Introducción
Este artículo se enmarca en una investigación etnográfica en curso1 que inicié a fines del año 2015 en un centro socioeducativo de régimen cerrado (CRC), ubicado en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA, Argentina). Los centros de la ciudad dependen del Consejo de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes (CDNNyA) de la CABA.2 Allí se encuentran detenidos jóvenes menores de edad, por ser considerados por la justicia “infractores o presuntos infractores” de la ley penal vigente en nuestro país. El objetivo central de la investigación etnográfica es analizar cómo se configuran las prácticas cotidianas educativas, y los sentidos particulares que la educación allí adquiere.3
En este escrito4 me referiré a algunas problemáticas de orden teórico-metodológico, que se fueron imponiendo como instancias necesarias de reflexión en el transcurso, aunque en diferentes momentos, de la investigación. Todas ellas se vinculan con las particularidades que asumió el proceso etnográfico en relación con mi inserción laboral previa en este campo institucional. En este escrito abordaré dos aspectos teórico-metodológicos profundamente imbricados. De modo sintético y esquemático, el primero de ellos se refiere a los modos en que mis conocimientos sobre el campo de indagación y mi pertenencia a los procesos bajo análisis configuraron las relaciones e interacciones que establecí con diferentes sujetos durante la investigación. El segundo se vincula a la asunción de un determinado posicionamiento político e ideológico, que estructuró fuertemente mi mirada y las interpretaciones que construía sobre lo registrado en el campo. Entiendo que el abordaje de estos aspectos metodológicos nos introducen y pueden constituirse, también, como analizador (Althabe y Hernández, 2005) de las políticas públicas y las transformaciones institucionales que se implementaron desde mediados de la década del 2000 en las instituciones de encierro penal de nuestro país destinadas a jóvenes menores de edad. Es sumamente importante mencionar que mis primeras experiencias de trabajo en un centro fueron en el año 2009 (como operadora socioeducativa), momento en que se produjeron las modificaciones mencionadas (esta temática será desarrollada con más detenimiento posteriormente).
En lo que respecta al enfoque teórico-metodológico retomado, la investigación se nutre, fundamentalmente, de los aportes de la etnografía educativa latinoamericana (Neufeld, 1997; Achilli, 2005; Rockwell, 2009). Desde este enfoque de análisis, retomando a Rockwell, la etnografía, lo que procura es “documentar lo no-documentado de la realidad social” (Rockwell, 2009, p. 5). Dirige su mirada hacia los procesos sociales cotidianos, a lo que los sujetos hacen, saben y construyen relacionalmente en sus múltiples prácticas y experiencias acumuladas. En relación con esto último, la dimensión histórica adquiere profunda relevancia para conceptualizar la vida cotidiana y su abordaje etnográfico. Retomando a Neufeld:
El presente aparece, de pronto, como historia en acto. Cada situación registrada en las etnografías parece demandar su historización, con la finalidad de reconocer de qué modo han llegado a construirse determinados sentidos e interpretaciones, qué hay detrás de abulias y apasionamientos. (Neufeld, 1997, p. 150)
El conocimiento construido no solo es válido para comprender el caso local abordado, sino que las relaciones establecidas son relevantes para comprender otros procesos sociales, al tener como horizonte preguntas más generales acerca del mundo social.
Respecto de la posibilidad de acceso al campo empírico, se trata de una institución penal de privación de la libertad en la cual priman las cuestiones de “seguridad” y, usualmente, no constituyen espacios institucionales fácilmente transitables a personas externas a él. Sin embargo, mi ingreso al campo fue facilitado, en un primer momento, por el hecho de que en la actualidad me desempeño como docente de la escuela secundaria de otro centro. Anteriormente (en el año 2009) trabajé en esta misma institución como operadora socioeducativa, y en el año 2011, como docente de otro centro. En la actualidad, existen tres CRC; dado que en dos de ellos tengo o tuve una inserción laboral, en la elección del campo empírico prioricé la institución en la cual no hubiera una doble vinculación con los docentes, operadores, empleados de seguridad, etc. Es decir, que no fuesen mis compañeros de trabajo, además de mis interlocutores. Sin embargo, cuando inicié las visitas al campo, encontré, para mi sorpresa, que muchos empleados5 de seguridad habían trabajado en el centro en el cual doy clases y, por lo tanto, los conocía (aspectos vinculados a esta temática serán retomados más adelante).
