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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.24 no.1 Mendoza jun. 2023  Epub 28-Sep-2023

http://dx.doi.org/10.48162/rev.34.060 

Dossier

Cuerpo y heterotopía en los cuentos de Virgilio Piñera

Body and heterotopia in Virgilio Piñera's tales

Lucila Navarrete Turrent1 
http://orcid.org/0000-0002-9448-563X

1Universidad Nacional Autónoma de México. México. lucilanavarrete@gmail.com

Resumen:

En el presente trabajo examino los cuentos “Las partes” (1944), “Cosas de cojos” (1956), “La cara” (1956) y “Oficio de tinieblas” (1961), recogidos en la edición argentina El que vino a salvarme (1970) del escritor cubano Virgilio Piñera (1912-1979). Centro el análisis en un conjunto de condicionamientos físicos como la ceguera, la cojera y la desagregación corporal que, como sostengo, posibilitan la figuración de espacios diferenciados y protegidos, esto es, formas de insularidad que configuran una gramática física y social que se desfasa del sentido cronológico del tiempo y el curso cotidiano de las cosas. Me interesa leer estos cuentos como la edificación de heterotopías (Foucault, 1994), esto es, sitios reservados que sostienen cierta relación con la realidad pero se resisten a ésta. Quienes los habitan forjan vínculos mediados por el cuerpo, entendido éste como reducto radical de semejanza que se abre a la alteridad hasta construir formas de comunidad (Nancy, 2001).

Palabras clave: Cuerpo; Ceguera; Cojera; Heterotopia; Heterocronía

Abstract:

In this paper I aim to examine four short tales written by cuban writer Virgilio Piñera (1912-1979): “Las partes” (1944), “Cosas de cojos” (1956), “La cara” (1956), and “Oficio de tinieblas” (1961), all collected in El que vino a salvarme (1970). Mi reading focuses on a set of physical conditions, such as blindness, lameness and body disaggregation. I analyze how these conditions create protected spaces, insularities that differentiate, physical and socially from crhonological time and cotidianity meaning. I’m interested in how these universes build hetherotopia (Foucault, 1994), in other words, reserved places that resist to external logic and where characters use their bodies to construct new kinds of relationships, in terms of otherness and community (Nancy, 2000).

Keywords: Body; Blindness; Lameness; Heterotopia; Heterochrony

Un cuerpo no está vacío. Está lleno de otros cuerpos, pedazos, órganos, piezas, tejidos, rótulas, anillos, tubos, palancas y fuelles. También está lleno de sí mismo: es todo lo que es. Jean-Luc Nancy, 58 indicios sobre el cuerpo. Extensión del alma

Los volúmenes Cuentos fríos (1956) y El que vino a salvarme (1970) compendian la cuentística más representativa del autor cubano Virgilio Piñera. Ambos fueron publicados en Argentina, país de adopción que eligió para legitimarse como escritor de cuentos. Cuando en 1970 ve la luz El que vino a salvarme en una edición argentina de Sudamericana, a Piñera le precedía una trayectoria de casi tres décadas, tiempo en el que también había incursionado en ensayo, dramaturgia, novela y poesía.

Desde 1942 el autor de La isla en peso comenzó a preparar el terreno para buscar suerte en Buenos Aires,1 donde residió durante tres largos periodos entre 1946 y 1958 (Virgilio Piñera, 1990, s/p).

Previo al periodo argentino, escribió y publicó El Conflicto (1942) y los 14 relatos que conforman Poesía y prosa (1944), donde se manifiesta una prosa ficcional que se abstrae de marcas identitarias y despliega un universo constreñido y agobiante, pero también lúdico. Se trata de una poética que se aparta del proyecto teleológico y la catolicidad del grupo con el que emergió a fines de la década del treinta, cuando Juan Ramón Jiménez radicó brevemente en la isla en el contexto de su exilio republicano, convocó a un concurso de poesía2 y entabló una relación estrecha con el poeta José Lezama Lima. Derivado de esta experiencia se fundó, primero, la revista Espuela de Plata (1939-1941), y después Orígenes (1944-1956). En ambas se involucró Piñera, quien había conocido a Lezama cuando ambos estudiaban en la Universidad de La Habana. En estas revistas, animadas por el autor de Muerte de Narciso, se hace ostensible el deseo de edificar una mitología poética capaz de forjar una sensibilidad insular. Nuestro autor participa de manera relativamente afiliativa durante la etapa temprana, la de Espuela, aunque desde 1941 y 1944 ya cifra su disenso, periodo en el que consolidó una escritura que privilegia la experiencia del encierro, la repetición del presente y la ausencia de devenir histórico3. Aunque el periplo porteño terminó por distanciarlo ideológicamente del grupo que se daría a conocer mejor como Orígenes, continuó relacionándose heterodoxamente con éste hasta 1949, tiempo en el que fungió como corresponsal.

En el país de adopción concretó su deseo de ruptura con el ambiente del que provenía. El campo cultural que se le presentaba era distinto: estaba más profesionalizado,4 además de que la narrativa que por entonces incursionaba era relativamente afín al canon promovido por la revista más importante de la época, Sur (Calomarde, 2010, p. 227), esto es, la ficción imaginativa y la raíz policial-fantástico, sintetizadas en las obras de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Como señala Calomarde, “el Piñera narrador se recorta de manera ambigua en el canon nacional argentino y se desdibuja en el cubano”; sus textos muestran una “débil articulación en la narrativa del sur” (p. 161).

