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Revista latinoamericana de filosofía

versión On-line ISSN 1852-7353

Rev. latinoam. filos. vol.46 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2020

http://dx.doi.org/10.36446/rlf2020199 

Dossier

Leibniz sobre el progreso del mundo: unidad, perfección y libertad

Leibniz on World’s Progress: Unity, Perfection and Freedom

RODOLFO FAZIO1 

1Universidad de La Frontera, Chile

Resumen

Entre 1680 y 1716 Leibniz se pregunta si acaso el mundo progresa en perfección. En particular, se enfrenta a un dilema específico: si tal progresión es constante o creciente. El objetivo principal de nuestro trabajo es explicar por qué ambas respuestas son lícitas en la filosofía leibniziana. Con tal fin dividimos el artículo en tres momentos. En primer lugar, analizamos la noción de progreso de Leibniz y sus diversas respuestas al interrogante; en segundo lugar, evaluamos por qué la hipótesis de progresión ascendente no es contraria a la tesis del mejor de los mundos posibles y, por último, defendemos que la validez e indeterminación de la disyuntiva constituye un requisito para introducir la posibilidad de bien moral en su sistema.

Palabras claves: Leibniz; mundo; progreso; perfección; libertad

Abstract

Between 1680 and 1716 Leibniz inquires how the world’s perfection progresses. Specially, he examines if the world increases in perfection or remains equally perfect. The purpose of this paper is to explain why both answers are valid in Leibniz’s philosophy. The article is divided into three parts. First, I analyze Leibniz’s notion of progress and I show the different answers he gives to the question; second, I evalúate why the hypothesis of increasing perfection is compatible with the thesis of the best possible world; third, I defend that the indetermination of this dilemma is a requisite to introduce the possibility of moral good in his system.

Key words: Leibniz; World; Progress; Perfection; Freedom

Entre los diversos temas de metafísica que aborda Leibniz en sus escritos de madurez hay un interrogante que aparece de modo recurrente y sobre el cual, sin embargo, no ofrece una respuesta satisfactoria, a saber, si la perfección del mundo se mantiene invariante o aumenta. En efecto, al menos entre 1689 y 1716 el filósofo alemán parece oscilar entre ambas posiciones. En textos como An mundus perfectione crescat (1694-1695) manifiesta su preferencia por la primera opción, mientras que en otros, tales como De rerum originatione radicali (1697) o en la correspondencia con la princesa Sofía, se inclina por la segunda. La irresolución de Leibniz sobre este tema se evidencia finalmente en la correspondencia con Bourguet, a quien declara en 1715: “no veo el modo de demostrar cuál [de estas hipótesis] ha de elegirse por la razón pura” (GP III, 582). En las últimas décadas intérpretes como Strickland (2006) y Rateau (2014) han abordado de modo crítico esta problemática e intentado demostrar cuál de las dos hipótesis tiene mayor compatibilidad con la metafísica leibniziana. Tomando distancia de ambas propuestas, la tesis general que guía nuestra investigación es que la indecisión que muestra Leibniz en su madurez no constituye un problema a dirimir, sino un elemento propicio a su sistema para dar cuenta de la capacidad de perfección moral propia de las sustancias inteligentes. Con este fin articulamos el trabajo en tres momentos. En primer lugar, exponemos qué entiende Leibniz por progreso, repasamos los distintos textos en los que se presenta el interrogante acerca del progreso de la perfección del mundo y exhibimos cómo, a pesar de la preferencia inicial por la tesis del progreso ascendente, en los últimos escritos se adopta una respuesta neutra. En segundo lugar, explicamos por qué la pregunta acerca del progreso de la perfección del mundo es lícita en la metafísica leibniziana; en particular, analizamos por qué Leibniz juzga que no es contradictorio afirmar que el mundo es el mejor de los posibles y, al mismo tiempo, que puede incrementar su cantidad de perfección. En tercer lugar, mostramos en qué sentido la perfectibilidad del mundo constituye un requisito a la hora de aceptar una modalidad distinta para las elecciones libres de los seres racionales que escape al necesitarismo propio del reino de la naturaleza.

El interrogante acerca de la progresión del mundo

Si bien la pregunta acerca de si el mundo crece o no en perfección constituye un problema recurrente en los años de madurez, Leibniz aborda por primera vez la cuestión hacia fines del período parisino.

En efecto, en De origine rerum ex formis (1676) presenta el interrogante en los siguientes términos:

¿El universo mismo crece continuamente en perfección, mantiene la misma o disminuye en ella? Me parece que la perfección de las mentes siempre aumenta en su totalidad, pero la de los cuerpos no aumenta, pues aumentarían en vano; y esa es la verdadera razón a priori por la que las fuerzas siempre permanecen iguales. La potencia siempre es la misma, pero nuestro conocimiento no siempre lo es. (A VI, 3, 521-522).

En este pasaje puede observarse no solo el interés temprano de Leibniz por el interrogante acerca de cómo progresa la perfección del mundo, sino además un primer ensayo de respuesta que busca conciliar la conservación de la potencia motriz en los cuerpos con el incremento del conocimiento en las mentes. Sin embargo, estos temas no encuentran un mayor desarrollo en los escritos del período y, de hecho, desparecen por completo de la agenda leibniziana durante la década de los 80, años en los que el autor se dedica principalmente a llevar adelante la ofensiva contra el cartesianismo en el campo de la matemática, la física y la teoría del conocimiento. Al inicio de la década de los 90 la situación cambia y, en el marco de una proliferación de publicaciones y reflexiones sobre temas de metafísica, Leibniz retoma la pregunta acerca de la progresión del mejor de los mundos con mayor precisión e interés.

