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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.20 no.2 Bernal dic. 2016

 

Dossier: La independencia de 1816 más allá del Río de la Plata

Emancipación sin revolución El pensamiento conservador y la crisis del Imperio atlántico español

 

José M. Portillo Valdés
Universidad del País Vasco

 

Planteamiento

"Revolución de independencia" es uno de los sintagmas más utilizados por la historiografía para referirse al proceso de crisis imperial y conformación de repúblicas en el espacio de la monarquía hispana entre 1808 y 1826. The Spanish American Revolution, el título que escogió John Lynch para su manual, o las "revoluciones hispánicas", el subtítulo de FrançoisXavier Guerra para Modernidad e Independencias, son marcadores que dan idea de la fortuna historiográfica del mencionado sintagma. No es para menos, pues realmente la crisis de la monarquía y el proceso de conformación de las repúblicas americanas transformaron de manera radical el hemisferio occidental. Vistas las cosas que sucedieron en aquellos momentos desde la perspectiva de 1826 no cabe duda de que por allí había pasado un vendaval revolucionario que había recorrido varias veces ambos lados del Atlántico.

No era, por otra parte, la primera ni la segunda vez que ocurría. Las hispánicas fueron la tercera tanda de unos procesos transformadores que se habían iniciado en América del Norte casi cuarenta años antes, y que se habían llevado por delante todo el orden colonial, incluido el étnico, en Haití cuatro años antes de que empezara a agitarse el orden imperial español con la transferencia de los derechos dinásticos a Napoleón Bonaparte en mayo de 1808. Como observó David Armitage respecto de la declaración de independencia norteamericana, lo que ocurrió entre 1774 y 1826 en el hemisferio occidental cambió para siempre el modo en que este se había organizado: por primera vez territorios pertenecientes a un imperio se declaraban independientes y generaban cuerpos políticos nuevos y con capacidad para manejarse por sí mismos entre las nationes, los sujetos del iusgentium, que era la cultura jurídica que regulaba la relación entre cuerpos soberanos. Aquella desarticulación de lo que John Pocock propuso entender como un archipiélago británico tuvo su continuidad en Francia en la década siguiente y en la América española desde 1811, en ambos casos afectando con diferentes modulaciones tanto a la constitución como al imperio.

Es por ello que el sintagma que une "revolución" e "independencia" ha gozado tradicionalmente de fuerza expresiva y capacidad explicativa. Sin embargo, este hecho tan brillante quizá haya opacado en exceso otro que también debe tomarse en cuenta: el lenguaje y el discurso de la independencia no fue solo patrimonio de quienes querían el sintagma completo, sino también de aquellos que entendieron la independencia precisamente como un antídoto para no verse abocados a la revolución. No me refiero con ello únicamente a la vieja cuestión historiográfica sobre el sentido, por ejemplo, de la independencia trigarantista de 1821 en México, sino a un hecho más estructural, a mi modo de ver, de este proceso de disolución imperial y de creación de repúblicas en el Atlántico hispano. Como trataré de argumentar en este texto, creo que la asociación entre independencia y revolución que tiene, sin duda, sentido no describe de manera completa un proceso complejo en el que cupieran también otras combinaciones en las que ambos principios, emancipación y revolución, se segregaran.

Esa fue la opción de quienes desde el inicio de la crisis de la monarquía optaron por evitar que la misma se abocara a la revolución. Quisieron evitarla, sin duda, aquellos que se opusieron a cualquier reforma del gobierno de la monarquía y sostuvieron que la crisis era de naturaleza puramente dinástica, por lo que solo cabía luchar contra el enemigo del rey para restituirlo al trono. Pero también quisieron que la independencia no implicase revolución quienes aceptaron que la situación derivaba no solo de una crisis dinástica sino también constitucional y que, por tanto, requería de reformas en el gobierno de la monarquía. Entroncaban con cierto pensamiento ilustrado que había abogado por una serie de "reformas justas y necesarias" en el gobierno al tiempo que se alejaban de una transformación revolucionaria del orden heredado. Son los que acabarán conociéndose como moderados o conservadores. En la parte americana de la monarquía, independencia pudo ser, en sus manos, un eficaz instrumento para implementar sus proyectos políticos.

Esta forma de entender la emancipación como antídoto revolucionario encontró un campo abonado en la Europa posterior al Congreso de Viena (1815). Como es conocido, en la capital austríaca y de la mano del canciller Metternich se establecieron dos criterios que interesa recordar. En primer lugar, el principio monárquico que implicaba un severo correctivo de la idea de soberanía social (nacional o popular) tan difundida en el período revolucionario. En segundo lugar, el principio de la restitución de la integridad territorial de las monarquías. Aunque este principio conoció enseguida excepciones, ambos podrían haber reforzado sin duda la pretensión de Fernando VII de implicar a Europa en sus problemas coloniales. Sin embargo, la demostrada ineptitud del único embajador español, Pedro Gómez Labrador, sumada a la falta de medios para una diplomacia efectiva (lo de que "el Congreso baila" no era una metáfora), conllevaron que las potencias evitaran un posicionamiento explícito sobre dos demandas españolas referidas a América: la restitución de Luisiana (vendida por Napoleón a los Estados Unidos en 1803) y la organización de una fuerza pacificadora.

Antes bien, tanto la diplomacia como los publicistas europeos comenzaron entonces a considerar inevitable la independencia de los territorios americanos españoles y a reflexionar sobre las implicaciones de tal fenómeno para el orden internacional y para la hegemonía europea. En ese contexto, y de la mano principalmente de Dominique Dufour de Pradt, el pensamiento conservador encontró un espacio muy propicio para plantear la idea de una emancipación sin revolución.

