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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.22 no.2 Mendoza jul. 2021

http://dx.doi.org/10.48162/rev.34.021 

Artículos

Schlemiel, Rut, Ester y Ashavero: reelaboraciones simbólicas de Samuel Glusberg en torno a la errancia, la interculturalidad y la nueva pertenencia

Schlemiel, Ruth, Esther and Ashavero: Samuel Glusberg's Symbolic Reelaborations around Wandering, Interculturality and the New Belonging

1Universidad de Buenos Aires. Argentina. melina.dimiro@gmail.com

Resumen:

En 1934 el escritor Enrique Espinoza (seudónimo de Samuel Glusberg) publicó su segundo libro de cuentos, Ruth y Noemí. En ese volumen, abarcaba una vez más una de las principales problemáticas de la literatura judeoargentina de principios de siglo XX: cómo concebir las relaciones interculturales entre judíos y no judíos en pos de la construcción de una nueva pertenencia nacional. Este artículo se propone analizar específicamente las concepciones que se traman en dos cuentos de Ruth y Noemí (“La sombra blanca” y “Ruth y Noemí”) sobre la errancia de los migrantes judíos, las relaciones interculturales y la posibilidad de elaboración de una nueva pertenencia en la Argentina. Dicho análisis permitirá, por una parte, dar cuenta del modo en que las mencionadas concepciones se expresan en ambos cuentos a través de una reelaboración simbólica de figuras vinculadas al acervo cultural judío (tales como el schlemiel, Rut y Ester) y de una figura reapropiada desde el discurso antijudío cristiano como es el caso de Ashavero. Y, por otra parte, demostrar cómo del entramado dialógico de ambos cuentos surge una serie de postulados sobre las relaciones interculturales según la cual serían condiciones ineludibles para la construcción de una nueva pertenencia nacional para los migrantes judíos no solo el fin del antisemitismo, sino también una relación novedosa y flexible con las tradiciones judías.

Palabras clave: Samuel Glusberg; Literatura judeoargentina; Interculturalidad; Ruth y Noemí

Abstract:

In 1934 Enrique Espinoza (pseudonym of Samuel Glusberg) published his second book of short stories, Ruth and Naomi. In that volume, he deals with one of the main issues of Argentine Jewish literature of the early twentieth century: how to conceive intercultural relations between Jews and non-Jews in pursuit of the construction of a national new belonging. This article aims to analyze the conceptions about the wandering of Jewish migrants, intercultural relations and the possibility of elaborating a new belonging in Argentina in “The White Shadow” and “Ruth and Naomi”, two stories of Ruth and Naomi. This analysis will demonstrate, on the one hand, that these conceptions are expressed in both stories through a symbolic reelaboration of figures linked to the Jewish cultural heritage (such as Schlemiel, Ruth and Esther) and of a figure reappropriated from the anti-Jewish Christian discourse (Ashavero). On the other hand, this analysis will show the presence of a set of postulates about intercultural relations in both stories. According to these postulates, not only the end of anti-Semitism, but also a new and flexible relationship with Jewish traditions, would be indispensable conditions for the construction of a new belonging for Jewish migrants.

ABSTRACT

Keywords: Samuel Glusberg, Argentine Jewish Literature, interculturality, Ruth y Naomi

Una problemática recurrente en la primera generación de escritores judeoargentinos en español, cuyas obras se publicaron en las décadas iniciales del siglo XX, es el modo de concebir las relaciones interculturales entre judíos y no judíos en la Argentina en pos de la construcción de una nueva pertenencia nacional para los migrantes judíos y sus descendientes, quienes huyendo de las carencias y persecuciones padecidas en sus tierras de origen (ubicadas en gran medida, aunque no únicamente, en el Imperio Ruso) habían comenzado a emigrar masivamente a este país hacia 18891. Ya sea en la coyuntura del Primer Centenario de Mayo, ya sea a raíz del pogrom ocurrido en el marco de la Semana Trágica de 1919 o, en la década de 1930, durante el avance sistemático de una ideología nacionalista con componentes antisemitas,2 las producciones de la mencionada generación se interrogaron -explicita o tácitamente─ acerca de los modos de reelaboración de una adscripción identitaria en la frontera judeoargentina,3 acerca de las relaciones (efectivas y/o posibles) entre los migrantes judíos y la Argentina, entre la judeidad y la “argentinidad”. Allí están para comprobarlo obras tales como Los gauchos judíos (1910) de Alberto Gerchunoff, Nadie la conoció nunca (1926) de Samuel Eichelbaum y Pan criollo (1937) de César Tiempo (seudónimo de Israel Zeitlin), para nombrar a los miembros de la primera generación de escritores judeargentinos en español que alcanzaron más renombre.

Pero entre los integrantes de dicha generación se encuentra también un autor que ha sido prácticamente relegado por la crítica literaria: Samuel Mohíliver Glusberg (1898-1987),4 cuyo seudónimo privilegiado fue Enrique Espinoza. En efecto, la producción literaria de Glusberg −que incluye cuentos, diarios de viaje, poesía y ensayos− solo ha sido objeto específico de escasos estudios críticos (cfr. Di Miro, 2017a, 2020; Mizraje, 2010; Pak-Artsi, 1989; Senkman, 1983); escasez que contrasta con el creciente interés generado en los últimos años por sus proyectos editoriales, por su rol de agente cultural y por su labor de difusor del socialismo y de un ideario americanista5. Recuperar su obra literaria es fundamental no solo por la singularidad de sus representaciones y reflexiones sobre las experiencias de los migrantes judíos en la Argentina durante las primeras décadas del siglo XX, sino también porque tal singularidad pone en crisis la imagen homogénea que ha imperado sobre la primera generación de escritores judeoargentinos en español en cuanto a su concepción de las relaciones interculturales en este país. Según dicha imagen, esta generación habría presentado respecto a las relaciones entre el colectivo judío y la Argentina una postura asimilacionista, hispanista y portadora de una visión idealizadora sobre este país6. Pero si ello es cierto para una obra fundacional como lo fue Los gauchos judíos ─cuya ideología textual en cuanto a las relaciones entre culturas diversas se aproxima al modelo del crisol de razas, exaltado entonces por un importante sector de las elites político-culturales argentinas como medio de constitución y/o fortalecimiento de la identidad nacional─, una concepción muy diversa sobre las relaciones interculturales se encuentra en la escritura de Samuel Glusberg.

En efecto, es distanciándose de construcciones utópicas sobre la Argentina y de perspectivas ligadas a la des-adscripción étnica que en sus dos volúmenes de relatos, La levita gris. Cuentos judíos de ambiente porteño (1924) y Ruth y Noemí (1934), Glusberg articula respuestas imaginarias a problemáticas e interrogantes en torno a la construcción de una nueva pertenencia (Bromley, 2000) de los inmigrantes judíos y sus descendientes7. Una nueva pertenencia, así, sin adjetivaciones excluyentes, pues es preciso referir con este término a la complejidad de la materia sobre la que reflexiona Glusberg, así como los autores de la primera generación de escritores judeoargentinos en español, cuyas obras remiten a veces -y a veces simultáneamente- a la pertenencia étnica, cultural, nacional, ciudadana y/o literaria. “Nueva”, en la medida en que, dejada atrás la Rusia zarista, le urgía una diferente identificación nacional,8 pero también repensar la identificación con la comunidad étnica de origen; nueva también porque no siempre el modo de entender la pertenencia se ajustó a los modelos identitarios homogéneos del Estado-nación. De esta forma, entre tales problemáticas e interrogantes ligados a la elaboración de una nueva pertenencia se destacan en sus escritura los siguientes: ¿qué dimensión y qué aspectos de la “identidad judía” debían preservarse?, ¿cómo había qué posicionarse ante las posturas intraétnicas de enclaustramiento cultural?, ¿qué dimensiones de la nueva cultura debían apropiarse? y ¿cómo estructurar la experiencia del espacio en tanto judíos de frontera en un ambiente de contacto entre diversas culturas y en el marco de formación del Estado-nación argentino?

Teniendo en cuenta entonces la inserción de Glusberg en la literatura judeoargentina y el universo de problemáticas que aborda su narrativa, este artículo se propone analizar específicamente las concepciones que se traman en dos cuentos de Ruth y Noemí (“La sombra blanca” y “Ruth y Noemí”) sobre la errancia de los migrantes judíos y sus relaciones interculturales en las primeras décadas del siglo XX, así como respecto a la posibilidad de elaboración de una nueva pertenencia en la Argentina. Tal análisis, en primera instancia, permitirá dar cuenta del modo en que dichas concepciones en torno a la errancia, las relaciones interculturales y la nueva pertenencia se expresan en ambos cuentos a través de una reelaboración simbólica y cifrada de figuras vinculadas, directa o indirectamente, al acervo cultural judío (tales como el schlemiel, Rut y Ester)9 y de una figura reapropiada desde el discurso antijudío cristiano como es el caso de Ashavero. En segunda instancia, permitirá demostrar cómo del entramado dialógico de “La sombra blanca” y “Ruth y Noemí” surge una serie de postulados sobre las relaciones interculturales en el marco de la problemática de la construcción de una nueva pertenencia nacional de los inmigrantes judíos y sus hijos en la Argentina según la cual, por una parte, no habría posibilidad de vinculación entre culturas y grupos étnicos diversos para conformar una comunidad fraternal allí donde se perpetúan ideas puristas sobre el linaje, pero, por otra parte, tampoco sería posible elaborar una nueva pertenencia ni obturando toda relación con el pasado de la comunidad migrante, ni pretendiendo trasplantar sus costumbres y tradiciones sin adecuación alguna al nuevo medio.

Como se observará, la expresión narrativa de estas concepciones sigue un patrón similar tanto en “La sombra blanca” como en “Ruth y Noemí”, esto es, la contraposición entre personajes que encarnan diversas formas de relación con las tradiciones y el colectivo de identificación, junto con la propia narración como realización modélica del vínculo entre universos culturales diversos. Sin embargo, no obstante estas similitudes y la complementariedad de los postulados de sendos textos con respecto a las relaciones interculturales y la construcción de una nueva pertenencia, a continuación se los analiza separadamente a fin de dar cuenta de aspectos singulares de cada uno de ellos, así como de sus operaciones discursivas y relaciones intertextuales específicas en torno a estas cuestiones.

