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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.18 no.1 Mendoza jun. 2017

 

MISCELÁNEAS

Construir sobre ruinas: algunas reflexiones sobre la novelística de Héctor Tizón

Building on Ruins: Some Thoughts on Héctor Tizón’s Novelistics

 

Emiliano Matías Campoy

CONICET – UNCuyo, CILHA
Argentina
matiascampoy@gmail.com

 

Recibido: 19/11/2016
Aceptado: 20/12/2016


Resumen

La ruina es un testimonio que denuncia la existencia del pasado. Ante una ruina no se puede negar lo acontecido. Tanto la literatura como la historia elaboran sus discursos con las “ruinas del pasado”, pues éste no perdura en su totalidad sino parcialmente. Historiadores y poetas a partir de esos vestigios reconstruyen la imagen de aquello que no está pero que ha sido. Ese acto de reelaboración es deliberado, pues requiere de la decisión de qué hechos, actos y signos se seleccionan y priorizan. Cada generación elige las fuentes fragmentarias y heterogéneas y las dispone conforme a sus propios ideales y valores para construir su historia. Los relatos orales conservaron las “crónicas” representativas de la otra historia latinoamericana: la de los pueblos originarios, la de las minorías, la de los vencidos y marginados. Los narradores latinoamericanos demuestran haber aprendido la lección transmitida por la poesía oral que conservó la historia dividida, atormentada, desgarrada del continente, y que, a diferencia del documento historiográfico, tolera las contradicciones del pasado, las amalgama resguardando la riqueza y polivalencia propia de los procesos del devenir histórico y sus actores tanto colectivos como individuales. El mundo narrativo que Héctor Tizón propone en sus novelas surge del paisaje que lo maravilló en su infancia y los fragmentos de la historia que por esos lugares deambulaban dispersos en relatos orales. Jirones de una realidad que Tizón fue recreando en su obra. Esa reconfiguración lo llevó a aventurarse no solo por la geografía sino por un complejo entramado de historias, creencias y mitos que son, en última instancia, los que “animan” y dan carnadura a su mundo narrativo.

Palabras clave: Héctor Tizón; Ruina; Memoria; Poética; Oralidad.

Abstract

Ruin is a testimony that denounces the existence of the past. Before a ruin cannot deny what happened. Both literature and history elaborate their speeches with the “ruins of the past,” for it does not last in its entirety but only partially. Historians and poets from these vestiges reconstruct the image of that which is not but has been. That act of re-elaboration is deliberate, since it requires the decision of which facts, acts and signs are selected and prioritized. Each generation chooses the fragmented and heterogeneous sources and disposes them according to their own ideals and values   to build their history. The oral histories retained the “chronicles” representative of the other Latin American history: that of the original peoples, that of the minorities, that of the vanquished and the marginalized. Latin American narrators show that they have learned the lesson transmitted by oral poetry that preserved the divided, tormented, torn history of the continent, and which, unlike the historiographical document, tolerates the contradictions of the past, amalgamating them with the wealth and versatility of the processes of the historical becoming and its actors both collective and individual. The narrative world that Héctor Tizón proposes in his novels arises from the landscape that marveled him in his childhood and the fragments of history that by these places wandered scattered in oral stories. Shreds of a reality that Tizón was recreating in his work. This reconfiguration led him to venture not only for geography but for a complex web of stories, beliefs and myths that are ultimately those who “encourage” and give way to his narrative world.

Key words: Héctor Tizón; Ruin; Memory; Poetics; Orality.


 

¿Por qué se conservan y, aún más, se admiran las ruinas? Tal vez porque el valor de la ruina es no el de un objeto de admiración nostálgica, sino el del testimonio, el de denuncia de una existencia anterior. Tanto la literatura como la historia elaboran sus discursos con las “ruinas del pasado”, pues éste nunca perdura en su totalidad sino parcialmente. Historiadores y poetas a partir de esos vestigios, meros fragmentos del pasado, reconstruyen la imagen de aquello que no está pero que ha sido. La ruina, postulaba Paul Ricoeur, “[…] nos invita de algún modo a reconstruir el pasado desaparecido” (104). De forma que toda ruina es algo así como una especie de pretexto o un punto de partida para la creatividad imaginativa pues para comprender una ruina “[…] hay que imaginar todo aquello que falta alrededor” (Ricoeur: 104). En efecto, una ruina “consiste en un fragmento de algo que tuvo su plenitud en otros tiempos, en los que funcionaba como parte de una totalidad orgánica” (Abadi y Espinosa: 174).

Cuando algo se arruina no desaparece sino que simplemente cambia, se transforma, se vuelve un testimonio de lo anterior, de lo que ha sido y ya no es, pero también lo es de la destrucción, del desgaste, de la perturbación. La ruina es lo que se ha perdido pero también lo que perdura. De forma que la pervivencia de lo arruinado es una forma de resistencia, como cualquier forma de testimonio, frente a los embates del olvido. Mientras exista la ruina existe el recuerdo de lo que ha sido. El vestigio de lo pasado se torna entonces símbolo ambiguo o al menos ambivalente que conjuga presencia y ausencia. En esa inestabilidad se juega su capacidad sugestiva. Ante una ruina no se puede negar la existencia de lo anterior. Aunque se haya edificado algo nuevo sobre una ruina, si algo se conserva de ella, el pasado persiste aunque más no sea en un estrato profundo.

En la reconstrucción del pasado, como en la suposición imaginaria que se proyecta sobre una ruina, confluyen la memoria y la imaginación pues sin la participación activa de la imaginación no se podrían rellenar los vacíos con los que el olvido ha ido socavando el recuerdo de todo hecho anterior. De forma que el acto de imaginar es una actividad necesaria en la (re)presentación de lo que alguna vez aconteció. No obstante, ese acto de reelaboración es deliberado, pues requiere de la decisión de qué hechos, actos y signos se seleccionan y priorizan. Cada generación elige las fuentes fragmentarias y heterogéneas y las dispone conforme a sus propios ideales y valores para construir su historia.

