“Bajo el impacto del juicio a Eichmann decidí por fin iniciar este estudio. El Mito de la Conspiración Judía Mundial narra lo que descubrí. Quizá resulte difícil aceptar que sea legítimo dedicar un estudio erudito, con todo el tiempo y la energía que ello implica, a una fantasía tan ridícula como los Protocolos (…). [Pero] ocurre a veces que ese submundo se transforma en una fuerza política y cambia el rumbo de la historia” (Cohn, 2010: 38-116).
Introducción
Volver sobre el problema del antisemitismo en Argentina durante la última dictadura (1976-1983) puede sonar tedioso. Mucho se escribió al respecto incluso antes de que ese régimen finalizara. No obstante, este artículo coloca el foco en el antisemitismo con el propósito de descifrar sus sentidos en el período específico de derrumbe dictatorial y hasta los años inmediatamente posteriores a su cierre.
Fue en aquel contexto en el que la denuncia del antisemitismo logró trascender las fronteras de la comunidad judía organizada y convertirse en una bandera transectorial utilizada para condenar específicamente al terrorismo de Estado así como también para denunciar las violencias tanto de derecha como de izquierda. El antisemitismo pasó a ser sinónimo de violencia extrema, esto es, de terrorismo. Por lo tanto, cualquier forma de violencia (ya sea producida por el accionar de grupos armados con fines políticos o por el Estado) era considerada un factor a desterrar en pos de la recuperación de la libertad y de la democracia.
El rabino Marshall T. Meyer fue uno de los protagonistas y emprendedores de esa instalación en el espacio público. Su correspondencia con personalidades argentinas y del exterior son fuentes sumamente preciadas para reconocer sus impresiones sobre el proceso de transición hacia la democracia atravesado por la sociedad argentina. Meyer, proveniente de Estados Unidos y enviado a la Argentina en 1959 con el propósito de expandir el movimiento religioso masorti (conservador) en estas latitudes, en esos veinte años se había convertido en un líder referente que fundó diversas instituciones, tal como la escuela de rabinos llamada Seminario Rabínico Latinoamericano (SRL) y que aún subsiste en el barrio de Belgrano en Buenos Aires (Schenquer, 2012).
En el sótano de dicha institución hallamos la documentación con la que realizamos este trabajo. En el interior de un conjunto de cajas y biblioratos se conservan una serie de misivas personales e institucionales (que datan de 1966 a 1984) entre otros documentos varios. Este fondo hasta el momento fue poco explorado y valorado -se conserva sin criterios archivísticos y sin normativas de acceso lo que genera un manejo discrecional por parte de las autoridades del SRL-. No obstante, una parte del mismo fue catalogado por la organización Memoria Abierta y trasladado a la biblioteca del SRL donde está disponible para la consulta pública.1 Se trata de un material valiosísimo que dialoga y complementa la correspondencia de la colección “Marshall T. Meyer Papers” de la Universidad de Duke, Estados Unidos.2
En esta oportunidad la propuesta es concentrarnos en estos documentos para trazar un recorrido que nos permita ubicar la especificidad de la denuncia del antisemitismo entre 1983 y 1985, un período en el que Meyer tuvo un rol destacado como miembro de las organizaciones de derechos humanos: primero, junto al rabino Roberto Graetz, entre otras figuras religiosas y laicas, en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) y más tarde, desde agosto de 1983, con el periodista Herman Schiller, como cofundadores y copresidentes del Movimiento Judío por los Derechos Humanos (MJDH). En particular, ¿qué tipo de problema representaba el antisemitismo en una sociedad que transitaba el fin de la represión dictatorial? Y ¿era el Holocausto una fuente de reconocimiento de esta experiencia de violencia institucional de la Argentina reciente? Este trabajo buscará responder a estos interrogantes a partir de los escritos del rabino Meyer en unos casos dirigidos a ser reproducidos públicamente y en otros emitidos como confesiones personales y reservadas.
