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Revista del Museo de Antropología

versión impresa ISSN 1852-060Xversión On-line ISSN 1852-4826

Rev. Mus. Antropol. vol.16 no.2 Córdoba  2023  Epub 31-Ago-2023

http://dx.doi.org/10.31048/1852.4826.v16.n2.39216 

Antropología Social

De nación, erudición y racismo. La narrativa arqueológica de Belisario Díaz Romero en Bolivia (1904-1925)

Of nation, erudition, and racism. Belisario Díaz Romero’s archaeological narrative in Bolivia (1904-1925)

Juan Villanueva Criales1 

1Instituto de Arqueología y Antropología Cultural, Universidad de Bonn, Alemania. E-mail: juan.villanuevacriales@gmail.com

Resumen

Este artículo recorre la narrativa arqueológica de “aloctonismo racial” desarrollada por Belisario Díaz Romero en Bolivia entre 1904 y 1925. Se resume la biografía del autor y se disecciona la narrativa, resaltando sus ideas centrales y relacionándolas con el estado de las discusiones de su época. Se plantea que Díaz Romero, erudito y fanático de la “ciencia positiva”, incorporó selectivamente a su narrativa argumentos -algunos para entonces ya obsoletos- procedentes de varias disciplinas científicas sociales y naturales. Se analizan las estrategias del autor en el contexto político-intelectual de su época, relacionando su narrativa con el auge del “estado oligárquico” liberal; se propone que el alocotonismo racial, al glorificar a un Tiwanaku prehispánico “blanco” y emplazar a los ancestros de los indígenas contemporáneos como agentes destructivos, era funcional a los objetivos del estado-nación boliviano. Finalmente, se pondera el impacto de las nociones raciológicas de Díaz Romero sobre Arthur Posnansky y, mediante este último, sobre la arqueología boliviana de los años 30 y 40.

Palabras clave: Historia de la arqueología; Racismo; Tiwanaku; Siglo XX; Bolivia

Abstract

This paper presents an overview of a “racial allocthonism” narrative, developed by Belisario Díaz Romero in Bolivia between 1904 and 1925. It summarizes the author’s biography and it dissects the narrative, highlighting its main ideas and relating them to the state of debate at that time. It also posits that Díaz Romero, a polymath and fanatic of “positive science”, selectively incorporated arguments -sometimes then already obsolete- from diverse social and natural sciences. The author’s strategies within the intellectual-political context of his time are analyzed, linking his narrative to the heyday of the liberal “oligarchic state”; the paper suggests that by glorifying a “white” pre-Hispanic Tiwanaku and place the contemporary indigenous ancestors as destructive agents, racial allocthonism was functional to the objectives of Bolivian nation-state. Finally, the impact of Díaz Romero’s raciological notions on Arthur Posnansky and, through the latter, on 1930s and 1940s Bolivian archaeology is pondered.

Keyword: History of archaeology; Racism; Tiwanaku; 20th century; Bolivia

Los estudios sobre la historia de la arqueología boliviana se enfocan principalmente en dos narrativas: el autoctonismo de Arthur Posnansky entre 1930 y 1946; y la historia cultural de Carlos Ponce Sanginés entre 1953 y 1982 (Albarracín 2007; Browman 2005; Ponce 1994). Ambas narrativas corresponden a un período histórico caracterizado por discursos indigenistas y nacionalistas; la de Posnansky responde a su surgimiento y la de Ponce a su consolidación. Sin embargo, la institucionalización de una arqueología nacionalista conllevó los primeros intentos por escribir una historia de la disciplina donde dicha arqueología se reivindicaba como la primera de origen boliviano. Así, el tiempo previo a la revolución nacional de 1952 fue etiquetado como “liberal” y dominado por exploradores y académicos extranjeros (Ponce 1956:19-23); con ello se invisibilizó el recorrido atravesado por el pensamiento arqueológico boliviano desde mediados del siglo XIX. Este texto forma parte de un estudio mayor sobre la arqueología boliviana prerrevolucionaria, importante por permitir un ingreso al rol de los discursos científicos en el proyecto del Estado-nación.

Las amplias proporciones demográficas y visibilidad de las sociedades indígenas en Bolivia contrastan con su historia de subalternización y explotación por élites políticas y económicas neocoloniales, modernistas y racistas. Los llamativos remanentes del pasado prehispánico, especialmente en Tiwanaku y otros sitios del altiplano andino, requirieron narrativas científicas que solucionasen la tensión entre el proyecto del estado y el mundo indígena. Así, la arqueología boliviana prerrevolucionaria plantea discursos autoctonistas en dos momentos especialmente críticos para el Estado boliviano: primero, el “hiperautoctonismo” de inspiración filológica defendido por Emeterio Villamil o Vicente Ballivián (Villanueva 2022), se emite en tiempos de caudillismo militar y fricciones limítrofes, principalmente la guerra del Pacífico (1879-1884). Luego, un autoctonismo basado en el concepto de raza (Villanueva 2023a), es defendido principalmente por Posnansky y toma forma en los años de la Gran Depresión y la guerra del Chaco (1932-1936), que impulsan sentimientos nacionalistas. En esos momentos críticos, las narrativas arqueológicas enfatizaron antiquísimos orígenes locales a pueblos y monumentos prehispánicos, otorgando a los bolivianos referencias de legitimidad y orgullo patrio.

Sin embargo, entre esas dos crisis se extiende medio siglo del denominado “estado oligárquico”, controlado por empresarios mineros, con predominio de la ideología liberal y la fe en el progreso. Un desarrollo tecnológico y económico sin precedentes dependió del expolio de tierras y fuerza de trabajo indígena para configurar haciendas privadas funcionales a la gran minería, definiendo relaciones sumamente tensas entre estado e indígenas (Klein 1982:167). Entonces, la intelectualidad boliviana construyó discursos que, devaluando al indígena como una amenaza u obstáculo para el progreso nacional, justificasen esta agresión “civilizatoria”. La primera narrativa, de inspiración degeneracionista, fue defendida entre 1880 y 1910 por Nicómedes Antelo, Gabriel René Moreno, Pedro Kramer, Bautista Saavedra o Alcides Arguedas: asignaba a los monumentos arqueológicos una autoría indígena, pero postulaba su inevitable degeneración desde entonces hasta el presente, preconizando su extinción (Villanueva 2023b).

La segunda narrativa, el “aloctonismo racial” construido por Belisario Díaz Romero, es el objeto de este texto. En él se presentarán algunos apuntes biográficos sobre el autor; se diseccionará su narrativa arqueológica, en diálogo con los debates de la época; se ponderará su obra en relación con su contexto histórico-político y su impacto en el pensamiento arqueológico boliviano; y se reflexionará en torno a ciencia, racismo y el proyecto del estado-nación.