Además de los volúmenes antes mencionados, en Argentina publicó varios relatos en las revistas Anales de Buenos Aires y Sur5. Sostuvo relación, aunque esquiva, con el grupo nuclear de esta última publicación6.

No es mi intención explicar la obra a partir de datos biográficos. Sin embargo, algunos hechos permiten situar una producción cuentística que emana, al menos en lo relativo al temperamento del artista, de una suerte de forastería, un desajuste que permite leer las razones por las cuales esta obra no se puede asociar del todo con una generación o corriente7.

La relevancia de una compilación como la argentina El que vino a salvarme, radica en que brinda un panorama amplio de la faceta cuentística del autor, además de contar con un prólogo del escritor argentino José Bianco, con quien Piñera coincidió en 1956 en la redacción de Sur. El autor de Las ratas dimensiona ahí una poética en los lindes del canon porteño y cubano, y examina exhaustivamente una escritura que elude las corrientes estilísticas y temáticas de la época: “Los personajes de estos cuentos pertenecen a la raza inextinguible de los marginados sociales. […] Están sujetos a sus leyes, acatan de buen grado sus convenciones, pero se mantienen fieles a su íntimo sentir. Son una mezcla de civilidad y de independencia, de irreductible independencia” (1970, p. 7). Es como si el mundo “estuviera enfermo de cordura”, continúa Bianco, “y ellos se empeñaron en devolverle la salud ponderando hasta el delirio ese rigor lógico que permite a los hombres entenderse y buscar el camino de la verdad” (p. 9).

Los cuatro cuentos que aquí estudio tienen como denominador común la falencia física: la ceguera, la cojera y la desagregación corporal. Estos condicionamientos permiten la ficcionalización de mundos que configuran una lógica propia, una heterotopía, al decir de Michel Foucault, donde los sujetos se resisten a una exterioridad. Como sostengo, Piñera despliega una escritura que articula ciertas formas de autarquía y resistencia respecto del estado cotidiano de las cosas. El despliegue imaginativo que estos cuentos manifiestan es resultado de lo que suscitan tales condicionamientos somáticos.

Michel Foucault afirma que las heterotopías son impugnaciones, imaginarias o reales, del espacio en el que se desarrolla la vida. Si las utopías carecen de lugar, las heterotopías, por su parte, son lugares privilegiados, reservados a individuos específicos, generalmente incompatibles con los espacios cotidianos y su espacio-tiempo suele ser depositario de imaginación (1994, p. 30). Su condición es ser “lugar sin lugar” cerrado sobre sí, “lugar irreal que virtualmente se abre detrás de la superficie” (p. 70). En “Las partes”, “La cara”, “Cosas de cojos” y “Oficio de tinieblas” los personajes se desplazan por espacios cerrados y aceptan felizmente las reglas que ellos han creado para habitar un mundo en los confines de lo normativo. No se trata de individualidades, sino de singularidades que tienden puentes con otros desde una dimensión corporal, y disponen una gramática otra a la que le es inherente la falencia. Propongo, también, que estas extrañas singularidades edifican ciertas formas de comunión, esto es, formas de vinculación que trascienden lo cultural porque se anclan en socialidades otras, desnudas de domesticación. En este sentido, recupero la noción de Jean-Luc Nancy sobre la comunidad, quien plantea que “no hay ser singular sin otro ser singular, y que entonces, dicho en un léxico poco apropiado hay lo que se llamaría una ‘socialidad’ originaria u ontológica, que desborda ampliamente en su principio el motivo único de un ser-social del hombre (el zoon politikon es segundo en relación con esta comunidad)” (2001, p. 56).

El mundo en “Las partes”

“Las partes”, publicado originalmente en Poesía y prosa (1944) y posteriormente incluido en las ediciones argentinas de Cuentos fríos (1956) y El que vino a salvarme, es uno de los catorce relatos que ahí se publican. Éstos muestran a un cuentista joven que introduce búsquedas propias, lejos de los intereses del grupo Espuela. En otros cuentos ahí aparecidos, como “La caída”, “La carne”, “El caso Acteón” y “El cambio”, la transformación corporal abarca toda la acción; se prescinde de profundidad psicológica y dramática, y se privilegian los actos pequeños y repetitivos.

En “Las partes” la acción principal recae, a la manera de un performance, en develar y ocultar las distintas partes de un cuerpo; estrategia que participa de eso que Antonio Benítez Rojo describe como la habilitación de un montaje característico de la voluntad que la literatura del Caribe tiene para convertirse en cualquier clase de “espectáculo que uno pueda imaginar” (1998, p. 259). La voz que narra es el primer indicador de la forma estética, pues quien habla se dirige a un virtual escucha y describe lo que acontece como si se tratase de un espectador.

El inicio permite inferir que el espacio donde se encuentra el narrador es una vecindad cerrada o casa de huéspedes. “Al abrir la puerta de mi cuarto vi que mi vecino estaba de pie en la puerta del suyo” (1970, p. 34),8 dice; después observa que “una larga capa de magníficos pliegues” (1970, p. 34) le cubre el cuerpo a su vecino, lo que a su vista le “chocó” por “esa parte de su cuerpo que correspondía a su brazo izquierdo”, pues “en aquella región, la tela de la capa se hundía visiblemente y establecía una ostensible diferencia con la otra, es decir, con la región de su brazo derecho”. Pero, confiesa, “la cosa no era como para pedirle explicaciones” (1970, p. 34).