Una nueva pertenencia argentina para el Schlemiel y Ashavero

En el relato la “La sombra blanca”, Enrique Kiztler, un joven judío con alma de poeta, huye de los Estados Unidos, adonde había emigrado con sus padres desde su Gotinga natal, pues no quiere estar cerca de nada que le recuerde ni la muerte de estos en un accidente ni a su prima, de quien se había enamorado sin ser correspondido. Pero al llegar a Buenos Aires, tras viajar por el mundo entero, comienza a frecuentar el cine cual obsesivo enamorado, pues cree ver a su prima en la protagonista de Orgullo de hidalga y a él mismo en el galán Pat O. Malley. Perdida la cordura, dispara hacia el actor en la pantalla e, internado en un hospicio, se lanza a un estanque en cuyo fondo alucina hallar “su sombra blanca”.

Detrás de esta historia de “amor, locura y muerte”, para decirlo con una frase que recuerde a quien inspiró a Glusberg a escribir este relato,10 hay cifrada una reflexión sobre la identidad, la errancia y la diáspora, la condición de extranjería y desarraigo, así como sobre la relación con el propio pasado comunitario y familiar. Precisarla requiere indagar tanto en las motivaciones y características del andar incesante de este personaje como en el entramado intertextual que interviene en la construcción de su figura.

El deambular constante de Enrique se concibe como una fuga para sobrevivir doblemente motivada: escapar de los recuerdos dolorosos, escapar de los contextos inhóspitos a los que va arribando en su vagabundeo. Este carácter errante del protagonista, así como su liminalidad con la locura, es enfatizado mediante la elaboración de su biografía ficcional en diálogo con las trayectorias reales y/o ficticias de una serie de personajes y personalidades literarios que experimentaron como él la errancia y/o la locura. En efecto, por un lado, la historia personal de Kitzler parece formarse en el prisma de otras biografías de escritores a los cuales se nombra o se evoca de diversos modos en el texto. Así como Heinrich Heine, debe exiliarse de Alemania por el creciente encono hacia los judíos y, como él (y al igual que Glusberg), se enamora perdidamente de su prima;11 como Eugene O´Neill, aunque brevemente, se lanza tras el oro y parece padecer una depresión en Buenos Aires; como Joseph Conrad es huérfano, viajero -entre naciones y nacionalidades− y acechado tanto por los vaivenes de la Guerra como por pensamientos suicidas.

Por otro lado, el protagonista Enrique Kitzler es configurado en relación con una serie de personajes ficcionales. Desde ya, con su tocayo de la novela heiniana Die Götter im Exil (1853) [Dioses en el destierro],12 con quien comparte el alma de poeta y la ausencia de obra escrita, y con los tipos viajeros de la narrativa de Conrad y la dramaturgia de O´Neill (Espinoza, 1934, p. 13). A estos vínculos se suma su similitud con el mismísimo Quijote. No meramente por la altura, parecido indicado a modo de contraseña por el narrador (p. 16), sino también porque las películas del cine “yanqui” -nuevas novelas de caballería− terminan de enloquecer a Kitzler, perseguidor alucinado de una inasible Dulcinea.

Pero, en esta vasta red de relaciones sobre las que se teje el carácter de “raté” e itinerante de este personaje, sobresale un nexo con dos figuras de una complejísima raigambre folklórica y literaria en cuya reelaboración es, fundamentalmente, donde se expresa un posicionamiento y una reflexión del autor en torno a la diáspora judía y a los modos de integración en las nuevas sociedades receptoras: el schlemiel y Ashavero.

Detengámonos en la primera de estas figuras. El schlemiel es un personaje del folklore y el humor ídish, incorporado también a la literatura en este idioma en la segunda mitad del siglo XIX, en autores como I. L. Peretz y Sholem Aleijem13. Puede caracterizárselo como un tipo inocente, ingenuo y torpe, que interpreta y maneja una situación de la peor manera posible -de allí que se lo asocie a veces con la locura-, quien es perseguido por una mala suerte que expande en su entorno, la cual es más o menos producto de su propia ineptitud.14 El humor del schlemiel se considera hijo de las duras condiciones de vida en el shtetl y el gueto, un “humor de la olla vacía” que se vuelve válvula de escape ante las dificultades económicas, pero también un modo de resistencia frente a un entorno no judío amenazante.

El ingreso de este personaje en la literatura occidental se debe a la novela de Adelbert von Chamisso Peter Schlemihls wundersame Geschichte (1814) [La milagrosa historia de Peter Schlemihl]. Como el schlemiel del ámbito ídish, Peter también es un individuo marginal/marginado, un outsider que se ve envuelto en situaciones disparatadas y tragicómicas, pero no pareciera guardar muchos más rasgos en común con aquel. Su historia es la de un nuevo pacto fáustico: ha perdido su sombra al trocarla por una bolsa mágica de oro inagotable, y por ello ya no puede habitar más en paz el mundo de los hombres. Debe marchar de pueblo en pueblo, de país en país, ocultando su secreto. Willy Pogany, prologando la edición de 1929 de esta novela, afirma que para Chamisso (él mismo un exiliado francés en Alemania) todo inmigrante es un schlemiel: alguien que llega sin nada, ni siquiera su sombra, y que comienza a trabajar para lograrlo todo.

Es con el Schlemihl de Chamisso que debe relacionarse, en primera instancia, el andar incesante de Kitzler, aunque, como se verá, su figura guarda también un parentesco general con el schlemiel de la tradición ídish y, sobre todo, diversas conexiones con la reelaboración de este personaje folklórico por autores de origen judío, tales como Heine e Israel Zangwill. El vínculo explícito de Kitzler con el protagonista de Chamisso irrumpe de manera enigmática cuando se menciona que, en una críptica carta dirigida al narrador, Kitzler cuenta, entre “citas de Peter Schlemihl”, que se ha entregado a perseguir “su sombra blanca” (Espinoza, 1934, p. 20). ¿Qué es esta sombra? Análogamente a su estatuto en la novela, también aquí su entidad es ambigua y polivalente. Así, “la sombra blanca que llenó de pasión y de locura sus últimos días sobre esta tierra” (Espinoza, 1934, p. 9) parece vincularse en este caso, a veces simultáneamente y a veces alternativamente, ya a la figura de su prima, ya a la propia identidad, al propio pasado e incluso a otras potencialidades de sí mismo.

Inmigrante en Estados Unidos, Enrique empieza (recomienza) a vagar cuando mueren los padres. Muerte simbólica de un mundo comunitario que entra en el ocaso. Como nuevo Schlemihl huye de su pasado,15 o más específicamente de la crisis de su pasado, anhelando alejarse de todo lo que en él le produce dolor (Espinoza, 1934, p. 12). Enrique Kitzler representa una identidad migrante puesta en crisis por la ruptura de los lazos familiares y comunitarios, y ello no solo por el propio desplazamiento de la tierra natal (donde podrían hipotéticamente haber quedado enclavadas tradiciones y costumbres), sino también porque las persecuciones, los exilios y el ingreso en la modernidad afectan a su comunidad étnico-cultural de pertenencia. Testimonio vivo de esta desintegración es el personaje de la rica prima de Manhattan, quien está “orgullosa de saberse New yorker y de ignorar casi por completo el idioma de sus padres” (Espinoza, 1934, p. 11). Ella constituye el único lazo familiar de Kitzler con su comunidad de origen, pero se trata de un nexo que ya no comunica. La prima asimilada es, ahora en otro sentido, una débil sombra de un pasado en extinción.

Puede decirse entonces que Kiztler empieza a errar porque -en un movimiento ambiguo entre dejar y ser dejado- ha perdido “su sombra”, es decir, al menos en uno de los sentidos posibles de esta metáfora, su lazo con ese pasado vinculado a la judeidad. Pero en su errancia no cesa de buscar aquello a lo que -para evitar sufrir- dio la espalda; y la ausencia, nuevamente reencontrada, lo lanza una vez más a su paradójica huida. Así, por ejemplo, al llegar a California “buscó inútilmente a la dama de sus primeros sueños, y como no la encontrara embarcóse en un buque de carga, a la India” (Espinoza, 1934, p. 13). Y son ejemplos aún más significativos en cuanto a sus velados e indirectos retornos a la judeidad, su regreso a su Gotinga natal, su vuelta breve a Nueva York con el fin de visitar la tumba de sus padres, y su alistamiento en la legión anglo-judía dirigida por el general Allenby para “la reconquista de Sion” (p. 14), pues nada azaroso hay en la elección de esta batalla para dar curso a su deseo de morir “por algún ideal humano” (p. 14). Se vuelve a “lo judío”, o “lo judío” retorna a él, de múltiples modos, ya en el viaje a esos sitios particulares, ya a través de las mediaciones simbólicas de la “sombra blanca”.

Es evidente, por tanto, de qué modo la historia de Kitzler no se reduce simplemente al destino de un joven que, incapaz de olvidar su amor adolescente, enloquece entre la nostalgia y el recuerdo de su prima amada. La “sombra blanca” encarna una o varias dimensiones obturadas de la propia identidad. De allí que no sea casual la proliferación en el relato de referentes literarios que expresan el proceso de una búsqueda identitaria: el schlemiel, desde ya, pero también el mito de Narciso mediante esa ironía final del encuentro de la sombra blanca en el propio reflejo en un estanque, y la figura del doble (Doppelgänger) en el actor O. Malley. Efectivamente, Kitzler enloquece en la persecución de la prima amada vista en la figura estelar de Eleanor Boardman, pero también en la persecución de sí mismo en la imagen del galán O. Malley encarnando al joven norteamericano feliz y próspero. El actor parece emerger en la pantalla como la inquietante sombra de lo que acaso Enrique hubiera podido ser de haberse quedado en Estados Unidos. Es el doble de Kitzler; un doble que proyecta su destino posible de no haber tomado un camino latinoamericano16.

