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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.23 no.2 Mendoza jun. 2022  Epub 12-Ene-2023

http://dx.doi.org/10.48162/rev.34.051 

Dossier

La inmortalidad de lo materno en la obra de César Vallejo, Blanca Varela y Victoria Guerrero1

Symbolic inmortality of motherhood in César Vallejo’s, Blanca Varela’s and Victoria Guerrero’s works

1Universidad Eötvös Loránd. menczel.gabriella@btk.elte.hu. Hungría.

Resumen:

Este artículo se propone estudiar el tema de la maternidad y el de las relaciones filiales en la obra de tres poetas peruanos del siglo XX, donde el concepto tradicional de la imagen idealizada y petrificada de la figura materna se pone en tela de juicio, y se problematiza a la luz de constituirse como representación metafórica del acto creador de la escritura. Se analizarán en detalle los poemas Trilce XVIII (1922) de César Vallejo, “Casa de cuervos” (1993) de Blanca Varela y el texto híbrido Y la muerte no tendrá dominio (2019) de Victoria Guerrero Peirano.

Palabras clave: Maternidad; Gestación; Nacimiento; Muerte; Escritura

Abstract:

This article has the purpose to study the topic of maternity and filial relationships in the work of three Peruvian poets of the XXth century, where the traditional and petrified concept of idealized motherhood is questioned and problematized as a metaphoric representation of the act of writing. Two poems, César Vallejo’s Trilce XVIII (1922), Blanca Varela’s “House of ravens”, and Victoria Guerrero’s hybrid text, And death shall have no dominion (2019) will be analized in details.

Keywords: Maternity; Gestation; Birth; Death; Writing

Este cuerpo, antigua habitación de desencuentros, se agita e intenta inútilmente prolongar pequeña mía, este tiempo en que somos una sola. (Rocío Silva Santisteban: Maternidad, 1996, fragmento).

Matar a la madre: así podría haberse llamado el libro de Victoria Guerrero Peirano (1971), que al final se publicó con el título de un verso de Dylan Thomas, tachado: Y la muerte no tendrá dominio (2019). La poeta explica al respecto que iba a cambiar el título cuando ya el libro estaba en imprenta, por eso solo tuvo la oportunidad de tacharlo y así quedó. El acto simbólico de “matar a la madre” emerge en el libro como una necesidad intrínseca del sujeto enunciador con el fin de poder dar a luz a la poeta. En una de las primeras presentaciones del libro se señala la aproximación insólita a la figura de la madre, tradicionalmente sacralizada por nuestras sociedades, pero en este caso cuestionada desde el primer momento (Cabrera, 2019). Victoria Guerrero se manifiesta en oposición con el postulado de Luce Irigaray, según el cual “debemos cuidar que no volvemos a matar a esa madre sacrificada en el origen de nuestra cultura. Se trata de devolverle la vida a esa madre, a nuestra madre en nosotras, y entre nosotras. De no aceptar que su deseo quede anulado por la ley del padre” (Irigaray, 1994, p. 41). Este trabajo propone estudiar tres modelos de representación acerca de la relación madre e hijo(a), muchas veces conflictiva, en la que la muerte es un tópico que se entrecruza inevitablemente con la experiencia de la maternidad, con especial interés en el modo de construir la imagen idealizada de las relaciones filiales. Los poemas de César Vallejo, de Blanca Varela, encadenados en este caso, con la prosa híbrida -y en varios sentidos, poética- de Victoria Guerrero, tematizan una aflicción universal y muy humana, que les sirve además para elaborar sus respectivas artes poéticas particulares.

La maternidad es una construcción social derivada del imaginario colectivo que se encarna en imperativos institucionalizados -según constata Cristina Palomar Verea- y, se comprende como productora de estereotipos, y (pre)juicios naturalizados por las mujeres de generación en generación (Palomar Verea, 2004, p. 16). Es entendida como un “hecho natural” permanente e inalterable a lo largo de los siglos, como si el instinto biológico estuviera inherentemente ligado al amor maternal, y cualquier discurso que contradijera a este concepto incuestionable, fuera un desvío anormal y enfermizo (Palomar Verea, 2005, p. 36). Uno de los detonantes de dicho imaginario transhistórico es la mitificación de la figura de la madre de parte de algunos de los hijos que sienten una añoranza de dimensiones míticas hacia ella, una nostalgia hacia la infancia perdida y el hogar materno irrecuperables. Muestra de ello, a modo de ejemplo, es el poema emblemático “Madre” de Carlos Oquendo de Amat, que forma parte de su volumen sumamente experimental, publicado por la primera vez en el año 1927, titulado 5 metros de poemas. En este poema la figura nostálgica de la madre se vincula con el color blanco, la música lenta, con la ternura y el cariño, y a través de la imagen de la flor, se asocia con la cercanía de la naturaleza (Oquendo de Amat, [1925] 1980). En la interpretación de Camilo Fernández Cozman (2015), además del carácter marcadamente visual de la metaforización acumulativa, el eje principal del poema es el lenguaje (“tu nombre”, “mi palabra”, “los himnos”, “la canción”). La relación entre la isotopía de lo maternal y lo temporal otorga un valor metafísico a la madre que es capaz de generar los ciclos de nacimiento y muerte: “Un ciclo muere en tus brazos y otro nace en tu ternura” (Oquendo de Amat, [1925] 1980).

