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Sociohistórica

versión On-line ISSN 1852-1606

Sociohistórica  no.48 La Plata  2021

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.24215/18521606e145 

Artículos

Una revisión crítica del concepto “Estado terrorista”

A critical review of the concept “terrorist state”

Ana Sofía Jemio1  ajemio@untref.edu.ar

1Centro de Estudios sobre Genocidio. Universidad Nacional de Tres de Febrero - Observatorio de Crímenes de Estado - Universidad Buenos Aires / CONICET

Resumen

En 1983, cuando la última dictadura militar argentina estaba terminando, Eduardo Luis Duhalde acuñó el concepto “Estado terrorista” para caracterizar al nuevo modelo represivo creado la dictadura. Este concepto (y su término emparentado “terrorismo de Estado”) trascendió los años y las fronteras: hoy es un vocablo central en las disputas por el sentido del pasado reciente. Estas disputas han opacado el debate sobre la utilidad del término como herramienta teórico-metodológica. A más de 30 años de su creación, ¿qué potencialidades y límites tiene el concepto para caracterizar las formas de la violencia estatal en la última dictadura militar? Este artículo busca responder esta pregunta reseñando los principales elementos del debate actual sobre las formas de periodizar y caracterizar la violencia estatal en la segunda mitad del siglo XX. Luego, se reseñan las principales críticas formuladas al concepto “Estado terrorista” y, atendiendo a ellas, se propone una relectura del término.

Palabras clave Estado terrorista; Argentina; Violencia estatal; Dictadura militar

Abstract

In 1983, when the last Argentine military dictatorship was ending, Eduardo Luis Duhalde created the concept “terrorist state” to characterize the new repressive model created by the last dictatorship. This concept (and its term related state terrorism) transcended the years: today it is a central word in disputes over the meaning of the recent past. These disputes have overshadowed (and sometimes muddied) the debate over the potentiality of the term as a theoretical-methodological tool. More than 30 years after its creation, what potential and limits does the concept have to characterize the forms of state violence in the last military dictatorship? This article seeks to answer this question by reviewing the main criticisms received for this concept and proposing a rereading of the term.

Keywords Terrorist state; Argentina; State violence; Military dictatorship

Introducción

En 1983*, cuando la última dictadura militar argentina estaba a punto de finalizar y las Fuerzas Armadas procuraban una autoamnistía, Eduardo Luis Duhalde escribió el libro El Estado terrorista argentino. Los miles de denuncias recogidas en el exilio por la Comisión Argentina de Derechos Humanos (CADHU) –organización que Duhalde presidía– fueron la base a partir de la cual el autor construyó una caracterización global del modelo represivo dictatorial.

No era la primera publicación sobre la temática. Entre las más importantes, la misma CADHU ya había publicado Argentina: proceso al genocidio (1977); Juan Carlos Marín, su trabajo Los hechos armados. Argentina 1973-1976. La acumulación primitiva del genocidio (1978) y Emilio Mignone y Augusto Conte Mac Donell el escrito La estrategia represiva de la dictadura militar. La doctrina del paralelismo global (1980).

No obstante, el concepto “Estado terrorista” acuñado por Duhalde y su forma de caracterizar el modelo represivo fue el desarrollo que terminó por trascender no sólo los años, sino también las fronteras: hoy se utiliza para caracterizar procesos represivos en otros países, como México y Colombia.

Inicialmente, el impacto político y teórico de sus desarrollos radicó en poner de relieve el carácter novedoso de la violencia estatal ejercida durante la dictadura: la diferencia con períodos previos no había sido sólo cuantitativa sino también cualitativa. Contribuyó, también, a resaltar el carácter institucional de la decisión de exterminio: no había habido una guerra, ni bandos enfrentados, ni excesos sino un Estado que institucionalmente había asumido la tarea de exterminar a una parte de su población. Señaló, también, la funcionalidad central de esa modalidad represiva: los desaparecidos y los centros clandestinos de detención buscaban sembrar el terror en quienes quedaban vivos y desarticular la sociedad.

Con el correr del tiempo y frente a distintas coyunturas políticas, los sentidos del término “Estado terrorista” y su expresión asociada (“terrorismo de Estado”) fueron mutando y siendo resignificados. La raigambre marxista del concepto “Estado” fue reemplazada por miradas más liberales que vieron en el Estado terrorista una perversión institucional que había sido curada con el retorno al calmo Estado constitucional de derecho.1 Una mirada institucionalista del concepto “Estado” ayudó también a barrer bajo la alfombra la participación de actores no estatales en el genocidio y, en algunos casos, los intereses de clase que sostuvieron la matanza.

En otra vertiente, y bajo las resignificaciones que tuvo el término “terrorismo” a nivel global después del 2001, la expresión “terrorismo de Estado” ha sido hábilmente reutilizada por quienes buscaban socavar o relativizar la responsabilidad estatal por los crímenes cometidos. Estos sectores, que se erigen como portadores de una “memoria completa”, señalan que, así como se juzga y repudia el terrorismo de Estado, debería juzgarse el “otro terrorismo”, aludiendo así a las organizaciones del campo popular que optaron por la lucha armada.2

Con estas breves referencias he querido mostrar que el término “Estado terrorista” podría ser analizado desde dos perspectivas. Una, como categoría social referida: qué usos se le dieron en distintos contextos históricos, para dar qué tipo de disputas, con qué configuración de sentidos. Dos, como categoría conceptual: qué potencialidades y qué límites tiene un concepto creado más de 30 años atrás para dar cuenta de un acontecimiento histórico específico, o al menos de algunas de sus aristas: la forma Estado y su peculiar modo de ejercer la violencia contra los disidentes.3 Esta última es la perspectiva que adopto en este artículo.