Es un momento que coincide con la declaración de emancipación de las Provincias Unidas, reuniendo en aquel punto de San Miguel de Tucumán y en aquel año, 1816, dos de los ingredientes a los que nos estamos refiriendo. El primero, la propia dinámica política rioplatense que consumaba la paradoja de ser el primer territorio colonial español que dejó de tener gobierno metropolitano efectivo (mayo de 1810) y uno de los más reticentes a hacer efectiva la declaración de independencia. Para cuando la hizo, Europa había completado el giro de la revolución a la restauración, de la soberanía nacional al principio monárquico. El segundo, que esa declaración, con ser de efectiva separación absoluta respecto de la soberanía del rey de Castilla, no dejó de conducirse a través de las previsiones del derecho civil y de gentes y con la intención manifiesta de no ser confundida con una revolución.

El discurso de la emancipación entre ius civile, iusgentium y constitución

"La nación española es libre e independiente y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona"; "Ninguna nación tiene el derecho de impedir a otra el libre ejercicio de su soberanía"; "La Nación meXIcana es para siempre libre e independiente del gobierno español y de cualquiera otra potencia". Estas frases constitucionales tomadas de Cádiz, 1812; Apatzingán, 1814 y México, 1824 establecen como uno de los primeros principios del orden constitucional respectivo la vinculación entre la nación, la soberanía, la libertad y la independencia. Al declarar la independencia de las trece colonias unidas, los norteamericanos habían usado una expresión idéntica: "que estas Colonias unidas son, y les cabe ser por derecho, estados Libres e Independientes".

Los textos constitucionales originarios estaban trasladando a una nueva especie de derecho, el constitucional, un principio asentado ya en la tradición de la cultura jurídica que se había ocupado del derecho de las nationes o gentes, es decir, los cuerpos soberanos. Sintetizador de esa tradición, Emmerich de Vattel llevó el principio al inicio de su tratado, con el que se formaron generaciones de juristas y líderes políticos hasta bien entrado el siglo XIX. Al explicar preliminarmente la idea general de su tratado sobre el derecho de gentes Vattel establecía que las naciones se componen "de personas naturalmente libres e independientes" y ellas mismas, las naciones o estados soberanos, "se deben considerar como otras tantas personas viviendo juntas en estado de naturaleza". Cada "cuerpo de nación" permanece, por tanto, "absolutamente libre e independiente de cualquieras otros hombres o de toda otra nación".1 Ahí estaba ya el sintagma operando en el espacio del derecho de gentes para permitir delimitar cuáles eran las comunidades de hombres que podían ser consideradas naciones.

La cultura del iusgentium establecía ya la pauta de cuáles eran los sujetos que podían operar en su ámbito: no los pueblos en general sino solo las nationes o estados soberanos. Para determinar la pertenencia o no a tal especie de sujetos esa cultura eXIgía el reconocimiento mutuo entre ellos de los atributos de libertad e independencia. En otras palabras, solo las nationes podían ejercer la libertad de decidir por sí mismas "sin que otra nación alguna pueda compelerla a actuar de tal o cual modo",2 es decir, como afirmaba en 1814 la constitución meXIcana de Apatzingán en el artículo antes referido, sin que ninguna otra nación impidiera el libre ejercicio de su soberanía.

Esta asociación tan decidida entre los atributos de libertad e independencia y la condición de nación o persona moral con capacidad para manejarse por sí misma en el espacio de las nationes no era sino una traslación conceptual desde el ius civile. Ese sustrato esencial del derecho moderno al que normalmente se alude simplemente como "derecho" o, en la medida en que se fue nacionalizando en el siglo XVIII, "derecho público" de tal o cual nación utilizó reiteradamente esa misma fórmula para referirse a las personas que no estaban constituidas en una u otra forma de dependencia. Ramón Lázaro de Dou i Bassols, futuro primer presidente de las Cortes de Cádiz, así lo explicaba en su manual de derecho público español: "padre de familias se entiende la persona que, sobre ser libre, no está sujeta ni dependiente de patria potestad [...]. Cualquiera persona puesta en estas circunstancias es cabeza de su familia, esto es, en su familia no reconoce superior con patria potestad".3

Esta fórmula, que repite insistentemente la doctrina jurídica moderna, sirvió, por tanto, para definir a la persona que constituía a un varón en caput familiae y, de la misma manera, a la persona moral que constituía a una sociedad de "hombres libres" en una nación. Como Hugo Grocio ya afirmara insistentemente [De Iure Belli], el iusgentium no podía entenderse como un derecho normativo, es decir, como emanaciones legales de una autoridad revestida de la auctoritas necesaria para ello, sino como una serie de preceptos deducidos directamente del ius naturae, es decir, de los principios esenciales de todo derecho que formaban, como la naturaleza, parte de la Creación. El de gentes era por lo tanto el derecho de las sociedades (civitates) que regulaba las relaciones entre "muchos pueblos y sus reyes" y que se fundamentaba en tres fuentes: la naturaleza, la costumbre y el pacto.4