Meyer: el antisemitismo en los ’60 y los ’70
Posiblemente Meyer haya propiciado la traducción y publicación de una serie de libros teniendo en mente que “el antisemitismo en términos teológicos o filosóficos, no es un problema de los judíos, sino uno de los mayores problemas del cristianismo” (Maj’shavot, 06/67). Como rector de la escuela de formación rabínica, y con importantes contactos en Argentina y en el exterior, impulsó a través de la Editorial Paidós la edición de más de 70 obras, entre ellas las dedicadas a pensar la problemática del antisemitismo de las que cabe especificar: Antisemitismo de James Parkes (1965); Las raíces cristianas del antisemitismo de Jules Isaac (1966); Veintitrés siglos de antisemitismo Edwards H. Flannery (1974), entre otras.3
De acuerdo a una serie de cartas enviadas y recibidas por Meyer, es posible notar que el rabino no concebía que el emprendimiento editorial fuera una empresa redituable.4 Sin embargo, el esfuerzo por mantener y continuar este emprendimiento le permitió intervenir en más de una situación política conflictiva. Concretamente, en 1967 el presidente de la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentina (DAIA), Isaac Goldemberg, le consultó qué hacer ante el caso de una personalidad, por entonces de relevancia, que había sostenido que lo que “Dios espera del pueblo judío es la conversión” y que “mientras no se produzca, continuará la persecución. El antisemitismo es, quizás, algo que Dios permite para llevar a cabo Su persecución”.5 Así se les imputaba a las víctimas la responsabilidad de su situación. Ante este caso, Meyer respondió dando su opinión y referenciando la lectura de un autor traducido por Paidós. Le indicó al presidente de DAIA que la persona que esperaba la conversión del pueblo judío, expresaba una concepción “teológica cristiana pre-moderna estereotipada” y le recomendaba “que envíes al autor una copia del libro Raíces Cristianas del Antisemitismo, de Isaac”.6
Hubo otra oportunidad en la que también Meyer intervino referenciando las obras publicadas por Paidós. En 1966 había coincidido con el presbítero Jorge Mejía, director de la revista Criterio (1951-1977), en una mesa sobre el “Movimiento Ecuménico Cristiano”, en la que Meyer cuestionó de tardíos los cambios promovidos por el Concilio Vaticano II.7 Dichas palabras no debieron incomodar a Mejía, representante de los sectores proconciliares y propulsor de una renovación en Criterio con el acercamiento de figuras eclesiásticas y de jóvenes intelectuales universitarios que desplazaron a los sectores católicos ultramontanos (Pattin, 2015: 19-21). Por el contrario, a partir de entonces, Meyer y Mejía construyeron un espacio de diálogo interreligioso que fue institucionalizado en 1967 y sobre el cual nos volveremos a referir en breve. Fue en torno a ese vínculo, y a la oposición conjunta a concepciones cristianas pre-modernas,8 que, en mayo de 1975, Meyer eligió a Mejía para presentar el libro recientemente publicado titulado Veintitrés Siglos de Antisemitismo.9
A través de estas intervenciones, es posible intuir qué pensaba Meyer sobre el antisemitismo y en particular, qué tipo de problemática era para la Argentina. En primer lugar, no parecía concebir que en el mundo cristiano fuera excepcional o aislada la enseñanza del rechazo hacia los judíos. De hecho, el título del libro del historiador judío francés Jules Isaac que podría haber sido traducido como interrogante tal como lo era en el original -L’Antisémitisme a-t-il des racines chrétiennes? (1960)- fue publicado como una afirmación, lo que tal vez despejaba toda duda acerca de las respuestas ofrecidas en la obra;10 o bien de lo que Meyer, como emprendedor de su traducción, interpretaba de la misma. Dichos sentidos coincidían con su frase citada al comienzo de este apartado en la que refería al antisemitismo como un problema no “de los judíos” sino “del cristianismo” que, en función del libro de Isaac, se interpretaba como una deshonra al credo por los siglos de enseñanza antijudía.
En segundo lugar, Meyer podía concebir que el antisemitismo era un fenómeno popular, pero siempre intervino atendiéndolo como un problema arraigado en el seno de sectores poderosos: de la Iglesia, como ya lo hemos visto, así como también de las Fuerzas Armadas y de los sindicados.11 Fue tempranamente, a un año de su llegada a Argentina, que tuvo lugar el secuestro del jerarca nazi Adolf Eichmann (mayo de 1960) y que, como consecuencia, grupos nacionalistas -entre ellos Tacuara- atentaron contra personas e instituciones judías a las que se las responsabilizaba de haber participado en la vulneración de la soberanía nacional de Argentina (Rein, 2001). Meyer, en ese entonces, intervino reuniéndose con el cardenal Antonio Caggiano, a quien le solicitó su mediación para el control de referentes eclesiásticos que avivaban a los grupos nacionalistas.12 Es interesante, y llamativo, que Meyer se haya referido a este período como el más virulento para la vida judía en la historia argentina, incluso en la postdictadura, tal como lo veremos más adelante. Sin embargo, en estos años nunca consideró que la magnitud del fenómeno pusiera en riesgo la vida judía en Argentina. Al respecto, Sebastián Carassai (2017: 380-396) señaló que, a diferencia del antisemitismo, fueron la asimilación y el descenso de población judía en Argentina (dada la diferencia entre la natalidad y la mortalidad), entre otros factores, los que consideraba como elementos que hacían peligrar la continuidad del judaísmo en la diáspora. En este sentido, lo referido por el investigador se comprueba con la respuesta que Meyer le dio a un estudiante chileno, Adolfo Fridman, que en noviembre de 1975, poco tiempo antes del golpe de Estado, dudaba de si viajar a Argentina para radicarse e iniciar su formación en el Seminario Rabínico. Meyer le respondió sin negar el caos político y económico pero enfatizando que todo seguía su ritmo habitual: “entiendo tu actitud y tu hesitación de trasladarte a un lugar tan convulsionado en lo socio-político como en lo económico. Sin embargo, a pesar de todo, nuestras vidas siguen absolutamente su ritmo normal”.13
