1. El florilegio temático de la “introducción” a Estratos del tiempo y sus partes en barbecho
No es baladí el hecho (desafortunado para unos y afortunado para otros)1 de que la edición castellana de Zeitschichten no fuera completa y dejara inéditos en esa lengua capítulos capitales del libro, amén del escueto Prólogo (Vorwort) y la más extensa y densa Introducción (Einleitung). Con una sarcástica cuña afrontaba Julio Cortázar la tarea que le encomendaron de redactar el prólogo a la edición en español de una novela de Dickens. En su preludio recordaba una aparente perogrullada sobre los denostados exordios en general: “Un prólogo es algo que se escribe después, se pone antes, y no se lee ni antes ni después”.2 Contrasta esta opinión tan difundida entre nosotros con el aura indubitable de prólogos e introducciones en textos clásicos muy estimados por Reinhart Koselleck: los de la Crítica de la Razón pura de Kant o los que insertó Lessing en La educación del género humano y en los Diálogos para francmasones. Para él tampoco son ni fútiles ni superfluos y por eso resulta muy pertinente la propuesta de la revista Prismas de enmendar el dislate de la editorial Paidós y colmar en parte esa laguna.
El mencionado “Prólogo” a la versión original alemana (2000) de Estratos del tiempo. Estudios sobre la Histórica (y preterido en la española) pergeña un ambicioso plan que incluía la futura publicación de otros dos volúmenes. Su repentina muerte lo abortó, o al menos lo delegó en manos de sus albaceas. La prioridad del publicado en vida, primus inter pares y nexo sistemático de ensayos surgidos a lo largo de tres décadas, residía en que encaraba el tema por excelencia de su obra, una teoría de las estructuras temporales de las historias humanas, de sus experiencias y de sus relatos, y en que allanaba el camino a los dos siguientes volúmenes, el dedicado a la “teoría y praxis de la historia conceptual”, aparecido con el título Historias de conceptos (2006), y los “estudios historiográficos sobre la historia de la perCEPCión (Wahrnehmung)”, que se distribuirá en varios libros.3 En la “Introducción” anuncia que todos sus trabajos relativos a la historia conceptual, a la historiografía o a la historia social verán la luz en una edición separada y aquí pasan a un segundo plano en favor de los artículos que descubren primordialmente líneas de fuga asociadas a la teoría del tiempo.4 El entrelazamiento de los tres (o más) volúmenes se evidencia en que el primero anticipa el rumbo de los que debían seguirle. La semántica histórica no se agota en una filología para su disciplina, en una lexicografía para las ciencias humanas y sociales o en un diccionario multiusos, sino que la meta a la que apunta estriba en la tentativa de escanciar las condiciones de posibilidad de historias, una Histórica -allende el escorzo metodológico que le dio Droysen y con una frondosa textura antropológica,5 epistemológica y crítico-ideológica- que no solo alberga un diagnóstico de la modernidad y de nuestro presente, tributario del patrimonio semántico incubado entre 1750 y 1850, sino asimismo un potencial predictivo del porvenir. Ello ya se barruntaba en su espléndido libro Futuro pasado (1979), con una a veces precaria traducción al castellano. Una puesta al día de tal repertorio conceptual (sazonada con un reciclaje categorial y metódico), concentrada en el siglo XX, es alentada ahora por el Centro Leibniz de investigación literaria y cultural de Berlín.6
Una bifurcación de ese último tramo inédito de su programa, historia de la perCEPCión sensu lato, ha recibido diversos nombres: estética o sensibilidad política, semiótica de lo visual o de lo inefable (por contraposición a la semiótica terminológica o conceptual), iconografía, iconología, icónica..., y, aun de manera inconclusa, prodigó sus incursiones en ese campo, todavía por roturar, especialmente en sus años postreros, si bien lo venía cultivando desde la agitada década de 1960. La relevancia de la “Introducción” consiste en que constituye un completo florilegio temático, implícito o explícito, de las cuestiones que interesaron a su autor desde sus inicios, con los embates contra el utopismo bajo el embrujo de Carl Schmitt y el bagaje de un soldado retornado coetáneo de sistemas totalitarios, hasta el final, con las aproximaciones a la estética de la memoria, la