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Revista latinoamericana de filosofía

versión On-line ISSN 1852-7353

Rev. latinoam. filos. vol.49 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2023

http://dx.doi.org/10.36446/rlf2023351 

Dossier

El epistolario como fuente historiográfica: el caso de Max Weber en la Gran Guerra

The Epistolarium as Historiographical Source: Max Weber in First World War

EDUARDO WEISZ1 

1 Universidad de Buenos Aires

Resumen

El artículo busca dilucidar algunas características del epistolario en tanto que fuente historiográfica y encontrar claves de comparación con la autobiografía. Con importantes aspectos en común, sus propósitos, sus sesgos y la posición subjetiva de sus autores evidencian importantes diferencias. A partir de esta problemática, se analizará la correspondencia sostenida por Max Weber desde el servicio militar durante la Gran Guerra. En un período en el que no tiene intervención pública alguna, el análisis se centra en la evolución de su perspectiva sobre el papel de Alemania y sobre su actividad específica en los lazaretos. Cada uno de estos aspectos se relaciona respectivamente con dos piedras angulares de la obra weberiana: el problema nacional y el proceso de burocratización.

Palabras clave: epistolario; Max Weber; nación; burocracia

Abstract

This article seeks to elucidate some features of the epistolarium as an historiographic source, in comparison with autobiographies. Sharing key aspects, their aims, biases, and the subjective positions of the authors, there are relevant differences between both. Departing from this conceptual issue, the letters by Max Weber during his military service in the Great War will be analyzed. With no public interventions during this period of time, the analysis is centered in the evolution of his assessment of the role of Germany in the war and in his specific activity in the lazarettos. Each of these aspects is related to a corresponding cornerstone of his work: the national problem and the bureaucratization process.

Key words: epistolarium; Max Weber; nation; bureaucracy

El interés académico en la escritura de cartas ha dado lugar a diversos estudios que se interrogan por el carácter de los epistolarios y por su utilidad y sus especificidades como fuente historiográfica. A su vez, esto ha alimentado la publicación de nuevas colecciones de cartas, las que abrieron nuevas preguntas y estimularon renovadas reflexiones.

Como señala Gabriella del Lungo Camiciotti, es en la temprana modernidad europea que el intercambio de cartas comienza a tener un efecto decisivo en la expresión y difusión de ideas y de emociones, trazando un vínculo entre el individuo y la sociedad de la cual participa: “la existencia de numerosas redes de comunicación epistolar es de hecho una característica específica de la modernidad temprana en Europa”. Es a partir de ahí, señala, que amplias redes -tanto en su alcance geográfico como en cuanto a cantidad de participantes- dieron lugar a una creciente cantidad de cartas, tanto en pequeños círculos familiares como en grupos en torno a científicos, artistas, políticos o profesionales (2014: 24).

La correspondencia, señala la autora, comenzó entonces a ser usada en la vida cotidiana por miembros de casi todas las clases sociales, también en sectores analfabetos que por razones personales o laborales no podían prescindir de hacerse escribir o leer cartas para mantenerse en contacto. Como parte de un interés más amplio en las autobiografías, me propongo en este trabajo explorar la problemática específica del análisis epistolar, así como sus semejanzas y diferencias con el género autobiográfico con el que mantiene importantes paralelos. Luego de abrir una serie de problemas conceptuales que presentan los epistolarios, buscaré plasmarlos en el análisis de la correspondencia sostenida por Max Weber (1864-1920) en un período específico de su vida, el de su participación directa en la Gran Guerra, la que tuvo lugar en los años 1914 y 1915.

1. Epistolario y autobiografía: tensiones y similitudes

La escritura de la Historia utiliza el relato en primera persona de los y las protagonistas como una fuente privilegiada. El testimonio, el testigo, permite abordar un hecho histórico a partir de quien lo experimentó. Esto conlleva necesariamente una conceptualización del yo testimoniante, que ha sido discutida por Eakin en torno al género autobiográfico. “La idea de que el relato autobiográfico de un individuo puede darnos acceso a la Historia ha constituido siempre un presupuesto fundamental de la literatura autobiográfica” (1994: 181-182), señala. Pero este acceso, sin embargo, está atravesado por múltiples mediaciones.

En una autobiografía, o en todo testimonio en realidad, abordar el yo del cual esta emana presupone un modelo de identidad (Eakin 1994: 99). Si el modelo del yo propio del individualismo cartesiano centrado en la persona es el que presupone la autobiografía occidental moderna en su despegue, tendencias emergentes de diversos campos -la historia, la sociología, también el psicoanálisis- apuntan a reemplazar la antigua noción del yo como fenómeno unitario, como una variable individual y separada, por una en la que el modelo de conceptualización del yo es más bien un yo interpersonal e intersubjetivo, en la que el yo es una construcción social creada simbólica y semióticamente entre y por medio de seres sociales (Eakin 1994: 97 y ss.). El yo es definitivamente mucho más incierto, interrogable; ya no podemos depositar en él la misma confianza ingenua. Esta conceptualización del yo, complejizada, es también la del yo que subyace a la escritura epistolar, aunque en este caso esa identidad se ve también inmediatamente conformada por ser la escritura a otro individuo. La construcción del yo que escribe una carta es una construcción directamente condicionada por el interlocutor al que se escribe. Aunque no necesariamente deja de serlo, un epistolario no es, como la autobiografía, el intento de contar la propia vida. No es el producto de esa voluntad, ni siquiera hace necesariamente foco directamente en el sí mismo como objeto. En ese sentido, no conlleva inmediatamente la “significación compleja y angustiosa que reviste el encuentro del hombre con su imagen” a la que refiere Gusdorf al analizar el género autobiográfico (1991: 11), pero tampoco es ajeno a ese encuentro. Un epistolario supone diálogos de diferente envergadura y con diferentes propósitos, pero ese encuentro con la propia imagen difícilmente esté ausente.