En América Latina, los relatos orales conservaron las “crónicas” representativas de la otra historia latinoamericana: la de los pueblos originarios, la de las minorías, la de los vencidos y marginados. Los escritores de la región que se extiende al sur del Río Bravo demuestran haber aprendido la lección transmitida por esa poesía oral que conservó la historia dividida, atormentada, desgarrada de Latinoamérica, y que, a diferencia del documento historiográfico, tolera las contradicciones del pasado, las amalgama resguardando la riqueza y polivalencia propia de los procesos del devenir histórico y sus actores tanto colectivos como individuales. Estos narradores buscan los fundamentos necesarios para explicar el presente en la historia pero también en los mitos.  Algo de esa literatura oral, que aún subsiste en la cultura de las comarcas interiores donde se refugió frente a los embates primero colonizadores y luego modernizadores, sobrevive en los relatos que Héctor Tizón (Salta, 1929-2012) escuchó en su infancia y mucho de su ritmo, de su recuerdo, acaso de su melancolía; alienta su escritura.

Los pormenores del derrotero seguido por la zona que conforman las provincias del noroeste argentino trazan una historia que conserva en la memoria del pueblo el recuerdo de un esplendor, vago y confuso, arrebatado por hombres montados que barrieron la zona con sus lanzas abriendo surcos en una tierra preñada que no dejó de sangrar las riquezas de sus entrañas y que fueron saqueadas sin escrúpulos. El arribo del “diablo” que descendió de las naves (Tizón, 1969: 9) y que volvió el mundo al revés, torció el cauce de la historia de los pueblos originarios, produciendo un verdadero pachacuti1. No obstante, como afirma Tzvetan Todorov, los conquistadores “[…] sólo eran hostiles a los sedimentos oficiales de la memoria, permitiendo a ésta su supervivencia bajo otras formas; por ejemplo, los relatos orales o la poesía” (2000: 11). De modo que, ante la llegada de los invasores, los relatos orales se convirtieron en bastiones de la particular cosmovisión de las culturas aborígenes.

Ahora bien, toda novela propone la instauración de un mundo complejo en el que acontecen las acciones de sus personajes conforme a las leyes que estructuran y rigen dicho orbe. Las novelas de Héctor Tizón refieren distintos aspectos o momentos de la historia de un mundo que se origina a partir de los recuerdos que fue atesorando desde la infancia, cuando los pueblos de la Puna transitaban los años dorados del ferrocarril y secretamente anhelaban el retorno de épocas mejores. En sus novelas, el lector asiste a la historia de un mundo que se extingue a causa de la derrota de hombres pero también de pueblos enteros que vieron diezmada la riqueza y la grandeza de antaño. A falta de algo mejor, esos pueblos vivían de mitos y fantasmas, de soledades y nostalgias. La Puna entera vivía entonces de recuerdos. Las ficciones de Tizón vivirán de los recuerdos, propios y ajenos, de la Puna.

La Puna fue, ha escrito Tizón en algún ensayo, “[…] en los tórridos días y en las altas noches el escenario de paso de séquitos imperiales, de zaparrastrosas tropas guerreras, de conquistadores extraviados y locos detrás de equívocas quimeras” (2000: 180). Con su tono austero el autor condensa así, casi poéticamente, no solo el espacio sino la historia y los personajes que le fueron dando vida a esas tierras. En esas pocas palabras se halla el germen de todas sus novelas. La historia de esas tierras altas y frías donde, generalmente, acontecen las acciones narrativas que Tizón refiere en sus novelas se dirime entre ese pasado evocado y un presente hostil y un futuro poco promisorio. La narración entonces se vuelve el único testimonio de un mundo que se consume irremediablemente por el olvido y la soledad, una constancia del pasado de ese suelo erosionado y estéril y de los pueblos que allí yacen aletargados esperando su destino, tratando de conservar honrosamente la sabiduría antigua de sus antepasados. Ese espacio narrativo surge de la compleja confluencia del espíritu creador del artista, de las circunstancias que lo signaron desde el nacimiento y de los relatos tradicionales heredados tanto de la cultura aborigen como de la cultura occidental. A partir de esa urdimbre de voces, de silencios, de creencias y supersticiones, de encuentros y desencuentros, se fue conformando el intrincado universo narrativo que Tizón creó y recreó en cada novela.

Conforme a la idea de que un escritor debe escribir sobre lo que sabe y conoce (Tizón, 2000: 49), su mundo narrativo tiene como punto de partida el paisaje que lo maravilló en su infancia y los fragmentos de historias que por esos lugares deambulaban dispersos en relatos orales. De esa realidad que su memoria resguardó y su imaginación fue reinventando, surge la materia original que el autor modeló en sus novelas, cuentos y ensayos. Jirones de una realidad que fue redescubriendo y recreando en su obra. Esa reconfiguración del mundo conocido lo llevó a aventurarse no solo por la geografía sino por un complejo entramado de historias, creencias y mitos que son, en última instancia, los que animan y dan carnadura a su mundo narrativo. Un espacio ficcional que se origina a partir de un mundo firmemente asentado en la geografía del lugar donde pasó la mayor parte de su vida pero que también revela, además, un trasmundo engendrado a partir de un valioso legado de historias y leyendas. Ese aspecto oculto que el autor rescató en sus novelas y que se alimenta de las creencias populares que perduran en la zona otorga mayor profundidad y riqueza a ese espacio ficcional. Historias que proliferan incesantemente y procuran el vigor necesario a un mundo que se va delineando en cada trazo.