crítica de las ideologías y la teoría de los tiempos históricos, por ejemplo, aunque todas ellas impregnaron y atravesaron, apenas sin resuello, la biografía intelectual del autor. Se trata de un registro tentativo de ítems que se desliza entre los intersticios de los cuatro grandes apartados en que se divide la colección de ensayos agrupados bajo el rótulo Estratos del tiempo. El subtítulo tampoco es trivial -aunque de nuevo hay que deplorar su poco feliz traducción, Estudios sobre la historia, tropezando con la misma piedra que lo hacía la versión en la misma editorial de pasajes cruciales de Futuro pasado, que no atinaba a deslindar historia (o método histórico) e Histórica (Historik),7 laminando así el calado doctrinal del proyecto koselleckiano y drenando uno de sus mayores afanes, como refleja su artículo “Sobre la necesidad teórica de la ciencia histórica” -recogido en ese libro- y el propio perfil de su cátedra: Teoría de la historia, una extravagancia por entonces en su gremio que le valió el calificativo -proferido como befa por sus detractores- de “historiador pensante”, que él adoptó de buen grado deslindándolo del oficiante de la filosofía de la historia, por la que sintió una incurable fobia y que siempre aparecía uncida al defenestrado utopismo. En la “Introducción” que comentamos realzó sin complejos esa dimensión “reflexiva” a la par que le bajó los humos al singular colectivo “historia”, mellizo de sus dos citadas bestias negras (filosofía de la historia y utopismo), erigiéndose, como lo tildó Jacob Taubes, en un “partisano” del plural8 -de las historias y de los tiempos-, y despuntando un gesto de connivencia con los ritterianos y su Ilustración escéptico-realista, que es la tarjeta de visita de Hermann Lübbe y de Odo Marquard.9
Ciertamente, Koselleck rima mejor con la modernidad compensatoria que con la emancipatoria y aunque muy esporádicamente recurrió al concepto talismán del Collegium Philosophicum de Münster, “compensación”, vindicó los factores que coadyuvan a la estabilidad, la constancia, la recurrencia…, en suma, lo que denominó “estructuras de repetición”, pero, a diferencia del dúo de arriba, no pretendió erradicar la crítica ideológica, cuyo título legítimo de propiedad no estaba en las exclusivas manos de la Escuela de Frankfurt y sus epígonos, sino que podía ser rentable para la historia conceptual. Conectó el análisis de un dispositivo conceptual con su crítica, y la fluidificación de las capas semánticas del primero le permitió desvelar o desenmascarar su carácter construido, interesada o tendenciosamente sesgado.10 Koselleck se afanó por dotar a su historia conceptual (el ejemplo manido es el de “Opfer” [víctima -activa o pasiva-]) y a su historia iconológica (la Pietà de Kollwitz en la Neue Wache de Berlín, por ejemplo) de una valencia crítico-ideológica avalada por la indagación estratigráfica, esto es, de las capas semánticas o iconológicas de un concepto o imagen.11
2. Teoría de los tiempos históricos y metaforología
En el apunte hallado en su legado y fechado en 1963, amén de ser la primera ocurrencia de la expresión “iconología política”, una terminología que empleará posteriormente, plantea los lazos entre imagen, lenguaje y pensamiento. “Pensar en imágenes” es un “proceso originario”, en la medida en que un “estrato plástico es siempre inmanente al lenguaje”, de donde procede la posibilidad de “hablar con imágenes”. Las imágenes son multifuncionales y no omite su poder embaucador, que Koselleck no puede desligar de la parafernalia y la malversación nazi.12 Precisamente, la amputada “Introducción” original, tan prieta como didáctica, aborda algunos de los temas más controvertidos y prometedores de Koselleck (y de la historia conceptual en general): la teoría de los tiempos históricos y su prelación frente a otros aspectos de su enfoque, la panoplia de planos temporales que se inspira a la vez que se desmarca de la taxonomía de F. Braudel, la imbricación entre concepto y metáfora (y entre historia conceptual y metaforología), hasta el punto de que el tiempo solo es susceptible de elucidación mediante tropos espaciales13 (por ejemplo, metáforas geográficas o geológicas: desde la Sattelzeit a los Zeitschichten), los lazos con la iconología (la foto de la cubierta de Zeitschichten con encuadernación cartoné es muy ilustrativa).