Por todo lo dicho, puede verse cómo la cuestión que aborda este relato, a través de reelaboraciones intertextuales y simbólicas, es la del hombre desarraigado. Aquel que, en conflicto con la propia identidad, erra por el mundo buscando -incluso sin saberlo- un lazo con sus raíces, pues, como muestran las historias de Enrique y de Peter en tanto schlemiels, el hombre que no tiene una ligazón con su pasado es un hombre sin sombra, y no tener sombra es no estar en el mundo. Así, Enrique escapa del recuerdo doloroso de su pasado en crisis, pero este retorna a él obsesivamente como una búsqueda no asumida que, en la medida en que lo impulsa a marchar y lo hace enloquecer, le impide asentarse, integrarse en algún sitio; es siempre un extranjero… en busca de su sombra blanca.

En efecto, los vínculos más estables que forja Enrique al llegar a Buenos Aires (con el narrador en las tertulias de un escultor judío y, por su intermedio, con una empresa internacional de films) quedan destruidos por la alucinatoria persecución. De esta manera, La sombra blanca problematiza la elaboración de una nueva pertenencia y, particularmente, la relación identitaria con el legado histórico-cultural de la comunidad de origen acudiendo al simbolismo de la “sombra” y la muerte de los progenitores. La judeidad, en tanto dimensión sociocultural del pasado comunitario y familiar del personaje protagonista, es, entonces, metaforizada a través de la sombra. Y el intento de huir de todo el dolor a ella asociado es lo que, irónicamente, termina provocando su retorno obsesivo.

Ahora bien, Kitzler no se afana en alejarse de sus raíces por mera ambición, negligencia o capricho -tan solo uno de los múltiples viajes del personaje se liga a la “fiebre del oro”, que lo arrastra a Canadá (Espinoza, 1934, p. 15)-. Como se anticipó, son dos los impulsos que llevan a su deambular incesante y ambos ligados a la sobrevivencia: huir para olvidar el dolor, huir de contextos peligrosos. Efectivamente, junto al deseo de escapar de recuerdos penosos, hay una necesidad de errar provocada por la hostilidad externa, por “la mala estrella” del judaísmo, y es en este sentido que el personaje de Kitzler se liga no solo a otras figuraciones del schlemiel en autores de origen judío, sino también al mito de Ashavero.

Se dice en el relato que Kitzler “nació bajo la estrella de Enrique Heine” (Espinoza, 1934, p. 11). Esta frase parece tratarse, en principio, de una alusión a la concepción heiniana del destino de los poetas como inexorablemente doloroso que se encuentra expresada en “Jehuda ben Halevy”, tercer poema de las Melodías hebraicas incluidas en el Romancero (1851). Heine se refiere allí a los poetas como a los nacidos bajo “la mala estrella de Apolo” o “bajo la señal del schlemihlismo” (1928, pp. 150-151)17. De modo tal que esta última pasa a manifestar la condición soñadora y sufriente de los poetas, de la que también participa Kitzler.18 Pero esa “mala estrella” era también para Heine el mismo judaísmo, que volvía a los que nacían bajo su signo víctimas inocentes (cfr. Pinsker, 1972, p. 13). En efecto, además de la condición de poeta, el schlemiel en “Jehuda ben Halevy” representa también, por una parte, y retomando a Chamisso, a aquel que pretendiendo adecuarse mejor al medio en que vive esconde su identidad -como el señor Itzig que pasó a llamarse Hitzig, y de cuyo patronímico sería deudor Peter Schlemihl (Heine, 1928, p. 151)-. Y, por otra parte, al inocente que es victimizado, y en este sentido se erige como símbolo de la condición judía y de un tratamiento injusto en la sociedad que debe ser reparado.

Así, en “Jehuda ben Halevy” se recuerda cómo, según el relato bíblico, estando en el desierto Israel, viendo Pinjas que Simrí tenía amores con una cananea, lo atravesó con su lanza19. Sin embargo, según la tradición oral -narra el poema-, Pinjas ciego de ira no mató al pecador Simrí, sino a un inocente, a Schlemihl Zurischaday, quien sería entonces el fundador de la estirpe de los Schlemihl: “llegan y se van los años/ y han pasado tres mil desde/ que se murió nuestro abuelo/ Don Schlemihl Zurischaday.// También ha mucho que Pinjas/se murió; pero ha quedado/ su lanza, que silba siempre/ por sobre nuestras cabezas” (Heine, 1928, p. 153).

El derrotero de Enrique Kitzler en este cuento de Glusberg parece guiado también por la mala estrella de los schlemiel de estar en permanente riesgo de ser heridos por una lanza hecha para otros, de ser víctimas inocentes de manifestaciones antisemitas. Así, si bien no se explicita en el relato por qué Enrique y sus padres emigran desde Gotinga, no resulta fortuita la elección. De esa ciudad se había marchado Heine por las diferentes afrentas recibidas, entre ellas la expulsión de una corporación estudiantil debido probablemente al antisemitismo creciente en estos grupos (Balzer, 1995, p. 18); de allí también habían sido expulsados un año antes de la publicación de Ruth y Noemí los profesores judíos de la Universidad de Gotinga, al calor del avance del nacional-socialismo20.

Muchos de los países a los que llega Enrique son lugares atravesados no solo por conflictos bélicos y crisis económicas en el marco de la Primera Guerra Mundial, sino también por manifestaciones antisemitas. Y en la narración de su itinerario fugitivo, de modo similar a la mención de Gotinga, se mezclan alusivamente remisiones a hechos y expresiones de rechazo hacia los judíos anteriores y posteriores al tiempo de lo narrado:

Una mañana de agosto Kitzler llegaba de nuevo a Alemania. Pero en tanto, había estallado la gran guerra y las primeras proclamas del Kaiser, en nombre de Dios, hicieron de Kitzler un rebelde. Así cuando el martillo de Thor hundió la estatua de su poeta, no pudo más, y a fin de no ser alistado con los gordos filisteos de Gottinga, huyó en aeroplano hacia donde en otra época, empezaba el país de la libertad. De Alsacia pudo llegar a la capital del mundo en tren de propaganda aliadófila. Mas ya en París los franceses casi lo matan confundiéndolo con un espía alemán. Por suerte un comité de judíos alsacianos, de Spira, ayudóle a pasar a Inglaterra (Espinoza, 1934, pp. 13-14).

“El martillo de Thor” lo empuñaba, claro está, el antisemitismo del Kaiser, quien había hecho desplazar en 1908 la estatua de Heine del palacio de Achilleion. Pero también, en el contexto de producción de la obra, podría remitir fácilmente al ataque a la escultura del poeta en Hamburgo por grupos nazis en 1933, así como a la quema de sus libros -y de otros de autores considerados antialemanes- el 10 de mayo de ese mismo año (Sammons, 2005, pp. 295-296). Por su parte, en la humorística confusión parisina de Kitzler con un espía alemán cabe leer una clara alusión al caso Dreyfus, manifestación del avance del nacionalismo y el antisemitismo francés. En Inglaterra, finalmente, no obstante Enrique es bienvenido en la legión anglo-judía, lo expulsan las pésimas condiciones económicas al retornar de la misión militar.

Kitzler no encuentra un lugar en el mundo donde asentarse. Pero la narración, al exponer permanentemente los motivos de la vida itinerante de este “Ashaverus niño” (Espinoza, 1934, p. 10), deja en claro que su errancia, a diferencia de lo sostenido por el mito del Judío Errante, no tiene su origen en una condena divina. Mientras en las diversas versiones míticas forjadas desde el siglo XVII desde una cosmología cristiana, el judío es maldecido por Jesús a vagar hasta su segunda venida ya por no ayudarlo, ya por hostilizarlo en su camino a la crucifixión,21 el relato de Glusberg hace de Ashavero un temperamento errante forjado por la violencia de un mundo convulsionado y el desmembramiento de su comunidad. La errancia, cabe insistir, se liga tanto a la persecución antisemita como a la pérdida del lazo con la comunidad étnico-cultural (la pérdida de la sombra), debida a su vez, en una circularidad penosa, a las persecuciones y a la errancia, aunque también al ingreso en la modernidad.

De esta manera, la cuestión de la “extranjería” del judío, tópico presente también en el mito de Ashavero, se tematiza en el cuento, pero ahora a la luz del mapa socio-político y cultural de las primeras décadas del siglo XX como trasfondo explicativo de las recurrentes migraciones. De allí que, a diferencia del mítico Judío errante, en el Ashavero de Glusberg se destaque la inocencia infantil. Él es enfáticamente descripto como un niño que debió dejar Gotinga y dio la vuelta al mundo antes de cumplir los veinte años. Se comprende entonces de qué modo Schlemiel y Ashavero coinciden en la figura de Kitzler: la errancia condiciona la pérdida de la sombra y la pérdida de la sombra impulsa la errancia; pero este Ashavero ya no es un castigado de Dios, sino un perseguido por los hombres.

Ahora bien, ante este panorama de antisemitismo creciente en Europa, conflictos bélicos en la tierra de “Sion” y asimilación a una cultura mercantilista y superficial en Estados Unidos,22 Buenos Aires surge contrastivamente como un lugar grato para vivir. Frente al materialismo yanqui, Kitzler encuentra en la ciudad porteña un ambiente intelectual; frente al antisemitismo francés/alemán, tiene la posibilidad de insertarse rápido cultural y laboralmente: “desde que llegó a Buenos Aires fue de todo, vendedor de periódicos, traductor y profesor de idiomas, intérprete en el Hotel de Inmigrantes. Y siempre (hasta cuando no escribía) poeta…” (Espinoza, 1934, p. 15). Y sin embargo él continúa como un “extranjero” (p. 25).

