva liberal, la propiedad privada estaba amenazada, Benegas Lynch se ocupó, de manera reiterada, de justificar la existencia de dicha institución. Así, apeló en varias ocasiones a la palabra de autoridad del profesor Gottfried Dietze para reforzar la asociación de dicha institución con el cristianismo. Hizo un uso profuso de un tópico del discurso conservador al afirmar que era la "base" de la civilización occidental y cristiana. Reafirmó el carácter "inalienable" y "universal" de la propiedad, explotando las notas procedentes del derecho natural que aún resuenan en la concepción liberal de los derechos. Y recurrió, también, a una metáfora naturalista:

No es exagerado afirmar que la propiedad se encuentra en la misma naturaleza de las cosas. No sólo se halla arraigada como concepto básico en la especie humana. La vemos aparecer también en los reinos vegetal y animal. Las plantas, para vivir y desarrollarse, extienden sus raíces en un determinado espacio de tierra, del que se 'apropian' y cuya substancia utilizan con carácter exclusivo (Benegas Lynch 1963: 14).

Es desde esa concepción, en cierta forma sagrada, de la propiedad, que los liberales emplazaban las propuestas cepalinas del lado de la "ilegalidad comunista". Así, Pinedo (1963: 71-72) encontraba que las recomendaciones de la CEPAL relativas a la reforma agraria involucraban una "apología del despojo" y que iban "en contra de toda idea de derecho" y Benegas Lynch (1961) entendía que ellas involucraban usar el aparato estatal para privar a los legítimos dueños de sus propiedades22.

Por otra parte, es preciso destacar que la preocupación por la afectación de las libertades económicas no sólo resultaba justificada a partir de la hipótesis que equiparaba los controles económicos al totalitarismo, sino que tenía una explicación más pragmática. Polemizando con todas aquellas perspectivas (desarrollismos, nacionalismos económicos) que justificaban la adopción de medidas proteccionistas en el marco de estrategias de industrialización, para los autores que analizamos el desarrollo argentino dependía, fundamentalmente, de la adecuada inserción de la economía nacional en el mercado internacional y de la inversión de capitales extranjeros. Desde ese posicionamiento entendían que cualquier medida legal que supusiera establecer límites al derecho de propiedad o a las libertades de contratar desalentaría la inversión -tan ansiada- de capitales, porque disminuía la ya raleada "seguridad jurídica". En la misma línea que los neoliberales alemanes, consideraban que los aspectos político-institucionales y los aspectos económicos estaban imbricados, y que "derecho y economía" eran, en realidad, "dos mejillas de una misma cara" (Sánchez Sañudo 1972: 18)23.

Por otra parte, en la diferenciación -presupuesta- de las libertades políticas y económicas, también se deslizaba una disputa por la forma de entender el manejo de la economía. Así, la reivindicación de las libertades económicas reconocidas en la Constitución de 1853, que imponían un límite a la acción del Estado, involucraba un desafío respecto de aquellas perspectivas -entonces hegemónicas- del nacionalismo económico, porque permitían resguardar la esfera económica de las decisiones de los cuerpos legislativos o del poder ejecutivo, en fin, de un gobierno soberano. Es que, tal como lo advirtiera Hayek (2010), no se podía confiar en los actos de los gobernantes por el sólo hecho de que fueran autorizados por la legislación, menos aún cuando las leyes en cuestión habían sido sancionadas por legisladores elegidos por el voto popular. Como veremos en el apartado siguiente, los derechos políticos también suscitaban desconfianza entre los liberales argentinos.

IV. Las reflexiones en torno a los derechos políticos

El golpe de 1955 fue promovido por un amplio frente que incluyó a partidos políticos no peronistas, representantes corporativos e intelectuales de las clases medias y las burguesías urbana y rural, las Fuerzas Armadas y el ejército. Si bien los intereses eran muy heterogéneos, esa coalición consiguió mantenerse unida bajo las consignas de la "democracia" y la "libertad", objetivos que fueron erigidos en oposición al carácter totalitario y dictatorial que se atribuía al régimen peronista (Cavarozzi 1983). Tras el derrocamiento de Perón, no obstante, esa convergencia inicial no se tradujo en un acuerdo respecto de qué hacer con la "cuestión peronista" (Smulovitz 1991). Así, el afán democrático que había animado la destitución de aquel presidente y presionado al gobierno de la Revolución Libertadora para que transfiriera el poder en la primera oportunidad posible, no resultó suficiente para cimentar una prolongada estabilidad política (Potash 1981).

Como observa Potash (1981), a pesar de sus cualidades como político, Arturo Frondizi al fracasar en su intento de erosionar el arraigo que tenían por Perón las clases trabajadoras, exacerbó los temores antiperonistas y contribuyó a desmoralizar a elementos que no pertenecían ni al sector peronista ni a los antiperonistas.

Hasta la Revolución Argentina las administraciones militares no se habían propuesto reemplazar la democracia parlamentaria ni posponerla para un futuro distante. Sin embargo, más allá de ese punto, persistía -tanto al interior de las Fuerzas Armadas como de la sociedad en su conjunto- un profundo desacuerdo respecto de qué tratamiento otorgar al peronismo el cual comprometía, seriamente, el objetivo del restablecimiento del sistema democrático24.

La cuestión de los "derechos políticos" fue uno de los tópicos a través de los cuales se encauzaron, al interior del campo liberal, las disputas respecto de la integración del peronismo al sistema político y, en su caso, los desacuerdos respecto de "cómo" y bajo "cuáles condiciones" efectuarla. De los discursos que analizamos se desprende que los llamados "derechos de participación" no tenían, al interior de ese espacio, el mismo valor que los derechos civiles. Mientras éstos eran considerados como "auténticos" derechos, la valencia de las libertades políticas era "relativa" y "variable". De allí que, como sugiriera Pinedo (1968a: 225):

.. .los rompimientos de los que considera en cada país y en cada época el orden legítimo en la sucesión de los titulares del gobierno (...) no han impedido en innumerables casos la continuidad del régimen jurídico en lo que él tiene de más trascendente.

Esa valoración desigual se expresaba a través de diferentes estrategias. Por un lado, se identificaban unos contenidos "esenciales", "sustanciales", "superiores" o "principales" de la Constitución, que aludían, solamente, a los derechos civiles; emplazándose, por deducción, a los derechos políticos en una posición "accesoria", "contextual", "secundaria" o "accesoria":

La Constitución de 1853, con sus reformas de 1860 y 1866, concretó las bases de nuestra sociedad libre y democrática. Las libertades políticas fueron afirmadas en su contexto, pero son las libertades civiles claramente consagradas en su letra y en su espíritu, las que, sin lugar a dudas, constituyen la sustancia de todo el sistema social de la Constitución en sus aspectos institucional, político, económico y financiero (Benegas Lynch 1971: 65).

Por otra parte, se resaltaba que los derechos políticos eran "medios" para la realización de los derechos civiles, estaban subordinados a esa función y, por lo tanto, podían ser "sacrificados" sin que el Estado de derecho resultara contradicho, en la medida en que su ejercicio amenazara las libertades individuales. Para fundamentar esta postura, Pinedo se recostaba en El fatal estatismo sobre la autoridad de personalidades destacadas de la filosofía política clásica (Hobbes, Montesquieu) y el liberalismo francés (Constant, Tocqueville, Laboulaye); citaba a juristas estadounidenses y alemanes así como a Ortega y Gasset. De manera más relevante, desprendía asimismo esa conclusión de la propia tradición fundadora del liberalismo argentino, a la que atribuía el carácter de una "opinión común". Leía e interpretaba a Alberdi, Sarmiento, Estrada y los constitucionalistas como Joaquín V González, Manuel Montes de Oca y Amancio Alcorta en un sentido convergente: las libertades políticas eran un medio para asegurar el goce de las libertades civiles, únicas "verdaderamente sustanciales" (Pinedo 1956: 26).