A algún intérprete le ha llamado la atención que “tiempo”, en llamativo contraste con, por ejemplo, “historia” (Geschichte, Historie), no comparezca como uno de los conceptos fundamentales escanciados en su famoso léxico, y de tal laguna ha inferido que Koselleck no desarrolló, ni siquiera pretendió hacerlo, ninguna teoría sistemática de la historia, ni siquiera una teoría de los tiempos históricos.14 La “Introducción” al libro del año 2000 que estamos comentando aborda esa teoría mediante un estilo de pensamiento singular. A pesar de que se ha intentado convertir a Koselleck en uno de los promotores del desahucio de las metáforas, no las anatematizó en el discurso histórico. Simplemente para asegurar la viabilidad del proyecto científico y editorial de los Geschichtliche Grundbegriffe en un período razonable, decidió no tenerlas en cuenta, porque la empresa se habría visto “desbordada” (überfordert) -lo que en absoluto conlleva su devaluación ni su rechazo-. Buena prueba de su filia metafórica, más que de su fobia, es la creación de una serie de “imágenes del tiempo” (Zeitbilder) (ZS, 9) insoslayables para su teoría y práctica conceptual -desde la época de la silla de montar (Sattelzeit)15 y los estratos del tiempo (Zeitschichten) al derecho de veto de las fuentes, por recordar algunas de las más célebres- y su voluntad de concordia e incluso de simbiosis entre su historia conceptual y la metaforología de Hans Blumenberg.16 La temporalidad no solo es el elixir vital de la historia, sino que, en un discípulo de Gadamer y por ende de Heidegger, constituye la quintaesencia de la finitud humana, y el historicismo, al banalizarla, incurre en las aporías que serán el epitafio de su larga hegemonía, hecha añicos en Verdad y método en 1960 y con anterioridad ya fatalmente erosionada por la inflexión ontológica de la hermenéutica (§6 de Ser y tiempo). No entendemos como un ariete contra el “postulado” (Postulat) koselleckiano17 de una “teoría de los tiempos históricos” la exclusión de una entrada en su lexicón dedicada monográficamente al concepto de “tiempo”, como sí hizo, por ejemplo, la otra gran iniciativa de la Begriffsgeschichte, el Diccionario histórico de la filosofía (Historisches Wörterbuch der Philosophie). Koselleck mismo concede, en el prólogo al volumen que clausura GG, tal ausencia: “También se echan de menos ‘espacio” y ‘tiempo/era” (Zeit/Zeitalter), como debe admitir el editor por falta de tiempo (Zeitmangel)”,18 pero el propio autor jamás consideró que ello fuera en detrimento de esa necesaria teoría, aun a sabiendas de que su modo de proceder no tenía ambiciones sistemáticas, sino que era más bien fragmentario y transdisciplinar, huyendo deliberadamente de la hiperespecialización frecuente en su área de conocimiento.19 En 2002 sí redactó sendos artículos, uno sobre “historia conceptual” y otro sobre “tiempo”, para un léxico, auspiciado por un colega, que reunía cien conceptos capitales de la ciencia histórica,20 y ahí abunda en la tesis que ha ido desgranando en las directrices de los GG y en sus escritos de mayor resonancia, esto es, la ambrosía de esa teoría son las “estructuras temporales”, en su “exploración teórica [estriba] nuestro genuino campo de investigación”.21
La cuestión de la temporalidad y sus modulaciones permea toda la obra koselleckiana. No en balde su historia conceptual es preeminentemente una “historia temporal de los conceptos”, y pertenece a sus premisas su rostro jánico, como índice y factor, a horcajadas entre diversos tiempos históricos, bajo la advocación de la metacrítica herderiana, que con posterioridad adoptará la forma estratigráfica.
Koselleck no establece ninguna relación de mutua repulsión o incompatibilidad entre concepto y metáfora. En el balance retrospectivo del tomo VII de los GG declara que la empresa se habría sentido desbordada si hubiera atendido a las metáforas con un rigor a la altura de su admirado polígrafo de Lübeck y por lo tanto franquea el paso a un desiderátum no colmado, que incontestablemente habría enriquecido el diccionario: “Igualmente cabe objetar que la metafórica (Metaphorik) de nuestros conceptos, como ha indicado Hans Blumenberg, no ha sido estudiada sistemáticamente. Todos estos postulados aguardan una ulterior elaboración que habría sobrepasado nuestro lexicón de haberse abordado de inmediato”. En ese mismo tomo recurre con tono reivindicativo a la expresión “metafórica de los conceptos”,22 que sugiere la fecundidad de reparar en esas costuras figuradas y que, en consecuencia, no estamos ante un oxímoron.