Realicé el trabajo de campo lo realicé desde el mes de diciembre del año 2015 hasta julio de 2018. Durante su transcurso, observé y participé de diversas actividades cotidianas: el desarrollo de las clases de la escuela secundaria, recreos, actos escolares; almorcé y merendé con los jóvenes,compartí las actividades de la “colonias de vacaciones”, los talleres y cursos que se dictan por la tarde, las asambleas que organizan los operadores con los jóvenes en los dormitorios, “la visita” (es decir, los momentos en que los jóvenes son visitados por sus familiares y allegados), entre muchas otras dinámicas cotidianas. Durante este período, también realicé entrevistas semiestructuradas y en profundidad a docentes, directivos de la institución, operadores socioeducativos, empleados de seguridad y a un estudiante.6
Por último, quisiera mencionar brevemente que la problemática de investigación y, de modo específico, los desafíos metodológicos aquí retomados, se vinculan fuertemente con un problema social (Bourdieu y Wacquant, 1995): “los jóvenes (‘menores’) que cometen delitos”. Se trata de una temática de gran relevancia social y de mucha actualidad, y esto también atraviesa la elección de la problemática, mi mirada y la construcción del problema de investigación. Durante el ciclo político que tuvo a Mauricio Macri en la presidencia (2015-2019) -período durante el cual realicé el trabajo de campo-, cobró fuerte y renovado impulso una identificación que tiene una gran profundidad histórica: la asociación entre “jóvenes-delito-sectores populares” (Ayos y Jack, 2018). Imágenes fuertemente estereotipadas y estigmatizantes acerca de los “jóvenes (‘menores’) que delinquen” y sobre determinados espacios urbanos (los barrios populares y villas de las ciudades) fueron el cimiento sobre el cual se construyó gran parte de la discursividad política y de las intervenciones estatales de este período, fundamentalmente, las relativas al “combate de la inseguridad cotidiana” (Grassi, 2018).7
En este sentido, la relevancia social de la problemática y el debate que lo atraviesa son parte constitutiva de mis intereses de conocimiento. En tanto sujeto social e histórico, me encuentro atravesada por los procesos y debates mencionados, con un posicionamiento ideológico determinado (y no carente de contradicciones y en movimiento).
Retomo a Gouldner en su consideración acerca de la importancia de que el sujeto que intenta conocer una parte del mundo social procure “Verse a sí mismo como ve a los demás” (Gouldner, 1970, p. 31). Estas páginas constituyen un ejercicio que trata de orientarse en esa dirección y, en adición y a partir de él, acercarnos al análisis de algunos aspectos de las intervenciones estatales recientes destinadas a los jóvenes -pobres- que transitan -y padecen- el sistema penal.
Breve descripción del campo empírico: El Centro
Dado que las problemáticas de orden teórico-metodológico a las que me referiré se originan y encuentran su profunda significación al interior del proceso de investigación etnográfica y, fundamentalmente, en las interacciones con los sujetos en el campo, daré cuenta brevemente del campo empírico en el cual desarrollo mi trabajo de investigación.
En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires actualmente hay tres centros de régimen cerrado. Estas instituciones dependen de la Dirección General de Responsabilidad Penal Juvenil del Consejo de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes (CDNNyA) de la Ciudad de Buenos Aires. En el centro en el cual estoy desarrollando la investigación se encuentran detenidos jóvenes -varones y mujeres- que tienen 16 o 17 años. En la actualidad hay poco más de 30 detenidos/as. Retomando lo afirmado por otros autores (Scarfó y Aued, 2013; Guemureman, 2014, 2015) y en consonancia con lo registrado en el trabajo de campo, los jóvenes detenidos por las fuerzas de seguridad, judicializados por motivos penales y detenidos en instituciones de privación de la libertad no son todos aquellos que transgreden la ley penal. Los destinatarios privilegiados que habitan y transitan estas instituciones son los y las jóvenes que pertenecen de los sectores populares.
En cuanto al edificio del centro, mencionaré brevemente algunos de los espacios que recorrí personalmente. En la planta baja hay un patio cubierto provisto de bancos de material (allí se realiza “la visita”. Los jóvenes pueden ser visitados por familiares y/o allegados dos veces a la semana, los días y horarios pautados por la institución). En la misma planta también hay una serie de oficinas, una pileta de natación, un gimnasio, un patio descubierto y el comedor. En el primer piso están la sala de los operadores socioeducativos (que conforman el Equipo Técnico Convivencial), del Equipo Técnico Profesional (conformado por psicólogos y trabajadores sociales), las aulas de la escuela primaria y de la secundaria, la biblioteca -que también oficia de “sala de profesores”-, una sala de computación y un espacio cubierto donde en ocasiones se realizan los recreos y algunas actividades recreativas/deportivas. Los espacios en los cuales los jóvenes duermen son denominados “dormitorios” o “sectores” (entre otras opciones) y están ubicados en la planta baja y en el segundo piso.