Señalar que la autobiografía es un intento de contar la propia vida supone enfatizar que a ella subyace una voluntad de contarla, y esto implica que se intenta transmitir una mirada inevitablemente sesgada -voluntariamente y no- de la vida del autor. También esto lleva implícita la convicción de que esa vida amerita el ser conocida por otros y otras, es en ese sentido una intervención intencional para incidir de algún modo, y eso lleva implícito un recorte, un sobredimensionamiento de ciertos aspectos mientras otros son soslayados. En un intercambio de cartas, a ese sesgo se suma el que está determinado por los interlocutores y por los aspectos específicos que incumben a cada una de esas relaciones interpersonales. Eso supone distintas temáticas, diferentes intimidades, propósitos diferenciados, todos ellos matices que están ausentes en una autobiografía.

Al igual que en el caso de las autobiografías, cualquier epistolario puede ser relevante historiográficamente, develar aspectos de la cotidianeidad o microhistóricos que enriquecen la comprensión de un momento histórico. En ambos géneros, sin embargo, lo escrito reviste particular interés cuando quien escribe ha llevado una vida que, en algún ámbito, se ha destacado. Ese protagonismo en el caso de una autobiografía, sumado al de los y las probables interlocutoras -su círculo natural- en el caso de un epistolario, permite iluminar intensamente ese ámbito.

También debe diferenciarse un epistolario de una autobiografía por una cuestión temporal. El planteo de Georges Gusdorf en torno a los 62 autorretratos de Rembrandt (1991: 11 y ss.), cada uno de ellos representando el respectivo presente del pintor, permite ser trasladado a un epistolario. Una carta es, en general, un retrato de un estado de ánimo y de lo que ocupa a quien escribe en el momento de su escritura. Una autobiografía, en cambio, “exige que el hombre se sitúe a cierta distancia de sí mismo, a fin de reconstituirse en su unidad y en su identidad a través del tiempo” (Gusdorf 1991: 12). Acá hay otra diferencia con la autobiografía, porque un epistolario suele comprender una vida entera, en la que su autor atraviesa diferentes épocas históricas y subjetivas, intelectual y afectivamente.

A diferencia de la autobiografía, la temática de las cartas no está centrada necesariamente en la propia persona. Pero sí, en cambio, se asemeja a la primera en que, como aquella, presenta “ciertos acontecimientos, re- flexiones, experiencias o reacciones que el o la que escribe se atribuye a sí mismo” (Mathien y Wright 2006: 4).

Si la autobiografía supone un interés del autor en dar a conocer su vida, en incidir de algún modo en un campo determinado a través de ella, esa voluntad, en un epistolario, es más bien la de quien se decide a publicarlo ulteriormente. Esto supone la posibilidad, el interés y el financiamiento que conlleva hacerse del acervo completo, o cuasi, de la correspondencia sostenida por alguien que, a juicio de quienes tienen el interés y los medios para hacerlo, es un aporte al conocimiento del autor y de su entorno, en el amplio sentido que esto puede suponer en las interlocuciones epistolares. La autobiografía se diferencia también de la correspondencia en que esta es un conjunto heterogéneo, en la que cada destinatario o destinataria supone grados distintos de intimidad. La escritura de cartas es un acto privado, que en muchos casos -no en todos, claramente- permite exponer aspectos de la vida o de las opiniones que quien escribe da por sentado que permanecerán en la intimidad. No es una posición pública, como una autobiografía, escrita ab initio para ser leída por cualquiera que lo desee. En la autobiografía el yo funciona simultáneamente como sujeto enunciador y como sujeto del enunciado (Eakin 1994: 126). Una autobiografía, sin embargo, contiene también una parte importante en la que el sujeto del enunciado no es necesariamente el enunciador sino aquella en la que el autor describe e interpreta aspectos de su contexto o de situaciones específicas en las que estuvo envuelto. Lo mismo puede decirse de la correspondencia de un individuo: escribe sobre su persona, pero también sobre las circunstancias que, por el motivo que fuere, decide comunicar a su interlocutor.

A diferencia del universo de las autobiografías, el de los epistolarios tiene una heterogeneidad radical, y, naturalmente, el conjunto de cartas de alguien dista de ser un corpus homogéneo y coherente. Probablemente por eso no podría considerarse al epistolario como un género; las cartas escritas por una persona a lo largo de su vida carecen de una matriz común que permita considerarlo como tal. Esto ha sido discutido por Jolly y Stanley, que enfatizaron el carácter desordenado e híbrido que incluso tiene el conjunto de cartas escrito por una persona (2005: 94).

Pese a las diferencias entre ambos universos, es evidente que existen muchas similitudes. Una colección epistolar cumple perfectamente con lo que destacan Mathien y Wright de los escritos autobiográficos. Según estos autores,

Es poco cuestionable que los textos autobiográficos escritos por filósofos pueden ayudar en la interpretación de un trabajo filosófico. Los escritos pueden revelar la interpretación propia del autor sobre las circunstancias que ocasionaron ese trabajo y sobre las intenciones que subyacen a su producción. Pueden revelar el propio juicio del autor sobre el éxito del trabajo y su forma de entender, y responder, a las críticas de otros. (2006: 4)