Su trabajo de campo metaforológico ha sido indispensable para su proyecto, tanto en lo concerniente a la historia conceptual en su vertiente de método historiográfico como en lo de teoría de los tiempos históricos, pues ambas están irrigadas por metáforas tan exitosas que hoy han pasado al acervo cultural, científico y académico común. La principal es la pareja Sattelzeit/Schwellenzeit. A pesar de las reticencias de su propio creador, a nosotros se nos antoja especialmente logrado el eslogan de Sattelzeit por su fuerza plástica, evocadora, expresiva y polisémica, y por su ligazón con la experiencia moderna del mundo, transida de aceleración. No creemos que su sustitución por la otra metáfora, Schwellenzeit, gane ni en originalidad ni en feracidad ni en rigor. No vamos a hacer aquí una incursión en la ambivalencia, hipológica y geológica, de la metáfora.23
Koselleck se percató de que la articulación del tiempo en épocas históricas balizadas siempre paga el peaje de las inexactitudes e incluso parodió esos cortes arbitrarios con una historia de la humanidad que gira en torno a los caballos. No obstante, formula una insólita pregunta: ¿cuán nueva (o moderna [neue]) es la modernidad (Neuzeit)?, se sobreentiende que con respecto al pasado. En el Siglo de las Luces gana pujanza “el concepto de un nuevo tiempo, de una nueva historia”, y el individuo comienza a verse “como contemporáneo de un nuevo período muy diferente de las llamadas Edad Media y Antigüedad”,24 como ciudadano del recientemente descubierto continente de la Neuzeit, donde son soberanas la crisis y la aceleración, en las que se agavilla la modernidad.
En sus estudios sobre las “estructuras del tiempo histórico” de Futuro pasado (1979), pero más prolijamente en los de Zeitschichten (2000), emplea una metáfora geológica para desentrañar el engranaje de la historicidad: estratos del tiempo, puesto que la temporalidad de lo histórico “solo puede representarse a través del movimiento en unidades espaciales”.25 La metáfora estratigráfica permite conceptualizarla, incluso visualizarla de un modo “hojaldrado”26 e identificar “diversos planos, con duraciones diferentes y orígenes distintos, pero que, a pesar de ello, están presentes y actúan simultáneamente”.27 Luego, con las miras puestas en una teoría de los tiempos históricos, la metáfora geológica se enfrenta a las dos imágenes lingüísticas con que la tradición ha procesado el tiempo, esto es, la del círculo y la de la flecha.28
La estratigrafía implica terciar entre ambas, o, mejor dicho, mediante la contemporaneidad de lo no contemporáneo se pretende superar la dicotomía iteratividad cíclica/irreversibilidad lineal. La primera suele asociarse a las culturas primitivas y al cosmos grecolatino. El círculo simboliza el retorno y la recurrencia propias del tiempo de la naturaleza (las estaciones, los ciclos vitales, etc.), pero también de la sucesión en el ámbito político, tanto en las formas de gobierno (según la clasificación clásica aristotélico-polibiana) como en las dinastías del mundo estamental-feudal. Lo distintivo de esta imagen es la repetición de lo ya-sido, la cual presupone que nihil novum sub sole y por tanto avala el dictum historia magistra vitae.
Por el contrario, la metáfora de la flecha, de raigambre judeocristiana y preponderante en el cosmos moderno, connota un único vector en el curso temporal, lineal, progresivo y te(le)ológicamente dirigido bien hacia el fin de los tiempos, en un sentido escatológico, bien hacia el futuro abierto, ignoto, un engendro híbrido del proceso de secularización y de las revoluciones (políticas y técnica) producto del maridaje de la secularización y de los ritmos que comienzan a imponer tanto las revoluciones sociopolíticas como la técnico-industrial. Aquí priman la novedad y la decantación irrevocable hacia el porvenir.
