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Revista SAAP

versión On-line ISSN 1853-1970

Revista SAAP vol.9 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2015

 

Educación y ciudadanía en el siglo XXI1

 

CAMILA CRESCIMBENI

Universidad de Buenos Aires, Argentina camicres@hotmail.com

La ciudadanía es un concepto histórico complejo, cuyo marco de referencia cambia conforme mutan las comunidades políticas. La educación es un derecho social devenido de la ciudadanía moderna, pero a su vez cumple un rol esencial en la construcción de la misma. Estudiar la relación entre ciudadanía y educación se hace progresivamente relevante a medida que el mundo transita un ordenamiento global: es necesario transformar la ciudadanía en un concepto dinámico y capaz de generar nuevos consensos a través de una educación que incorpore la participación activa, la multiculturalidad y las nuevas tecnologías.

Palabras clave
educación - ciudadanía - globalización - NTIC - educación ciudadana

Abstract

Citizenship is a complex historical term, and its frame of reference changes together with political communities. Education is a social right derived from modern citizenship, but it also has an essential role in building the latter.
Studying the relationship between citizenship and education becomes progressively relevant as the world undergoes globalization: citizenship must be transformed into a dynamic term, capable of generating new consensus through an education that must include active participation, multiculturalism and new technologies.

Keywords
education - citizenship - globalization - NIGT - civic education

 

¿Cómo se relacionan la ciudadanía y la educación? ¿Es el derecho social a la educación una consecuencia de la condición de ciudadanía -soy o seré ciudadano, ergo adquiero el derecho recibir una educación pública y gratuita- o es la educación la generadora de una cultura y conducta ciudadanas -a través de escuela puedo aprender los contenidos y capacitarme en las habilidades que requeriré para ejercer la ciudadanía-? ¿Son éstas alternativas mutuamente excluyentes, o deberíamos pensar que el sistema educacional tiene a la ciudadanía como origen y como final? ¿Cuál debe ser el rol de la escuela en torno a la formación de ciudadanos del siglo XXI? Para responder a estos interrogantes, este trabajo propone centrarse en la naturaleza histórica y fluctuante de la ciudadanía. En primer lugar, se recuperan distintas configuraciones históricas de la ciudadanía y se distinguen las dimensiones que la componen. Por otro lado, se ensaya una definición amplia de la educación en sentido relacional, y se delimita el rol de la educación formal en la construcción de la ciudadanía.

En segunda instancia, este trabajo se detiene en el surgimiento histórico de la educación en tanto derecho social y en su inclusión dentro de la condición de ciudadanía. En tercer lugar, el trabajo presenta ciertas consideraciones prácticas para una educación verdaderamente ciudadana. Se discute acerca de la cultura cívica, se propone una educación para la conducta ciudadana en tanto ejercicio de derechos y obligaciones, y se problematizan dos elementos esenciales que debe tener en cuenta una educación para la ciudadanía en el siglo XXI: las nuevas tecnologías y la mundialización.

Finalmente, se propone pensar que la educación y la ciudadanía funcionan como un Jano bifronte: la ciudadanía es tanto una fuente progresiva de derechos en virtud de la pertenencia a una comunidad organizada -entre ellos, el derecho a la educación- como también es el resultado de una construcción social operada a través de la educación y las instituciones educativas. En los albores de un nuevo siglo caracterizado por la globalización de la ciudadanía y la innovación tecnológica, es preciso trazar nuevas líneas teóricas a fin de fortalecer la educación ciudadana.

I. Consideraciones preliminares

I.1. Las dimensiones de la ciudadanía

La ciudadanía es un concepto engañoso. No es un concepto nuevo porque las comunidades políticas tampoco lo son, y la ciudadanía se encuentra necesariamente ligada a ellas pues son su condición de existencia. No es un concepto neutro, ya que está cargado de significado y de componentes valorativos, y tampoco es un concepto unívoco, pues distintas tradiciones de pensamiento la definen de manera diversa. La ciudadanía dista de ser un concepto anacrónico u obsoleto, manteniéndose vigente y relevante en las discusiones políticas y sociales. Es difícil negar la relevancia de la cuestión de la ciudadanía en la actualidad, motivo por el cual este trabajo intenta profundizar en las dimensiones que la componen y en las relaciones sociales que de ella dependen.