Esa tierra imaginaria cuya historia parece estar llegando a su fin surge de los fantasmas del recuerdo personal pero también de la memoria colectiva. De ahí que los narradores se asemejen a esos hombres muy viejos que, ya próximos a la muerte, vuelven a referir, incansablemente, pero con nostalgia y resignación, pues es lo último que les queda, los vagos recuerdos que conservan de tiempos más prósperos. Las leyendas y fábulas con que la imaginación popular evoca el antiguo esplendor de la zona van trazando el mapa de ese mundo narrativo. Historia que fueron tejiendo no solo las extraordinarias acciones de locos, errantes y vagabundos que dejaron su huella en la memoria de la Puna sino también la historia del hombre común y contumaz, que fiel a sus costumbres y creencias, no anheló otras tierras más fértiles y próspera sino que, aún muerto, siguió habitando ese páramo estéril, esa tierra gastada por los vientos pero también por el paso del tiempo y por la mano del hombre.

El mundo narrativo de Tizón se origina a partir de una referencialidad concreta pero es un espacio hecho de palabras y las palabras solo son sombras de los hechos. Partiendo de datos no siempre precisos o exactos, descubiertos en esos pueblos y sus habitantes, en sus historias y creencias, el autor se sumerge en el pasado de esa realidad comarcana entretejiendo elementos imaginativos, mágicos y oníricos: “[…] el escritor construye sus historias con el recuerdo, con la memoria y en ellos ha operado el cambio, las mixturas que enriquecen las narraciones” (Santander: 80). Para crear sus ficciones, Tizón recurre al documento, a la crónica y otros testimonios escritos pero también, y fundamentalmente, a la tradición que sobrevivió en la transmisión oral, pues, como ha señalado Élida Tendler, la narrativa de Tizón “[…] trabaja sobre los materiales de la historia de la región, historia real, historias contadas y oídas, leyendas, la gran historia de los derrotados que no llegó a escribirse” (156).

La construcción de este mundo necesita de los rumores, las leyendas, exageraciones y fábulas que nadie ha escrito, que los viejos han contado, que las comadres chismosas han susurrado al oído de un pueblo ávido de recordar, que los profetas han invocado con tono inescrutable. Esa suma es la que da coherencia al mundo, la que lo explica y lo crea. Esa totalidad del pasado legendario que se esparce a la sombra de la historia oficial, se cuela por sus fisuras, cubre sus bustos y monumentos. Una historia que sigue infundiendo vigor a los muertos, quienes perduran en ese mundo poblándolo con su presencia y con los hijos que engendran en las mujeres vivas, esos bastardos identificados, según dicen, por un mechón blanco que les surge a temprana edad (Tizón, 1972: 58). Esa historia comprende mucho más que una verdad documentada, abarca los sueños, la imaginación y deseos del hombre y de la comunidad entera. Toda esa urdimbre oral parafrasea el mundo y su historia, va engarzando en un solo relato distintos hechos y versiones de lo acontecido. Lo diverso se une o reúne como los hilos de un tejido fabuloso en el telar de la memoria.

Todo en las novelas de Tizón está cubierto por la sensación de algo que se extingue inexorablemente. La muerte y la desolación van cobijando el mundo de los vivos y así, paradójicamente, el recuerdo de los muertos es el único abrigo en un paisaje que comienza a enfriarse asediado por el oscuro manto del olvido que se tiende sobre esas tierras. Para esos pueblos, el futuro es lo que no cambia porque es como el ocaso que invariablemente anuncia la noche en la que todo se confunde adormecido por un sopor semejante a la muerte. Solamente los murmullos, vagos chisporroteos de un pasado que se extingue, perduran en aquellas comarcas. Hasta las palabras parecen arremolinarse en torno a unos pocos acontecimientos que allí ocurrieron, más que dejarse dispersar por los vientos de la historia. Es un mundo que parece cerrarse sobre sí mismo. Los ecos inagotables del pasado se obstinan en esas tierras. Son las mismas palabras que recuerdan las mismas historias aunque estas se mezclen y confundan.

Para los habitantes que conforman las sociedades enclaustradas y abandonadas de las novelas de Tizón, los hechos carecen de documentos que los avalen. Entonces a los narradores que refieren las historias de esos poblados únicamente les queda aferrarse a los testimonios orales y públicos. Muchos de los datos que recogen de esos relatos escuchados a los analfabetos pobladores son inciertos o tal vez, en el mejor de los casos, imprecisos, pues como sostuviera Juan de Castellanos:

Do faltan fundamentos de escrituras,
Y vamos atenidos á razones,
Nacen de las humanas conjeturas
Varias, diferentes opiniones
Las cuales no caminan tan seguras
Que no tengan sus ciertos tropezones,
Que para mil porfías abren puertas
Y al cabo nunca dan con cosa cierta (19).

La memoria desempeña una función primordial en la transmisión oral. Ella es la depositaria de los acontecimientos que una comunidad ha conservado por considerarlos significativos. Sin embargo, todo relato transmitido oralmente tiende a modificarse. Esa es la razón por la que suelen coexistir varias versiones de un mismo hecho. Esas versiones, que carecen de fuentes fidedignas, son producto de las deformaciones propias de la transmisión oral, pues, en la recuperación del pasado, los relatos que circulan de boca en boca nunca presentan puntos de vistas confiables. De ahí que los hechos, por lo general, no sean expuestos apodícticamente y soliciten la participación del lector, dejando abierta la posibilidad de la duda, la interrogación, la ambigüedad, pues cada perspectiva diferente sobre un mismo acontecimiento aporta datos incoherentes o decididamente falsos para una mirada racional.