En este sentido, este cuento manifiesta que el “schlemiel-Ashavero” podría encontrar una reparación en la Argentina, pero que era preciso para ello no solo que se inmovilizara la lanza de Pinjas, como parecería ocurrir en esta Buenos Aires literaria, sino también reencontrarse, de un modo ajeno a la obsesión y la locura, con el pasado que evocaba la “sombra blanca”. En otras palabras: salir de la errancia (una errancia física pero también identitaria), y formar una nueva pertenencia, implicaría el cese del hostigamiento externo a la vez que una recuperación/re-elaboración del pasado familiar y comunitario. O, si se quiere, en otros términos, no habría posibilidad de adscribir a una nueva comunidad imaginada (Anderson, 1993) allí donde las propias trayectorias culturales fueran obturadas.

Por ello, la figura que en el cuento encarna positivamente un modo posible de integración no es de ninguna manera la prima neoyorkina, en la cual se condensa críticamente la imagen de un proceso tendiente a la asimilación o la des-adscripción étnica, sino el propio narrador-personaje. En contraposición a Kitzler, quien huye de su pasado hasta perseguirlo enloquecidamente y que es incapaz de elaborar una nueva pertenencia, el narrador se muestra completamente integrado a la vida porteña sin romper los lazos con “lo judío”. Así, socializa con artistas e intelectuales en la tertulia del escultor judío, pero es también amigo del “Dr. Ameghino”; trabaja en una empresa internacional de cine en Buenos Aires a la vez que intenta escribir una biografía sobre Heine, y lejos de dar la espalda a su pasado étnico-cultural teje en un español rioplatense un relato donde se reelabora la figura del schlemiel, de origen ashkenazi, y se resignifica, desde una perspectiva judía, al legendario Ashavero.

Mientras este narrador se perfila como alter ego autoral positivo, Enrique Kitzler constituye el doble temido23. Ambos personajes son judíos de frontera -en términos de Gilman (1999) −, pero uno y otro encarnan figuraciones asimétricas de las relaciones interculturales. El narrador pone en escena un proceso basado en la negociación mutua de las diferencias culturales. Por el contrario, Kitzler es un náufrago de su pasado que no logra rehacer su vida en el nuevo medio, pues dicho pasado regresa como obsesión enloquecedora. De esta manera, si Pat O. Malley es la proyección ilusoria y obsesionante de la vida que podría haber tenido Enrique quedándose en New York; el enajenado Kitzler parece conjurar la imagen de lo que Glusberg podría haber sido en la negación de su pasado.

En la estructuración de esta relación es fundamental el paralelismo que se traza con el vínculo entre el narrador y el personaje llamado Kiztler en Dioses en el destierro. En esa novela, Enrique Kiztler es un joven que, a pesar de ser un gran erudito y de finalizar sus obras, nunca llega a publicar, pues ni bien termina un libro lo asalta la duda sobre la certeza de lo escrito. Así le sucede con su texto La magnificencia del cristianismo, pues no puede dirimir cuál es la verdadera religión -paganismo o cristianismo-, ni cómo entender la relación (dominio, sustitución o reapropiación) entre ellas. Análogamente, el personaje del relato de Glusberg tampoco publica nada, a pesar de su alma de poeta, pero aquí lo que interrumpe la obra es la irresuelta relación con lo pasado que se vuelve trauma y locura. Así, por ejemplo, Kitzler deja inconclusa la biografía sobre Heine que escribiría en colaboración con el narrador porque se da en perseguir a su sombra24. Quienes sí escriben en “La sombra blanca” y en Dioses en el destierro son los narradores, alter egos autorales. En ambos casos, la escritura va surgiendo en la frontera cultural (ya entre lo pagano y lo cristiano; ya entre lo judío y lo argentino) sin preguntarse por el problema de la verdad, e integrando en el relato, y evitando así su absoluta desaparición en el mundo moderno, elementos provenientes de esos acervos culturales.

Es evidente entonces cómo el personaje-narrador se vuelve un testimonio de la factibilidad de la construcción de una nueva pertenencia de los judíos en la Argentina. A diferencia del tormentoso panorama mundial, en este país podía elaborarse una nueva pertenencia sin esconder las trayectorias previas… podía pensarse aún en escribir una biografía panegírica de Heine. En este sentido, al señalar a la Argentina como un lugar de paz en el que los judíos podían asentarse, Glusberg interviene tácitamente en el debate abierto desde fines de siglo XIX acerca de cuál debía ser el destino de los migrantes ashkenazis, complejizado en la década de 1930 por el recrudecimiento de los nacionalismos conservadores. De hecho, el cuento alude dialógicamente a uno de los protagonistas de este debate cuando describe el modo de vida de Kitzler como el de un “soñador del ghetto” (Espinoza, 1934, p. 10), en clara remisión al famoso libro de Israel Zangwill25.

En Dreamers of the Ghetto [Los soñadores del Ghetto] (1898), el personaje de Aaron el Buhonero reúne de manera similar a Kitzler (aunque no idéntica), además del carácter de loco y soñador que los emparienta, la errancia y el “schlemismo”26. Aaron, caracterizado como un “schlemihl” (Zangwill, 1898, p. 443), en principio por su ingenuidad cómica y patética, es un inmigrante ruso en un sórdido gueto inglés que, anhelando paz y prosperidad, se embarca hacia la “Tierra Prometida” donde se encontrará, irónicamente, con un oficial árabe que le recuerda que los judíos rusos no pueden entrar a Palestina. En el relato de Zangwill se muestra también cómo “la mala estrella” de este judío está sujeta a una persecución injusta, pero, aunque su autor era al momento de escribirlo uno de los líderes sionistas, es ambiguo en el cuento si el “hogar judío” debía buscarse en el penoso gueto inglés o en la ya ocupada Palestina. Es frente a esa ambigüedad, en la cual cabe leer el texto de Glusberg como una intervención en este dilema. Ni en la conflictiva geografía de la “Tierra Santa” ni en las estrecheces de los guetos europeos, sino en Argentina, parece sugerir el cuento, podía haber una integración conveniente para los migrantes judíos.

Y es en la certeza de esta auspiciosa posibilidad donde puede anclarse también la raíz de la diferenciación en la narrativa de Glusberg respecto del schlemiel folklórico, más allá de su parentesco general. En efecto, Kitzler conserva algo del schlemiel de la tradición ídish en su humorismo tragicómico ligado a una mala interpretación de la realidad en el marco de una narrativa que problematiza (directa o indirectamente) las relaciones entre judíos y no judíos. Piénsese en el humorismo patético de su esperanzada llegada a París, donde casi lo muelen a palos, o de su extravagante disparo a O. Malley. Pero la respuesta a la “lanza de Pinjas” y a la crisis de la identidad étnico-comunitaria no cabía ya limitarla al humor tragicómico de este schlemiel-Ashavero corrido de país en país y enloquecido por la ausencia de su sombra blanca. Había ahora, según manifestaban los vínculos del narrador-personaje y su propio discurso, una tierra donde elaborar una nueva pertenencia. El humor del schlemiel no podía ser el mismo, no agotaba todas las opciones en la simbolización de las relaciones interculturales, en una tierra carente de “guetos”.

Rut y Esther: quiebre del sectarismo y recreación de la tradición

Se ha visto cómo en “La sombra blanca”, primer cuento de Ruth y Noemí, se advierte sobre lo traumático de intentar elaborar una nueva pertenencia obturando las trayectorias socioculturales y afectivas previas, a la par que se expresa, en el personaje narrador, la posibilidad de construcción de una nueva pertenencia argentina sin obliterar la judeidad. En el relato “Ruth y Noemí”, tercero del libro homónimo, entre otras características representacionales en torno a la problemática de las relaciones interculturales y la construcción de una nueva pertenencia, puede leerse la contracara crítica del inmigrante que “pierde su sombra”, esto es: la tendencia a conservar de manera sectaria y/o sin mediaciones históricas y simbólicas las tradiciones del colectivo étnico-cultural de identificación. De hecho, si por una parte se reencuentra aquí la representación de una heterogeneidad de formas en que los personajes judíos participan efectivamente en el ambiente sociocultural del país en el que forjan una nueva residencia, por otra parte, los conflictos potenciales y efectivos de la narración se vinculan enfáticamente a la orientación endogámica de un sector del colectivo judío, así como al seguir “al pie de la letra” textos escritos y orales del acervo judío.

En efecto, a través del relato de la gestación y consumación de dos matrimonios mixtos (protagonizados respectivamente por las amigas de la adolescencia Esther, joven judía proveniente de una familia conservadora, y Nélida, muchacha huérfana criada por su padre italiano) se va trazando un cuadro de la presencia judía en Argentina que sugiere la dualidad de su organización residencial -en las colonias entrerrianas y en la urbe-; da cuenta de su relación en ambos ámbitos con otra comunidad inmigrante, como lo era la italiana; y presenta diversas formas de integración profesional en el país. De este modo, si bien el cuento se centra ante todo en la presencia judía en Buenos Aires, se desliza que la familia italiana se había instalado inicialmente cerca de las colonias de Hirsch,27 y se concreta en el relato el vínculo entre italianos y judíos mediante la amistad de las muchachas forjada en la escuela y la doble boda (de Esther con Fantino, padre de Nélida, y de esta última con el profesor Cohen, judío y ateo). Además, los personajes judíos circulan aquí en general tomando parte de la vida económica y social, ante todo desde los sectores medios, ya sea a través de actividades comerciales y profesionales, ya asistiendo a las instituciones educativas -las alumnas judías son “numerosas en el Liceo” (Espinoza, 1934, p. 53)- o disfrutando de la libertad de culto.

Pero, sin embargo, a pesar de tal participación en diversas esferas de la vida porteña, tiene lugar en el relato, como se mencionó, una tendencia a preservar mecánicamente y/o de forma sectaria las tradiciones del colectivo étnico-cultural de identificación, la cual pone potencialmente en riesgo en el mundo narrativo la interrelación entre culturas diversas y la posibilidad de forjar una nueva pertenencia enriquecedora de las propias tradiciones. Tal tendencia se manifiesta críticamente en este cuento, por un lado, en una actitud endogámica en algunos personajes judíos y, por otro lado, a través de un modo mecánico y literal de vinculación con ciertas textualidades de su acervo cultural por parte del personaje de Nélida.