El debate teórico más reciente sobre este concepto surge en el marco de un importante desarrollo de la historiografía sobre el pasado reciente, que comenzó en los albores del siglo XXI.4 Una de las críticas más importantes al concepto “Estado terrorista” es que construye una imagen excepcional sobre una violencia estatal que, en realidad, había tenido largas décadas de gestación. De este modo, el concepto sería ineficaz para iluminar las continuidades en los procesos represivos que no comenzaron ni terminaron con la dictadura militar. En este artículo me propongo reseñar ésta y otras críticas que ha recibido la categoría “Estado terrorista” y, a la luz de ellas, hacer una relectura de este concepto. Procuro mostrar que, con algunas reformulaciones, sigue siendo una herramienta teórico-metodológica útil.

Las reflexiones teóricas que se presentan a continuación son el resultado de una investigación histórica sobre las formas de la violencia estatal durante el Operativo Independencia. Esta operación militar se desarrolló en Tucumán en 1975, durante un gobierno constitucional. Esta precedencia en el tiempo hace que Tucumán sea reconocida como la provincia donde se instaló el primer Centro de Detención Clandestino de la Argentina: la Escuelita de Famaillá. En realidad, no fue uno solo sino al menos 60 los espacios de detención clandestina que funcionaron durante 1975. Del total de desaparecidos que registra la provincia, el 44 % fueron secuestrados antes del golpe de Estado (Jemio, en prensa).

La hipótesis de la investigación fue que la violencia estatal ejercida durante el Operativo Independencia tuvo las mismas características estructurales que la desplegada por el gobierno dictatorial. En otras palabras, que en Tucumán el cambio cualitativo en las formas represivas no se produjo con el golpe de Estado sino con el comienzo del Operativo Independencia. Para sustentar esa hipótesis era necesario definir cuáles fueron esas características estructurales propias de la represión dictatorial. Esa necesidad me llevó al concepto de Estado terrorista y a plantear la relectura que presento a continuación.

El artículo se estructura en tres partes. La primera identifica los principales debates sobre cómo periodizar y caracterizar la violencia estatal de la última dictadura militar en el contexto más amplio de los procesos represivos de la segunda mitad del siglo XX. La segunda reseña las principales críticas por las cuales el concepto “Estado terrorista” no es considerado como una opción válida para abordar las problemáticas de este campo de estudios. Finalmente, y atendiendo a tales críticas, se propone una relectura de este concepto. Retomando su raigambre marxista, se postula que el concepto puede ser interpretado como una caracterización de un modo de producción de la violencia estatal. Y que, desde esta perspectiva, sigue mostrando productividad a la hora del análisis histórico.

Debates sobre la periodización de la violencia estatal en la segunda mitad del siglo XX

La producción de conocimiento sobre los procesos represivos en la Argentina en la segunda mitad del siglo XX comenzó casi en paralelo con la ocurrencia de los hechos y, con altibajos, no ha cesado desde entonces. No obstante, los cambios en las condiciones sociales de producción de ese conocimiento y en las formas de representar socialmente el pasado han hecho que varíen sensiblemente las perspectivas disciplinares desde las que se abordaron estas temáticas, los enfoques teóricos dominantes con los que se trabajaron, las preguntas formuladas y los problemas abordados.5

A principios del siglo XXI, y en el marco de un proceso de transformación social más amplio, se produjo un cambio del régimen de memoria (Crenzel, 2008) que trajo novedades en las formas de pensar y representar el pasado reciente.6 Entró en escena una disciplina que hasta entonces había tenido escasa presencia en estos debates: la historia. Una de las áreas temáticas en las que concentró sus esfuerzos fue el estudio de la represión.7 Y las formas de periodizar ese ejercicio represivo constituye, como es lógico, una de sus preocupaciones centrales.

Quienes comenzaron a abordar esta temática fueron construyendo una suerte de diagnóstico común acerca de cuáles eran los problemas de periodización que tenían los trabajos producidos hasta entonces.8 A grandes rasgos, este diagnóstico dice que durante mucho tiempo la dictadura militar fue representada como un acontecimiento excepcional que tuvo como rasgo central la represión clandestina y que esta suerte de premisa teórica funcionó como un obstáculo para ampliar los enfoques, períodos y objetos de estudio de las producciones académicas sobre la represión estatal. Esto explicaría por qué, hasta hace poco tiempo, la mayor parte de los trabajos habrían constituido sus objetos de estudio bajo la triple predominancia del período 1976-1983, la clandestinidad de la represión y la metodología de la desaparición forzada de personas.

Convendría, sin embargo, matizar ese diagnóstico. Es cierto que los estudios centrados específicamente en las formas de ejercicio de la violencia estatal concentraron gran parte de su atención en el período de la última dictadura militar. Sin embargo, desde el momento mismo en que sucedieron los hechos y hasta la actualidad numerosos trabajos han abordado las continuidades de las políticas represivas en el período 1955-1983 en vinculación con los procesos económicos, sociales y políticos más amplios. Sólo señalaré, a modo de referencia, que los trabajos del equipo de Eduardo Basualdo en el área de economía, de Pablo Pozzi en el estudio del movimiento obrero, y de Guillermo O’Donnell en el ámbito de la ciencia política centraron fundamentalmente sus estudios en estas rupturas y continuidades. Para el caso de la represión estatal, los trabajos de Juan Carlos Marín e Inés Izaguirre hicieron lo mismo.

El trabajo del propio Duhalde se inscribe en estos esfuerzos porque su categoría “Estado terrorista” no alude solamente a una forma de caracterizar el ejercicio de la violencia estatal. Apelando a la tradición teórica marxista, y recogiendo los principales debates desarrollados en los sesenta, es una forma de pensar el Estado y sus transformaciones en el capitalismo tardío (D’Antonio y Eidelman, 2019). Una manera de vincular las novedades en el ejercicio de la represión con transformaciones en el Estado que expresan, a la vez, cambios en el bloque de poder.

Pero volviendo a la represión como objeto de estudio más acotado, y a sus posibles periodizaciones y caracterizaciones, algunas de las preocupaciones centrales del campo de estudios son:

  • discutir la idea del golpe de Estado como ruptura o excepcionalidad, señalando las continuidades que unen a esas tramas represivas con el período pre dictatorial;

  • ampliar la mirada a nuevas agencias estatales, más allá de las fuerzas armadas;

  • abordar escalas locales o regionales que pongan de relieve las heterogeneidades de los mecanismos represivos que convivieron junto a y bajo sus características comunes;

  • indagar en aquellos aspectos no clandestinos de la dinámica represiva, cuestionando la dicotomía legal/ilegal.