Antes de evaluar las distintas respuestas que Leibniz ofrece al interrogante, conviene detenerse brevemente en la noción misma de progreso, la cual es analizada por el autor en dos opúsculos: Du progres a l’infini (1694-1696) y An mundus perfectione crescat (1694-1696). En ambos textos Leibniz ofrece una definición racional de progreso al infinito que, a pesar de su clara impronta matemática, tiene por objetivo lograr una caracterización que sirva para problemas de índole metafísico, tal como el de la progresión de la perfección del mundo. En Du progres a l’infini (1694-1696) explica la dificultad que tiene definir una progresión al infinito y ofrece una primera respuesta:

Si todas las cosas, cuando ascienden, descienden de nuevo y no progresan en forma lineal, preguntamos cómo se podría definir (racionalmente) el progreso en el infinito: ¿se trata de un ascenso o de un descenso o de algo que no es una cosa ni la otra? Si dijéramos que la cosa asciende, otro dirá que desciende nuevamente después de largos períodos aun cuando en otro momento vuelva a ascender. Así pues digo que el ascenso es verdadero si ahora se puede tomar un punto por debajo del cual no descendiera más y si después de algún tiempo, por prolongado que fuera, llegara de nuevo a un punto más alto por debajo del cual no descendiera más. Y así al infinito. Y lo mismo sucede, inversamente, con el descenso. Pero si no existe ningún punto sobre el cual pueda decirse ahora o en algún momento: de aquí no se retrocede, constituirá un ciclo en el cual no hay ascenso ni descenso (Grua, 94).

En este escrito Leibniz propone determinar el progreso ascendente a partir de los valores mínimos: hay ascenso si encontramos un punto respecto del cual no vuelve a descenderse y luego de un tiempo hay otro punto mínimo más elevado respecto del cual tampoco vuelve a descenderse y así al infinito. En An mundus perfectione crescat (1694-1695) presenta una definición de inspiración y objetivos similares, pero que determina los progresos ascendentes a partir de los valores máximos:

Una substancia que crece en perfección: o crece continuamente, o crece y después decrece, pero de tal modo que se advierte que su crecimiento ha sido mayor que su decrecimiento. Si alguna substancia progresa al infinito en perfección, ya directamente, ya después de experimentar retrocesos, es necesario que ahora pueda asignársele un grado máximo de perfección por debajo del cual jamás descienda posteriormente y, después de transcurrido cierto tiempo, pueda asignársele de nuevo otro mayor que el anterior. (Grua, 95).

En este caso el ascenso de la perfección de una cosa estaría garantizado al ir alcanzando grados máximos por sobre los cuales no se descienda posteriormente. Sin ingresar en las diferencias que podrían implicar cada uno de estos dos modelos ni en las posibles sub-especies de progresiones que podrían incluir, a partir de esta presentación general se evidencian dos características de la noción leibniziana de progreso que son de interés para nuestro trabajo: por una parte, las progresiones son tales que pueden incluir variaciones no lineales, por ejemplo, una progresión ascendente puede contener al interior de su serie momentos de retroceso, y, por otra parte, la definición leibniziana admite que la totalidad pueda incrementar su perfección sin que sea necesario para ello que todas sus partes lo hagan.Veamos estas dos notas con más detalle.

La posibilidad de intervalos de estabilidad y retrocesos al interior de una progresión ascendente constituye una nota crucial de la metafísica leibniziana. De hecho, la idea general de que una imperfección, en cualquiera de sus formas, pueda funcionar como condición para obtener una perfección mayor constituye uno de los principales motivos de su teodicea. En De rerum originatione radicali (1697) y en el marco de las reflexiones acerca del progreso de la perfección del mundo declara que “aunque es verdad que a veces algunas partes retroceden a un estado salvaje o vuelven a ser destruidas y arruinadas, esto, sin embargo, se debe aceptar tal como acabamos de interpretar el dolor, es decir, que esa misma destrucción y ruina sirven para obtener un bien mayor de modo que en alguna medida nos beneficiamos con el daño mismo” (GPVII, 308). Ahora bien, aun cuando esta conclusión requiere de una defensa adicional y no se sigue inmediatamente de la noción de progreso antes expuesta, descansa sobre la idea de que la introducción de un decrecimiento de perfección no conduce necesariamente a un progreso descendente.

Por otra parte, la definición leibniziana de progreso admite que haya variación del todo sin que ello implique necesariamente la misma variación en cada una de sus partes. De allí que para Leibniz el incremento de la perfección total del mundo no pone en riesgo la conservación de la fuerza motriz, esto es, es compatible con la constancia en la perfección total de los cuerpos. Esta tesis ha constituido un desafío para los intérpretes contemporáneos y, de hecho, es identificada por Paul Rateau como uno de los principales interrogantes a responder: “cómo conciliar entonces la idea de un perfeccionamiento infinito del mundo y la tesis de la conservación de la fuerza a nivel general” (Rateau 2014: 101). El hecho de que Leibniz no perciba tal incompatibilidad se evidencia en que afirma de modo explícito ambas tesis en simultáneo, lo cual puede encontrarse ya desde el pasaje citado de De origine rerum ex formis (1676), donde declara que “la perfección de las mentes siempre aumenta en su totalidad, pero la de los cuerpos no aumenta” (A VI, 3, 521). Por ello, es importante subrayar que la definición misma de progreso que ofrece Leibniz permite que algunos elementos, en este caso los que conforman el reino de la naturaleza, progresen de un modo y otros elementos, por ejemplo aquellos que abarca el reino de la gracia, lo hagan de otro.