Belisario Díaz Romero: apuntes biográficos

Poco se ha escrito sobre la vida y obra de Díaz Romero. A un siglo de su nacimiento, un suplemento del periódico Presencia recogió algunos homenajes (Aliaga 1970; Morales 1970), aunque su biografía más completa se publicó un año antes (Alvarado 1969). Díaz Romero nació en 1870 en La Paz; sus orígenes reivindican raíces españolas a través de su abuelo Pedro Díaz Romero y su madre Trinidad Asturizaga, y afiliaciones militares: su abuelo fue brigadier español; su padre Rafael y su hermano César, coroneles del ejército boliviano. Casado con Victoria Sagárnaga, Belisario tuvo cinco hijos: Víctor, Alberto, Emilio, Willy y Guillermina. Obtuvo su bachillerato en 1886, en el Colegio Nacional Ayacucho (Alvarado 1969: 22), un centro educativo que, desde 1859, presentaba una alternativa de educación laica, distinta del Seminario Conciliar que había imbuido de religiosidad a generaciones anteriores de intelectuales paceños.

Belisario estudió Medicina en la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), y en 1898, durante la Guerra Federal entre el ejército conservador y las fuerzas liberales paceñas, se desempeñó como cirujano militar. El episodio, al que Díaz Romero se refería como “una de las grandes calaveradas de nuestra historia” (Aliaga 1970), parece haberle marcado fuertemente. Escribió su tesis doctoral Las heridas de la guerra, con las nuevas armas de fuego, en 1899 (Alvarado 1969:33), año en que tuvo conocimiento de los confusos eventos de Mohoza, cuando 120 soldados paceños fueron asesinados por las fuerzas aymaras. Después Belisario trabajó para la empresa minera Carreras y los regimientos Abaroa y Bolívar (Alvarado 1969:23), pero en 1904 fue invitado por el geógrafo Manuel Vicente Ballivián, ministro de Agricultura y Colonización, a ocupar puestos públicos como jefe de Agricultura, director del Instituto meteorológico, y profesor del Instituto de Agronomía (Alvarado 1969:23), que alternó con la enseñanza en el Colegio Ayacucho y la UMSA (Aliaga 1970). Para 1925 era director general de Estadística y propaganda geográfica (Alarcón 1925:v). Jubilado en 1927, pasó sus años finales aislado debido a un trastorno severo de la piel, falleciendo en 1940 (Alvarado 1969:31).

En cuanto a su trayectoria científica, en 1900 fue incorporado a la Sociedad Geográfica de La Paz (SGLP), una agrupación intelectual también presidida, desde 1897, por Ballivián (Costa Ardúz 2005). La SGLP concentraba el debate de una nueva generación de intelectuales paceños como Saavedra, Kramer, José María Camacho o Rigoberto Paredes; además, gracias a las conexiones europeas de Ballivián, mantenía correspondencia con Clements Markham, Alphons Stübel o Adolph Bandelier, entre otros. Díaz Romero, bibliotecario de la SGLP, leía fluidamente en varios idiomas extranjeros (Aliaga 1970); tradujo escritos botánicos de Thaddäus Haenke, en alemán; los informes de Mortillet, Guillaume, Neveau-Lemaire y Chervin, de la misión francesa de Créqui-Montfort; y el trabajo escrito en inglés sobre curanderos ambulantes andinos de Wrigley, entre otros. Además, escribió frecuentemente en los diarios y en el Boletín de la SGLP entre 1904 y 1919; sus artículos abarcan desde antropología, lingüística y arqueología hasta botánica, paleontología, geología, meteorología y astronomía (Fierro 2001).

En cuanto al pensamiento de Díaz Romero, Argueta (2009) ha profundizado en su recordada polémica sobre ciencia y religión con el sacerdote salesiano Pedro Marabini entre 1920 y 1921; sin embargo, aborda solo tangencialmente su narrativa arqueológica, sobre la cual, por lo demás, existen solamente dos notas (Gildner 2013; Portugal Ortíz 1970). La presente disección del pensamiento arqueológico de Díaz Romero emplea seis fuentes: sus artículos El idioma aymara y Antropología prehistórica americana: el hombre de Tiahuanacu, publicados en 1904 en el Boletín de la SGLP, contienen sus primeras ideas. Tiahuanacu. Estudio de Prehistoria Americana (1906), es la “clásica” versión extendida de su narrativa, mientras el artículo Tiahuanacu y sus ruinas (1913) y el Ensayo de Prehistoria Americana. Tiahuanacu y la América Primitiva (1920) muestran los ajustes tardíos de la narrativa, luego condensada en la nota Prehistoria Boliviana (1925), en el volumen conmemorativo del primer aniversario de la independencia de Bolivia. Estos textos serán complementados por otros que darán idea de su pensamiento científico y político.

Escenario del argumento racista

Marco científico general . La frenología, aquella controvertida correlación de las capacidades intelectuales y morales con configuraciones cerebrales, fue el puente entre la medicina y la antropología para Díaz Romero, quien tempranamente (1910[1891]:26-27) citaba a Franz Joseph Gall, pionero de la disciplina, para abordar la correlación entre desarrollo cerebral y diferencias raciales. Con esta inclinación hacia la interfaz entre ciencia natural y antropología, otra constante de Díaz Romero fue su defensa de la teoría transformista, reconociendo a Lamarck como precursor y a Darwin como principal exponente (1910[1892]:67). Sus escritos ponderan los “progresos incesantes” de las ciencias naturales y defienden las leyes biológicas de evolución humana, reconociendo a Herbert Spencer como “eminente filósofo de la evolución” (1921:107).

Este “apostolado” positivista llevó a Díaz Romero a confrontarse con el dogma creacionista, subrayando la incompatibilidad entre el transformismo y el génesis (1910[1892]:64-65). Al hacerlo Díaz Romero se distanciaba de su maestro y principal erudito paceño de la generación anterior, Agustín Aspiazu (1897[1889]:56), quien supo encontrar en las leyes naturales a un “Supremo legislador y ordenador”; también del hiperautoctonista Villamil (1939[1872]:93), cuya narrativa sobre Tiwanaku y la lengua aymara proclamaba haber encontrado a Dios en la historia. Los ataques a la religión en su Ensayo de 1920 produjeron la reacción de Marabini (1920) y la réplica Ecclesia versus scientia (Díaz Romero 1921), un “libro de guerra” de la ciencia contra la religión.

Poligenismo y aloctonismo. Siguiendo al naturalista Georges Cuvier y a autores como Armand de Quatrefages o Paul Topinard, Díaz Romero se posicionó como partidario de la pluralidad humana, reconociendo tres especies invariables: blanca, amarilla y negra (1906:7; 1921:168). Pensó la evolución humana en clave poligenista, citando el concepto de “eslabón perdido” entre simios y humanos, anticipado por Haeckel y Adrien de Mortillet y refrendado por el hallazgo del Pithecantropus erectus por Dubois; además, aseguró que ese tronco “pro-hominiano” dio origen a los humanos en tres centros independientes (Díaz Romero 1906:8).

Díaz Romero descartó que algún punto de origen humano se encontrase en América; para ello, al igual que otros americanistas (Nadaillac 1884[1882]; Pi y Margall 1892), empleó el argumento de Haeckel sobre la inexistencia de simios antropoides en el Nuevo Mundo (1910[1904]:63). Quienes apuntaban la posibilidad de estos desarrollos paleontológicos en América, como Markham (1906) o Florentino Ameghino, fueron abiertamente criticados por Díaz Romero (1910[1904]:66), cuya postura aloctonista también contradijo al naturalista Louis Aggasiz, al filólogo Max Müller, y a Alcide D’Orbigny, muy influyente a nivel local (1921:190-191); de este modo, Díaz Romero fue rupturista entre una intelectualidad boliviana tradicionalmente proclive al autoctonismo (Villamil (1939[1872]; Terán 1882; Acosta 1939[1888]; Kramer 1899; O’Connor 1910).