Reflexiones semejantes tuvieron lugar en las páginas de Ideas sobre la Libertad. Poniendo en discusión las diferentes fórmulas propuestas y ensayadas, durante el período 1955-1966, para integrar al electorado peronista, así como la convocatoria a elecciones sin proscripción dispuesta por el general Lanusse en 1972, los liberales que orbitaban en torno al CDEL se inclinaron por plantear la cuestión de los derechos políticos desde dos perspectivas.

En primer lugar, condujeron el pensamiento respecto de esos derechos al lugar, agonístico, del conflicto con las libertades civiles. Llegado el caso de una "trágica disyuntiva entre ambos" (Sánchez Sañudo 1965: 42), si el ejercicio de los derechos políticos amenazaba las libertades civiles, la solución residía en sacrificarlos, imponiendo "proscripciones" cuya aceptabilidad reposaba en la defensa del modo de vida liberal. Ello suponía que la legitimidad de los primeros estaba condicionada al adecuado resguardo de las segundas, que se entendían como inmemorialmente constituidas, "ya dadas".

Frente a un dilema semejante, la posición de Pinedo era, en cambio, mucho más ambigua. Haciendo suya la opinión de A. Alcorta, sostenía que la contestación estaba dada a favor de las libertades civiles, sin que ello significase menospreciar ninguna de las libertades ni decidirse definitivamente por unas u otras. Asimismo, señalaba que los conservadores no debían ni podían "mirar con indiferencia la desaparición ni la suspensión por tiempo indefinido de las libertades políticas" (Pinedo, 1956: 29).

En segundo lugar, desde las páginas de Ideas sobre la Libertad se efectuaron importantes esfuerzos para evitar la superposición entre el "liberalismo" y la "democracia". Las reflexiones giraban, con mayores o menores variaciones, en torno al argumento que brindara Rodolfo Luque (1963: 42):

La democracia está basada sobre la soberanía popular y no conoce otra regla de derecho fuera de la mayoría de las Asambleas elegidas. El liberalismo está basado en la soberanía de la persona humana y reconoce, por encima de la voluntad mayoritaria de las asambleas elegidas, los derechos del hombre y del ciudadano que vienen a limitar el poder de las legislaturas y de las administraciones.

Es que como señala Ezequiel Gallo (1984) en un libro de ensayos en honor a Alberto Benegas Lynch, la interrogación liberal se focaliza sobre la cuestión de "cómo" se gobierna, más que en el problema de la constitución u el origen del poder político. Y si bien la mayor parte de los liberales se inclinaban por la democracia como método para decidir quién gobierna, en el caso de que los gobernantes elegidos por sufragio o de que las mayorías parlamentarias se excedieran en sus funciones, transgrediendo las libertades individuales, no manifestaban ninguna hesitación en tildarlos de "despóticos" o "dictatoriales".

Ese efecto de "relativización" e "instrumentalización" de los derechos políticos que se generan en los textos que analizamos no hacía sino reflejar el "problema" que la democracia representaba para los liberales argentinos que, si por una parte manifestaban distanciamientos y críticas respecto de los "derechos de participación", por otra parte estaban convencidos de que el poder político no podía tener otra base de sustentación que la voluntad de las masas y entendían que la democracia era el único marco social posible para la vida política (Halperin 1998b).

Esa ambivalencia se tradujo, entre 1955 y 1973, en los puntos de vista respecto de la proscripción del peronismo. La posición más radical la encarnaba el grupo del CDEL que se inclinaba por esa medida sin ulteriores matices y, más aun, por la introducción de limitaciones generales al derecho de sufragio. Es que, para el presidente de ese Centro, la legalidad se circunscribía "sólo" a los derechos civiles. Dicha postura se expresó en forma categórica cuando frente a la recuperación del sistema de partidos y de los comicios sin proscripciones dispuesta por el general Lanusse, Benegas Lynch (1973) sostuvo que el "Estado de derecho" no podía someterse a voto.

La exclusión del electorado peronista del sistema político se apoyaba sobre un argumento circular: la proscripción resultaba "democrática" porque permitía preservar la vigencia de la "democracia" (Tagle 1972). En nombre de la democracia, cualquier programa partidario que intentara proscribir los derechos individuales debía ser proscripto del escenario político (Benegas Lynch 1973). A esa idea subyacía un juicio ético negativo sobre las "masas" que atravesaba las intervenciones de los hombres vinculados al CDEL. En este sentido, el empresario del sector automotor cordobés señalaba, de manera contundente, que las mismas no estaban preparadas para valorar los beneficios de la libertad (Tagle 1972).

Por el contrario, en el caso de Pinedo y de Alsogaray -que a diferencia de Benegas Lynch y de Tagle no procedían del ámbito empresarial y habían incursionado en el ejercicio de la función pública y de la política- la justificación de la proscripción no se basaba en un rechazo de las masas como tales, sino en la necesidad de diluir el "encantamiento" a las que las mismas habían sido sometidas bajo la impronta de liderazgos demagógicos.

En opinión del primero, el peligro residía en "los furores de la demagogia destructora" (Pinedo 1956: 30) y la solución en el restablecimiento paulatino y gradual de la libertad política. Por su parte, hacia comienzos de la década de I960, Alsogaray se pronunciaba a favor de la integración de las masas peronistas en el sistema político, pero no así de sus representantes. En esa dirección, establecía una distinción entre el "sistema peronista", el que equivalía al "sistema nazi" o al "sistema fascista", del "ciudadano peronista" o "ex peronista", al que homologaba con el ciudadano alemán o italiano de la post-guerra:

El "sistema" o "régimen" peronista es contrario a la Constitución Nacional y no puede ser reimplantado en el país. El ciudadano peronista es un ciudadano argentino como cualquier otro; tiene todos los derechos y obligaciones inherentes al mismo, y por lo tanto no puede ser proscripto ni excluido de ningún proceso futuro. Si los ciudadanos experonistas quieren hacer uno o varios partidos conforme a la Constitución, a la democracia y a las leyes de la República, nadie debería impedírselo; si quieren utilizar dichos partidos para reimplantar el régimen o sistema peronista, la justicia electoral debe absolutamente negárselo (Alsogaray 1962a: 13-14).

Esa actitud "tendencialmente inclusiva" de las masas peronistas en el sistema político que manifestaban tanto Pinedo como Alsogaray, no pareció verse replicada, como veremos en el apartado siguiente, en relación a los "títulos" que los derechos sociales confieren a las masas para participar en los beneficios económicos y sociales de la sociedad capitalista.

V. La crítica a los derechos sociales

Si los liberales se manifestaron ambivalentes respecto de los derechos políticos, con relación a los derechos sociales la postura era convergente en cuanto a la negativa a incorporarlos al texto de la Constitución y, en esta medida, en hacerles un lugar en el conjunto de derechos y garantías que identificaban con la legalidad. En esta dirección, manifestaron su oposición a la reforma constitucional del año 1957 que incluyó en el texto de la Constitución de 1853 un nuevo artículo, el "14 bis"25 reconociendo una serie de derechos sociales a los trabajadores. Ni "necesaria" ni "conveniente" (Pinedo 1968c: 598), la reforma introdujo una serie de disposiciones que, como la participación de los trabajadores en las ganancias o la idea de la "función social" de la propiedad eran, en la perspectiva de los liberales, "impropias" de la Constitución, y ello por varias razones.