En las novelas de Tizón resulta particularmente importante la memoria de los hechos pero aún más cómo es que se conserva y trasmite lo acontecido. Los sucesos almacenados en la memoria colectiva, por lo general, aluden a un pasado lejano y, entonces, de ellos sólo queda un puñado de historias. Acontecimientos atesorados que se transmitieron y deleitaron el imaginario de la población en diferentes épocas. El pasado es fuente de inspiración, mas una fuente que fluye constantemente, pues como ha dicho Tizón “[…] el tiempo, como el agua, todo lo diluye, confunde y cambia” (2002 [1995]: 93). El recuerdo popular, como todo recuerdo, es incapaz de preservar la totalidad de los acontecimientos históricos y, entonces, selecciona algunos sucesos o fenómenos determinados en detrimento de otros y, deliberadamente o no, los enriquece con su imaginación. Así las historias se revitalizan y se conservan o se agotan y olvidan. La originalidad de los narradores orales, como ha dicho Walter Ong, no consiste en inventar nuevas historias sino en incluir elementos nuevos en viejas historias (48). De manera que esas historias imprecisas, fragmentarias, deshilvanadas, erosionadas por el paso del tiempo y ultrajadas por el olvido son las ruinas sobre las que el imaginario colectivo proyecta su imaginación para apropiarse de un pasado común.

Los narradores de las novelas de Héctor Tizón no pretenden contar hechos ocurridos, tarea de los historiadores, sino recordar las distintas versiones que la imaginación y las habladurías del pueblo ofrecen de ellos. Son conscientes de esto y no les incomoda. Por eso, por lo general, no juzgan la veracidad de lo que refieren, se limitan a contar lo que han escuchado decir, lo acumulado en la memoria del pueblo. Esas historias –como las posibles deformaciones de lo acontecido que puedan acarrear– no pretenden sustituir los hechos, sino que se presentan como lo que son: relatos permeados por la voluntad y la imaginación de otros hombres. Para ellos, apropiarse del pasado no significa conocerlo tal y como verdaderamente aconteció, sino apoderarse de su recuerdo, de cómo ese tiempo ya acabado pudo haber sido. La verdad de estas historias construidas y conservadas por el pueblo no se puede equiparar a la verdad histórica. La realidad de estos relatos es una verdad transformada, embellecida donde se ha añadido y sustraído información. Aunque esta transformación supone una falsificación de la realidad, dentro de la ficción, es decir, en la construcción de una historia que refiere el acontecimiento, se vuelve verdad: “[…] las palabras no mienten, porque son sombras amplificadoras de los hechos y muestran todo lo que no se puede borrar, ni olvidar” (Deffis de Calvo: 379).

A los narradores de las ficciones tizonianas no les preocupa saber que los datos de la historia que cuentan no comportan un conocimiento absoluto, que estos se conservan en la tradición relativizados y aureolados de improbabilidad. Parten de la convicción de que necesariamente todo mensaje transmitido oralmente admite múltiples variaciones y divergencias, pues es natural que así suceda. Para referir sus historias o, al menos, algunos pasajes de ellas, adoptan deliberadamente el plano de la murmuración, la credulidad y el chisme colectivo, donde la realidad tiende a magnificarse. Los datos de la narración no son idénticos a los datos de la realidad que refieren sino una interpretación que los deforma, pues la perspectiva de la leyenda tiende a exagerar lo real. Los narradores de las novelas de Tizón se apropian de esa perspectiva, es decir, la de la gente. Encarnan la voz de la calle, la voz de la hipérbole y de la invención, la que murmura y se apodera de los hechos y los manipula con su fantasía. Lo que se cuenta no es la verdad histórica sino aquello en lo que la imaginación popular convirtió lo sucedido. Por lo general, esa fantasía aumenta el pasado hasta convertir lo probable en improbable, lo ordinario en extraordinario. Se conjuga así la memoria colectiva de un hecho con la imaginación popular, al punto tal de confundirse. Por más que se relate un episodio inventado, la narración siempre parte de un dato preciso o cierto. Así como en la contemplación de una ruina, se proyecta la imaginación sobre al concreto.

La primera hoja de Fuego en Casabindo, obra inaugural de la novelística de Héctor Tizón2, aparece en la primera edición, realizada por Galerna en 1969, separada del resto de la novela. En cambio, en ediciones posteriores, por voluntad del autor o del editor, se encuentra integrada al resto de la obra. Lejos de considerarse como un error, tal división refuerza la idea de que en ella el lector asiste más que al comienzo de una novela, al origen de todo un mundo3. El párrafo inaugural reza de la siguiente forma:

Aquí la tierra es dura y estéril; el cielo está más cerca que en ninguna otra parte y es azul y vacío. No llueve, pero cuando el cielo ruge su voz es aterradora, implacable, colérica. Sobre esta tierra, en donde es penoso respirar, la gente depende de muchos dioses. Ya no hay aquí hombres extraordinarios y seguramente no los habrá jamás. Ahora uno se parece a otro como dos hojas de un mismo árbol y el paisaje es igual al hombre. Todo se confunde y va muriendo (9).

Como se desprende de la cita anterior el mito de creación aparece aquí invertido. A diferencia del Dios del Génesis bíblico que hace surgir las cosas distinguiéndolas unas de otras, el narrador presenta un mundo que se extingue y parece regresar al caos original. Se engendra un mundo a partir de otro que se muere. Así aquella primera hoja se resuelve en la confusión de una apocalíptica cosmogonía. Idea que se refuerza a lo largo de toda las novelas de Tizón, aunque con mayor énfasis en las tres primeras. De hecho, en un pasaje de Fuego en Casabindo, se oyen las siguientes palabras proferidas por un orador desde el atrio de la iglesia del pueblo: “[…] a Él, que necesitó y echó mano de tan sólo Siete Días para hacer esto que padecemos, le está bastando nomás un soplo para llevarse lo que queda” (41). El génesis y el apocalipsis reunidos en una sola frase. El hálito que crea y da vida se convierte en soplo que aniquila y destruye un Edén que se parece a un valle de lágrimas.