Conexiones preglaciares y migraciones. Postular una América receptora de migraciones externas implicaba explicar la manera en que estas habían arribado al continente; el español Sentenach y Cabañas (1898) planteó una narrativa de cuatro oleadas migratorias procedentes de un centro antropogénico asiático; Díaz Romero replanteó la misma en clave poligenista y racista: la raza blanca había surgido de Europa o la Atlántida, la amarilla del Asia o del océano Indico y la negra del África (1910[1904]:67).

La primera migración habría llegado poco antes de la última glaciación desde la Atlántida, un argumento controvertido que no era nuevo en los Andes: había sido mencionado por Hervás (1800) y popularizado en conexión con crónicas coloniales que hacían referencia a “hombres blancos y barbudos” en el Titicaca (Brasseur de Bourbourg 1861; Chalon 1910[1882]). Díaz Romero se apoyó en “datos científicos” de exploraciones submarinas que detectaban un continente preglaciar que unía Europa y el noreste americano; citando a Perrier, Ameghino y Nadaillac, sostuvo que el centro de la Atlántida estuvo en la porción Sur de la meseta Telegráfica (1906:20-23), incorporando después la obra de Pierre Termier para mayor sustento (1920:54). Díaz Romero presentaba como otras pruebas de la Atlántida las similitudes entre la antigua fauna y flora europea y americana y las tradiciones griegas y egipcias (1906:23-25), asimilándola con la Euráfrica que Daniel Brinton emplazó como origen de la inmigración a Sudamérica en 1901 (1906:38).

En cuanto a las conexiones con Asia, Díaz Romero descartó la idea monogenista de un origen humano en Asia meridional, postulando a un continente supuestamente sumergido en el Océano Pacífico como origen de una raza aria (1906:5-6,46); la conexión con Egipto y el mundo ario-semítico tenía a Castelnau (1851) y al filólogo Vicente Fidel López (1871) como precursores. Finalmente, siguiendo a Ameghino, Díaz Romero sostuvo que la costa atlántica sudamericana tuvo conexiones terrestres con África antes de la emergencia de los llanos amazónicos y chaqueños (1906:26). Con esto, construyó el escenario para una historia de oleadas migratorias, con diferentes características raciales, expresiones arqueológicas y correlatos lingüísticos, a América y en particular a la meseta andina (Figura 1).

Figure 1 Scenario of migrations to America according to Díaz Romero. 

Cráneos y razas. Según Díaz Romero (1906:7-8) dos especies humanas eran dolicocéfalas (cabeza alargada), y una -la amarilla-, braquicéfala (cabeza redondeada); para sustentar esto recopiló discusiones entre Schauffhausen, Vogt, Huxley y Haeckel. La craneometría y el discurso raciológico tenían entonces una larga trayectoria en relación con los Andes. Durante el siglo XIX, en el auge del determinismo racial en Europa, el cráneo alargado había sido vinculado a razas americanas “civilizadas”, como los constructores de Tiwanaku; en cambio, el cráneo redondeado se vinculaba a razas “bárbaras” y a los indígenas contemporáneos (Desmoulins 1826; Pentland 1835; Morton 1839; Tschudi 1846). Sin embargo, D’Orbigny (1839:120-121) cuestionó esta noción al apuntar la existencia de deformaciones craneanas intencionales en los Andes, siendo secundado por otros especialistas (Morton 1851, Bibra 1854, Gervais 1855); hacia 1850, los cráneos andinos formaban parte, incluso, de detallados ensayos sobre deformaciones craneanas a nivel mundial (Gosse 1855).

Aunque a mediados del XIX algunos aún sostenían el origen natural de las deformaciones craneanas (Rezius 1864[1848]; Knox 1850; Latham 1851), o la persistencia de patrones raciales en las mismas (Quatrefages y Hamy 1882), para finales del siglo se había posicionado la interpretación de las deformaciones craneanas como atributos culturales más que raciales (Broca 1878; Bandelier 1910). Sin embargo, Díaz Romero nunca mencionó una palabra sobre la deformación craneana intencional.

La narrativa arqueológica de Díaz Romero

La primera raza en América. Díaz Romero otorgó un carácter dolicocéfalo, blancoide y europeo a la primera raza llegada a América; esta raza, en la obra temprana de Díaz Romero (1910[1904]:63; 1906:11), se correspondía con el hombre de Neanderthal, cuya dolicocefalia sostuvo recopilando información sobre los cráneos recolectados en Lagôa Santa, Brasil, por Lund; en el Perú por Castelnau; y en el Titicaca por Bibra1 (1906:14). Siguiendo a Langeau, Díaz Romero señaló que estos “atlantes blancos”, distintos de los arios braquicéfalos de Persia y la India, vendrían de Europa sudoccidental y el noroeste africano (1906:26). Posteriormente Díaz Romero pasó a atribuir la primera inmigración a una “raza inteligente y civilizada, posiblemente los atlantes de Cro-Magnon” (1920:35-37) y, secundando la hipótesis de conexión lingüística ibero/vasca - americana de Julien Vinson, asimiló a esta raza atlanta con “antiguos españoles” (1920:89; 1925:140).

Díaz Romero complementó sus argumentos craneológicos con observaciones arqueológicas, postulando coincidencias entre los utillajes líticos americanos y los del paleolítico y neolítico europeo, estudiados por Mortillet, Hamy o Salmon (1910[1904]:63; 1906:17). Citó a Figuier y Mortillet sobre la contemporaneidad del hombre cuaternario europeo con fauna extinta para referir los hallazgos de utensilios líticos y restos animales en Norteamérica por Abbott, Koch, Dickson, Mattison y Whitney; los de Moreno y Ameghino en la Patagonia y otros puntos de Argentina; y los hallazgos paleontológicos de Lars Sundt en Ulloma, Erland Nordenskiöld y los hermanos Echazú en Tarija y el Chaco boliviano (Díaz Romero 1906:10-12). Finalmente, entendiendo que ciertas puntas de flecha recolectadas por la misión francesa de 1903 en Tiwanaku eran iguales a las de Ameghino, Díaz Romero (1906:13) planteó conexiones con la pampa argentina, que años después (1913:53) reforzaría citando el trabajo de Estanislao Zeballos.

La Tiwanaku atlante. Díaz Romero no ahorró epítetos de admiración hacia la antigüedad de Tiwanaku, para él anterior a Menfis, Nínive, Persépolis o Pekín, “gigante, formidable y venerable” (1910[1904]:62; 1906:1-2). Al respecto, el carácter preincaico de Tiwanaku, una idea frecuente en las crónicas coloniales compiladas por Humboldt (1810), o Prescott (1851[1847]), había sido reconocido por varios naturalistas y viajeros (Pentland 1975[1826]; D’Orbigny 1839; Tschudi 1869; Scrivener 1865; Forbes 1870). Sin embargo, para la época de Díaz Romero Tiwanaku ya estaba emplazado en cronologías andinas generales, una tendencia insinuada por Rivero y Tschudi (1851) y consolidada por Middedorf (1891) o Uhle (1910[1904]; Stübel y Uhle 1892); empleando la estratigrafía y rechazando el catastrofismo, estos autores otorgaban a Tiwanaku una antigüedad máxima de dos mil años y detectaban fases culturales anteriores en regiones peruanas como Trujillo, Pisco o Ica. Rechazando esta posibilidad, Díaz Romero adhirió a una idea menos mesurada: una exacerbada antigüedad de Tiwanaku que la situaba como la primera civilización americana; por razones chauvinistas, esa idea era tradicional entre autores locales como Pazos (1834); el ya mencionado Villamil (1939[1872]); Terán (1882), quien le asignaba un carácter antediluviano; o Kramer (1899), colega de Díaz Romero en la SGLP.