Con estas precisiones en mente, podemos pasar a evaluar cuál es la respuesta que efectivamente ofrece Leibniz al interrogante acerca de la progresión de la perfección del mundo. Sobre este punto pueden encontrarse dos interpretaciones en pugna: mientras Strickland (2006) defiende que hay un compromiso general con la constancia de la perfección del mundo, Rateau (2014) se declara a favor de la tesis del incremento -al menos en los escritos de la década de 1690-. La discrepancia entre ambos exégetas se funda en cierta oscilación que muestra el propio Leibniz sobre esta cuestión. En principio, en De mundi perfectione continuo augente (1689-1690), De rerum originatione radicali (1697) y la correspondencia con Sofía, Leibniz parece mostrarse partidario de la tesis del incremento.

Sopesadas todas las cosas, creo que el mundo aumenta continuamente en perfección, y que no vuelve en círculo como por una revolución; si así fuera, no habría causa final. (A VI, 4, 1642).

Para que la belleza y la perfección universales de las obras divinas alcancen su culminación es preciso reconocer cierto progreso continuo y muy libre de todo el universo de modo que avance siempre hacia una cultura superior. (GPVII, 308).

[Las almas] avanzan y mueren continuamente como el mundo mismo del que son imagen; pues como nada está fuera del universo que pueda obstaculizarlo, es necesario que el universo avance continuamente y se desarrolle. (GPVII, 543; carta a Sofía de 1696).

Sin embargo, durante los mismos años Leibniz también se declara partidario de una tesis contraria. En este sentido afirma en An mundus perfectione crescat (1694-1695):

Se pregunta si el mundo entero crece o decrece en perfección, o si conserva siempre la misma perfección -cosa que más bien creo- aun cuando sus diversas partes intercambien entre sí diversamente su perfección de modo que se transfiera alternativamente. (Grua 95).

Si bien la gran mayoría de escritos revelan un compromiso con la tesis del incremento, este pasaje constituye un caso en el que Leibniz manifiesta de forma explícita su preferencia por la progresión constante. En principio, creemos que la oscilación leibniziana puede asumirse como genuina, por lo que no sería necesario buscar reducir una posición a la otra. Es interesante notar que la única opción que Leibniz no considera viable, y que ni siquiera menciona como posibilidad, es que la perfección del mundo tenga una progresión decreciente. La razón se debe a que ello atentaría directamente contra una de las tesis fundamentales de su sistema, a saber, que el mundo es el mejor de los posibles. En efecto, si un estado del mundo fuese peor que el precedente, tal mundo ya no sería el mejor mundo posible, porque sim plemente podría haber permanecido en el estado precedente. Sin embargo, Leibniz deja abierta la posibilidad de que el estado del mundo subsiguiente tenga igual o mayor perfección que el presente, esto es, que se trate de una progresión constante o de una progresión ascendente.

En los escritos posteriores a 1700 Leibniz asume de modo manifiesto una posición neutral respecto de la disyuntiva que mantuviera en los escritos de los años 90. En efecto, en sus textos de madurez no solo deja de mostrar preferencia por alguna de las opciones, sino que además se declara incapaz de poder ofrecer una respuesta racional sobre el tema. Ello puede observarse con claridad en el intercambio epistolar con Bourguet. En la carta del 5 de agosto de 1715 y en el marco de un debate acerca de la posibilidad de determinar si el mundo tuvo inicio en el tiempo, Leibniz presenta el siguiente esquema acerca de las distintas hipótesis que pueden forjarse sobre la progresión del mundo:

Se pueden formar dos hipótesis, una que la naturaleza siempre es igualmente perfecta, la otra que ella crece siempre en perfección. Si ella es siempre igualmente perfecta, pero variablemente, es más verosímil que no haya un punto de comienzo [en el tiempo]. Pero si crece siempre en perfección (suponiendo que no sea posible darle toda la perfección a la vez) la cuestión se podría explicar de dos maneras, a saber por los órdenes de la hipérbola B o por el triángulo C ... La hipótesis de la perfección igual sería la del rectángulo A. No veo aún el modo de hacer ver demostrativamente cuál debemos elegir por la razón pura. (GP III, 582-583).

En respuesta a la tesis de Bourguet según la cual el mundo tiene necesariamente un inicio temporal, Leibniz plantea que dicha respuesta depende en verdad del tipo de progresión que se reconozca para el mundo, y señala que solo la hipótesis C permitiría concluir que el mundo tuvo un comienzo en el tiempo, pero no las hipótesis A y B. Sin embargo, añade inmediatamente que no es posible determinar si el mundo tiene o no un inicio en el tiempo precisamente porque no se puede decidir cuál de las hipótesis acerca de su progresión es la verdadera. Con ello se evidencia que Leibniz juzga que tanto la hipótesis de la perfección invariante como la de su aumento, sea constante o variable, son compatibles con su metafísica. Es lícito subrayar que en la correspondencia con Bourguet Leibniz presenta esquemas simplificados que no retoman en sentido estricto sus definiciones de progreso dadas en los textos de 1694-1696, pues el foco del debate está puesto en determinar si el mundo tiene o no un inicio en el tiempo. En particular, no tiene en cuenta la posibilidad de variaciones no lineales.