La complicidad, casi inmediata, posibilita la continuidad del “espectáculo”: el vecino comienza a salir y entrar de su habitación. Entre cada portazo advierte “que de nuevo había desaparecido. O, mejor dicho, que aparecía otra vez; de pie, como siempre, pero un tanto envarado en la parte donde la pierna derecha se articula a la cadera; también allí la tela de la capa formaba un profundo seno” (p. 35). La fragmentación desafía la domesticación visual e instaura un juego de ilusionistas: todo debe verse para que acontezca y, sin embargo, queda velado para poder interpretarse: “Miré rápidamente su hombro izquierdo”, señala el narrador, “y en seguida, como es natural, el derecho”, donde “ahora se hundía […] visiblemente la tela” (p. 34). Espera, entonces, ver un tórax completo, “como es natural”, pero rápido se adapta a lo que el vecino le muestra, o mejor dicho, esconde. Su vista, plenamente facultada, es sometida a una forma de ceguera, a una dislexia visual que el narrador acepta de buena gana, instaurando una semejanza corporal que posibilita la edificación de un espacio-tiempo otro.

Michel Foucault señala que las heterotopías son “contra-emplazamientos”, esto es, que “todos los emplazamientos reales que se pueden encontrar en el interior de una cultura están a la vez representados, cuestionados e invertidos” (1994, p. 70). El primer indicio de un contra-emplazamiento en el relato es el cuerpo concebido como totalidad y continuidad en el tiempo. La advertencia inicial: “Miré rápidamente su hombro izquierdo, y en seguida, como es natural, el derecho” (id.), patentiza la predisposición a percibir el cuerpo integrado. Pero éste se convierte muy pronto en instancia de experimentación. Cada portazo implica una alteración del cuerpo, y se edifica así un entorno íntimo de absoluta complicidad. Cito en extenso:

Un nuevo portazo me anunció una nueva salida: en efecto, iniciaba la cuarta. La única diferencia con la anterior venía en radicar en el punto de elasticidad, es decir, en la capa, de las caderas hacia arriba, descontando aquellas pronunciadas hendiduras de los brazos, contorneaba asombrosamente toda la anatomía de mi vecino; pero, en cambio, en las caderas hacia abajo la tela de la capa se arremolinaba, formaba caprichosos pliegues como si debajo de ella no continuase su anatomía. Yo esperaba que un nuevo portazo me traería alguna explicación; pero si el portazo se cumplió fue para dejarme ver que ahora la tela encontraba regiones en donde arremolinarse. […] Quedaba la cabeza, pero la capa comenzaba a caer justamente desde los hombros, o más precisamente desde la base del cuello y, en verdad, no llovía en aquel instante, había un hermoso sol, y por otra parte, ¿no se estaba bajo un seguro techo? Sin contar que mi vecino iniciaba la séptima vuelta a su habitación, y allí era de todo punto imposible la más remota inclemencia del tiempo (p. 35).

La paradoja que presenta esta minuciosa descripción recae en el hecho de que la vista está condicionada por la inferencia, también por la experimentación corporal. El narrador debe mirar para deducir qué parte del cuerpo ya no está detrás de la capa. La alteración somática es requisito para que después se instaure un “contra-mundo” en el que, al decir de Foucault, “el cuerpo, en su materialidad, en su carne, sería como el producto de sus propias fantasías” (1994, p. 15).

Asimismo, el relato despliega formas rituales y repetitivas: ciclos en los que sólo tiene cabida el performance del cuerpo. “Y como ya la capa no le sería de ninguna utilidad, me cubrí con ella para salir como un rey por la puerta” (p. 36), dice el narrador hacia el final cuando se dispone a asumir el rol del vecino, sellando, entonces, un destino secretamente compartido. En este sentido el performance tuerce el “virtuosismo histriónico” del que habla Benítez Rojo respecto de la literatura caribeña; se desfasa porque no apunta a representar formas rituales de la cultura caribeña, esto es, a construir un “discurso supersincrético” que reverbere de un conocimiento tradicional. La finalidad del espectáculo en “Las partes” es sellar una complicidad.

La cita de arriba revela, también, otra alteración: la del tiempo lineal. La sexta vuelta ¿no debía ser la quinta?, y la séptima ¿la sexta? Las disrupciones corporales instauran una temporalidad autónoma. Si el cuerpo está en el espacio y en el tiempo, sólo cobra sentido en su transcurrir; si el tiempo se define por la duración de los objetos, entonces el tiempo es de algo -premisa ontológica que establece que el ser sólo es en el espacio-tiempo. Desplazarse y moverse significa estatuir las condiciones de posibilidad de un determinado mundo. “El Tiempo como categoría es la duración, el flujo incesante de sucesos, un continuo fusionado a un cambio perpetuo”, plantea Guadalupe Valencia (2002, p. 3). Múltiples formas pueden adquirir los sucesos, “incluso pueden aparecer como tramas temporales eternas o inamovibles. Pero aún estas últimas deben ser consideradas en el marco de la duración, del movimiento, pues sólo con respecto a la mutación es posible hablar de lo que aparece como inmutable y como sempiterno” (p. 3). Sólo en el fluir, en la particularidad de sus ritmos “fundan su existencia los mundos conocidos e imaginados” (p. 3).

