Ciertamente, se escribe mucho hoy sobre historia global, un posible nombre para una nueva forma de historia cosmopolita, sobre enfoques cruzados o transnacionales y sobre la declinación del Estado-nación y de la historiografía asociada. Aunque estos procesos no tienen fecha de nacimiento, y cualquiera puede recordar estaciones precedentes con otros vocablos pero las mismas ambiciones, la historia llamada global adquirió impulso en el XIX Congreso Internacional de Ciencias Históricas de Oslo en 2000, a la vez como un síntoma y un programa para los nuevos tiempos, como podrían avalarlo sus prontas secuelas en algunas revistas que han cultivado la aspiración a ser la vanguardia de la innovación, o el caso exasperante del uso como passe-partout del término transnacional.1
Sin embargo, no fue ello lo que me atrajo a proponer una reflexión sobre el problema, ni tampoco el momento, cuando ya se hablaba de slowbalization, y ni siquiera las difíciles condiciones de producción de la historiografía global ante una gigantesca acumulación de nuevos conocimientos. Tampoco esta era una temática nueva: ya en 1927, Ernst Troeltsch había señalado que las historias mundiales enfrentaban, con las reglas del juego de la historiografía moderna, la dificultad irresoluble de tener que operar en un plano de superficialidad y padecer enormes falencias documentales, ante el avance de la erudición y de la filología, que hacían imposible un dominio de vastos argumentos.2
Desde luego, hay algo equívoco en la discusión sobre cosmopolitismo y nacionalismo: ¿remite a las formas -la mayor o menor circulación de textos producidos por otras historiografías nacionales- o a los contenidos de estos? La muy bella edición reciente en lengua gallega del libro de 1936 de Friedrich Meinecke, El historicismo y su génesis, un ejemplo emblemático del historismus alemán, por parte de destacados historiadores de la Universidad de Santiago de Compostela es, desde luego, la reedición de un clásico, pero ¿cómo colocarlo en relación con el debate entre cosmopolitismo y nacionalismo?3
En este artículo quisiera problematizar las relaciones entre nacionalismo y cosmopolitismo ampliando el arco temporal de indagación, aunque siempre concentrándome en algunos pocos historiadores y en algunos momentos, y, a la vez, poner en cuestión las mismas categorías escogidas en la historiografía, sobreentendiendo que no se trata de un estudio exhaustivo (¿quién podría hacerlo?), sino simplemente de algunos apuntes para un diálogo acerca de qué querría decir historiador cosmopolita o nacionalista. ¿Sus sentidos estaban vinculados con el sujeto (sus opciones vitales o ideológicas, el lugar de enunciación elegido, una forma de practicar la historiografía que incluía emplear unos textos y no otros, la forma de su red de relaciones, de malla abierta o cerrada, su grado de movilidad espacial…), o con el objeto (una opción temática, una escala de análisis)?
Ya desde la Antigüedad existía una discusión acerca del problema, concerniente al lugar y el punto de vista del historiador y, como es bien conocido, Luciano de Samosata argumentó, en su breve texto del siglo ii d. C. acerca de cómo debía escribirse la historia; que el historiador ideal, además de ser un juez imparcial, independiente y sobrio estilísticamente, era preferible que no tuviese ni rey ni ley ni patria, es decir, que fuese apólida.4 Por otra parte, apólidas en diferente modo eran Heródoto, Tucídides y Polibio, por citar a los tres historiadores griegos que dejaron un signo mayor en la historiografía posterior. ¿Ello implicaba que eran cosmopolitas? Sin embargo, Tucídides, desterrado de su ciudad, era siempre igualmente un ateniense, más aún, un patriota ateniense, visto por mucho tiempo como un cultor de la imparcialidad; su fuerza estaba en la credibilidad que tantos le atribuyeron, pero quizás no por su condición de apólida, y no es indiferente que encontrase en el último siglo y medio un eco mayor entre los historiadores nacionalistas, así como Heródoto lo halló entre aquellos con vocación cosmopolita.5 Lo que no dice tanto de ellos como de la proyección en ellos de un ideal presente.
Entre iluminismo e idea de nación
Una de las posibles atalayas para explorar el problema puede ser el siglo xviii, momento de surgimiento de la historiografía moderna, sea que se la piense desde la viquiana conjunción entre filosofía y filología, o en otros términos, no idénticos pero para nuestros propósitos aquí homologables, entre filosofía y anticuaria (finalmente el mismo siglo xviii contemplaría la transición en sede académica de la erudición a la filología), lo que nos deja en el comienzo de un largo ciclo de un nuevo modo de hacer historia, con el pasaje de la centralidad del testimonio oral a la del documento escrito.
Igualmente importante es que el siglo xviii aparece como un momento fundante de interpretaciones canónicas que reposan sobre esquemas consolidados en el tiempo, que partirían de una contraposición entre la Ilustración cosmopolita de aquel siglo y el Romanticismo nacionalista del siglo xix, y que harían derivar esquemáticamente de esas dos matrices tanto dos formas de aproximación al pasado, como dos concepciones del mundo que perdurarían hasta nuestros días. Dicotomías que irían siempre acompañadas de juicios de valor, y que iban a ser formuladas de muchos modos: civilización vs. barbarie, patriotismo vs. extranjerismo, racionalismo vs. irracionalismo, abstracción vs. realismo, belicismo vs. pacifismo, naturaleza (humana) vs. historia, modernismo vs. posmodernismo, entre tantas otras.6 Todo ello acompañado de polémicas acerca del peligro (imaginario, aunque más no fuese) que un tipo u otro de narrativa historiográfica conllevaría y habría conllevado para las sociedades actuales y pasadas.