En lo que concierne a los diferentes trabajadores que diariamente se desempeñan en el centro, por un lado, se encuentran los que dependen del CDNNyA: el equipo directivo, el Equipo Técnico Convivencial (conformado por los operadores socioeducativos), el Equipo Técnico Profesional, talleristas, los integrantes del Cuerpo Especial de Seguridad y Vigilancia (es decir, los empleados de seguridad), personal de limpieza, un médico, un enfermero, entre otros8. Respecto de los docentes que allí trabajan, durante la mañana, en el centro funciona una escuela primaria y una escuela secundaria (dependientes del Ministerio de Educación de la ciudad de Buenos Aires), y ambas están conformadas por un orientador (cargo similar al director de escuela) y un equipo docente (maestros o profesores, de acuerdo con el caso).
Cabe destacar que, al tratarse de una institución de privación de libertad y penal, los jóvenes se encuentran acompañados, permanente e incesantemente, por empleados de seguridad. Desde una perspectiva de análisis “desde arriba” (Corrigan y Sayer, 2007, p. 54) y tratándose de una institución total (Goffman, 2009), podría afirmarse que todas las actividades de los internos y sus “movimientos” se encuentran pautados y regulados institucionalmente. Al respecto, hago aquí una breve aclaración de orden teórico, que se pliega a lo expuesto acerca del enfoque etnográfico. Retomamos, por supuesto, los grandes aportes teóricos que hicieron los estudios pioneros y referentes ineludibles en este campo. Especialmente me refiero a Foucault (2002) Goffman (2009), en tanto el primero analizó de modo exhaustivo los procesos constitutivos del “castigo moderno”, y el segundo, las características y modos de funcionamiento centrales de las instituciones totales. Como mencionamos anteriormente, aquí proponemos que un análisis centrado desde la vida cotidiana y atento a los sujetos, sus apropiaciones, intereses, prácticas y experiencias, procurando no perder de vista aquellos condicionamientos estructurales que configuran estos procesos.
Posibilidades y limitaciones (¿particularidades?) de lo “conocido”
A fines del año 2015, al momento de solicitar la autorización para iniciar el trabajo de campo, un directivo de la institución afirmó: “Si sos docente de X (nombre del centro), no hay ningún problema, vení cuando quieras” (Registro de campo, 21 de diciembre de 2015).
Sin mayores inconvenientes en relación con el acceso a la institución, mi “pertenencia” al campo imprimió (e imprime) características particulares respecto del proceso de construcción de conocimiento y de las relaciones que establecí diariamente con distintos sujetos.
Al momento de iniciar mis visitas al centro, ciertamente, había muchas cosas que “sabía” en relación con las rutinas y prácticas cotidianas. Quisiera reparar en la productividad de estos saberes de los que me fui apropiando a partir de mis experiencias laborales previas. En un primer momento, conocer las rutinas diarias de los jóvenes, cómo está organizada la escuela, quiénes eran y qué prácticas desarrollaban los distintos actores, cuáles eran los días “de visita”, etc., fueron herramientas muy valiosas para “estar en el campo”. Con ello me refiero a múltiples cuestiones: para relacionarme con diferentes sujetos (docentes, operadores, estudiantes, etc.), anticipar las actividades que se desarrollarían durante mis visitas, para iniciar una conversación (el tener “cosas en común”, por ejemplo, favoreció que los temas de conversación fuesen casi inagotables con los diferentes sujetos), entre otras cosas.
Un ejemplo aparentemente banal -pero para nada menor, y menos aún al tratarse de una institución de encierro penal- se refiere a cómo fue mi ingreso a la institución. Como mencioné anteriormente, conocía a algunos empleados de seguridad. En todas mis visitas al centro, invariablemente, tocaba el timbre, me recibía un empleado (ellos son los encargados de abrir y cerrar las puertas en la institución) y mi presencia allí nunca fue cuestionada o me fue negado el ingreso. En pocas ocasiones me fue solicitado que enunciara a dónde me dirigía. En estas situaciones, mi respuesta también fue invariable: “Voy a la escuela”, espacio de los centros que me resulta muy familiar y al que estoy habituada a recorrer.
Desde el inicio del proceso etnográfico, todos estos saberes y relaciones fueron -muchas veces sin advertirlo- muy importantes, ya que me permitieron transitar con mucha naturalidad y comodidad mis primeras visitas al campo. Pero la productividad no se agota allí. Me sentía cómoda, un poco como “en casa”, y ello implicaba que nada me pareciera del todo “extraño”. Así, todo este saber, si bien en un primer momento me fue de gran ayuda para poder interactuar y comprender (desde una determinada perspectiva) las prácticas que registraba, comenzó a configurarse como un obstáculo o, mejor dicho, como un conocimiento que requería ser desnaturalizado para avanzar en un sentido diferente, que no reafirmara y reprodujera lo que yo “ya sabía”, como producto de las múltiples experiencias como operadora y docente.