Históricamente, la ciudadanía nació asociada a la pertenencia a la comunidad política representada por las polis griegas (Andrenacci, 2001) y a través de los tiempos continuó siendo considerada como una expresión de nación y nacionalidad, en tanto "el ciudadano es siempre miembro de una comunidad, un grupo, una nación a los que limitan las fronteras de la ciudadanía" (Dubet, 2003: 220). Es posible ser ciudadano de Grecia, de Argentina o de Zaire, pero no es posible ser ciudadano de un club, de un ministerio, de la Organización de las Naciones Unidas o de una ONG. Clasificar a una persona como ciudadano no equivale a clasificarlo como miembro de una organización, porque la ciudadanía es una categoría necesariamente política y necesariamente estatal: está intrínsecamente relacionada con una comunidad política de pertenencia, que a su vez sehalla enmarcada en una red de configuraciones políticas a nivel global. En el mundo griego de la Antigüedad, momento histórico de nacimiento del concepto de ciudadano, el espacio se dividía en torno a las polis o ciudades, y eran ciudadanos quienes participaban de la actividad política de las polis. A partir de la Edad Moderna, la principal división política se erigió en torno a los estados-nación emergentes y la ciudadanía se construyó en relación a la pertenencia a un Estado determinado, fuente de derechos y de obligaciones para aquellos que vivieran bajo su órbita.

El proceso de consolidación de los estados-nación implicó la necesidad de centralizar y concentrar la soberanía, y de generar a la vez un sentimiento de reciprocidad entre los individuos que habían quedado sujetos a cada Estado. La ciudadanía es un componente fundamental del proyecto de formación de una conciencia nacional, conciencia que debe pugnar por establecer un sentimiento de pertenencia a una comunidad -imaginaria- donde todos provengan de un origen común y compartan un fundamento. Así, la ciudadanía se asocia a un relato nacional que se fortalecerá desde distintas órbitas, una de las cuales es central para este trabajo: la educación formal. En la escuela, la historia es un relato de luchas y proezas de héroes nacionales del que todos los niños de una nación deben sentirse herederos.

La ciudadanía es a su vez una categoría relacional, pues como se anticipó brevemente, está directamente relacionada con la comunidad política de referencia. No se es ciudadano si no preexiste una comunidad, y se es ciudadano solamente en relación a un sistema político de referencia que funda la identidad del ciudadano. De este modo, la ciudadanía está sujeta a transformarse a medida que se produzcan cambios en los estados-nación. Ser ciudadano en una democracia del siglo XXI no es lo mismo que ser ciudadano de una dictadura militar en los años '70; no es igual ser ciudadano de una democracia inclusiva de mitad de siglo o ser ciudadano de una república conservadora de principios de siglo. Se producen cambios respecto de quiénes son los ciudadanos, mutan los derechos asociados a la ciudadanía, se modifica la relación simbólica entablada entre los ciudadanos y la nación. Siguiendo esta lógica, en un mundo global que diversifica los escenarios nacionales, coincidimos con Silvia Levín (2004) en identificar a la ciudadanía como una categoría histórica y dinámica capaz de transformar y renovar el consenso entre los individuos respecto de su comunidad política de referencia.

Se torna necesario operacionalizar el concepto de ciudadanía, con el objetivo de dar cuenta de la complejidad del asunto. Para trascender la visión simplista que distingue a la ciudadanía formal de la informal, aludiendo con la primera a aquellos aspectos definidos por la Constitución y las leyes reglamentarias, y con la segunda a la ciudadanía en sentido amplio (la participación real de los ciudadanos, el cumplimiento de obligaciones, etc.) podríamos desagregar el concepto de ciudadanía en 4 dimensiones:

Dimensión normativa: La ciudadanía puede ser asociada con el estatus legal. Esta dimensión se refiere a todos los derechos otorgados por medio de la Constitución y las demás normas a los ciudadanos, junto con los deberes que les corresponden. A su vez, en esta dimensión se determina quiénes son los ciudadanos y a partir de qué momento de sus vidas se convierten en tales (al cumplir determinada edad, al vivir en un lugar por un cierto tiempo, etc.). Es una dimensión pasiva que proviene de las vertientes legalistas de la ciudadanía (Levín, 2004) que conciben a los ciudadanos como sujetos y objetos del Derecho. Por otro lado, es una dimensión donde todos los individuos pueden ser homogeneizados a partir de una igualdad formal legal.