La desagregación corporal, la falencia visual edifican, entonces, una “heterocronía” (Foucault, 1994, p. 76)9 que rompe con la linealidad para tornarse asincrónica y cíclica. El único modo de ser en esta otra temporalidad es estar en un espectáculo sempiterno en el que los personajes se turnan. Las hendiduras, las contorsiones anatómicas, los remolinos de la capa alteran en su conjunto la progresión temporal.

La diferenciación de este mundo parece cobrar su mejor definición con la breve y disruptiva mención del exterior, “[…Y] en verdad, no llovía en aquel instante, había un hermoso sol”, pero, “¿no se estaba bajo un seguro techo?”, y además el vecino “iniciaba la séptima vuelta a su habitación, y allí era de todo punto imposible la más remota inclemencia del tiempo” (p. 35). ¿Qué inquieta de la lluvia y el sol en medio de semejante ritual? Guiño minúsculo, fragmento contrapuntístico que se introduce inesperadamente. Quizás sea una velada alusión a la condición isleña que queda expuesta a los designios climáticos. Como si fuera un conjuro destinado a impugnar a una naturaleza implacable, el narrador asegura que “allí” donde se encuentran él y su vecino, ahí donde se “ven” en complicidad “era de todo punto imposible la más remota inclemencia del tiempo” (p. 35). La imprevisibilidad de la tempestad, tan característica del Caribe, parece quedar cifrada en esta pequeña y provocadora alusión que alegoriza la vulnerabilidad insular. El relato emplaza este, su tiempo tradicional, para confabularlo.

Como se aprecia, “Las partes” se extravía en el estar y ser desde y para la experimentación somática. Los personajes no participan de identidades sociales determinadas, no habita en ellos una dimensión interna del tiempo en términos de una memoria cultural. La rareza de los acontecimientos se levanta sobre la connivencia y la contra-épica. El relato es el reverso de la linealidad y la memoria, pero sobre todo, de una conciencia histórica. El alejamiento de la carga mítica, tan característica de la literatura occidental parece ser uno de los desajustes clave en esta heterotopía. El pensador martiniqués Édouard Glissant advierte que el cuento antillano “no consagra la acumulación cultural ni la dinamiza” (2010, p. 144), no busca introducirse en el cauce de la Historia;10 por el contrario, esgrime la “falta de historia” y la ausencia de moralejas; su arte es el Desvío: extraviarse “de toda descripción psicológica dada como tal” (p. 145). Su propósito es “repetir siempre el mismo tipo de situación y evitar proponer resoluciones ejemplares” (p. 145).

“Lo menos humano del género humano”

“La Cara”, fechado en 1956, es un relato que reelabora el mito de Medusa. El protagonista busca refugiarse en las tinieblas sin otro motivo que la necesidad de neutralizar los poderes destructivos y seductores de su rostro. Como su alma ya no es capaz de tolerar la violencia y los engaños que emanan de su cara, descubre en la oscuridad y el confinamiento a sus mejores aliados. Si los demás la ven, la cara ejerce de inmediato una temible seducción: destruye a su paso, provoca disputa y división. Sin embargo, con el tiempo la soledad le resulta intolerable. Un día comienza a llamar por teléfono al azar en busca de alguien que lo escuche. Tras numerosos reacciones de rechazo y burla, finalmente alguien lo atiende: el narrador, quien acepta las condiciones que propone el protagonista para relacionarse.

Al principio, aquél sugiere hablar dos veces por semana. Posteriormente, ante el temor de que las “conversaciones tengan que ser suspendidas por falta de tema” (p. 88), éste solicita que asistan por separado “a diferentes espectáculos para [después] cambiar impresiones” (p. 88). Sin embargo, al narrador comienza a inquietarle muy pronto el deseo de mirar lo que se le niega: cuando volvían de las funciones a las “conferencias por teléfono y yo le contaba estas rebeldías, él me suplicaba, con voz llorosa, que ni por juego osase nunca verle la cara. […] Que si yo le importaba un poco como desvalido ser humano, que nada intentase con su cara” (p. 89). Todo tenía que suceder “como si no existiese esa prohibición terminante” (p. 93).

Si en “Las partes” el narrador se mimetiza a cabalidad con las condiciones que propone el vecino, en “La cara” persiste el deseo de traspasar las fronteras impuestas. El poder de las tinieblas depende de una complicidad que siempre está bajo amenaza. Finalmente, lo que el protagonista desea es mitigar la soledad y procurarse compañía: “[…] [Y]o también sufro. No es a usted solo a quien su cara juega malas pasadas, a mí también me las juega […] Quiere obligarme a que yo la vea; quiere que yo también lo abandone” (pp. 89-90).

¿Qué hay en ese rostro que necesita de las penumbras para atemperar su peligrosidad? “La historia de mi cara”, advierte el protagonista a su amigo, “tiene dos épocas. […] En la primera época, juntos cometimos más horrores que un ejército entero. Por ella se han sepultado cuchillos en el corazón y veneno en las entrañas” (p. 92). En el pasado, el protagonista supo que se estaba quedando solo: “Mientras yo aspiraba, con todo mi ser, a la posesión de la ternura humana, ella multiplicaba sus crímenes con saña redoblada” (pp. 92-93). La disociación entre la voluntad y la autarquía de un mal, recurrente y tormentoso que lo habita, disocia el deseo de autoafirmarse no sólo desde el “yo”, sino sobre todo a partir de una alteridad frente a la que pierde humanidad.