Es conocido que la antigua palabra “cosmopolita” adquirió una enorme difusión en el siglo xviii y la palabra “nacionalismo”, aunque tardíamente, comenzó a circular también hacia finales de aquel. La expresión “cosmopolita”, mucho más extendida en los medios letrados, habilita muchas discusiones, por ejemplo, sobre las diferencias entre dos nociones que procedían del griego, la noción antigua apólida, “sin polis” o apátrida, y la noción de cosmopolita, “ciudadano del universo” u “hombre que no es extranjero en ninguna parte”,7 más allá de que la primera parece remitir a una pérdida y la segunda a una elección. Por otra parte, como recordó hace muchos años Paul Hazard, cosmopolita se usaba de muchos modos (y entre ellos en los dos sentidos aludidos, con lo que englobaba a apólida) y no necesariamente favorables. A veces era empleado como sinónimo, como decía el Padre Feijoo, de “libres ciudadanos de la república de las letras”, otras como equivalente a “residente” “emigrado” o “exiliado”, pero también era empleado para definir un modo de “pensar y vivir a la francesa”, como decía el príncipe de Ligne, o incluso y de modo aún más estrecho no faltaban aquellos que, pertenecientes a las élites sociales, simplemente confundían Cosmópolis con París.8
Comenzar por el siglo xviii tiene otras posibles ventajas: su par a priori contrapuesto o imbricado también puede ser filiado en el siglo xviii a partir de la nueva popularidad de otra voz antigua: “nación” -y quizás puede defenderse todavía la idea de que es más complejo pensar en términos de pares contrapuestos, que interactúan entre sí, que en torno a cada uno de los elementos aisladamente-. Con todo, si de nación pasamos a nacionalismo, más allá de algún uso aislado, este tendrá que esperar un poco más hasta el momento de tránsito entre los siglos xviii y xix, lo que no es extraño, ya que los “ismos” se popularizaron en general a partir de esa época, desde el antecedente pregnante, según Koselleck (y para nuestros propósitos bifronte) de “patriotismo”, tematizado ya a principios del siglo xviii, y que contenía una pluralidad de sentidos que podían incluir la idea de un “patriotismo universal”, por ejemplo bajo la forma de derechos universales a defender o a imponer a otros como deber ciudadano, o un patriotismo restringido, fuese local o estatal, que iba en sentido contrario, y podía concentrarse en la figura del soberano.9 Casi como una contraposición entre la noción de ”ciudadano” y la de “pater patriae”.10
La noción de nacionalismo, que iba a reclamar exclusividad, estaba cargada desde el comienzo de prevenciones, o sentidos tendencialmente negativos: del Herder de 1774, que hablaba, en una frase no desprovista sin embargo de alguna ambigüedad en el contexto, sobre el vulgar prejuicio del estrecho nacionalismo, al abate Barruel, que lo definía (asociándolo al patriotismo de la revolución) como un pensamiento que “tomaba por perfección los vicios de su patria” y entre ellos la “hostilidad al extranjero”.11 Este último inauguraba una larga oposición a la noción en el pensamiento reaccionario decimonónico.
Si nos detuviéramos en la perspectiva emic, o sea de los protagonistas, la contraposición bien podía formularse con las palabras de Herder: “El patriotismo y las luces son los dos polos en torno a los cuales se mueve la entera civilización de las costumbres de la humanidad”.12
Desde luego que este limitado y tardío uso comparativo de la voz nacionalismo, dice y no dice mucho, ya que puede sostenerse que la experiencia histórica precede su conceptualización. Solo se anota acá que bien podemos percibir el siglo xviii como el momento de emergencia de una polémica que en algunas dimensiones parece nítida y en otras es mucho menos evidente.
Desde luego parece más visible si se quiere utilizar el conocido texto de Kant, epítome del Afklärung, Idea para una historia universal con un propósito cosmopolita, de 1784, en el que ponía como hipótesis la posibilidad de la construcción de una historia a priori, que develase por debajo del caótico y absurdo acontecer visible el plan racional de la naturaleza (o de la providencia), orientando la evolución de la especie humana en el sentido del progreso hasta consumar su destino en la tierra. Así, “tal justificación de la Naturaleza -o mejor de la Providencia- no es un motivo fútil para escoger un determinado punto de vista en la consideración del mundo”.13 Reflexión que era una polémica contra otro punto de vista, el que había escogido Herder y, desde luego, esa confrontación, que estaba destinada a desarrollarse ulteriormente en escritos sucesivos de ambos contendientes, implicaba muchas cosas, a partir mismo de la idea de razón y de su papel, hasta la existencia o no de verdades absolutas y universales, que no estuvieran ancladas en específicos pueblos y específicas épocas, o de la contraposición de una evolución general unilineal a otra múltiple, derivada del espíritu diferente de cada pueblo.
De todo ello, el elogio al patriotismo de Herder -un pensador pleno de giros, lo que hace difícil toda simplificación- como un instrumento que daba cohesión y ayudaba a alcanzar la plena realización que cada nación lleva en sí misma, y que es diferente de las otras y que, como había sostenido en la dicotomía luces-patriotismo, era el principio más alto que los hombres podían poner en práctica para su felicidad y su libertad. Empero, y más allá de todos aquellos esfuerzos por identificar y valorizar la cultura alemana, como en aquel trabajo que reunió en 1773, incluyendo textos de Goethe y Möser, acerca del estilo y el arte alemán, basta leer los títulos de sus obras mayores para observar que Herder aspiraba también a hablarle a la humanidad y que al hacerlo postulaba la multiplicidad de pueblos y sus culturas pero una unidad sustancial del género humano, lo que era posible, según Kant, por el uso imaginativo que hacía de la analogía.14 Desde luego que mantener unida esa diversidad lo llevaba a una tensión entre el nacionalismo del volk y una aspiración cosmopolita, entre la individualidad de cada pueblo y la historia universal. Una vez más, se dirá, volvemos al problema del sentido de la expresión “cosmopolita”.