Compartía con mis interlocutores un acervo común, lo cual no implica, por supuesto, que todos los sujetos y actores tuviéramos los mismos intereses y posicionamientos. De ese modo, un primer paso -necesario y nunca acabado- para construir un campo de indagación, una problemática de investigación, fue asumir que “no sabía”, y que el conocimiento, las verdades de las cuales partí (e inclusive, en ocasiones, parto) y los marcos de significación que manejaba debían ser puestos en cuestión para poder interpretar y conocer los procesos sociales registrados con mayor complejidad. En relación con dicho acervo común, este no constituye un compendio de verdades pasibles de ser inventariadas, precisas e constantes. Me refiero, por ejemplo, al conocimiento relativo a cierto lenguaje o categorías en uso que circulan corrientemente -aunque no de modo exclusivo- en estas instituciones (qué significaba ir a “comparendo”, quiénes son los “empleados”, qué es “hacer conducta”, “la visita”, el “engome”, incluso el “encierro”), o a los marcos de significación que manejaba relativos al “nuevo paradigma de derechos” (esta temática será abordada en el próximo apartado).
En conexión con lo mencionado más arriba, las relaciones e interacciones desplegadas con diferentes sujetos también se vieron atravesadas por mi trabajo como docente/operadora. Si bien ninguno de los docentes con los que interactué, participé de sus clases, entrevisté, etc., fueron mis compañeros de trabajo, todos ellos sabían que trabajo en otro CRC, e incluso, en alguna ocasión, hemos compartido algunas jornadas realizadas en el marco de los Espacios para la Mejora Institucional (EMI), en las cuales nos encontramos todos los trabajadores (de nivel primario y secundario) de los tres CRC de la ciudad.
A continuación, me referiré brevemente a algunos dilemas que se fueron presentando y que se relacionan con la experiencia y pertenencia común que compartía con los docentes.
Con el correr del trabajo de campo, observé que en las conversaciones informales y en las entrevistas con ellos, era recurrente que en sus relatos observaran como innecesario relatar con detalle aspectos de la vida cotidiana de la escuela (acerca de su trabajo, cómo eran las rutinas del centro, quiénes eran los jóvenes estudiantes, cómo evaluaban, etc.). Releyendo los registros de campo comencé a observar esta “economía” en sus explicaciones. Una charla entablada con un docente, que se desarrolló durante un recreo en la sala de profesores, puso de manifiesto con crudeza -y paradójicamente- lo “no dicho”. Transcribo un breve fragmento del registro referido a esta conversación:
Luego de la observación y participación en una clase de Educación Cívica, fui junto a X (nombre del profesor) a la sala de profesores. Allí conversé un rato largo con él y Z (nombre de una docente), acerca de cómo evaluaban a los estudiantes. X comenzó a comentarme cómo eran las condiciones de estudio que tenían los estudiantes (concretamente se refirió a que los jóvenes no disponen de tiempo de estudio, más allá del horario escolar) pero rápidamente interrumpió su relato y me dijo: “pero qué te voy a contar a vos, si vos ya sabés como son las cosas acá”. (Registro de campo, 29 de septiembre de 2016)
Transcribo otro fragmento de un registro de la observación de una clase de Historia y Geografía:
Entré al aula con el profesor. Los estudiantes ya estaban sentados en sus bancos. El profesor saludó a los jóvenes y luego me presentó: “Eugenia es docente del Z (nombre de un centro) y viene a ver cómo son las cosas acá. La profe ya sabe que esto no es un formato tradicional, que acá se hace lo que se puede hacer”. (Registro de campo, 12 de mayo de 2016)
Dejo para otra ocasión iniciar una reflexión acerca de una parte del contenido de lo dicho por el profesor (me refiero a la afirmación acerca del “formato no tradicional” de la escuela y “acá se hace lo que se puede hacer”). Acá me detengo en la presunción del docente, la cual no es arbitraria, acerca de lo que yo ya sabía sobre el funcionamiento/características de las escuelas que funcionan en los centros.
Visualizar estas omisiones puso de manifiesto la necesidad de transmitir a los docentes que en verdad yo “no sabía” (antes de ello, por supuesto, era necesario que yo asumiera este desconocimiento), y que era muy importante para mí conocer sus propias experiencias, prácticas y conocimientos. En este sentido, fue muy relevante la lectura atenta de los registros, escuchar con detenimiento a mis interlocutores y el trabajo de producción escrita, lectura y relectura de los datos construidos etnográficamente.
Por último, el “ser docente” también configuró las expectativas y demandas de algunos docentes en torno de que mi participación y observación de las clases fuera de un determinado modo. En varias ocasiones me fue solicitado que participara “activamente” de las clases, y esta solicitud se fundamentaba en mis supuestos conocimientos y mi experiencia docente. Retomo la expresión particular de un profesor cuando le solicité observar su clase: “Dale, venite, pero no quiero un potus en el aula. Vos sos docente, podés aportar mucho” (Registro de campo, septiembre de 2016).