“La cara” no es el acento físico que abre camino a lo impenetrable o a la profundidad del otro; es despliegue de ferocidad. El significado tradicional del rostro, asociado a un sí relacional y expresivo, abierto en su apariencia a la comunicación con el otro (Palacios, 2019, p. 42) se cancela a lo largo del relato. “Jamás intentará usted ir más allá de estas tinieblas” le advierte el protagonista a su amigo tras el primer encuentro en su casa. La cara es el símbolo de una maldición que ha provocado que algunos hayan:

[…] ido a remotos países a hacerse matar en lucha desigual, otros se han tendido en sus lechos hasta que la muerte se los ha llevado. […] [T]odos estos infelices expiraban bendiciendo mi cara. ¿Cómo es posible que una cara, de la que todos se alejaban con horror, fuese, al mismo tiempo, objeto de postreras bendiciones? (p. 92).

Como en “Las partes” los significados tradicionales caminan inversamente. En este sentido, luz y oscuridad disponen alegorías que merecen examinarse. Desde el Génesis, el nacimiento del mundo es hacia la luz, la bondad de la creación del mundo y sus criaturas se conciben bajo el manto de la iluminación. La luz, principio divino, es la primera palabra de la creación. La oscuridad, por su parte, es condena. Pero las inversiones semánticas quizás sean un guiño a ese “resplandor infernal”, como define Reinaldo Arenas a la luz insular que “se apodera de todo mientras nos corroe” (2002, p. 30). El despliegue maligno de la luz sería, en estos términos, una condena que reproduce violencia y aliena lo humano.

Pero, ¿qué lógica rige la heterotopía en este relato? Todo parece que el deseo de unificar las almas (p. 95) queda en suspenso: “la cara” difícilmente deja de ejercer seducción en su amigo: “Mi próxima visita sería quedarme definitivamente a su lado; a su lado, sin tinieblas, con su salón lleno de luces, con las caras frente a frente” (p. 95). La obsesión deja ver que no es posible asegurar una guarida donde imperen las limitaciones visuales.

Pero el espacio cobra otro sentido al atender una breve frase del protagonista en la que señala haberse “reducido a la soledad de mi casa” y sólo se trata “con lo menos humano del género humano” (p. 86). En medio de este estado radical de aislamiento y soledad autoimpuestos está, paradójicamente, acompañado por “la servidumbre” (p. 86). No está solo aunque así lo conciba y, sin embargo, quienes habitan con él no tienen agencia: apenas los considera humanos.

La borradura de estos sujetos nos introduce en los intrincados laberintos de la alegoría, un recurso característico de los cuentos piñerianos que contribuye a vigorizar la sustracción de color local y cifrar la realidad. No hay referencias geográficas y culturales en esta historia, pero la frase revela tensiones que pueden inferirse mediante la asociación de dichos guiños con otras zonas del autor. Significa que tales figuraciones traman significados culturales que no pueden objetivarse del todo, pero que ofrecen atisbos para su interpretación. Un fragmento de la autobiografía de Piñera podría brindar cierta luz. En ésta el autor revela cómo se vio confrontado por su condición de criollo cuando tuvo que mudar residencia a la capital para comenzar sus estudios en La Universidad de La Habana y sólo podía costearse una pieza en la casa de una familia de color.

¿Podría yo convivir con esos negros, yo, que en los parques provincianos ocupaba la fila de los blancos? ¿Y no se situaba dicha fila junto a la estatua del prócer de turno como indicando que, por nuestra condición de blancos, estábamos con la majestad, santidad y blanquedad? […] Y la tía era blanca pero me echaba de su casa, los blancos eran senadores y representantes, pero hacían todo lo posible para verme perecer por hambre […]. De pronto recordé a mi criandera, que era negra, que me había puesto el pezón en la boca, que había limpiado, sin protestar, mis caquitas. Me sentí tan niño, tan lejos de todo color y de todo prejuicio […]. (2012a, pp. 323-324).

Las notas parecen esclarecer el embrollo alegórico. Primero, al revelar una realidad que para comprenderla es necesario situarnos desde la subjetividad criolla en un contexto en el que el negro no tiene cabida en la memoria colectiva ni en el espacio público. La historiadora Consuelo Naranjo Orovio plantea que el negro era sinónimo de peligrosidad social a lo largo de la República (2003, p. 156). Glissant, por su parte, sostiene que los negros son un pueblo heterogéneo al que se le ha negado el derecho a participar en la Historia (2010, p. 124). En segundo lugar, la alegoría permite asociar la pureza y la bondad con los sujetos racializados que, inferimos, son la servidumbre confinada en el relato. En las antípodas de una mezquindad blanca que despliega inhumanidad y violencia, están los negros y los siervos ahí donde, paradójicamente, el poseedor de la cara sólo puede ampararse.

Tal parece que la heterotopía no se resuelve entre los personajes principales, al menos no como edificadores de un espacio autónomo y resguardado. Es probable que la servidumbre explique la inestabilidad propia del universo que desea construirse el protagonista y no consigue del todo, en virtud de que el narrador se obsesiona con verle. Como huella apunto de ser borrada de la historia, quizás la servidumbre permita comprender la porosidad existente en esta hetorotopía.