Los propios Mathien y Wright concluyen que los textos autobiográficos “juegan un rol similar a aquel jugado por las cartas del autor, los borradores desechados, los apuntes de lectura, las notas en cuadernos y los reportajes” (ibíd.: énfasis propio) El estudio sistemático de un epistolario permite apreciar y situar las diferentes intimidades que su autor o autora quisieron compartir con cada interlocutor. Así, como en la descomposición geométrica propuesta por el movimiento cubista -una perspectiva múltiple: se representan todas las partes de un objeto en un mismo plano-, el o la autora del epistolario puede iluminarse, a diferencia de una autobiografía, bajo la luz que esta desagregación de su yo, consciente e inconsciente, se plasma en sus distintas cartas. Si escribir una autobiografía es una intervención de su autor, y la edición de un epistolario lo es de quienes deciden publicarlo, el caso de Max Weber es, en ese sentido, paradigmático. Edith Hanke, redactora general de la Max Weber-Gesamtausgabe (MWG) -una de cuyas secciones, la II, consiste en el epistolario del pensador alemán-, ubica la decisión de publicar la MWG en “los debates científicos y político-sociales germano-occidentales” de los años setenta del siglo pasado (2016: 661). Hanke, luego de analizar los múltiples vectores que explican la decisión de publicar la obra de Weber, se detiene en el papel jugado por Franz Josef Strauss, presidente del partido conservador bávaro, quien entendía que esta publicación “podía significar, políticamente, un reto intelectual contra la edición completa de Marx y Engels” en Alemania Oriental (Hanke 2016: 669). La decisión de dar a luz el epistolario que nos ocupa, entonces, fue claramente una decisión política históricamente situada. Tomada la decisión, comenzó un largo proceso editorial que, desde los primeros volúmenes en 1984, se extendió hasta el año 2020 en el que fi- nalizó la publicación, haciendo coincidir esta culminación con el centenario de la muerte de Weber. Este arduo trabajo, y en particular el de la Sección II, se inscribe en la descripción de Stanley sobre la edición de epistolarios:

“…transcripción, la ‘limpieza’ de errores, notas al pie, y la provisión de un aparato editorial de interpretación” (2011: 141). En este sentido, la MWG, también la Sección II, ha concentrado la febril actividad de un gran número de académicos y académicas, en algunos casos, abocados a tiempo completo a esta publicación. Se trata aquí de un pensador que utilizó la correspondencia de modo profuso, consistiendo la Sección II en 11 tomos -que suman 13 volúmenes-, casi 10.000 páginas, incluyendo el contexto y los registros agregados por los editores: un promedio cercano a la carta diaria.

Jolly y Stanley destacan lo poco frecuente que es que, como en este caso, un epistolario completo pueda ser publicado, dado lo improbable de que todas las cartas hayan sobrevivido. Y, como señalan, también es excepcional que los editores decidan publicar todas las cartas de las que se dispone, “a menos que el escritor de dichas cartas sea tan significativamente famoso y estimado que pueda asumirse que una inversión tal será financieramente redituable” (2005: 108). La correspondencia de Weber tiene diferentes interlocutores; más allá de su círculo íntimo -sobre todo su madre y su mujer, también académica-, se trata mayoritariamente de personas pertenecientes a la intelligentsia, y, muchos de ellos y ellas, ligados a la política. Collingwood señala que una autobiografía de alguien cuyo oficio es la reflexión debería ser la historia de su pensamiento (cit. en Mathien y Wright 2006: 5). Las cartas de Weber cumplen estrictamente con esa característica. En lo que sigue, voy a limitarme a una fracción del epistolario weberiano, el del período en el que participa con rango militar y a tiempo completo en tareas ligadas a la participación alemana en la Gran Guerra. Su interés radica, en mi opinión, en que permiten justamente interiorizarse de su pensamiento sobre la guerra -con posiciones y reflexiones no presentes en los textos por él publicados-. A pocos años de la unificación alemana, y frente a la vertiginosa transformación de Alemania en una potencia moderna, la Primera Guerra Mundial fue un acontecimiento determinante que sacudió al país y particularmente a sus intelectuales, sector al que pertenecen gran parte de los interlocutores de las cartas de Max Weber.1

2. La Gran Guerra como inflexión histórica en Alemania y las posiciones de Max Weber

El 18 de enero de 1871 el Emperador de Prusia, Wilhelm I, y su Canciller, Otto von Bismarck, proclamaban la fundación del II Reich. Tardíamente, Alemania comenzaba un proceso de modernización e industrialización que debía simultáneamente coexistir con tensiones producto de la pervivencia de fuertes aspectos y tradiciones culturales que no habían sido desplazados por una revolución, como sí había ocurrido en otros países europeos. Sobrevivían aspectos del viejo romanticismo del XVIII -si bien mediados por el desencantamiento nietzscheano-, y esta tensión romántica estaba particularmente presente entre artistas e intelectuales. Como sintetizó Paul Honigsheim describiendo el entorno de Weber, “[e]l neorromanticismo en sus diversas formas estaba representado en Heidelberg […] y sus adherentes sabían a qué puerta tocar: la de Max Weber” (cit. en Löwy 2012: 66). La guerra fue una bisagra en la vida de Max Weber: si bien su vida estuvo embebida en la política -su padre era diputado en el Reichtag y su casa era, desde su infancia, un ámbito de reuniones y discusiones-, es con el comienzo de la guerra que abraza la idea de participar directamente en la política alemana (cfr. Mommsen 1984a: 2 y ss). Si su defensa de lo alemán recorre toda su vida y argumenta muy tempranamente a favor del necesario compromiso nacional de todo intelectual, la guerra en sí lo moviliza interiormente en tanto que posibilidad de plasmar ese sentimiento profundo y permanente en una situación concreta en la que percibe que el futuro de Alemania está en juego.