Koselleck objeta que los dos modelos “son insuficientes pues toda secuencia histórica contiene tanto elementos lineales como elementos recurrentes”.29 En aras de “superar la oposición de lo lineal y lo circular”,30 y con el trasfondo de la Escuela de los Annales, especialmente de Braudel,31 bosqueja una de sus señas de identidad: la “contemporaneidad de lo no contemporáneo (simultaneidad de lo no simultáneo, sincronía de lo diacrónico [Gleichzeitigkeit des Ungleichzeitigen]”32 y apunta a la presencia en el fenómeno histórico de un cúmulo de capas temporales superpuestas de diversos grados de antigüedad.33
Luego, dentro de este marco teórico preliminar localiza dos estratos fundamentales en continua interacción. El primero, experimentable cotidianamente y susceptible de articulación lingüística, son los acontecimientos, es decir, hechos o eventos caracterizados por su unicidad, irrepetibilidad, sorpresa e irreversibilidad. La vida de cualquiera está jalonada por este estrato temporal. Todos ellos son acontecimientos percibidos por sus contemporáneos como únicos, pero narrables de modos distintos al albur de los intereses políticos y teóricos de quienes los viven y/o estudian. Aquí se consigna la plausibilidad del progreso, simbolizado por la flecha, ya que “las sucesiones únicas vinculadas con acontecimientos pueden ser enumeradas linealmente y sobre dicha línea cabe registrar todas las innovaciones”.
El segundo estrato, las estructuras de larga duración, o “estructuras de repetición”,34 permanecen casi inalteradas durante generaciones e incluso durante siglos enteros - configuran no tanto una experiencia directa cuanto un requisito para la misma-, ya que “son supraindividuales e intersubjetivas”,35 lo que las convierte en condición de posibilidad de los eventos únicos. La recurrencia se erige en “presupuesto de la unicidad”.36 Las estructuras iterativas poseen una mayor estabilidad y duración que los acontecimientos, lo cual no comporta que no estén sometidas a la mutación histórica, en este caso mucho más lenta: “ni la categoría de la duración […] ni la categoría de los acontecimientos únicos que se van sucediendo […] son apropiadas, por sí solas, para interpretar la historia humana”, asentada a horcajadas “entre estos dos polos de […] repetición permanente e innovación constante”.
Para el escrutinio estratigráfico de “las proporciones mezcladas” de repetición e innovación que alimentan el devenir de la historia se vale de las categorías de aceleración y de ralentización, mas todavía en un contexto descriptivo y no diagnóstico ni crítico, como sucederá en otras contribuciones y en Hartmut Rosa, imbuido por las reflexiones koselleckianas.37 Por tanto, el movimiento histórico en general se hace comprensible en el cóctel en que se combinan iteratividad y unicidad, repetición y singularidad, aceleración y ralentización, sincronía y diacronía, porque permite establecer a la par continuidades de larga duración y cesuras o umbrales históricos que marcan el declinar de una época y el despuntar de otra.
Koselleck desliza una analogía nada inocente -por el envite que aun oblicuamente le lanzará el tándem Skinner-Pocock- entre la dinámica del lenguaje y la de la historia: “Quien quiere expresar algo, para hacerse entender, lo primero que hace es servirse del lenguaje sabido, cuyo conocimiento presupone en el oyente; solo así es posible la comunicación. E incluso quien trata de decir algo nuevo debe hacer comprensible todo lo que quiere decir en el lenguaje dado”, por lo que “los actos únicos de habla se apoyan por tanto en la recurrencia del lenguaje, que es actualizado una y otra vez en el momento de hablar y que se modifica a sí mismo lentamente”.38 No hay precursores sin predecesores. O, como diría Gadamer, un clásico se forja en o contra la tradición, pero no sin ella, pues incluso para ir contracorriente hay que estar en la corriente, en ese flujo que es sobre todo transmisión.39 La emisión puntual de una palabra o proposición sólo adquiere sentido si se inserta en un armazón semántico general, repetible y compartible. Al trasluz de la estratigrafía temporal se aprecia una similitud en el dominio histórico: hitos exCEPCionales como el descubrimiento de América, la Revolución francesa, la batalla de Stalingrado, la caída del Muro, etc., son posibles en virtud de su encuadre dentro de estructuras de repetición de larga duración que las preceden (piénsese, por ejemplo, en la forma regiminis y la forma imperii, esto es, en relaciones de poder). Sin ellas se estaría ante un sinsentido (Unsinn).40 Merced a tal paralelismo con el lenguaje la metahistoria koselleckiana consigue el título adoptivo de semántica de los tiempos históricos, lo que no equivale a que haya preterido la pragmática, sino que subraya su férrea interdependencia.