Que el caso de Herder no fuese el único lo muestra el avance irresistible en Alemania de las propuestas de historias universales, o historias del mundo como objeto y fin de toda historia, que ya había sido un punto de fuerza de los cosmopolitas franceses, un Voltaire o un Montesquieu, aunque ahora en el seno del nuevo clima de ideas, como lo exhiben nombres como los de Schlegel, Schelling, Schiller o Novalis, es decir en el seno del bosque romántico y prerromántico. Con distintas formulaciones, también para estos la historia mundial era la única historia posible y deseable, como marco para hacer inteligibles las historias particulares, como en Schiller o Novalis, o como instrumento, según Schelling, para el único objetivo, que era el “surgimiento progresivo de una constitución cosmopolita”.15 Y no se aspira a proponer paradojas -a cualquiera le resultan evidentes las distancias entre Kant y Herder, y más aún si asociamos el nombre de Hamman a este último-, sino a sugerir que más allá de las clásicas dicotomías que contraponían la razón iluminista y la sensibilidad romántica (dos plurales, no singulares), en lo que a nosotros interesa, el problema de cosmopolitismo vs. nacionalismo, la cuestión es más compleja. Como en su época observó Dilthey, Alemania en el siglo xviii parecía estar a mitad de camino entre una universalidad cosmopolita y el particularismo.16
Complejidad que, sin embargo, no disuelve la dicotomía sino la caricatura de la dicotomía, al postular la idea de que las propiedades del objeto, la opción temática o la escala de análisis no son instrumentos suficientes para pensar nuestro problema, así como tampoco lo es la simple apelación al carácter nacional que, aunque en modo distinto a Herder, había sido un argumento que incluía en primer lugar a Montesquieu, a Voltaire, o incluso al Hume del “De los caracteres nacionales”.17
Tampoco lo era la mayor o menor movilidad, ya que si se presta atención a las “altas cumbres”, como las llamaba Meinecke, y de las que nos ocupamos aquí, la gran mayoría estaba involucrada en procesos de movilidad espacial, o en intercambios epistolares que iban más allá de las fronteras del propio Estado de origen y de su lengua, y que alentaban esa circulación de las ideas de las que hablaba Franco Venturi, quien apreciaba tanto el cosmopolitismo iluminista del siglo xviii como no apreciaba a la Italia nacional del xix.18 Una circulación que pasaba a través de la mediación de un centro y en ese punto la observación, que vimos recogía Hazard, daba cuenta de un hecho: la hegemonía intelectual francesa y del francés, que no era sin embargo un problema de simple influencia o de recepción sino un lugar de paso a través de Francia que era remodulado en atención a los problemas específicos de cada lugar. Desde luego no habría que olvidar a la mayoría de los estudiosos y eruditos que no participaban, o participaban muy tangencialmente, de aquella circulación de las ideas en el ámbito europeo o que eran antagonistas a ella. Entre los otros, nuevamente la movilidad abarcaba tanto a cosmopolitas como a patriotas, a ilustrados como a tradicionalistas, incluyendo todas las gradaciones intermedias.
De ese mundo de filósofos y literatos podemos pasar al ámbito de historiadores para lo cual debemos reiterar algunas precisiones apenas aludidas. Si admitimos la propuesta de Arnaldo Momigliano de definir la historiografía moderna como la confluencia entre la erudición o anticuaria y los esquemas intelectivos de los filósofos ilustrados, el campo se restringe, aun si para algunos de nuestros problemas y para algunos contextos no existían tantas diferencias entre los mayores anticuarios y los philosophes.19
El erudito veronés Scipione Maffei era ciertamente un pensador cosmopolita: había frecuentado a Montesquieu, cuando este visitó Verona, y había estado en París un buen tiempo, donde había encontrado a Luis XV y, más importante, a Voltaire (que no lo estimaba) y con quien mantendría correspondencia, pero también había estado en Inglaterra (donde recibió un doctorado honoris causa en Oxford) y en tantos otros lugares, incluyendo Viena, donde lo recibió el Emperador Carlos VI. Su casi coetáneo, el ilustre Ludovico Antonio Muratori, que se desplazaba mucho menos, tuvo sin embargo un contacto intenso personal con Leibnitz, y sus libros fueron traducidos a muchas más lenguas (incluido el castellano). Más allá, el napolitano Pietro Giannone, autor en su tiempo de una muy reconocida Historia civil del reino de Nápoles, se movió por toda Europa, aunque en buena medida era el cosmopolitismo del refugiado, que escapaba a las persecuciones católicas yendo de un lugar a otro. Todos eran, en cuanto eruditos, tributarios de, entre otros, esas dos figuras eminentes de la anticuaria que eran los monjes del monasterio de Saint Germain-des-Prés, Jean Mabillon y Bernard de Montfaucon, con los cuales Muratori tuvo contactos, epistolares, con el primero y personales con el segundo, sin que ello fecundase en una nueva historiografía.20
Al otro lado de los Alpes, en Zúrich, entretanto, el patriotismo suizo se expandía en personajes como Johann Jakob Bodmer que, además de historiador de la Confederación Helvética y de Zúrich, fue fundador de la sociedad Helvetische Gesellschaft y creador de una revista histórica con Johann Jakob Breitinger, la Helvetische Bibliothek. Sin embargo, ninguno de los dos desconocía lo que ocurría más allá, no solo en Francia sino en Inglaterra, e incluso en su juventud habían fundado un seminario de costumbres a partir del modelo readaptado del primer The Spectator, de Joseph Addison.21 En este punto, ambos podían entrar al comienzo en la categoría de un patriotismo con vocación cosmopolita.
Sin embargo, si del antes pasamos al momento de la convergencia entre anticuarios y esquemas filosóficos que organizaban y daban sentido a los materiales eruditos y convertían el coleccionismo en historia -o si se quiere, con Benedetto Croce, la crónica en historia-, Momigliano iba a indicar el nombre de Gibbon como el primer historiador moderno, y es claro que él, que parecía encontrarse más a gusto en Lausanne que en cualquier otro lugar, que había recorrido además buena parte de Europa, era un modelo de historiador cosmopolita, en cualquiera de los muchos sentidos en que esa expresión podía usarse.22 Desde luego que esa elección de Gibbon procedía de otro historiador, Momigliano mismo, cuyo cosmopolitismo originario se acentuó tanto con el exilio como con la guerra y la catástrofe familiar. Sin embargo, podría objetarse, no solo los esquemas ilustrados y su idea de perfeccionamiento o progreso podían dotar de un sentido al material reunido por los eruditos: también podía hacerlo la organización del material en torno a la noción de genio nacional, o en torno a la historia de una específica comunidad estadual. En este punto los nombres de Johann Winckelmann y de Justus Möser deben ser introducidos.