Como hemos visto, la posibilidad de un progreso descendente en la perfección del mundo es incompatible con una de las tesis más celebres de la filosofía de Leibniz: que el mundo es el mejor de los posibles, esto es, que cuenta con la mayor perfección que pudo haberle sido dada. Y es por ello que el filósofo alemán no considera que sea una posibilidad viable. Pero no sucede lo mismo con la posibilidad de una progresión ascendente. En efecto, Leibniz acepta que el mejor de los mundos posibles puede incrementar su perfección. Ahora bien, la consistencia de esta tesis está lejos de ser evidente. En este sentido, Strickland argumenta que es incompatible afirmar que el mundo es, fue y será el mejor de los posibles y, al mismo tiempo, que puede aumentar en perfección: “Leibniz sugiere que el universo es tan perfecto como puede ser en cada momento de su ser y pasa de un momento a otro con la carga de ser inmejorable” (Strickland 2006: 6). A partir de ello el intérprete concluye que los progresos ascendentes, sea la hipótesis del triángulo o la de la hipérbola presentadas a Bourguet, no cuadran de modo armónico en la metafísica leibniziana. Sobre esta misma cuestión Rateau (2014) ofrece una posición más compleja: defiende que la tesis del mejor de los mundos es compatible tanto para los modelos de progreso estacionario como ascendente -e incluso sería favorable para este segundo modelo- pero rechaza que pueda tratarse de un incremento cuantitativo de la perfección. Con vistas a salvar una grave inconsistencia a la base de la metafísica leibniziana, Rateau introduce una distinción entre perfecciones cuantitativas (como la potencia o la bondad) y perfecciones cualitativas (como la simplicidad de leyes). Asimismo, Rateau (2011: 183) traza una distinción entre una dimensión cuantitativa y otra cualitativa de la perfección. Por nuestra parte, no rechazamos la posibilidad de que efectivamente Leibniz tenga en mente distintos tipos de perfecciones o, en particular para el caso que nos ocupa, que la perfección del mundo no se entienda exclusivamente como cantidad de esencia (aspecto cuantitativo), sino que también la simplicidad de leyes constituya un tipo particular de perfección no reductible a primera vista (aspecto cualitativo). Sin embargo, no creemos que esta distinción sea necesaria para responder al interrogante acerca del progreso del mejor de los mundos posibles.

Sea como fuere, a pesar de sus diferencias, ambos intérpretes coinciden en un punto fundamental, a saber, rechazan que el mejor de los mundos posibles pueda tener un incremento cuantitativo de perfección. En la siguiente sección nos apartaremos de ambas propuestas en ese punto y explicaremos por qué, a juicio de Leibniz, el mejor de los mundos puede aumentar en cantidad de perfección.

¿Cómo mejorar al mejor de los mundos posibles?

Las reflexiones leibnizianas acerca del progreso del mundo no develan con claridad por qué es lícito afirmar que el mundo, siendo el mejor de los posibles, puede aumentar en perfección. Sin embargo, Leibniz no solo declara ambas tesis en simultáneo, sino que además, tal como se pone de manifiesto en la correspondencia con Bourguet, no pareciera vislumbrar allí contradicción alguna, lo cual invita a repensar si la aparente inconsistencia es efectivamente tal. A fin de comprender por qué el filósofo alemán piensa que las tres disyuntivas planteadas a Bourguet son válidas, en el presente apartado nos dedicaremos a estudiar la articulación de los dos conceptos principales que están involucrados en el interrogante que nos ocupa: perfección y mundo.

Respecto de la noción de perfección, Leibniz la define como una cualidad simple que es positiva y absoluta, esto es, un predicado irresoluble, que expresa algo y es capaz de alcanzar un máximo. Asimismo, el autor distingue entre tres tipos de perfecciones: la metafísica, la física y la moral, y, en consonancia con ellas, diferencia tres tipos de bienes y males en función de la presencia o ausencia de tales perfecciones en una sustancia. Ejemplos de perfección metafísica son la potencia, el conocimiento y la bondad; ejemplos de perfección física son el placer y la felicidad (que es el bien físico de las sustancias inteligentes); ejemplo de perfección moral es la virtud. Ahora bien, en función de nuestro tema un primer interrogante que se suscita es qué tipo de perfección está en juego cuando nos preguntamos acerca del progreso de la perfección del mundo. En principio y contrariamente a la posición de Strickland (2006: 3), quien defiende que se trata de la perfección metafísica, “pues para Leibniz, la pregunta acerca de si el mundo crece en perfección parece ser una pregunta acerca de si el mundo crece en términos de perfección metafísica”, conviene indicar que los pasajes que abordan la cuestión desde el punto de vista de la perfección metafísica no pretenden por ello excluir a las otras dos. En efecto, en la Théodicée Leibniz declara explícitamente que hay que considerar las tres perfecciones a la hora de evaluar la perfección del mejor de los mundos.

Ahora bien, reduciéndose todo a la mayor perfección, se viene a parar a nuestra ley de lo mejor. Porque la perfección comprende no solo el bien moral y el bien físico de las criaturas inteligentes, sino también el bien metafísico, el cual afecta también a las criaturas destituidas de razón. (Théodicée, §209).

Con esto no se anula por completo la lectura de Strickland, pues la noción de perfección metafísica es utilizada a menudo en un sentido amplio que abarca a las otras dos: “considerando el bien y el mal metafísico que se encuentra en todas las sustancias, ya estén dotadas o destituidas de inteligencia, y que, tomados con esta latitud, comprenden el bien físico y el bien moral, es preciso decir que el universo, tal como es actualmente, debe ser el mejor de todos los sistemas” (Théodicée, §263). En suma, tomaremos como base para nuestro análisis que la mayor perfección del mundo engloba a las tres: es el agregado de sustancias con la mayor perfección metafísica, física y moral posible.

Respecto del concepto de mundo, pueden encontrarse al menos dos notas esenciales que ayudarán esclarecer nuestro interrogante. En la Théodicée se precisa la primera del siguiente modo:

Llamo mundo a toda la serie y colección de todas las cosas existentes, para que no se diga que podrían existir muchos mundos en diferentes tiempos y en diferentes lugares; porque sería preciso contarlos todos a la vez como un mundo, o si se quiere, como un universo. (Théodicée, §8).