Tan solo unos pocos años antes César Vallejo (1892-1938) ya le dedicaba varios poemas a su madre, recordando el lugar y el tiempo de su infancia como un hogar idílico, cuyo centro indudablemente había sido su mamá2. El recuerdo de la figura de la madre se invoca en varios poemas mediante distintos recursos poéticos: en ellos, por ejemplo, puede verse la actualización del habla cotidiana, de las frases pronunciadas y tal vez más repetidas de la madre (Trilce III, LI); la evocación del ambiente hogareño, del fogón, de la cena, del patio y de las actividades de la madre y de la familia, entablando diálogo virtual con ella en el presente (Trilce XXIII, LXXIV); el énfasis en la carencia del amor materno mediante figuras retóricas y elementos discursivos de la no-presencia, representando lo absurdo (Trilce XXVIII, XXXIV, XLVII, LVI, LXI, LXVII); la identificación de la figura de la madre con la amada en la confluencia de planos temporales del pasado y presente (Trilce XXXIII, XLVI, LI, LII); la vinculación de la mamá con la muerte y los muertos rememorados (Trilce LXVI, LXXV); o bien, las alusiones de vez en cuando a un futuro que posibilite el reencuentro anhelado en el espacio lingüístico, convirtiéndola así en “muerta inmortal” (Trilce LXV).

Mara García entiende la madre en Vallejo como lo esencial inmortalizado del hogar que se constituye como dadora del alimento básico, físico y espiritual. El hogar en este contexto se comprende como la sinécdoque “que trasciende a la casa-fogón universal de la humanidad” (García, 2015, p. 28). Aracelí Soní Soto agrega otras tres modalidades particulares más a las interpretaciones posibles de la figura de la madre vallejiana, subrayando que en su imagen se pueden encontrar otras figuras que confluyen como la de la amante, la de los hijos, la de la tierra, o bien, la de toda la humanidad: primero, la madre como dadora de toda vida terrenal; segundo, la figura de la madre en su condición intercambiable con la de la amante; y tercero, la madre como metáfora de la creación poética, entendida como representación analógica del acto de la gestación artística (Soní, 2009, 168). Dentro de la primera modalidad Soní Soto analiza los poemas XXIII y XXVIII, en los que la ausencia de la figura materna y el sentimiento de orfandad representan -a través de la evocación de los elementos cotidianos del hogar y de los alimentos básicos- el amor universal, junto con el anhelo de recuperar el vínculo perdido. Sin embargo, en el estudio de Soní Soto no se detallan en absoluto las otras dos modalidades. Releyendo los poemas en los que se tematiza la imagen materna, no cabría duda de que, entre las distintas figuras femeninas como posibles sustitutos de la madre, además de la(s) amante(s), emergería también la hermana, en muchas ocasiones acompañada de otros hermanos (véase los Trilce III, XXXVII, o bien, LXI).

A los fines del presente trabajo resulta aún más interesante la tercera modalidad referida por Soní Soto: el acto de gestación como representación metafórica del esfuerzo de creación poética. Uno de los poemas más paradigmáticos de César Vallejo es Trilce XVIII, en la que aparecen numerosos tópicos recurrentes de la obra del vate peruano. “Las cuatro paredes de la celda” (Vallejo, 1993, p. 107) constituyen el espacio de la voz lírica que define la situación poética del encierro, de la soledad, de la orfandad universal del hombre, donde el propio cuerpo emerge como metáfora de la cárcel existencial del ser humano. Julio Ortega recapitula varias lecturas canonizadas de estos versos muy frecuentemente glosados. Una de ellas es la de Luis Monguió acerca de la relevancia de los guarismos en el poema (Ortega, en Vallejo, 1993, p. 108). Otra es la de Armando Zubizarreta en lo que concierne a la prisión como símbolo de la vida condenada a la monotonía repetida, al absurdo (Ortega, en Vallejo, 1993, p. 108), y a la búsqueda desesperada del “terciario brazo” (Vallejo, 1993, p. 107), entendido como la salvación que no llega (Ortega, en Vallejo, 1993, p. 109). Una lectura distinta es la de Jean Franco y la de Américo Ferrari, enfocadas precisamente en la figura materna como fuerza omnipresente del amor que se invoca con el fin de vencer el dominio del Tiempo (Ortega, en Vallejo, 1993, p. 109). Ortega, además, subraya la estrategia comunicativa del poema, que “ante los poderes del espacio recluso, deshumanizador, se resuelve en respuesta doble: en el diálogo con la madre y en el monólogo dramático” (Ortega, en Vallejo, 1993, p. 110). No en vano se ha planteado la dicotomía de nacimiento y muerte con respecto al poema, interpretada como cara y reverso de la soledad completa del hombre y la clausura espacial de la conciencia (Ávila Figueroa, 2013, p. 333).

Más allá de las interpretaciones citadas parece oportuno proponer una lectura fundamentada sistemáticamente en la concepción aceptada de la poesía XVIII de Trilce, pero que en un nivel metafórico condensa la ontología de la génesis poética. La primera estrofa determina el espacio sin salida, la monotonía enloquecedora de la cárcel, que la crítica ha admitido como una referencia biográfica directa apuntada por Juan Espejo Asturrizaga (Ortega, en Vallejo, 1993, p. 108). En la segunda, “las cuatro paredes de la celda” se identifican con las cuatro extremidades del cuerpo del prisionero que están “aherrojadas” (Vallejo 107), y representan la experiencia nerviosa y dolorida del encierro. Al inicio de la tercera estrofa, se apostrofa la “Amorosa llavera”, que al final de la unidad se nombra como “libertadora”. Esta parte central es la única donde el presente temporal dominante del poema se quiebra por un condicional marcado (“si estuvieras aquí, si vieras”; “seríamos contigo”; “ni lloraras”) y se orienta a un futuro anhelado, expresado por el imperativo categórico (“di, libertadora!”). En cuanto a la concepción numérica de la obra, el número cuatro, que claramente alude a la reclusión, se opone al dos, número par que con la acepción de comunidad fuerte, es capaz de contraponerse a “las paredes de la celda”. La comunidad debida a la compañía solicitada de la figura femenina se confirma también por el uso de la primera persona del plural (“seríamos”) del sujeto hablante que no aparece hasta aquí. En la siguiente estrofa este sujeto ubicado entre las paredes se vuelve singular (“me duelen”), y esta vez las paredes se identificarán como “madres […] muertas”. La imagen de las madres se fortalece con la de los niños llevados de sus manos. Tal vez no sea demasiado atrevido afirmar en este punto que la “llavera […] libertadora” de la estrofa anterior se puede interpretar como representación de la figura ausente y ansiada de la madre. El sujeto lírico se asigna tres veces en la última estrofa (“sólo me voy quedando”; “entre mi donde y mi cuando”), y con tal multiplicación se evidencia su condición desamparada. Aparece otro número impar, el tres, suplicando ayuda “en busca de terciario brazo”. Se observa un movimiento contrario entre las dos últimas estrofas, ya que mientras las madres muertas “llevan por bromurados declives” a los niños, o sea, en una dirección descendiente, el terciario brazo se busca “en alto”. No obstante, el final es inevitable: “Y sólo me voy quedando”. La orfandad individual alcanza dimensiones universales en el último verso y se convierte en la condición absoluta de todo ser humano (“esta mayoría inválida de hombre”). La generalización se confirma tanto a nivel semántico como sintáctico, con la palabra “mayoría” y con la falta del artículo determinado ante la palabra “hombre”. En la condición encarcelada del sujeto hablante se encarna el dolor existencial del ser humano.