Entiendo que los fragmentos transcritos del trabajo de campo ponen de manifiesto algunos de los modos en que ser docente de otro centro atravesó los vínculos que establecí, el modo de “estar en el campo”, lo “dicho” y lo “no dicho” en las conversaciones y, con ello, el proceso de construcción de conocimiento.
Considerar seriamente la afirmación de que el conocimiento antropológico es fundamentalmente situacional y contextual (Rockwell, 2009; Villalta, 2013) supone varias cosas. Por un lado, poder dar cuenta de los supuestos de los que se parte al iniciar un proceso de investigación es un paso necesario para avanzar en un ejercicio de distanciamiento y, en adición, comprender la “implicancia” (Althabe y Hernández, 2005) en los procesos sociales bajo análisis (la cual, en ocasiones -como esta- se configura como parte constitutiva del interés por abordarlos). Por otro lado, pero de modo relacionado, entiendo que en las investigaciones etnográficas, el proceso de objetivación de los propios puntos de partida y supuestos se construyen de forma profundamente vinculada -o incluso como resultado- del proceso etnográfico. Lo que hace un etnógrafo en el campo es inseparable de las relaciones que se establecen, de los intereses, las demandas y los saberes que todos los sujetos y colectivos sociales ponemos en juego.
Transformaciones institucionales, posicionamiento político y problemáticas metodológicas: ¿los “empleados” como sujeto relevante de la investigación?
En este apartado, me referiré a los modos en que el devenir de la investigación estuvo atravesada por mi posicionamiento político respecto de los procesos que procuraba conocer. Me refiero a mi mirada sobre las intervenciones estatales sobre “la niñez en conflicto con la ley”. Requirió de un gran trabajo reflexivo construir una perspectiva de análisis que transcendiera la idea de que efectivamente existían (y encontraría en el campo) “viejas” y “nuevas” prácticas de intervención estatal en este espacio institucional. La dificultad de tomar estas construcciones como parte de una discursividad social más amplia, y observar la importancia de tomarla como objeto de indagación, no solo se relacionaba con mi implicancia en los procesos bajo análisis. Como trataré de mostrar más adelante, estas lecturas sobre las intervenciones estatales, también las registraba en el campo y, en este sentido, se trataba de posicionamientos que compartía con muchos de los sujetos con los que me vinculaba en el centro (especialmente con los operadores socioeducativos y los docentes, pero también con algunos empleados de seguridad).
Es insoslayable mencionar el momento particular en el cual comencé a desempeñarme como operadora socioeducativa. Lo hice en un período al que diferentes interlocutores (fundamentalmente operadores) denominan “proceso de transformación institucional”. Las políticas públicas9 de orden nacional implementadas a partir de la segunda mitad de la década de 2000 redefinieron, en principio, el rol del Estado como garante y responsable del ejercicio de los derechos sociales de toda la población. En este marco, durante este período, se llevaron adelante diferentes transformaciones normativas vinculadas al campo de la niñez. Como parte del proceso de adecuación de la legislación local a la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño (CIDN), incorporada a nuestra Constitución Nacional en el año 1994, en el año 2005 fue derogada la Ley de Patronato de Menores (N° 10.903) y se sancionó la Ley Nacional de Protección Integral de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes (N° 26.061).10 A partir de estos procesos, en el año 2007 fue creada la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (SENNAF), y al interior de ella, la Dirección Nacional de Adolescentes Infractores de la Ley Penal (DINAI), de la cual, en ese momento, pasaron a depender los centros de la ciudad.