Comunidades de cojos y ciegos

En el poema “Vida de Flora” (1944) Piñera manifiesta una voz poética empática con una mujer de “grandes pies que ocupan todo el espacio”, que “no caben en el río que te ha de conducir a la nada, al país en que no hay grandes pies ni pequeñas manos ni ahorcados” (2012b, p. 110). Como señala Jesús Jambrina, nuestro autor asume “el compromiso de una voz con cierto tipo de personajes, de sujetos reales en la medida en que pertenecen al mundo diario, pero que al mismo tiempo no existen en el imaginario heroico de las (re)producciones hegemónicas” (2012, p. 95). El escritor apela a identificarse con estas alteridades para comprender literariamente una realidad que no puede ser mitificada y sólo es revelada desde los misterios del margen.

Algunos relatos del autor de Pequeñas maniobras erigen universos compensatorios para aquellos sujetos que han sido desplazadas por los marcos normativos; son heterotopías que cumplen la función de denunciar la realidad como ilusión (Foucault, 1994, p. 30); son islas que emplazan a su interior la vida “normal” para neutralizarla. Como se verá, los lisiados de “Cosas de cojos” y “Oficio de tinieblas” no parecen regirse por las lógicas dominantes que generalmente los someten; sí resisten y subsisten con relativa alegría, pero sobre todo a partir de relaciones de comunión y semejanza.

En “Cosas de cojos” el narrador inicia diciendo que “los cojos, a pesar de su cojera, van y vienen por las calles. […] [P]ero […] apenas si obtienen que el público repare distraídamente en su cojera” (p. 52). Aunque marcharan pidiendo que “se les devolviera la pierna perdida […], está visto que un cojo evita la compañía de otro cojo”, pues la soledad y el “recato” son “inherentes a la cojera” (p. 52): van por el mundo desarticulados y relativamente invisibles a los ojos de los demás.

En Los anormales, Michel Foucault señala que la disciplina de los cuerpos se manifiesta en acciones, en formas sutiles de ejercicios del poder que están relacionadas con el surgimiento de los discursos del saber sobre las “anomalías” de quienes son considerados “incorregibles” o “monstruos”: sujetos con deformaciones físicas, enfermedades corporales e inversiones a las normas (2007, pp. 64-67). El tratamiento, incluso moral, del “anormal” supone volverlo funcional, esto es, eliminar o atenuar su falla. Pero mientras esto ocurra, el lisiado queda fuera de los marcos de la ley como exigencia de un uso racional de la administración de la vida social y económica. Bien señala José Bianco sobre los cuentos de Piñera que “es como si el mundo estuviera enfermo de cordura” y, entonces, los personajes se empeñan “en devolver salud ponderando hasta el delirio ese rigor lógico que permite a los hombres entenderse y buscar el camino de la verdad” (1970, pp. 8-9). Significa que la anormalidad en estos relatos supone la antítesis de la domesticación correctiva y, por lo tanto, la fundación de un mundo autónomo.

El brevísimo relato narra la historia de un cojo que “tenía que comprar un zapato para su pierna buena”, motivo por el cual decide apostarse “frente a una zapatería en espera de otro cojo que tuviera necesidad de un zapato para su pierna derecha”, pues ¿por qué razón “iría a comprar dos zapatos si con uno le bastaba? […] ¿por qué perder tontamente la mitad de esta suma?”. Pero “como la vida no es tan sencilla como parece”, continúa el narrador, “ocurre que ese cojo, que él aguardaba, anhelosamente, había tenido su misma ocurrencia, pero, en cambio, no había escogido la misma zapatería” (p. 52).

La “proverbial tenacidad” (p. 53) de estos cojos hace que permanezcan varios años fuera de su respectiva zapatería sin que suceda el encuentro. El tiempo se encapsula y relativiza: ningún ritual de subsistencia tiene cabida y lo único relevante es esperar: la vida circundante no se impone porque se han empeñado en encontrarse. La vidriera, los cojos expectantes, aunque distantes, confeccionan una dinámica regida por la templanza y una temporalidad que se sostiene en el deseo de mitigar la soledad. La ruptura con el tiempo tradicional instaura una heterocronía que agrieta la normalidad en la que los cojos no tienen cabida y tampoco son percibidos.

Hacia el final de la historia ocurre el anhelado encuentro, pues “no todo es rigor y drama en esta vida. Un buen día, dos cojas (no por avaricia, sino por malparada economía) tuvieron la misma idea que nuestros dos cojos, y quiso el azar que vinieran a apostarse frente a las zapaterías donde estaban apostados desde hace años los cojos de nuestra historia” (p. 53). La pobreza material que los había mantenido a la espera, se traduce, irónicamente, en un final feliz: “Un día, los cojos y las cojas acabaron por mirarse amorosamente, y apoyándose en sus muletas se estrecharon para escuchar el latido de sus corazones” (p. 53). Entonces las parejas procedieron a entrar a “sus respectivas zapaterías, pues ¿se ha visto alguna vez que un cojo y una coja marchen al altar con el zapato roto?” (p. 53). El risueño desenlace no desdibuja el hecho de que no se integrarán a los marcos normativos. Queda, eso sí, la anhelada proximidad con el semejante, la comparecencia entre dos y su deseo de acompañarse.