Si aceptamos, por un lado, la identificación de la celda con el propio cuerpo de la voz lírica, y por otro, la concordancia de la “Amorosa llavera” con la madre perdida, podremos leer el poema también como metáfora del proceso del nacimiento. La celda correspondería al útero maternal, del que la madre aparece como “libertadora”. El parto se lleva a cabo en dirección hacia abajo, donde el bromo puede servir para aliviar el dolor. La consecuencia ineludible es la separación del niño de la madre, esto es, la ruptura del cordón umbilical, a pesar de la búsqueda del amparo materno. La soledad, por lo tanto, termina siendo una condición existencial humana. En el volumen trílcico no es únicamente en este poema donde se proporciona la representación metafórica de la gestación, pues, por ejemplo, en el XLV la coincidencia del erotismo sutil con lo absurdo, mediante la experiencia corporal y temporal de la orfandad se vincula con el procedimiento paralelo del nacimiento de la palabra poética (“ala”). Otra muestra de ello es la pronunciación explícita de la “canción”, alusión tradicional al acto poético. En otras piezas el motivo del balbuceo es el que remite a la indagación discursiva, con el fin de encontrar la expresión suficiente de la existencia absurda de la modernidad, tanto a nivel individual como universal. Un ejemplo es el poema XLVII, donde se problematiza el lenguaje referencial, y el desasido balbuceo semántico representa el vacío ontológico, a través del acto de nombrar metafóricamente, y no sin ironía, el nacimiento, la madre, la trascendencia religiosa, el destiempo, que al fin y al cabo, son los motivos que se integran finalmente en el signo concluyente del texto: el guarismo 1 (Ortega, en Vallejo, 1993, p. 224). De modo que podemos afirmar que la figura materna en reiteradas ocasiones se involucra con el acto de la gestación y, por tanto, con la creación poética.

Una posible continuación del tema se ve en el poema “Casa de cuervos”, de Blanca Varela (1926-2009). El texto fue publicado en 1993, en el quinto volumen de la poeta, titulado Ejercicios materiales, en cuyo título resuenan los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola (Chirinos, 2007, p. 209; Bermúdez, 2001, p. 118; Guerrero Guerrero, 2007, p. 62). Allí ya desde el título vemos, por una parte, una clara línea de desacralización y, por otra, el protagonismo del tema de la materia y el cuerpo, que en Varela -de una manera sumamente vallejiana- casi nunca se trata desvinculado de las reflexiones metafísicas con respecto a la condición humana y al acto poético de la escritura y del arte (Guerrero Guerrero, 2007, p. 65). En “Casa de cuervos” se evocan los temas de Vallejo: el hogar, el cuerpo, la maternidad, la ausencia -esta vez- del hijo y, por consiguiente, la absurdidad de la nada (Varela, 2007, pp. 271-273). La situación lírica del poema es precisamente contraria a la de Vallejo en Trilce XVIII, en el sentido de que la voz enunciadora es la madre que apostrofa a su hijo ausente (“pobre pequeño mío”, Varela, 2007, p. 271). Esta poesía, tal y como lo constata Víctor Vich, “apela a lo más hondo de la subjetividad y, por eso convierte las memorias y los pensamientos en algo profundamente físico” (V. Vich, 2018, p. 126). El tema de la maternidad en Varela, puesto en paralelo con el de la corporalidad, ha sido estudiada en detalle por la crítica (véase V. Vich, 2018 o Alvarado Taboada, 2019), y en varias ocasiones ha sido relacionado con la problemática de la escritura, con el arte poética de Blanca Varela (véase, entre otros, los estudios de Muñoz Carrasco, 2007; Gazzolo, 2007, p. 76; Chirinos, 2007, p. 211; Pérez López, 2012, p. 411; Luján Sandoval, 2019; y Horna Romero, 2021, p. 50). “Casa de cuervos” puede leerse como texto-espejo del poema Trilce XVIII. Si en Vallejo el sujeto hablante es el hijo que pierde el cordón protector de la madre y por eso queda inválido y desamparado en el mundo, en Varela, la madre es la enunciante que a partir del inicio pone en marcha el proceso de desmitificación de la visión romántica de la maternidad feliz (Alvarado Taboada, 2019) y perfecta (Ferreira, 2021, p. 128). Varela no niega la emoción del gozo prodigioso de ser madre, pues, en otros poemas (por ejemplo, en el titulado “Fútbol”) nos ofrece una representación metafórica de la relación entre madre e hijo, cuya función dialógica se ritualiza y recupera su sentido ontológico (Fernández Cozman 2020, p. 19).

