Comunidades imaginadas. Refexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, de Benedict Anderson, es consabidamente uno de los libros de mayor impacto surgido del campo de las humanidades en el último medio siglo. Su ubicación al inicio del ciclo más fructífero de estudios sobre un asunto de tanto relieve como la morfología histórica de las naciones y los nacionalismos, y el hecho mismo de avanzar una definición y una serie de incisivas hipótesis sobre el fenómeno, le aseguraron ese sitial de privilegio. Y, sin embargo, mientras algunas de sus formulaciones -empezando por la propia noción de “comunidad imaginada”- han gozado de singular fortuna y han sido objeto multiplicado de usos y abusos, el propio lugar de artefacto intelectual del ensayo no ha merecido demasiadas interrogaciones. En este breve artículo me propongo ubicar a Comunidades imaginadas en un contexto intelectual y político singular, al que se vinculan tanto la propia trayectoria de Anderson como su célebre ensayo: el de la crisis del tercermundismo como imaginario global.
El ejercicio de historia intelectual que propongo no debiera resultar sorpresivo, si se atiende al tenor de las palabras con que el libro se inicia: “Quizás sin que lo notemos mucho todavía, vivimos una transformación fundamental en la historia del marxismo y de los movimientos marxistas. Sus señales más visibles son las guerras recientes entre Vietnam, Camboya y China”, comenzaba afirmando Anderson. Y de inmediato: “estas guerras tienen una importancia histórica mundial porque son las primeras que ocurren entre regímenes de independencia y credenciales revolucionarias innegables”.1 Ocho años después, en 1991, el prólogo a la segunda edición que desde entonces abre el volumen insistía en ubicar en “los conflictos armados de 1978-1979 en Indochina […] el motivo directo del texto original de Comunidades imaginadas”.2 No obstante, da la impresión de que la mayoría de los lectores del libro pasó por alto esos señalamientos, o los leyó como referencias carentes de importancia. Incluso más, como advertía Michael Goebel en el obituario de Anderson publicado años atrás en esta misma revista, su fama como teórico del fenómeno nacionalista a menudo condujo a olvidar su ubicación y su prolongado itinerario académico como especialista en el sudeste asiático.3 En este texto me propongo tomar seriamente esas observaciones iniciales y colocarlas en relación con dos fenómenos intelectuales recientes, que permiten leerlas de modo renovado: la publicación de Una vida más allá de las fronteras, las memorias de Anderson editadas en inglés en 2016 y en castellano cuatro años después;4 y el actual auge del Tercer Mundo como problema historiográfico -abordado ahora no como categoría metahistórica o geopolítica, como “objetividad”, sino como poderoso significante histórico pasible de ser reconstruido, desde perspectivas de historia intelectual, cultural o política, en sus múltiples usos, conexiones y derivas-.5
Las guerras internacionales de 1978-1979 que Anderson ubicaba en el origen de Comunidades imaginadas no solo estuvieron protagonizadas por regímenes marxistas, sino por naciones que poco antes habían encarnado parte de las expectativas depositadas en el llamado Tercer Mundo. En la introducción al más reciente de los libros que integran el corpus bibliográfico recién citado, Jeremy Adelman y Gyan Prakash insisten en destacar la potencia política y cultural de los imaginarios del ciclo histórico de los tercermundismos. Abonado por “pensamientos y prácticas creativas de emancipación de escritores, artistas, intelectuales y activistas […] el Tercer Mundo fue una invención al servicio de pensar un orden mundial diferente, uno que fuera moral, equitativo, inclusivo, posiblemente un globalismo alternativo antes de la globalización”.6 En la conocida fórmula acuñada por Vijay Prashad, el tercer mundo “no fue un lugar. Fue un proyecto”.7 Y ese proyecto -global, ubicuo, hiperconectado- no redujo su influjo a actores de los tres continentes que se asociaban a su nombre. También involucró a espacios y sujetos en los Estados Unidos y en los países de Europa occidental.8