Una recreación de la metáfora del rostro de Jano, ya aludida, sirve de bisagra entre ambos estratos: “los conceptos nos informan no solo de la singularidad de los significados pasados (para nosotros)”, sino que a la vez “contienen posibilidades estructurales, tematizan la simultaneidad de lo [no simultáneo]”.41 Por debajo de lo insólito y único están depositados pliegues temporales más antiguos, que continúan perviviendo y repercutiendo en el presente. Toda historia, efectiva o posible, real o virtual, estriba en entrelazar tales estratos. De ahí que no solo de una manera analítica, sino también crítica se pregunta cuán moderna es la modernidad, cuán nueva es esa nueva época, rebajando las ínfulas de quienes han encumbrado la modernidad como una continua e insaciable apoteosis de la innovación y la primicia, desdeñando lo anterior y lo rutinario. La experiencia humana es bifronte: es única a la par que una secreción de los sedimentos que se han ido asentando en este nivel de lo repetitivo, por consiguiente, siguen disponibles y operativos para nosotros y constituyen un stock de pautas para los comportamientos individuales y sociales, como vestigios del pasado, incluso como atavismos, o como modelos de ejemplaridad, pero en cualquier caso son un vademécum de nuestra existencia pasada, presente y venidera.
El dictamen koselleckiano, compartido tanto por las otras versiones, siempre conservadoras, de la historia conceptual (la hermenéutica de Gadamer, la compensatoria de la Escuela de Ritter e incluso la metaforológica de Blumenberg), como por las críticas ideológicas comprometidas con la Escuela de Frankfurt y sus epígonos (Hartmut Rosa sería su más mediático candidato, por no hablar de Zygmunt Bauman), reza así: los ritmos temporales imprimidos por la Neuzeit son tan rápidos, que han encogido la duración de las estructuras de repetición a la propia de los acontecimientos. Las transformaciones técnicas aceleradas del mundo están disolviendo velociferinamente los estratos que conforman el subsuelo profundo de lo histórico y, por tanto, del humus de la condición humana. Uno de los autores más caros a Koselleck, Goethe, lo advirtió de las asechanzas que nos aguardan: “No tengo más remedio que considerar que la mayor desgracia de nuestra época, de este tiempo que no permite que nada madure, es que devoramos cada instante al cabo de un instante, que arruinamos el día antes de que acabe, y que así vivimos siempre al día, sin engendrar nada”.42 El catedrático de Bielefeld, en la estela blumenberguiana, abogó por una historia conceptual en sentido amplio (erweiterten),43 con un tráfico multidireccional entre varías vías (metafórica, icónica, onírica, crítico-ideológica...).44 En los últimos años diseñó lo que llamó una historia de la sensibilidad, que podría tomar el relevo de esa historia conceptual comprehensiva, si bien, como él mismo confesó, estaba en estado naciente y era un reto pendiente.
En conclusión y con la guía inestimable de la “Introducción” traducida en este número de la revista Prismas, nuestras glosas sobre la metaforología cara a Koselleck (hemos rastreado la figura de Zeitschichten)45 desembocan en uno de los caladeros más prometedores de este autor: la estilización de la historia conceptual comprehensiva en clave de una teoría de los tiempos históricos, y, en consecuencia, ni la historia conceptual ni la teoría que le subyace pueden orillar que “no hay conceptos históricos genuinos que se ocupen del tiempo histórico. Siempre se trata de metáforas. En adelante tendremos, por tanto, que tener en cuenta el contenido metafórico de nuestros conceptos”46 y que la metafórica supone una intercalación indispensable para la “transición desde la experiencia histórica a la interpretación científica”,47 lo cual plantea la necesidad de discernir, y entrelazar, perspectivas (conceptos originarios/analíticos, lenguaje de las fuentes/lenguaje de la ciencia). Los conceptos son transversales espacio-temporalmente y en ellos están ínsitos una pluralidad de temporalidades. Su sincronización o desincronización no solo desempeña un papel heurístico y metodológico central, sino que asimismo caracteriza críticamente nuestras crónicas y cronologías (haciendo refulgir la de la modernidad a la vez que acendra la conciencia de que no todo es lustre en ella) y desbroza un “arte de la prognosis”, ciertamente controvertido (a la postre se trata de un saber sobre lo que no se sabe, el porvenir ignoto) y ahora en la picota cuando con un cierto retintín nietzscheano resuena la salmodia de que el futuro ha muerto.48