En primer lugar, en esa negativa resonaba la perspectiva sostenida (entre otros sectores) por los neoliberales, según la cual los derechos sociales no son "auténticos" derechos; carecen de valor jurídico, reduciéndose a "meras declaraciones de buenas intenciones, de compromiso político y, en el peor de los casos, de engaño o fraude tranquilizador" (Abramovich y Courtis 2002: 19).

Hacia mediados del siglo XX la exigibilidad de los derechos sociales estaba lejos de ser aceptada26. Ya en Camino de Servidumbre Hayek (2010: 112) denunciaba el "ocaso de la supremacía de la ley" y la "desaparición del Rechtsstaat" que derivaba de la introducción progresiva, en los ordenamientos jurídicos, de "fórmulas vagas" que tendían realizar el ideal sustantivo de justicia distributiva, acordando protecciones a determinados grupos de personas. Por su parte, en un extracto del libro The Foundations of morality, publicado en la revista Ideas sobre la Libertad, Hazlitt (1965) objetaba las demandas de "pseudo-derechos" (entre los que enumeraba el derecho al descanso, a la limitación de las horas de trabajo, a las vacaciones pagas, al salario decente, etc.), reconocidos en la Declaración de Derechos Humanos de la ONU de 1948. Las razones que esgrimía para rechazar su carácter de derechos se basaban en el impreciso alcance de las obligaciones que establecían, así como en la indefinición respecto de las personas obligadas.

En una mirada convergente, Pinedo consideraba que el hecho de que las normas de la Constitución que consagraban a los derechos civiles y políticos "obligasen", es decir, que fuesen directamente operativas, desalentaba la incorporación en ese texto, de declaraciones de interés general, tales como "la tierra es un bien de trabajo" o el mismo concepto "social" de la propiedad, los cuales no implicaban el "otorgamiento de derechos concretos, jurídicamente exigibles" (Pinedo, 1968c: 558-657). Desde ese punto de vista, sólo los derechos civiles y políticos generaban prerrogativas para los individuos y obligaciones para el Estado, "no debiendo confundirse con otros mal llamados derechos, producto de la imaginación o escudo de la violencia, que sirven para diluir o neutralizar a los auténticos, conduciendo a la desintegración social" (Sánchez Sañudo 1971: 321).

La segunda razón que los liberales invocaban para oponerse a la constitucionalización de los derechos sociales tenía que ver con la forma en que entendían su alcance. A diferencia de los derechos individuales que eran generales y tenían vocación de permanencia, los derechos sociales dependían de circunstancias históricas y respondían a "deseos ocasionales o transitorios" de las mayorías (Pinedo, 1968c: 599). Independientemente de la protección que los derechos individuales otorgaban a los seres humanos por el sólo hecho de serlo, Pinedo admitía la posibilidad de que el ordenamiento jurídico contemplara a los seres humanos en su "especialidad", sea como trabajadores, consumidores, niños, etc. Pero el hecho de que ese tipo de protecciones fueran cambiantes, aconsejaba, en su opinión, dejarlas afuera de la Constitución. A ese razonamiento, que oponía la "inestabilidad" y "mutabilidad" de los derechos sociales a la "permanencia" y "fijeza" de los derechos civiles, subyacía un olvido constitutivo de la memoria particular, referido a las historias particulares de los derechos civiles.

Cabe puntualizar que las reticencias que suscitaban los derechos sociales trascendían los debates que se generaron en ocasión a la reforma constitucional de 1957, así como las discusiones sobre los "tecnicismos jurídicos" relativos al carácter de las obligaciones que genera cada categoría de derechos. Particularmente, las sospechas que despertaban entre los liberales (aunque no exclusivamente) los derechos de los trabajadores, debe comprenderse en el contexto de los objetivos que inspiraron el golpe de 1955.Uno de los propósitos que persiguieron las burguesías urbanas y rurales, los intelectuales liberal-conservadores ligados a ellas, los sectores antiperonistas de las Fuerzas Armadas y la Iglesia, fue restablecer el orden social, las jerarquías tradicionales y la disciplina en el mundo del trabajo que, en esa visión, el peronismo había venido a trastocar.

Es desde ese punto de vista que Pinedo (1968c: 561) entendía que era "absurdo" considerar como una "conquista" de los trabajadores la "permanencia en puestos de trabajo"; reputaba como "pretensión antisocial" toda acción de los trabajadores que impidiera a los empresarios el control de los establecimientos y llamaba a combatir el intento de "tanto grupo de canalizar compulsivamente la política económica del país en el sentido de sus deseos, dando el carácter de soluciones definitivas a lo que cuando mucho puede considerarse en período de experimentación y de ensayo; y un ejemplo de ello es lo que pasa en materia de legislación del trabajo" (1968c: 652).

Es en el marco de ese proyecto de restauración del orden tradicional que creía adivinarse en la legislación social el "caballo de Troya" del comunismo: una "sutil excusa para permitir el avance del socialismo" (Sánchez Sañudo 1971: 321). Así, mientras para Benegas Lynch (1969) los derechos sociales involucraban, según un motivo tomado de Dietze, una persecución contra los propietarios y "premiaban la pereza y la incapacidad" (Benegas 1963: 7), Alsogaray (1959: 23) exhortaba, en el contexto post-peronista, a "implantar en el país el sentido de las jerarquías, el hábito del trabajo y el respeto a los derechos reales de los individuos", ya que "nada se obtiene sin esfuerzo" (Alsogaray, 1969: 191)27.

Ciertamente, el propósito de reimplantar la disciplina en el ámbito del trabajo estaba vinculado con aquello que se ambicionaba en el ámbito de la economía: adaptarla a los nuevos parámetros del mercado internacional, racionalizando la producción mediante un incremento de la productividad en el trabajo y una redistribución del ingreso a costa de los derechos adquiridos por los trabajadores.

Los esfuerzos realizados a partir de 1955 para imponer ese cambio de rumbo generaron, no obstante, resistencias en las clases trabajadoras, las cuales apelaron a diversas estrategias de lucha que incluyeron la huelga y la toma de empresas. Particularmente, los cambios operados en la industria en pos de su modernización favorecieron el surgimiento de nuevos sectores en la clase trabajadora que protagonizaron conflictos que superaron los marcos de la protesta obrera tradicional. A ello debe sumarse la irrupción de nuevos modelos de acción política que se difundieron más allá de los ámbitos laborales. Formados al calor del impacto de la Revolución Cubana y el desarrollo de procesos de liberación nacional en distintas partes del mundo, surgieron movimientos que reivindicaban la lucha armada (James 2007).

Frente a los conflictos obreros y, más generalmente la radicalización de los sectores medios, estudiantiles y trabajadores, que surcaron esos años, la reacción de los liberales consistió en apoyar la proscripción y la represión violenta de lo que se percibía como una amenaza subversiva: el poder negociador de los sindicatos, las organizaciones de base peronistas y la movilización de la izquierda (Senkman 2001).

En esa dirección, no puede dejar de destacarse que, frente a las protestas obreras que se sucedieron en los períodos en los que se desempeñó como ministro de Economía, Alsogaray aconsejaría controlarlas mediante el empleo de métodos que incluían la declaración de "ilegalidad" de las huelgas, la prohibición del derecho de reunión y la represión estatal de diversas formas de expresión. Para justificar esa inclinación hacia estrategias "antiliberales" (Haidar 2015), el ingeniero apelaba, por un lado, al establecimiento de una "distinción" entre manifestaciones "legítimas" (y, por lo tanto permitidas en un régimen de libertad) y manifestaciones "ilegítimas" (susceptibles de prohibición y represión): huelgas vs. piquetes subversivos; huelgas declaradas responsablemente vs. desmanes, aventuras e intenciones políticas (Alsogaray 1959).

