La primera frase de Au bord de la falaise. L’histoire entre certitudes et inquiétude, publicado en 1998, es un buen ejemplo de apertura mediante un texto “hojaldrado”, noción desarrollada por Roger Chartier en una de las páginas de su libro más reciente, Éditer et traduire. Mobilité et matérialité des textes.1 En ambos casos, Chartier hace suya la reflexión de Michel de Certeau sobre el lugar del “otro” (cita o referencia) en el discurso historiográfico. El primer caso, “al borde del acantilado” es una imagen que “parece situar con agudeza todos los intentos intelectuales que colocan en el centro de sus investigaciones o reflexiones las relaciones entre producciones discursivas y prácticas sociales”. Michel de Certeau, por su lado, evocó con esta imagen la empresa de Michel Foucault -la segunda capa del hojaldrado- que intentaba analizar prácticas allí donde el discurso se detiene: “La operación teórica, de repente, se encuentra en el tramo final de un terreno que funciona normalmente, tal como ocurre cuando un coche consigue llegar al borde de un acantilado. Más allá, no tiene más que el mar. Foucault trabaja al borde del acantilado, cuando busca inventar un discurso sobre prácticas no discursivas”.2 Acercarse a las prácticas en torno a la literatura o referidas a la literatura exige la inversión de esa imagen. Ya no estamos al borde de un vacío frente al océano de las prácticas sin palabras, sino en una orilla incesantemente bañada por las mareas del discurso: al pie del acantilado. Lo que entonces se impone a la mirada cuando fijamos la vista hacia el otro lado son las huellas de antiguas inmersiones, de acontecimientos más recientes, de presencias actuales (vegetales, animales o minerales), de efectos de la erosión marina, en el propio acantilado.
El último capítulo de Au bord de la falaise se titula “Historia y literatura”. El autor comienza recordando que
Para un historiador que, como yo, ha llegado al análisis de ciertos textos literarios a partir de la historia sociocultural al estilo de Annales, el objeto esencial de la historia literaria y de la crítica textual (cualquiera sea la identidad disciplinaria de sus practicantes) es el proceso a través del cual lectores, espectadores u oyentes dan sentido a los textos que se apropian.3
Esta afirmación se inscribe en la continuidad de una investigación y tiene además una dimensión programática que permitiría resumir sumariamente una obra caracterizada por su fuerte coherencia y por su impresionante energía historiográfica, las cuales se imponen, al menos, desde Lectures et lecteurs dans la France d’Ancien Régime.4 A partir de allí, se pueden mirar los marcos problemáticos de proyectos que reivindican la intersección de la historia del libro con la crítica textual y la sociología cultural de la cual la historia de las prácticas de la lectura es una pieza central. Las obras de Molière George Dandin (en un artículo ya clásico) y Don Juan (en el reciente Éditer et traduire) aportan contenido para dos de estos proyectos.5 La primera de ellas nos permite observar cómo los diferentes espectáculos que la procuran a la vista de todos, en la corte y en la ciudad, conducen a recepciones muy diferenciadas y cómo el texto, en estas diferentes situaciones, logra representar “los principios contradictorios de construcción del mundo social, las clasificaciones en actos mediante los cuales los individuos, en una situación dada, clasifican a los demás y, en consecuencia, se clasifican a sí mismos”.6 La segunda de estas dos obras, considerando solamente las últimas palabras de Sganarelle en la escena, inaugura la reflexión sobre “las cinco modalidades que suministran a las obras su movilidad: la inestabilidad de su atribución, las variaciones entre los textos respecto de sus versiones impresas, la pluralidad de sus formas de publicación, sus migraciones entre géneros y sus traducciones de un idioma a otro”.7 Estos análisis inauguran también la perspectiva de repensar y reformular -de reconstruir históricamente- el problema fundamental de la doble naturaleza material e inmaterial de lo escrito, ya se trate de “textos sin atributos, pragmáticos y prácticos” o de obras habitadas “por el extraño poder de hacer soñar, de hacer pensar o de suscitar el deseo”, algo que, desde finales del siglo XVII, se designa con el término “literatura”.8
¿El encantamiento resiste la historización? ¿Es, de diversas formas, el indicador estable de la capacidad de un texto para resistir el paso del tiempo? Roger Chartier busca respuestas a estas preguntas en Cervantes y Shakespeare, dos gigantes cuyas obras juegan con las fronteras espaciales y temporales. Inclusive, organiza su encuentro a partir de un minucioso análisis de la mítica pieza perdida de Shakespeare, Cardenio, que le permite abordar la recepción de las obras a través de una práctica de reempleo (por ejemplo, la de Don Quijote, de donde proviene la historia de los infelices amores de Cardenio), las sucesivas apropiaciones de un mismo texto y, finalmente, la relación de la Ilustración con las obras de los siglos XVI y XVII y, todo ello, considerando que Shakespeare ha sido editado minuciosamente y, al mismo tiempo, adaptado de forma muy libre a lo largo del siglo XVIII (e incluso en el transcurso del XIX). Se trata también, tras una vuelta de tuerca suplementaria, de estudiar cómo estos autores introdujeron en sus textos, con realismo o como metáfora, la materialidad de los escritos, comunes y corrientes o no, y cómo incorporaron las tablillas de cera, la imprenta tipográfica, la escritura manuscrita, la escritura bordada y tejida, para captar así, por medio de las representaciones de la materialidad de las producciones escritas, estos “hechos” que, como lo comprueba aquí el historiador, “dan a algunos textos, aunque no a todos, la perpetua fuerza del encantamiento”.9
La experiencia del encantamiento clasifica en acto los textos leídos, distinguiendo las obras que encantan de las otras, y tiene como consecuencia crear y también postular la posibilidad de una distancia entre diferentes tipos de escritos. Esta noción de distancia permitiría, básicamente, historizar lo específico de la literatura.10 De allí la exigencia de “trabajar sobre las distancias”:
distancias entre las representaciones literarias y las realidades sociales que representan, desplazándolas hacia el registro de la ficción narrativa y de la fábula; distancias entre la significación y la interpretación correctas, tales como las que intenta fijar la escritura, el comentario o la censura y las apropiaciones plurales que siempre inventan, desplazan, subvierten. Finalmente, distancias entre las diversas formas de inscripción y de recepción de obras.11
El análisis histórico de estas distancias trae consigo la exigencia de tomar en cuenta, continuamente, la discontinuidad de los objetos. Tal es, inclusive, la condición para que la historia literaria y la crítica textual, siempre amenazadas por derivas esencializantes, puedan afirmar su pertinencia “en un tiempo en que todas las disciplinas (incluida la historia y las ciencias más ‘duras’) vuelven a la dimensión necesariamente ‘literaria’ de su escritura”.12
La asociación de la problemática de la discontinuidad con esta última observación sobre la “dimensión necesariamente ‘literaria’” de la escritura de las distintas áreas del saber nos introduce en la cuestión de la circulación de lo “literario” por fuera de la literatura y en una historia que podría ser la del hecho literario en diferentes épocas y en diferentes contextos sociales y culturales (eventualmente nacionales). Esto equivale a cuestionar la relación entre la discontinuidad de los objetos y la relativa continuidad de las formas de escritura junto con la apreciación de su valor en las “sociedades literarias” (como dirían los antropólogos). Este tema fue abordado por Michel Foucault en dos conferencias reeditadas recientemente.13
Las dos conferencias de Foucault datan de 1964 e inician una reflexión sobre la posible articulación (y sobre el hecho, ante todo, de que esta articulación es posible) entre la intransitividad, incluso la autotelia, de la literatura y su historicidad. Lo más importante, podemos sospechar, no es entonces el establecimiento de una narrativa que sustente esta historia, sino la propuesta de un marco teórico susceptible de hacer inteligible su dinámica productiva. Foucault piensa esta puesta en marcha a partir de un triángulo lenguaje-obra-literatura para el cual la literatura sería el vértice: “el vértice de un triángulo por el cual pasa la relación del lenguaje con la obra y de la obra con el lenguaje”. Esta relación cambia con el tiempo. Foucault la identifica en el siglo XVII, luego en la transición del siglo XVIII al XIX y, finalmente, en un momento mallarmeano a partir del cual la literatura se abre a un presente porque no puede desligarse de la pregunta “¿qué es la literatura?”, implícitamente presente en toda escritura literaria. Frente al mito de lo inefable, donde estaría indexado el valor literario, Foucault defiende la historicidad de la fábula de la realidad intangible de este valor, del que la literatura es tanto el horizonte nunca alcanzado como el ídolo, un ídolo con cuya destrucción se inaugura toda obra literaria y cuyo primer movimiento es transgredir el ideal de lo preexistente para consagrar mejor su renovada fuerza. Así “la literatura es esa especie de doble que se pasea delante de la obra”.
Esta epifanía del mundo poliforme de los signos en la unidad que ofrece un señuelo se realiza mediante actos de escritura que sí tienen una historia indisociable de una fantasmática. Y esta sería la vertiente no material de una historia del libro: podemos decir que “la literatura comenzó el día en que el espacio de la retórica fue sustituido por algo que podríamos denominar el volumen del libro” (los autores creen que están escribiendo libros cuando solo escriben textos). Este poder simbólico y material del libro en el cual “la literatura realiza su ser”, este espacio “donde la obra se permite el simulacro de la literatura” orienta toda consideración consecuente de la historicidad de la literatura, al menos, en la cultura europea. El libro pasó de ser “el soporte accesorio de un habla cuya preocupación era la memoria y el retorno” a convertirse “más o menos en la época de Sade, en el lugar esencial del lenguaje y en su origen, siempre visible, pero, definitivamente, sin memoria”. La cronología propuesta es discutible, pero tal es la idea de un imaginario estructurante de la práctica literaria cuya historia podría trazarse y que ayuda a impulsar la investigación de la historicidad de lo literario. Esta historicidad, como sugiere Foucault, tiene como horizonte la potencia simbólica del libro como objeto tanto real como ilusorio [fantasmé] y la convicción de que comprender la capacidad de simbolizar el mundo a través de la escritura pasa por la observación de las obsesiones del ídolo literatura. Así pues, este ídolo definitivamente adquiere el tamaño de un acantilado visto desde abajo y se presta a descubrir que, en sus paredes rocosas, ocurren constantemente acontecimientos más o menos espectaculares que son la marca de la presencia del tiempo.14
Con la excepción de estas dos conferencias, Michel Foucault apenas ha abordado directamente la literatura. Antes bien, situó su reflexión a escala discursiva. Sensato y agudo comentarista de la obra de Foucault, Roger Chartier ha construido su pensamiento historiográfico y su práctica histórica a escala de los escritos, encontrando allí la literatura como recurso con sus objetos, sus contextos, sus usos.15 Al cruzar patrones de pensamiento, representaciones y materialidad, prácticas de todo tipo en el seno de la producción, de la difusión, de la recepción de textos o en su periferia, ofrece una interpretación coherente de la especificidad de la literatura. No hay escritos sin los soportes que permiten su lectura, no hay ideas o representaciones sin la comprensión de aquellas prácticas de simbolización del mundo históricamente situables que las sustentan. Con la realización de este programa, Roger Chartier ha dado sólidas herramientas a todo aquel que quiera intentar escalar el acantilado-literatura.