No obstante, pese a que a lo largo de su vida sostuvo inequívocamente posiciones en favor de defender la nación alemana, su posición en la guerra se distinguió en muchos aspectos de la de sus colegas. En primer lugar, adoptó rápidamente un lugar escéptico frente al resultado de la guerra. Naturalmente, como desarrollaré en la sección siguiente, su posición es evidente en sus cartas personales, como, por ejemplo, en la que escribe a su amiga Mina Tobler2 ya el 7 de agosto de 1915, considerando como poco posible que Alemania mantenga los éxitos militares que había tenido en los primeros meses de guerra (cfr. Weber 2008: 85).

En segundo lugar, la posición de Weber frente a la guerra es ajena a cualquier anexión o expansión del Deutsches Reich por fuera de sus fronteras. Para él, el valor de la guerra estaba ligado a la preservación del Reich como una de las grandes potencias europeas, y esa fue su posición a lo largo de la guerra (cfr. por ejemplo Weber 1984c: 95 y ss.), como desarrollaron Wolfgang Mommsen (cfr. 1984b: 193) y también Krumeich y Lepsius (cfr. 2008: 2). El prestigio de Alemania, aspecto central en la definición weberiana de lo nacional, es lo que estaba en juego, no la anexión de territorios o mercados. En una carta a Robert Michels del 20/6/15 se opone a la anexión de Bélgica que estaba siendo discutida, así como, más en general, a la tendencia pangermánica de gran influencia en la intelectualidad alemana (Weber 2008: 65 y ss.)3. Esta aspiraba a anexar no solamente ese país, sino también zonas de Francia y gran parte de Polonia hasta la frontera rusa. Su apoyo a una declaración de rechazo a la anexión de territorios, animada por, entre otros, Lujo Brentano y firmada por un sector minoritario de la comunidad académica alemana, fue la primera intervención pública de Weber en torno al debate sobre la guerra (Mommsen 1984b: 197). Con el propósito de enfrentar el pangermanismo, convocó incluso a parlamentarios afines a una reunión con- fidencial en Heidelberg en julio de 1915, cuyo propósito era crear un grupo de presión en contra de las anexiones, reunión que aparentemente no llegó a realizarse (cfr. Mommsen 1984b: 198). En una carta del 9 de mayo de 1915 a Edgar Jaffé4, quien quería que Weber se desplazara a Bélgica para colaborar en el análisis de la situación de ese país en el marco del proyecto de anexión que estaba siendo estudiado, manifiesta claramente que lo haría si recibiera esa orden de las autoridades militares, pero que lejos está de ser su voluntad (2008: 49 y ss.). Pocos meses después, en agosto, aceptaría trasladarse a Bélgica para conocer mejor la situación, permaneciendo en Bruselas desde el 19 al 22 de agosto de ese año. Nuevamente, como veremos, las cartas permiten comprender los aspectos que Weber ponía en juego en ese viaje, y, en general, su rechazo a la anexión. De hecho, como la describe a su hermana en una carta del 28 de septiembre de 1915, Bruselas le resultaba una ciudad claramente ligada a la cultura francesa (2008: 140).

A partir de estos lineamientos generales, me propongo exponer los aspectos específicos que la correspondencia de Max Weber permite iluminar. Para este fin nos centraremos, como señalé, en el período que comienza cuando Weber se presenta voluntariamente como Oficial de Reserva, el 2 de agosto de 1914 -al día siguiente de la entrada de Alemania a la guerra- y concluye 14 meses después, el 30 de septiembre de 1915, cuando encuentra la posibilidad de dejar su cargo militar. Como señaló Eakin, las guerras “funcionan como los símbolos más familiares de nuestra experiencia colectiva. [...] alistarse equivale a alistarse en la historia, participar en un movimiento global de algún tipo” (1994: 178). Sin duda, esta carga está presente en Weber a lo largo de estos meses y las cartas permiten comprender las tensiones que lo atraviesan frente a este alistamiento en la historia.

Y estas tensiones cobran particular importancia pues deben leerse en el marco de su posicionamiento permanente en defensa de la nación alemana, del prestigio de esta, de sus bienes culturales. Como mostré en otro texto, al referirme a sus posicionamientos políticos: “todos ellos fueron encarados sin ambages desde un centro de gravedad, el de la nación alemana. […] en Weber cualquier otro valor, sea el de los principios democráticos o, incluso, el de la vida humana, estuvo subordinado a dicho centro” (Weisz 2014: 684).

3. La participación de Max Weber en la Primera Guerra Mundial a través de sus cartas

Al día siguiente de declarada la guerra, Max Weber se presenta para alistarse en el Ejército. Pasará los primeros 14 meses de la Gran Guerra allí, alcanzando el grado de Capitán (Hauptmann). Se le encarga el establecimiento y la administración de los hospitales para heridos de guerra en la zona de su ciudad, Heidelberg. Como escribe en una carta a Jaffé, su alistamiento fue voluntario, “porque obligación de servir ya no tengo” (2008: 49), dado que ya había cumplido 50 años. Su función consistió en la administración de 42 lazaretos en la región, de los cuales 9 fueron fundados por él. En esos 14 meses escribiría 85 cartas, las que fueron sometidas a la censura propia de la situación militar. Esto, como apuntan Krumeich y Lepsius, seguramente morigeró su creciente pesimismo sobre el desarrollo de la guerra (2008: 3).

Por una carta a su mujer, Marianne, sabemos que en agosto de 1915 se entera, de forma estrictamente confidencial, de que la Comisión de la que forma parte sería disuelta, razón que lo impulsa a apurarse a presentar su dimisión (2008: 92).