Tal como indica Rateau (2011: 36-38), una primera característica del mundo leibniziano es su universalidad, es decir, el conjunto de cosas creadas conforman una única serie que, si bien excluye a las infinitas otras series posibles que no existen, abarca tanto al reino de la naturaleza como al de la gracia, esto es, al mundo natural y moral. En este sentido, en la misma secuencia o cadena de seres conviven las criaturas inteligentes que acceden al reino de la gracia con aquellas que por su constitución se encuentran confinadas al de la naturaleza. Ahora bien, al menos desde el período parisino en adelante, el filósofo alemán declara que las cosas que conforman el mundo son infinitas en acto, pero que, sin embargo, el conjunto de las mismas no conforman una unidad determinada o totalidad, sino que solo constituyen un agregado: “Y el infinito, es decir, el conjunto de un número infinito de sustancias, propiamente hablando, no es un todo, como no lo es tampoco el número infinito mismo, del cual no puede decirse si es par o impar” (Théodicée, §197). En términos leibnizianos, el conjunto de cosas que constituyen el mundo solo forma un todo distributivo pero no colectivo, ya que no es posible pensar el mundo como una unidad determinada sin caer en una contradicción.

Yo admito una multitud infinita, pero tal multitud no constituye un número o una totalidad; no es más que el hecho de que hay más términos que los que numéricamente puedan asignarse, exactamente como ocurre que se da la multitud o compuesto de todos los números sin que tal multitud sea un número o una totalidad. (GP III, 575).

Las razones de esta tesis se encuentran en sus reflexiones acerca de las cantidades infinitas y, en particular, en su rechazo a la posibilidad de que el infinito actual pueda pensarse como una unidad. Por ejemplo, la conexión entre la tesis sobre matemáticas y su crítica a la unidad del mundo es explícita en un opúsculo titulado Deus non esse mundi animam (1683-1685).Allí Leibniz argumenta que el mundo no conforma una totalidad porque, si así fuera, se caería en la misma contradicción de los números infinitos:

Dios no es el alma del mundo puede ser demostrado. El mundo es finito o infinito. Si es finito, evidentemente Dios, que es infinito, no puede decirse que sea el alma del mundo; pero si se supone que el mundo es infinito, no es un ente o un cuerpo uno por sí (tal como lo he demostrado en otro lugar que el infinito en el número y la cantidad no puede ser uno ni todo, sino solo el infinito en perfección). De este modo, no puede comprender ningún alma del mundo. Y evidentemente el mundo infinito no es más uno o todo que el número infinito, del que Galileo demostró que no es ni uno ni todo. (A VI, 4, 1492).

Es por ello que la perfección del mundo no es más que la perfección de cada una de las cosas que lo conforman considerada conjuntamente, pues en sentido estricto no existe un mundo. Tal como resume Rateau, el mundo leibniziano “es único (el único que existe) sin ser, hablando con propiedad, uno” (Rateau 2011: 41). La unicidad del mundo leibniziano y, en particular, el hecho de que abarque todos los tipos de fenómenos que en él suceden, tanto naturales como morales, constituirá el primer punto de apoyo para entender por qué el mejor de los mundos posibles puede aumentar en perfección.

Además de esta primera característica, Leibniz considera que cada una de las cosas que conforman al mundo, así como el agregado mismo, puede considerarse como algo que pasa constantemente de un estado a otro según determinadas leyes. Y mientras un estado del mundo es capaz de dar razón suficiente del estado siguiente y así al infinito, la razón por la que existe este mundo determinado y no otro o, en última instancia, nada, no encuentra razón en la serie del agregado mismo:

En efecto, no solo no se puede descubrir la razón suficiente de la existencia de las cosas en ningún ser particular, sino que tampoco es posible descubrirla en el todo agregado ni en la serie de las cosas [...]. Cualquiera sea el estado anterior al que se remonte, jamás se descubrirá en dichos estados una razón perfecta de por qué existe un mundo y más bien que nada, ni por qué es tal como es. (GFVII,302).

En esto radica la segunda marca del mundo leibniziano que nos interesa: su contingencia. En efecto, aun cuando el mundo exista de hecho, puede pensarse como no existente sin caer por ello en contradicción. Leibniz ofrece diferentes abordajes para justificar la contingencia del mundo. En De rerum originatione radicali brinda una explicación de corte metafísico que sirve particularmente para nuestra investigación. Allí la contingencia del mundo se caracteriza por el hecho de ser algo que no tiene en sí mismo la razón de su existencia. En el marco de la teoría general de la exigencia de la esencia a la existencia -tema que no abordaremos-, Leibniz sostiene que únicamente en el caso de una esencia infinita o máximamente perfecta, como la de la sustancia infinita, se produce el pasaje de manera espontánea y, por ello, solo para tal sustancia vale el argumento ontológico. En las cosas creadas no puede afirmarse la existencia por la mera consideración de la esencia, porque no cuenta con una cantidad de esencia, realidad o perfección máxima. En este sentido, el agregado de cosas que conforma el mundo, a pesar de formar la mejor serie posible, no cuenta con perfección máxima y es en virtud de ello que podría no existir. En efecto, aun cuando la perfección del mundo esté maximizada en el sentido de que tiene la mayor perfección posible, ella no es máxima, pues en ese caso la existencia de esta serie determinada de cosas sería absolutamente necesaria, esto es, se seguiría de su sola esencia. En el sistema leibniziano solo hay un elemento con grado máximo de perfección, la sustancia infinita, mientras que todo el resto de las cosas tiene perfecciones, pero en un grado determinado. Esta limitación en el grado de perfección

será la segunda nota que nos ayudará a comprender cómo el mejor de los mundos podría incrementar en perfección.