En fin, se trataría de habilitar un principio de dispersión allí donde había un mandato de unidad; destacar la heterogeneidad allí donde sólo se veía homogeneidad; introducir la normalidad frente a la proclama de excepcionalidad. El gesto de trazar o poner de relieve líneas de continuidad no desconoce, sin embargo, las rupturas, lo discontinuo.

Sobre esta compleja relación entre continuidades y rupturas existen una serie de acuerdos firmes, que son pocos y generales. El primero es que el último golpe de Estado no es ni pura ruptura, ni pura continuidad: no inaugura la represión, pero tampoco es el punto de llegada de un ciclo ascendente y acumulativo que comienza con las matanzas de pueblos indígenas en el siglo XIX y termina el 24 de marzo de 1976. El problema radicaría en “cómo encontrar especificidades en las generalidades y constantes históricas en los eventos particulares” (Franco, 2012a, p. 1).

El segundo es que existe una cierta unidad en las formas de ejercicio de la represión estatal en el período 1955-1983,9 que estaría dada por algunas tendencias que se mantienen en el mediano plazo: el uso de medidas de excepción para responder a conflictos políticos y sociales, la militarización del orden interno, la asimilación entre seguridad interior y defensa nacional y la construcción de enemigos internos a eliminar (D. D’Antonio, 2016; Eidelman, 2010; Franco, 2012b, 2016; Ranalletti y Pontoriero, 2010; Sáez e Ivonne, 2017; Scatizza, 2016; Zapata y Rodriguez Agüero, 2017).

Este ciclo de mediano plazo podría, a su vez, ser subdividido en subperíodos. Por ejemplo, para Marina Franco (2016) el lapso que va del golpe de Estado de 1966 al retorno democrático de 1983 se distingue del período anterior por la irrupción de las lógicas clandestinas que comienzan a ganar espacio en la actividad represiva. Otros autores han puesto el acento en el ciclo más corto que va de 1973 a 1983, con la eliminación sistemática del llamado enemigo interno como un carácter distintivo del ejercicio de la violencia estatal, aun cuando esa eliminación haya tenido modalidades diferentes (el asesinato primero y la desaparición forzada de personas después) (Izaguirre, 2009; Marín, 2007). Un planteo similar realiza Scatizza (2015), quien propone analizar un ciclo con al menos tres puntos de partida: el surgimiento de la Triple A en noviembre de 1973, la declaración del estado de sitio en noviembre de 1974 y la sanción de los denominados “decretos de aniquilamiento” en octubre de 1975.

Este esfuerzo por marcar continuidades relativizando las rupturas radicales no deja de reconocer, como tercer punto de acuerdo, que la represión dictatorial marcó un punto de inflexión en las formas de violencia estatal conocidas hasta entonces, pues introdujo diferencias cualitativas en relación con el período previo. Así, aunque se puedan marcar fuertes continuidades en el período 1966-1983 o 1973-1983, no deja de haber un corte importante en el ciclo que abre la dictadura militar de 1976.

En esa articulación específica entre ruptura y continuidad quiero situar el problema de periodización central de este artículo que implica, en realidad, responder una vieja pregunta, pero en un nuevo escenario. La vieja pregunta es: ¿en qué radica la novedad de la represión dictatorial?, ¿cómo caracterizarla? El nuevo escenario refiere al reconocimiento ya instalado (al menos en el ámbito académico) de que muchos de sus rasgos propios tienen una historicidad previa. En otras palabras, reconociendo que la represión tal y como se implementó durante la dictadura tuvo muchos rasgos propios del período previo, ¿qué es lo que sigue haciéndola diferente?

La respuesta más evidente es la existencia de centros clandestinos de detención, la desaparición de personas como forma dominante de la violencia estatal y la clandestinidad de las prácticas represivas. Probablemente, esta enumeración sea la respuesta más consensuada posible. Sin embargo, este consenso es más endeble cuando se intenta avanzar desde una enumeración hacia una caracterización más acabada.

En general, los estudios sobre represión rechazan de plano una de las respuestas clásicas a aquella vieja pregunta: el concepto de Estado terrorista de Eduardo Luis Duhalde (1999). En lo que sigue, me propongo revisar este concepto y otro muy cercano y complementario: el de doctrina del paralelismo global (Conte Mc Donell y Mignone, 1981). El propósito de este análisis es mostrar que, con ajustes y reformulaciones, estos conceptos siguen siendo fructíferos para delimitar qué hay de específico en las formas de la violencia estatal desplegada por la última dictadura militar.

Las críticas al concepto “Estado terrorista”

El concepto de Estado terrorista fue blanco de muchas y diversas críticas. Por eso, es necesario distinguir los distintos tipos de objeciones para poder avanzar en un examen del concepto.

Existe un primer tipo de críticas que funciona más bien como un sentido en circulación, que rara vez se escribe con todas las letras. Antes que una crítica, se trata de una sospecha sobre el estatus teórico del término, que suele formularse como una pregunta por las implicancias que tiene para la investigación académica utilizar categorías sociales que provienen de o son utilizadas en el campo de la militancia en derechos humanos.

En esta línea, Garaño (2019) se pregunta si el concepto “Estado terrorista” es una categoría nativa o analítica, para concluir que –en el marco de las disputas sobre los sentidos del pasado– funciona como un excelente “vehículo de la memoria”, su autor como un “emprendedor de memoria” y, por tanto, puede ser considerada una categoría social o nativa (p. 6). Considero que el problema no radica en señalar esa dimensión específica que adquirió el concepto, sino en invalidar con ella su estatuto analítico.