La postura endogámica, asociada en estos personajes a la aspiración de conservar la pureza de un linaje considerado milenario, es encarnada por los familiares de Esther y los viejos judíos que asisten a la sinagoga. Respecto de los primeros dice el narrador:

Los padres de Esther, unos viejos judíos de apellido Sabat, tan apegados a sus tradiciones como a los distingos del Levítico, fomentaban también esa amistad entre las chicas. Y todo porque sabían que la esposa del señor Fantino había sido de origen israelita, hija o nieta de un famoso rabino italiano. Lo que ignoraban es que el ingeniero la hubiese enamorado siendo estudiante en Roma y venido con ella a Buenos Aires, ante la oposición de sus padres (Espinoza, 1934, pp. 51-52, subrayado propio).

Según se desprende de esta cita, los padres de Esther manifiestan una actitud etnicista, de cerrazón exclusiva y excluyente en el propio colectivo de pertenencia, que hubiese podido impedir la relación entre las amigas, desde que la condición implícita de su aval sobre las amistades de su hija es que estas sean judías. En este caso, su vínculo con la muchacha italiana fue salvado pues, tácitamente, tal requisito se considera cumplido en función de la creencia en una automática transmisión matrilineal de la identidad judía, la cual para ellos parece estar así garantizada aun cuando la niña hubiese quedado huérfana al tener apenas tres años. Por el contrario, el narrador no presenta al personaje de Nélida (apodada Nelly) como judío y desliza una ironía sobre la “correcta” judeidad de la madre al ventilar el secreto de su fuga amorosa.

Un contraste similar entre la actitud etnicista de los personajes y el distanciamiento de ella por parte del narrador ocurre frente a la cuestión del matrimonio mixto.28 Para los concurrentes a la sinagoga, así como para los familiares de la joven, es causa de pícaras habladurías la diferencia de edad de la pareja, pero también se sugiere que es motivo de sus preocupaciones el carácter exogámico del novio. Sin embargo, nuevamente el escollo es superado a través de la creencia en una ligazón originaria -mostrada como dudosa desde la perspectiva narrativa− de Fantino y su hija con el judaísmo, de forma tal que el matrimonio sería la vía de un retorno de dos de sus miembros al colectivo judío y de ninguna manera de la incorporación a dicho colectivo de un Otro: “Los judíos no son proselitistas. Puede afirmarse que rechazan la conversión en cualquier sentido. Pero este supuesto ‘regreso’ del ingeniero y de su hija a la fe de Israel, por obra y gracia de un profesor de literatura judeo-española, llenó de asombro a cuantos se enteraron del acontecimiento” (Espinoza, 1934, p. 75).

Tanto el vocablo “supuesto”, como las comillas aplicadas a la palabra “regreso” marcan claramente el alejamiento del narrador de los personajes que expresan no solo una posición conservadora sobre los matrimonios mixtos, sino también un criterio de pertenencia a la “fe de Israel” basado en la sola existencia de antepasados judíos. A lo largo del relato puede rastrearse una sátira benigna y una ironía socarrona hacia este tipo de personajes ligados a una tendencia de cerrazón comunitaria. Así los viejitos que murmuran en la sinagoga son descriptos con trazos caricaturescos y en un tono de burla amena mediante frases como: “judío pequeñito y barbado” (Espinoza, 1934, p. 76), “judihuelo casuista” (p. 76) o “un talmudista de hombros redondos -de seguro vendedor ambulante los demás días de la semana-” (p. 76). Pero aún más destacable en función de la dimensión crítica de la narración sobre la endogamia y los supuestos linajes puros es la siguiente referencia humorística en torno a la boda de Esther y la inquietud de sus parientes: “El casamiento de Esther con el ingeniero realizóse a principio de julio, en la forma más ortodoxa. El señor Fantino ‘prestóse’ a todo para quedar bien con la familia de su novia y borrar así las sospechas de algunos tataranietos de David, demasiados celosos de su sangre real” (Espinoza, 1934, p. 78).

Mediante la irónica sonrisa que se adivina aquí sobre la supuesta descendencia del Rey David de estos judíos cuéntenics y comerciantes se ejerce una clara crítica a la pretensión de existencia de un linaje judío que se habría mantenido inmaculado a través de los siglos, y cuya transmisión se efectuaría casi místicamente por intermedio de fluidos sanguíneos. Y en este sentido, no casualmente en un cuento donde se exalta la celebración de matrimonios mixtos en un momento en que no eran frecuentes en la Argentina, se alude mediante el título y el nombre de una de sus protagonistas, a dos mujeres centrales del Antiguo Testamento, como lo son la conversa Rut (bisabuela del mismo Rey David) y la judía Ester, quienes rompiendo la endogamia, garantizaron la pervivencia del “pueblo judío”29. De este modo, la ostentación de la “sangre de David” aparece en el relato como fundamento de judeidad tan absurdo como el haber tenido una exesposa de este origen (tal como se pretende en el caso de Fantino), o como, incluso, haber nacido de “madre judía” sin importar la relación efectiva de esta con su comunidad étnico-religiosa, ni su incidencia en la crianza de su progenie.

Sin embargo, si en “Ruth y Noemí” se pone en cuestión el precepto de la pertenencia a un determinado grupo étnico por el solo hecho de tener en él un antepasado, así como la idea esencialista de la existencia de un linaje judío, no deja de mostrarse la infancia como instancia en la cual se forjan lazos íntimos con una determinada tradición cultural, debido a las vivencias compartidas, las canciones e historias aprendidas y las celebraciones en familia en torno a ella. Testimonio de esta fuerte ligazón son las emociones que embargan al profesor Cohen, hombre laico y escéptico, al asistir a la celebración del seder, comida ritual durante la primera noche de Pesaj, al punto tal de sumarse extasiado a la recitación de las palabras milenarias… al igual que cuando era niño:

A los primeros acentos familiares el profesor sintió despertarse de pronto toda su infancia olvidada. En vano intentó dominar su emoción. Las lágrimas se le saltaron cuando el pequeño Rubén formuló con su voz más pura las cuatro preguntas rituales sobre la diferencia entre aquella noche extraordinaria y las demás noches del año. […]. La graciosa melopea infantil aún hallaba eco en su corazón escéptico. También él, idealista impenitente, era un judío capaz de dar realidad a los sueños milenarios. Por eso cuando padre e hijo entonaron, fieros de orgullo, la consabida respuesta del Éxodo, las antiguas palabras asomaron también a los labios del profesor: “Sí, fuimos cautivos en Egipto. Pero Jehová con su fuerte brazo nos libró de la esclavitud y la servidumbre” (Espinoza, 1934, pp. 68-69).

El profesor Cohen es uno de los típicos personajes fronterizos y transculturados que circulan en la narrativa de Glusberg: porteño de nacimiento, celebraba de niño el seder en una casita de la calle Patricios; su habla rioplatense está poblada de proverbios bíblicos; y profesor en un Liceo, enseña en sus clases poetas hispanohebreos de manera extraprogramática. Él es el mediador entre los Sabat y los Fantino y quien no solo apoya sin matices los matrimonios mixtos, sino que, de hecho, consuma uno. Su pertenencia judía se liga de manera general al reconocimiento de ser descendiente de judíos españoles (Espinoza, 1934, p. 54), una descendencia presentada sin connotaciones exclusivistas, pero sobre todo a las tradiciones aprendidas en la infancia y a su ligazón a ellas en el presente desde una perspectiva laica y simbólica. Ejemplos de ello son la valoración del taled, regalado en una simpática broma por sus alumnas, como “un símbolo, un recuerdo milenario” (Espinoza, 1934, p. 54), y particularmente su comprensión del seder como una instancia alegórica judía de ponderación y anhelo de paz y libertad para toda la humanidad.

En este sentido, la liberalidad de este personaje en sus relaciones laborales, sociales y maritales, así como su modo flexible de estar en contacto con elementos provenientes del acervo cultural judío, contrastan tanto con la orientación endogámica ya examinada como, además, con el segundo aspecto en torno al modo de vinculación con “lo judío” puesto en cuestión en el relato: la comprensión sin mediaciones históricas ni simbólicas de sus tradiciones y (justamente debido a ello) su reiteración mecánica. La articulación de esta crítica se establece, en primera instancia, a través de las fatales consecuencias que implicará la comprensión literal de la fórmula ritual “El año próximo en Jerusalén” y,30 en segunda instancia, mediante la singular recreación de la narrativa bíblica sobre Rut y Noemí a través de la dupla compuesta por Nélida y Esther.

Respecto del examen de dicha primera instancia es preciso recordar que el personaje de Nélida es quien toma en su sentido literal la frase de cierre del seder. Profundamente impresionada por la belleza oriental de la celebración y maravillada por la devoción con que cumplían cada uno de sus pasos el señor Sabat y su hijo, Nélida se siente fuertemente atraída por la religión mosaica y transida de emoción proclama junto a los demás el brindis final. Pero la frase ritual expresaba para ella, secretamente, el doble anhelo de su “sueño de una noche Pascua”: contraer nupcias con el profesor Cohen y viajar, efectivamente, “el año próximo a Jerusalén”31. Tal literalidad en la interpretación del deseo de retornar a la ciudad sagrada se resuelve simbólicamente en la narración a través de la muerte del profesor, expresándose de este modo no solo que “Sion” no se encuentra necesariamente en la geografía palestina, sino también que intentar repetir “al pie de la letra” el pasado conduce a un camino estéril:

El año próximo en Jerusalén… Esta frase milenaria -Nelly lo sabe ahora− tiene para los judíos de hoy una acepción completamente ideal. Pocos piensan en realidad establecerse el año próximo en Jerusalén. Y si es cierto que todos repiten el voto durante la noche de Pascua, es solamente porque la vida despierta la nostalgia de Jerusalén como un anhelo de paz. Jerusalén, visión de paz. Esto significa justamente el nombre de la ciudad sagrada en el antiguo idioma de los profetas: “Laschana habbah Jeruschalaim”. El profesor lo sabía perfectamente; pero su joven compañera, influida por recientes lecturas sobre la nueva Palestina, quería realizar al pie de la letra su sueño de una noche de Pascua. […]. El símbolo de Moisés frente a la tierra soñada y prometida repitióse, ¡ay!, una vez más. Pero no ya para servir de ejemplo trágico a la historia de los hombres, sino para poner, con la muerte del profesor, un triste epílogo a esta corta historia de una chica ingenua que una noche de pascua tomó al pie de la letra el ideal que los judíos colocan siempre más allá de su alcance, como a su propio Dios (Espinoza, 1934, pp. 84-85).