Un primer punto de interés del itinerario de Winckelmann es que antes de dedicarse a la historia del arte y centrarse en las imágenes había hecho estudios de filología -si bien poco sistemáticos-, aprendido bastante de numismática y epigrafía, y leído abundantemente de historia. Su célebre Historia del arte en la Antigüedad lleva los signos de su conocimiento y es frecuente su discusión contra atribuciones hechas por Montfaucon y sobre todo por Maffei, entre tantos otros eruditos.23 Claro está que Winckelmann había leído a los filósofos franceses y desde luego el papel que otorgaba al clima, la libertad política o la educación, como indica en el capítulo iii del Libro i, explicaba mucho de su idea de la formación de los caracteres nacionales y de la excepcionalidad de la Grecia clásica. En este sentido y en más de un punto, y no solo en el más obvio (el clima), estaba en deuda con Montesquieu, y en otros puntos con el Voltaire del Ensayo sobre las costumbres.
Winckelmann, que detestaba el francés y lo francés (y apreciaba a los suizos), que veía su época como una época de decadencia, que estaba con los antiguos contra los modernos (pero no en su capacidad de comprensión histórica), que defendía una concepción cíclica del tiempo histórico, estaba también relacionado de muchos modos con su tiempo. Por ejemplo, como Gibbon, Winckelmann (que nunca visitó Grecia) prefería residir en un lugar extranjero, en su caso Roma, y no en la Berlín de Federico II, y como él, tenía la voluntad de convertir la anticuaria en historia. Sin embargo, en lo que aquí nos interesa, las ideas de nación, genio, gusto y estilo nacional, de individualidad irreductible del milagro griego, serían ideas con las cuales Winckelmann proveería otra unidad de sentido a la narración histórica, que le permitiese organizar las conquistas eruditas acerca de cuyo rol autónomo había perdido toda estima. Ya en el comienzo de su historia del arte en la Antigüedad, por lo demás trece años anterior al Decline and Fall de Gibbon, se manifiesta contra los eruditos y contra las “simples narraciones”, en defensa de una obra razonada con “sentido histórico”, término usado de modo muy singular. Es claro que aquí Winckelmann proponía pasar de las antigüedades a la historia, y aunque su objeto fuese cosmopolita (o si se prefiere universal, como entonces se lo entendía), y también en buena medida su temperamento, su interpretación histórica, su método si se quiere, no lo era. Era, a su modo, una variación de una historia patriótica o nacional, en el sentido en que exaltaba un caso nacional, único, irrepetible, esencial, por sobre cualquier otro, solo que de un tiempo pasado perfecto e irrepetible. Ciertamente influyó sobre la alta cultura alemana del siglo xix, favoreciendo esa estrecha identificación con los ideales griegos, pero menos sobre historiadores que pensaban en términos de tiempo lineal y no cíclico, en términos de movimiento y no de atemporalidad.24
Una mejor contraposición la proveería Justus Möser con su Osnabrückische Geschichte -a la vez, la historia patria de un pequeño principado en el que había nacido, en el que vivió toda su vida y en el que ocupó los más altos cargos, y una meditación sobre la nación alemana-. Aunque su vida girase en torno a Osnabrück y viajase muy poco, Möser era un personaje muy conocido en los ambientes diplomáticos e intelectuales europeos, sus obras habían sido traducidas a muchísimos idiomas incluidos, por ejemplo, el danés o el húngaro, y era una figura relevante, como Herder o Lessing, de la sociabilidad estiva en Pyrmont.
De la importancia de Möser puede dar cuenta que cuando Herder organizó el libro Acerca del estilo y el arte alemán, en 1773, que sería visto como una especie de manifiesto programático de una nueva generación, además de dos textos suyos y uno de su amigo Goethe, incluyó un texto de Möser sobre la “Deutsche Geschichte”, en el que retomaba las ideas del “Prefacio” a la historia de Osnabrück, pero acentuando el carácter de la necesidad de una historia de Alemania y de la creación de un comunidad nacional.25 Anótese que la recopilación incluía otro texto sobre el arte gótico de un milanés, Paolo Frisi, signo de los intercambios del siglo.
Möser, abogado de formación, y que había sido durante un tiempo advocatus patriae de Osnabrück, no tenía la curiosidad del coleccionista y no era en sentido estricto un anticuario, pero sí tenía una muy adecuada formación en diplomática y un amplio conocimiento de la historia de la tradición jurídica, que era, para él, la que aseguraba la continuidad histórica. Ello lo llevará a escribir una historia cuyo actor portante era el pueblo, entendido como los propietarios de tierras -que eran los verdaderos propietarios de la nación- y sus (“nuestros”) derechos, usos y costumbres; y, a la vez, alejada de los príncipes y de los juegos de la alta política. Una historia de un pequeño estado, pensada desde la variedad de la realidad, “caso” por “caso”, y contra la simplificación que imponían las “abstracciones”, las reglas y leyes generales del pensamiento iluminista. Una realidad que podía ser captada no desde la razón, sino desde la “impresión total” que se obtenía desde la intuición “viviente”. Esa historia particular sustentada en el derecho público y la costumbre podía, sin embargo, creía Möser, contribuir a escribir la historia de Alemania, cuando apareciese un Tito Livio germano, que reuniese las diferentes historias.26
Llegados a este punto, deberíamos dejar ese siglo xviii, en el que los ejemplos presentados no aspiran a proponer ninguna tipología, sino a argumentar que había muchas más cosas además del cosmopolitismo (y de la Ilustración), y no solo en las “altas cumbres”, y sin pensar el proceso desde los efectos reactivos en el siglo siguiente. Por otra parte, ese cosmopolitismo podía tener muchos límites, más allá de la circulación de intelectuales y de textos, y sobre todo si abandonamos los criterios geográficos para definir “nacional” o “cosmopolita”, que no dicen mucho -como no lo dirían luego para definir “nacionalista”-.