A partir de las características hasta aquí expuestas, podemos precisar por qué es posible que el mejor de los mundos incremente su perfección, sin necesidad de introducir distinciones entre tipos de perfecciones (cuantitativas/cualitativas) ni limitar la cuestión a una sola de sus clases (la perfección metafísica). Como punto de partida, conviene recordar que Leibniz considera que todo lo que se predica del mundo ha de ser comprendido como algo que se dice de modo distributivo, esto es, respecto de las infinitas cosas en acto que lo conforman, y no del mundo mismo, pues en ese caso se estaría tomando al mundo de modo colectivo, incurriéndose en las mismas paradojas a las que conducen introducir cantidades infinitas actuales. La analogía entre el mundo y los números infinitos, que es trazada por el propio Leibniz, sirve para es clarecer nuestro punto. En el caso de los números infinitos el filósofo alemán acepta que podemos hablar de ellos distributivamente cuando, por ejemplo, afirmamos que todos los números pares son divisibles por dos. Sin embargo, rechaza que sea válido hacer al conjunto mismo sujeto de predicación, esto es, enunciar algo de él de modo colectivo: se puede predicar distributivamente de las cosas que lo componen que son divisible por dos, pero no tiene sentido preguntarse si el conjunto mismo de tales números es divisible por dos. Considerar al conjunto infinito como una cantidad que guarda relaciones de mayor, menor o igual con otras cantidades (finitas o infinitas), conduce a las paradojas de los números infinitos, las cuales, a juicio de Leibniz, demuestran la inconsistencia de tales totalidades infinitas. Ahora bien, Leibniz considera que con el mundo sucede algo análogo: cuando afirma que es el mejor de los posibles, con ello únicamente se compromete a que la suma de perfecciones de las cosas que lo componen es la máxima posible. Pero la perfección es siempre de los individuos y no del mundo, porque en sentido estricto no hay un mundo. En efecto, afirmar que el mundo es el mejor posible y que, no obstante, puede aumentar en perfección sería inconsistente cuando se considera al mundo como sujeto de predicación y se lo piensa como algo que tiene un grado de perfección en un momento y un grado mayor de perfección en otro momento ulterior. Mas Leibniz juzga que no es problemática tal afirmación si tenemos en cuenta que predicar del mundo que es el mejor de los posibles solo implica que a cada instante la suma de perfecciones del agregado de cosas es la máxima posible. Siguiendo en este punto a Strickland (2006: 4-5), la perfección del mundo en un momento dado no es más que la suma de perfecciones de cada una de las sustancias que lo conforman, las cuales, en tanto son finitas, pueden aumentar o disminuir sus perfecciones. De este modo, cuando se pasa de un estado del mundo al siguiente es posible que alguna de las sustancias que lo conforman incremente su perfección de tal modo que conduzca a una mayor perfección de la serie completa. Como vimos, tal perfección nunca es máxima en sentido absoluto, pues tal es el límite de la contingencia, pero sí se encuentra siempre maximizada. Al modo de series matemáticas, el mundo alcanzaría en un momento dado un grado máximo determinado y en un segundo momento un grado mayor; e incluso podría darse el aumento constante (tal como propone Leibniz en sus modelos a Bourguet). De este modo, el agregado de cosas podría incrementar constantemente su perfección conformando en cada uno de los instantes sucesivos la mejor serie posible. En la Théodicée lo reconoce de modo explícito:

Podría suceder, por tanto, que el universo marchase siempre de mejor a mejor, si la naturaleza de las cosas fuese tal que no fuese permitido arribar a lo mejor de un golpe. Pero estos son problemas de los que es difícil formar un juicio exacto. (Théodicée, §202).

En la misma línea explica a Bourguet que en el caso de aceptar las hipótesis de aumento progresivo de perfección, “considerado [el mundo] en cualquier instante que se quiera, la totalidad de la serie actual no dejaría de ser la más perfecta de todas las series posibles, en virtud de que Dios elige siempre lo mejor posible” (GP III, 582).

Hasta aquí hemos intentado explicar únicamente por qué no es con tradictorio en la filosofía leibniziana defender la posibilidad de un incremento de cantidad de perfección en el mejor de los mundos posibles, aun cuando no pueda determinarse si tal incremento sucede o no. Sin embargo, con ello no hemos dado cuenta de un segundo interrogante: ¿por qué Leibniz se ocupa de este interrogante y lo tematiza con tanta insistencia en sus escritos de madurez? ¿Puede encontrarse algún elemento en su sistema que le reclame el tratamiento de esta cuestión?