La incapacidad de despegarse de la letra de la tradición lleva a una reiteración fatal. Pero este error, como se desliza sutilmente en el fragmento citado, no es atribuible meramente a quien acercándose por primera vez al judaísmo ignora el sentido de sus costumbres. La equivocación de Nélida ocurre bajo la influencia de lecturas sionistas, corriente esta última de la que aquí Glusberg toma una distancia crítica asociándola a una interpretación ingenua y esquemática del legado judío32. Frente a ella, se erige una explicación del significado de Jerusalén que lejos de atenerse a su etimología tradicionalmente aceptada,33 trasluce una clara intervención del ideario del autor en relación con la posibilidad de construcción de una nueva pertenencia argentina para los judíos migrantes y sus hijos. En efecto, en lugar de “ciudad de paz”, Jerusalén es, según el narrador, una “visión”, palabra que subraya a la vez el carácter utópico del ideal y la posibilidad de aspirar a él en cualquier geografía, ya que depende de “aquel que ve”. Tal acepción además es presentada como la compartida por la casi totalidad de los judíos, colocando entonces las ideas sionistas en un lugar irrelevante.

La segunda instancia a través de la cual se objeta la tendencia a conservar sin mediaciones históricas ni simbólicas las tradiciones, se basa, como se mencionó, en la intertextualidad con la narrativa veterotestamentaria sobre Rut y Noemí (Rt. 1.4). El título del cuento alude, claro está, a la similitud entre la inquebrantable lealtad entre ambas amigas y la férrea unión de esas dos mujeres bíblicas. Pero además hay otra relación cifrada entre el cuento y el texto bíblico en tanto en los derroteros de cada uno de estos personajes femeninos de Glusberg (Nélida y Esther), que culminan en sendos matrimonios mixtos, puede leerse reiterada de dos maneras asimétricas la historia de la conversa Rut, quien casada con un hombre judío mayor da vida a un nuevo linaje. De este modo, si el matrimonio de Nélida repite prácticamente uno a uno los componentes de la historia bíblica, el de Esther introduce su propia variación; mientras este último fructificará, el primero de ellos terminará en muerte.

En efecto, la trayectoria de Nélida es una reiteración fallida de la historia de Rut por su misma semejanza: al igual que la nuera de Noemí, se adentra en la religión mosaica, contrae nupcias con un judío y se encamina a Jerusalén… pero la muerte del profesor anulará la procreación de la familia. En cambio, la trayectoria de su amiga Esther es una recreación innovadora de la historia bíblica -en tanto su conversión es de signo opuesto- que instaura, así, la posibilidad de una floreciente descendencia en una nueva tierra de promisión… El mismo mensaje resuena una vez más: no puede repetirse de idéntica manera la tradición porque ello conduce a su estancamiento. De allí que la verdadera Rut (la mujer “conversa”, que realiza un matrimonio mixto, que se casa con un hombre mayor, y abre la posibilidad de una descendencia en “Jerusalén”) sea ahora la mujer judía que uniéndose a un “extranjero” instaura la posibilidad de formar una familia en una tierra donde podría aspirarse a un “visión de paz”.

Se trata en última instancia de una premisa que indica recuperar no la forma de la tradición sino su espíritu. Este contraste entre “espíritu” y “letra” de la tradición judía se encuentra explícito en un manuscrito de Samuel Glusberg, en el que el autor proclama: “Yo me creo libre hasta donde puede llegar a serlo un judío moderno que siente alentar en él el espíritu, no la letra de los viejos profetas de Israel” (Glusberg, s/f, “Ingenieros y Lugones…”, s/p). Ese contraste entre letra y espíritu es lo que permite no considerar ni la exogamia ni la organización residencial definitiva de los migrantes judíos y sus descendientes fuera de Palestina como un abandono de la judeidad34. Por configurarse de acuerdo con esa premisa, Esther, el profesor Cohen y el mismo narrador constituyen ejemplos en la literatura de Glusberg de la realización de una interacción cultural que lleva a la construcción negociada de una nueva pertenencia.

En este sentido, es preciso añadir aquí algunas observaciones de relevancia en cuanto al narrador y al autor implícito como instancias opuestas a la conservación de las tradiciones del colectivo étnico-cultural de identificación de manera sectaria y/o sin mediaciones históricas y simbólicas. En cuanto al narrador, se ha observado ya su crítica desde el humor a la postura endogámica y su particular explicación del término “Jerusalén”, pero a ello debe agregarse su propio rol de mediador entre el ámbito judío y no judío, y entre las costumbres tradicionales y el nuevo medio témporo-espacial. Este rol es desplegado particularmente en relación con la extensa descripción de la cena ritual.

La escena del festejo del seder en “Ruth y Noemí”, donde la familia Sabat y la familia Fantino unidas por el profesor Cohen comparten la noche pascual, es una de las más pormenorizadas y bellas de la literatura judeoargentina de estos años. La perspectiva del narrador alterna -a semejanza de la del personaje del profesor con la que a veces se confunde- entre el punto de vista erudito y distanciado de quien describe compartiendo su saber, y la mirada emocionada y atraída por el ritual. Diversos pasos pautados por la Hagadá son presentados didácticamente al lector, ya a través de delicadas descripciones, ya mediante el recurso de delegar las explicaciones, o bien en don Jacobo, quien oficia de maestro de ceremonias, o bien en el profesor Cohen, quien traduce la celebración para los invitados no judíos, atenuando su extrañeza: “cualquier cristiano de la calle que hubiese sorprendido de golpe esa fantástica escena del ‘seder’ habríase asombrado sin duda hasta la estupefacción, tal como acontece en ‘Las Mil y Una Noches’… Pero don Fantino había ido a la fiesta bien preparado por el profesor.” (Espinoza, 1934, pp. 70-71).

Así, el narrador, análogamente al personaje de Cohen respecto de la familia Fantino, abre con su relato las puertas de la casa judía a los lectores, familiarizándolos con sus particulares costumbres, pero sin romper artificialmente la distancia entre ambos universos. Toda la celebración tiene un aire oriental, un exotismo que muestra sin estigmas su singularidad, a la vez que se intenta hacer sus pasos comprensibles para todo curioso y se universaliza su mensaje de paz. Pero, además de esta mediación, el narrador desliza un sutil comentario respecto de una de las leyendas “relativamente nuevas” (Espinoza, 1934, p. 72) que pautan el festejo del seder, en la cual puede leerse tanto su defensa de la adecuación de las tradiciones a las nuevas condiciones históricas como, una vez más, la consideración de la Argentina como un país de tolerancia. Se trata de la leyenda según la cual durante la cena de Pascua los judíos abren las puertas de su casa para dar una copa de vino al profeta Elías como modo de hacer visible a los cristianos, quienes los acusaban en la Edad Media de cometer crímenes rituales durante la Pascua, que nada de esto ocurría allí. Ante la práctica de tal costumbre por la familia Sabat, el narrador comenta que “la supervivencia de esta hermosa leyenda no se explicaba en Buenos Aires” (p. 72).

Frente al sectarismo y la repetición de las tradiciones que conducen a su esterilidad, el relato, entonces, comparte y hace inteligible la celebración del seder y además recrea la historia de Rut adaptando a las nuevas necesidades históricas sus componentes y su mensaje. Con estas operaciones, el propio autor se alista, implícita y humildemente, en la serie de aquellos escritores señalados por el profesor Cohen como los gestores de creativas reelaboraciones laicas y modernas de la “tradición hebrea”, Heine y Proust (Espinoza, 1934, p. 81), en pos de la habilitación de fructíferas relaciones interculturales.

Reflexiones finales

A través del análisis de “Ruth y Noemí” y de “La sombra blanca” se ha podido observar cómo en la narrativa de Samuel Glusberg la concepción sobre una nueva pertenencia de los inmigrantes judíos en la Argentina se encuentra ligada estrechamente a la cuestión de qué tipo de vínculo con las tradiciones y la historia del grupo étnico de origen posibilita su elaboración. Así, como se ha examinado, a través de una reapropiación singular de figuras provenientes mayormente del acervo cultural judío, surge de estos relatos una problematización y un posicionamiento narrativo sobre el modo de relacionarse con el colectivo étnico-cultural de origen y sus costumbres por parte de personajes judíos de frontera que, a la vez que critica la afirmación de linajes puros y la inflexibilidad de las tradiciones, no decanta en modo alguno en un rechazo hacia su pasado.

En efecto, tanto “Ruth y Noemí” como “La sombra blanca” presentan dos respuestas extremas a la cuestión de las relaciones de los migrantes judíos y sus hijos con las tradiciones y la historia de su colectivo de identificación, y ambas provocan desenlaces fatales: huir del pasado conduce al desarraigo y la locura; tomar literalmente la tradición lleva a la esterilidad y la muerte. En contraposición a tales respuestas, los propios narradores y su narración, así como específicamente los personajes del profesor Cohen y de Esther, constituyen figuraciones de relaciones interculturales que pueden inscribirse en una dinámica de elaboración de una nueva pertenencia a partir de la negociación de las diferencias culturales, en la medida en que, sin obturarse lazos con la judeidad, establecen vínculos con el ámbito sociocultural extracomunitario, apartándose de supuestos esencialistas sobre los linajes. De este modo, en consonancia con ello, se traza en dichos relatos una imagen de la Argentina como un lugar de concreción posible de construcción no asimilada de una nueva pertenencia para los migrantes judíos y sus descendientes.