Su enfoque sobre el antisemitismo arraigado en los núcleos de poder mencionados, no impidió que Meyer mantuviera contactos y hasta incluso trabajara con sectores pertenecientes a los mismos. Por un lado, sabemos que en 1971 tenía vínculos con el comodoro (R) Juan José Güiraldes.14 Por entonces, el militar se había retirado de la Fuerza Aérea, pero era un activo intelectual en los círculos militares y familiar del por entonces presidente Lanusse (entre marzo de 1971 y mayo de 1973).15 Por el otro, ya fue referido el acercamiento entre Meyer y el presbítero Mejía. A diferencia del contacto con Güiraldes, que probablemente haya sido esporádico, con Mejía prosperó al punto que se consolidó en la creación del ISER (Instituto Superior de Estudios Religiosos) en 1967. De allí, referentes de las tres religiones mayoritarias, católicos, protestantes y judíos, fueron adoptando posiciones comunes: en contra del comunismo; en contra de la intervención de la Iglesia católica en el espacio público bajo el régimen de Onganía; y, más tarde también, manifestaron su oposición a la guerra por el Beagle (1983) (Lértora Mendoza, 2003). Fueron los miembros del ISER los que despidieron a Mejía cuando por una amenaza decidió irse de Argentina, a esa reunión faltaron los miembros de la jerarquía eclesiástica.16
Fuera de estos vínculos con religiosos en torno al ISER, es aludida la relación de Meyer y el trabajo conjunto con el padre Carlos Mugica, del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM). Se destaca que la feligresía del rabino colaboró con la recaudación de fondos y con el desarrollo de tareas sociales en apoyo a la obra pastoral del cura.17 Aunque este vínculo no pudo ser probado, es factible que de haber existido haya sido tenso ya que, en contraposición a las coincidencias políticas entre los miembros del ISER, entre Meyer y Mugica había grandes diferencias.18 Sin embargo, incluimos esta referencia porque consideramos que completa el posicionamiento de Meyer sobre el antisemitismo en los ’60 y principios de los ‘70. Es que así como señalaba que era deber del cristiano trabajar para desarraigar los siglos de enseñanza de estereotipos antijudíos, al judío lo conminaba a “salir del gueto” y a ocuparse de cuestiones no judías ya que su reclamo perdía legitimidad sin esa comprensión de las necesidades del mundo que lo rodeaban. En un programa de TV en Estados Unidos se refirió al trabajo de los miembros de Bet El en la Villa 31 en los ‘70. “I´m worried about Jews going back into a ghetto. But this time of course and in this city into a golden ghetto. If Jews are only worried about Jews and if they only sound off when there is anti- Semitism then they lose the legitimacy of their right to speak about morality and human rights” (Chanko, Perlman y Matalon, 2019). Más allá del vínculo entre Meyer y Mugica, posiblemente el trabajo en la Villa 31, un barrio carenciado de la ciudad de Buenos Aires, fuera planteado desde este razonamiento.
Timerman: ¿un punto de inflexión en la representación del antisemitismo en Argentina?
Meyer, como buena parte de la sociedad argentina, concibió con cierto alivio el golpe de Estado de 1976. Pensaba que quedaba atrás el caos social, político y económico.19 Pero, tal como señalan fuentes varias, es posible que en abril de 1977, tras producirse el secuestro de Jacobo Timerman, periodista y director del diario La Opinión, su visión sobre el “orden” implantado haya comenzado a virar.20 Aún faltaba tiempo para la condena unánime y masiva a la represión ilegal y al terrorismo de Estado que será parte de los discursos de la transición hacia la democracia. No obstante, Meyer entre otros empezaron a rechazar y denunciar los “excesos” de la represión: indicaban que en el marco de la “lucha anti-subversiva” estaban siendo secuestradas personas “inocentes”. Esta diferenciación entre víctimas “inocentes” y “no inocentes” (asociadas a las organizaciones guerrilleras) también continuó como otro discurso extendido durante la transición hacia la democracia.21
La denuncia del secuestro de personas “por ser judías” profundizó esta representación de violencia represiva a sectores “inocentes” que excedía el control de las organizaciones “subversivas” para alcanzar y asegurar el orden interno. En Estados Unidos, a mediados de 1976, la organización judía Anti-Defamation League de la B’nai B’rith presentó un informe en el Congreso a través del que denunciaba la ola de violencia antijudía en Argentina y los cientos de personas desaparecidas que “in some instances there were indications that anti-Semitism was a factor in their murder or abduction”. Del mismo, no es posible deducir si los autores denunciaban al Estado y, por lo tanto, apuntaban a hechos originados en el antisemitismo oficial. Pero era evidente que consideraban la semejanza de la situación entre Argentina y Alemania nazi, puesto que indicaban que la violencia represiva era provocada por bandas similares a los “Brown Shirts of the Third Reich”.22