La dicotomía dentro/fuera se explicita en el poema “Casa de cuervos” aún más que en el poema de Vallejo Trilce XVIII. El no retorno del hijo al útero materno se pone en paralelo con la palabra que nunca regresa al origen (Luján Sandoval, 2019), aunque la analogía no salta a la vista enseguida, sino que se encuentra más bien encubierta.

Se debe notar, además, que cada estrofa comienza con una voz meramente funcional, sin significado propio (conjunciones, adverbios, pronombres, deícticos) y con minúsculas: “porque”, “no”, “tu”, “ahora”, “aquí”, “porque”, “así” (Varela, 2007, pp. 271-273). De tal manera, si suponemos que el acto de dar a luz debería ser un acontecimiento especial y singular, las propiedades formales del poema parecen cuestionarlo, en tanto que no marca ningún inicio ni final, se subraya el carácter continuo del texto del que no sobresale ningún momento específico.

De entrada, en la primera estrofa se interceptan la noción supuestamente sacra del parto y el concepto del “mal” doblemente mencionado, en posición enfática -al final del primer y del tercer verso-, evocando la obra de Baudelaire como intertexto (“porque te alimenté con esta realidad mal / cocida / por tantas y tan pobres flores del mal”, p. 271). Las flores del mal (1857) es una obra paradigmática de la yuxtaposición de lo sublime y lo vulgar.

En el primer verso de “Casa de cuervos” se tematizan el pecado y el inicio de un proceso a priori pecaminoso que proyecta un final infausto que, a renglón seguido, denominaría “este absurdo vuelo a ras de pantano”. A continuación, se parafrasea la fórmula eclesiástica (“ego te absolvo de mí”), actualizando el doble significado del verbo “absolver”: por un lado, se libera al acusado de una pena, y por otro, tras una confesión se perdona al pecador. En ambos sentidos, el culpable se identifica con el tú, es decir, con el hijo, que gracias a la absolución será libre y podrá seguir su camino independientemente de su madre. Si “ego” se asemeja fonéticamente con “ergo”, reforzando así “la relación casual entre la culpa materna y la absolución del hijo” (Hernán Castañeda, 2010), el verbo “absolvo” recuerda el cuerpo fónico del adjetivo del verso anterior “absurdo”, estableciendo un paralelo entre el acto de la expulsión o del rescate y el trayecto hacia la nada.

Desde un primer momento se entabla una relación dialógica entre una segunda persona y la voz lírica (“te alimenté”), en la que se insiste hasta el final. Esta segunda persona se identifica claramente como el hijo en el último verso de la estrofa (“laberinto hijo mío”), donde “laberinto” se posiciona como atributo de hijo, sugiriendo la llegada a un mundo caótico, incomprensible, sin salida.

En el proceso de tal comunicación, en el centro del poema, al final de la tercera estrofa, se llega a la fusión de las dos personas en una primera persona del plural (“nuestra para siempre”, Varela, 2007, p. 272). A partir de entonces se torna evidente el procedimiento de la “cadaverización” que describe Cynthia Vich, con base en la lectura freudiana de Julia Kristeva (C. Vich, 2007, p. 254). Vemos cómo el “tú” del poema, “ahora leoncillo / encarnación de mi amor” (Varela 2007, p. 272) en la cuarta estrofa, y de ahí en adelante, ya da la impresión de (sobre)vivir dentro de un cuerpo muerto: “juegas con mis huesos”, “tu sangre […] no deja lugar / para nada ni nadie”, “aquí me tienes […] / y destruyes / “a lo que quieras por una mirada tuya que / ilumine mis restos” (Varela, 2007, p. 272), y que en el término del texto, ya no será más que “este prado de negro fuego abandonado / otra vez esta casa vacía / que es mi cuerpo / adonde no has de volver” (Varela, 2007, p. 273). El vaciamiento del cuerpo materno, la expulsión del hijo debido al parto es la experiencia de la muerte para la madre, que pierde una parte orgánica, vivificadora de sí misma. Así se paraliza el sujeto a causa del ser perdido y, por consiguiente, se identifica de manera absurda e invertida con la de un “cadáver viviente” (C. Vich, 2007, p. 255). El poema pone de relieve cómo la madre se siente traicionada por el hijo porque al dar a luz se convierte en un cadáver (C. Vich, 2007, p. 255), y el útero se vuelve cripta (Hernán Castañeda, 2010). Este proceso no se inicia repentinamente en la cuarta estrofa, sino que ya se preanuncia en la primera mitad del poema, con alusiones semánticas a lo estancado, a lo oscuro, a lo enfermizo, como “pantano”, “oscuridad del día”, “náusea”, “asfixia”, “mi ceguera”, “sombras” (Varela, 2007, p. 271).