En este sentido, la reelaboración glusberiana de las figuras del schlemiel, Ashavero, Ruth y Ester -orientada a expresar dicho entramado de concepciones en torno a la errancia, la interculturalidad y la nueva pertenencia− pone de manifiesto la multiplicidad de figuras con las que se pensó desde la literatura judeoargentina la dinámica fluctuante entre la “identidad argentina” y la “identidad judía”. Por tanto, si bien la imagen de los gauchos judíos, cara a Gerchunoff, es la que, indudablemente, primó en el imaginario sociocultural como símbolo del proceso de construcción de una nueva pertenencia, Ruth y Noemí revela que existieron en los inicios de esta literatura configuraciones alternativas para pensar las relaciones entre judíos y no judíos en la Argentina. Y, aún más importante, expresa concepciones sobre tales relaciones que no podrían, de ninguna manera, ajustarse al modelo del crisol de razas. Como se mencionó ya, “Ruth y Noemí” y “La sombra blanca” presentan una imagen de la Argentina como un país en el que era posible ponerle fin a la errancia (fáctica y simbólica) de los migrantes judíos, siempre y cuando se habilitara la reelaboración de una nueva pertenencia que, en la negociación de las diferencias culturales, no obturara el lazo con la propia historia del colectivo étnico judío.

Antes de finalizar, es pertinente notar que, sin embargo, la imagen de la Argentina trazada en estos relatos de Ruth y Noemí, en tanto hogar de paz para los judíos, no se hacía eco, ciertamente, de la progresiva intensificación en la década de 1930 de un discurso judeofóbico en ciertos grupos nacionalistas, militares y eclesiásticos argentinos, así como en determinados espacios políticos y literarios, que alentaban el avance de un nacionalismo conservador. Incluso la acusación puntual de los libelos de sangre, tomada en el cuento “Ruth y Noemí” para subrayar por su ausencia la tolerancia reinante en la Argentina, circulaba aún en ámbitos de enseñanza de la catequesis.35 El distanciamiento narrativo en estos relatos respecto de esta coyuntura de creciente intolerancia es particularmente llamativo si se tiene en cuenta, por un lado, que Samuel Glusberg en sus cartas privadas manifestaba su malestar ante el clima político-cultural cada vez más retrógrado en el país. Ya en una carta dirigida a Mariátegui en 1928, Glusberg, con un profundo desencanto ante la coyuntura político-cultural, expresa: “Aquí se padece ahora una fuerte reacción católica; bien organizada y llena de dinero para comprar la colaboración de los literatos.” (Glusberg, Mariátegui y Frank, 1925-1931, p. 152).36 Y por otro lado, y aún más importante, la imagen narrativa esperanzada sobre las relaciones interculturales en la Argentina es particularmente llamativa si se considera que Glusberg sí denunciaría abiertamente, a través de artículos para diarios y revistas (ver, a modo ilustrativo, Espinoza, s/f, pp. 12-13) y desde su libro de ensayos Trinchera (1932), una serie de manifestaciones antisemitas y xenofóbicas en el medio cultural porteño (ver Espinoza, 1932, pp. 135 y 167).

Una explicación posible para este hecho llamativo, ofrecida por los propios relatos, yace en la gravedad del contexto mundial en cuanto al respeto (jurídico y fáctico) por la emancipación judía, el cual parecía conducir a que la Argentina fuera perfilada entonces como un lugar no solo de residencia deseable, sino también en el que la errancia podía desembocar, finalmente, en la construcción de una nueva pertenencia que no obliterara los lazos con la judeidad. La preocupación de Glusberg por el destino de los judíos europeos se manifiesta en sus cuentos de estos años. Desde ya, en el relato de violencias explícitas hacia ellos -como ocurre al describir el derrotero de Kitzler-, pero también en la aparición de escenas de solidaridad transnacional judía que subrayan la importancia de mantener la ayuda y la comunicación intracomunitaria ante un mundo en el que se sigue blandiendo la “lanza de Pinjas”. Recuérdese la protección que los judíos de Spira brindan al personaje de Kitzler para llegar a París.

Mientras en estos cuentos los conflictos europeos entre judíos y no judíos tienen su aparición en el mundo narrativo, en la representación de las tensiones en la Argentina en torno a las relaciones interculturales y a la construcción de una nueva pertenencia se pone el foco, antes que en las desavenencias potenciales ligadas a la existencia de una perspectiva antisemita y/o xenófoba o a las resistencias o incomprensiones hacia “lo judío” en tanto diferencia étnica, religiosa y cultural, en el propio modo de relación de los personajes judíos hacia sus tradiciones, su pasado y hacia el interior de su colectivo étnico. No significa ello que haya una retórica idealizante sobre la Argentina, la “visión de paz” mantiene su estatuto de utopía en la narrativa de Glusberg. Pero sí un claro posicionamiento autoral en cuanto a subrayar que la índole y la factibilidad de la construcción de una nueva pertenencia en el nuevo medio político y sociocultural estaban vinculados tanto a las condiciones políticas, sociales e ideológicas del país de destino como también a la propia concepción de los judíos sobre los vínculos con sus tradiciones y costumbres, y sobre su identidad judía.

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1 Sobre el proceso de la inmigración judía masiva a la Argentina. Cfr. Avni, 2005.

2Para una profundización de estos tres momentos específicos en el contexto de producción de la primera generación de autores judeoargentinos en español, véase: Lvovich, 2003 y Mirelman, 1988.

3Se adopta aquí el concepto de frontera de Sander Gilman, autor según el cual los judíos se habrían caracterizado a lo largo de su historia (incluso en Israel) por constituir una identidad de frontera, entendiendo que la misma es, según se define en la introducción a su libro Jewries at The Frontier (1999), un espacio ─virtualmente geográfico, pero ante todo simbólico─ de negociación y confrontación de las identidades y las diferencias culturales, donde pueden surgir encuentros y fusiones, así como también masacres y violaciones.

4Samuel Glusberg nació en Kishinev, desde donde emigró a la edad de siete años a la Argentina junto a su familia. En este país, a pesar de haber publicado narrativa y poesía, se destacó ante todo como editor y animador cultural, llegando a ser secretario de la Sociedad Argentina de Escritores (S.A.D.E.). Falleció en Buenos Aires en 1987, donde había retornado tras haber vivido en Chile entre 1935 y 1973.

5Glusberg dirigió y editó las siguientes revistas: Babel. Revista de Arte y Crítica (1921-1953); La vida Literaria. Crítica información bibliografía (1928-1932); Cuadernos literarios de Oriente y Occidente (1927-1928) y Trapalanda, un colectivo porteño (1933-1935). Además, entre 1919-1922 desarrolló su sello editorial: Ediciones selectas América y desde 1922 publicó infinidad de libros bajo el sello BABEL (Biblioteca de Buenas Ediciones Literarias). Ver: Tarcus, 2002; Ferreti y Fuentes, 2015 y Di Miro, 2017b.

6Ejemplos concretos de juicios críticos que afirman una tendencia utópica y asimilacionista en la literatura de la primera generación de escritores judeoargentinos en español se hayan en Dolle, 2012; Sosnowski, 1987 y Senkman, 1983.

7Si bien Bromley piensa el concepto nueva pertenencia como un proceso de mantenimiento y transformación de los rasgos identitarios propio de las comunidades emigrantes -o aquellas que sufrieron en su propia tierra la colonización- en la era postcolonial, tanto el contexto histórico de producción de las obras de la primera generación de escritores judeoargentinos en español, marcado por la emigración de sus lugares de procedencia debido a las violencias allí sufridas, como el carácter transcultural -en sentido amplio- de sus textos, legitiman su utilización en relación con la literatura judeoargentina.

8Glusberg recuerda la necesidad que sentía de tener una patria “no solo para escribirle composiciones a sus fundadores, sino también para olvidar la que había perdido para siempre: Rusia o Rumania (Glusberg, s/f, “Hay un momento…”, p. 8). En el manuscrito se encuentra tachado “para siempre: Rusia o Rumania” y sobrescrito en birome: “¿tanto me recordaban?” (p. 8).

9Se utilizarán las formas Ruth y Esther al referirse al texto de Glusberg por ser estas las usadas por el autor, y Rut y Ester, siguiendo la Biblia de Jerusalén (1967), en las remisiones al texto bíblico.

10No solo es notable cierto parentesco temático-argumental de “La sombra blanca” con el cuento “Miss Dorothy Philipps, mi esposa” de Horacio Quiroga (así como con “El vampiro”), sino que además Glusberg recordará que “influido por Quiroga” y por las asiduas salidas compartidas con él al Grand Splendid escribió este relato (Espinoza, 1937, p. 36).

11Glusberg contraería matrimonio en 1935 con su prima Catalina Talesnik, con quien tendrá, ya en Chile, a su hijo León David Glusberg.

12Ha sido traducida al castellano también como Los dioses en el exilio o El exilio de los dioses.

13La descripción general del schlemiel que se hace a continuación se basa en los estudios de Wisse, 1971; Pinsker, 1972; Greenspan, 1983 y Noy, 2007.

14Cabe mencionar que mientras la etimología de schlimazel viene del vocablo alemán schlimm (mala) y el hebreo mazal (suerte), se desconoce la etimología de schlemiel (Noy, 2007, p. 98). Existen algunos dichos y chistes que contribuyen a dar cuenta de la especificidad del schlemiel a la vez que lo diferencian de otra figura del folklore ashkenazi con la cual suele solaparse, el schlimazel, que es aquel que padece una mala suerte que le viene desde el exterior. Entre tales chistes y dichos se destacan: “el schlemiel vuelca su sopa sobre el schlimazel” o “cuando al schlimazel se le cae el pan con manteca siempre cae del lado de la manteca; cuando se le cae al schlemiel también, pero él ha puesto manteca a los dos lados del pan”.