Siguiendo lo que se entendía como una traslación de hechos naturales, tanto el ius civile como el ius gentium integraron dos preceptos que nos interesa recordar. Primero, que el ordo universalis radicaba, por lo que hacía al poder civilis sive politicum, en un equilibrio jerarquizado de potestades que podían establecerse en el orden civil y en el de gentes sobre la base de un sistema de dependencias: "Así, la potestad regia tiene debajo de sí ya a la potestad patria ya a la señorial; así es mayor el dominio del rey sobre las cosas de los particulares en orden al bien común que de cada uno de los dueños".5 Segundo, que estas situaciones y relaciones entre potestades solamente podían establecerse entre personas emancipadas, las únicas que podían encarnarlas. El estatuto de emancipado era, por tanto, la condición primera para el ejercicio de cualquier potestad, empezando por la patriae potestatis hasta llegar a las más altas jerarquías.6 No es en absoluto casual que filósofos como Locke o Beccaria insistieran mucho en vincular la desaparición del dominio paterno con el cumplimiento de una determinada edad (21 años). No era esta la concepción habitual sino que, por el contrario, era más común la idea de que la "edad adulta" o mayoría se alcanzaba no solo por evolución biológica sino, ante todo, por adquisición de estatus. Así, la doctrina jurídica tradicional sostuvo que la adquisición de los atributos de libertad e independencia no derivaba del cumplimiento de una determinada edad sino del hecho de la emancipación. Significando literalmente la salida del poder o dominio del padre abandonar la mancipium, todo lo que domina la mano del pater familias la emancipación era un hecho en el que la edad era solo uno de los factores. Como la doctrina repite al tratar esta cuestión, cabía perfectamente que siguiera siendo sometido al mancipium esto es, literalmente, que siguiera de la mano del pater familias alguien que biológicamente fuera ya abuelo. Aunque estaba descrito el disenso y los casos extraordinarios en que podía darse una emancipación forzada sumamente interesantes como veremos para interpretar la situación americana a comienzos del siglo XIX la misma doctrina insistía mucho en la preferencia por la emancipación producto de una recta prudencia por parte del pater familias.

En buena medida, lo que hizo el iusgentium fue trasladar esta doctrina al espacio de las naciones. La metáfora jurídica consistió en figurar a los soberanos como padres de familia y sus posesiones como su familia, su gens. De hecho, como es bien sabido, buena parte de los apelativos para referirse a los monarcas hacían referencia a esta relación doméstica y económica: padre de su reino, arquitecto, jefe, pastor de la sociedad. Hasta 1776 en el hemisferio occidental y desde 1811 en el espacio de la monarquía española la diferencia más notable entre las previsiones del ius civile y del iusgentium consistió en el hecho de que la emancipación no estaba prevista en el caso de las naciones como un hecho generacional. No es casual que los tratados de derecho de gentes previos al período de las revoluciones atlánticas no se detengan en el punto de la independencia y la emancipación, pues no se preveía que tal cosa llegara a suceder.

Sí lo era, y fue un motivo central para esa doctrina, que una nación entrara por diferentes motivos en dependencia de otra. Aunque no era un supuesto corriente, sino más bien extraordinario, si esto llegaba a ocurrir que otra nación lograra imponer su voluntad sobre el modo en que un Estado soberano debía actuar en el escenario de las naciones libres e independientes significaba que tal sujeto dejaba por lo mismo de ser considerado nación. Podía entonces pasar a otras categorías que también agrupaban sociedades humanas, como las colonias, las factorías o diferentes formas de dependencias. Había sido siempre cuestión, y lo seguirá siendo historiográficamente hasta hoy, si los dominios españoles en América eran o no territorios de esa especie dependiente o simplemente otras provincias de la monarquía situadas al otro lado del mar. Veremos enseguida que en la determinación de ese estatuto estuvo centrada buena parte de la discusión sobre los efectos de la emancipación.

Sin embargo, lo que sí fue seguro desde el 20 de mayo de 1808 para todos los españoles fue que la propia España había alterado su estatuto en el espacio del ius gentium. El emperador de los franceses lo hizo saber públicamente al hacer publicar en la Gaceta de ese día un decreto de Carlos IV del día 8 de mayo en el que anunciaba la decisión de ceder a su "aliado y caro amigo [.] todos mis derechos sobre España e Indias". A partir de ese momento se abría una situación inédita en la historia de la monarquía: la pérdida de su propia independencia, que requirió también un esfuerzo interpretativo para el que las herramientas que ofrecían el derecho civil y el de gentes se revelaron especialmente eficaces, tanto en 1808 como posteriormente en las distintas crisis de independencia que surgieron por toda la monarquía, para quienes quisieron limitar los efectos emancipadores de la crisis monárquica. Sin embargo, quienes consideraron que esa crisis había de implicar necesariamente una variación sustancial del gobierno se sirvieron de esa cultura jurídica para producir un artefacto jurídicopolítico nuevo, la constitución.

Emancipación y constitución: interpretaciones de una realidad compleja

Desde que se supo en toda la monarquía de la cesión irregular hecha por Carlos IV y reconocida por su hijo Fernando, se tuvo también conciencia de que la operación de mediatización dinástica implicaba una alteración sustancial de la posición de la monarquía española en el contexto internacional. No casualmente es uno de los puntos en que se detiene el informe que elaboró el Consejo de Castilla después de haber aprobado inicialmente todo lo hecho por Napoleón, señalando que lo obrado desde las renuncias de Bayona hasta la aprobación de la constitución elaborada en la misma ciudad francesa implicaba una literal sumisión de España que la colocaba en la posición de un virreinato del imperio francés.7

No es que la situación creada fuera del todo imprevisible, pues ya varios autores habían venido señalando incluso la necesidad de someter a tutela a esa extraña monarquía, tan gigantesca como mal gobernada. Los teóricos del comercio, por su parte, también habían advertido que, de hecho, en ese ámbito España era ya una dependencia de Europa incapaz de atender la demanda siquiera de sus propios dominios. Sin embargo, como también se apresuraron a hacer notar los muchos escritores que aprovecharon la libertad de imprenta que de hecho se estableció en los primeros meses de la crisis, las renuncias de la familia real española, por muchos motivos, abrían una situación totalmente inédita hasta entonces.