Justamente, buena parte de las controversias en torno al secuestro de Timerman estuvieron enfocadas en dilucidar si era “inocente” o si estaba vinculado a las organizaciones guerrilleras. Nuevamente, se le imputaba a la víctima la responsabilidad de su situación. Timerman era un periodista conocido con contactos -sobre todo en Estados Unidos e Israel- y fue la presión internacional la que forzó a la Junta Militar a legalizar su secuestro y a justificar que se encontraba detenido por asociación a la “subversión económica”.23 Pese a que en octubre de 1977 un Tribunal Militar lo absolvió de todo cargo, continuó preso y recién fue liberado y expulsado del país en septiembre de 1979. A partir de entonces, y sobre todo desde la aparición de su libro testimonial, Prisoner without a Name, Cell without a Numer,24 las controversias en torno a Timerman adquirieron una trascendencia pública mayor: en el congreso de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) de San Diego fue repudiada su presencia; los principales editores de periódicos argentinos protestaron contra la Universidad de Columbia por entregarle el premio a la libertad de prensa; y la International Federation of Newspaper Publishers debió cambiar el sitio de homenaje-del Parlamento israelí (Knesset) a la Universidad Hebrea- para evitar disturbios;25 asimismo, por fuera del ámbito periodístico, en el congreso de Estados Unidos y luego también en el programa de televisión de la PBS de ese mismo país, fue debatido el “caso Timerman” por políticos, diplomáticos y académicos.26
En todos esos ámbitos se repitieron dos temas clave: por un lado, los relativos a desentrañar “la credibilidad” del testimonio de Timerman (a partir de determinar “la verdad” de su discurso que enfatizaba la persecución étnica por sobre la política); y por el otro, se discutió la naturaleza del régimen en Argentina (si era totalitaria o autoritaria) en función de la que Estados Unidos determinaba qué gobiernos eran “benign rightwing tyrannies” aliados para frenar el comunismo. El testimonio de Timerman cuestionaba esta doctrina y para ello recurría al Holocausto: “del mismo modo en que el mundo guardó silencio con Hitler porque lo que importaba era su anticomunismo, Washington mantiene silencio porque es mejor en Argentina tener un asesino que tener derechos humanos y democracia”.27
Meyer intervino en este debate. Conocía a Timerman desde antes de su detención y lo acompañó a lo largo de todo su cautiverio. Tras su liberación, continuaron manteniendo una relación muy cercana. Consultado por un colega y periodista de Estados Unidos, el editor de la revista Sh’ma, dejó en claro cuál era su posición: defendía a Timerman y cuestionaba a todos aquellos que lo atacaban vinculándolo a la “subversión” en Argentina. “He was tortured as a Jew and inspite of the fact that he was declared innocent of all charges by his worst enemy, he was incarcerated for 27 months”.28 Pero este y otros casos que atestiguaban el antisemitismo en las cárceles argentinas, el llamado “tratamiento especial” hacia los presos judíos, no convalidaba para Meyer la posibilidad de que un “nuevo holocausto” estuviese teniendo lugar en Argentina. Explicaba que para la judería estadounidense, traumatizada por el Holocausto, el “caso Timerman” había generado una alarma. Pero había que admitir que “In the vast majority of Latin American nations, there exists no Jewish problem ‘per se’. I call it a ‘Jewish problem’ when Jews face difficulties which their non-Jewish fellow citizens do not encounter”.29 A diferencia de Timerman, consideraba que el antisemitismo no era oficial, si como tal se entendía a una práctica ordenada desde los máximos órganos de decisión estatal. Entre 1981 y 1982 el rabino Meyer seguía denunciando los “excesos” de la violencia represiva: no porque entendiera que Timerman fuera un caso de represión antisemita aislada, sino porque consideraba que éste había sido parte de los secuestros de personas “inocentes” en el marco de un gobierno enfocado en la “lucha anti-subversiva”: “Argentina’s military dictatorship has one obsession: it does not want to allow Communism to rule the country (…) It is therefore unwise and counterproductive for world Jewry to focus on the anti-Semitic implications of Jacobo Timerman’s ordeal, thus dangerously overshadowing the universal dimension of the problem”.30
“During the entire period of the Nazi-fascist-military junta”: el antisemitismo y la ocupación del espacio público (1983 y 1985)
A partir de 1983, Meyer comenzó gradualmente a nombrar a la dictadura argentina con alusiones como las del título de esta sección31 y a trazar referencias comparativas con el Holocausto: en noviembre de 1983, a pocos días del acto organizado al pie del obelisco bajo la consigna “contra el Antisemitismo y por la plena vigencia de los Derechos Humanos”, se limitó a indicar una referencia específica, destacó que nunca había comprendido el silencio alrededor de Auschwitz hasta que vio lo que sucedía en Argentina.32 Pero, más tarde, en abril de 1984 y ya como miembro integrante de la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) formada a poco de asumir el presidente electo, Raúl Alfonsín, nuevamente en un acto al pie del obelisco con la consigna “Ni olvido ni Perdón” en conmemoración al 41° Aniversario del Levantamiento del Gueto de Varsovia, dijo “los argentinos hemos vivido un mini-Holocausto durante los años de la dictadura militar” y llenó su discurso de referencias comunes -“los crematorios argentinos” y “los campos de concentración argentinos”- a las que explicó diciendo que la memoria no podía ser una prisión sino que debía permitir construir “puentes” entre el pasado y el presente para transformar el futuro (Nueva Presencia, 19/04/84: 2-13; Nueva Presencia, 1/06/84: 2 y 6).33