En las esculturas de Tiwanaku, Díaz Romero reconoció dos periodos debidos a dos razas sucesivas (1910[1904]:62; 1906:36). La idea, ya planteada por Bollaert (1860), Forbes (1870) y sobre todo Mitre (1954[1879]), estaba también vinculada con la noción de un “segundo Tiwanaku” subterráneo (Benatti 1877, en Podgorny 2010; González la Rosa 1909; Nestler 1913). Lo novedoso de Díaz Romero consistió en dotar a estas fases de contenido raciológico y origen claramente foráneo. Díaz Romero situó la construcción de la primera Tiwanaku cerca al 12.000 a.C., poco después de la última glaciación (1906:19, 42), en base a correlaciones con la arqueología europea: en el sector de Kalasasaya, que presentaba alineaciones de grandes piedras verticales2, encontró similitudes con los menhires de Bretaña, Carnac y Stonehenge (1906:30), también planteadas por otros autores (Squier 1909[1877]; Saavedra 1903; Markham 1906). Esta fase era visible (Figura 2) a nivel escultórico, según Díaz Romero, en los “gigantes” de arenisca ubicados a la entrada de la iglesia del pueblo; siguiendo a Mitre, Díaz Romero percibía el “arte primitivo” como naturalista; esas dos estatuas de estilo “realista”, representarían a personajes o tipos raciales atlantes (1906:36, 41). Posteriormente, y ya por influencia de Posnansky, Díaz Romero (1925:142-144) incluyó al “palacio” o templo subterráneo entre las estructuras de esta primera época.

Figure 2 Remains of the “first Tiwanaku” according toDíaz Romero (1925). A. Monolith in front of Tiwanaku Colonial church. B. Stone linings in Kalasasaya. C. Semi-subterranean temple. 

Postulando una continuidad con los primeros pobladores, Díaz Romero asignó la primera fase de Tiwanaku a la raza dolicocéfala blancoide. Al proclamar esta idea, que emerge muy temprano en su carrera, abandona su habitual tono erudito:

“el hombre primitivo que pobló América, es el autor de aquel Tiahuanacu y sus admirables obras, y este hombre primitivo americano, ha venido del Atlántico. ¡Es el mismo que ha vivido en Europa, antes que el elemento ariano se infiltrase allí! (…) Con los datos de la ciencia, con la antropología al frente, hoy podemos asegurar con toda firmeza que el hombre de Tiahuanacu ha tenido sus hermanos en Europa y ambos su padre o su tronco común en el continente atlántico que, podéis pasmaros, ¡lectores! Fue la Atlántida de Platón de la que apenas hoy la fábula y la leyenda conservan algún recuerdo. Pero este continente ha existido y la raza que tuvo su cuna allí, es la que colonizó primero Europa y después América.” (1910[1904]:62-63)

Percibir a Tiwanaku como obra, no de los indígenas sino de esos “primeros americanos” era central en la narrativa de Díaz Romero. Tanto Uhle como Posnansky, quienes atribuían la autoría de Tiwanaku a los aymaras, fueron acusados de “aymarófilos” que no reconocían la existencia de “una raza dolicocéfala antropológicamente más antigua que los braquicéfalos del altiplano” (Díaz Romero 1913:53-55). En su auxilio Díaz Romero (1920:26) refirió que el antropólogo Paul Gervais había definido como dolicocéfalos los cráneos recuperados por Castelnau en Tiwanaku, más antiguos que aquellos, braquicéfalos, recogidos por D’Orbigny en chullpas aymaras3.

El primer colapso: de invasión a catástrofe. El final de la primera Tiwanaku es un aspecto cambiante en la narrativa de Díaz Romero. En la versión más temprana el fin de esta fase sobreviene por contacto con una migración de origen asiático; los atlantes o antis habían degenerado y fueron invadidos por los arios, más guerreros y con superiores armas metálicas (1906:42, 83). Por contraste, en una segunda iteración de la narrativa, el final sobreviene por una catástrofe natural (1913:54-55).

Al respecto, Díaz Romero tuvo una perspectiva especial de la geología local, influida tanto por Aspiazu (1897), quien había establecido el levantamiento silúrico de la cordillera andina, como por Sundt (1907[1892]), para quien dicho levantamiento se había completado entre el terciario y el cuaternario. Conciliando ambas visiones, Díaz Romero postuló que la cordillera oriental era temprana, mientras la meseta altiplánica y la cordillera occidental surgieron tardíamente, englobando las aguas del Pacífico en un mar interno, que escurrió al oriente hasta que los glaciares lo encerraron y, desde entonces, se secaba gradualmente (1906:28); por tanto, en tiempos de Tiwanaku las orillas del lago alcanzaban al sitio y el clima era más templado porque el altiplano aún no había terminado de ascender (1906:2, 63). La idea de que el Titicaca tuvo mejor clima en tiempos remotos era popular desde que varios estudiosos observaran que, por su supuesta improductividad, la región no podía sostener una civilización (Pentland 1975[1826]; Markham 1902[1871]; Nadaillac 1884[1882]); otros sustentaban el alto nivel del antiguo lago en las observaciones realizadas en el siglo XVI por Diego de Alcobaza, recogidas en la crónica de Garcilaso (Inwards 1884; Nestler 1913) y en otras observaciones geográficas (Weddell 1853; Boallert 1860; Conway 1901).

El ajuste realizado por Díaz Romero desde 1913 consistió en plantear el levantamiento de la cordillera como un cataclismo destructor de la primera Tiwanaku; para ello adelantó su construcción al último período interglaciar (1920:45). La elevación cordillerana, acaecida en la última glaciación, cubrió de nieve la ciudad (1920:145-148), que luego fue arrasada por aguas de deshielo glaciar (1920:9). El catastrofismo no era novedoso en Bolivia, pero estaba ligado a la narrativa bíblica del diluvio (Terán 1882; Abecia 1906; O’Connor 1910; Paredes 1916); Díaz Romero adscribió en cambio a un catastrofismo “científico” influido por Posnansky (1911, 1914), quien postuló glaciaciones, inundaciones, movimientos sísmicos y erupciones volcánicas como causas del final de Tiwanaku. Díaz Romero insertó esta catástrofe en su marco de migraciones al vincularla con el hundimiento de la Atlántida (1920: 48-49).

La Tiwanaku aria. En un momento muy temprano de su narrativa, Díaz Romero (1910[1904]) otorgó la autoría de la segunda Tiwanaku a los aymaras, caracterizados como mongoles braquicéfalos llegados por el estrecho de Bering. Sin embargo, desde 1906 (43, 83) el autor desplazó a los aymaras a una etapa posterior y atribuyó la segunda Tiwanaku a arios barbados, de gran talla y ojos grises, llegados del sudeste asiático a través del puente terrestre sumergido bajo el Pacífico.