La desmitificación se lleva a cabo en varios niveles: tanto en el retórico-discursivo, como en el semántico-metafórico. Ya el título, mediante la asociación del refrán español (“cría cuervos y te sacarán los ojos”) en el que se refiere a las criaturas ingratas, alude metafóricamente a los hijos gestados en la “casa” que correspondería al útero de la madre (Paz-Soldán, 2012, p. 209). Más adelante, la metáfora “leoncillo” otra vez subraya la naturaleza violenta, carnívora, animalesca y destructora del habitante de la “casa” (Alvarado Taboada, 2019). En cuanto a la forma, también salta a la vista la falta de signos de puntuación, con lo cual se refuerza la importancia de los encabalgamientos, y con ellos, la ambigüedad de la segmentación de las unidades lógico-semánticas, que conducen a la multiplicación de las interpretaciones posibles. Eduardo Chirinos entiende el rol violento del enjambement como “una pausa mortal” dentro del verso que produce una tensión entre la unidad métrica y la semántica; es una herida provocada en la materia de un cuerpo y, que “convierte el silencio en un elemento rítmico que reproduce y anuncia la separación final del cuerpo materno y su criatura” (Chirinos, 2007, pp. 210-211). Las referencias al cuerpo y su materialidad3, al vacío y al desamparo4, al silencio5, cobran su significado siempre en oposición con lo celestial y su espiritualidad mística6, con el amor íntimo y la unidad7, y la música8, respectivamente. Las oposiciones binarias, junto con los oxímorones constituyen el eje estructural del poema, sobre el cual se efectúa el procedimiento desmitificador de la maternidad como concepto sagrado e intangible. La confluencia de lo corporal con lo espiritual, lo material con lo transcendental, lo animalesco con lo humano, lo sublime con lo vulgar en todos los niveles poéticos desemboca en la desacralización irónica e irreverente de lo divino celestial, muy de acuerdo con el título del volumen Ejercicios materiales (Gazzolo, 2007, p. 82). Las colisiones semánticas alcanzan su máxima intensidad -muy en armonía con la poética vareliana- en dos esferas: en el ámbito personal, individual de la voz enunciadora y, en el religioso, transcendental (Rodríguez Gutiérrez, 2008, p. 215). Tal paradoja se observa en la penúltima estrofa, donde tras una serie de antinomias se entremezclan los sujetos tú y yo, sus cuerpos con el alma; el amor y el abismo; las sinestesias oximorónicas de la “música que no ves” y los “colores dichos”; los sueños y el despertar gris; hasta el propio dios (también con minúscula) se degrada a la corporeidad sarcástica de una mano desnuda e indefinible (“en la gran palma de dios / calva vacía sin extremos”, Varela, 2007, p. 272). El hecho de ser expulsado también pertenece a las acepciones blasfematorias, en el sentido de que el motivo de la separación y la individualización del hijo conforma una analogía espectacular con la expulsión divina de la primera pareja pecadora del paraíso bíblico. La vinculación etimológica entre las raíces de las palabras materia y madre, pone de relieve la corporalidad entendida, por un lado, como la “casa” del ser humano, por otro, como la materialidad dolorosa de las palabras y, por último, como la encarnación de la creadora mediante la palabra poética, o sea, el poema mismo (Chirinos, 2007, p. 211). Resumiendo, la criatura, el vástago del progenitor autorial o, en definitiva, la obra misma, el propio poema se expulsa, se libera del poeta, y nunca más volverá a pertenecer a su contenedor original, pues, la “casa” se tornará “vacía”.

No cabe duda de que la poesía reciente contemporánea remonta a la tradición de César Vallejo y de Blanca Varela. La imagen de la madre representada desde la orfandad dolorida de “esta mayoría inválida de hombre” por Vallejo y, el cuerpo cadaverizado, culpabilizado de la madre, como consecuencia traumática de la gestación y el nacimiento del hijo, por Varela, es retomada también en el libro escrito en prosa de Victoria Guerrero Peirano. La autora, por su parte, siempre deja clara su deuda con las poetas peruanas de los ochenta, fundamentalmente con Carmen Ollé y Rocío Silva-Santisteban (en sus entrevistas, por ejemplo, 2020, 2021). Camila Albertazzo destaca las posibles vinculaciones de su último libro con Diamela Eltit y Chantal Maillard, a las que se puede añadir sin duda alguna la tradición peruana heredada directamente de Blanca Varela, y el legado innegable de César Vallejo (Reisz, 2006, pp. 148-152, 154-162). La obra que lleva por título Y la muerte no tendrá dominio es un ensayo híbrido (Albertazzo, 2021), en muchos sentidos. La poeta misma en sus entrevistas (2020, 2021) define el libro como un híbrido que ganó el Premio Nacional de Literatura 2020 en la categoría de “No ficción”. Efectivamente, podemos afirmar que no es ni ensayo, ni poesía, ni diario, sino los tres a la vez. Se trata de un texto confesional, en el que, a modo de un diario, se siguen los fragmentos multiformes de distinta extensión, con imágenes intercaladas en función paratextual: una foto, los reversos de varias fotos, documentos y apuntes personales. En cuanto a la variedad genérica, notamos además de discursos en prosa (narraciones y pasajes ensayísticos), citas directas de libros de sociología (Guerrero Peirano, 2019, p. 24), de poesía (pp. 45, 63), de medicina (p. 74), diálogos narrativos y otros que recuerdan escenas teatrales (pp. 39-41, 65-66, 68, 74-76). No es ficción del todo, porque tampoco escasean los detalles autoficcionales: ambas protagonistas aparecen con sus nombres propios (Victoria y Luz) y su apellido compartido (Peirano); en la nota al pie de la última página se sugiere el día exacto del nacimiento de la autora (p. 76); se nombra el hospital real donde nació, el Hospital Nacional Edgardo Rebagliati Martins (p. 73); se añade el hecho de que la narradora sea poeta y docente universitaria (p. 13), o también, que tenga un gato (p. 45) etc. Rocío Ferreira lo lee como una antielegía, tanto en su sentido de escritura no tradicional que habla sobre la pérdida de un ser querido, como en el sentido político de la escritura moderna de la mujer que subvierte el tabú del duelo público para desahogar la rabia por la pérdida, sin callar las heridas causadas por la relación a veces conflictiva con la madre (Ferreira, 2021, pp. 131-132). El libro es además ecléctico gracias a la riqueza de referencias culturales que se encuentran en él. El título ya nos remite a una serie de intertextos: la cita del poema de Dylan Thomas que, a su vez, refiere a la Carta del Apóstol San Pablo a los Romanos (6:9). De tal manera, ambas referencias tematizan la victoria sobre la muerte, pero paradójicamente, el libro se publica con el título tachado. Más adelante, al final del segundo apartado, la voz narradora explica la razón: “Yo debí haber titulado este texto «Matar a la madre», pero no lo supe sino hasta después.” (Guerrero Peirano, 2019, p. 13). Se incluye también la referencia explícita a Mary Toft, la inglesa del siglo XVIII, quien engañó a los médicos insistiendo que había parido conejos. Así se incorpora la acepción simbólica de la fertilidad, elaborada mediante alusiones pluridimensionales a la mitología celta germánica (Albertazzo, 2021).