Dimensión simbólica: Podemos pensar en la ciudadanía como identidad política (Mouffe, 1999; Pedró, 2003) y considerarla a su vez una productora del sentido de pertenencia a una comunidad. Esta dimensión se relaciona con la construcción del relato nacional y el mito de un origen común. Por otro lado, en esta dimensión se incluyen las teorías que hacen referencia al deseo humano de reconocimiento y aceptación incondicional por parte de los otros, pensando en la pertenencia como "el bien primario en toda comunidad humana" (Levín, 2004: 68).

Dimensión capacitadora-habilitante: Esta dimensión considera aquellos derechos e instituciones que permiten al ser humano y potencial ciudadano desarrollar capacidades que lo habilitarán a ejercer la ciudadanía efectiva y comprometidamente. Aquí se incluyen, por ejemplo, los derechos sociales como la educación y la salud, que permiten formar personas sanas y capaces de convertirse en ciudadanos integrales. En este trabajo nos detendremos especialmente en la importancia de la educación como factor habilitante primordial.

Dimensión de ejercicio: Esta es la dimensión activa de la ciudadanía, que pone el foco sobre la participación real de los ciudadanos, el ejercicio de los derechos civiles, políticos y sociales, y otros comportamientos ciudadanos. Siguiendo a Hannah Arendt (2003), la ciudadanía se caracteriza por la voluntad de llevar la acción a la esfera pública y "no por la mera adscripción a un colectivo" (Levín, 2004: 55), es decir, por el simple hecho de la membresía. La acción, en tanto categoría estrella que representa la condición eminentemente política bajo la cual le fue dada la vida al hombre en la tierra, es un elemento esencial de la ciudadanía. En esta dimensión podemos entender a la ciudadanía como el espacio de construcción de lo público.

Las dimensiones de la ciudadanía son herramientas útiles para desagregar el concepto y para evitar caer en las conceptualizaciones rígidas y parciales de la ciudadanía, que solamente se enfocan en una dimensión como si la parte fuese el todo. Sin embargo, no hay que perder de vista que dichas dimensiones operan conjunta, transversal y simultáneamente.

I.2. La educación como relación social

Otro concepto que suele aparecer íntimamente relacionado con la ciudadanía es la educación, tema esencial para este trabajo. Ya desde los análisis estructural-funcionalistas del siglo XIX, la escuela aparece caracterizada como una "fábrica de ciudadanos" que busca la normalización y la homogeneidad cultural. De esta manera, se reconoce la función social que cumple el sistema educativo para la integración del sistema (Terrén, 2003). Sin embargo, en este trabajo se tendrán en cuenta distintas dimensiones de la educación y diversos aspectos de la relación entre ciudadanía y educación, reflexionando acerca del lugar de la homogeneidad pero también de la diversidad en la construcción de la ciudadanía.

La educación -y particularmente la educación ciudadana- es una relación social. Esto implica que la educación parte necesariamente de la vida en sociedad: a nivel microsocial, para que se pueda hablar de educación, deben haber al menos dos personas en un intercambio o transmisión2 de saberes y saber-hacer (know how), experiencias y valores, nociones y tradiciones. Proyectando lo sucedido a nivel particular hacia un nivel universal, la educación se da entre reducidos grupos de expertos y grandes masas poblacionales. La idea de autoeducación o educación introspectiva no tiene sentido si no parte primero de una relación social; es decir, un individuo no tiene nada que enseñarse a menos que haya conocido algo distinto de su mismidad. La educación es, entonces, un componente externo al ser individual, pues no tiene contenido ni sentido si no parte de la sociedad, y a la vez es un elemento inherente a la comunidad.