La manifestación arqueológica de los arios sería la segunda etapa escultórica de Tiwanaku (Figura 3), representada principalmente por la “Portada del sol”, la mayor parte de las estelas entonces visibles en el sitio y los bloques labrados en andesita gris del sector hoy llamado Pumapunku (Díaz Romero 1906:35-36; 1925:142-143). El material lítico volcánico plantearía relaciones con la Isla de Pascua (Díaz Romero 1906:31-36) y sus imágenes de divinidades, similitudes religiosas con el Pacífico, Caldea y Egipto (1906:37), noción postulada antes por Castelnau. Díaz Romero sostuvo que este arte imaginativo y simbólico, con influencia oriental, incorporaba como marca aria el culto solar; para ello citó a Dupuis y al estadounidense Ignatius Donelly (1906:42-44). Para Díaz Romero esas similitudes hablaban de un origen común de Egipto y Tiwanaku en el tronco ario; refiriendo a egiptólogos como Braun, Lesley y Renan, dató esta inmigración en el 8.000 a.C., mil años antes de la construcción de Menfis (1906:45-47), aunque más tardíamente le asignó 6.000 años de antigüedad (Díaz Romero 1925:140).

Figure 3 Remains of the “second Tiwanaku” according toDíaz Romero (1925). A. “El Fraile” monolith. B. Gateway of the Sun. C. Stone blocks in Pumapunku. 

Al respecto, Díaz Romero acertó al percibir Kalasasaya, el Templete semisubterráneo y las esculturas de la iglesia del pueblo en un momento anterior a la Puerta del sol, los monolitos visibles en el sitio o los bloques tallados de Pumapunku. Sin embargo, exageró la antigüedad de ambas fases por varios miles de años; excavaciones y fechados radiocarbónicos de décadas posteriores asocian las manifestaciones de la “primera Tiwanaku” de Díaz Romero con la porción final del período Formativo (200-500 d.C.), y aquellas de la “segunda Tiwanaku” con el período Tiwanaku propiamente dicho (500-1100 d.C.). (Janusek 2008).

El autor emplazó también, en esta segunda Tiwanaku, el arribo del idioma aymara -independiente de la “raza” aymara -, admitiendo como válidos los parentescos detectados entre el sánscrito y el aymara por filólogos autoctonistas como Villamil o Isaac Escobari (Díaz Romero 1904:426) y alineándose con una tendencia mayor a vincular lenguas andinas con el sánscrito, árabe, hebreo o sumerio-asirio (López 1865, 1871; Falb 1883; Sentenach y Cabañas 1898; Patrón 1907; Larraburre y Unanue 1909). El aymara fue posicionado por Díaz Romero (1904:427) como la lengua ariana y el idioma del imperio de Tiwanaku; apoyándose en el filólogo Gustave Lefevbre se esforzó por establecer que no pertenecía a los idiomas americanos (1906:50.53); era una lengua aglutinante, como otras americanas, pero empleaba también la flexión que Hovelacque estableció como característica de idiomas indoeuropeos.

En sus escritos tardíos, Díaz Romero enfatizó la “blanquitud” de los arios, al describirlos como mesocéfalos resultantes de un cruce temprano con la raza blanca; el aymara fue posicionado entonces como un idioma atlante-ario (1920:135). Esta redefinición recibió la influencia de Paredes (1916), quien había vinculado a Tiwanaku con los legendarios kollas o kollanas liderados por Huyustus. Díaz Romero asimiló a kollas y arios (1920:137-138), revistiéndolos de características prestigiosas: pasaron a ser los “uerajochas”, caballeros de las leyendas andinas cuya divinidad, Kon-Tiki-Uerajocha, correspondía a la Trimurti indostánica y egipcia (1920:161-162); una raza fecunda y dominadora, que refundó la abandonada Tiwanaku atlante para establecer una “grandiosa civilización” (1925:140).

La invasión aymara. Al insertar a los arios como autores de la segunda Tiwanaku en 1906, Díaz Romero desplazó a los aymaras a un momento posterior, incorporando un argumento distintivo de su narrativa: la segunda Tiwanaku habría sido aniquilada por los aymaras, descritos como hordas amarillas, de origen “altaico” y cráneo braquicéfalo (1906:37). Nuevamente, su prosa se hace más intensa:

“El imperio tiahuanacota fue pues indudablemente destruido por la avalancha precipitada sobre ellos; la guerra tomó a los pacíficos habitantes de la villa y del país todo, completamente desprevenidos, la resistencia fue débil y los aymaras con el furor y brutal energía inherentes a su raza lo arrollaron todo, pasaron sobre todo a sangre y fuego, nada pudo quedar en pie. Quizás no perdonaron un solo blanco; al golpe de la makana es evidente que no pudo quedar una ola cabeza erguida, una sola casa que no fuera derribada desde los cimientos; la ciudad de Tiahuanacu, la capital, que se preocupaba de embellecer con nuevas construcciones y edificios sus lugares públicos, fue ciertamente tomada tras un sitio y asalto formal, rendida por el hambre, debió ceder y entonces los bárbaros del norte no dejaron ni quisieron dejar piedra sobre piedra, todo fue derribado, talado y aniquilado, pasaron a degüello la población, sin perdonar nada indudablemente.“ (Díaz Romero 1906:58-59).

Díaz Romero rechazó enfáticamente la destrucción de esta segunda Tiwanaku por causas naturales (1906:61), lo que constituyó su principal diferencia con Posnansky. En esto nadó a contracorriente de la tendencia, preponderante entre sus contemporáneos bolivianos, a asignar Tiwanaku a los antiguos aymaras (D’Orbingy 1839; Ballivián 1872; Villamil 1939[1872]; Middendorf 1891; Stübel y Uhle 1892; Kramer 1899; Saavedra 1903; Camacho 1920)4. La tesis de la destrucción aymara de Tiwanaku, en cambio, era común entre pensadores franceses de la segunda mitad del siglo XIX: Castelnau (1851) subrayaba el carácter inconcluso, y por tanto abandonado, del sitio. Brasseur de Bourburg (1861) y Chalon 1910[1882] asimilaban a los aymaras con los invasores sureños liderados por Cari, que habían conquistado el pueblo de Chucuito según algunas referencias coloniales; Théodore Ber (1882:581), primer excavador de Tiwanaku, sostenía ideas parecidas. En clave craneológica, Quatrefages y Hamy (1882) referían una migración aymara braquicéfala posterior al sustrato dolicocéfalo asociado a Tiwanaku.