Uno de los aspectos más destacables de su correspondencia en este período es que es el único acceso a su percepción de la guerra durante el mismo, dada la ausencia de otras vías de acceso a la misma. En efecto, dado lo intenso de su actividad en el lazareto, en todos esos meses solo escribió unos pocos informes internos sobre la actividad que desarrollaba y los problemas a los que se enfrentaba, aunque no todos ellos, según relata Marianne en la célebre biografía que escribe sobre su esposo, fueron enviados (1984: 545). En los últimos meses de esta etapa, “tomando diariamente una hora de la jornada de trabajo” (Marianne Weber 1984: 561), habría encontrado la oportunidad de hacer una revisión menor de los primeros textos de la serie de escritos sobre religión y enviarlos a su editor a fines de junio de 1915 -a partir de octubre de ese año comenzarían a ser publicados-.5 Weber aclara, al comienzo del primero de estos ensayos, que estos eran publicados tal cual como habían sido escritos dos años antes, dando cuenta de que no había avanzado en su investigación.

Lo mismo señala Helwig Schmidt-Glinzer, el editor de esos textos en la Max Weber Gesamtausgabe: “La sobrecarga de trabajo allí [en el lazareto] era tal, que Weber luego de su entrada al servicio militar no pudo trabajar ni en su contribución al Grundriß der Sozialökonomik ni en los ensayos sobre la ‘Wirtschaftsethik der Weltreligionen’…” (1989: 37).6

El propio Weber, en una carta escrita desde el lazareto el 14 de marzo de 1915, se queja de que en los 8 meses que allí llevaba no había podido escribir cartas personales debido a lo intenso de su ocupación (2008: 25), lo cual, si bien no es estrictamente cierto, da cuenta de las exigencias que enfrentaba. La insistencia con la que carta tras carta manifiesta la presión a la que se encontraba sometido permite inferir también su interés en que esa abnegación sea conocida por sus interlocutores.

Para el análisis del período me centraré en dos aspectos que, en mi opinión, se inscriben en problemáticas centrales en la obra weberiana. En primer lugar, una consecuencia del intenso sentimiento nacional del autor: la muerte en el campo de batalla defendiendo el estandarte alemán. En segundo lugar, la necesidad de una administración racional de los recursos militares a partir de su propia experiencia en el servicio.

3.a. De la ilusión al desencantamiento

Las cartas permiten seguir detenidamente el proceso subjetivo que experimenta Max Weber en torno a la guerra, específicamente, el desencantamiento que sufre frente a los desarrollos en el campo de batalla, también frente a la muerte en el frente.

Al comenzar la guerra, esta despierta fuertes sentimientos románticos en Weber, especialmente en torno a la muerte. Como apunta Joachim Radkau, Weber da su propia versión del aforismo de Novalis: “La muerte es el principio romantizante de la vida” (Radkau 2011: 453). Weber había desarrollado esta idea en un importante texto escrito antes de la guerra y que fuera publicado en noviembre de 1915, como parte de sus ensayos sobre las religiones universales: la “Zwischenbetrachtung” (Excurso). Escribe ahí Weber que, frente a cualquier muerte, a la que no se le puede dar sentido, “se diferencia la muerte en el campo de batalla en que aquí, y de modo masivo solamente aquí, el individuo puede creer que muere ‘por’ algo” (1989b: 493).

De ahí que en la primera carta que escribe estando alistado, a Karl Oldenberg7 el 28 de agosto de 1914, exclame que “esta guerra es grande y maravillosa” (2003: 782). Y que, por esos meses, sus cartas a familiares de caídos en el frente, refieran a esa muerte como “la más bella que el destino nos puede dar” (2003: 787). Esta idea, en este caso expresada a Paul Siebeck -su editor- por la muerte de su hijo en la guerra, reaparece, entre otras, en carta a su hermana -su esposo había caído en el frente- (2003: 792), y nuevamente a la hermana de Emil Lask8 por la muerte de este (2008: 57).

Embebido en el mismo espíritu, el 7 de septiembre de 1914 le escribía a su amiga Mina Tobler que “la capacidad sorprendente de las tropas y su espíritu son motivo de una fuerte alegría” (2003: 790).

Sin embargo, poco después, en una carta a Ferdinand Tönnies9 del 15 de octubre de 1914, Weber introduce una perspectiva ausente en la correspondencia enviada hasta ese momento. Repite la idea de que la guerra es “grande y maravillosa”, pero también la caracteriza como una monstruosidad (Scheußlichkeit), y critica a la diplomacia alemana, por lo que no confía en una salida pacífica favorable para Alemania (2003: 799).

En abril de 1915, en una carta a su madre, destaca la grandeza de los alemanes en el frente que viven el horror de la guerra (dem Grausen des Krieges) y “sin embargo retornan con tanta decencia como lo hacen la mayoría de nuestra gente, esto es auténtica humanidad” (2008: 38).

De ahí que Weber comience en ese momento, y en las cartas de mayor intimidad, a manifestar claramente el anhelo de que la guerra llegue a su fin.

El 8 de mayo escribe a su mujer con la preocupación de que la guerra pueda durar eternamente (2008: 47), y un día después, en una nueva carta, le pide a Marianne que salude a su madre y agrega: “también por ella uno desearía que la paz no se escabulla indefinidamente” (2008: 52).

No menos elocuente es la expresión con la que Weber comenta a su mujer el 23 de agosto de 1915 la sensación que le produjo su paso por Lovaina al volver de Bruselas el día anterior. Esta ciudad belga había sido destruida por el ejército alemán en 1914 y objeto de múltiples crímenes de guerra. “¡Se ve tan triste!” (2008: 101), escribe Weber, y en una carta a Mina Tobler, al día siguiente, vuelve a reiterar lo “triste” que había sido pasar por Lovaina, y agrega que por más que el relato de la devastación alemana haya sido objeto de una fuerte exageración, “lo que sí tiene que haber pasado es suficientemente triste” (2008: 103). En la siguiente carta a Marianne, el 24 de agosto, retorna a la impresión que le produjo Lovaina, a la que califica como “sumamente fatal” (2008: 106). Del entusiasmo inicial con la guerra no quedaba ya mucho en 1915.