Dependiendo del modelo educativo, la relación social de educación puede presentar distintos grados de asimetría, oscilando entre algo parecido a un intercambio por un lado y la mera transmisión o adoctrinamiento por el otro. Aquí se pone en juego la horizontalidad o verticalidad del modelo educativo y organizacional, teniendo en cuenta que la relación social de educación siempre implica al menos una mínima jerarquía, al tratarse de un sector del saber que enseña a otro sector que no posee ese saber.

I.2.I Educación formal e informal

El propósito de la educación tanto formal como informal es socializar los contenidos considerados importantes a través de los tiempos, generando un cierto dominio del saber sobre quiénes se van incorporando a la sociedad. La principal diferencia entre la educación formal y la informal es que solamente la primera es de dominio casi absoluto del Estado. Podemos pensar que la educación informal actúa primordialmente sobre lo individual y proviene de grupos variados, pues son cada familia y cada grupo social que circundan al individuo recién llegado al mundo quienes deciden cuáles contenidos y prácticas esenciales deben transmitirle. La educación formal, por otro lado, es una fuerza poderosa administrada por el Estado moderno a partir de la expropiación del saber que realiza éste sobre las distintas entidades religiosas y privadas que administraban el conocimiento. El Estado adquiere así el monopolio legítimo sobre la educación formal y puede determinar los contenidos obligatorios que deben aprender los niños que pasen por la escuela, puede definir quiénes deben asistir a la escuela y hacer cumplir dicha obligación, puede decidir qué instituciones escolares son legítimas y cuáles no, cuenta con una serie de recursos y la capacidad de decidir a qué aspecto de la educación formal destinarlos, entre tantas otras potestades.

En líneas generales, la escuela se instala masivamente en las sociedades cuando el Estado-nación moderno reconoce la importancia de generar una conciencia nacional y de aglutinar a sus habitantes particulares bajo un fundamento último y universal que justifique la existencia misma del Estado: así, "el invento de la escuela no pudo realizarse más que en sociedades provistas de cierta historicidad, es decir, sociedades que proyectan fuera de sí un conjunto de valores y principios no sociales, percibidos como universales" (Dubet, 2003: 223). Cuando fue necesario convencer a los ciudadanos de un Estado supuestamente democrático y elegido por el pueblo -pueblo ya no sujeto a una monarquía absoluta o a una relación feudal de vasallaje- de que aún debían ir a la guerra, o que debían trabajar incesantemente para producir bienes que serían consumidos por otros, o que debían elegir a tal o cual jefe de Estado, el mismo Estado descubrió la necesidad de crear una conciencia nacional poderosa que engendrara pasiones y voluntades. Para efectivizar la idea de una nación y persuadir a individuos de orígenes dispares de que tenían algo en común con el vecino e incluso con personas alejadas espacialmente, los estados instalan la educación obligatoria y la presentan como un derecho social. En la actualidad, el Estado mantiene su poder sobre la escolarización y de esta manera, tanto las instituciones escolares privadas como las públicas deben ceñirse a las decisiones del Estado (ya sea nacional o local, dependiendo del grado de descentralización y federalismo) en lo que respecta a los contenidos básicos escolares, las modalidades de evaluación, entre otras cosas.

I.2.II La escuela

En este trabajo, nos centraremos solamente en un espacio específico de la educación formal: las escuelas. Es decir, trabajaremos sobre la educación en su versión institucionalizada y digitada desde el Estado, aquella que es esencial para la configuración de la ciudadanía.

La escuela aleja a los niños de la educación informal que reciben en sus hogares para enseñar otros principios esenciales para el Estado y que son presentados como incuestionables, absolutos, por encima del espacio del debate: "Si gastamos dinero y alejamos a los niños de su familia y de la economía doméstica, es para introducirlos en una cultura más amplia, percibida como si estuviese situada fuera del mundo y por encima de la sociedad, una cultura basada en un principio considerado universal" (Dubet, 2003: 223). La escuela no es un espacio de contestación, de rebelión, de develación de las imbricadas redes nodales de poder que constituyen las relaciones humanas (Foucault, 2003), sino que es un espacio físico y simbólico donde se incentiva la homogeneidad y se estigmatiza la diferencia. Si la dimensión normativa de la ciudadanía intenta referir a una condición de igualdad y autonomía de los sujetos, "la educación se basa en la desigualdad fundamental de maestros y alumnos, de adultos y niños" (Dubet, 2003: 219).