En aquella literatura, producida mayoritariamente en formato menor folletos, hojas volantes e incipiente prensa política se fueron decantando dos formas bien diferenciadas de interpretar la situación generada en mayo, sobre todo a medida que la crisis avanzó hacia algo más que una crisis dinástica por la resistencia de una parte significativa del país a la mediatización dinástica. Por un lado, cabía plantear la resistencia a la nueva dinastía como acto de defensa de la independencia de la monarquía en calidad de sujeto del derecho de gentes. La conocida arenga de Antonio de Capmany, Centinela contra franceses (1808), está escrita desde el punto de vista que contemplaba a la nación española como un sujeto histórico que, con armas y palabras, se defendía de un sometimiento a tutela no consentida. Por otro lado, como se expresó en el diario El Semanario Patriótico y como defendieron algunos de los diputados de la Junta Central en abril de 1809, podía entenderse que el momento no solo era de defensa de la independencia de la monarquía como sujeto con pie propio en el espacio de las naciones sino también de emancipación de los propios españoles, como nación, respecto de la tutela y el gobierno doméstico de sus reyes. La primera de estas interpretaciones buscaba una independencia restauradora mientras que la segunda quería aprovechar el viaje para proceder también a una reforma en profundidad del gobierno de la monarquía.

Fue en esta diferente apreciación de la crisis y de su significado que comenzaron a fraguar diferencias entre moderados y reformistas, es decir, las familias ideológicas que se conocerán como progresistas y moderados en España y como liberales y conservadores en Amé rica. Las diferencias tuvieron bastante que ver con el modo en que se encajaban ambos elementos presentes en la crisis hispana desde 1808 y hasta 1826: la emancipación y la reforma constitucional, lo que entonces muy habitualmente se llamó revolución. En el caso de la monarquía hispana esa relación dialéctica se complicó, además, por el hecho de que ambos procesos, de emancipación y de revolución, se multiplicaron extraordinariamente realimentando con ello los discursos y las interpretaciones al respecto.

"La autoridad paterna y el gobierno patriarcal [.] no tiene semejanza ni coneXIón esencial con la autoridad política, ni con la monarquía absoluta, ni con algunas de las formas legítimas de gobierno adoptadas por las naciones en diferentes edades y tiempos." Reflexionaba así Francisco Martínez Marina cuando escribía su Teoría de las Cortes en los años de la crisis. Uno de sus puntos básicos, tanto que le dedica el discurso preliminar, consistía en mostrar que derivaban de la ley divina y natural por tanto previa a cualquier ley positiva "la libertad e independencia de las criaturas racionales".8 Su filosofía política, por tanto, postulaba un gobierno fundamentado sobre el "consentimiento de la sociedad" y no sobre la transmisión de un poder paternal derivado de Adán. Refiriéndose expresamente a Robert Filmer, Martínez Marina marcaba las distancias entre un poder, el del pater familias, fundado en el derecho de tutela, y otro poder, el político, derivado de la necesidad y los "pactos y convenciones".

No es en absoluto casual que el filósofo moderno que más inspiraba a Martínez Marina fuera John Locke. Recuérdese que su ensayo sobre el gobierno civil había surgido como una respuesta a la equiparación por parte de John Filmer entre el poder monárquico y la patria potestad. Rebatiendo esta posición comenzaba el primer libro de esta obra mientras que en el segundo, al explicar la conformación de la sociedad y el Estado (la commonwealth) introducía un capítulo, el sexto, dedicado a recolocar el poder paternal en términos estrictamente naturales como un po der derivado de la obligación de cuidar de su descendencia, poder que se extingue, según Locke, con el acceso a determinada razón y edad del hijo. Es esta una de las aportaciones más sustanciales de Locke puesto que deliberadamente rompía con la tradición de la emancipatio para explicar el alcance de la patria potestas. Esta se entiende entonces no solamente temporal sino sobre todo limitada por la razón y la consiguiente libertad y autodominio del hijo. No había, para Locke, estatus que determinara el tránsito de la dependencia paterna a la independencia, sino simplemente la adquisición de condiciones de razón y edad, que está fijada ya en una concreta, 21 años.

Martínez Marina retomaba en el mencionado texto introductorio a su Teoría de las Cortes uno de los argumentos más audaces de uno de los autores que más influyeron en el pensamiento ilustrado reformador español y que ofrecía la coneXIón con el pensamiento del filósofo inglés, el marqués de Beccaria. En su Tratado de los delitos y de las penas (1764), traducido al español en 1774 con el apoyo explícito de Campomanes, presidente entonces de la Real Academia de la Historia, había contrapuesto las "repúblicas de hombres" a las "repúblicas de familias". En las primeras "la familia no es una subordinación de mando, sino de contrato" y estaba perfectamente prevista la emancipación. En las segundas los hijos quedaban siempre a "la discreción de los padres". Beccaria insistiría en señalar la contradicción entre una "Moral Doméstica" y otra pública, advirtiendo de la necesidad, por lo tanto, de separar ambos ámbitos.9

Eran, las de Beccaria y Martínez Marina, trazas de un pensamiento ilustrado católico que, sin embargo, intuyó la necesidad de deslindar los espacios doméstico y político en beneficio de la eclosión de un ciudadano que fuera "libre e independiente", es decir, emancipado. Aunque bien alejada de la idea de una emancipación individual en todas sus dimensiones la religiosa, para empezar, esta aproXImación a la comprensión del orden social y político permitió en la crisis de la monarquía española postular la necesidad de una reforma en profundidad del gobierno de la misma que comenzara por establecer la emancipación, es decir, la libertad y la independencia, de aquellos sujetos llamados a operar en el ámbito de la política y de la representación, es decir, los padres de familia vecinos de las parroquias que conformaban los municipios, las provincias y la nación.