Libertad y perfectibilidad

Fin de justificar por qué Leibniz admite modelos de progresión ascendente, intérpretes como Strickland (2006: 25) han conjeturado que la perfectibilidad del mundo se introduce con miras a un pro blema vinculado a una perfección particular, a saber, la felicidad, la cual es definida no como el mero placer, sino como “un progreso perpetuo hacia nuevos placeres y perfecciones” (GP VII, 568). En particular, Strickland propone que la felicidad que fundamenta la introducción de la disyuntiva sobre el progreso del mundo es aquella que le ha sido prometida al hombre en la vida futura, esto es, la salvación, que solo algunos conseguirán cuando finalmente Dios distribuya con justicia la felicidad en función de la virtud. Cabe subrayar que Leibniz concibe la salvación como una felicidad perpetua, es decir, un incremento constante de perfección. Es precisamente en re lación con este tema donde Strickland vislumbra el peligro de no permitir la variabilidad de perfección en el mundo, puesto que el incremento continuo de perfección de una o muchas sustancias (los salvos) conllevaría al decrecimiento continuo de otras (las condenadas). Eso lo reconoce Leibniz explícitamente en An mundus perfectione crescat: “si la perfección del mundo permanece la misma, ninguna sustancia podría incrementar su perfección sin que otras decrezcan continuamente en perfección” (Grua, 95). Según la propuesta de Strickland, con el fin de evitar esta conclusión Leibniz dejaría abierta la posibilidad de que el mundo aumente continuamente en perfección, lo cual sucedería, a juicio del exégeta, solo en el mundo venidero, mas no en el presente, respecto del cual privilegia, como hemos visto, el modelo estacionario. A pesar de la cercanía que tenemos con la propuesta de Strickland, en la medida en que juzgamos que efectivamente el papel que tiene un tipo particular de sustancia en el universo leibniziano podría explicar por qué juzga necesario dejar abierta la posibilidad de que el mundo aumente en perfección, hay dos cuestiones de su propuesta que pueden ser puestas en duda. Por una parte, Leibniz limita la importancia de la felicidad del hombre y de las sustancias inteligentes en la elección del mejor de los mundos:

“Siendo una bondad infinita la que ha dirigido el Creador en la producción del mundo, todos los caracteres de ciencia, habilidad, poder y grandeza, que brillan en su obra, están destinados a la felicidad de las criaturas inteligentes. Solo ha querido dar a conocer sus perfecciones, a fin de que esta especie de criaturas encuentre su felicidad en el conocimiento, en la admiración y en el amor del soberano Ser”. Esta máxima no me parece del todo exacta. Concedo que la felicidad de las criaturas inteligentes es lo que principalmente ha influido en los designios de Dios, porque son aquellas las que más se le parecen; pero no veo, sin embargo, cómo pueda probarse que sea este su fin único. (Théodicée, § 118).

Por otra parte, el mundo futuro y nuestra salvación es un tema propio de los estudios sobre religión y teología revelada, pero no de la filosofía primera, mientras que las reflexiones de Leibniz sobre la perfección del mundo se encuentran en sus escritos de metafísica. Por ello creemos que no es lícito introducir un tema propio de religión para evaluar por qué se introduce la disyuntiva respecto de la perfección del mundo.

En cualquier caso, nuestra interpretación guarda cierta semejanza con la de Strickland en la medida en que creemos que la razón que justifica la perfectibilidad del mundo se encuentra en una perfección que compete a las sustancias inteligentes en general (aunque no al hombre en particular). Sin embargo, a diferencia de dicho intérprete, creemos que tal apertura no se introduce por el problema específico de la salvación del hombre, sino por uno más fundamental, a saber, el de la libertad de toda sustancia reflexiva. Con tal fin, realizaremos una presentación general de la noción de sustancia inteligente buscando enfatizar las características relevantes para nuestro trabajo, analizaremos el papel que tales sustancias desempeñan en la elección del mejor de los mundos y examinaremos por qué en su mera libertad podría yacer la razón que obligaría a mantener abierta las distintas hipótesis sobre el progreso del mundo.

Al igual que las restantes cosas que pueblan el mundo leibniziano, las sustancias inteligentes se caracterizan no solo por ser sujetos o sustratos que tienen la capacidad de envolver en su unidad una multiplicidad de predicados o estados distintos, lo que Leibniz define como percepción, sino además por tener la capacidad de pasar de una percepción a otra por su propia es pontaneidad, lo que recibe el nombre de apetito. De este modo, las sustancias inteligentes, como toda sustancia, se piensa como una cosa que puede conectar por sí solo predicados contrarios, esto es, predicados que no se implican uno a otro de modo analítico. Además de esta capacidad de síntesis primitiva, nota que comparten todas las sustancias, aquellas que reciben el calificativo de inteligentes cuentan con una característica adicional: ellas no solo perciben, sino que también pueden convertir tal acto en objeto de su percepción, esto es, tienen capacidad de reflexión. A partir de ello se distancian de las otras sustancias al menos en dos puntos. Por una parte, Leibniz considera que es debido a su capacidad reflexiva que los seres inteligentes pueden acceder a un conocimiento universal, esto es, por leyes. Por otra parte, estas sustancias no solo forman parte del reino de la naturaleza, a cuyas leyes están sometidas como toda otra criatura, sino que además tienen acceso al reino de la gracia, en el cual se produce un fenómeno característico: la libertad. Tal como declara en la Théodicée, la libertad aparece cuando no solo hay espontaneidad y contingencia, sino además inteligencia.

El concepto leibniziano de libertad ha sido objeto de un intenso debate en las últimas décadas. En particular, las lecturas tradicionales que vieron en la filosofía de Leibniz una variante del compatibilismo, según el cual la idea de libertad no excluye el determinismo, fueron cuestionadas por interpretación no compatibilista (o incluso libertarias) que defienden que el ámbito de la elección racional no soporta la modalidad determinista propia del reino de la naturaleza. En De natura veritatis, contingentiae et indifferentiae atque de libertate et praedeterminatione (1685-1686) encontramos uno de los pasajes más controversiales y que mayor desafío presenta a las interpretaciones compatibilistas:

Que esta piedra tiende hacia abajo si se le quita el apoyo, no es una propo sición necesaria, sino contingente […] Con todo, puede al menos saberse, de antemano, sobre la base de las leyes subalternas de la naturaleza, que si la ley de la gravedad no es suspendida por milagro, se efectúa la caída. En cambio, las substancias libres o inteligentes poseen algo mayor y más admirable, que es como una cierta imitación de Dios; a saber, que no están atadas a leyes subalternas determinadas del universo, sino que, como por una suerte de milagro privado, actúan por la sola espontaneidad de su propia potencia ... Esto nos permite comprender además cuál es esa indiferencia que acompaña a la libertad. Es obvio que así como la contingencia se opone a la necesidad metafísica, así la indiferencia excluye no solo la necesidad metafísica, sino también la física. (A VI, 4, 1518).