En este primer tipo de críticas existe –en el mejor de los casos– una confusión entre el uso social extendido del término y su desarrollo conceptual, objetivado en un libro. Pero muchas veces no es una confusión sino una descalificación velada. Por más que el término “Estado terrorista” sea un concepto que abreva en una tradición teórica de más de 100 años (el marxismo), esté definido con base en las categorías de un autor (Gramsci) y cristalice en su elaboración los principales debates intelectuales de su época (Débora C. D’Antonio y Eidelman, 2019), se lo considera una “categoría social” de dudosa utilidad para la producción de conocimiento académico porque proviene del campo de la militancia de los derechos humanos y porque fue formulado al fragor de las denuncias de los hechos.

En estas críticas subyace una concepción según la cual el valor conceptual del término depende de su procedencia: es menor cuando proviene del ámbito de la militancia y mayor cuando proviene del ámbito académico.10 O bien, que su valor conceptual se degradaría por un uso social extendido de la categoría.

Es innegable que los significados sociales del término pocas veces coinciden con los sentidos más precisos que le ha dado Duhalde al concepto.11 No obstante, el concepto ha sido desarrollado como tal, está objetivado y permite, por lo tanto, una discusión teórica más allá de los sentidos que evoca socialmente, que podrán ser objeto de otros debates. Siendo, además, una de las primeras y más influyentes conceptualizaciones del fenómeno, se torna necesaria una discusión abierta de carácter argumentativo.

Esta es, precisamente, la línea que sigue otro conjunto de trabajos que señalan la necesidad de discutir aspectos conceptuales de un término que es utilizado o denostado sin mediar una lectura crítica. Reseñaré tres puntos de discusión en torno a este concepto: el problema de la periodización, el carácter de la clandestinidad y el significado de la sistematicidad.

Sobre las implicancias del concepto para una periodización de la violencia estatal, Marina Franco (2012a) ha señalado que el término es problemático porque tiene un uso errático y contradictorio. O bien se utiliza para referir de manera exclusiva a la dictadura militar, dejando a un lado los procesos de mediano plazo, o bien designa todo acto de terror estatal, con lo que se unifican procesos que son marcadamente distintos. Desde otra perspectiva pero con preocupaciones afines, Roberto Pittaluga (2010) ha señalado que el término “terrorismo de Estado” podría ser excesivamente laxo hasta designarlo todo o demasiado estrecho, pero lo suficientemente preciso como para ser articulado con otros conceptos que permitan dar cuenta de las líneas de continuidad entre las políticas represivas antes y después del golpe de Estado de 1976.

En estas críticas se suele aludir de manera indistinta a los términos “terrorismo de Estado” y “Estado terrorista”. Sin embargo, ambos tienen niveles teóricos distintos y refieren a fenómenos diferentes. El concepto “Estado terrorista” define una forma de Estado, apelando a una tradición teórica concreta. El término “terrorismo de Estado”, en cambio, no tiene una definición explícita. Rastreando cómo usa Duhalde el término “terrorismo de Estado”, se infiere que con este vocablo designa una metodología, una técnica de ejercicio de la violencia estatal caracterizada por prácticas represivas ilegales que tienen por objetivo infundir terror. La diferencia entre ambos términos sería, entonces, la que separa una metodología de un sistema. El pasaje más claro para vislumbrar esta diferencia es el siguiente:

(…) este modelo específico [el Estado terrorista], como un Jano bifronte, se asienta en un doble campo de actuación en el que el terrorismo de Estado adquiere formas clandestinas estructurales, permanentes y propias de las funciones de los órganos coercitivos estatales (Duhalde, 1999, p. 250).

Tal como se infiere de la cita, podrían existir formas de terrorismo de Estado que no constituyan un Estado terrorista. Para ello no se requiere la sola existencia de prácticas represivas clandestinas sino también una forma particular de organizarlas y ejercerlas.

Atendiendo al uso que el autor da a ambos términos, se observa que el concepto “Estado terrorista” refiere unívocamente a la forma de organización de la represión dictatorial, mientras que el término (equívoco) “terrorismo de Estado” es utilizado para señalar actos represivos previos a la dictadura; denota así que la represión no comienza con el golpe de Estado sino que tiene líneas de continuidad con el período previo.

Este sentido, que ya estaba presente en la obra original de 1983, se hace más evidente en el apartado “Quince años después, una mirada crítica” que agrega el autor en la reedición de 1999: en la sección “El terrorismo de Estado como práctica creciente” recorre un conjunto de medidas represivas implementadas desde el golpe de Estado de 1955 hasta el de 1976.

Hecha esta primera aclaración, siguen siendo válidas las preocupaciones señaladas por Franco pero formuladas ahora en dos preguntas. Primera: el término “terrorismo de Estado” ¿es un concepto apropiado para señalar las continuidades de mediano plazo en las modalidades represivas del Estado? Segunda: el concepto “Estado terrorista” ¿es eficaz o apropiado para señalar qué tiene de cualitativamente distinta la violencia estatal durante la dictadura sin negar, por ello, los elementos comunes que comparte con otros momentos históricos?

Considero que “terrorismo de Estado” no es un término apropiado, fundamentalmente porque carece de una definición conceptual y se presta, por lo tanto, a los usos más variados e incluso contradictorios. Si se intenta inferir del texto del propio autor su significado nos encontramos con que unas veces refiere a la actividad represiva ilegal del Estado, otras a la actividad represiva amparada en leyes con altos niveles de excepcionalidad, otras al asesinato o desaparición de disidentes y también a cualquier medida represiva cuyo objetivo sea infundir temor. Todo ello, sin sumar el problema intrínseco del término “terrorismo”, cuya crítica excede este artículo.12

En el fondo, el término “terrorismo de Estado” termina funcionando como un modo de señalar que el Estado siempre reprimió, siempre asesinó, aunque algunas veces fuera más brutal y otras menos. Para señalar esta continuidad de carácter general ya existen conceptos mucho más precisos y menos confusos, como “represión”. Tampoco acierta en delimitar alguna modalidad específica de represión: que sea ilegal, o excepcional o incluya asesinatos nada nos dice sobre las mecánicas específicas de la violencia. En definitiva, es un concepto que confunde sin realizar ningún aporte teórico.