Un aspecto central de la educación formal es la formación de los docentes: es necesario que ellos crean en el valor de la nación, en su geografía, en su historia. Frente a los alumnos, el docente representa una superioridad, una autoridad legítima que no está dada por las cualidad personales del mismo, sino porque "el Maestro encarna parte de la República, la Razón, la Cultura" (Dubet, 2003: 224). El maestro es respetable no por la persona que es en sí, -o, mejor dicho, independientemente del tipo de persona que sea- sino por el lugar que ocupa como vocero de valores nacionales supremos e incuestionables a los que todo ciudadano se debe en última instancia.

La escuela tiene algo de santuario y de sagrado, ya que se erige como un espacio elevado por encima de las cuestiones desagradables de la vida (Dubet, 2003), y establece una formalidad tendiente a demostrar a los alumnos que ya no se hallan bajo la órbita de la familia sino bajo la lógica de una autoridad diferente. Los docentes se dirigen a los estudiantes en calidad de alumnos, no de niños o adolescentes, y no permiten de ellos conductas que sus familias sí consentirían. Incluso podría decirse que la escuela generalmente es la primera instancia en que los niños de una nación tienen contacto con el Estado y las reglas que lo conducen, tanto en los actos realizados en las fechas de conmemoración de la Patria, como en los momentos en que se canta el Himno Nacional, como en el aprendizaje de la geografía del país y la historia del Estado, como en la introducción de reglas y normas escritas que es necesario cumplir, como en el vigor de la aplicación de sanciones formales frente a conductas disruptivas, entre tantos otros ejemplos.

Paradójicamente, además de sujetar al sujeto a una determinada noción de la vida social y a los modos de su nación, la educación formal también autonomiza y subjetiviza. Vale decir, el sujeto también se construye, se libera y se vuelve autónomo en la escuela, pues al conocer los modos de vida de su sociedad puede moverse en ella con mayor comodidad, afecto y libertad. La educación ocupa el rol esencial de vincular al Estado con los sujetos-objetos que le dan sentido y razón de ser. La escuela es el canal mediante el cual se conduce a los recién llegados a la vida hacia el sistema político en el cual les ha tocado nacer, e intenta instalar en ellos una brújula moral autónoma cuyo Norte coincida en la mayor medida posible con el deseo del Estado (Dubet, 2003: 226).

Siguiendo el planteo de Francesc Pedró (2003: 237), es posible pensar que las escuelas cumplen un rol crítico en educar a los niños y jóvenes en tres aspectos esenciales:

Identidades: Desde lo programático se seleccionan los contenidos de las Humanidades, especialmente Historia y Geografía, para crear una identidad común. Este aspecto responde a la enseñanza de la dimensión simbólico-identitaria de la ciudadanía.

Competencias de la ciudadanía: Se ocupa de enseñar capacidades básicas (cognitivas, lingüísticas, comunicativas, actitudinales, normativas) que serán imprescindibles para la vida en sociedad en general y para el ejercicio de la ciudadanía activa en particular. Se relaciona con la dimensión habilitante-capacitadora de la ciudadanía.

Valores cívicos: En la escuela se practica la obediencia a la autoridad, la relación respetuosa con la otredad y la participación ordenada de los alumnos, todos aspectos referidos a la dimensión del ejercicio de la ciudadanía. Aquí notamos que todos estos valores son necesarios pero responden a una concepción republicana de la educación y de la ciudadanía, notándose la falta del componente participativo, democrático y activo, esencial en la educación para una vida democrática en el siglo XXI.

Teniendo en cuenta estos aspectos y siguiendo a François Dubet (2003: 222) podemos sostener que "la formación de ciudadanía no es sólo cuestión de principios y valores, se inscribe también en la misma forma de escolarización, en el modo como se realizan los aprendizajes, en un sistema de disciplina, en un conjunto de normas. Nace sobre todo de una forma escolar". De esta frase deberíamos retener tres ideas que serán importantes para las discusiones subsiguientes: 1) la ciudadanía no es un dato de la realidad ni una mera existencia, sino que debe formarse y construirse; 2) la formación de ciudadanía está relacionada con los principios y los valores pero no se agota en ellos, 3) la construcción de la ciudadanía se asienta sobre la forma escolar que expresa un sistema disciplinario y un compendio normativo.