Pongamos solo un ejemplo con sabor a paradoja. Cuando Mme de Stäel reproponía a los franceses la cultura alemana, hacía una operación que implicaba muchas cosas, pero entre ellas una crítica a una cultura limitada, en cuanto era de un cosmopolitismo que no escuchaba a las otras. Cuando además criticaba las letras italianas del siglo xviii, sumergidas, según ella, o en la imitación de los modelos de la Antigüedad pagana, o en géneros poco edificantes (como la ópera) en la propia lengua italiana, definiéndolas arcaicas, y los invitaba a mirar más allá de los Alpes, a emplear las traducciones de las literaturas de otros países para salir de una cultura anquilosada, parecía indicar que el cosmopolitismo estaba adelante y no en el siglo que había terminado.27
Historias nacionales, conflictos interestatales y Weltgeschichte
Desde luego que las historias de las viejas y nuevas naciones europeas iban a ocupar un lugar preeminente en la historiografía del siglo xix, pero no por completo, ya que debían lidiar, más allá de los estudios locales, por lo menos con los estudios de historia antigua, que eran los más prestigiosos, o con nuevas historias universales, o al menos supranacionales.28 Además, a la hora de recordar a los grandes historiadores, encontramos en las “altas cumbres” estudiosos tan dispares, también en relación con nuestro problema, como Guizot y Michelet, Ranke y Burckhardt, Carlyle y Macaulay. Por lo demás, la historia local (no siempre en un implícito cuadro nacional estatal o no estatal) era, como antes o como después, muy predominante. Por ello, si quisiéramos proponer un imaginario momento en el que el nacionalismo se convierte en el signo de los tiempos, podríamos pensar a modo de ejemplo en los deslizamientos de dos grandes estudiosos de historia antigua que decidieron reorientar sus perspectivas y sus intereses temáticos: Fustel de Coulanges y Gustav Droysen.
El caso de Fustel, que había publicado en 1864 La ciudad antigua, presenta un itinerario más límpido. La derrota en la guerra franco-prusiana lo llevó a una inmediata polémica acerca de los derechos sobre Alsacia, en una carta dirigida a Mommsen. En ella oponía las apelaciones a “oscuros pasados” (en que el historiador alemán basaba los argumentos raciales y lingüisticos para defender la pertenencia de Alsacia a Alemania), a otros, según Fustel más actuales, que se basaban en el derecho público (la nacionalidad) y en la noción de que la patria es lo que uno ama (el sentimiento) -y todavía pudo complementar esa reflexión, en un artículo periodístico sucesivo, con otra contraposición, entre el antiguo “espíritu de conquista” de los alemanes y el moderno “espíritu de trabajo” francés-.29 Textos que estaban planteados como un debate de principios y no en torno a retratos truculentos de la invasión y los invasores, como en Ernest Lavisse.30
Fustel no abandonó luego el lugar del discurso del estudioso, sino que tendió ya en 1872 a redefinir el papel del historiador, en el conocido texto acerca de la forma de escribir la historia en Francia y Alemania en el que definía el lugar de la historia en su tiempo presente, un tiempo ahora de guerra para el que no servía ya, como en el pasado, la “erudición sin patria”, sino la historia como un arma de guerra como la empleaba el “ejército” de historiadores alemanes, en contraposición con el inerme liberalismo de los historiadores franceses, en pugna contra su pasado o contra otros franceses. Así, el nuevo patriotismo es el que defiende “las fronteras de nuestra conciencia nacional”.31 Esa radicalización de su patriotismo fue acompañada por el dejar de lado la historia antigua y concentrarse en la historia medieval con su Historia de las instituciones de la antigua Francia, en la que buscaba demostrar la total extrañeza de las invasiones germánicas en las instituciones francesas, derivadas de Roma o, como en el caso de la feudalidad, de un origen romano transformado en un proceso natural posterior. Así, un historiador con vocación científica y con argumento cosmopolita derivaba en un historiador con tendencias patrióticas sobre un argumento nacional.
El itinerario de Gustav Droysen fue más complejo. También él, de linaje patriótico prusiano, comenzó en la historia antigua, con un conjunto de trabajos -del Alejandro Magno de 1833 al segundo volumen de la Historia del helenismo de 1843- en los cuales daba carta de ciudadanía al helenismo no como declinación de la civilización griega, sino como culminación de un movimiento que generaría una enorme fusión entre oriente y occidente, disolviendo la antinomia griegos-bárbaros. En el prefacio a la primera edición de la Historia del helenismo (1836), señaló que el helenismo “había sobrevivido a su (contingente) existencia estatal para continuar viviendo como modelo y como moda, como filosofía y como educación, como ciencia y come superstición”, y el mismo Alejandro había logrado ser el heroico rey que ve más allá y supera el patriotismo del mundo macedónico y las restricciones de la mentalidad griega.32 Una historia mirada desde un punto de vista cosmopolita, por detrás de la cual está el problema de los orígenes del cristianismo, y desde ahí, podríamos decir, de la civilización occidental toda. Sin embargo, también él cambió de argumento, para pasar a ocuparse prevalentemente de historia alemana con propósitos reivindicativos (por ejemplo, para defender derechos de algunos Estados territoriales como Schleswig-Holstein), y para escribir una enorme historia de la política prusiana (desde los orígenes hasta Federico II) a partir de 1855 y hasta su muerte en 1884.33
Los motivos del cambio de argumento son evidentes, y más considerando que Droysen creía que era el presente el que debía orientar el estudio del pasado. Sin embargo, las cosas son un poco más complicadas, ya que la misma historia del helenismo era una reflexión sobre el modo de construir una unidad de la heterogeneidad, que reflejaba la predilección por la unificación en detrimento de la libertad individualista griega, y que subsumía una analogía entre Macedonia y Prusia.34 Con todo, esa predilección era también por su resultado: la civilización helenística, vista como una civilización cosmopolita.35
Que el nacionalista prusiano (pero en el contexto universalista del neohumanismo de tradición herderiana) que era Droysen terminase por elaborar un monumento a una construcción cosmopolita, a contratendencia además del pensamiento histórico alemán sobre Grecia, desde Winckelmann a Boeckh (su maestro), era algo que mostraba una vez más que las dos nociones podían interactuar, que no había un único modelo de cosmopolitismo, o bien que siempre hay una tensión en los grandes historiadores entre ideal político y realización historiográfica. Sea de ello lo que fuere, todavía Droysen pudo dar una segunda edición ahora unitaria de su historia del helenismo (1877-1878), en la cual no solo suprimía el prefacio aludido, sino que acentuaba la dimensión política y en especial la de la política exterior por sobre la dimensión cultural-religiosa, es decir la dimensión nacionalista en detrimento de la cosmopolita.