La propuesta de utilizar el momento de crisis para provocar una ampliación de la emancipación con efectos sociales es, quizás, uno de los aspectos que más decididamente marcó diferencias de fondo relevantes entre el pensamiento reformista y el conservador en estos momentos de transformaciones imperiales en el Atlántico hispano. Bien fuera desde una posición más francamente cercana al experimento constitucional de 17891791 en Francia, bien desde posturas más integradas en una tradición de pensamiento propio, lo cierto es que en el escenario de la crisis afloraron distintas propuestas de extensión del momento de la emancipación, no solo a las naciones sino también a los vecinos.

Todo ello confluyó en las décadas finales del siglo XVIII en un momento de asimilación y reinterpretación de la modernidad muy a la medida de la Weltanschauung católica. Trazas claras de ese proceso pueden encontrarse circulando por el Atlántico hispano en esas décadas. Sirva como ejemplo la obra del ilustrado alavés Valentín de Foronda, Cartas sobre los asuntos más exquisitos de la economía política (1789) en la que hay ya una clara asunción del mensaje de fondo de la nueva filosofía moral y de la economía política que derivarán hacia el constitucionalismo: "Lo primero que aconsejo a Vmd. es que reconcentre toda su atención para penetrarse de la verdad más importante, cual es que los derechos de propiedad, libertad y seguridad son los tres manantiales de la felicidad de todos los Estados".10 Esta obra servirá para argumentar la defensa del neogranadino Antonio Nariño al enfrentar la acusación de haber traducido en 1793 la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano donde, precisamente y formando cuerpo de la constitución de 1791, se había trasladado el principio enunciado por Foronda. La cercanía de este caso con la conspiración de La Guaira de 1797, de nuevo mediando una traducción de declaración de derechos, en esta oportunidad de la de 1793 y debida a un conspirador atlántico, Juan Picornell, muestran cómo en el momento previo a la crisis de la monarquía en 1808 estaba en marcha un proceso de asimilación de algunos de los mensajes esenciales de la modernidad.

Todas estas coneXIones llegan al momento del primer constitucionalismo volcándose, por un lado, en publicaciones radicales como El Robespierre Español o, en un tono crecientemente republicano, en los textos de Mariano Moreno.11 Sin embargo, creo que más relevancia y recorrido tuvo un pensamiento que trató de evangelizar la teoría de los derechos y de la libertad civil que debían rodear a un vecino, cabeza de familia, emancipado políticamente aunque no necesariamente en otros aspectos y que, como tal sujeto libre e independiente, debía concurrir a la conformación del bien común mediante la representación. El evangelio en triunfo del peruano Pablo de Olavide, el Eusebio del valenciano Pedro Montegón, El triunfo de la verdad sobre el despotismo, del venezolano Juan Germán Roscio, o el citado Discurso sobre el origen de la monarquía, del asturiano Martínez Marina, son solo jalones de una forma de pensamiento esparcido por la compleja geografía española del momento y que hizo de una determinada lectura evangélica la fuente de filosofía política esencial para sostener la centralidad para el orden político de la libertad civil y de la independencia basada en los derechos de propiedad. Dicho de otro modo, fue por esta vía de relectura evangélica que se produjo el acercamiento más visible entre la filosofía moral moderna y la cultura católica.12

Emancipación sin revolución

Sin embargo, la emancipación no necesariamente se relacionó con un proceso que tuviera que ver simultáneamente con el cuerpo político y con los vecinos cabeza de familia que lo componían. El pensamiento más conservador aceptó lo primero sin dar consecuencia a lo segundo. La emancipación nacional, la del cuerpo político, podía ser conveniente, según este pensamiento, en la medida en que permitía la preservación de un orden social que no debía verse alterado y en el que, desde luego, no entraba como fundamento del mismo la emancipación de los vecinos. El conocido texto de Antonio Capmany antes referido marcó una pauta bien notable en este sentido en el momento del inicio de la crisis y referido a la monarquía española y la pretendida sumisión a la tutela de Francia. El catalán pedía a la nación española, entendida como un sujeto histórico, una acción colectiva de emancipación, pero con la misma tenacidad rechazó luego, en las Cortes, cualquier posibilidad de que la misma emancipación se extendiera a los vecinos que componían esa nación, prefiriendo siempre asentar formas de representación corporativa como había deducido de sus análisis sobre el constitucionalismo histórico español.13

En el momento en que la crisis española derivó hacia una crisis constitucional que debía resolverse en el congreso de las Cortes de Cádiz, la concepción de la emancipación que se impuso fue la que relacionó emancipación y reforma, es decir, que en Cádiz se trataron de aunar la emancipación de la nación y la de los vecinos padres de familia, ambos considerados a esos efectos sujetos libres e independientes. Se trataba de una propuesta constitucional, como la historiografía ha estudiado ya detalladamente, que se propagó simultáneamente por diferentes lugares del Atlántico hispano.