Por otro lado, sostenía que los problemas de la izquierda revolucionaria y la guerrilla configuraban una "situación excepcional" que exigía, de parte de los Estados, una respuesta proporcional a ella. Mientras en un ambiente de normalidad las propuestas comunistas serían superadas por los resultados que se obtendrían de orientar la economía hacia el mercado y por la prédica de la libertad, en las circunstancias excepcionales esos métodos resultaban inaplicables:

En un ambiente de auténtica libertad, la ideología comunista no puede soportar en manera alguna la competencia de nuestros métodos (...) Pero la realidad que enfrentamos no es esa. La ideología comunista actúa también en forma clandestina y busca provocar el desorden para imponer luego con mano de hierro su dominio total. (...) resultaría infantil emplear frente a los comunistas los métodos clásicos de nuestra vida libre y democrática (Alsogaray 1962b:20).

Precisamente, era la aplicación de "otros métodos", distintos de los que se enmarcan en el régimen del Estado de derecho, lo que los liberales reclamaron al presidente radical Arturo Illia, tanto frente a los focos guerrilleros detectados en 1964 en las provincias de Tucumán y Salta, como a las ocupaciones masivas de fábrica dispuestas por los sindicatos como parte del "plan de lucha" puesto en marcha para oponerse a las modificaciones de la Ley de Asociaciones Profesionales impulsadas por el gobierno28. Así, el descubrimiento de campamentos y escondites de armas tanto como de indicios de la existencia de una red de partidarios de los grupos guerrilleros, generaron un sentimiento de preocupación en diversos ámbitos (Potash 1994a). Asimismo, el modo en que Illia manejó las relaciones laborales también generó alarmas entre los círculos militares y civiles (Potash 1994a). Frente a las ocupaciones de los establecimientos que se realizaron en el contexto del denominado "plan de lucha" de la CGT, se levantaron muchas voces que exigían al gobierno impedir nuevas ocupaciones y castigar a los responsables (Potash 1994a).

Pese a las presiones, Illia se mantuvo dentro de los límites de las formas republicanas, negándose a declarar el estado de sitio y a aplicar el código militar. La acusación de que esa acción (legalista) era una expresión de incompetencia (Smulovitz 1993), constituyó uno de los motivos principales del "consenso de terminación" (O'Donnell 1972: 528) al que había llegado la sociedad argentina hacia 1966 y que desembocó en el golpe de Estado29.

Si bien desde el derrocamiento de Perón los liberales se habían pronunciado a favor de la restitución de las instituciones democráticas y republicanas, hacia mediados de los sesenta contribuyeron, junto a un amplio espectro de actores, a presentar el gobierno de Illia como débil e indeciso frente a las posibles amenazas comunistas (Nicanoff y Rodríguez 2008), construcción que fue decisiva en su derrocamiento y posterior implantación de la dictadura de Onganía.

VI. La justificación de la dictadura

El desplazamiento de los liberales respecto de la auto-proclamada "defensa de la legalidad" hacia el "golpismo" ha suscitado todo un conjunto de interpretaciones. Cavarozzi (1983) sostuvo que hacia mediados de la década de 1960 los liberales tomaron progresiva conciencia de la futilidad de sus oscilaciones en cuanto a lo que, en la lectura del autor, eran sus objetivos de largo plazo (así la erradicación del peronismo y la rectificación de la orientación económica estatista y pro-industrialista), lo cual los habría inducido a optar por una estrategia abiertamente antidemocrática que eliminara las mediaciones políticas dadas por los partidos y las mediaciones parlamentarias que, supuestamente, había impedido la implementación del programa liberal. En este sentido, Alsogaray declararía en el acto de creación del Partido Cívico Independiente que los partidos habían sido los factores determinantes de los males que padecía el país (La Nación, 03-01-1965, citado en Smulovitz 1993: 406).

Pero, además de su impotencia política, también cuenta, en ese desplazamiento, el miedo tanto a la estrategia confrontacionista del peronismo como a la movilización de la izquierda radicalizada y de los sectores intelectuales que participaron en el proceso de modernización social y cultural (Senkman 2001). Así, frente a un Estado que no podía "poner en su lugar" a los sindicatos y a la clase obrera, y de un régimen que no podía absorber el peso electoral del peronismo (recuérdese el triunfo del sector neoperonista en las elecciones legislativas nacionales de marzo de 1965), la gran burguesía temía que la situación se fuera deslizando hacia una crisis de dominación social (O'Donnell 2009). A ello se suma que los grandes empresarios veían limitada su acumulación por las políticas económicas supuestamente "demagógicas" implementadas por el gobierno de Illia. Así, durante el primer semestre de 1966 se intensificaron las críticas a la "colectivización totalitaria" y al "desenfrenado estatismo" que promovía la política económica, así como a la "pasividad" gubernamental frente a la "ola subversiva" (O'Donnell 2009).

Como destaca el autor antes citado, tal como se expresó en 1966, el liberalismo no sólo no era antiestatista30, sino que promovió abiertamente la implantación de un régimen autoritario (O'Donnell 2009). Es que, en palabras de Rouquié (1982: 275), "régimen autoritario y liberalismo económico no se oponen, sino que son interdependientes". Esa interdependencia se tradujo, entre otros aspectos, en la producción, por parte de algunos economistas, políticos e intelectuales procedentes del liberalismo conservador, de una serie de reflexiones tendientes a justificar el golpe de Estado y a construir una (alguna) "legitimidad" para la dictadura.

Como señalamos en el apartado IV, la cuestión de la "proscripción" era un tema ampliamente discutido en la revista Ideas sobre la Libertad. Sin embargo, en el período 1955-1973 no se registran contribuciones que abordaran, de modo directo, el problema de los golpes de Estado. A pesar de ello, la idea de que el sistema democrático no constituía una garantía respecto de los derechos individuales, ampliamente sostenida, contribuiría -de manera indirecta- a legitimar los gobiernos de facto.

Pensando en la vulneración de los derechos civiles de las minorías, varias de las colaboraciones publicadas en esa revista insistían en equiparar los gobiernos "democráticos" a los "dictatoriales" y en resaltar el peligro, aún mayor, que representaban los primeros sobre los segundos: "La tiranía de la mayoría no es más aceptable que la de un dictador y sí es más temible, porque la mayoría es irresponsable" (Luque 1957: 16). En el contexto en que se produjeron esa clase de formulaciones, no puede dudarse de que dejaban abierta la vía para justificar los golpes de Estado. Así, en agosto de 1962, a poco de acaecido el golpe que derrocara a Arturo Frondizi, en una editorial se aclaraba que los gobiernos de facto podían ser respetuosos de las instituciones libres fundamentales, en tanto que existía la posibilidad de que aquellos surgidos de comicios populares resultaran dictatoriales y tiránicos (CDEL 1962).

Alsogaray y Pinedo realizaron, por el contrario, una serie de esfuerzos argumentativos "explícitos" para justificar (si bien con alcance y profundidad dispar) la dictadura. Ellos se basaron, en lo medular, en un conjunto de ideas y motivos derivados del paradigma del "estado de excepción"31. Ciertamente, los trabajos de estos autores no articulaban de manera "formal" o "sistemática" ninguna de las perspectivas jurídico-políticas que desde la década de 192032, procuraron justificar, recurriendo una imprecisa noción de "necesidad", la imposición de medidas jurídicas excepcionales, que incluían la dictadura, el estado de sitio y la delegación de facultades legislativas a los poderes ejecutivos.