La muerte en el campo de batalla perdía crecientemente su aura heroica. En agosto moría uno de sus hermanos, Carl, luego de una herida en el frente oriental. En una carta a su amiga Frieda Gross10 del 4 de septiembre de 1915, comenzaba diciendo que “Verdaderamente, esta guerra, en su grandeza y majestuosidad, nos pide víctimas increíbles. Porque así como Lask, también otros cayeron masivamente, y justo los más capaces” (2008, 118). Por eso es comprensible que, en una carta del 6 de septiembre a su esposa, haciendo referencia a la muerte de su propio hermano Carl, se exprese con absoluta ajenidad a cualquier exaltación de la muerte en la guerra: “Es tremendo lo que esta guerra devora, y aún sin la menor perspectiva de un final” (2008, 126). Con el mismo ánimo, en 1918, frente a la muerte del hermano de Emil Lask escribía a la hermana de ambas víctimas de la guerra afirmando que ya no está interiormente preparado para semejantes pérdidas (2012: 115). Esta clara mutación puede observarse también al leerse su célebre conferencia en Múnich en noviembre de 1917 sobre la vocación y profesión del científico. Habla ahí del sinsentido de la muerte, pero a diferencia de lo escrito antes de la guerra, no menciona ya la muerte en el campo de batalla como una excepción al mismo (cfr. 1992b: 88).

Este desplazamiento en sus posiciones también se ponía de manifiesto en su mirada sobre las perspectivas alemanas en la guerra, que tanto había

celebrado. El 7 de agosto de 1915, por ejemplo, le escribía a su amiga Mina Tobler que un triunfo alemán sería inverosímil (2008: 85).

Este creciente escepticismo frente a la guerra, claramente acentuado en las relaciones de mayor confianza, no quita que su preocupación por el futuro de la nación alemana se mantenga. El 17 de junio de 1915 escribía una carta de condolencia a la hermana de su amiga Mina Tobler -el hermano de ambas acababa de fallecer- en la que ve a Alemania como el único país que en la guerra pelea directamente por su existencia (2008: 60). Unos días más tarde, en una enojada carta a Robert Michels -quien había apoyado la entrada de Italia a la Gran Guerra en contra de Alemania-, señala que la tarea más importante es que “no sean senegaleses y gurkas, rusos y siberianos los que hagan su entrada a nuestro país y decidan sobre nuestro destino” (2008: 66).

3.b. Del orgullo al hastío

Como ya señalé, el 1 de agosto de 1914 Alemania entra en guerra y un día después Max Weber se presenta al Comando Militar para ofrecerse como voluntario. Habiendo cumplido los 50 años, su destino no podía ser el frente sino tareas administrativas de apoyo, por lo que se lo envía a la comisión de dirección de los lazaretos de la región de Heidelberg. Hice alusión a su frustración por no estar en el frente, “el único lugar en el que en este momento es digno estar”, como le escribe a su madre desde el lazareto (2008: 116). En carta a Jaffé, en mayo de 1915, manifiesta su desazón: “me pesa demasiado el no ser capaz de ser utilizado militarmente en el frente, porque no puedo marchar ni puedo montar, y dependo absolutamente de las medicinas y de poder dormir” (2008: 50).

Sin embargo, al analizar su papel en los lazaretos, Radkau enfatiza en cambio el bienestar que esta actividad febril le produjo a Weber. Un signo de ello es que, como Weber escribe a Mina Tobler, ya en septiembre de 1914 vuelve a estar en una posición que no había podido asumir desde su crisis nerviosa iniciada en 1898, la de dar clases (2003: 785). Organizadas por él, y con el apoyo de sus colegas de la Universidad, Weber instaura un conjunto de cursos para los heridos de guerra y a su propia esposa no se le escapa lo significativo de que Max haya podido volver a la docencia (Marianne Weber 1984: 525 y ss.).

Pese a eso, como señalan Lepsius y Mommsen, el trabajo en los lazaretos le generaba frustración y buscó muy rápidamente que se le asigne otro destino, sin lograr su cometido (2003: 13 y ss.). Lo que se desprende claramente de sus cartas es, en primer lugar, la enorme exigencia a la que estaba sometido y lo intenso de su ocupación, la que le dejaba poco tiempo libre. En segundo lugar, la insatisfacción por gran parte de las tareas que tenía a su cargo.

En relación a lo primero, pese a tener cierta alegría por estar sirviendo a su patria, en sus cartas, casi sin excepciones, no se priva de quejarse sobre la pesada carga horaria que sus funciones le demandaban. Ya al mes de estar en funciones, le escribe a su amiga Mina Tobler quejándose de lo agotador del trabajo y de lo extenso de la jornada (2003: 790). A Paul Siebeck le relataba que “El servicio acá dura de 8 a 8 o 9 con una pausa para almorzar, también los domingos hasta las 6 hs. aproximadamente. Duermo casi únicamente con somníferos, y después de la guerra, si mi cerebro resiste, voy a necesitar un año, antes de poder empezar a hacer alguna tarea intelectual” (2003: 801). En diciembre, en carta a Robert Michels, además de quejarse por la jornada laboral, lo hace por la mezcla de “monotonía y prisa”, volviendo a repetir la idea de no saber “en qué condición intelectual saldré alguna vez de esta guerra” (2003: 802). Unos días después vuelve a escribirle a Michels con la idea de que cuando pase la guerra “por mucho tiempo seré incapaz de cualquier trabajo” (2003: 804). A Jaffé, también en ese diciembre, le dice que en el mejor de los casos lee los diarios y ni siquiera le surge la necesidad de posicionarse frente al desarrollo de la guerra (2003: 803).