La idea que se desprende de este primer párrafo de alguna manera podría relacionarse con la imagen del “ángel de la historia” que Walter Benjamin se imaginaba inspirado en el “Angelus Novus” de Klee. El ángel mentado por el filósofo alemán tiene el rostro vuelto hacia el pasado y ve, en lo que para el hombre es sólo una cadena de acontecimientos, una verdadera catástrofe:

Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso (1989: 183).

Ante la confusión que terminará por extinguir ese mundo es necesario recordar cuando éste realmente existía, cuando las cosas eran diferentes. Reconstruir el pasado a partir de las ruinas. Entonces, volver a contar las viejas historias es la única forma de conjurar el poder destructor del tiempo que con el avance irreversible del progreso –que en las novelas de Tizón adquiere múltiples rostros pero que se halla cifrado principalmente en el símbolo del tren– que amenaza con acabar con lo propio y particular de ese mundo. El segundo párrafo de aquella página reza:

Los que escucharon hablar a los más viejos, dicen que no siempre reinaron la oscuridad y la pobreza, que hubieron [sic] aquí grandes señores, hombres sabios que hablaban con elocuencia, mujeres que parían hijos de ánimo esforzado, orfebres de la madera, de la arcilla y de los metales de paz y de guerra, músicos, pastores de grandes majadas y sacerdotes que sabían conjurar los excesos divinos, gente que edificaba sus casas con piedra (Tizón, 1969: 9).

El recuerdo verbalizado, hecho palabras, es lo único que parece sobrevivir de ese mundo, referido por la acumulación de elementos que simbolizan la abundancia y la prosperidad. Es la memoria construida con palabras la que el narrador se propone rescatar antes de que sea barrida definitivamente por los vientos del olvido, pues como afirma el Comisionado, personaje de la segunda novela de Héctor Tizón, El cantar del profeta y el bandido (1972): “¡Qué gran condición, el arte de la palabra! ¿Qué tendríamos de los muertos si no fuese por las palabras? Las palabras son la burla de la muerte. Yo digo Runtuyoc y ahí está todo: viene esa imagen y me llena toda la cabeza y el alma” (163). Al ser nombradas las cosas adquieren una nueva vida, son creadas y recreadas. Ese es el poder de las palabras, al que de forma tangencial alude también el protagonista de El hombre que llegó a un pueblo (1988) al señalar que éstas, “[…] como los colores, sirven para que una cosa viva y valga diferente que otra, incluso que otra igual o parecida” (72). Por su parte, el protagonista de La casa y el viento (1984) reflexiona: “La historia de un hombre es un largo rodeo alrededor de su casa. Pero mi casa, junto a las vías, es también sonar de trenes raudos, resoplantes trenes a través de la noche, como una parábola. La memoria convertida en palabras, porque es la palabra donde nuestro pasado perdura” (137).

El presente requiere de los recuerdos de los abuelos memoriosos que recuperan la imagen de cuando ese espacio era un vergel donde el hombre convivía con la divinidad y sabía también conjurar sus excesos, “[…] un pasado ideal que, como el de la epopeya, es un pasado absoluto, clausurado e irrecuperable, al que sólo se accede por transmisión oral” (Amar Sánchez, Stern, Zubieta, 1981a: 637). La imagen de aquel mundo, viva solo en la evocación de los más viejos, contrasta con el presente donde reinan “[…] la oscuridad y la pobreza” (Tizón, 1969: 9). Ese cambio, el paso del orden al caos, la ruptura de lo establecido en aquel mundo, es lo que incita permanentemente a recordar y narrar. Solo por medio de la repetición de las historias que son significativas para la comunidad es posible reconstruir el pasado y la identidad de ese mundo, aquellos rasgos que lo caracterizaban frente a los demás: “La repetición como acto comunal, en tanto toda comunidad desanda la tradición hasta sus orígenes, implica un acto fundante, reinicio de lo ya comenzado, de lo que ‘hizo historia’ y es memorable” (Klein: 23). Así la narración, en cuanto que repetición de lo pasado, no solo impide su olvido –que es otra de las formas de la muerte–, sino que lo reinstaura en el mismo momento en que lo nombra. En efecto, Tizón crea su mundo narrativo a partir de la recuperación de su pasado. Son esos relatos elaborados y conservados por la comunidad a lo largo de los siglos los que permiten tender puentes entre el presente y lo ya acontecido. Sin estas conexiones el presente de derrota y miseria sería incomprensible, gratuito, en fin, carecería de sentido. Al hallar sus antecedentes se descubren los fundamentos que lo explican. La insistencia con la que son recordados algunos acontecimientos que tuvieron lugar en la Puna busca dar cuenta de su oscura historia de derrotas. Por eso en la configuración de su mundo narrativo, como certeramente ha observado Brenda Sánchez, Tizón “[…] aglutina las leyendas, la tradición oral, las creencias religiosas, la superstición y la axiología en un mismo punto: la memoria, que, entonces, deviene ónfalos, punto de convergencia y concentración y a la vez centralidad desde la que se genera y se extiende un nuevo espacio escritural” (Sánchez: 154).

Donald Shaw sostenía que “[…] el tema de la búsqueda es tan viejo como la ficción misma” (163). Podría suponerse que, en Fuego en Casabindo, la búsqueda que emprende el alma en pena del Tuerto en pos de su asesino es una especie de alegoría de aquel mundo que lentamente se extingue pero que, antes de desaparecer del todo, vuelve su mirada atrás para enfrentarse cara a cara con el origen del mal en el que se encuentra sumido. Contar es recordar, es remontarse hacia el pasado para hallar el comienzo del fin. La historia del Tuerto, muerto de un lanzazo en un ojo y que como ánima en pena busca a su victimario, es como la historia colectiva de todos los habitantes de la Puna, la del clamor de los pueblos despojados de sus tierras y su grandeza.