¿Qué había cambiado? Y ¿por qué este proceso gradual de aceptación del uso del Holocausto como modelo, como paradigma, como “tropos universal” o como referencia para iluminar (y ocultar) aspectos de otras masacres como la argentina? Sin saberlo con total exactitud, es posible señalar cuatro hipótesis de cambio. En primer lugar, es sabido que las representaciones y posicionamientos sociales fueron cambiando a lo largo del ciclo dictatorial; y que con anterioridad a 1983 perduraba el miedo y la autocensura que impedían cuestionar la violencia estatal a través de trazar una analogía con el Holocausto, ya sea para marcar la repetición de la persecución de los judíos o para señalar el plan sistemático de represión ordenado por la máxima jerarquía militar. Si bien Meyer no parecía haber estado en esos años paralizado por el miedo, en la carta al editor de la revista Sh’ma, que ya hemos citado, le confesó sus dificultades para publicar su opinión sobre el antisemitismo en Argentina sobre todo porque su familia y él continuaban viviendo en este país y por el temor a que una nota de esas características le impidiera continuar ingresando en las cárceles en las que prestaba asistencia espiritual.34 De allí que, pueda analizarse en una auto-habilitación, a partir de entonces y no antes, para promover ciertos “puentes” o puntos de contacto cuando los peores años dictatoriales habían pasado.
En segundo lugar, Meyer comenzó a establecer estas relaciones cuando prácticamente tenía decidido irse de Argentina.35 Pese a que había alcanzado un gran reconocimiento social como una figura pública miembro de los organismos de derechos humanos, lo que suavizó las internas comunitarias (Schenquer, 2012), se percibía en sus escritos cierto dejo de derrota y de hartazgo: “Things in Argentina have never been worse and I begin to wonder how much longer I shall stay here. Certainly you are aware of what is written in the newspapers and I really would need countless pages to give you my own outlook”.36 Se notaba su preocupación por la inflación como origen de un conjunto de problemas socio-económicos y, a nivel político, reconocía conflictos endémicos que lo llevaban a dudar de la posibilidad de establecimiento de un gobierno democrático duradero capaz de resolver estos temas. A su vez, desde muy temprano tuvo una opinión tajante con respecto a la resolución del problema de la mayor parte de los detenidos-desaparecidos: “if unfortunately none of the disappeared have either reappeared or been accounted for, (…) at least holds out the promise of terminating the horrible agony of the parents of the disappeared”.37 Esa mirada desesperanzada pudo haber influenciado en su modo de representar la situación argentina que, aunque nunca abandonó del todo los matices y las diferencias, fue llevándolo a la formulación de ciertos paralelismos entre ambos acontecimientos.
En este mismo sentido, la mirada trágica y desesperanzada debió provenir también de lo que había vivido como miembro de APDH38 y de lo que estaba experimentado como parte de la CONADEP -formada en diciembre de 1983 para reunir pruebas que sirvieran para testimoniar las circunstancias en las que había personas desaparecidas y para redactar un informe que debía estar listo en seis meses desde la formación de la Comisión- (Crenzel, 2008: 53-104). Meyer, junto a los demás integrantes de la comisión, fue un testigo en la primera línea del reconocimiento del horror. En febrero de 1984 la prensa publicó sus declaraciones sobre la investigación en curso:
He promises that the location of crematoria will be published. “They were in these camps, these secret camps of detention which were called, at another period, concentration camps,” Meyer says. “They were all throughout the country. They were at private houses that were boarded up... They were in some of the barracks, they were in some of the cities... One wonders how this could have gone on. But it did”. And they burned people. “Well, some of them utilized ovens,” he says. “Some of them just doused people in gas and burned them”.39
En principio, la existencia de crematorios en los centros clandestinos y de cuerpos quemados no fue una práctica sistemática durante la última dictadura argentina. Aunque investigaciones recientes determinaron que en ciertos centros -como el “Pozo de Arana”- hubo incineración de cadáveres para eliminar sus restos.40 A su vez, lo referido no desencajaba con los discursos de la época en los medios de comunicación que, a los descubrimientos de fosas comunes, cuerpos enterrados como N.N. y a las declaraciones de represores (que aseguraban haber secuestrado, torturado y asesinado), las transmitían de manera descontextualizada, amarillista y macabra, generando mayor confusión.41 Pero, más allá de estos aspectos que podrían explicar la descripción de Meyer, queda claro que el Holocausto no necesitaba ser nombrado para que sea considerado el prisma a través del cual era evidente que estaba analizando la situación argentina.