Específicamente en las instituciones de encierro, durante el período 2007-2009 fueron profundamente transformadas las intervenciones con los jóvenes detenidos, las miradas que de ellos se construían y las prácticas institucionales. En este momento, los “institutos de menores” pasaron a ser denominados “centros socioeducativos de régimen cerrado” y, de acuerdo con lo documentado en conversaciones con operadores socioeducativos, esta nueva denominación da cuenta de un cambio de “paradigma institucional”: de una “intervención” ligada a la “seguridad” y el “castigo”, a una cimentada en los “aprendizajes socioeducativos”. De acuerdo con los relatos de diferentes trabajadores (docentes y operadores), los operadores fueron el motor y el actor institucional encargado de implementar en estas instituciones el “nuevo paradigma de derechos”, de llevar a adelante las “transformaciones necesarias” para garantizar que en estas instituciones los jóvenes ”no sean vulnerados en sus derechos”, sean “valorados en sus potencialidades” y acompañarlos en la construcción de un “proyecto de vida socialmente constructivo en términos de la Convención”, entre otras cosas.11
Para el análisis de estos procesos, de mi propio posicionamiento frente a ellos y la comprensión de lo registrado en el campo a nivel cotidiano, fueron sumamente relevantes las lecturas de Fonseca y Cardarello (2005), Barna (2012), Villalta (2013), Magistris (2015), entre otros. Retomando a Villalta (2013), la autora da cuenta de los procesos que se dieron a nivel local con la incorporación a nuestra Constitución Nacional de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño. Menciona que esta normativa de orden internacional actuó como condensadora de diversas y antiguas denuncias pronunciadas desde distintos movimientos sociales, espacios académicos y organismos de derechos humanos hacia los marcos normativos vigentes al momento (Ley de Patronato de Menores) y a las prácticas e instituciones que regían el campo de la minoridad en el “viejo paradigma tutelar”. Ahora bien, para denunciar el tratamiento desigual, estigmatizante y de criminalización del que eran destinatarios los “menores” (niños y niñas pobres, considerados en “situación de peligro material y/o moral, abandonados”, etc.),12 se fue construyendo, en oposición, el “paradigma de la protección integral”, inspirado en estos novedosos marcos normativos sobre “la niñez”. Sintéticamente, bajo el nuevo paradigma se sostiene que todos los niños son “sujetos de derechos” y que las intervenciones estatales deben velar, garantizar y efectivizar el goce de todos ellos.
En adición, Villalta (2013) señala que esta nueva discursividad sobre la infancia en clave de derechos tuvo un fuerte “sesgo normativista”; es decir, se les otorgó una infinita relevancia y capacidad transformadora a las innovaciones normativas. Por otro lado, ella se ancló en una “lógica de persecución del culpable”, en tanto se personalizaba en determinados sujetos o actores institucionales la responsabilidad por las violaciones e injusticias de las que eran objeto los niños de los sectores más empobrecidos.
En relación con lo que registraba en el campo (fundamentalmente en conversaciones con operadores y docentes), de diversos modos era -y es- enunciada la existencia de dos “culpables” o “representantes de las fuerzas del mal” (Fonseca y Cardarello, 2005) que impedían u obstruían que se implementaran de modo acabado los preceptos del “nuevo paradigma de derechos”. Por un lado, uno de ellos era una entidad abstracta, que tenía su propia y larga vida: el viejo paradigma tutelar. Por el otro, el actor social que obstaculizaba las transformaciones en los centros y era representante de aquel “viejo paradigma” (que tenía como eje el castigo), eran los empleados de seguridad.13
En tanto sujeto social, atravesada por mis múltiples y profundamente conmovedoras experiencias como operadora, docente e investigadora en formación, los relatos de muchos operadores y docentes me cautivaban, admiraba la tarea que desarrollaban y, en términos políticos e ideológicos, en general, compartía estos posicionamientos que registraba.
Empapada de estas explicaciones “binarias”, “normativistas” y de “persecución del culpable” (Villalta, 2013), ellas constituían las anteojeras y verdades incuestionables mediante las cuales observaba y entendía lo que registraba en el centro.
En este marco y en relación con el trabajo de campo se me impuso, por ejemplo, el siguiente dilema: ¿Era posible dialogar, en los términos que plantea Gadamer (1988), con los empleados de seguridad, partiendo de estas certezas? Seguramente no. La posibilidad de que los empleados de seguridad fueran interlocutores válidos del proceso de investigación y la indagación etnográfica se fue construyendo a lo largo del trabajo de campo. Fue durante su transcurso que surgió la necesidad de tomar -no negar- todos esos modos de significar la realidad -y que configuraban mis relaciones e interpretaciones en el campo- como objeto de indagación.
Poco a poco, comencé a percibir que la riqueza y la complejidad de lo que registraba en el campo no admitía ser interpretado de acuerdo con estos esquemas binarios de “paradigmas en pugna”, sin opacar la diversidad propia de los procesos sociales. Los múltiples vínculos entre docentes, empleados, jóvenes, operadores, etc.; la heterogeneidad de prácticas, rutinas y sentidos desplegados por los múltiples actores y sujetos comenzaron plantearse como “enigmas” (Boltanski, 2016). Esto es, como acontecimientos que desestructuraban y expresaban la fragilidad del orden de realidad que daba por existente (Boltanski, 2016). El trabajo empírico, dejarme interpelar por lo documentado, posibilitó movilizar las anticipaciones de sentido que me prepararon para encontrar en el campo “viejas” y “nuevas” prácticas de intervención y que estás serían desplegadas, de forma inequívoca, por determinados actores institucionales.