Esta presión no pareció modificarse, porque en febrero escribía a Siebeck que no tiene “ni un segundo de tiempo, ni domingos ni el resto de los días, ni de día ni de noche. Una vez que concluyo con el trabajo, leo el informe diario y … somnífero” (2008: 21). No hay casi carta en estos meses que no contenga quejas del estilo.

En una carta a su madre en abril, manifiesta su molestia por estar ocupado con “el constante trabajo de oficina todo el día”. Y agrega que: “el destino y la vivencia de esta, pese a todo, grandiosa y maravillosa guerra me encuentran aquí en una oficina y por eso ‘me pasa por el costado’” (2008: 39). Las cartas reflejan un estado de ánimo de creciente malestar, sobre todo cuando están dirigidas a un interlocutor de confianza. El 8 de mayo escribe a su amiga Frieda Gross:

Cuánto tiempo soportaré aún el servicio (aunque lamentablemente sea solo un servicio fuera de la guerra), no lo sé; incluso espiritualmente es este vacío muy duro de soportar. Todo pathos del pasado, y todo aquello para lo que antes era tan útil, ya no están. Bien quisiera que esto termine dignamente, pero puede aún durar mucho tiempo. (2008: 46)

En segundo lugar, como marcamos, la insatisfacción de Weber se relacionaba directamente con las tareas que tenía asignadas. La añoranza de Weber respecto a su ocupación antes de la guerra es comprensible. Como relata en una carta a un colega pocos meses después de alistarse, debía ocuparse de aspectos como la ropa de cama, la ropa interior, las mesas de luz (2003: 784). Hay en eso un aspecto muy significativo, para quien tanto iluminó el papel de la burocracia -y su eficiencia- en las instituciones. Como señala Mommsen, es trágico que alguien como Weber haya estado a cargo de esas tareas en momentos en que el destino del Reich estaba en juego (Mommsen 1984b: 195; cfr. también Weisz 2014: 702). Como le escribiría a su madre meses después de dejar el servicio, su trabajo en los lazaretos lo podría haber hecho cualquier oficial menor (2008: 395). Al dejar el servicio, Weber escribió un largo informe sobre su actividad y sobre el funcionamiento de los lazaretos. Destinado a ser elevado a sus autoridades, sabemos por Marianne que el informe, inconcluso, nunca fue enviado (1984: 545). En este informe describe a la administración como diletante y la necesidad de avanzar a una “administración burocrática ordenada” (geordneten bürokratischen Verwaltung) (1984b: 32), es decir, a una administración eficiente. Weber parece haber tomado ya una perspectiva racional frente a la organización militar, ajena al entusiasmo sentimental inicial. De hecho, frente a la posibilidad de ser enviado a la Bélgica ocupada, le escribe a Mina Tobler el 10 de agosto de 1915 diciéndole que iría a Bruselas para evaluar “si puede ocuparse del trabajo que el gobierno quiere, sensatamente. Esto es, si soy suficientemente ‘especialista’. Porque si no, está mal aceptarlo” (2008: 87). Una administración racional es lo que está en juego para Weber.

El 28 de agosto, habiendo presentado la renuncia, le escribe nuevamente a su amiga Mina Tobler para comunicársela, manifestando claramente una actitud bien distinta que la del comienzo de la guerra. “Mi dimisión está presentada, y de hecho ¡a cualquier actividad! No quiero, y así lo manifesté, que me metan en algún lado solo para sentirme ocupado” (2008: 108).

El mismo día le escribe a Marianne para comunicarle que ya había presentado la dimisión. “El trabajo acá es realmente de una naturaleza que no se justifica hacerlo. ¡Cada día más papeles, cada día menos personas!” (2008: 109). Y dos días más tarde, en otra carta a Mina Tobler, ya es hastío lo que manifiesta en relación a su función como oficial: “Ya es suficiente. Las nimiedades cubren todo. Y para mero mecanógrafo hay otros” (2008: 112). Esto no le impide en esa misma carta expresar su sorpresa y alegría por las conquistas de Polonia y, parcialmente, de Lituania. (cfr. 2008: 113). Tampoco impide que en una carta a su madre del 4 de septiembre con motivo del fallecimiento de su hermano Carl unos días antes -luego de haber recibido un disparo en el frente en Brest-Litovsk- vuelva a mencionar la muerte en el campo de batalla como la que ocurre en el único lugar digno de estar. Sin embargo, este argumento aparece al final de la carta y luego de una larga lista de consideraciones prácticas en torno a la muerte de su hermano (2008: 115 y ss.). Una de las expresiones más cabales de su cambio subjetivo frente a la guerra lo podemos observar en una carta a Marianne, ya fuera del servicio, al año siguiente. El 11 de marzo de 1916 le cuenta a su mujer que el día anterior lo había visitado su hermano Alfred11. Este, escribe Weber, “quisiera naturalmente irse del frente, y no se lo puede culpar por eso” (2008: 32). El giro hacia el desencantamiento era evidente.

Como señala Mommsen, “durante meses buscó un puesto de servicio en el que poner sus conocimientos científicos al servicio de los esfuerzos alemanes de guerra. Sin embargo, para fines de 1915 debió resignarse a que no encontraría una posición idónea en ningún lado” (1984a: 3).