Díaz Romero postuló el arribo de la invasión aymara por Bering, la forma más aceptada de contacto con Asia (Angrand 1866; Wiener 1993[1880]; Nadaillac 1884[1882]; Middendorf 1891). Sin embargo, le otorgó un carácter relativamente tardío, posterior a las transformaciones posglaciares; en su último escrito asignaba a la invasión aymara unos 3.000 años de antigüedad (Díaz Romero 1925:140). Caracterizar a los aymaras como mongoles le permitió emparentarlos con otras “hordas bárbaras” que asolaron a naciones civilizadas en el mundo: a Genghis-Khan, Tamerlan o el Votan centroamericano, Díaz Romero añadió al fiero Macuri de las tradiciones aymaras, un “Atila de los Andes” (1906:58-60). Estos invasores de “cráneo braquicéfalo, color amarillento y carácter huraño”, eran supuestamente iguales que los aymaras contemporáneos (Díaz Romero 1906:59-60). Adoptando el argumento de Angrand, Díaz Romero situó como ancestros mesoamericanos de los aymaras a los mayas quienes, según mesoamericanistas como Brasseur de Bourbourg, Bancroft o Brinton, habrían aniquilado a los quinamas blancos (1906:38-39); reforzó esta relación listando aparentes similitudes entre las tradiciones, religiosidad, jeroglíficos, utillaje, balsas, culto a los animales e instituciones mayas y aymaras; incluso plantea una etimología para el término aymara: jaya-maya, “maya de lejos” (1906:55-57).

El último cabo que ató Díaz Romero en su narrativa de invasión fue el lingüístico, postulando un argumento entonces novedoso: la separación entre raza y lengua (1906:64). Así, los invasores se habrían apropiado del idioma aymara de los arios tras destruirlos (Díaz Romero 1906:65); en sus últimos escritos, el autor postula al puquina como lengua original de los aymaras (Díaz Romero 1925:140). Si Díaz Romero concordaba con Ber en asignar a los aymaras un papel destructivo, discrepaba en su valoración del idioma aymara, como bárbaro e inferior (Ber 1882:582). Alineándose, esta vez, con la tradición filológica boliviana (Villamil 1939[1872]; Ballivián 1872; Escobari 1931[1877]), Díaz Romero ponderó altamente al aymara como una lengua civilizada y antigua.

Los incas y otras inmigraciones. La época inca suscitó poco interés en Díaz Romero; para él, los quechuas, racialmente iguales a los aymaras, también descendían de la migración mongólica. Sin embargo, entendía que la lengua quechua derivaba de la aymara, cuestionando a quienes, como Markham o Middendorf en sus primeros trabajos, postulaban lo contrario (Díaz Romero 1910[1904]; 1906:53; 1920:152). Al principio, Díaz Romero planteó que el imperio inca recibió un influjo chino visible en artes, escritura y un culto al sol de inspiración budista (1906:76).

Sin embargo, el interés de Díaz Romero por la conexión Tiwanaku-inca creció en sus escritos tardíos; incorporó una idea más tardía de Middendorf (1891) sobre el aymara como lengua aristocrática dentro del imperio inca debido al rol fundacional de los kollas en el Tawantinsuyu (1920:118-119). Así, emplazó a los arios, kollanas o uerajochas de su segunda Tiwanaku como ancestros de la aristocracia incaica; para ello, retomó una idea originada en las crónicas coloniales y planteada, entre otros, por Kramer (1899): el primer inca Manco Capac, en aymara Mallcu Kkapa, provenía del Titicaca (Díaz Romero 1920:113).

Finalmente, Díaz Romero postuló una inmigración de raza negra, desde el África, mezclada en los llanos con antis blancoides para formar la raza camba, retratada por el autor como indolente, refractaria al progreso, voraz y salvaje (1906:70-71). En Patagonia cruzarían la raza dolicocéfala, el elemento negro derivado del Brasil y los mongoles braquicéfalos, en un triple mestizaje; luego llegaría navegando desde la Polinesia, a Norteamérica y Centroamérica, la raza de los aztecas y pieles rojas; finalmente, los esquimales dolicocéfalos al extremo norte (Díaz Romero 1906:76-81). Esta descripción, con la que el autor planteaba una América receptora de todas las razas, resulta tangencial a su narrativa centrada en la meseta andina. Solo en su último escrito, donde ensayó una visión panorámica del territorio boliviano, sugirió que los pueblos indígenas amazónicos y chaqueños descendían de la mezcla de una temprana inmigración negra con sucesivas oleadas altiplánicas (Díaz Romero 1925:140).

Díaz Romero en perspectiva

Ideas clave. El resumen de la narrativa arqueológica de Díaz Romero (Tabla 1) permite identificar un núcleo prácticamente invariable formado por seis ideas. Primero, una incomparable antigüedad para Tiwanaku, cuando las discusiones más avanzadas sugerían fechas más mesuradas; en ese sentido Díaz Romero continuó la tradición intelectual boliviana del siglo XIX, probablemente para enaltecer un pasado nacional “venerable”. Segundo, dos etapas de Tiwanaku planteadas en clave poligenista y aloctonista, y por tanto rupturistas frente al autoctonismo imperante entre la intelectualidad boliviana. Tercero, un marco de determinación racial craneométrica propio de la antropología de mediados del siglo XIX, pero obsoleto a inicios del XX; dada la erudición de Díaz Romero y el volumen de literatura sobre el tema, la omisión de las deformaciones craneanas resulta sorprendente.

Tabla 1 Comparación diacrónica de argumentos centrales de la narrativa de Díaz Romero. 

Año Primera inmigración Primera Tiwanaku Primer colapso Segunda Tiwanaku Segundo colapso Epoca inka
1904 Raza atlanta, blanca-dolicocéfala (Neanderthal) Atlantas blancos-dolicocéfalos (postglacial, ap.12.000 a.C.) Invasión aymara a través de Bering Aymaras amarillos-braquicéfalos No existe Debida a la raza asiática (influjo chino)
1906 Invasión aria desde el Sudeste asiático Arios amarillos - braquicéfalos (ap. 8.000 a.C.) Invasión aymara asiática-braquicéfala a través de Bering en tiempo post-glacial (ap. 3.000 a.p.)
1913 Atlantas blancos-dolicocéfalos (interglacial, antes del 12.000 a.C.) Catástrofe glacial (elevación cordillerana, enfriamiento y posterior inundación por deshielo)
1920 Raza blanca dolicocéfala (Cro-Magnon) Arios mesocéfalos (cruce de amarillo con blanco) o Kollas (ap. 6.000 a.p.) Debida a los kollas de la segunda Tiwanaku
1925

Cuarto, atribuir la construcción inicial de Tiwanaku a una raza blanca originada en la Atlántida, idea controvertida en Europa y totalmente nueva entre la intelectualidad local. Quinto, asignar la destrucción de Tiwanaku a hordas invasoras aymaras; este rasgo, presente en el pensamiento francés de finales del siglo XIX, pero novedoso en el ámbito local, creaba discontinuidades entre los monumentos prehispánicos y los indígenas contemporáneos, caracterizados muy negativamente. Sexto, asociar la lengua aymara a los tiwanakotas atlanto-arios y no a los invasores aymaras, a fin de mantener a la lengua aymara en el sitial de prestigio que tuvo para la intelectualidad boliviana del siglo XIX, pero alienarla, tal como a Tiwanaku, de los aymaras contemporáneos. La dicotomía subyacente entre un pasado remoto blanco, constructivo y civilizado y un presente indígena, destructivo y bárbaro da sentido a toda la narrativa.