Fue después de la experiencia de las guerras napoleónicas y en el contexto de la Europa de la Restauración que la perspectiva moderada de la emancipación fue ganando terreno. Es en esos momentos muy relevante el hecho de la declaración de Tucumán por ser la primera que se produjo en el nuevo escenario. El lenguaje del congreso rioplatense es el propio de un acto de emancipación: "el clamor del territorio entero por su emancipación solemne del poder despótico de los reyes de España".14 Con ello, se estaba aludiendo a un proceso de liberación de la patria potestad monárquica que encuentra justificación no solamente en el acto revolucionario de romper amarras con la monarquía sino también en los mismos supuestos del derecho vigente. Téngase presente que ese derecho tenía previsto que pudieran ocurrir casos de emancipación fuera de lo regular, que consistía en la prudencia del padre que viendo al hijo ya en situación de generar su propio estatus de pater familias consintiera en ello de manera natural. Uno de esos casos extraordinarios era, precisamente, el que derivaba de actuaciones asimilables al despotismo:

Aunque por lo común no pueda ser obligado el padre a emancipar al hijo porque la patria potestad a manera de dominio no se pierde sino por la enajenación o abdicación voluntaria, no obstante esta regla padece algunas excepciones. Primera, si el padre castiga al hijo cruelmente y sin aquella piedad y amor que es natural [...]. Cuarta, cuando consume y malgasta los bienes de su entenado que hubiese adoptado con aquella especie de adopción que se llama arrogación.15

Con el congreso rioplatense reinstalado en Buenos Aires, se procedió en 1817 a dar una explicación pormenorizada de los motivos de la declaración de Tucumán. El encargado de su redacción, el deán Gregorio Funes, es un personaje de especial significación para esta cultura de la emancipación no revolucionaria. Precisamente él tuvo una mano muy destacada en la redacción del manifiesto con el que el congreso presentó ante las demás naciones a la nueva formada por las Provincias Unidas.16 La opción retórica de este texto se mueve entre el lenguaje jurídico tradicional y el formato de la declaración norteamericana de 1776. Como esta última, tiene el empeño de mostrar a otras naciones que su acto de independencia no debe equipararse con la rebelión sino con la justa resistencia al gobierno despótico y opresor.

Al hacerlo, sin embargo, cuida bien poner de relieve aquellos motivos que en el derecho civil justificaban y legitimaban una emancipación de hecho: abandono y miseria, descuido de instrucción, negación de la capacidad de mejora mediante el comercio y la industria. Lejos de una tutela efectiva, España había hecho que "prevaleciese en América la degradación de sus naturales". Tampoco había tenido en cuenta el hecho de que aquellas sociedades habían madurado y requerían ya tener parte por sí mismas en las labores de gobierno de la monarquía.

Nosotros afirma el manifiesto no teníamos influencia alguna directa ni indirecta en nuestra legislación; ella se formaba en España sin que se nos concediera el derecho de enviar procuradores para asentir a su formación y representar lo conveniente, como lo tenían las ciudades de España.17

El autogobierno vino por la vía de facto, porque tras las invasiones inglesas y la crisis de la monarquía las Provincias se habían encontrado "en orfandad". Fue la ausencia del reypadre la que motivó que las Provincias comenzaran a autotutelarse "levantando un Argos que velase sobre su seguridad". Cuando el rey regresó no fue ya sino para mostrar la peor faz de un poder doméstico arbitrario y despótico que justificaba plenamente el acto de emancipación del año anterior.

Estamos ante un lenguaje de emancipación que quiere mostrarse escrupuloso con el argumento legal, lejos ya del planteamiento revolucionario de Mariano Moreno, por ejemplo. El ambiente intelectual que representaba el propio Funes era propicio para este planteamiento. No es casual en absoluto que un discípulo suyo, Pedro Ignacio de Castro Barros, intentara entonces la publicación llevada a cabo en 1822 de los Apuntes para una reforma de la monarquía de Victorián de Villava, el fiscal de la audiencia de Charcas que había criticado duramente el sistema de trabajo compulsivo en la minería potosina a fines de la anterior centuria. El texto de Villava se abría con una advertencia clara de que una reforma del gobierno de América en el sentido de dar mayor capacidad de autogestión a sus provincias era lo único que podía evitar una revolución.18 Ese era entonces el mensaje que podía resultar valioso para esta forma de entender la emancipación: evitar la revolución.

Si hubo un autor que proveyó de munición discursiva a estas posiciones fue el prelado francés Domingo Dufour de Pradt, uno de esos raros casos de supervivencia a la radicalización jacobina y al imperio napoleónico. Desde la época de los Estados Generales había estado activo en política, tomando partido por las posiciones más conservadoras de la corte de Versalles. Cuando se llevó bien con Napoleón estuvo presente en la tragicomedia de Bayona y cuando se llevó mal emigró a su destino eclesiástico y esperó el regreso de los Borbones. Fue luego compañero de asiento de Benjamin Constant en la cámara baja durante la Restauración y, sobre todo, durante casi toda su vida un incansable escritor. Capaz de opinar casi sobre cualquier cosa, De Pradt tuvo dos momentos literarios interesantes para nosotros. En 1801 publicó un tratado sobre las colonias que quería ser la versión actualizada de la muy influyente obra de otro abate, Guillaume Thomas de Raynal. Retomó este interés por la historia colonial en 1817, al hilo de los efectos de las revoluciones de independencia de la América española que parecían entrar definitivamente en una ruta de no retorno desde la declaración de Tucumán. Aunque falta, sin duda, un estudio actualizado, la historiografía ha sabido percibir la enorme influencia que De Pradt tuvo entre los intelectuales de variado signo ideológico en América y en España, tanto que se convirtió en la típica cita de autoridad con que se quería siempre dar crédito a alguna afirmación.19 No es que De Pradt destaque por un pensamiento innovador, ni tan siquiera profundo, pues era más bien lo que hoy diríamos un formador de opinión.20 El suyo no es un pensamiento sutil, como el de Joseph de Maistre, por ejemplo, pero sí resultó de una enorme utilidad para encauzar el proceso de desarticulación imperial en el Atlántico por una vía moderada. Es un error pensar que el pensamiento conservador en cualquiera de sus formas (contrarrevolucionario, antimoderno o conservador) era contrario a ese proceso de tránsito de imperios a naciones. Recuérdese que Edmund Burke fue un ardiente defensor de los derechos de los colonos británicos de América del Norte. Lo que esa veta de pensamiento político buscaba era la desagregación entre emancipación y revolución. En buena medida, los textos de De Pradt indagaron en esa línea.