Distinto es el caso del concepto “Estado terrorista”. Aun con las críticas que considero necesarias y expondré en lo que sigue, es un concepto con riqueza teórica y un alcance definido: su objetivo fundamental y específico es definir aquello que constituye una novedad en la modalidad represiva de la dictadura. Esto le ha valido la crítica de ser un concepto que establece una separación tajante entre fenómenos que mantienen conexiones íntimas. En otros términos, que al señalar las rupturas invisibiliza las continuidades. En el siguiente apartado me propongo mostrar que esta es una deriva posible del concepto, pero no la única. Una relectura crítica permite avanzar en otra interpretación del concepto que haga compatible el señalamiento de continuidades con la caracterización de las novedades.

Para finalizar, reseñaré otros dos señalamientos que no son estrictamente una crítica al concepto de Estado terrorista, sino advertencias sobre aspectos centrales de su definición: la centralización y la clandestinidad del accionar represivo.

La primera advertencia es que existe una imagen muy difundida de una represión centralizada, uniforme y monolítica a lo largo y ancho de todo el territorio nacional, cuando, en realidad, hubo grandes márgenes de autonomía en la implementación de la represión, lo que implicó variaciones en las formas de implementación de la violencia estatal según las zonas y las fuerzas que actuaron (Águila, 2013a, 2014; Scatizza, 2017). Sin negar el carácter centralizado del accionar represivo, se advierte sobre el peso de la descentralización en la ejecución a la hora de explicar realidades locales:

Si bien no existen evidencias para impugnar la implementación del “plan sistemático” diseñado y ejecutado a escala nacional, lo analizado compatibiliza más con la existencia de “programas localizados” de exterminio, con un proceso fragmentado de toma de decisiones e implementación de la represión con su propio impulso interno, que por su propia lógica acumulativa llevaron a buen término el objetivo central de aniquilar al “enemigo subversivo” y que no estuvo exenta de disputas (Águila, 2013a, p. 121).

En una perspectiva más cercana a la que se plantea en este artículo, Slatman (2018) analiza las tendencias hacia la centralización y hacia la descentralización indagando en aquellos aspectos que hicieron posible una y otra. Así, el Arma de Inteligencia aparece como un factor clave de cohesión en torno al cual se construyó la centralización, mientras que el estricto respeto de la cadena de mando es considerado como elemento estructurador de la descentralización.

Finalmente, se ha advertido también sobre la necesidad de no absolutizar el carácter clandestino de la represión, aspecto que es destacado en la definición de Estado terrorista. Y es que las investigaciones muestran, por un lado, que la represión no era del todo invisible, sino que los propios ejecutores se encargaban de mostrar o al menos insinuar una parte de ella al resto de la población. Por otro lado, aun cuando la represión se ejecutó a través de agentes estatales y de dispositivos clandestinizados, su ocurrencia se apoyó en, utilizó y pasó por muchos de los mecanismos burocráticos habituales del aparato estatal. En este sentido, se considera que un énfasis excesivo en los aspectos clandestinos no daría cuenta de las complejas tramas y puntos de articulación de la faz clandestina y la faz pública del sistema represivo (Águila, 2013c; D. D’Antonio, 2016; Sarrabayrouse Oliveira, 2011; Scatizza, 2014; Villalta, 2006).

En el siguiente apartado revisaré el concepto “Estado terrorista” a la luz de estas críticas y advertencias.

Del Estado terrorista a la dualización de los aparatos represivos de Estado. Una relectura del concepto

El concepto de Estado terrorista ha sido una temprana definición y el primer análisis global del modelo represivo dictatorial en la Argentina (D’Antonio y Eidelman, 2013). Aunque hoy pueda parecer un término autoevidente, algo que “todos ya sabemos”, lo cierto es que se trata de un concepto complejo que comprende distintos niveles de análisis.

El concepto designa una forma específica de Estado, en el sentido gramsciano de la palabra “Estado”. Duhalde dirá, más precisamente, que el Estado terrorista es un tipo de Estado de excepción, como lo son también el bonapartismo o el fascismo. Por eso, el concepto “Estado terrorista” no es equivalente ni a dictadura militar, ni a plan sistemático de exterminio, ni a desapariciones forzadas. Designa algo mucho más global: una forma de organización del Estado en sentido estricto y en sentido ampliado. Es decir, una forma de organizar los aparatos represivos, jurídicos y de representación política del Estado, así como los aparatos ideológicos de la sociedad civil.

Por la perspectiva teórica adoptada, y tal como es explicitado en el capítulo 1 “El Estado y sus formas”, toda transformación del Estado está vinculada a cambios en el bloque de poder y, por ende, en las condiciones sociales de producción. Por una decisión deliberada del autor, el libro está dedicado a la transformación en las formas del Estado sin abordar las causas de esa transformación (Duhalde, 1999).

¿Qué es lo propio de esa forma estatal llamada “Estado terrorista”? La estructuración del Estado clandestino que tiene como instrumento el terror. Por eso Duhalde (y también Conte y Mignone) hablan de una dualización, de un Jano bifronte para definir a esa forma estatal:13 los aparatos represivos de Estado se desdoblan en una faz pública, sujeta a leyes, y otra clandestina, que se institucionaliza con carácter permanente.

Esto significa que la represión clandestina o ilegal deja de ser un instrumento contingente al servicio de la represión ejercida públicamente por los aparatos represivos del Estado. Bajo este nuevo modelo, se transforma en un elemento estructural, permanente y propio de las funciones de los aparatos represivos de Estado.

El terror es producto de esa forma clandestina global con la que se ejerce la represión y el asesinato, y es el efecto propio de ese nuevo modelo de dominación:

(…) la coerción debe ser permanente e idéntica a la que produjera el hecho de que cada obrero, cada empleado, cada pequeño empresario, estudiante o profesional liberal tuviera la bayoneta sobre su espalda. Ello no se obtiene con “leyes especiales”, ni con “tribunales especiales”. Sólo es posible mediante el terror como método y práctica permanente. A su vez, ese terror debe tener suficiente fuerza disuasoria e incluso generar los mecanismos para que su necesidad sea decreciente: ello se alcanza –al menos en la teoría de sus ejecutores– mediante la aniquilación física de sus opositores y la destrucción de todo vestigio de organización democrática y antidictatorial (Duhalde, 1999, p. 251).