Los ajustes que Díaz Romero realizó desde 1913 consistieron en incorporar algunos argumentos de colegas locales; dichos ajustes, lejos de modificar su dicotomía central, la refuerzan. La versión inicial de 1906 presentaba a los arios como asiáticos braquicéfalos destructores de la primera Tiwanaku atlante, demasiado parecidos a los aymaras destructores de la segunda Tiwanaku aria. Díaz Romero solucionó este defecto incorporando algunas ideas de Posnansky para reformular el final de la primera Tiwanaku como un cataclismo; esto otorgaba a la etapa aria un carácter de reedificación civilizada y no de bárbara destrucción. El mismo coincidió con el “blanqueamiento” racial de sus protagonistas y su asimilación a los kollas de las leyendas recopiladas por Paredes, que les otorgó un aura caballeresca y noble.

Estrategias científicas y políticas. Resulta productivo entender la obra de Díaz Romero desde el concepto de campo científico desarrollado por Bourdieu (1994:131), donde la verdad científica es producto de determinadas condiciones sociales, incluyendo estrategias, relaciones de fuerza e intereses. Para comenzar, Díaz Romero dejó pocas dudas sobre su auto-adscripción racial: blanca, y por tanto descendiente de la raza atlanta (1910[1904]:67). Al igual que degeneracionistas como Antelo (Moreno 1960[1885]) y contrariando las ideas del antropólogo francés Arthur Chervin, sostenía que las artes, ciencias y letras bolivianas habían sido cultivadas solo por la “estirpe criolla”, es decir descendiente de españoles blancos (Díaz Romero 1909); asignaba a los blancos el rol protagónico, tanto en el pasado nacional a través de su “Tiwanaku atlante”, como en su futuro a través de la ciencia. Esa premisa requería situar al indígena contemporáneo, como “otro” racializado, opuesto binario del progreso blanco nacional.

Esa necesidad no era nueva en absoluto; como se ha señalado, la narrativa degeneracionista la satisfacía perfectamente; en su obra más temprana, Díaz Romero afirmó la inevitable desaparición de la raza aymara (1904:427), acusando un lógico influjo degeneracionista, pues había leído a Antelo y compartido la SGLP con Kramer y Saavedra. Sin embargo, solo dos años después Díaz Romero abrazó otra noción de raza, basada en la existencia de especies humanas con atributos físicos y psicológicos invariables; ello le permitía afirmar, por ejemplo, que por descender de raza mongólica los aymaras eran pérfidos, malignos, feroces, incapaces de construir nacionalidad, instituciones, ciudades ni gobierno, sin amor al progreso, afectos sociales ni vínculos políticos (Díaz Romero 1906:59-60). Aseguraba, citando a Lombroso, Morselli, Venturi y otros representantes “de la moderna antropología criminológica”, que los indígenas tenían una “real y verdadera disposición morfológico-psíquica” para el crimen, y que intentar civilizarlos equivalía “a domesticar zorros” (Díaz Romero 1909:27).

Así, Díaz Romero buscó distinguirse de sus contemporáneos y construir su posición de autoridad científica planteando ideas controvertidas, que le valieron incluso enfrentamientos frontales con la iglesia, pero que emanaban de una fuente prestigiosa: la ciencia positivista europea. Apoyado en su dominio de lenguas extranjeras, Díaz Romero ensambló, en una narrativa arqueológica, un rango amplísimo de argumentos procedentes de la geología, paleontología, antropología física, arqueología, lingüística y etnología, desplegando su erudición al referirse a decenas de especialistas europeos. Sin embargo, no siempre incorporaba los avances más recientes de la ciencia; el hecho de que recurriera a la frenología italiana del siglo XIX en 1909 ilustra el rezago de sus nociones. Para entonces, Topinard ya había distinguido al tipo físico del tipo social cuestionando letalmente la doctrina de Lombroso (Nye 1976); similares cuestionamientos provenían tanto de americanistas franceses (Angrand 1866; Nadaillac 1884[1882]) como de la versión de antropología evolucionista propugnada por Adolph Bastian o Rudolph Virchow en Alemania (Scheer et al 2010), influyentes sobre el trabajo ya avanzado por Uhle (Fischer 2010). Los principales referentes de Díaz Romero en la concepción craneométrica de las razas andinas, Quatrefages y Hamy, provenían de 1882; el reconocimiento de la deformación craneana intencional los había dejado obsoletos.

En el medio local, autores como Arguedas (1911[1909]:32) o Camacho (1925:127-128) plantearon reservas y críticas hacia el concepto de raza al mismo tiempo que Díaz Romero lo defendía. Esto muestra que el rezago de sus argumentos no se debía a una falta de acceso a la literatura; siendo políglota y bibliotecario de la SGLP, es justo decir que su acceso a información era inmejorable. La selección de autores y argumentos de Díaz Romero era estratégica: los incorporaba, tergiversaba u omitía de acuerdo a lo que su narrativa exigía.

La explicación para este proceder debe buscarse en las circunstancias económicas y laborales del autor, e ilustra la fuerte intersección de los campos científico y político en la Bolivia de inicios del siglo XX. Se ha afirmado que Díaz Romero, de familia adinerada, perteneció a una élite de políticos e intelectuales que arrancaban enormes beneficios de exportar recursos naturales y explotar trabajo indígena (Gildner 2013). Esta generalización es excesiva; hasta donde conocemos, Díaz Romero no poseyó haciendas o empresas mineras ni participó en política, sino que trabajó en la función pública y la enseñanza, sufriendo de problemas financieros en sus años finales (Alvarado 1969:32). Esta característica lo diferencia de otros intelectuales bolivianos que integraban la élite económica y ocupaban altos cargos políticos, desde los cuales podían garantizar la posición laboral de Díaz Romero. Así, el despliegue de erudición del autor estaba supeditado a otra estrategia: construir una narrativa funcional a los intereses de la élite económica e intelectual que controlaba el aparato estatal. En una temprana dedicatoria a Ballivián, por entonces director de la Oficina de estadística y propaganda geográfica, alababa el “deseo de progreso y atracción de capitales extranjeros” (Díaz Romero y Ballivián 1900), uno de los objetivos principales de dicha Oficina, donde Díaz Romero encontró empleo y que terminaría dirigiendo.

La tesis de Díaz Romero, que implicaba negar a los indígenas la autoría de Tiwanaku, fue acogida entusiastamente por influyentes colegas como el vicepresidente de la República y presidente de la Sociedad de Geografía e Historia de Sucre (SGHS), Valentín Abecia, quien prologó su libro de 1906, o el escritor y legislador tarijeño Tomás O’Connor (1910). Sintomáticamente, la ley de Régimen legal de ruinas de 1906, impulsada, en diferentes medidas, por Abecia, Ballivián y O’Connor, entregó el control de Tiwanaku y otros sitios a las élites científicas nacionales encarnadas en el estado y las sociedades geográficas, en detrimento de las comunidades locales. Así, el pasado prehispánico blanco retornaba, de manos de los “indígenas destructores” a manos de los bolivianos blancos, dotados de modernidad y ciencia. Díaz Romero otorgó ribetes patrióticos a la tarea científico-arqueológica (1906:84), cuyo objetivo era lograr que Tiwanaku suscitara la admiración de los bolivianos (1910[1904]:61).