Pero retoman la idea, central en esas formulaciones, de que "ciertas circunstancias fácticas" que se consideran (a través de un juicio que se pretende objetivo) "extraordinarias", "urgentes" y "particularmente graves", justifican el apartamiento de la legalidad. Según una ayuda memoria militar que circuló entre los oficiales superiores del ejército antes del golpe, se trataba de implantar una "dictadura técnica provisoria" (Rouquié 1982: 253). En esa dirección, mientras Pinedo (1968a: 246) afirmaba que la democracia podía ceder ante "momentos de perturbación colectiva", Alsogaray (1969: 20) sostenía que la dictadura podía constituir un "recurso extremo frente a emergencias graves, incluso para preservar la democracia". Ya en el texto escrito en 1968 (20), Bases para la acciónpolíticafutura, el ingeniero señalaba que la necesidad de asegurar la "supervivencia de la nación" justificaba la dictadura; advirtiendo que ésta debía ser limitada en tiempo. En el contexto de la Revolución Argentina, esas "circunstancias extremas" que tornaban aceptable la dictadura se remitían a la "crisis política":

En 1966, después de once años de vacilaciones y fracasos, se había llegado a una situación política que constituía un verdadero callejón sin salida. (.) El peronismo no podía, por razones históricas, gobernar. Pero tampoco podía hacerlo el antiperonismo debido a la falta de unidad ideológica y a las divisiones internas. Esta situación mantenía al país en su estancamiento y amenazaba con precipitarlo a luchas fratricidas. Frente a dicha eventualidad las Fuerzas Armadas decidieron cortar ese nudo gordiano' y establecer una pausa política durante la cual el país pudiera trabajar en orden y recuperarse siquiera fuera en parte del grave retroceso experimentado (Alsogaray 1968: 10).

Pero, asimismo, la "urgencia" tenía aristas "económicas". En opinión de Alsogaray (1969), el prolongado período inflacionario había creado condiciones políticas y sociales de extremada gravedad, conduciendo al país al borde del caos social y obligando, a la postre, a tomar medidas excepcionales33. Frente al cuadro de crisis política y económica, el ingeniero atribuyó a la Revolución Argentina un propósito "preventivo", la cual "a diferencia de otros movimientos de fuerza en el país, no era deseada por sus propios ejecutantes y constituía una medida de previsión frente a acontecimientos que parecían inevitables" (Alsogaray 1971: 30).

Además de los motivos procedentes del paradigma del estado de excepción, en las intervenciones de Alsogaray también hallamos ideas ligadas a la teoría de la "dictadura modernizadora", aquella que, en una situación de estancamiento impone "desde arriba" las reformas necesarias (Losurdo 2005). Para el fundador del Partido Cívico Independiente, la Revolución Argentina estaba llamada a realizar las transformaciones estructurales que permitieran dar forma a la fórmula gubernamental por la que se inclinaba: economía social de mercado y democracia fuerte. Así, para ese sector "autoritario" del liberalismo, que el propio Alsogaray nutría, el régimen autoritario aparecía como una "lamentable necesidad", el cual, si bien podía prolongarse en el tiempo, no obstaba a que los liberales desearan hallar, en su punto de terminación, una democracia política.

Si bien Alsogaray y otros liberales encontraron en la Revolución Argentina una constelación de fuerzas propicia para aplicar las recetas de mercado y restaurar el orden tradicional, a poco que la política económica decantó hacia la "heterodoxia", crecieron las posiciones nacionalistas y comenzaron a esbozarse propuestas comunitaristas, el entusiasmo inicial con la conducción de Onganía se desvaneció.

Tomando distancia de los proyectos de reforma del sistema político que apelaban a la semántica de la "comunidad" y a la "participación" de distintos sectores de la sociedad, Pinedo (1968a: 233) espetó al onganiato que la acepción del hecho revolucionario ("con el que hubiera sido difícil, por otra parte, señalar disidencia, si la hubiera habido"), no significaba que el gobierno contase con la anuencia para cambiar las instituciones políticas fundamentales.

Fue en el contexto de las críticas por el rumbo que estaba tomando la Revolución, que el economista y político conminó al gobierno a que apelara, en palabras de Guglielmo Ferrero (1943), a uno de los "genios invisibles" de la ciudad, a que se diera "alguna forma de legalidad", "no forzosamente la legalidad originaria" sino la "legalidad sobreviniente", que se impone, con el correr del tiempo, en virtud de la conducta de los que tiene el poder y que, a juicio del autor, podía ser tanto o más protectora que la legalidad originaria (Pinedo 1968a: 223-224). Esta interpelación no estaba fuera de contexto si consideramos que la propia Revolución Argentina se había propuesto como objetivo terminar con lo que, promediando la década de 1960, se denominaba "legalidad falaz" (De Riz 2000: 35).

En esa dirección, la estrategia esgrimida por este último se fundaba en la recuperación de la distinción entre "legitimidad de origen" y "legitimidad de ejercicio"34 y en la atribución de mayor importancia a la legalidad "sobreviniente" por sobre la originaria. De esta manera, la legitimidad quedaba subordinada a la "propensión que ellos [los gobernantes] muestran a ver limitadas sus facultades y poderes frente a los gobernados" (Pinedo 1968a: 243).

Así, mientras el diputado Pinedo expresaba en el marco del debate parlamentario de la Ley 11741 que concedía la mora a los deudores hipotecarios, había afirmado estar "con el legalismo, con el cumplimiento escrupuloso de la ley" (Congreso de la Nación 1933: 75) expresaba, unas décadas después, un punto de vista que involucraba sino la total negación, al menos la devaluación de la idea misma de Estado de derecho:

El que esto escribe está lejos de considerar que lo que en el siglo anterior, adoptando una terminología de origen germánico que ahora se usa menos, comenzó a llamarse 'Estado de derecho' (Rechtsstaat), sea sinónimo de gobierno de origen legal (y menos por supuesto sinónimo de gobierno electivo) y que aquello presuponga y se confunda conceptual e históricamente con lo segundo, como tantos parecen creerlo. Es infinito el número de gobernantes que sin haber llegado al poder conforme las reglas tenidas como legales a la época de su advenimiento, dieron a su gestión un carácter que hizo general el convencimiento de que se vivía bajo un régimen de derecho, aun cuando se siguiera dudando de la legitimidad del hecho que dio el poder al gobernante (Pinedo 1968a: 224).

La desaprensión respecto de la legitimidad de origen, y la adhesión, tan vehemente, que manifiesta el autor hacia aquella legitimidad "adquirida" se entronca con la interrogación que estructura el método liberal, relativa al "cómo" del gobierno. Pero, por otra parte, Pinedo (1968a) defendía la validez de los actos de quienes ocupan "efectivamente" el poder apoyándose en la "tradición jurídica milenaria" ligada a la prestigiosa figura de la dictadura romana, así como en la palabra de autoridad de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que, en el reconocimiento del gobierno de facto de Uriburu, había invocado "razones de policía y necesidad" (CSJN 1930: 291).

Es preciso destacar que esa exhortación a la "legitimidad de ejercicio" se producía en el marco de un proceso político (el onganiato) que, si bien había fundamentado ampliamente la crítica a la democracia no contaba con un principio de legitimidad alternativo en el plano político-institucional y había llegado al poder en función de la promesa de unos resultados eficaces (Smulovitz 1993). Asimismo, en la reivindicación de la legitimidad de ejercicio Pinedo no estaba solo. Ya hacia 1957 la dictadura franquista se había servido de esa idea; en la necesidad de apelar -frente a las presiones internacionales y la necesidad de mejorar su imagen ante la opinión pública europea- a una terminología política más acorde al sistema democrático y a la herencia jurídica de la Ilustración (Sesma Landrin 2006).