La estructuración del Estado clandestino es la característica distintiva y, por lo tanto, la condición necesaria para hablar de Estado terrorista. Pero no es condición suficiente. Como este concepto define una nueva forma de Estado, no abarca solamente a los aparatos coercitivos sino al conjunto de los aparatos estatales. Así, el autor plantea que el Estado terrorista tiene como presupuesto la militarización y el control absoluto del gobierno, además de la supresión y/o control militar de los mecanismos de representación política y de los aparatos ideológicos de la sociedad civil (Duhalde, 1999, pp. 269-282).

El concepto de Estado terrorista establece, entonces, que la estructuración del Estado clandestino tiene como condición de posibilidad, como presupuesto, la supresión del gobierno constitucional por parte de las Fuerzas Armadas. Como he señalado en la Introducción, la investigación sobre el Operativo Independencia refuta ese anudamiento entre un proceso y otro, pues muestra que es un anudamiento posible pero no necesario. Allí se estructuró eso que Duhalde llama “Estado clandestino” durante un gobierno constitucional; es decir, que no necesitó como presupuesto la existencia de un gobierno militar.

Pero cuestionar ese anudamiento no invalida necesariamente la caracterización de Duhalde sobre el aparato represivo y su operatoria. Complementando sus definiciones con las realizadas por Conte y Mignone bajo el concepto “doctrina del paralelismo global” (1981), el funcionamiento del aparato represivo de Estado bajo la dictadura militar implicó, de manera sintética, cuatro grandes puntos:

  1. El desdoblamiento de los aparatos coercitivos de Estado en una faz pública y sometida a las leyes y otra clandestina. Esta última tiene un carácter institucional: se crea a partir de las estructuras ordinarias preexistentes y está conectada a ellas por las jerarquías de los mandos ordinarios.

  2. Así como la faz pública está sometida a leyes (de elevados niveles de excepcionalidad), la faz clandestina también está sometida a una regulación, pero de otro tipo: un cuerpo de normativas secretas organizó y reguló la acción clandestina.

  3. La actividad clandestina se organizó de manera centralizada, pero, al mismo tiempo, se ejecutó de manera descentralizada por Arma y, dentro de ellas, por territorio. Esa ejecución descentralizada implicó una fuerte flexibilidad operativa a través de la conformación de grupos de tareas. Todo ello implicó márgenes de autonomía en la implementación local de la represión.

  4. La desaparición forzada de personas fue el método predominante del accionar clandestino. Su secuencia típica fue la identificación de la víctima mediante actividades de inteligencia, su secuestro, reclusión y tortura en Centros Clandestinos de Detención, seguidaos por la liberación, legalización, asesinato o ejecución clandestina con desaparición del cadáver. Esta secuencia típica tuvo una serie de prácticas asociadas y constitutivas como la apropiación de niños, el robo de bienes, y la negación sistemática de información a familiares.

Esta caracterización tiene una lectura posible que consiste en tomar estas características como un listado de elementos, poniendo el énfasis en los aspectos clandestinos y opacando el carácter dual del conjunto de la actividad represiva estatal.

Así, lo característico de la represión dictatorial es instalar centros clandestinos de detención, estar organizada por normativas secretas, funcionar de manera centralizada con características similares en todo el país y tener como resultado central desaparecidos y niños apropiados.

Este tipo de énfasis pone en primer plano los elementos más determinantes de esta nueva forma de violencia estatal (centro clandestino de detención, desaparecido, normativas clandestinas) a los que se ha llegado por la vía de analizar (descomponer en partes) la globalidad del accionar represivo.

Acierta, por esta vía, en señalar aquellos productos más específicos de ese modo de producción de la violencia estatal. No obstante, al opacar la dimensión global de la represión y su proceso de producción en pos de sus resultados más destacados, esta lectura del concepto genera algunos problemas.

En términos más generales, una lectura de este tipo tiene problemas para distinguir aquello que es novedoso. Si tomamos esas características como una enumeración de elementos, nos encontramos con que hubo normativas secretas antes de ese período, también hubo desaparecidos y, tanto antes como después de la dictadura, el Estado ejerció acciones represivas clandestinas.

En el caso que he investigado –y probablemente suceda lo mismo en muchos otros casos– el problema era otro: esas formas icónicas de la represión dictatorial explican sólo una parte de las prácticas represivas. Junto con ellas, ese nuevo modo de producción de violencia estatal generó otros resultados: sólo un tercio de los espacios denunciados como lugares de detención clandestina constituyen “verdaderos” CCD; al resto difícilmente podemos asignarle ese nombre. Al menos la mitad de sus reclusos, durante 1975, no fueron asesinados y sus cuerpos desaparecidos, sino que fueron liberados. En algunas zonas hasta el 70 % de las víctimas fueron liberadas en lugar de ser exterminadas y desaparecidas.

Ante tales constataciones hay tres salidas posibles. La primera es plantear que Tucumán es una excepción a la regla. La segunda, declarar la caducidad del concepto: Tucumán sería la muestra acabada de que esta forma modélica de represión no existió, o fue tan solo una parte. He elegido, en cambio, una tercera vía que consiste en hacer otra lectura del concepto, una interpretación que pone énfasis en el desdoblamiento del conjunto de la actividad represiva y no en la clandestinidad de alguno de sus elementos.

En ese sentido, el término “paralelismo global” utilizado por Conte y Mignone (1981) es más preciso que la expresión “Estado clandestino” porque pone el acento en el conjunto de la actividad represiva. La represión pública, dirán, es la parte visible de un gigantesco iceberg, cuya base está formada por la actividad paralela y secreta. Ambas conforman el iceberg, es decir, son parte de una misma trama con conexiones permanentes y no exentas de conflictos.