Hay entonces un juego semiótico constante de referencias extra- e intratextuales, de alter-egos de la poeta, de la madre, y de las criaturas, sean esas niñas, conejos o poemas. El diálogo se establece no solo entre los personajes del libro, sino con la madre progenitora y también con los lectores. La experiencia traumática del nacimiento, entrelazada con los temas de la enfermedad y la muerte, de la soledad del hospital, de la mutilación implacable de cuerpos, que confluyen, además, con la violencia cotidiana, con el mundo moderno alienado, en descomposición, no es un tema nuevo en la trayectoria de Victoria Guerrero: basta recordar sus volúmenes Ya nadie incendia en mundo (2005) o Cuadernos de quimioterapia (2012). El carácter palimpséstico, el tono punzante, la técnica del collage, los juegos gráficos y tipográficos con el espacio y el diseño de la escritura fueron experimentados ya en sus obras precedentes (Reisz, 2006; Chueca, 2006; Cróquer Pedrón, 2016; Salazar, 2017).

Se encuentran otras instancias paratextuales más en la obra; los epígrafes iniciales del libro orientan la atención por lo menos a dos aspectos del mismo: La cita de Chantal Maillard hace alusión a la capacidad curativa de la poesía con la cual es posible vencer la muerte (“escribir / para curar”), y la de Philip Larkin -con un lenguaje vulgar y coloquial- se refiere a la impotencia de cada individuo de despojarse de la naturaleza heredada de los padres (“They fuck you up, your mum and dad.”) que determinan su forma de ser, tanto físico como emocional (Guerrero Peirano, 2019, p. 7). De esta manera ambas se relacionan no solo con el paratexto inicial del libro guerreriano, sino también entre sí. La escritura de Maillard emerge como una especie de cura del cuerpo y del alma, que así se convierte en un valor de todos (“en esa muerte que mana / en mí y es la de todos”). La materialidad física -el dolor, la realidad del hospital, la muerte- se identifica como la condición ineludible de la creación, la escritura, que a su vez también se revela como el acto capaz de vencer la fuerza del veneno originario del entorno (“escribo / para que el agua envenenada / pueda beberse”). En Larkin se destaca el carácter involuntario de la herencia entre padres e hijos (“They may not mean to”), y que esta vez es evidentemente una herencia negativa (“They fucked you up”) que se recomienda evitar, tal y como lo explicita en la continuación del poema (“And don’t have any kids yourself.”). El título del libro de Guerrero es un verso que designa el acto de destronar a la muerte a través de la escritura (“Y la muerte no tendrá dominio”). Sin embargo, con el gesto pragmático de tacharlo se indica la no-vigencia de la predicción, e indirectamente se anula la validez de la voluntad autorial, y con ello se proyecta la del triunfo de la muerte.

Hay, además, otros dos epígrafes interiores que preceden algunos de los apartados numerados. El quinto está precedido por uno de ellos, que es una cita de Marosa di Giorgio, tomada de su último libro titulado Diamelas a Clementina Médici (2000), en el que la poeta revela su sentimiento de luto, rememorando, recreando y revitalizando a la figura de su madre, al menos en el acto de la escritura (Mattoni, 2017, p. 248). La analogía es obvia: a Victoria Guerrero también le “costó varios encefalogramas, gritos, llantos, miedos y poemas parir a [su] propia madre” (Guerrero Peirano, 2019, p. 11). El segundo epígrafe que da inicio al último apartado, al 33, es una cita de Oscar Wilde, y versa sobre el sufrimiento prolongado condensado en un instante (“Suffering is one very long moment”, p. 70).

La complejidad textual se crea con una serie de elementos (figuras, motivos, temas) conocidos del mundo real y objetivo, pero entremezclados con otros ficticios, hasta cierto punto fantásticos o místicos. El yo de Y la muerte no tendrá dominio se desdobla en “Victoria” y la “poeta”, que dan a luz a una niña, que a su vez, resulta ser la madre de Victoria. Así, desde el primer momento, madre e hija emergen como figuras idénticas y unidas: “Para que yo pudiera dar a luz a mi madre, ella ha tenido que morir. De eso trata esto. De ver morir a mi madre. De parir conejos alemanes y llorarlos” (Guerrero Peirano, 2019, p. 11). Efectivamente, se intercalan los sueños del yo, en los que aparecen conejos. A una coneja le nace una niña muerta a los siete meses de embarazo, a la cual le pone el nombre de La Celadora (p. 27). En ocasiones el yo se identifica también con La Celadora, y así pasa por la experiencia de tener una cría moribunda, a quien la nombra Estremecida (p. 39). Estremecida, en el diálogo dramatizado del fragmento 18, con toques surrealistas, verbaliza abiertamente la repulsión profunda que puede sentirse hacia los padres pero que se considera tabú en la sociedad (pp. 39-41). Paralelamente, se narra la historia de la muerte de su madre, los hospitales deshumanizadores, a veces asimilados a los campos de concentración (p. 36). De vez en cuando se reflexiona sobre los males que causa el capitalismo financiero en nuestra civilización, y la falta de empatía hacia los más necesitados (págs. 29-30, 63). Todo se mezcla por un collage que “aprendería a hacer” la madre (p. 15). El yo poético confronta la muerte de la madre y el sistema social inhumano del poder patriarcal que es incapaz de atender a los enfermos necesitados y los reduce a cuerpo desechables (Ferreira, 2021, p. 129).