De modo general, los operadores entienden que sus prácticas, vínculos e intervenciones con los jóvenes son muy diferentes a las que despliegan los empleados, fundamentalmente porque “Nuestro trabajo es que se respeten los derechos de los pibes. Su trabajo (el de los empleados) es otro, es la seguridad” (Entrevista Turquesa, operadora, mayo de 2017). Ciertamente, algunas prácticas que despliegan algunos empleados son fuertemente cuestionadas, en tanto son entendidas como “prácticas nefastas, ya sea por violencia o por negociaciones con los pibes”, y atravesadas por “relaciones de poder complejas”. Sin embargo, y al mismo tiempo, la misma operadora afirmaba que: “Hay empleados que para mí intervienen bien, y los considerás compañeros, o apelás a ellos para resolver en algunas situaciones con los pibes. Hay tipos (empleados) que realmente saben contener a los pibes” (Entrevista Turquesa, operadora, mayo de 2017).
Lo documentado demandaba la construcción de nuevas relaciones que permitieran introducirlo y comprenderlo. Pero también comencé a plantearme el desafío de cómo lograr que el registro de esos acontecimientos enigmáticos no se transformara en un compendio de la heterogeneidad documentada y de la puesta en duda de la realidad aparente. Inscribir estos acontecimientos no esperados en un nuevo ordenamiento de realidad que diera cuenta de relaciones más reales, profundas, ocultas, novedosas y complejas, que tuviera la capacidad de integrar, comprender y, en definitiva, estabilizar lo enigmático.
Retomando el interrogante planteado más arriba, la posibilidad de que “los empleados” fueran interlocutores válidos y relevantes, como mencioné, solo pudo ser considerado por mí una vez iniciado y avanzado el trabajo de campo. Si hay un actor social permanentemente presente con los jóvenes, este es el personal de seguridad. Pero no solo por su presencia constante e incesante considero que constituyen un actor insoslayable.
En conversaciones con docentes, la presencia de los empleados de seguridad durante el desarrollo de las clases14 era un aspecto recurrentemente mencionado, alusión que, como veremos, adquiría distintos sentidos.
Alejandra es docente de la escuela secundaria y, además, trabaja en otra escuela media ubicada en zona sur del conurbano bonaerense. Allí trabaja también, como muchos otros de sus colegas con jóvenes de sectores populares. La diferencia más saliente que encuentra entre ambas experiencias de trabajo es el “contexto”:
[En ambas escuelas, los estudiantes] son de La Boca, son pibes de villas, de la 21, son pibes de barrio, son como del mismo lugar. Como que… la diferencia es que, obviamente, acá es un contexto violento, porque esto es un contexto violento. Andrea amplió: Es violento estar con tres personas (empleados de seguridad) que están cuidando la puerta, que están mirando desde afuera. (Entrevista Alejandra, docente, diciembre de 2017).
Sin embargo, la presencia de los empleados de seguridad no es ponderada del mismo modo, incluso, en términos valorativos. De acuerdo con lo registrado en conversaciones con otros docentes, la presencia de empleados durante el desarrollo de las clases, e incluso las intervenciones de ellos dentro del aula frente a “la mala conducta” de algún estudiante, es bien recibida porque de ese modo: “Se trabaja muy bien” (entrevista Celeste, docente, diciembre de 2017). Incluso uno de ellos mencionó que la presencia visible y permanente de la seguridad durante el transcurso de las clases había sido un pedido de la escuela (específicamente de algunos docentes).15
Durante el proceso etnográfico registré situaciones, diálogos y prácticas que produjeron movimientos en la mirada y relecturas de los datos construidos. Me refiero, por ejemplo, a lo documentado en un acto escolar, en el cual se conmemoraba el Día de la Independencia de nuestro país. El acto culminó con el discurso del orientador de la escuela primaria, quien cerró sus palabras diciendo enérgicamente: “¡¿Hay estudiantes, hay docentes, hay empleados (de seguridad), hay operadores?! Sí, entonces, ¡hay escuela!” (Registro de campo, 11 julio de 2016).
En este sentido, las interacciones y prácticas que registraba y, especialmente, escuchar a mis interlocutores del proceso de investigación, fueron experiencias profundamente formativas y motor de la transformación del modo en que comprendía los procesos locales. Si mi objetivo se orientaba a conocer “lo educativo” en estas instituciones, lo que registraba en el campo sugería insistentemente que “los empleados” también eran interlocutores relevantes y necesarios.16
En relación con lo registrado en conversaciones con empleados de seguridad: ¿qué decir de la perplejidad que, según manifestaron algunos de ellos, sentían cuando relataban sus primeros años de trabajo en los institutos,17 o acerca de cómo era el “trato” con los jóvenes en esos momentos? A continuación transcribo un fragmento de registro de campo, en el cual recupero la voz de un empleado de seguridad que se refirió a estas cuestiones durante una charla informal:
Mientras esperaba a los docentes en la biblioteca, se acercó X (nombre de un empleado de seguridad que se encarga de coordinar el trabajo de la guardia en los espacios educativos) y nos quedamos charlando. Conversamos un largo rato y de varias cosas [...] Le pregunté cuándo había comenzado a trabajar. Me contó que comenzó a trabajar en el año 1994 y que “Al principio me costó, los cinco primeros años fueron muy difíciles. Todo era a los golpes, con los chicos el trato era ese”. (Registro de campo, 06 de octubre de 2016)
Por otro lado, ¿cómo interpretar las corrientes alusiones que algunos empleados expresaban en relación con la “importancia de la educación”, cuando los defensores del “nuevo paradigma” y de “lo socioeducativo” eran, en principio, otros actores?