II. La configuración histórica de la relación entre ciudadanía y educación

II.1. La construcción simbólica del término ciudadanía

Históricamente, el concepto de ciudadanía ha fluctuado en relación a su objeto de referencia, es decir, la comunidad política. Desde la modernidad, la ciudadanía está relacionada con el nacionalismo -en tanto valor patriótico fomentando desde la educación ciudadana- pero más aún con el concepto de nación. Siguiendo a Benedict Anderson (1993), puede sostenerse que las naciones no son existencias fenoménicas sino construcciones sociales y artefactos culturales que trabajan sobre la imaginación de los pueblos, donde los estados intentan forjar un sentido de identidad que hermane a personas que jamás se conocerán entre sí pues se encuentran separados espacial y temporalmente. Así, un joven argentino del siglo XXI puede sentirse orgulloso de los logros de un deportista nacido en una provincia lejana o de un caudillo que haya habitado la misma tierra en el siglo XIX, personas a quienes jamás conocerá personalmente pero que en su imaginario comparten un algo especial con él.

Anderson (1993) plantea la existencia de tres paradojas para demostrar la intensidad del componente imaginario de las naciones:

1) La modernidad objetiva de la existencia de naciones cuando se las analiza en detalle desde la posición del historiador, frente a la antigüedad subjetiva que parecen tener las naciones a la vista de los nacionalistas.

2)  La universalidad formal de la nacionalidad como un concepto sociocultural (en el mundo moderno todo individuo tiene una nacionalidad y debe sentirse apegado a ella), frente a la particularidad irremediable de sus manifestaciones concretas (donde los regionalismos o particularismos luchan por independizarse de una nación de la cual no se consideran parte).

3) El poder político y dogmático que han adquirido los nacionalismos, frente a su pobreza filosófica. Aquí el autor se refiere a que pese a la dificultosa justificación filosófico-política de la razón de ser de los nacionalismos, éstos se han arraigado profundamente en el poder.

Anderson define a la nación como "una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana" (Anderson, 1993: 23). La nación es imaginada porque ningún individuo conocerá jamás a todos los miembros que forman parte de esa comunidad, pero en la mente de cada uno vive el sueño de una comunión. Por otro lado, la nación se piensa limitada, soberana y sin fisuras, cuando en realidad está cruzada por luchas, disputas, y exclusiones e inclusiones arbitrarias. Anderson (1993) argumenta que Ernest Gellner continúa esta lógica al proponer que el nacionalismo no es el despertar de las naciones a la autoconciencia, sino que el nacionalismo inventa naciones donde no existen. Sin embargo, Gellner equipara la invención con falsedad postulando que la nación no existe, y Anderson sostiene que la nación se da existencia a partir de una creación positiva, una construcción imaginaria. La visión de este trabajo sigue la línea de Anderson, ya que permite poner el foco en la manera en que cada nación se imagina y construye, con un estilo distinto en cada caso, y en las formas particulares en que crea y perpetúa ese sentido nacional.

En este sentido, la formación subjetiva de los ciudadanos desde la escuela posee un rol fundamental en la construcción de una idea de nación; y la dimensión simbólica de la ciudadanía está intrínsecamente relacionada con la imaginación de la nación. En la escuela, se enseña que los ciudadanos son ciudadanos de naciones, y que las naciones corresponden con los estados, que son los aparatos que a su vez poseen el monopolio sobre la educación. Retomaremos luego esta relación entre los conceptos de ciudadanía, Estado, nación y educación, pues cobra importancia en un momento en el que se ponen en tela de juicio los conceptos de Estado, de nación y la correspondencia entre ambos: la globalización.