Desde luego que entre la primera y la segunda edición había pasado mucha agua bajo el puente y, si los conjuntos de creencias que reunimos bajos las etiquetas de nacionalismo e idea romántica de nación pueden ser vistas como tendencias de largo plazo, debe recordarse que lo que iba creciendo a la par era el Estado-nacional, y dentro de él los estudios académicos que suelen llamarse profesionales, en el contexto de emergencias de sociedades de masa. Es así que, como vimos observó ya Fustel, la labor del historiador era ahora la de defender, pero también construir, la “conciencia nacional”. Por lo demás, la estructuración académica imponía, además de una conversión de los historiadores en funcionarios, participar de ámbitos que tenían sus propias lógicas, con relaciones intelectuales mucho más cerradas y jerárquicas y con consensos historiográficos que tendían a recortarse dentro del espacio de los Estados nacionales.
Sin embargo, en ese mundo las comunicaciones e intercambios epistolares no habían desaparecido, y tampoco las traducciones (en las que franceses e italianos fueron muy activos); los congresos internacionales de historiadores comenzaban con el nuevo siglo y, además del Grand Tour todavía vigente, la circulación de jóvenes académicos seguía presente hacia los lugares de prestigio, que eran Alemania y Francia. En esa diarquía, Alemania parece haber llevado la mejor parte dentro de la perspectiva profesionalista, ya que se suponía que estaban adelante en la anticuaria (piénsese en Mommsen y la numismática), la filología y la metodología histórica en general. Langlois y Seignobos decían en su conocido manual que lo habían escrito en buena medida porque el de Bernheim no estaba traducido.36
De Lord Acton hasta Gabriel Monod, de Ernest Lavisse a Marc Bloch, a Johan Huizinga, pasando por los italianos Ettore Pais y Amedeo Crivellucci, o los españoles Eduardo de Hinojosa o Ramón Carande (quien por lo demás dejó un expresivo retrato de ese mundo), con sus viajes a Alemania exhibían la importancia del mundo germano.37 Como en 1868 había afirmado Renan, gran admirador de la universidad humboldtiana, en las ciencias históricas y filológicas Alemania producía más conocimientos que todo el resto de Europa reunida; o, por poner otro ejemplo, como señalaba el conocido historiador económico, nacido en Escocia, William Cunningham, ¿por qué no había llegado a Inglaterra la para él tan superior revolución “realista” de la escuela histórica de la economía nacional alemana?38
Ciertamente, los franceses, con ese afán universalista que tematizaba tan bien Durkheim, tenían cartas por jugar, además de la mucho mayor penetración de su historiografía narrativa fuera de Europa, y de las potencialidades futuras que mostraban los intentos interdisciplinarios, por ejemplo, de la Revue de synthèse historique que, si no era la revista más sofisticada, seguramente era la más cosmopolita. Sin embargo, la ciencia histórica, en una mirada sobre el occidente europeo, hablaba ahora más en alemán que en francés. Empero, no era el nacionalismo ni el historismus alemán lo que atraía; eran las técnicas y los métodos. Es que esa historiografía alemana individualizadora y de temática de historia política era nacionalista de enfoque y de objeto, pero argumentaba desde la “imparcialidad”, los documentos y la filología y, por debajo de ello, como por ejemplo en uno de sus representantes más relevantes y enfáticos, Von Treitschke, con la convicción de que esas ideas derivarían de leyes objetivas que dirigían la evolución histórica.39
Un mundo organizado en torno a nombres como von Treistschke, que enseñaba historia de la Alemania reciente y que era el profesor más popular en Berlín, o a revistas como la Historische Zeitschrift.40 La lapidación de la Deutsche Geschichte de Lamprecht -que aunque fuese también un historiador de orientación nacional-conservadora, era más abierto a las influencias extranjeras y el más hostil a la escuela rankeana y al papel que se le otorgaba a la historia política, abogando por una historia que integrase otras ciencias sociales- mostraba los límites tolerados a las disidencias, aunque los argumentos fuesen formalmente dirigidos a sus inexactitudes y sus inconsistencias.41
Sin embargo, más allá de consensos compartidos, el panorama no era uniforme y había nombres como los de Otto Hintze, que más allá de convicciones políticas en ese tiempo similares a las de sus colegas, hizo el mayor esfuerzo por construir una historia cosmopolita a través de su historia comparada de las instituciones de los países occidentales, y Ernst Bernheim, que era mucho más abierto que los demás, por ejemplo, al esforzarse por dar cuenta en las sucesivas ediciones de su Lehrbuch de las reflexiones que formularon y formulaban Comte, Buckle, incluso Marx, Labriola, hasta Simiand, y los debates que surcaban a la revista de Berr.42
Por otra parte, podría preguntarse si la historia nacional y nacionalista tenía o no otras alternativas al menos parciales en Alemania. Una era la Weltgeschichte, que iba de Ranke a Eduard Meyer, el gran historiador, que rankeano no era y que había unido en su Historia de la Antigüedad el estudio de las culturas orientales y occidentales.