Meyer tuvo acceso a toda esta información como testigo directo de sobrevivientes y como participante de las visitas oculares a sitios que habían funcionado como cárceles y centros clandestinos de detención. Sin dudas este conocimiento repercutió en su modo de caracterizar la represión estatal en Argentina. Abandonó la noción de “excesos” que había esbozado antes para converger con los sectores que reconocían la existencia de un plan sistemático represivo en el que no había “inocentes” y “no inocentes” sino desaparecidos. Particularmente fue en mayo de 1983 que estos cambios comenzaron, luego de que la Junta Militar diera a conocer el “Documento Final sobre la guerra contra la subversión y el terrorismo” (conocido como la autoamnistía). Meyer cuestionó el principal argumento del documento que refería a que sólo “la historia” y “Dios” podrían juzgar los actos del régimen, y fue concluyente al determinaron que eran “asesinos que mataron inocentes”. Nótese que en este último concepto se englobaba a todas las víctimas y, seguidamente, se condenaba a las violencias, de izquierda y de derecha, lo cual era frecuente en sus discursos, con el agregado de que utilizaba “las mismas palabras que empleo ahora para repudiar el terrorismo de Estado” (Nueva Presencia, 6/05/83: 2 y 21). Así, desde mayo de 1983, incorporó algunos de los sentidos que fueron parte de la “teoría de los dos demonios”, que ya entonces estaba en boga, como explicación de la violencia política de los ’70 y ’80 (Franco, 2015: 23-80). No obstante, la rechazó en forma explícita en una carta a Timerman escrita en esta misma época, en la que parecía indicar su utilización oficial para impedir el juicio y castigo de los represores: “La mitología Argentina sigue existiendo con su demonología, su maniqueísmo y todas las no-piadosas mentiras (…). Y ahora con la amnistía, los asesinos se toman el derecho de perdonarse a sí mismos sus ‘pequeños jueguitos’”.42
Fue el redimensionamiento de la represión estatal que había tenido lugar en Argentina, lo que provocó que Meyer cambiara el modo de representar la violencia antisemita. No abandonó las claves de los ’60 y comienzos de los ’70 -el antisemitismo como un fenómeno estructural; acentuado en los núcleos de poder (como la Iglesia) con los que consideraba se debía trabajar; y como un fenómeno que no ponía en riesgo la vida judía en Argentina-. Pero comenzó a identificarlo como parte de las atrocidades cometidas en el marco del terrorismo de Estado -ya sea el antisemitismo público como el antisemitismo clandestino-.43 En este sentido, ¿se acercaba a la narrativa que Timerman venía esbozando incluso con anterioridad a Preso sin Nombre. Celda sin número? En principio, podría pensarse que Meyer fue ampliando el uso del término empleado por el director de La Opinión para referir a la experiencia dictatorial de los judíos en Argentina, y lo convirtió en un sinónimo de todas las formas de violencia. El antisemitismo, como barbarismo, comenzó a significar cualquier actitud opuesta a la reconstrucción democrática porque, señalaba que “la democracia no es solamente la voluntad de la mayoría, sino también el derecho a ser distinto de la minoría”.44
Exactamente esa fue la propuesta del acto “Contra el Antisemitismo y la plena vigencia de los Derechos Humanos”, ya mencionado, y que fue organizado por Meyer junto al Movimiento Judío por los Derechos Humanos (MJDH).45 La motivación de origen había sido repudiar “la ola de atentados antisemitas” que se reconocía incrementada en el marco de la reapertura democrática. En esta coyuntura fue que Meyer comparó la virulencia antijudía de entonces con la de los ’60, omitiendo los años de la dictadura, tal como si pensara que entre 1976-1982 había sido menos relevante.46 Esta vinculación permite desacralizar la contundente e inapelable representación actual de la dictadura antisemita. Pero, más allá del motivo inicial de realización del acto, la propuesta era trascender a los hechos específicos: tanto desde el escenario como desde las organizaciones adherentes y participantes como público, la lucha contra el antisemitismo se volvió una bandera que englobó reclamos multisectoriales y multiclasistas expresados por los partidos políticos, las organizaciones de derechos humanos y hasta por una variedad de grupos minoritarios y postergados (indígenas, feministas, enfermos psiquiátricos, obreros despedidos, etc.).47 En este sentido las adhesiones son elocuentes: hay que desterrar el antisemitismo “no puede haber autentica justicia social si se intenta descalificar a un sector de la sociedad” (Confederación Socialista Argentina); “compartimos sus consignas en favor del respeto a todas las personas y a las comunidades que éstas componen” (Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos) y “condeno las manifestaciones de antisemitismo atentatorias a los principios esenciales de la democracia y civilización” (Raúl Alfonsín).48