Dentro de esa definición que delimita como primer objeto la globalidad de la represión, lo clandestino no refiere a un lugar, una fuerza o una acción sino a un principio organizativo: abarca desde la producción de normativa, pasando por la organización de las estructuras operativas; las detenciones; y el equivalente a la instrucción de la investigación y la aplicación de penas, ejercido por la actividad de inteligencia y la ejecución clandestina y sin juicio.

Desde esta perspectiva, se define un proceso de producción –no alguno de sus resultados– caracterizado por la dualización del aparato represivo de Estado o el desdoblamiento de su accionar represivo.14 El centro clandestino de detención, la figura del desaparecido serían los productos más acabados de ese modo de producción. Pero no necesariamente los únicos.

Considero que esta lectura permite sortear las críticas y advertencias ya reseñadas. Y, sobre todo, les otorga plasticidad a los conceptos permitiendo captar los múltiples matices de un caso empírico sin perder, por ello, la capacidad de hacer inteligible la lógica de conjunto.

Por un lado, permite pensar aquello que tiene de novedoso la represión dictatorial sin negar las líneas de continuidad con períodos previos e incluso posteriores. El concepto no pierde vigencia cuando se señala que antes del golpe de Estado y también con posterioridad al retorno democrático existieron desaparecidos, asesinatos políticos, represión clandestina, tortura o aspectos clandestinos en la organización de las agencias represivas. Lo que no pasó ni antes ni después es que el Estado canalizara la mayor parte de su actividad represiva por una vía clandestina institucionalizada y que el grueso de sus víctimas no llegara a pasar por la faz pública.15

Por el otro, facilita la observación de aquellas prácticas represivas que no son estrictamente clandestinas y de los puntos de articulación o solapamiento entre ambos niveles. Este enfoque tiende a pensar la forma que asume la actividad represiva en su conjunto, sin establecer a priori una diferencia de naturaleza entre lo clandestino y lo público, lo legal y lo ilegal, los desaparecidos y los presos, las cárceles y los CCD. Por supuesto que estas distinciones cuentan, pero antes que concebirlas como universos separados se las piensa en conjunto. Para aludir a ello con una metáfora, el surgimiento de la faz clandestina no se produce por adición sino por desdoblamiento de la actividad represiva.

Esta relectura de los conceptos “Estado clandestino” y “paralelismo global” ha sido el resultado de la investigación sobre el caso Operativo Independencia. En lugar de explicar la naturaleza de la violencia estatal de nuevo tipo a partir de sus productos más acabados, he seguido allí una lógica inversa. He suspendido, por un momento, esos productos modélicos (centro clandestino, desaparecido, etc.) para restituir la unidad de la práctica represiva, en sus distintas modulaciones y formas de organizaciones.

Así, por ejemplo, he considerado la totalidad de espacios en los que hubo personas detenidas. El análisis de su funcionamiento global hizo reemerger el Centro Clandestino de Detención, pero ahora en el contexto más amplio de su producción, que incluye otros tipos de espacios ya no como excepciones sino como partes de una red. Con la misma lógica, al considerar la totalidad de las víctimas ha reemergido la centralidad de la figura de la desaparición forzada pero ahora de manera desdoblada: en su vertiente desaparición/eliminación y en el par desaparición/aparición (Lampasona, 2013).

En definitiva, la apuesta de esta investigación ha sido abordar una modalidad histórica específica, acotada, de ejercicio de la represión estatal sin renunciar, por ello, a pensar cuáles son las lógicas de conjunto. La relectura del concepto “Estado terrorista” reseñada ha provisto las guías analíticas necesarias para entender la lógica común: dualización de las estructuras represivas, clandestinización del circuito represivo desde la producción de órdenes hasta la ejecución de la pena, etc. La investigación histórica de las prácticas efectivas ha sido el camino para, según la consabida frase de Marx, elevarnos de lo abstracto a lo concreto.

A modo de cierre

Los debates reseñados y las respuestas propuestas a través de una relectura del concepto “Estado terrorista” se han ajustado estrictamente a un objeto de estudio delimitado analíticamente: las formas de ejercicio de la violencia estatal. A modo de cierre, quisiera señalar dos elementos complementarios que dan sentido a este objeto de estudio más acotado y, al mismo tiempo, sobredeterminan las formas de comprenderlo.

Me refiero, por un lado, a que todo proceso represivo adquiere inteligibilidad en el marco más amplio de las confrontaciones sociales. Los mecanismos coactivos de Estado y las políticas de aniquilamiento son pasibles de ser analizados en sí mismos, pero sus ciclos y sus formas, sus puntos de torsión y sus líneas de continuidad sólo pueden ser explicados en el contexto más amplio de las luchas que atraviesan a la sociedad.

Por otro lado, la insistencia en el estudio de las formas de la violencia estatal está vinculada fundamentalmente a un intento por comprender los efectos más amplios que generan. El poder punitivo de Estado tiene siempre un doble destinatario: se ejerce sobre los cuerpos de unos a la vez que emite mensajes y comunica hacia otros. Que las formas de encierro predominante en determinado momento histórico sean en cárceles o en centros clandestinos, que el asesinato político exista o no, que tenga la forma de la desaparición o la exposición de cadáver nos habla de técnicas de poder distintas y, por lo tanto, de efectos e incidencias sociales diferentes. En definitiva, que los mecanismos de coacción y dominación estatal sean inmemoriales no nos exime de la necesidad de conocerlos y analizarlos en sus múltiples y siempre renovadas formas.

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Notas

*Cv de la autora: Socióloga y Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Becaria posdoctoral del Consejo de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Investigadora del Centro de Estudios sobre Genocidio de la UNTREF y del Observatorio de Crímenes de Estado (UBA). Profesora de posgrado en la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF) y de la carrera de Sociología de la UBA. Es editora de la Revista de Estudios sobre Genocidio. Investiga sobre las formas de la violencia estatal durante el Operativo Independencia (Tucumán).