La primera frase del texto anula la cronología, y a la vez implica un mecanismo de espacialización, gracias a la cual se atan los cabos: “El principio es el final de todo” (p. 9). Con esta enunciación metaliteraria, antes de comenzar su confesión, la voz narradora anuncia la clave de la interpretación de su obra, y crea la expectativa de cierta circularidad, de donde no hay salida. Efectivamente, se trata de una técnica repetitiva, a partir de la cual temas y motivos como madre, hija, concepción, gestación, parto, dolor, enfermedad, muerte, duelo, cuerpo, cenizas, poesía se reiteran a lo largo del tejido discursivo, y así justifican la estructura laberíntica del mismo. El instante quizá más reiterado a lo largo del texto, es la escena impactante cuando el yo atestigua la entrada del cadáver de la madre en el horno, que lo convierte en cenizas (pp. 21, 34, 44, 46, 52, 60, 62, 69, 70). En varios momentos se insiste en la intencionalidad de incinerar el cuerpo, hecho que confirma el rol de partícipe activo en la muerte de la madre (“Yo decidí por tu cuerpo. Yo decidí convertirlo en cenizas.”, p. 52). Con el fin de procesar tal crudeza, el sujeto recurre a soluciones poéticas visuales, como listas nominales, mayúsculas, o bien, la identificación “Madre” con “cenizas” mediante el signo de ecuación (pp. 44, 46). La otra imagen repetida que se vincula con el cuerpo tendido de la madre son los dos teléfonos celulares (pp. 31, 70, 74), como símbolo de una posible comunicación -al final, imposible, por cierto-, y también del mundo tecnificado, mecanizado, deshumanizado, insensible. Los mecanismos espacializadores se combinan con las coordenadas temporales, en el sentido de que producen el efecto de una imagen estática, fija, inmovilizada y, por lo tanto, eternizada. Por consiguiente, la visión del cadáver en cenizas permanece como producto del texto, cuyos restos se asimilan al cuerpo del enunciante: “Mi madre se ha convertido en un resto. Un resto que está en mí. Mi cuerpo es suyo” (p. 45). Como la presencia contante y simbólica de lo materno le impide la capacidad de establecer relaciones amorosas (“Seguramente esa es la razón por la que no me puedo vincular sentimentalmente con nadie”, p. 45), precisamente el acto de “matar a la madre” será la condición necesaria para liberarse de la carga psíquica. No obstante, el reconocimiento de la identidad entre madre e hija es inevitable, la voz lírica materializa los restos de su madre, y debe darla a luz para poder asesinarla (“Quizá soy su asesina”, p. 26). Necesita “romper” los lazos con ella, para poder “vivir [su] vida” (Rich, 2019, p. 329). La muerte es el resultado final, a pesar de haber socavado sus fundamentos desde el título y, al mismo tiempo, esta muerte es el punto de partida hacia otra vida, liberada, independiente de su creadora. La poeta hace nacer a su propia madre y en el mismo acto, la remata, para conseguir una existencia autónoma. La maternidad debe ser destrozada con violencia, para propiciar terreno a la creación, a la imaginación, a la conciencia autónoma (Rich, 2019, p. 356). De igual manera, la escritura de la poeta, el texto, la obra debe ser concebida, gestada y rematada para iniciar un itinerario independiente de su autor(a). De ahí la vinculación del texto con el acto sexual, circunstancia imprescindible de la concepción.

El último fragmento de la obra, el 33, es donde precisamente se concreta el objetivo anticipado por la voz lírica: matar a la madre. El número treinta y tres evoca la muerte de Jesucristo, y el duelo desgarrador de María (Ferreira, 2021, p. 133). Esta parte comienza con una serie de constataciones en forma de versos, que refieren el cuerpo muerto de la madre con una voz distante, tranquila, que emocionalmente se difiere de la desesperación sentida por la pérdida de un ser querido. Ahora ya han desaparecido los gritos, se intenta dar cuenta de los sucesos en torno al acontecer de mayor relevancia, frente al cual solo sirve el silencio: “La muerte es obscena” (Guerrero Peirano, 2019, p. 70) es la afirmación, o bien, el verso inicial. La imagen de dos celulares conectados se yuxtapone a la del bulto de la madre, la primera sugiere la conección al mundo, mientras la segunda ya la ha perdido, es nada más que un bulto muerto. Además, se insiste en el nombre “Luz” de la madre, cuya polisemia claramente se actualiza: es la electricidad necesaria para que los celulares permanezcan conectados, y es la iluminación que la guiaba durante su vida, pero que ahora es la luz final reveladora de la muerte, ya que esta vez se había desconectado. La vista se limita a ver no más que la entrada del cuerpo en el horno. El ritmo acelerado del texto se contrapone a la voz más bien calmada del luto y que resulta paradójica, ya que, por un lado, el yo no quería ver al cadáver en ese momento, y por otro, no lo puede olvidar hasta el presente (p. 70). Es un duelo profundo, inexpresable, tal como enseguida se alude a ello con la metáfora de la “espina clavada” (p. 72). Se vuelve a mencionar la conejita parida, que se llama Estremecida, nombre muy expresivo que alude una vez más a la identidad interconectada de todos los dobles del sujeto discursivo. Para terminar el texto, la voz narradora se distancia aún más de su dolor, y verbalmente reflexiona acerca de la realidad del hospital, caracterizado como “una mole de cemento, un laberinto [que s]e alimenta de cuerpos reducidos a formularios, carnets y permisos de visita” (p. 73), “una cifra más en el sistema” (p. 75). Más adelante comienza a relatar su visita a la casa de una doctora, amante de la literatura, a quien se refiere solo con la letra E, como si fuera una pieza más en la maquinaria. A pesar de esta digresión, no consigue escapar de su pena, le resulta imposible no volver a reflexionar acerca del dolor. No obstante, el proceso del distanciamiento se intensifica, cuando delega la voz a la poeta que dialoga con la doctora E, como en una escena dramatizada, en la que las sensaciones personales de la poeta se alternan con los comentarios fríos e implacables de la doctora E sobre la rutina de los turnos nocturnos del hospital (pp. 73-74). Los últimos párrafos relatan la rutina diaria de los estudiantes de medicina, quienes aprenden con los enfermos y con los cuerpos agonizantes, para practicar los tratamientos en condiciones pésimas, carentes de recursos. Hasta se cita de un manual de educación médica (p. 74): el lenguaje se vuelve técnico, impersonal. Los profesionales de la salud también se sienten deshumanizados, “por el trato diario con la muerte” (p. 74). Muestra de ello es el cierre del texto que culmina con la gracia morbosa de un partido de deporte: Daniel Rojas, autor del manual de medicina mencionado, cuenta que los estudiantes elaboraron una estrategia para no involucrarse emocionalmente en los pesares de los enfermos, de tal modo que anotaban en una tabla el número de los fallecidos como si fueran los goles de un partido. En un gesto grotesco las últimas palabras son: “Mi madre fue un gol. El gol de esa noche.” (p. 76). Sin embargo, el término no es el cierre textual, y la estocada final son las notas al pie que se agregan a continuación, en las que nos enteramos de que la madre murió una semana después del nacimiento de la narradora, y que el doctor se llamaba Whitman Allen, evocando a “dos poetas que amaban la vida” (p. 76). Así se da una vuelta más a la tuerca, en tanto que el texto no termina con la muerte sino con el “buen augurio” de la vida. Sin embargo, nos enfrentamos una vez más con la importancia del paratexto, con la naturaleza híbrida de la obra: la guarda interior es una hoja en negro, representando el vacío absurdo de la muerte.