Tras conocerse los resultados de las elecciones que convirtieron a Raúl Alfonsín en presidente de la Argentina, Meyer escribió un artículo para la revista The Washington Jewish Week describiendo el clima que entonces se estaba viviendo en el país: “Argentina after the elections. You can smell it in the air. You can almost touch it with your fingertips. It’s all around you. You can even hear it. It sounds like a great symphony orchestra before the first violonist signals to the oboist. It’s exciting”. Pese a haber señalado los problemas que debía enfrentar el gobierno democrático, expresaba de esta manera la efervescencia de la reapertura democrática por entonces bastante extendida en la sociedad -y, tal vez, con esa imagen casi onírica de la orquesta antes de tocar (cuando aún el director no ha ingresado) buscase invocar la idea de una sociedad en un comienzo, previo a la asunción del candidato presidencial elegido, en una etapa en la que debía “afinar” o acordar el encaminarse hacia un mismo lado, esto es, hacia el reconocimiento de principios básicos e indiscutibles como la defensa del sistema democrático-.49
Tras la efectiva asunción de Alfonsín, un conjunto de decretos y leyes minaron el intento de autoamnistía de las Fuerzas Armadas y sentaron las bases para que un tribunal civil juzgara a las Juntas Militares, luego de modificar el Código de Justicia Militar y de quedar obturada la opción de que fuera un tribunal militar el responsable del enjuiciamiento (Gil Lavedra, 2022: 45-76). Fue la investigación realizada por la CONADEP, el informe Nunca Más, la base a partir de la cual la fiscalía (a cargo de Julio César Strassera) presentó las pruebas con las que se enjuició a las máximas autoridades de la dictadura. En ese marco también, un conjunto de organizaciones judías -la Anti-Defamation League de la B’nai B’rith, el Comité Israelí de Familiares de Desaparecidos en Argentina y la DAIA- le entregaron informes a la CONADEP y a la fiscalía con testimonios sobre el “tratamiento especial” a detenidos judíos -muchos de los cuales continuaban desaparecidos-.50 Estas organizaciones apuntaban a instalar, con un importante número de testimonios recabados, que el antisemitismo de las fuerzas de seguridad a cargo de las cárceles y centros clandestinos había provocado un ensañamiento con los detenidos judíos; y, como consecuencia, esperaban que este delito fuera incluido en el juicio a las Juntas Militares.51 Del mismo modo, desde abril de 1985, cuando se iniciaron las sesiones del juicio oral, una cantidad importante de testimonios -como el de Timerman- denunciaron haber sido objeto y/o haber presenciado sesiones de torturas en las que la distinción de un preso como judío implicaba la activación de un accionar con una crueldad mayor.52
Es llamativo que la denuncia del antisemitismo haya sido un foco de atención a diferencia de otros delitos (como los sexuales) que, entonces, pasaron desapercibidos y solo en épocas recientes comenzaron a ser problematizados a nivel social y luego juzgados.53 ¿Qué significados subyacían detrás del concepto de antisemitismo que, si bien no fue un delito juzgado en el juicio de 1985 como esperaban las organizaciones judías, implicó que fuera socialmente tematizado y condenado? Y, nuevamente, a nivel social no jurídico ¿pudo haber sido el Holocausto, convertido en prisma o “tropos universal”, el que confirió al juicio de argentina “un reservorio de significados y conceptos” producto del que se visibilizó el ensañamiento con los presos judíos?54 O ¿fue el antisemitismo instalado como “todas las formas de violencia” el que contribuyó con la indignación y la caracterización de la dictadura en términos de barbarie y la cara opuesta a la democracia?55
Meyer en su despedida, volvió a Estados Unidos luego de vivir más de veinte años en Argentina, se refirió explícitamente a esa oposición entre dictadura y democracia: habló del “fascismo”, de la “jungla”, del “horror”, del régimen “monocromático, monolítico, monocorde” y, en contraposición, de la democracia como un sistema “multifacético, policromático, cacofónico a veces, pero es la única forma que puede garantizar tu yo, tu forma de ser distinta” (Nueva Presencia, 8/06/84: 4-6). Para entonces, el antisemitismo era, como ya se destacó, lo anti-democrático, utilizado para describir tanto al pasado: la formación recibida y la actuación de “muchísimos oficiales de las Fuerzas Armadas” (Nueva Presencia, 18/04/86: 7-10;) como también al presente: la perpetuación de sectores reaccionarios que pretendían mantener la dictadura, que lo descalificaban nombrándolo como “Rabino Rosado”56 y criticaban al gobierno de Alfonsín por haberle otorgado la condecoración “Orden del Libertador San Martín” a un “extranjero y rabino”.57 Pero nunca, ni antes ni entonces, lo utilizó para instalar la representación de la dictadura Argentina en términos de un nuevo Holocausto (o plan sistemático de persecución a judíos), sí se refirió al ensañamiento, pero para entonces, judíos y no judíos eran representados como víctimas del terror de Estado, sin distinción; y él, como el rabino que ayudó a madres de detenidos-desaparecidos y a presos sin preguntarles si eran judíos, católicos, agnósticos, comunista, etc.