II.2. Los derechos civiles, políticos y sociales

En 1949, el sociólogo Thomas H. Marshall (Marshall y Bottomore, 2005) trazó el proceso histórico de conformación de la ciudadanía moderna, entendiéndola desde una concepción legalista enfocada en la dimensión normativa. Marshall define a la ciudadanía como un estatus social a partir del cual se adquieren derechos -civiles, políticos y sociales- y deberes -pagar impuestos, sufragar, asistir a la escuela-. Para el autor, el Estado afianza su relación con los individuos a partir del reconocimiento de sus derechos, y en este sentido Marshall (Marshall y Bottomore, 2005) reconoce distintos momentos históricos de desarrollo de los derechos desde el Estado inglés: la lucha por los derechos civiles se da en el siglo XVIII, los derechos políticos se adquieren en el siglo XIX, y los derechos sociales se afirman en el siglo XX. Los derechos civiles están relacionados con las libertades individuales -la libertad de conciencia, de credo, de prensa, de asociación, etc.- y con los derechos de propiedad privada y justicia; la institución que los procesa es el tribunal de justicia. Los derechos políticos se vinculan con la capacidad de elegir y de ser elegido para ocupar cargos públicos, cuyos organismos más representativos son los parlamentos y los concejos locales. Por último, los derechos sociales -los que más interesan a este análisis- son aquellos que garantizan una mínima condición de vida en relación con los patrones de bienestar vigentes: la educación, la salud, la alimentación, la vestimenta, la vivienda. La institución más estrechamente ligada al componente social son los servicios sociales, y entre ellos, el sistema educativo. La educación tiene un lugar especial en el pensamiento de Marshall, pues el autor considera que la educación es condición sine qua non para poder disfrutar de los demás derechos: "El Estado debía imponer de alguna forma su capacidad coercitiva (.) obligando a los niños a asistir a la escuela, porque los que no han recibido educación no pueden apreciar, y por lo tanto no pueden elegir libremente, las cosas buenas que distinguen la vida de los caballeros de la vida de la clase trabajadora" (Marshall y Bottomore, 2005: 19). Aquí es interesante ver como para el autor el Estado debe ejercer el monopolio sobre la obligatoriedad de la educación, para que los ciudadanos conozcan formas de vida superiores y sean entonces libres de trabajar para darse ese nivel de bienestar. Por otra parte es preciso resaltar que, de alguna manera, Marshall (Marshall y Bottomore, 2005) está reconociendo la dimensión habilitante y capacitadora de la ciudadanía, al poner el énfasis en la educación en tanto derecho que habilita el goce de los demás derechos asociados a la ciudadanía. "El sistema educativo es el mecanismo de acceso a los derechos de ciudadanía y a la integración social y política" (Levín, 2004: 52) pues a partir de ella se pueden conocer los demás derechos y obligaciones, condición previa a la posibilidad de su ejercicio. Dos atributos hacen de la educación básica obligatoria un claro componente de la ciudadanía: el hecho de que el Estado goce del monopolio legítimo sobre su regulación y la obligación legal de los padres de niños en edad escolar de enviar a sus hijos a la escuela (Levín, 2004: 43).

Marshall (Marshall y Bottomore, 2005) sostiene que en la medida que se fueron incorporando nuevos derechos inherentes a la ciudadanía, también se amplió el acceso a la ciudadanía aumentado la cantidad de personas consideradas ciudadanos. De un reducido grupo de hombres libres, propietarios y protestantes se fueron convirtiendo en ciudadanos las mujeres, quienes carecían de propiedades, miembros de otras religiones y otras etnias, entre otros. Para Marshall (Marshall y Bottomore, 2005) la ciudadanía es una categoría igualadora, pues todos los ciudadanos son iguales entre sí y en relación al Estado, y esto para el autor no se ve contradicho ni ensombrecido por las desigualdades de clase. El estatus legal de la ciudadanía iguala a las personas en su dignidad de miembros del Estado, vale decir que "la desigualdad del sistema de clases sociales puede ser aceptado mientras la igualdad de ciudadanía sea reconocida" (Levín, 2004: 39).