Ranke, se ha sostenido, habría oscilado entre tres perspectivas.43 La primera era la dimensión de una historia universal constituida por los puntos de interacción (y conflicto) entre diferentes naciones-Estado europeas (en las que, en cualquier caso, la unidad de sentido eran o pueblos o naciones). La segunda eran las historias nacionales -Gran Bretaña, Francia y una inacabada sobre Alemania- pensadas las dos primeras en el contexto de la individualización historicista y en su interacción entre la preponderante política exterior y la política interna, y que ciertamente revelaban que Ranke quiso ir, recurrentemente, más allá de estudiar la historia del propio Estado-nación. Esto podría definirse como una vocación cosmopolita en los argumentos, pero siempre con la nación como unidad temática. La referida a Alemania, en cambio, parece haber tenido rasgos claramente etnicistas (el pueblo más antiguo de Europa) y nacionalistas, en el sentido, entre otros, del primado de Alemania en el concierto de las naciones europeas. La tercera, la de su vejez, su inacabada Weltgeschichte, obra de la que llegó a publicar la parte desde la Antigüedad hasta la alta Edad media, que aspiraba a reunir en forma unitaria “todos los conocimientos acreditados de todos los tiempos y todas las naciones” -y aquí se iba mucho más allá de la historia política y religiosa-, pero en la que era necesario trazar todas las conexiones entre las naciones para que se pudiese hablar de una historia universal, que para no degenerar en “teoría y especulación” no debe abandonar “el firme suelo de la historia nacional aunque no pueda darse el lujo de quedarse solo ahí”.44 Y en esa ambigüedad estaban los alcances y los límites de su historia cosmopolita.
Por otra parte, hacia adentro del Estado nacional, si algo había quedado de Lamprecht en su feudo de Leipzig era su Instituto de Historia Cultural e Universal y el impulso a los estudios regionales “totales”, que le permitieron mantener una presencia en los congresos interna-cionales,45 y que bien pudieron haber sido una inspiración para modelos sucesivos en la historia social, aunque es difícil saber si no eran historias nacionales a escala regional.
Llegados a este punto aparece un nombre que estaba e iba a estar en el centro de la historiografía alemana de entonces y luego: Friedrich Meinecke.46 Si hubiese dudas, su autobiografía muestra con claridad una formación universitaria y una red de vínculos académicos estrictamente alemanes, y un acentuado nacionalismo político, cultural e historiográfico conservador, con lo que se dice mucho pero no todo, ya que dentro de esa Alemania, también en plural, aparece en él la polaridad entre los años felices de Estrasburgo (y complementariamente de Friburgo) -y eso significaba la Alemania más “liberal” o cosmopolita- y los años en que transcurrió casi toda su vida: los de la prusiana Berlín. Fuese o no así, Meinecke representaba el punto de llegada del “historismus” en la vía regia que pasaba por la enseñanza de algunos de sus profesores, como Droysen y Dilthey, y por su maestro ideal, el ya retirado Ranke.47
En 1907, Meinecke publica Cosmopolitismo y Estado nacional. Contra lo que su título podría sugerir, es un ejemplo de historia nacional. La génesis del Estado-nación alemán es indagada en el plano de las ideas, en especial las de la tradición romántico-conservadora, y en el plano de la política. El autor descarta tanto la pertinencia de pensar procesos sometidos a leyes universales, válidas para diferentes naciones y Estados, como también la utilización de conceptos autosuficientes, en tanto cada caso es irreductible en su individualidad, y cada concepto está inevitablemente contaminado por su opuesto. Con todo, el proceso narrado está organizado en torno a distintas polaridades, en una suerte de concordia discors: cosmopolitismo-nacionalismo, naciones territoriales-naciones culturales, individualidad singular-personalidad colectiva -pero también ella singular (o de Humboldt a Ranke)-, Francia-Alemania, Alemania-Prusia, sufragio universal-sistema electoral de las tres clases, etcétera.
De todo ello quisiéramos retener tres problemas que plantea Meinecke en torno a la relación entre Estado nacional y Weltgeschichte. El primero, en la estela de Ranke, es que las conexiones entre diferentes Estados nacionales pueden tanto signar encuentros como rechazarlos. El segundo es que, aun si la historia universal no es más que un entrelazamiento de procesos nacionales y universales, la tarea del historiador es desenredar esos múltiples hilos, porque la divisa del historicismo es la indagación de lo particular, no de lo general. El tercer punto es que, admitiendo la necesidad de un diálogo y aun una armonía entre la idea cosmopolita y la idea nacional, ello tenía para él algo de ilusorio, y era más fácil de postular que de verificar. Sin embargo, el conjunto de la obra de Meinecke sugiere en términos historiográficos, y pese a todo, una tensión entre el nacionalismo en el estudio de la política y el cosmopolitismo en el estudio de las ideas.
Antes de 1914, entonces, ¿no había otra cosa más que el nacionalismo historiográfico alemán, y toda la historiografía alemana podría caer dentro de ese rótulo? Sería como leer el siglo xviii en una exclusiva clave iluminista-cosmopolita. Consideremos apenas algunos nombres: Lord Acton, antiiluminista pero del que basta recordar su carta a los colaboradores de The Cambridge Modern History en 1898;48 Benedetto Croce, por entonces antiiluminista y poshegeliano, pero cosmopolita; o Henri Berr y la voluntad de apertura de la Revue de Synthèse a la que aludimos. Dos nombres pueden ayudar a complejizar la situación: Henri Pirenne y Johan Huizinga.