VII. Reflexiones finales

Este trabajo estuvo dedicado a reconstruir los modos en que, al interior del espacio liberal, se pensaron los límites que el derecho impone al gobierno, en una coyuntura en la que la legalidad estaba devaluada y se había hecho problemática. Como vimos, las reflexiones que esta noción suscitó entre los liberales no eran totalmente homogéneas y estaban habitadas por diversos énfasis y matices.

La reivindicación que Pinedo, Alsogaray y el grupo de pensamiento articulado en torno al CDEL hicieron, promediando el siglo XX, del "liberalismo", involucró la relectura -y, en alguna medida, la reelaboración- de la tradición liberal fundacional argentina. De esa inscripción partía la identificación de la "legalidad tradicional" con la Constitución de 1853 y su oposición a otras posibles "legalidades" que carecían de autenticidad.

Ciertamente, en el contexto del debate sobre el "desarrollo argentino" las polémicas impulsadas desde el campo liberal convergieron en promover (en contra de los enfoques de los "desarrollismos" y del "nacionalismo económico") todo un conjunto de estrategias de política económica que, fundadas en la centralidad del dispositivo del mercado, apuntaban a la inversión de capitales extranjeros, el control monetario de la inflación y a la inserción del país en el mercado internacional como exportadora de bienes primarios y, en general, de aquellos bienes para cuya producción contara con "ventajas comparativas". Sin embargo, las luchas que, desde una posición marginal y minoritaria, los liberales mantuvieron entre 1955 y 1973, no se desplegaron, solamente, en torno a problemas definidos como "económicos" ni se articularon, exclusivamente, en el lenguaje de la economía.

Por el contrario, las disputas también se referían (como "la otra cara de una misma moneda"), en un plano político-jurídico, a la concepción misma de la "legalidad". En esta dirección, la defensa de la "legalidad tradicional" -en una coyuntura en que la intervención del Estado en la economía a través de la planificación, el control de precios, etc., gozaba de la más amplia aceptación y en que la "política de partidos" estaba en crisis- se articuló a través de un conjunto de operaciones que concernían al campo del derecho, a saber:

a) El entendimiento de los derechos "individuales" (civiles y políticos) reconocidos en la Constitución de 1853 como los "auténticos derechos" en contraposición a los derechos sociales que no pasaban de ser consignas políticas y éticas de carácter "vago" e "indefinido". Esta interpretación conducía a excluir a los derechos sociales de la idea que los liberales se hacían del Estado de derecho.

b) La tendencia a identificar la "legalidad" con los derechos civiles, y particularmente, con las "libertades económicas" reconocidas en la Constitución de 1853; con las reglas "generales", "abstractas" y "permanentes" que aseguraban el juego del mecanismo del mercado. Esas normas definían, en la perspectiva liberal, un límite "fuerte" para la acción del gobierno, que estaba por afuera de toda interpretación. En esta dirección, si bien las libertades políticas no eran -salvo en alguna intervención de Benegas Lynch- excluidas de la significación que los autores que analizamos otorgaban a la legalidad tradicional, no revestían la misma jerarquía que las libertades civiles. Así, en caso de un conflicto, los derechos "civiles" debían prevalecer frente a los "políticos". Ello hacía que esta última categoría de derechos funcionara como un límite mucho más "laxo", un límite "débil" para el gobierno, que estaba sujeto a toda una serie de interpretaciones, y podía ser transgredido. Como vimos, esta estrategia que instrumentalizaba los derechos políticos permitió justificar las proscripciones al peronismo. Asimismo, la posibilidad de "disociar" y "aislar" de la totalidad del orden jurídico, un núcleo intangible de derechos civiles reconocido en la Constitución e "independizado" respecto de la producción normativa emanada del juego de los mecanismos democráticos, abrió una vía para justificar de los regímenes autoritarios.

c) Los dos movimientos anteriores, en virtud de los cuales los derechos sociales se excluían del espacio -sagrado- de la legalidad tradicional y los políticos se reconocían pero en una posición de subordinación respecto de los derechos civiles, resultaban reforzados por otra operación de "naturalización" de los derechos civiles cuya historia tendía a ser borrada de la memoria liberal.

d) La distinción entre la "vigencia" de las normas constitucionales y su "aplicación". Así, aunque la Constitución había sido restaurada -y sus normas eran directamente operativas- el alcance de su vis obligandi estaba, en los hechos, muy limitado cuando no directamente "anulado", por toda una serie de "leyes" y "decretos" a través de las cuales se efectivizaban, en las prácticas, el intervencionismo económico en el que los liberales encontraban la "cifra" del autoritarismo.

e) La idea de una legalidad tradicional que era "sustancialmente liberal" pero que "no se aplicaba" se explicaba a partir del juego de una "dialéctica" entre la "Constitución", sancionada por una élite ilustrada y las "leyes" sancionadas por gobiernos "demagógicos" o por administraciones militares atrapadas en esos mismos mecanismos: así, la legislación de alquileres, las normas que imponían controles al tipo de cambio, establecían precios máximos, restringían la inversión de capitales extranjeros, etc. y, en la perspectiva de Benegas Lynch, también de aquellas que regulaban el contrato de trabajo y la vida sindical. Esa dialéctica entre la "Constitución" y las "leyes" (que guarda cierto paralelismo con "otras dialécticas" que atraviesan el campo de la política, tales como élites/masas, gobierno de los mejores/gobierno popular) también se puso en movimiento con la finalidad de denegar la constitucionalización de los derechos sociales. Mientras la Constitución era el lugar de las reglas generales, impersonales y estables que consagraban los derechos civiles, las leyes eran la forma adecuada para proyectos normativos que atendían a las circunstancias coyunturales, a las necesidades particulares y cambiantes de distintos grupos sociales.

f) Finalmente, en la interpretación que los liberales hacían de la legalidad también se alojaban un conjunto de motivos e ideas procedentes del paradigma del "estado de excepción", una figura liminar del orden jurídico, que autoriza (en ciertas circunstancias juzgadas como "graves", "urgentes", "excepcionales") a apartarse de la legalidad, a "suspender" el derecho. Así, tanto Pinedo como Alsogaray apelaron a la idea de que las situaciones de grave perturbación colectiva, donde la supervivencia misma de la Nación estaba en riesgo (tales como las que se habían configurado, en la lectura de esos autores, hacia 1966), justificaban la inaplicación de las reglas jurídicas que establecían la forma democrática de gobierno. La lectura "fragmentada", "compartimentarizada", que los liberales hacían de la legalidad (puesto que la indivisibilidad a la que aludía Benegas Lynch estaba circunscripta a las liberales civiles), los inclinó a considerar legítimas ciertas "suspensiones parciales" del derecho, que afectaban sólo al conjunto de los derechos políticos. En esta dirección, el carácter "divisible" de las libertades, así como el modo en que imaginaban la relación entre derechos civiles y políticos, se articulaba, en la reflexión ensayada por Pinedo, con la distinción entre una "legitimidad de origen" y una "legitimidad de ejercicio" y hacía posible que, aun los gobiernos de facto pudieran apelar a la "legalidad" para legitimarse. Así, un cierto umbral de legalidad, dado por el respeto de las libertades civiles, funcionaba como soporte de la "legitimidad de ejercicio", que, en opinión del autor, la Revolución Argentina debía procurarse.