La negativa a caracterizar el temperamento de los personajes permite leer que los lisiados de Piñera no obedecen a identidades conclusivas. Lo que prima en este relato son cuerpos y singularidades que constituyen el reverso de la autarquía del sujeto o, mejor dicho, el reverso del “individuo” facultado en términos modernos. “La singularidad no tiene nunca ni la naturaleza ni la estructura de la individualidad”, dice Jean-Luc Nancy, “tiene lugar en el plano del clinamen, inidentificable”, es decir, singularidad que es esencialmente comunidad, “comunicación íntima entre sus miembros”, y “comunión orgánica de ella misma con su propia esencia” (p. 17) que, como en el relato, se fundamenta en el condicionamiento físico compartido.

Por otra parte, “Oficio de tinieblas” fue escrito en el contexto de la enfermedad que acabó con la vista del padre de Piñera. Cuando José Bianco visitó a su amigo en Cuba en 1961, conoció al señor “de mucha edad, frágil, de facciones acusadas” (1970, p. 17). Le llamó “la atención sus ojos apagados, su aspecto tenue, casi fantasmal”, dice el escritor argentino, y Piñera “se refirió a su padre con tristeza: ‘No ha hecho sino luchar en la vida, como todos nosotros. A los ochenta y pico está ciego, o casi ciego” (id.). El relato puede leerse como una celebración de la vida del padre, en aquel entonces ya senil e invidente.

En este relato el narrador en primera persona comienza describiendo las vivencias que su familia ha experimentado desde que la ceguera del padre ha sido confirmada por un médico. “Se ha quedado ciego sin remedio”, razón por la que enseña a su esposa “el arte de la ceguera”, aunque ésta parece fracasar en su intento de ser buena ciega. En cambio, con la nieta está encantado: “Hay que ver sus manos: palpan, tantean las paredes como abriendo camino al resto del cuerpo, que, victoriosamente, atraviesa el dédalo de cuartos” (p. 29). Las relaciones familiares ya no están condicionadas por la normalidad; la historia dispone un conjunto de significados en los que la falencia visual posibilita en adelante las relaciones familiares, mismas que se extienden al círculo social más cercano.

La ceguera no se impone sino como juego; es el “oficio de tinieblas” que los demás aceptan y normalizan con prontitud. A su vez, dispone otro tiempo, manifiesto en el hecho de que la familia decide festejar con júbilo el primer aniversario de ceguera, en sustitución del cumpleaños. El tiempo calendárico deja de regirse por las efemérides tradicionales para ser pautado por las “tinieblas”. Vecinos y familiares acuden al festejo y se les entregan anteojeras para no ver. Los lentes cumplen su función a la inversa: se trata de apelar a una máscara que anula la facultad para ver. Hacia el final todo transcurre sin torpezas, cuenta el narrador: “se brindó con champaña y hasta se bailó” (p. 20).

Como en “Las partes” y “La cara”, los personajes pueden ver, pero la ceguera infligida constituye el medio idóneo de vinculación con el otro. El enmascaramiento que provee la oscuridad abre paso a formas de resistencia y soberanía que emanan, esencialmente, del cuerpo falente como espacio utópico y autárquico capaz de solidarizarse lejos de los tiempos y espacios tradicionales.

Balance provisorio

A manera de corolario, los condicionamientos somáticos en estos relatos permiten examinar la resistencia, siempre obstinada, a hacer uso de la vista. En “Las partes”, “La cara” y “Oficio de tinieblas” los personajes no son ciegos, exceptuando al padre en este último relato. Las capacidades visuales deben quedar reducidas para que otra lógica espacio-temporal, diferenciada del exterior, cobre sentido cabal y dote de coherencia a su interior. No es que los personajes no puedan ver, sino que se niegan de buena gana, y en ocasiones de manera jocosa, al imperio visual, por medio de actos restitutivos que despliegan otras clases de relaciones. Se podría concluir que la vista, tal como la entendemos, es una facultad engañosa que debe anularse para poder introducirse en un mundo otro.

El significado sobre la vista en “Cosas de cojos” se complementa en los demás relatos. En este caso, la vista alude el hecho de que los cojos no son advertidos por la sociedad en la que viven. Si en “Las partes” y “Oficio de tinieblas” la restricción y la inferencia visual son esenciales a su universo ficcional, en “La cara” persiste una tensión constante, en la medida que el narrador desea que se devele lo que puede destruirle. Se trata de trascender la vista para ahondar, mirar, observar las zonas oscuras de una sociedad que ha dejado sin agencia ni historia a cierta clase de sujetos que, no obstante, han sido capaces de idear y habitar un universo autárquico.

Por otra parte, el espacio-tiempo que aquí hemos concebido como heterotópico, no puede pensarse sin las adecuaciones corporales. No hay guarida, no hay espacio y temporalidad otros sin que los personajes intervengan sus cuerpos en complicidad con otros que comparten su falencia. Los relatos confirman que el espacio no es depósito, ni el tiempo mera sucesión. “No vivimos en un espacio homogéneo y vacío”, dice Foucault, sino “en un espacio que está totalmente cargado de cualidades, un espacio que está tal vez también frecuentado de fantasía” (1994, p. 67). Las formas insulares, volcadas hacia un adentro en estas historias permiten que se cumplan, también, ciertas formas de utopía en las que no se busca ninguna clase de trascendencia, sino imaginar y resistir desde y para el cuerpo, en íntima y secreta solidaridad.