Tal es el caso de Benedict Anderson, cuya autobiografía permite observar la trayectoria de un intelectual que, educado en instituciones británicas de élite, y que posteriormente desarrolla su carrera académica en los Estados Unidos, participa también de una sensibilidad política afín al tercermundismo. Por empezar, el autor identifica en la crisis del canal de Suez de 1956, y en especial en un episodio en la Universidad de Cambridge (donde estudiaba la licenciatura) en el que “una banda de matones estudiantiles ingleses de gran porte” agrede a un grupo de estudiantes asiáticos que se manifestaba a favor de la causa egipcia, una de las experiencias que más marcaron su conciencia política. “Nunca había estado tan enojado en mi vida. Me topaba por primera vez con el racismo y el imperialismo ingleses […] Esta fue, sin duda, una de las razones que más adelante suscitaron mi atracción por el marxismo y el nacionalismo anticolonial no europeo”, escribe Anderson.9 Pocos años después, tras un período de incertidumbre vocacional cruza el Atlántico para asentarse en la Universidad de Cornell, y más precisamente en el Programa de Estudios del Sudeste Asiático que acababa de crearse. Allí recibe el influjo decisivo del profesor George Kahin, a quien sigue en sus perspectivas académicas y políticas. Especialista en Indonesia y partidario abierto de los procesos de descolonización entonces en curso, Kahin fue quizás el primer académico occidental en dedicar un ensayo a la célebre Conferencia de Bandung de 1955, a la que asistió como observador.10 Bajo su influjo, y el de todo el Programa de Cornell, Anderson viaja a inicios de los 60 a Indonesia, elabora su tesis de doctorado, e inicia una prolongada relación académico-afectiva con la región, que incluye el aprendizaje de varias de sus lenguas, la realización de numerosas investigaciones, y un estrecho vínculo que llega incluso hasta el momento de su propia muerte, ocurrida en Java a fines de 2015.
Las múltiples peripecias y amistades intelectuales y políticas de Anderson en distintos países del sudeste asiático conforman una de las zonas más atractivas de su libro, e ilustran cabalmente el despliegue de “una vida más allá de las fronteras” (referida en algunas ocasiones a lo largo del texto en términos de “aventura”, una palabra infrecuente en el relato de las biografías académicas).11 Las experiencias de Anderson como investigador, sobre todo en Indonesia, lo movilizan emocional y políticamente, y lo llevan a asumirse -según narra retrospectivamente- como “una suerte de nacionalista indonesio”.12 Pero aunque allí mismo asocia el contexto del que nace Comunidades imaginadas al ámbito intelectual británico -sobre todo el de la New Left Review, al que se vincula desde los años 70 a través de su hermano Perry-,13 las derivas de los países asiáticos con los que se había involucrado afectivamente impactaron también en su factura. Como sugería recientemente Richard Drayton en el dossier “Rethinking Nationalism” coordinado también por Michael Goebel, el trauma del sanguinario golpe de Estado de 1965 del general Suharto en Indonesia -que trajo aparejado para Anderson la imposibilidad de volver al país hasta su caída, más de treinta años después- no pudo sino afectar su concepción de la naturaleza y de la historia del nacionalismo14 (y, por tratarse del país de Sukarno y de la Conferencia de Bandung, también su visión del Tercer Mundo).