Motivaba al abate francés a escribir sobre América la percepción de que después de 1811 y a la altura del inicio de la Restauración se estaba produciendo de una manera bastante evidente la alteración más importante en el orden internacional del hemisferio occidental. Como afirmó en varias ocasiones, la estabilidad de ese orden dependía entonces casi exclusivamente de lo que ocurriera en la América española. La preocupación de De Pradt, por lo tanto, no era la justicia de las pretensiones emancipatorias de América sino el hecho de que toda esa masa de dominios europeos al otro lado del mar pudiera salirse del orden marcado por el ius gentium.

Retomando el texto que publicara al inicio del siglo sobre las edades de las colonias, el abate francés centraba su argumentación en los hechos ya consumados para 1816 de la independencia de América del Norte y Santo Domingo, del estado de abierta insurrección en los dominios españoles y la sucesiva apropiación por parte de Inglaterra de las ventajas comerciales. Aunque en la época no faltaron quienes descalificaron la obra de De Pradt por entender que era abiertamente partidario de la independencia de las colonias, lo cierto es que lo fue únicamente como una forma de evitar la revolución. Cuando en 1822 se dirija a las Cortes españolas para proponer sus ideas sobre América, lo que aconsejará será que España busque la forma de organizar una "emancipation légale du continent americain".21 Esa era la perspectiva del publicista francés: lograr que la independencia de las colonias no se tradujera en un momento revolucionario, para lo que el lenguaje de la emancipación volvía a ser de enorme utilidad.

Su punto de arranque no podía ser más colonial:

Las colonias, sea por el campo que presentan, sea por las inmensas ocupaciones a que se prestan, son muy a propósito para venir al socorro de la Europa suministrándola los medios que faltan en su seno para sostener una parte de su propia familia.22

Justamente por adoptar una perspectiva colonial respecto de América es por lo que proponía, por una parte, constatar la evidencia de una separación inminente de esos territorios formando nuevas soberanías y, por otra, procurar que ese fenómeno no conllevara la desarticulación de la relación colonial. Esta debería seguir pero no fundamentándose en el control de la soberanía, sino del comercio. Es ahí donde entraba la teoría de la emancipación.

No tenía sentido ya, por tanto, "investigar los derechos de la Europa a estas tomas de posesión [...] ni subir al origen de estas nuevas propiedades". Si las colonias debían considerarse en su origen como "heredades" de Europa, en su evolución habían mudado esa naturaleza.23 Fueron los europeos de la edad moderna, defiende, quienes inventaron un nuevo colonialismo desconocido de los antiguos y que consistía en el control del dominio y la soberanía. A diferencia de las colonias antiguas, que se entendían siempre emancipadas, fue Europa la que desarrolló colonias sometidas a un régimen familiar de dependencia respecto de las metrópolis monárquicas.

Este era el punto decisivo en el argumento de De Pradt pues permitía entonces un trasvase de toda la teoría jurídica sobre la emancipación:

Las colonias, como los individuos de toda especie, pasan por edades diferentes cuyas graduaciones interesa a la metrópoli mucho seguir para arreglar según ellas su modo de conducirse. Mas la edad, en lenguaje colonial, no es solamente medida de tiempo y de duración sino de fuerza y virilidad.

El momento marcado por las declaraciones de independencia que iban desde 1776 a 1816, desde los Estados Unidos hasta el Río de la Plata, debía entenderse como el del acceso a la "edad viril" de las colonias, con una consecuencia inevitable: "se ha roto el estado de familia.".24 Pero ello no tenía que significar de suyo que se produjera una alteración radical en el orden internacional basado en el colonialismo, únicamente tenía que cambiar de fundamento.

Las colonias recordaba De Pradt en este punto no existen sino para producir y no producen sino para tener medios de consumir: he aquí su naturaleza, su objeto, su condición y su destino indefectibles. Las colonias no son fuerza política sino heredades productoras que se prometen cambiar sus frutos por los consumos que pueden recibir de la metrópoli.

Su preferencia por el sistema colonial británico se justificaba precisamente en este punto, pues observaba en él una disociación entre comercio y soberanía que podía servir de modelo a Europa para mantener su posición hegemónica:

Las metrópolis han tenido interés en la posesión de las colonias durante todo el tiempo de su juventud; al presente no tienen interés sino en comerciar con ellas y a aumentar su prosperidad.25

Es así que en este tratado que será referencia casi obligada en los debates sobre el estatuto de América en el escenario del ius gentium hasta la consolidación de los estados propios la cuestión de la independencia podía reducirse de su naturaleza política a un hecho natural.

La cuestión sobre la independencia concluía una de sus máXImas no es una cuestión de orden político sino de orden natural. La independencia de las colonias no es más que la declaración de su mayoría de edad.26

Para el pensamiento conservador podía estar aquí una de las claves de interpretación de la desarticulación imperial española en la América continental. Frente a las propuestas más reformistas y revolucionarias que en el primer constitucionalismo habían tendido a vincular la emancipación no solamente con la nación sino también con otros sujetos, especialmente el vecino padre de familia, lo que aquí se proponía era disociar ambos procesos. En la misma línea de pensadores, como Manuel de la Bárcena en México o Gregorio Funes en el Río de la Plata, se trataba, en definitiva, de procurar una emancipación sin revolución.