Sin ingresar en el debate entre compatibilistas y no compatibilistas, para nuestros intereses alcanza con indicar dos tesis mínimas expuestas en el pasaje. En primer lugar, Leibniz rechaza explícitamente que las sustancias inteligentes se rijan por la misma modalidad que las restantes. Dejando a un lado la problemática noción de “milagro privado”, es manifiesto que la elección racional se concibe como libre no solo de necesidad metafísica o lógica, sino también de necesidad física. En efecto, con la distinción entre lo necesario, lo contingente y lo indiferente, Leibniz reconoce a las sustancias inteligentes un nivel mayor de indeterminación, lo que, como veremos, podría no implicar ausencia completa de determinismo. En segundo lugar, la libertad se concibe como un fenómeno que se restringe a la esfera del pensamiento: se trata exclusivamente de libertad de pensar. Las sustancias inteligentes, en tanto habitantes y actores en el mundo natural, no escaparán de la necesidad física. Sin embargo, aunque las acciones concretas de tales sustancias no puedan despojarse de su halo determinista, ellas sí se sustraen de las máximas subalternas que rigen a la naturaleza cuando operan sobre sí mismas en la reflexión. De allí la equivalencia que Leibniz traza en sustancias inteligentes o libres.

El reconocimiento de una mayor indeterminación para las sustancias inteligentes no libera a los espíritus de toda legalidad. En particular, Leibniz reconoce que todo ser racional está siempre inclinado a querer aquello que conciba como mejor. En un famoso pasaje del Discours de métaphysique (1686) lo especifica en los siguientes términos:

Además, en virtud del decreto que ha decidido que la voluntad tendería siempre al bien aparente, expresando o imitando la voluntad de Dios bajo ciertos respectos particulares con relación a los cuales este bien aparente tiene siempre algo de verdadero, él determina nuestra voluntad a elegir lo que parece lo mejor, aunque no de un modo necesario. Pues hablando absolutamente la voluntad es indiferente, en tanto que se la opone a la necesidad, y tiene el poder de obrar de otro modo o incluso de suspender completamente su acción, cuando una y otra alternativa son y siguen siendo posibles. (A VI, 4, 1575)

El determinismo que rige en la naturaleza establece que dados tales y cuales eventos se sigue necesariamente un único resultado. En principio, en el reino de la gracia sucedería algo análogo, pero su principal diferencia radicaría en que la consecuencia obtenida no es una acción, sino la sola inclinación. Leibniz busca así introducir un determinismo al bien que inclina sin necesitar. Por ello elegir el bien no es obligación, sino virtud. Ahora bien, creemos que en este resquicio que se deja abierto a la buena voluntad podría encontrarse una de las razones por las que Leibniz tematiza la perfectibilidad del mejor de los mundos.

A partir de lo expuesto puede observarse que una característica distintiva de las sustancias inteligentes radica en su capacidad de perfección moral, esto es, ellas pueden no solo conocer el bien, sino elegirlo libremente. En efecto, la virtud no se concibe como algo que surja como consecuencia del curso de la naturaleza ni tampoco como una acción que se sigue necesariamente de la contemplación del bien, sino que exige una elección sin coacción. Ahora bien, aun cuando la libertad sea un fenómeno que, entendida en estos términos, sucede en la interioridad de la reflexión, gracias a ella las sustancias inteligentes son capaces de alterar la perfección total del mundo, que, como hemos visto en nuestro primer apartado, abarca tanto la perfección metafísica como la física y la moral. Creemos que esta nota de tales sustancias es la que exige que la perfección total del mundo sea variable: no ha de estar ni limitada ni determinada a tipo fijo de variación. Por una parte, que la perfección del mundo no esté limitada se fundamenta en la contingencia del mundo, esto es, en el hecho de que el agregado de las infinitas cosas no cuente con perfección máxima, sino que tal perfección tenga un grado finito determinado; y aun cuando en cada instante se encuentre maximizado, esto es, no sea posible que su suma tenga un mayor grado de perfección, ello no anula, como vimos en el segundo apartado, que pueda incrementarse en momentos sucesivos. Por otra parte, el tipo de variación que haya de tener la perfección del mundo no puede tampoco estar fijado en la medida en que la virtud depende exclusivamente de una elección libre del agente inteligente (lo que no anula la omnisciencia divina, que abarca también las elecciones libres de las sustancias individuales, ni tampoco introduce indeterminación en el reino de la naturaleza, pues se reduce al solo reino de la gracia). En este sentido los modelos de progreso ascendentes no constituyen un problema para la tesis de la conservación de la fuerza motriz en la medida en que esta tesis se reduce exclusivamente al reino de los cuerpos naturales, mientras que el ascenso sucedería específicamente en el reino de la gracia.

De este modo, el núcleo de nuestra lectura descansa en que la introducción de la perfectibilidad del mundo se fundamenta en que la virtud como perfección moral debe ingresar al mundo solo como posibilidad: entre las infinitas acciones de las infinitas sustancias inteligentes del mundo leibniziano quizás alguna consiga realizar una acción virtuosa y es debido a tal capacidad de alterar la perfección total del mundo que Leibniz juzga necesario dejar abierta su perfectibilidad.

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Recibido: 08 de Julio de 2019; Aprobado: 15 de Octubre de 2019

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