El mismo empleado de seguridad, en la misma conversación, también cuestionó las “antiguas” prácticas relacionadas con la educación:
Antes a la escuela iban los que querían, el 95% de los chicos no iban, se quedaban en el sector haciendo nada. Hoy saben que tienen que ir a la escuela, después al recreo, escuela, recreo, suben, se agarran a trompadas... porque esto también pasa. (Registro de campo, 06 de octubre de 2016)
En relación con los últimos fragmentos de campo recuperados, el hecho de considerar aquí a “los empleados” (actor institucional que no puede pensarse, por supuesto, como un conjunto homogéneo de sujetos) como interlocutores válidos del proceso de investigación no supone, de ningún modo, desconocer o invisibilizar situaciones de violencia institucional. Distintos informes e investigaciones han dado cuenta de estos graves e históricos delitos (como los producidos por la Procuración Penitenciaria de la Nación -PPT- o equipos de investigación. Entre ellos se encuentran los trabajos producidos y/o coordinados por Alcira Daroqui y Silvia Guemureman (Daroqui, Fridman, Maggio, Mouzo, Rangugni, Anguillesi y Cesaroni (2006) y Daroqui, López, y Cipriano, (2012) y Daroqui y Guemureman (2014). Por el contrario, propongo que retomar estos estudios y articularlos con lo sujetos hacen, enuncian, piensan y conocen registrado a nivel local y cotidiano, nos aproximará a la profunda complejidad, conflictividad y contradicciones que caracteriza al mundo social (Cerletti, 2014).
Para finalizar, quisiera mencionar o enfatizar el carácter productivo de estos obstáculos, dilemas e interrogantes que fueron presentándose a lo largo del trabajo etnográfico. Con toda la perplejidad y desconcierto que me generaron, no se constituyeron como impedimentos. Por el contrario, de diverso modo y en distintos momentos, motorizaron la transformación en la mirada. Reparar en los modos particulares que asumió mi implicancia (Althabe y Hernández, 2005) en los procesos bajo análisis, tomarlos como objeto de indagación y parte constitutiva del proceso etnográfico, posibilitó la dinamización y transformación las relaciones -provisorias- que hacen a la construcción del objeto y de la problemática de investigación.
Reflexiones finales
Desde las primeras conversaciones con mi directora de investigación, los desafíos metodológicos particulares que entrañaría investigar en un campo institucional en el cual tengo una inserción laboral previa fueron objeto de reflexión. Digo “particulares” porque todo posicionamiento requiere de estas reflexiones necesariamente. Estar en el campo supone establecer determinadas relaciones, saberes, emociones, e implicarse en los procesos bajo análisis. Así como la elección del marco teórico y las relaciones analíticas que se van construyendo son inescindibles del proceso etnográfico, cómo se pone a jugar la implicancia en el trabajo de campo tampoco puede ser anticipado de modo absoluto. Por el contrario, si bien desde el inicio fue un aspecto muy considerado y anticipado por mí, fue posteriormente que adquirió concreción y formas determinadas.
En este escrito abordé algunos aspectos metodológicos que fueron configurándose a lo largo del trabajo de investigación y que se relacionan fuertemente con mi pertenencia al campo institucional. En primer término, me detuve brevemente en los modos en que mis conocimientos y experiencias como docente y operadora configuraron las relaciones y vínculos que establecí con los sujetos durante el trabajo de campo. En segundo término, me referí a mi posicionamiento político respecto de las recientes políticas públicas destinadas a “la infancia”, y cómo ello participó de la construcción del problema de investigación y de las interpretaciones que realizaba sobre lo documentado en el centro.
Considero que estos aspectos se encuentran relacionados entre sí, y en adición, su abordaje posibilita acercarnos a procesos sociales más amplios: algunas políticas públicas de nuestro pasado reciente destinadas a “la niñez” y, específicamente, cómo fueron significadas por algunos sujetos (entre los cuales me incluyo). Observar estos procesos de modo relacional da cuenta de la complejidad de los procesos sociales y la profunda imbricación entre diferentes las dimensiones de la realidad social que solo se pueden distinguirse analíticamente.