Pirenne había tenido una formación cosmopolita ya que aún antes de doctorarse había pasado un año en París (1883-1884) con Gabriel Monod y luego otro año en Alemania, en Berlín y Leipzig, y antes de ello había establecido una correspondencia con Karl Lamprecht, con quien establecería un largo y amistoso vínculo.49 Que en 1894 Lamprecht invitase a Pirenne a escribir una Historia de Bélgica, en la colección Geschichte der Europäischen Staaten, muestra que el diálogo y la colaboración era posible entre dos historiadores que trabajaban sobre cuadros nacionales y compartían los idearios nacionales de sus respectivos países, pero que a la vez mostraban una sintonía hacia un tipo de historia alejada del molde político tradicional. Pirenne también tendría, desde 1908, una correspondencia fluida con Johan Huzinga.50 De todos modos, la pregunta es si la multilateralidad que muestra el caso de Pirenne es generalizable y si altera el cuadro que presentamos antes.
Johan Huizinga muestra, en cambio, un perfil intelectualmente muy cosmopolita, pero, hasta donde la correspondencia supérstite pueda ser un espejo de su mundo relacional hasta 1915, combinado con pocos vínculos fuera de la academia holandesa, y aunque él mismo hubiese estudiado en Alemania, casi los únicos corresponsales de nota son el filólogo clásico Hermann Usener y el historiador del derecho Siegfried Rietschel. Si se mira, en cambio, su prolusión inaugural en Leiden de 1905, esta era tributaria de la filosofía crítica de la historia alemana de Rickert a Windelband, por un lado, y de Dilthey a Spranger, por el otro, como instrumentos para el debate antipositivista, para defender el carácter individualizador de la historiografía, para criticar el realismo histórico y otorgar todo su lugar a la imaginación histórica. Sin embargo, esa inclinación no se prolongaba hacia la historiografía alemana, varios de cuyos nombres mayores son criticados por su rigidez conceptual.51 Una hostilidad que es más expresa hacia la cultura alemana en general en aquella conferencia de 1915 que contraponía los ideales de vida generales cosmopolitas inspirados en la historia y las tradiciones verificadas a los reductivos símbolos nacionalistas, hijos del Romanticismo, que creaba la historiografía alemana. Una historiografía que era mucho más fuerte allí que en Francia o en Inglaterra, por su papel en fortalecer los lazos nacionales.52
Dicho todo esto, debería recordarse que cosmopolitismo y nacionalismo buscaban a menudo protegerse detrás de la erudición o de las apelaciones a la ciencia y a la imparcialidad que pocas veces sobrevivieron durante la Primera Guerra Mundial. A ella, las narrativas históricas habían contribuido mucho o poco, según sea la importancia que les atribuyamos a su influencia en las élites dirigentes y en la opinión pública. La guerra es, de todos modos, un buen punto de observación ya que, si había muchos matices (y uno sería, por ejemplo, entre los que firmaron y los que no el llamado Manifiesto de los 93 profesores alemanes en 1914, entre estos últimos Weber o Meinecke), el apoyo a la causa nacional sería allí casi unánime (pero lo sería también en los otros países beligerantes) o, al menos, no había espacio para disidencias abiertas. Y terminada la guerra, contra lo que se ha dicho, el nacionalismo se hizo más fuerte y no menos, durante unos años, y surgieron exasperadas batallas que no se habían cerrado cuando, por ejemplo en 1923, en el Congreso Internacional de Historiadores de Bruselas, su presidente, Henri Pirenne, al dar la conferencia inaugural, si bien hizo una apología de la historia cosmopolita y una no disimulada crítica a la historia nacionalista, estas encubrían en parte el hecho de que los historiadores alemanes habían sido excluidos del Congreso por su expresa insistencia.53
Llegados hasta aquí podría argumentarse que la idea de las uniformidades y de las etiquetas que esconden las diferencias dentro de un rótulo no es un buen instrumento para percibir una realidad que fue variada ayer, como lo es hoy. Ciertamente, se podría decir, además, que nacionalismo y cosmopolitismo son nociones que en un mismo autor pueden modularse de manera diferente en el tiempo y según el contexto, como vimos en Pirenne y como se podía ver en Meinecke, si se compara el libro aludido antes con La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna,54 de 1924 (aunque aquí un lugar importante lo ocupa el clima pesimista posterior a la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial) o con El historicismo y su génesis; o en Huizinga entre El otoño del medioevo (1919) y el libro sobre la civilización holandesa en el siglo xvii (1941), publicado poco antes de su detención, en el que la necesidad de recordar a la conciencia de sus conciudadanos la grandeza nacional del pasado holandés hace de él un libro individualizador no cosmopolita.55
Sin embargo, algo después, el mismo Huizinga, que desconfiaba de las delimitaciones rígidas o incluso precisas (lo que no dejó de serle criticado) y defendía la necesidad de contemplar la variedad de la vida, y que sostuvo que el patriotismo venía de la polis griega y el nacionalismo de la germánica ley sálica, también afirmó que la palabra significaba distintas cosas en distintos idiomas y que podía haber un nacionalismo de otro tipo, como el de aquel que ama además de su nación a otras.56 Por otra parte, a la vez que afirmó que los ideales debían ser cosmopolitas, también dijo en 1926, mucho antes de la Segunda Guerra, que “una historia que funciona sin el vivo contacto con la cultura nacional, que no tiene el celoso interés del público culto, no está sobre el buen camino”.57 En cierto modo era una imbricación, como también lo era de modo diferente en Meinecke y en otros autores que exploramos.
De todas formas, la dicotomía quizás pueda contextualizarse de otro modo si se distinguen, por una parte, las dimensiones formativas, el universo de experiencias personales e intelectuales y las visiones del mundo de cada historiador y, por otra, la admisión o no de la necesaria existencia de un lugar concreto de pertenencia, que puede ser una nación, una región, un terruño… ¿También la humanidad?
Italo Calvino, que nacionalista no era, escribió al comenzar un breve esbozo de autobiografía: “Una explicación general del mundo y de la historia debe ante todo tener en cuenta como estaba situada nuestra casa”.58 ¿Se puede prescindir, en suma, de un ubi consistam?