Ese es el otro contexto que, en conjunción con el impacto de las guerras de 1978-1979 mencionado al inicio, enmarca el origen de Comunidades imaginadas, y la desilusión respecto de la era del nacionalismo anticolonial que allí se trasunta. Ese ánimo se refleja, en el relato histórico que se ofrece en el libro, a través del establecimiento de una continuidad y una discontinuidad altamente significativas. En el primer caso, al ubicar al nacionalismo tercermundista como una configuración que replicaba los rasgos esenciales del nacionalismo tout court, Anderson se ubicaba en la vereda de enfrente del principio que moldeó el imaginario político de las izquierdas al menos desde el dictum de Lenin según el cual “una distinción debe necesariamente hacerse entre el nacionalismo de una nación oprimida y el de una nación opresora”.15 En Comunidades imaginadas el nacionalismo poscolonial en Asia y en África no es más que una “última oleada” construida sobre la base de “más de un siglo y medio de experiencia humana y tres modelos anteriores de nacionalismo”.16 La tesis continuista de Anderson sobre el nacionalismo como forma modular de la modernidad exportable, pirateable y adaptable detecta por igual modalidades populares y otras que llama “oficiales” (de homogeneización desde el Estado) tanto en la Europa del siglo xix como en los nuevos países independientes asiáticos y africanos.17 Como es conocido, esa perspectiva marcada por la indistinción fue objeto de críticas.18 Pero esas objeciones pasan por alto el fondo antropológico y teórico-formalista del enfoque de Anderson, así como su propósito de pensar la nación como artefacto cultural (según señala, del orden de otros fenómenos como el parentesco o la religión), un esfuerzo equiparable a aproximaciones como las de Étienne Balibar a la hora de caracterizar al homo nationalis.19
En un plano menos general, el libro de 1983 presentaba una discontinuidad que anticipaba una de las perspectivas centrales de la nueva historiografía del tercermundismo como imaginario histórico y como praxis político-cultural. Según Anderson, una vez llegados al poder, los líderes revolucionarios actuaban como “señores feudales” en cuanto al diseño y la implementación de políticas de nacionalismo oficial (y mencionaba como ejemplos nada menos que a Mao y a Tito). “De este acomodo -continuaba- proviene invariablemente ese maquiavelismo ‘estatal’ que constituye un aspecto tan notable de los regímenes posrevolucionarios en contraste con los movimientos nacionalistas revolu-cionarios”.20 Esa cisura entre esos dos momentos que observaba Anderson se reencuentra por ejemplo en el reciente estudio de Jeffrey Byrne sobre Argelia como “meca de la revolución”, un espacio efervescente de cruce y alimentación de redes trasnacionales tercermundistas que desde el golpe de Estado del coronel Boumédiènne, en 1965, se cierra sobre sí privilegiando una vía nacional-autoritaria y Estadocéntrica.21 Y hacia atrás, es una distinción que subyace también a un conjunto de trabajos que se remontan a la primera mitad del siglo xx y sobre todo al mundo de entreguerras, para exhumar allí prácticas e imaginarios internacionalistas que informaban el accionar de intelectuales y movimientos anticoloniales y antiimperialistas (un fenómeno que no solo condujo a establecer una periodización más extensa del tercermundismo, sino que encontró en esas décadas previas a su surgimiento “oficial” algunos de sus impulsos más creativos y ambiciosos por reconfigurar al mundo como un todo).22 Todavía en los años 50 intelectuales y activistas imaginaban un mundo poscolonial que no descansara en la afirmación de Estados-nación singulares, mientras que alternativamente a las cumbres de los grandes líderes se sucedían encuentros de “otros Bandungs” desarrollados desde el llano que también impulsaban vías utópicas.23 Veinticinco años después, Comunidades imaginadas nacía ofreciendo un eco del desasimiento de esas ilusiones.
En definitiva, si en relación con su periodización la nueva historiografía sobre el tercermundismo como fenómeno global ha avanzado en un consenso cada vez mayor sobre su emergencia a la salida de la Primera Guerra Mundial, el momento y sobre todo las causas de su ocaso permanecen aún en penumbras a la espera de nuevas exploraciones.24 Tampoco resulta evidente cómo caracterizar las sobrevidas del “tercer mundo” una vez que el proyecto utópico que evocaba se ha deshecho, y cuando su subsistencia residual proyecta sin embargo sombras que mantienen cierta eficacia en el diseño de alineamientos culturales y políticos (piénsese, por ejemplo, en los posicionamientos “campistas” ante fenómenos diversos como el ascenso de China como potencia global o los atentados contra el semanario Charlie Hebdo en París). Mientras tanto, una relectura de Comunidades imaginadas como síntoma indicativo de la crisis del tercermundismo a fines de los años 70 puede relanzar la pregunta que planea sobre su historia refulgente: ¿en ese compuesto aparentemente virtuoso de nacionalismos internacionalistas que yacía a su base, era inevitable el predominio por momentos abrasador del primero de sus polos?