1 Bittel se presentó a la elección bajo la sigla Unión Popular del Chaco, Durand por el Frente Popular Salteño y Sapag por el Frente Popular Neuquino; los tres gobernaron entre 1963 y1966, siendo destituidos de sus cargos con el advenimiento de la Revolución Agentina

Desde 1960, influenciados por la doctrina de la contrainsurgencia francesa en Agelia, los militares argentinos sostenían que el país estaba en guerra contra la subversión, identificando al enemigo no con un contendiente bélico sino con aquellos que amenazaban, en virtud de sus ideas contra un metafsico "ser nacional" (Tcach y Rodríguez 2006: 143) o, de manera aún más amplia, contra la civilización "occidental y cristiana".

Observa Rouquié que fueron los militares "colorados" quiénes definieron en junio de 1962 el tema de las "fronteras ideológicas". AAsí, el general Loza aseveró en el diario La Nación que existían fronteras ideológicas internas que los militares debían defender en plena Guerra Fría (La Nación, 24-06-1962 citado por Rouquié 1982: 214). Es preciso destacar, no obstante, que como este último autor señala, fue el comandante en jefe del Ejército, el general Juan Carlos Onganía, líder de la facción azul, quién en un viaje realizado a Río de Janeiro en agosto de 1965 realizó una serie de declaraciones sobre la necesidad de defender las "fronteras ideológicas" (Rouquié 1982: 232), las cuales coadyuvaron a desestabilizar el gobierno del entonces presidente Aturo Illia.

Durante el transcurso de la Revolución Argentina se intensificó la tendencia, presente en las Fuerzas Amadas y en los gobiernos civiles desde finales de 1950 a concebir el país como un campo de batalla de la Guerra Fría. Según el enfoque "antisubversivo" que se imprimió a la seguridad interna, el enemigo no era solamente el comunismo, sino que incluía a un universo de prácticas contestatarias y actores políticos vastísimo (Pontoriero 2015).

5 En relación a los diferentes modelos de "Estado de derecho", véase Asís Roig (1999).

A diferencia de la experiencia de las naciones europeas en que el liberalismo aparece como un método para limitar al poder político, en Argentina representa el "designio de constituir un Estado nacional y un régimen capaz de subordinar a las provincias dentro de un orden que las contuviera y, al cabo, las controlara eficazmente" (Botana 1993: 224).

Si bien con la sanción de dicha Constitución se articuló, en efecto, una legalidad alternativa a la liberal, ya desde 1930 se plantearon y discutieron en Agentina proyectos que proponían otras legalidades. En este sentido deben considerarse las propuestas de orientación "corporativista" que circularon durante el gobierno del general José E. Uriburu y a lo largo de la década de 1940.

Herrera (2014: 393) define al constitucionalismo social como un dispositivo consistente en una "tríada normativa" cuyos vértices están formados, respectivamente, por la proclamación del principio material de igualdad, el reconocimiento de un conjunto de derechos sociales (principalmente de los trabajadores) y por la afirmación del carácter "relativo" de la propiedad privada. Dicho movimiento tuvo una expresión precoz en la Constitución mexicana de 1917 y se expandió en América Latina en la década de 1930 al incorporarse normas de contenido social en las constituciones de Brasil, Uruguay y Colombia.

Abogado, economista, político, inició su actividad pública en las primeras décadas del siglo XX en el ámbito del Partido Socialista, al cual se afilió en 1913. Ministro de Economía en los gobiernos conservadores de la "década infame", se manifestó críticamente respecto al peronismo, para emplazarse ya a partir de 1955 en el campo del liberal-conservadurismo. Tras un breve desempeño en el área energética durante la gestión de Arturo Frondizi, en 1962 volvió a ejercer el cargo de ministro de Economía en el gobierno provisional de José M. Guido, puesto del que se alejó, tras sólo un mes de gestión, para dedicarse hasta el final de su vida a escribir trabajos centrados en la cuestión económica y en el papel del país en el ámbito internacional (Llamazares Valduvieco 1995, Vicente 2013).

Ingeniero, economista, político, Alvaro Asogaray desarrolló una carrera militar de la que se retiró en 1946. Se desempeñó en las áreas de Minería e Industria durante los gobiernos de los generales Lonardi y Aamburu. Entre mediados de 1959 y comienzos de 1961 estuvo a cargo de cartera de Economía en el gobierno de Frondizi. Asimismo, en 1962 reemplazó a Pinedo en el Ministerio de Economía. En el contexto de la Revolución Agentina el general Onganía lo designó, en 1966, como embajador en Washington, puesto en el que se mantuvo hasta1968 (Llamazares Valduvieco 1995, Morresi 2008).

Para profundizar los puntos de vista de algunos de los autores que escribían en Ideas sobre la Libertad, recurrimos, en algunos casos, de manera complementaria, a otros materiales tales como libros editados por el CDEL.

A pesar de que había perdido el estatus dominante que tuvo desde mediados del siglo XIX hasta principios del XX, en las décadas de 1930 y 1940 el liberalismo "sobrevivió" como discurso legitimador para importantes grupos políticos e intelectuales, convirtiéndose, durante los gobiernos peronistas, en la principal referencia ideológica del antiperonismo (Nállim 2014).

Sobre la circulación "temprana" de ideas neoliberales véase, entre otros trabajos, Morresi (2007, 2008, 2009), Grondona (2011) y Haidar (2015).

14 Benegas Lynch cursó estudios universitarios en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA. Procedente del ámbito empresarial, este asiduo colaborador de La Prensa, se desempeñó como un activo promotor de liberalismo en laAgentina En 1950 viajó a Estados Unidos donde se contactó con Hayek, von Mises y, particularmente, Read; vínculos que se consolidarían cuando la Revolución Libertadora lo nombró consejero de la EmbajadaArgentina en Washington. Véase, Gallo et al. (1984), González (1986) y Benegas Lynch (h) (1999).

15 La mayor parte de esos trabajos eran transcripciones de conferencias impartidas en diferentes ámbitos de sociabilidad en los que se divulgaban ideas liberales como el Instituto Popular de Conferencias del diario La Prensa, el Centro de Estudios San Ignacio, el Rotary Club y el Instituto Naval de Conferencias. Asimismo, Ideas sobre la Libertad publicaba trabajos aparecidos con anterioridad en el diario La Prensa y en otras publicaciones, como la revista El Farol que editaba la compañía Esso.

La Constitución de 1853 nos remite directamente a los escritos de su principal inspirador, Juan Bautista Alberdi (1810-1884). Este autor fue el expositor más sistemático y original de las ideas liberales clásicas de la Argentina (Gallo 1987).

De hecho, uno de los ejes, entre otros, que conformaban el imaginario de la Revolución Argentina consistía en el agotamiento de la matriz liberal. En relación a la orientación "comunitarista" que Onganía atribuía a la participación política, véase el esquema que el propio general utilizó para ilustrarla en una reunión celebrada con los generales en una actividad realizada el 27 de mayo de 1970. En dicho esquema, que Potash (1994b) reproduce en el libro medular que dedica al período 1966-1973, puede advertirse el lugar menor que le confería al órgano legislativo en comparación con el papel que desempeñaban las "confederaciones" que nucleaban a asociaciones que representaban a los empresarios, los trabajadores y los profesionales y técnicos. Asimismo, en cuanto propuestas "comunitaristas" que sostenía un sector importante de los cuadros de gobierno de Onganía (antiliberal, católico, tecnocrático, modernizador), véase Gomes (2014) y Giorgi (2014).