La muerte de ese mundo no es un violento quiebre, una irrupción repentina de algo que lo aniquila y lo desbasta, sino que es como un fuego que se consume, como un recuerdo que se pierde irremediablemente. Es una muerte lenta y apacible pero rotunda como cada puesta de sol. Como los moribundos que llaman a sus seres queridos para despedirse cuando presienten los pasos de la muerte, los narradores recogen los últimos murmullos de esas tierras, como letanías en las que perduran sus recuerdos y sus anhelos. Esa actitud es sobre todo evidente en las cuatro primeras novelas de Tizón pero también en Luz de las crueles provincias (1995). En las restantes novelas de este escritor, la memoria sigue presente pero, abandonando la reconstrucción de la historia colectiva, se vuelve más íntima.

La historia en las novelas de Héctor Tizón desfila ante los ojos de los que lo han perdido todo como una larga sucesión de derrotas y arrebatos, pues, como afirma el narrador de La casa y el viento, a los habitantes de la Puna “[e]n sucesivas oleadas otros hombres y otros dioses llegaron a quitarles lo que había en sus tierras, y al final se fueron llevándose todo. Pero únicamente lo que no importaba” (47). El contrapunto entre el esplendor perdido y el presente de derrota de la región cuyo mapa Tizón fue delimitando novela a novela no es más que un intento de escribir la historia “a contrapelo”, como lo proponía Walter Benjamin (1989: 182). Una historia revisada desde la visión de los parias que están tendidos bajo las ruedas de los majestuosos y magníficos carros de la civilización y el progreso: desde los conquistadores hasta el arribo del tren, desde los cateadores de vetas mineras hasta los representantes de empresas multinacionales (tabacaleras) que desbastan el suelo americano. Los hechos son leídos desde el reverso de la historia, pues el punto de vista del dominador ha borrado o desdibujado aspectos importantes de la realidad.

El hecho histórico de la conquista, por lo general recuperado en vagas alusiones o por medio de comentarios marginales, suele aparecer como un acontecimiento ocurrido en tiempos remotos de los cuales solamente quedan algunas historias y unos pocos nombres propios y edificios. A ese mundo, llegaron los conquistadores avanzando a tiros de arcabuz, golpes de espada y alzando sus edificaciones sobre las ruinas de los vencidos. Al describir la última misa proferida por el cura en Ramayoc, el narrador de El cantar del profeta y el bandido comenta:

Hablaba el padre cura y sus palabras no era mejores ni peores que aquellas que propietarios, criadores y gente civil había escuchado por años, desde que este suelo fuera pisado por cascos de caballos la primera vez. No traían consuelo las palabras, pero al menos eran ruido y, para mejor, salido de la casa de Dios: ancha y firme de paredes, obra de los brazos de generaciones de hombres propios de la tierra, hacedores de adobes, diestros en arquitrabes y mediopuntos, gargolistas, oficiales de plomada, guerreros, pastores, gentes de tierra convertidos en idóneos alarifes por la gracia de Dios; cuando llegaron ellos y las sombras de las puntas de las altas lanzas, de los cuadrúpedos de guerra, de los truenos manejados por sus manos, se fue apagando, perpetuándose en estas gruesas paredes, con cumbreras y cruces en las cumbreras; gente anterior, igual a esta presente, sin nada cambiar –sólo atisbos de felicidad, meras ilusiones– y el viento como una señal, allanándonos; la misma vieja espera, nuestra y de los abuelos de nuestros abuelos (Tizón, 1972: 83-84).

El pasaje citado comienza y termina focalizando las palabras del párroco como un símbolo de las largas promesas que los pobladores de la zona habían escuchado, repetidas por siglos, y que continuaban incumplidas. No obstante, las palabras entonces pronunciadas, ironiza el narrador, aunque no son portadoras ya tan siquiera de consuelo, están revestidas de cierto carácter sacro por el lugar donde son proferidas, convirtiéndose en una especie de ruido sagrado. Luego, el comentario se desplaza hacia la iglesia y sus constructores4 remontándose hasta la llegada de los conquistadores aludida metonímicamente en la mención de la sombra de las altas lanzas, de los caballos y de los fusiles. Finalmente el narrador, asumiendo una voz plural e inclusiva, retoma la idea central de la vieja espera.

La cita anterior insinúa, además, como al pasar, algo que es retomado en un pasaje de Sota de bastos, caballo de espada (cfr. 1975: 31-32). Esos hombres propios de la tierra “convertidos en idóneos alarifes por la gracia de Dios” eran en verdad habitantes de pueblos aborígenes que, al no poder ser sometidos, fueron trasladados a zonas cercanas a los núcleos españoles para ejercer sobre ellos un mayor control y emplearlos como trabajadores en la ciudad, sobre todo en la construcción de obras públicas. No hay que olvidar, como señala Benjamin que todos los bienes culturales “[d]eben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie” (1989: 182). Esto implica considerar los monumentos de la cultura colonial, como pueden ser las soberbias catedrales que se alzaron en el continente, también como documentos del sometimiento.