4. Reflexiones finales

El desplazamiento de Weber, al que solo su correspondencia permite acceder, se inscribe en un fenómeno más general desatado por la Gran Guerra y que Enzo Traverso analizó con mucha agudeza. A partir de la idea expresada simultáneamente por Henri Barbusse y Arnold Zweig en 1915, según la cual los soldados habrían devenido en esa guerra en “trabajadores de la destrucción”, Traverso señala La guerra total se convirtió en una masacre racionalizada y tecnologizada, cuyo resultado ya no era una muerte en la gloria, sino en serie: una muerte “sin atributos”, una muerte anónima en masa. Según la definición de Walter Benjamin era una muerte “mecánicamente reproducible”, cuyo “aura” se perdió para siempre en el barro de las trincheras. Inaugurada con el mito de la muerte heroica, la Primera Guerra Mundial finalizó con conmemoraciones al “soldado desconocido”. (2019: 167).

A partir de su entusiasmo inicial, la experiencia bélica de Weber, como hemos visto, lo convierte en una expresión cabal de la rutinización mecánica de la muerte que la Gran Guerra trajo consigo.

No podríamos haber accedido al proceso de esta transformación en él si no hubiera sido a partir del análisis de su epistolario. Recién a fines de 1915 Weber hará un primer escrito en torno a la guerra y, a partir de este, otros le seguirán. Pero nada sabríamos de su experiencia vital como oficial si no fuera por su correspondencia. Como señalé en la primera sección, un epistolario permite acercarse a su autor de un modo más complejo y menos lineal que una autobiografía. Eso es evidente en el período analizado, en el que las diferentes interlocuciones exponen diferentes facetas de Weber, y en el que su distinta confianza con cada uno y una de las destinatarias le permite una mayor o menor apertura. La autobiografía, disponible para todo aquel que quiera leerla, claramente supone un grado de reserva por parte de su autor, reserva que en un epistolario es función de la mayor o menor cercanía con el receptor. Concretamente, las mayores críticas de Weber, su mayor desencanto, se manifiestan frente a las relaciones de mayor intimidad.

El paso del tiempo, expresado en las distintas cartas, permite aquella desagregación que señalamos en la primera parte a partir del ejemplo de Rembrandt planteado por Gusdorf. Tenemos efectivamente posiciones claramente distintas a medida que avanza la guerra y su experiencia en ella, cosa que una autobiografía solo permitiría registrar si su autor quisiese detenerse en esa evolución.

Por último, para quienes se interesan en la historia militar del II Reich, el epistolario weberiano ofrece una mirada desde el cargo que ocupa, e ilumina aspectos de la organización durante la guerra que, cotejados adecuadamente con otras fuentes, permite una mayor aproximación a un período tan determinante de la historia alemana.

Notas

1 En lo que sigue, dada la perspectiva múltiple que la existencia de distintos interlocutores impone a un epistolario, haré en cada caso, y en nota al pie, una breve mención sobre los destinatarios de las cartas aludidas. Como señalé, el epistolario abre la posibilidad de sumergirse en las distintas facetas que un autor elige destacar, de acuerdo a quien le escriba, por lo que esa mención reviste particular importancia.

2 Mina Tobler, pianista de origen suizo e hija de un académico, amante de Max y parte del círculo íntimo del matrimonio Weber.

3 Robert Michels, sociólogo alemán cercano a Weber, que, por sus ideas socialistas de izquierda, debió emigrar a Italia para alcanzar una posición académica. Allí terminó adhiriendo al fascismo.

4 Edgar Jaffé fue un economista y político alemán, quien junto a Werner Sombart y Weber asumen la dirección del Archiv für Sozialwissenschaft y Sozialpolitik, revista en la que Weber publicó la mayor parte de sus ensayos. Luego de la revolución de noviembre de 1918 fue Ministro de Economía en la República Soviética de Baviera.

5 El 22 de junio enviaba una carta a Paul Siebeck, editor del Archiv für Sozialwissenschaft und Socialpolitik y fundador y dueño de la editorial Mohr-Siebeck, en el que anunciaba que le enviaría unos manuscritos “que están acá desde el comienzo de la guerra y solo deben ser revisadas pues requieren correcciones estilísticas. Deben aparecer como están, [...] en este momento no puedo tocar ni una coma” (2008: 69 y ss.).

6 El Grundriß der Sozialökonomik, en el que Weber estaba trabajando antes de la guerra, constituirá luego de su muerte, y editado por Marianne, una parte de Economía y sociedad. Los ensayos sobre la “Wirtschaftsethik der Weltreligionen”, en castellano “La ética económica de las religiones universales”, son los que bajo ese título general fueron publicados primero en el Archiv … entre 1915 y 1919, y luego de su muerte, siguiendo su propio plan, como parte de los Ensayos sobre sociología de la religión.

7 Karl Oldenberg fue un economista y académico que llegó antes de la guerra al cargo de Rector de la Universidad de Greifswald, una de las más antiguas de Centroeuropa.

8 Emil Lask fue un filósofo alemán neokantiano, parte del círculo cercano a Weber y su mujer en Heidelberg. Como parte de ese medio, sostuvo un fuerte vínculo con Heinrich Rickert, Georg Lukács, Mina Tobler, Otto y Frieda Gross, entre otros.

9 Ferdinand Tönnies fue un sociólogo, filósofo y economista alemán de importante influencia en la generación de Weber, y frecuentemente considerado el fundador de la sociología alemana a partir de su obra seminal Comunidad y sociedad (1887).

10 Frieda Gross fue esposa del médico psicoanalista Otto Gross. Ambos fueron miembros activos de la experiencia anarquista alternativa de la colonia Monte Veritá, en Ascona, Suiza, en la que Weber también participó.

11 Alfred Weber, economista y sociólogo, hermano menor de Max y muy cercano a él en posicionamientos teóricos y políticos.

Recibido: 25-08-2022

aceptado: 01-12-2022

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