Al inicio, en la primera imagen, antes del primer fragmento, vemos una imagen que recuerda una tarjeta postal, con el nombre de la madre de Victoria Guerrero Peirano: Lucesita Peirano (Guerrero Peirano, 2019, p. 8). Teniendo en cuenta que el nombre completo de la autora empírica real es Luz Victoria Guerrero Peirano, sin entrar aún en el discurso, pues, a partir de la imagen gráfica, se puede identificar ambas. Por añadidura, los nombres “Luz” y “Peirano”, enmarcan desde los extremos, los otros dos en el interior, “Victoria” y “Guerrero”, que podríamos visualizar como si fuera la representación de un contenedor y su contenido, o bien, a la madre en cuyo cuerpo se materializa la hija. Por otra parte, la última imagen aparecida en el libro es la foto de una niña que podría ser tanto de Victoria, como de Luz, o bien, de la niña que es personaje del texto. Es la niña a la que dan a luz Victoria y la poeta, en su condición desdoblada (Ferreira, 2021, p. 139). Se incluye, además, la descripción de esta imagen última, a modo de écfrasis, en el inicio textual. Así se ven identificados los personajes evocados no solo en el nivel verbal, sino también en el visual metafórico.

A modo de conclusión, las tres obras estudiadas constituyen tres modelos de inmortalizar a la figura materna, intento absurdo de por sí, a través del acto creador de la escritura. Si el sujeto lírico de Trilce de César Vallejo regaña a la figura materna por abandonarlo, el de Ejercicios materiales de Blanca Varela, le reprocha al hijo por separarse de su cuerpo y, así destruirlo, luego, la voz femenina se autoculpabiliza por la propia gestación. La poeta de Victoria Guerrero da a luz y mata a su propia madre, en la que se proyecta para vivir, para exorcizar el trauma, para crear, y en última instancia, para nombrar lo innombrable: “Ustedes dirán que son estupideces de poeta. Lo concedo, y, sin embargo, hay algo que no puedo nombrar, que no me deja ir más allá de mi propio cuerpo. Me encierro en mí. Mi cuerpo es una palabra no articulada.” (Guerrero Peirano, 2019, p. 44).

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1 The project of “Tradition and Innovation in Literature” and the publication of this study was supported by the National Research, Development and Innovation Office within the framework of the Thematic Excellence Program: “Community building: family and nation, tradition and innovation”, ELTE 2021/22.

2Los heraldos negros se publicó en 1918 y Trilce en 1922.

3“te alimenté”, “mal cocida”, “párpados de miel”, “mejilla”, “tu cuerpo”, “tu náusea”, “la heredaste”, “el color de tus ojos”, “mis huesos”, “saciado”, “calva”.

4“la asfixia”, “mi ceguera”, “sombras tejen sombras”, “ciego sordo”, “tu sangre que ya no deja lugar / para nada ni nadie”, “destruyes”, “hierba ceniza peste fuego”, “mis restos”, “ese torpe gris que es despertar”, “calva vacía”, “te encuentras / sola y perdida”, “marchándote / como se va la luz del mundo / sin promesas”, “este prado de negro fuego abandonado”, “esta casa vacía”, “adonde no has de volver”.

5“colores dichos / largamente explicados al silencio”.

6“mejilla constelada / cerrada a cualquier roce”, “hermosísima distancia”, “arcángel posado”, “cielos”, “sueños”.

7“pobre pequeño mío”, “encarnación de mi amor”, “tu belleza”, “aquí me tienes como siempre”, “así es este amor / que nada comprende”, “este amor / uno solo”.

8“la música extranjera / de los cielos batientes”, “música que no ves”.

Recibido: 04 de Mayo de 2022; Aprobado: 15 de Noviembre de 2022

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