En ninguna novela de Tizón, el lector asiste a los momentos de esplendor de ese mundo sino que estos son recuperados por medio de vagas evocaciones o imprecisas alusiones. Al lector, ese pasado le llega de manera indirecta, por reflejo, como un tiempo interiorizado, subjetivo, en el que se mezcla la memoria de lo acontecido con los aportes, deliberados o no, de la imaginación. Las épocas de abundancia y prosperidad solo son parte de recuerdos personales o colectivos referidos nostálgicamente en comentarios de narradores y personajes o presentidos por el lector en la sutil y casi indiferente descripción de esas ruinas, meros vestigios, que permiten reconstruir lo que ya no es pero que ha sido. Así por ejemplo, sumido en sus evocaciones, el Comisionado, personaje de El cantar del profeta y el bandido, recuerda la llegada de don Pelayo a Ramayoc:

Avanzó el profeta por el camino flanqueado de pircas con pencas e higueras polvorientas, tan lleno de recuerdos, a su vez, de antiguas pisadas de hombres y cabalgaduras, de borrosas huellas de ruedas forjadas en herrería de Salta y Potosí, tan mirado por cabizbajos caminantes, obispos, mercaderes y soldados (Tizón, 1972: 145).

En este pasaje, sin duda la acción principal es el arribo de don Pelayo, símbolo de las renovadas esperanzas del pueblo. No obstante, la mirada del narrador se detiene en el camino haciendo que este se cargue de significación al aludir a un segmento de la historia de la Puna. El autor logra trazar en breves líneas un espacio, un tiempo y unos personajes que resumen buena parte del pasado de esas tierras del que surge su mundo narrativo. Pero también ese camino, ese espacio atiborrado de recuerdos, es un símbolo de la Puna que fue desde épocas precolombinas lugar de tránsito. Por allí descendieron conquistadores y misioneros españoles; por ese camino llegaron las nuevas ideas y mercaderías pero también por él se fueron casi todas sus riquezas y sus jóvenes5. Pasajes como el antes citado se erigen como verdaderas ruinas, no solo por recordar un esplendor ya extinto sino también porque la austeridad de la descripción requiere que el lector proyecte su propia imaginación para reponer todo lo que falta pero que está sugerido.

La pobreza en la que se hallan embargados los pueblos de las ficciones tizonianas establece un claro contrapunto entre el pasado y el presente de esas comunidades. Los habitantes de la zona no solo lamentan y añoran la pérdida de los metales preciosos de los que fueron despojados sino de la cultura y cosmovisión de antaño. Así por ejemplo cuando el Tuerto, protagonista de Fuego en Casabindo, se dirige a casa de doña Santusa en busca de Doroteo y ésta le dice que el Mayor se dirige hacia Casabindo para la fiesta de la Virgen, al protagonista de la novela “[…] se le figuró, en esa reunión de hombres para ver al Obispo y al Gobernador de que hablaba la vieja, su pueblo, un pueblo que andaba a gatas por esta tierra seca y dura y que antes había sido capaz de crear más de dos mil cantares” (Tizón, 1969: 17).

El mundo que Tizón crea en sus novelas se percibe como un espacio cerrado y sus valores responden a un orden que se ha conservado solo por efecto del aislamiento y la incomunicación. Pero en el intercambio con el mundo exterior, ese espacio enclaustrado y tan apegado a la tradición se altera, cambia su esencia y su forma, deja de ser lo que había sido hasta entonces. De esa perturbación proviene su desgaste y, ulterior, cataclismo.

Los conflictos, en todas las novelas, aparecen con la irrupción de un elemento ajeno a ese mundo que termina por desestabilizarlo y acaba con el ensimismamiento que hasta entonces había posibilitado la supervivencia de su armónico ritmo de vida6: Los conquistadores que a fuerza de espada doblegan a los aborígenes y les imponen su cultura por medio de la empresa evangelizadora, al tiempo que arrebatan de sus tierras cuantos minerales preciosos son capaces de extraer y cargar en sus barcos; una guerra impuesta desde el sur que termina con las riquezas de los hombres principales de la zona y con la vida de los más pobres; batallas libradas por la posesión de la tierra y, finalmente, el arribo del tren7 y el trazado de las carreteras que se llevan a los más jóvenes y traen a extranjeros que no comprenden o no se adapta a la forma de vida del lugar.

No obstante también existen factores externos que con su llegada inciden positivamente en la cansina vida de los pobladores, impulsos provenientes del exterior que desplazan el rutinario eje sobre el que se mueven esas comarcas, convirtiéndose en estímulos casi vitales al renovar las esperanzas de los villorrios y disolver el enquistado tedio que se ha apoderado de sus habitantes. Sin embargo el clima festivo y la renovada vitalidad son, en todos los casos, transitorios. Luego de un tiempo, extinto el tenue resplandor que avivó la esperanza de los aldeanos, todo parece sumirse nuevamente en un pesado sopor. Como las ondas producidas por el impacto de una piedra en el agua estancada, los hechos que alteran la vida de los pueblos van perdiendo fuerza hasta desaparecer reemplazados por otros que, inevitablemente, correrán la misma suerte. Esos ciclos, esas oscilaciones, marcan el pulso del mundo narrativo de Tizón, puesto que son las que incitan a referir una historia que recuerde esos hechos8.

Tizón ambienta sus tres primeras novelas en momentos de crisis sociales, donde los personajes mismos advierten los cambios que se están produciendo y que terminarán por desestabilizar el orden del mundo al que estaban acostumbrados. Ante ese mundo que se desploma sobre ellos, muchos de esos personajes no logran o no quieren adaptarse quedando desplazados completamente del nuevo orden. Esa irrupción de lo extraño y ajeno es la que termina por quebrantar las rígidas estructuras sostenidas por el ensimismamiento propio de los pueblos que habitan esos personajes que no pueden reaccionar o no saben cómo hacerlo. Así, ese mundo, con su desganado ritmo de vida, es impulsado a un cambio que termina por destruirlo, pues como Manuel de Urbata9 “[…] había oído decir una vez y se le quedó grabado para siempre, el mundo es perecedero porque ha sido producido; es decir cambia y si cambia debe morir, como todo” (1975: 38).