Conclusión
Este trabajo fue realizado con el propósito de indagar en una importante cantidad de documentos, de acceso público y restringido, la representación del antisemitismo en Argentina por parte del rabino Marshall T. Meyer. El foco de este trabajo fue reconocer el modo en que en el final de la dictadura y en la transición democrática ese concepto se configuró para nombrar “todas las formas de violencia” anti-democráticas, convirtiéndose así en un índice más allá de la violencia antijudía. Es decir, sin negarla pasó a tener un significado más abarcador. Como hemos podido reconocer en este trabajo, en esta instalación participó el rabino Meyer, junto a otros sectores como el Movimiento Judío por los Derechos Humanos.
Fue sumamente iluminador comenzar la indagación teniendo en cuenta los años previos a la última dictadura. Ello permitió no sólo dimensionar el problema desde la perspectiva de Meyer, sino también reconocer tres invariantes a saber: 1- el antisemitismo concebido como un problema en Argentina no excepcional sino estructural; 2- las tareas emprendidas para combatirlo, más que con sectores populares, con sectores de poder en el país (sobre todo, con representantes del culto mayoritario, de la Iglesia católica); 3- y, la consideración de la magnitud del fenómeno como un problema que no ponía en riesgo la vida judía en Argentina, comparable a otros países (y con la única diferencia, comenzó a manifestarlo en la transición, de que en Argentina el problema era la falta de castigo a los responsables).
A partir de 1976 estas definiciones continuaron pero, en un nuevo contexto, en el que el antisemitismo adquirió una mayor importancia como una arista de denuncia al sistema represivo implementado. Sobre todo, fue a partir del testimonio de Timerman que la dictadura argentina comenzó a ser representada como un “nuevo Holocausto” por parte de sectores amplios. Meyer, defendió a Timerman (la credibilidad del testimonio) y optó por diferenciarse en la caracterización de la naturaleza del régimen. Para Meyer fue variando la caracterización del régimen, y sobre todo, el redimensionamiento de la represión y, en consecuencia, del antisemitismo. Detectamos que en los actos al pie del Obelisco en 1983 primero y luego en 1984, el uso de ciertas analogías entre el Holocausto y la dictadura fue siendo admitida en su discurso. Meyer comenzó a trazar ciertos “puentes” -los crematorios argentinos, por ejemplo- que simbolizaban la aceptación y la disponibilidad de imágenes vinculadas al Holocausto para referir a la experiencia dictatorial argentina. Es que tras la llamada autoamnistía de las Fuerzas Armadas, fue abandonando la idea de “excesos” (que daba sentido a diferenciar a las víctimas entre inocentes y no inocentes) y comenzó a resaltar la condena contra el terrorismo de Estado (sin abandonar el repudio a la violencia de izquierda y de derecha). Esos cambios -iniciados en la etapa nombrada como el “show del horror” y que continuaron en el Juicio a las Juntas- tuvieron que ver con la búsqueda de sentidos por caracterizar la violencia represiva mientas la dictadura aún estaba vigente y en los años inmediatamente posteriores. Meyer aún sin demasiada distancia temporal -y como un actor miembro de los organismos de derechos humanos que estuvieron en la primera línea del reconocimiento del funcionamiento represivo- no dejó de trazar puntualizaciones: sobre el terrorismo de Estado, sobre el antisemitismo y sobre las víctimas.
Finalmente cabe una reflexión sobre una de las fuentes utilizadas en este trabajo: las cartas de Meyer son un material invaluable, no sólo porque permiten reconocer facetas del rabino más íntimas (aunque a veces queda la duda si por la censura, no escribía lo que podía y para “ser leído”) y menos trabajadas -como podrían ser sus discursos públicos y aparecidos en diferentes periódicos y revistas- sino también porque este material permite reconstruir el clima de época a partir, por supuesto, de la mirada de un actor, al que es necesario interpretar hilando su mirada con el contexto social y político de Argentina. Así, en este artículo, pero sobre todo en sus notas al pie extensas, se exhiben las huellas documentales que fueron enlazadas e interpretadas desde una perspectiva personal -y no solamente, ya que se incluyeron las percepciones de colegas y de obras relativas a estas temáticas-, y que permiten mostrar el camino seguido para llegar a este resultado, uno dentro de una gama de posibles narrativas que podrían haber sido escritas por otros.
Buenos Aires, 15 de Marzo 2023