Esto último se engarza con las formas radicales de socialidad que Piñera propone. El lugar primordial que cobra el cuerpo y sus facultades somáticas me hace pensar en lo que Nancy denomina la angustia por el “ser-en-común”, que no es sino la extensión de un cuerpo en otro para devenir “comunidad”. En la comunidad las individualidades se desintegran cuando prevalece una alteridad radical que, como señala el pensador, es “inclinación”, apertura y “disposición del uno hacia el otro” (2001, p. 17). Los cuerpos falentes de Piñera son, en síntesis, reducto de utopía, fragmento de una no-historia, por decirlo en términos de Glissant, en el sentido que construyen formas contra-épicas que se apartan del devenir histórico, que no desean ni proponen ser individuos en devenir, ni tampoco participar de la búsqueda de una identidad.

Referencias

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1 En 1942 Piñera comenzó su relación epistolar con Adolfo de Obieta, hijo de Macedonio Fernández, a quien remitió su primer relato, El Conflicto, escrito entre 1940 y 1941 y publicado en 1942 bajo el sello de Cuadernos de Espuela de Plata (Piñera, 2011, p. 41).

2El fruto de dicha convocatoria es La poesía cubana en 1936 (1937), donde figura “Grito mudo” uno de los primeros poemas de Piñera.

3El autor señala sobre sus cuentos de Poesía y prosa y Cuentos fríos que “parecen ubicarse en la irrealidad, que, a simple vista, se confundirían con lo fantasmal” puesto que “han sido concebidos partiendo de la realidad más cotidiana, es decir, de la vida que yo hacía en la época en que los escribí. ¿Qué vida llevaba yo allá por los años 1942, 43, fecha de redacción de mis Cuentos fríos? La de un desarraigado, la de un paria social, acosado por los dioses implacables: el hambre y la indiferencia del medio circundante” (Piñera en Espinosa Domínguez, 2011, p. 182).

4En carta a Lezama Lima del 22 de diciembre de 1946, Piñera escribe: “En relación con las colaboraciones quisiera decirte algo. Aquí todos están acostumbrados a que se les pague; yo puedo obtener con los muy íntimos que lo hagan gratuitamente (Obieta, Peyrou, Sábato, Gombrowicz, etc.) pero hay otra gente que podría solicitarle algo y no me atrevo porque no sé si Uds estén en condiciones de poder pagar alguna pequeña cantidad. Aquí generalmente se cobra de 10 a 15 dólares por artículo” (Piñera, 2011, p. 81).

5Ninguno de sus cuentos se publicaron en Orígenes. En Anales de Buenos Aires, dirigida por Borges, aparecieron los relatos “En el insomnio”, “El señor ministro” en 1946 y 1947, respectivamente. En Sur vieron la luz “El enemigo”, “La carne”, “La caída”, “El infierno” y “La gran escalera del palacio legislativo” entre 1955 y 1958. Asimismo “En el insomnio” figuró en la antología Cuentos breves y extraordinarios (1955), dirigida por Borges y Bioy Casares.

6Sus amistades eran más bien satelitales respecto del grupo dominante: Adolfo de Obieta, Graziella Peyrou, Carlos Cordaroli, el cubano Humberto Rodríguez Tomeu y el escritor polaco Witold Gombrowicz (Calomarde, 2010, pp. 157-248; Kanzepolsky 2004, pp. 81-147) conformaban el círculo de amigos más cercano. Con el autor de Ferdydurke defendió especialmente una trinchera para poder ejercer una crítica mordaz en relación a las dinámicas literarias porteñas y habaneras.

7Reinaldo Laddaga sostiene que Piñera forma parte de un conjunto de escritores “raros” de la literatura hispanoamericana, Su exclusión de cánones, cursos e historias de la literatura tiene que ver con su tendencia a desviarse de las formas que la literatura ha cobrado con frecuencia (2000, pp. 9-29).

8En adelante cito únicamente por el número de página.

9En “Espacios diferentes” (1967) Foucault plantea que las heterotopías establecen su propia temporalidad o, mejor dicho, sus propios cortes temporales: “la heterotopía se pone a funcionar a pleno cuando los hombres se encuentran en una suerte de ruptura absoluta con su tiempo tradicional” (en 1994, p. 76).

10Para Glissant la Historia con mayúscula participa de una obsesión totalizadora. Este deseo que concibe el progreso histórico de la humanidad como condicionante de las acciones de la sociedad, tiene como sustento a la literatura, misma que refuerza el sentido épico de una huella primordial, cuyo lugar está en el Occidente pero se concreta en la identidad ideológica de un origen común o nacional-teleológico. La Historia, de concepción hegeliana, es, para Glissant, hegemónica, mientras que el cuento antillano revela sus fisuras debido al sentido que ocupa “la palabra retenida” de la voz antillana, su capacidad para delimitar “un paisaje no poseído” y urdir la “anti-Historia” (2010, p. 145). Por otro lado, sostiene que “las Antillas son el lugar de una historia hecha de rupturas y cuyo inicio es un arrancamiento brutal: la trata de negros”, de ahí que la conciencia histórica antillana no pueda sedimentarse “de forma progresiva y continua, como en los pueblos que engendraron una filosofía de la historia a menudo totalitaria -los europeos- sino agregarse, por efectos del impacto, de la contradicción, de la negación dolorosa y de la explosión” (2010, p. 124). El énfasis es mío.

Recibido: 15 de Mayo de 2021; Aprobado: 04 de Octubre de 2022

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