A modo de conclusión podríamos decir que la noción de ruina resulta de gran utilidad para trazar a grandes rasgos las principales características de la novelística tizoniana. Aún más, en la idea de la ruina aparece resumida la forma que eligió este autor de crear su mundo narrativo, elaborado a partir de fragmentos sueltos y dispersos de la historia del noroeste argentino. Verdaderas ruinas que se fueron acumulando con el paso del tiempo y que recreadas por la imaginación de un gran escritor fueron delineando un mundo que se extinguía por la acción de un progreso que fue borrando los rasgos particulares de su cultura. De los despojos de ese mundo arruinado, Tizón supo dar forma a uno de los más sólidos espacios ficcionales de los que ha dado la literatura argentina al menos durante el siglo XX.

Notas

1. En la tradicional concepción mítico-histórica andina el término pacha es el tiempo-espacio, es decir, simboliza un aquí y un ahora vital, el cual podía sufrir un vuelco, al que designaban con el vocablo quechua cuti. De modo que pachacuti venía a simbolizar la transformación o la revolución del “mundo-tiempo”. El concepto de pachacuti tiene que ver con la destrucción y renovación cíclicas del mundo y del tiempo. Aún más la noción de muerte es concebida como un simple vuelco que trueca el aquí y el ahora.

2. Anteriormente, en 1961, publica en México una colección de cuentos con el título A un costado de los rieles. No obstante, Fuego en Casabindo es no solo su primera novela sino el primero de sus libros que se publicaría en Argentina.

3. Leonor Fleming ha señalado que en aquella primera página el autor presenta una suerte de introducción que “[…] separada físicamente del cuerpo de la novela, sitúa el asunto en su contexto histórico cultural” (1985: 81). En esa primera página acontece el comienzo de aquello que ha sido señalado por Marta Castellino y que ha definido como una inversión de los presupuestos del realismo, es decir, “[…] no hay un mundo ontológicamente anterior al lenguaje, sino que es creado por un acto análogo al fiat divino, por medio de la palabra. Así, sin perder su anclaje referencial, el espacio se vuelve altamente simbólico” (2003: 194).

4. La iglesia católica desempeñó un papel importante en la vida cotidiana, tanto pública como privada, de los jujeños. A lo largo de toda la región de la Puna y la Quebrada se construyeron numerosas capillas, como las de Humahuaca (1594), Rinconada (1650) o la parroquia de Yavi en los territorios del Marquesado de Tojo. En cuanto a la labor realizada por la iglesia protestante, en 1909 religiosos ingleses de la Sociedad Misionera Sudamericana comenzaron a trabajar en el ingenio La Esperanza.

5. El camino actual de la Puna, poco frecuentado desde la instalación del ferrocarril de Jujuy a Bolivia, sigue en líneas generales el camino del Inca. Con pocas variantes es también el mismo que siguieran en los siglos XVII y XVIII los arrieros que llevaban ganado al Alto y Bajo Perú, desde el Tucumán y, anteriormente, los quechuas del Perú en sus expediciones militares.

6. Acorde con esto Nilda Flawiá de Fernández ha señalado que “[…] la búsqueda de lo propio a través de la historia del pueblo constituye no sólo una forma de conservación de la identidad sino de defensa ante lo incierto del futuro. La amenaza proviene de lo desconocido, de lo extraño culturalmente hablando, de la imposibilidad de comunicación” (2001: 188).

7. Como ha señalado Castellino: “El tren aparece como símbolo de la intrusión, de la irrupción de extraños en ese espacio acotado, clauso” (2003: 187).

8. A lo largo de la producción novelesca de Tizón, la presencia de los hechos históricos que fueron trazando el derrotero de los pueblos de la región va perdiendo gravitación y notoriedad. De hecho, al regresar de su destierro, son los personajes quienes, sumidos en una completa soledad e imposibilidad de comunicarse, vuelven su mirada hacia ellos mismos, anhelando la felicidad perdida o buscando en el pasado la explicación de sus presentes pesares. Como una proyección de aquellas derrotas colectivas, estos hombres se convierten en herederos y habitantes de un lugar signado por la derrota que ahora se vuelve íntima y personal. A ese linaje de seres vencidos pertenecen tanto Strasser como Juan Hernández y Clara, como así también el protagonista de La belleza del mundo.

9. Es uno de los personajes centrales de la primera parte de la novela Sota de bastos, caballo de espadas publicada en 1975 por la editorial de la revista Crisis.

Bibliografía

Obras de Héctor Tizón

1. Tizón, Héctor. Fuego en Casabindo. Buenos Aires: Galerna, 1969.         [ Links ]

2. Tizón, Héctor. El cantar del profeta y el bandido. Buenos Aires: Compañía General Fabril, 1972.         [ Links ]

3. Tizón, Héctor. Sota de bastos, caballo de espadas. Buenos Aires: Crisis, 1975.         [ Links ]

4. Tizón, Héctor. La casa y el viento. Buenos Aires: Legasa, 1984.         [ Links ]

5. Tizón, Héctor. El hombre que llegó a un pueblo. Biblioteca Héctor Tizón. Buenos Aires: Alfaguara [Legasa], 2005 [1988].         [ Links ]

6. Tizón, Héctor. Luz de las crueles provincias. Biblioteca Héctor Tizón. Buenos Aires: Alfaguara, 2002 [1995].         [ Links ]

7. Tizón, Héctor. La mujer de Strasser. Buenos Aires: Seix Barral [Perfil], 2004 [1997].         [ Links ]

8. Tizón, Héctor. Extraño y pálido fulgor. Buenos Aires: Alfaguara, 1999.         [ Links ]

9. Tizón, Héctor. Tierras de frontera. Buenos Aires: Alfaguara [Jujuy: Universidad Nacional de Jujuy y Secretaría de Cultura de la Provincia], 2000 [1998].         [ Links ]

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