Sin embargo, las estrategias de Díaz Romero en el campo científico no deben llevarnos a percibirlo como un empleado obligado a escribir cuanto sus colegas más poderosos requerían. La pasión con la que el autor defendió sus ideas, junto a aspectos biográficos como su cercana vivencia de los episodios sangrientos de Mohoza durante la Guerra Federal, sugieren que percibía muy negativamente a los indígenas. La asimilación de patriotismo y progreso está presente en su obra más personal, Ecclesia versus scientia, dedicada a los trabajadores bolivianos, “pioneers del progreso nacional” (Díaz Romero 1921); el extático final de su Ensayo: “alborea la fe; el porvenir será nuestro” (Díaz Romero 1920:195) presenta la contribución de la ciencia a la teleología del progreso como un dogma.

El contexto político de la época contribuyó, probablemente, a definir esta inclinación de Díaz Romero. En la introducción a este texto se planteó al degeneracionismo y al aloctonismo racial como narrativas arqueológicas propias de las décadas liberales, destinadas a legitimar políticas de explotación de comunidades indígenas. El degeneracionismo, algo más temprano, corresponde a la formación del estado oligárquico, donde postular una degeneración racial y la consiguiente “barbarie” de los indígenas contemporáneos justificaba el avance “civilizador” del estado. En cambio, la narrativa de Díaz Romero corresponde al auge del estado oligárquico: la década de 1910, cuando los elevados precios del estaño debido a la guerra mundial enriquecieron enormemente a las élites bolivianas. Tras este éxito inicial, este estado liberal dirigido por hombres “civilizados” apuntaba a alcanzar, a futuro, el grado de cohesión nacional y desarrollo del norte “blanco”. El aloctonismo racial no se limitaba a despojar a los indígenas, reducidos al rol de villanos destructores, del pasado y el territorio; también emplazaba esos recursos como herencia ancestral, ya no de todos los bolivianos a la usanza de los autoctonistas del siglo XIX, sino exclusivamente de las élites blancas. Así, la narrativa de Díaz Romero no era solamente funcional al proyecto del estado oligárquico, sino a dicho proyecto en un momento histórico concreto.

Reconocimiento e impacto. Sobre el reconocimiento social de Díaz Romero se han postulado dos extremos. El primero exagera su impacto, sugiriendo que sus descubrimientos impulsaron al gobierno a promover a Tiwanaku como icono de las celebraciones del centenario en 1925 (Gildner 2013). Al respecto, si bien Díaz Romero, Paredes y Fritz Buck se encargaron de las secciones arqueológicas del volumen Bolivia en el primer centenario de su independencia, dicha obra no fue editada por el gobierno boliviano sino por iniciativa privada (Alarcón 1925:vii). Por otro lado, el arqueólogo “oficial” del gobierno por entonces era Posnansky, director del Museo Nacional y amigo personal del presidente Saavedra.

El otro extremo describe a Díaz Romero como un sabio escondido que vivió calladamente y solo llamó la atención por su polémica con Marabini, cuando “las beatas comentarían las audacias satánicas que propagaba el hereje” (Morales 1970:2). En realidad, Díaz Romero fue un personaje público que escribió regularmente en los periódicos desde su juventud. Su rol de docente lo hacía influyente sobre nuevas generaciones, como admite Marabini: “El Dr. Romero es profesor que ya goza de cierta fama de sabio en este país. De allí que sus teorías, y hasta sus simples afirmaciones, tomen para sus discípulos, y para otros que no lo son, el peso de una autoridad indiscutible.” (1920:9). El reconocimiento de Díaz Romero es ilustrado por cuatro eventos: la solicitud de excomunión por ateísmo presentada en su contra por el legislador Quintín Mendoza; la manifestación pública de estudiantes del Ayacucho en su favor, que incluyó la quema de una efigie de Marabini (Argueta 2009:162); la subvención que le concedió el gobierno de Hernando Siles para redactar una, nunca publicada, Historia Natural, Social y Política de Bolivia en 1926 (Monje 1926:169); y la pensión extraordinaria que le concedió el Senado Nacional (Alvarado 1969:23).

Sin embargo, la influencia intelectual más duradera de Díaz Romero fue sobre la narrativa temprana de Posnansky; aunque la misma asignaba la primera fase constructiva de Tiwanaku a un “aymara cuaternario” autóctono, postulaba dos migraciones provenientes del “continente debajo del Atlántico” y de Egipto (Posnansky 1908, en O’Connor 1910:726, 743). Posnansky también heredó de Díaz Romero la práctica de definir razas humanas mediante clasificaciones craneanas. Contrariamente a lo que indica Gildner (2013), Díaz Romero no medía cráneos, limitándose a incorporar observaciones craneométricas de otros autores; en cambio, Posnansky llegó a diseñar su propio método y aparatos para estudiar cientos de cráneos arqueológicos y de personas vivas. Con el ascenso del indigenismo y el nacionalismo, Posnansky giró hacia el autoctonismo; sin embargo, el concepto de raza como un conjunto de rasgos fisiológicos y psicológicos hereditarios se mantuvo en el núcleo de su narrativa hasta su muerte en 1946 (Villanueva 2023).

Un breve retorno a la historia nacionalista de la arqueología boliviana permite algunas reflexiones finales. En su apreciación de las narrativas arqueológicas del tiempo liberal, Max Portugal Ortíz (1970:2) confundió el desprecio hacia los indígenas con un desdén por lo prehispánico; Díaz Romero demuestra que las narrativas arqueológicas permiten reverenciar al segundo y desdeñar a los primeros con la misma intensidad. Tampoco es admisible pensar que Díaz Romero reemplazó la arqueología científica por “la epopeya y la literatura fantasista” (Portugal Ortiz 1970:2); al contrario, se caracterizó por un auténtico fanatismo científico. Precisamente, este caso invita a reflexionar sobre los dilemas éticos e intersecciones políticas de la ciencia: Díaz Romero, el erudito, ensambló un discurso arqueológico intencionalmente funcional a políticas estatales de exclusión, explotación y expolio.

Colonia, 11 de junio 2023

Agradecimientos

Este artículo se origina en una revisión extensa sobre la historia de la arqueología y el coleccionismo en la Bolivia del siglo XIX-XX, como parte de un estudio de proveniencia de cerámica Tiwanaku planteado como investigador invitado en el Instituto de Arqueología y Antropología Cultural de la Universidad de Bonn, con apoyo financiero de la Fundación Alexander von Humboldt, entre 2022 y 2023. Agradezco a todas las personas involucradas, al igual que a mi esposa Vanessa Calvimontes por la motivación y apoyo permanentes. Finalmente, al equipo editorial de la Revista del Museo de Antropología y a los revisores anónimos por sus importantes comentarios.

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1Díaz Romero tergiversó a Ernst von Bibra (1854:240), quien recolectó cráneos en la Bahía del Algodonal, en el Litoral de Atacama, y los comparó con cráneos del Titicaca.

2En realidad, estos alineamientos son los soportes verticales de los muros de un recinto; aquello, reconocido ya por Posnansky (1911), suscitó el rechazo de Díaz Romero (1913:56).

3Esta afirmación tergiversa a Gervais (1855:100), quien se limitó a apreciar un cráneo de la expedición de Castelnau como poseedor de una deformación craneana elongada, y lo comparó con varios referidos por otros autores.

4Excepcionalmente se lo había asignado a otros pueblos andinos como los incas (Markham 1902[1871]), y después también a los urus (González la Rosa 1909).

Recibido: 31 de Octubre de 2022; Revisado: 26 de Junio de 2023; Aprobado: 27 de Julio de 2023

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