 

1 Emmerich de Vattel, Derecho de gentes o principios de la ley natural aplicados a la conducta y los negocios de las naciones y los soberanos [1756], París, Lecointe, 1836, preliminares, p. 41.

2 Ibid., p. 51.

3 Ramón Lázaro de Dou i Bassols, Instituciones de derecho público general de España con noticia del particular de Cataluña y de las principales reglas de gobierno en cualquier Estado, Madrid, Imprenta Real, 1800, Lib. I, tit. III, cap. III.

4 Hugo Grocio, Del derecho de la guerra y la paz [1625], Madrid, Reus, 1923, prolegómenos.

5 Ibid., Lib. i, cap. I, VI.

6 Explicaciones más pormenorizadas pueden seguirse en Marta Llorente y Jesús Vallejo (eds.), Manual de Historia del Derecho, Valencia, Tirant lo Blanc, 2010.

7 Un análisis de la documentación al respecto en José M. Portillo, "‘Napoleón en Chamartín': mediatización y absorción imperial de la monarquía española", Rivista Storica Italiana, vol. 122, nº 2, 2010, pp. 576-605.

8 Francisco Martínez Marina, Discurso sobre el origen de la monarquía y sobre la naturaleza del gobierno español para servir de introducción a la obra Teoría de las Cortes, Madrid, Collado, 1813, pp. 910 y 22.

9 Cesare Beccaria, Tratado de los delitos y de las penas, Madrid, Villalpando, 1821, cap. XXVI.

10 Valentín de Foronda, Cartas sobre los asuntos más exquisitos de la economíapolítica y sobre las leyes criminales, Madrid, González, 1789, p. 6.

11 Aunque manteniendo una homeopática dosis de fidelidad fernandina, los textos de Moreno en la Gaceta apuntaban sin distracción a la superación de una forma de soberanía y el establecimiento de otra: "Aun los que confunden la soberanía con la persona del monarca, deben convencerse que la reunión de los pueblos no puede tener el pequeño objeto de nombrar gobernantes sin el establecimiento de una constitución por donde se rijan" (13 noviembre de 1810), en Noemí Goldman, Historia y lenguaje. Los discursos de la revolución de Mayo [1992], Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 2000, p. 109.

12 Julián Viejo Yharrassarry y José María Portillo Valdés, "Un buen amor propio. Aceptación católica de una sociedad comercial en la monarquía hispánica del siglo XVIII", Espacio, Tiempo, Forma, nº 26, 2013, pp. 127143; Julián Viejo Yharrassarry, "Usar bien de las pasiones. Amor propio, pasiones e interés en la monarquía hispana a finales del siglo XVIII", Espacio, Tiempo, Forma, nº 25, 2012, pp. 255273.

13 Antonio de Capmany, Práctica y estilo de celebrar Cortes en el reino de Aragón, principado de Cataluña y una noticia de las de Castilla y Navarra, Madrid, 1821.

14 Acta de independencia de las Provincias Unidas en SudAmérica, San Miguel de Tucumán, 9 de julio de 1816.

15  José María Álvarez, Instituciones del derecho real de Castilla e Indias, México, 1826. Se trata de un manual muy usado en el momento mismo de las independencias americanas y publicado originalmente en Guatemala en 1818. Álvarez era profesor de instituta de la universidad San Carlos de Guatemala.

16  "Manifiesto que hace a las naciones el Congreso General de las Provincias Unidas en Sud América sobre el tratamiento y crueldades que han sufrido de los españoles y motivado la declaración de su independencia" (25 de octubre de 1817), en Constitución de las Provincias de Sud América sancionada y mandada publicar por el Soberano Congreso Constituyente en 22 de abril de 1819, Buenos Aires, Imprenta de la Independencia, 1819.

17 Ibid.

18 El texto que publicó en Córdoba en 1822 Castro Barros es el que utilizó Ricardo Levene para su edición de 1946. Para una edición más reciente, véase José M. Portillo, La vida atlántica de Victorián de Villava, Madrid, Mapfre/Doce Calles, 2009.

19  Manuel Aguirre, El abate De Pradt en la emancipación hispanoamericana (1800-1830), Caracas, Universidad Católica Andrés Bello, 1983 [1941]; Guadalupe Jiménez Codinach, México en 1821: Dominique de Pradt y el Plan de Iguala, México, El Caballito, 1982; Marie-Cécile Benassy-Berling, "Notes sur quelques aspects de la vision de l'Amerique Hispanique en France pendant la première moitié du XIXème siècle", Caravelle, nº 58, 1992, pp. 39-48.

20  Así fue recibida de hecho su primera obra sobre el tema: Réflexions sur les trois âges des colonies de M. de Pradt exdéputé de la Assemblée constituante, París, Loccard fils, s.f.

21 M. de Pradt, Examen du plan présenté au Cortes por la reconnaissance de l'indépendance de l'Amérique espagnole, París, Bechet Aines, 1822, p. 3.

22  M. de Pradt, De las colonias y del estado actual de la América, Burdeos, Pinard, 1817, I, pp. XVIXVII.

23  Ibid., I, p. 9.

24 Ibid., I, pp. 174-175.

25 Ibid., I, pp. 181 y 186.

26 Ibid., I, p. 189.

 

Bibliografía

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