15Se usa aquí la forma Schlemihl por ser referencia específica al personaje de Chamisso. Así, si bien la correspondiente transliteración de la palabra ídish es “schlemiel”, se usará “schlemihl” cuando esa sea la forma elegida en la fuente referida.

16Como señala Todorov (1981, pp. 104-105), las características y la función de la imagen del doble, en tanto duplicación y desdoblamiento materializado de un personaje en otra entidad física o espiritual, deben ser determinados en el marco de la narración en que esta aparece. En este caso, el doble no tiene rasgos negativos en sí mismo, pero se vuelve una obsesión mortal para el protagonista.

17Se usa aquí la traducción realizada en 1928 por Carlos Grünberg quien modificó ligeramente el título original por “Canto a Yehuda ben Halevy”. Cabe destacar que dicha versión fue publicada en la revista Cuadernos literarios de Oriente y Occidente dirigida por Glusberg, por lo cual no cabe duda de que esta versión era de conocimiento del autor.

18Posteriormente, Hannah Arendt subraya el carácter de “poeta soñador” que cobra el schlemiel en la poesía de Heine, donde encarnará a aquel que se imagina soberano de un mundo de sueños frente a un mundo real que lo trata como un paria y en la cual aparece cómo perdido y desencajado. De allí que su figura se asocie también por extensión a la condición de diáspora (Arendt, 2015).

19Sobre las fuentes bíblicas y talmúdicas de la figura del schlemiel, cfr. Pinsker, 1972, pp. 4-10.

20Respecto de la expulsión de físicos judíos en la Universidad de Gotinga, cfr.: “The Shame at Gottingen”, 2014; “The History of the University”, s/f.

21Si bien hay datos sobre la circulación de leyendas medievales relativas a la figura de un judío condenado a vivir hasta la segunda venida de Cristo, el primer documento moderno que se conoce sobre este mito es un panfleto anónimo titulado Kurtze Beschreibung und Erzehlung von einem Juden mit Namen Ahasverus. [Breve descripción y relato de un judío llamado Ahasverus], impreso en Leiden en 1602, el cual será la base de su amplísima difusión y fijará los tres componentes invariantes que estructuran la historia en sus distintas versiones: la pertenencia de un personaje maldito a la comunidad judía, su trabajo de zapatero y la errancia (Knecht, 1977; Edelman, 1986; Glickson, 2007). El mito del judío errante se ligará a través de los siglos a manifestaciones contrarias a los judíos, de hecho el panfleto se considera hijo del antisemitismo vinculado al avance del protestantismo, pero los fundamentos centrales de esas manifestaciones tendrán variaciones en cada época. Sobre las diferencias con las leyendas medievales y el contexto histórico específico de aparición del panfleto, cfr. Edelman, 1986; Glickson, 2007. Sobre las variantes del mito a lo largo de los siglos, cfr. Knecht, 1977.

22No sería correcto deducir de esa imagen de los Estados Unidos en el cuento un antinorteamericanismo radical en Glusberg, ya que, como puede leerse en su libro Trinchera (1932), consideraba que también estaba desarrollándose en aquel país, con intelectuales como Waldo Frank, una renovada cultura espiritual.

23Múltiples contraseñas establecen ese vínculo entre el narrador y el protagonista (y por extensión con el autor implícito). Ambos son judíos en Argentina; ambos tienen -dada la identificación del narrador con el autor implícito- el mismo nombre: Enrique Kitzler y Enrique Espinoza; ambos son devotos de Heine, al punto tal que se van a vivir juntos para escribir su biografía. A estas coincidencias cabe agregar las que se establecen entre el personaje y la biografía de Glusberg, tales como la orfandad temprana y el amor por la prima.

24Años después Glusberg escribiría esa biografía titulándola Heine: el ángel y el león (s/f), aunque ello no obsta, que en sus manuscritos se mostrara, a semejanza de Kitzler, dudoso de la calidad de su escritura. Ver, por ejemplo, Glusberg (s/f), “Nací en Kischinev...”, p. 7.

25Zangwill, quien había apoyado la corriente sionista impulsada por Theodor Herzl, rechazó hacia 1903 la idea de un “Hogar judío” en Palestina, al reconocer la extendida presencia árabe allí, e impulsó el Territorialismo (institucionalizado en 1905 en la Jewish Territorialist Organisation), que propugnaba la creación de un Hogar judío en cualquier parte del mundo donde fuera posible, pensándose ante todo en Canadá, Australia, Mesopotamia, Uganda y Cirenai (cfr. Udelson, 1990, pp. 150-168).

26Cabe subrayar la conjunción de estos rasgos en la figura del schlemiel puesto que el énfasis en la errancia podría importar una innovación respecto del tipo folklórico que ahondaría las similitudes con el personaje de Peter Schlemihl. Así, si como observa Pinsker en referencia a la obra de Chamisso, lejos de la figura oscura que vaga sola a través del mundo hostil, el schlemiel de la tradición ídish fue un personaje de contexto social (1972, p. 11), en Zangwill ya se encuentra una reelaboración de este personaje en la cual comienzan a coincidir los rasgos de errancia por fuera del “gueto” y la extranjería, si bien la base de su tipicidad, su “schlemielismo”, se liga ante todo en “El peregrino de Palestina” al carácter ingenuo y humorístico de Aaron, así como a su “mala suerte”.

27El Barón Maurice de Hirsch (1831-1896) fue un banquero y filántropo alemán que fundó en 1891 la Jewish Colonization Association (JCA), fundación que organizaría la creación de colonias agrícolas judías en la Argentina. Ver al respecto, Avni, 2005.

28Sobre la importancia de los matrimonios endogámicos para la comunidad judía y las restricciones sobre los matrimonios mixtos en el contexto argentino, Zadoff, 2000; Bargman, 1991; Mireman, 1988.

29Cfr. Rut 1-4, Ester 2-9.

30El voto “El año próximo en Jerusalén” (L’shanah ha’ba-ah b’Yerushalayim) cierra la celebración del seder, cuyos pasos, explicaciones, historias y elementos para contar y recordar el Éxodo de Egipto están pautados en la Hagadá, texto que ha tenido a través de los siglos diferentes versiones. Los estudios de Koppelman Ross (2000), Dosick (2007) y Gregerman (2011) coinciden en que esta frase de cierre funcionaba como recordatorio de la experiencia en el exilio, así como modo de religar al pueblo judío en la diáspora, a la vez que podía expresar tanto la esperanza de la vuelta fáctica a Palestina como un anhelo de redención y paz para toda la humanidad. La misma frase es recitada también en Yom Kipur.

31El éxtasis del personaje de Esther durante la celebración del seder guarda similitudes con aquel del personaje de Aaron el Buhonero al escuchar a un predicador sobre las dulzuras de Sion, en ambos casos esa conmoción los llevará a viajar efectivamente hacia “la tierra de Israel” (cfr. Zangwill, 1898).

32Es notable semejante crítica de Glusberg hacia el sionismo teniendo en cuenta la escasa presencia que esta corriente ideológica tenía entonces en la Argentina (cfr. Weisbrot, 1979, p. 105).

33La etimología clásica y popularmente aceptada de Jerusalén en la tradición judía es “ciudad de paz”. Sin embargo: “parece ser que el nombre original fue Irusalem, y que el significado de las dos palabras componentes es respectivamente ‘fundar’ (yarah) y el nombre del dios semítico occidental Shulmanu, o Shalim. El dios podría haber sido considerado el patrón de la ciudad, la cual contenía un santuario en su honor. La posterior y popular explicación midráshica del nombre de Jerusalén como ‘ciudad de paz’ (Shalom) está asociada a las apelaciones poéticas de la ciudad” (Abramsky y Shimon, 2007, p. 144, traducción propia). También Gregerman coincide en que no hay bases etimológicas para la interpretación clásica de Jerusalén, aun cuando “Jerusalén suena como ir-shalom, la forma hebrea para ‘ciudad de paz’” (2011, p. 319, traducción propia). En el ámbito hispano, la interpretación de “Jerusalén” como “visión de paz” puede encontrarse en los sermones de Fray Luis de Granda (Granada, 1790, p. 31) y en su recuperación por Alberto Gerchunoff en “Jerusalén” (Gerchunoff, 1952 [1918], p. 19).

34Una dicotomía similar se encuentra planteada de manera simbólica en el cuento “La levita gris” (Glusberg, 1924), pero allí está expresada como la diferencia entre la “voz” y “las palabras”. En este relato, un joven judío, cuyo padre ha muerto, siente vivir en su interior la voz de su padre (representante de la judeidad), aunque sea incapaz de recordar sus palabras.

35Ben-Dror documenta la aparición de libelos de sangre y asesinatos rituales en publicaciones oficiales de la Iglesia argentina, e incluso en el catecismo impartido desde el Arzobispado de Buenos Aires, si bien no hay estudios sobre la difusión y el impacto efectivo que ellas tuvieron en la población en general. Ejemplo de la reaparición de los libelos es el uso didáctico en 1936 en Catequesis, publicación eclesiástica, de la historia del niño santo Dominguito de Val, un relato medieval sobre un niño español torturado por los judíos. Anteriormente, “La historia de Dominguito de Val había aparecido en Criterio […] en 1931 […]. Este libelo de sangre y otros fueron aceptados como hechos en el libro El Judío de Meinvielle (2008, p. 66).

36Como puede verse, la mirada desalentada de Glusberg echa un manto de pesimismo sobre un medio literario bastante más diverso. Sin embargo, todavía pensaba en febrero de 1930 que, si bien las cosas estaban poniéndose mal en la Argentina, mientras se mantuviera ajeno a las disputas de los “políticos criollos”, “un hombre libre puede vivir tranquilamente, al margen” (Glusberg, Mariátegui y Frank, 1925-1931, p. 196). Ver también sobre su inquietud ante el clima político-cultural y la posibilidad de viajar a Chile para una “renovación espiritual” (Glusberg, Mariátegui y Frank, 1925-1931, pp. 100-101).

Recibido: 14 de Mayo de 2021; Aprobado: 10 de Junio de 2021

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