18 En esta dirección, Benegas Lynch rechazaba en forma enfática la regulación estatal de diferentes aspectos del contrato de trabajo (así, el "salario mínimo" y el "despido"), como la legislación relativa al derecho colectivo del trabajo, abogando por la derogación de la Ley de Asociaciones Profesionales sancionada durante el gobierno de Frondizi. Por el contrario, si bien Alsogaray y Pinedo se mostraban, como veremos, renuentes a reconocer carácter constitucional a los derechos sociales y expresaron, en algunas ocasiones, opiniones virulentamente anti-sindicales, no se oponían como el empresario vitivinícola tout court a la regulación de las relaciones laborales ni a la organización de los trabajadores.

Para un desarrollo amplio de esta equiparación de las medidas intervencionistas, dirigistas, colectivistas, etc. al "totalitarismo" en el neoliberalismo alemán, véase Foucault (2012).

20 Es preciso destacar que ya hacia mediados del siglo XX se distinguía entre derechos civiles, políticos y sociales. Así, en su célebre ensayo Marshall (2005 [1950]) los consideraba como tres partes o elementos de la "ciudadanía".

21 Esa reforma fue propulsada por el abogado civilista, ferviente católico —miembro del Ateneo de la República— y defensor de las propuestas "comunitaristas", Guillermo Borda, quién se desempeñó como ministro del Interior de Onganía entre enero de 1967 y junio de 1969.

En realidad, el programa del estructuralismo cepalino sólo contemplaba el recurso a la intervención del Estado en la fase de las "reformas estructurales" que se consideraban necesarias para que las economías latinoamericanas superasen los famosos cuellos de botella que trababan el desarrollo; pero, en una vez efectuadas éstas, entendían que la productividad dependía de la inversión privada. Más aún, para la época en que Pinedo (1963) publicó las feroces críticas al discurso con el Prebisch se despidió, en la Conferencia de Mar del Plata, de su cargo en la CEPAL, la posición de éste resultaba cada vez más favorable a la inversión de capitales extranjeros.

Carlos Sánchez Sañudo, el autor aquí citado, un hombre vinculado al Centro de Estudios sobre la Libertad, era un almirante retirado que había tomado parte activa en la facción de los "colorados" en los enfrenamientos que ésta mantuvo en 1962 con los "azules". Sánchez Sañudo pidió su retiro del servicio cuando, tras la derrota de los "colorados" el almirante (R) Carlos Kolungia, vinculado a la facción de los "azules" fue designado como secretario de la Marina, en la creencia de que su partida fortalecería la posición y determinación de otros integrantes del grupo colorado (Potash, 1994a).

Ello es así porque, como señala De Riz (2000) el mantenimiento de la democracia con pluralidad de partidos contradecía los objetivos de quienes deseaban eliminar al peronismo de la escena política así como los propósitos de aquellos que especulaban con poder reorientar ese movimiento político y social hacia nuevos horizontes.

A diferencia de la Convención de 1949 que estuvo integrada por el peronismo únicamente, dado que los radicales la dejaron antes del debate en particular; la de 1957 contó con la representación de once partidos políticos, excluido el peronismo por proscripción (Ramella 2011).

Restando eficacia directa a los derechos sociales Marshall (2005: 63) afirmaba en 1950 que "las expectativas oficialmente reconocidas como legítimas no son reclamos que se deben satisfacer en cada caso cuando se los presenta".

27 A pesar de esa exaltación del trabajo y el ahorro personal corresponde destacar que Alsogaray (1968) admitía, desde la perspectiva de la economía "social" de mercado, la existencia de un conjunto de situaciones que escapaban al funcionamiento del mercado: ciertos riesgos (la incapacidad, la niñez y la ancianidad desvalidas, determinadas enfermedades, etc.) que los individuos no podían enfrentar por sí solos e hipótesis en las que el mercado (sobre todo en momentos de transición) era capaz de provocar daños que los particulares tampoco estaban en condiciones de sobrellevar en forma independiente. Frente a esas situaciones, para las cuales los "derechos sociales" aportaban remedios, Alsogaray (1968: 74) imaginaba otra alternativa que se entroncaba con el principio de subsidiariedad consagrado por la doctrina social de la Iglesia y que, desde otro punto de vista, guardaba afinidad con las propuestas "participacionistas" que circularon durante el gobierno de Onganía: asignar la cobertura de esos riesgos a los sindicatos: "En lugar de ser el Estado el que se ocupa de atender esas necesidades sociales —lo cual hará siempre mal y a un costo excesivo derivado del crecimiento de la burocracia—, deberían ser organizaciones autónomas menores y principalmente los sindicatos los que se ocuparan de ellas".

28 Un momento particularmente crítico de la relación entre el Illia y el movimiento sindical se dio cuando presionado por los líderes sindicales peronistas del sector conocido como las 62 Organizaciones, el Comité Central de la CGT ordenó ocupar sus sitios de trabajo. En una sucesión de medidas que comenzaron hacia mediados de mayo y terminaron a fines de junio, los trabajadores tomaron posesión física de varios establecimientos. Las ocupaciones fueron pacíficas pero el trabajo se paró y el personal de la gerencia fue detenido con frecuencia contra su voluntad; lo cual suscitó entre los gerentes la sensación de haberse visto privados del control de su propiedad y de su libertad personal (Potash 1994a).

29 Desde 1965 se fue construyendo un consenso cultural caracterizado por la crítica a la eficacia y la legitimidad del sistema de partidos como mecanismo de asignación del poder político. Los argumentos para legitimar el golpe derivaban de un diagnóstico por el cual la debilidad e ineficacia de la democracia así como la ineficacia de los partidos políticos aparecían como factores causales de la anarquía social, del mal funcionamiento de la economía y de la consecuente paralización del país (Smulovitz1993). Esta idea relativa a la obsolescencia de la salida que, hasta 1966, había constituido la "semi-democracia" se había instalado, asimismo, al interior de las Fuerzas Armadas (O'Donnell 1972).

Ese liberalismo no era hostil per se a la expansión del aparato estatal siempre que la misma favoreciera el crecimiento de la estructura productiva oligopólica de la que surgían sus principales portavoces (O'Donnell 2009).

Para un análisis arqueológico de dicho paradigma, véase Agamben (2007).

La teoría del estado de excepción, inicialmente formulada por Schmitt en 1921, fue objeto de varios planteamientos entre 1934 y1948 los cuales se encauzaron en el marco del debate en torno a la "dictadura constitucional" (Agamben 2007).

33 De hecho, en el primer borrador del "Anexo 3", uno de los documentos que, bajo la mirada vigilante del general Julio Asogaray (uno de los organizadores principales de la Revolución Agentina) se redactaron antes de que Onganía asumiera el poder, Alvaro Alsogaray, hermano del general, había logrado introducir su concepción neoliberal acerca de la economía. Sin embargo, los asesores de Onganía realizaron una serie de modificaciones en dicho documento, dedicado a plasmar los objetivos político-económicos y los fines de la Revolución. Tal como se difundió finalmente, el "Anexo 3" contenía menos de la cuarta parte del texto original, omitiendo el llamado al "rechazo de fórmulas colectivistas" así como una formulación relativa a la "implantación plena, tan pronto como resulte posible, de una economía de mercado con sentido social" (Potash 1994b: 11-12).

La distinción entre legitimidad de título y legitimidad de ejercicio tiene su origen en la Edad Media. El jurista Barolo se refería a dos formas de tiranía (o poder ilegítimo): una ex defectutituli y otra ex parte exercitti (López Hernández 2009).

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