1Daniel Feierstein (2007) analiza estas derivas de sentido en el uso del término “terrorismo de Estado”, advirtiendo sobre la despolitización que generaron con relación al concepto tal y como había sido desarrollado por Duhalde (pp. 279-283).

2Para un análisis de la discursividad y formas organizativas de familiares de represores en Argentina, ver Goldentul (2017) y Salvi (2018). Sobre las implicancias tácitas que genera el uso del término “terrorismo” para referirse a la acción genocida del Estado, ver Feierstein (2018).

3Esta diferenciación de perspectivas fue planteada por Bárbara Ohanian (2018) con respecto a la categoría memoria, y de allí fue tomada (p. 26).

4Un balance de la historiografía sobre el pasado reciente puede consultarse en Águila, Luciani, Seminara y Viano (2018).

5D’Antonio y Eidelman (2013) y Acha (2010) recorren las producciones tempranas en torno al conflicto social y la represión en los sesenta y setenta. Para una reflexión sobre los cambios en las formas de producir teoría, ver (Ansaldi, 2017).

6Para las transformaciones que implica este nuevo régimen de memoria, sus características y sus vínculos con los procesos más amplios de transformación de la sociedad, ver Ohanian (2018), Montero (2011) y Guglielmucci (2013).

7Para un balance sobre las principales áreas temáticas desarrolladas en la historiografía sobre el pasado reciente, consultar (Acha, 2017; Águila, 2012, 2017; Alonso, 2010; Basualdo, 2016a; Camarero, 2015; Franco y Lvovich, 2017; Lvovich, 2017; Pittaluga, 2017).

9Este acuerdo es matizado por Gabriel Périès (2013), un destacado analista de las doctrinas represivas. Como conclusión de su análisis de la técnica de identificación dactiloscópica desarrollada por Vucetich a fines del siglo XIX, afirma que las políticas represivas después de la Guerra Fría serán "un simple proceso de reactualización del dispositivo técnico y normativo de identificación. Por lo tanto, más continuidades que rupturas" (p. 47).

10No es necesario indagar mucho más para alcanzar a vislumbrar, tras esas críticas, una discusión de otro orden que ha hecho correr tinta a lo largo de décadas: el rol del intelectual y, más en general, el vínculo entre la producción de conocimiento y la política. En el ámbito de estudios sobre el pasado reciente esta discusión no ha sido tan explícita, a excepción, quizá, del rol de los científicos sociales e historiadores en los juicios contra los crímenes de Estado que se reabrieron en la Argentina a partir de 2006 (Águila, 2014; Basualdo, 2016b; Hourcade, 2016; Silveyra, Schneider y Crocco, 2017; Slatman, 2016). En otra línea de análisis, Acha (2017) ha realizado un trabajo sobre las intervenciones públicas de profesionales de la historia en relación con los usos políticos del pasado reciente durante el gobierno de la Alianza Cambiemos. Para un debate más general sobre el rol del intelectual en el contexto actual, ver (González, Svampa y Grüner, 2012).

11Para un análisis crítico de esos usos sociales, ver Feierstein (2007, 2018).

12Ni antes, ni mucho menos después, del 11 de septiembre de 2001 existió una definición medianamente consensuada acerca de qué significa terrorismo. Con ese término se designa desde el uso indiscriminado del terror contra población civil hasta la más laxa y omnicomprensiva idea de crear alarma social con fines políticos mediante actos de (una también indefinida) violencia. De este modo, el término funciona, antes que como un concepto, como un constructo eficaz para estigmatizar opositores y construir enemigos. Es cierto que el sentido general que le da Duhalde a este término remite a “uso generalizado del terror”, pero el término “terrorismo” está lejos de referirse a ese aspecto específico. Para otra crítica al uso del término “terrorismo”, ver (Feierstein, 2018).

13Duhalde (1999) reconoce explícitamente la afinidad entre su planteo y el de Conte y Mignone: “A lo que nosotros denominamos doble faz del Estado, el Estado clandestino, es lo que el `Centro de Estudios Legales y Sociales de Buenos Aires´ [Conte y Mignone] denomina el doble plano de la normatividad, al hacer la caracterización y denuncia del proceso argentino. La denominación del CELS es acertada en tanto todo ese accionar está reglado, jerárquicamente organizado, y participa en él el conjunto de aparatos represivos del Estado, pero resulta insuficiente –en tanto se reduce al plano de la normatividad– para describir el complejo de actividades que importa, razón por la cual hemos preferido denominarlo como ‘el Estado clandestino’” (p. 252).

14Gabriel Périès vincula este principio a los aprendizajes del Ejército francés durante su acción en Indochina. Tomando como modelo las “jerarquías paralelas” sobre cuya base el Viet-minh organizaba su resistencia, el Ejército elaboró las formas de acción propias de la Doctrina de la Guerra Revolucionaria, que incluyó el desdoblamiento de su acción en estructuras públicas y clandestinas. También Rita Segato ha utilizado la noción de desdoblamiento para analizar las formas contemporáneas de ejercicio de la violencia en países como México. En su razonamiento, el Estado utiliza sus fuerzas y la violencia legítima de que dispone para proteger la propiedad en su faz legal. Existe un enorme substrato de economía ilegal, cuya protección estará a cargo de fuerzas de seguridad propias que se ocuparán de proteger la propiedad de sus dueños. En algunos ensayos llamó a esta otra faz “segundo Estado” (Segato, 2006); en otros, los llamó “segunda realidad” (Segato, 2014).

15Digo “el grueso de sus víctimas” porque una parte de ellos sí llegó a las cárceles. La diferencia con el período anterior es que la faz pública fue subsidiaria de la clandestina. En efecto, al menos en los casos en que he analizado (Jemio, en prensa), todos los presos políticos llegaron a las cárceles después de haber pasado previamente por al menos un centro clandestino de detención. No estoy negando con ello la existencia de presos políticos, que los hubo y muchos.

Recibido: 27 de Abril de 2020; Aprobado: 27 de Julio de 2020; : 01 de Septiembre de 2021

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