Sin embargo, la extensión del optimismo tiene un límite incluso para el propio Marshall. El autor sostiene que las tres categorías de derechos están unidas por su asociación con el principio de libertad, mientras que las diferencia una tensión respecto de la igualdad. En la base del sistema capitalista hay una desigualdad que es inherente al sistema mismo, por ende siempre habrá en la sociedad una tensión entre la libertad y la igualdad. "El desarrollo de la ciudadanía social encuentra su límite en el sistema de estratificación social" sostiene Levín (2004: 40), pues se puede mejorar el piso del cual parten los ciudadanos, pero no se puede subir a todos al mismo peldaño. Retomando el rol del sistema educativo, Marshall enfatiza la importancia de que el Estado asegure cierta igualdad de oportunidades al inicio de la trayectoria de vida: "Nótese que solo se les obliga en el primer peldaño. La libre elección se produce en cuanto han adquirido la capacidad de elegir" (Marshall y Bottomore, 2005: 19). Es decir, el Estado opera en contra de la libertad cuando obliga a los ciudadanos a ir a la escuela, pero una vez asegurada, en principio, la igualdad de oportunidades y la capacidad de elegir, se deja a los ciudadanos la libertad de tomar sus propias decisiones. Esta concepción es llevada a su mejor expresión en los estados de bienestar de mediados del siglo XX, que intentan garantizar un piso mínimo de bienestar para todos los ciudadanos a partir del reconocimiento de los derechos sociales y su promoción.

II.3. Nota sobre los derechos y la educación en la realidad latinoamericana

En Latinoamérica, el proceso de desarrollo y adquisición de derechos civiles, políticos y sociales responde temporalmente a una lógica y una realidad histórica distintas. A grandes rasgos, podría decirse que los derechos civiles comienzan a hacerse presentes hacia finales de siglo XIX a partir de la construcción del Estado-nación, los derechos políticos a partir de la primera mitad del siglo XX y los derechos sociales junto con los estados benefactores y los populismos latinoamericanos de mitad de siglo3.

En Latinoamérica, la disociación entre la dimensión normativa y la dimensión habilitante de la ciudadanía generan un gran déficit en la dimensión de ejercicio, pues los sectores subalternos han logrado adquirir derechos mediante diversas luchas a través de los años, pero al ser precarias las condiciones habilitantes -en particular la educación- se ve afectada la posibilidad real de gozar de los derechos. Por otra parte, algunos autores hablan de una "ciudadanía regulada" por el Estado en los estados latinoamericanos, debido a los estilos paternalistas que restan autonomía a los sujetos al estar éstos condicionados en su accionar por una relación clientelar con el Estado (Levín, 2004: 52). De cualquier manera, aunque quizás la educación elemental no alcance por sí sola para proporcionar una capacidad amplia de ejercer la ciudadanía, como sostiene Levín la educación "es tal vez la materialización más aproximada y universal de la ciudadanía nacional" (Levín, 2004: 46).

III. Consideraciones prácticas: la educación ciudadana en el siglo XXI

III.1. Educación para la cultura/amistad ciudadana

Un tema complejo que concierne a la concepción de ciudadanía y se ve reflejado en la educación reside en la multiculturalidad de las sociedades actuales, es decir, en los continuos movimientos migratorios mundiales y en las composiciones multinacionales de los estados. Se torna imperante afrontar el reto que la multiculturalidad impone a la escuela para continuar actuando como formadora de ciudadanía y constructora de una nación, y como institución homogeneizadora, encargada de elevar a todos los alumnos a un mismo peldaño educativo y generar en ellos conocimientos y valores que los igualen. Aquí la escuela se presenta como la arena donde el conflicto entre la diversidad -particularismo- y la unidad -universalidad- puede dirimirse positiva o negativamente. Para Terrén (2003), solamente una educación profundamente democrática, que ahonde en la diversidad, que explique las diferencias culturales, religiosas y sociales en lugar de temerlas, "puede forjar una ciudadanía que haga de los contextos multiculturales espacios pacíficos de participación y deliberación" (Terrén, 2003: 261). Frente a la insistente construcción político-social que sostiene que la ciudadanía debe actuar como unificadora y que el Estado-nación debe gozar de una identidad única inquebrantable para no resquebrajarse, se opone con fortaleza la idea de que una identidad común no significa una identidad igual. La práctica constante de vencer el temor a la otredad, el ejercicio de la convivencia cercana con los otros, "quienes vienen de lejos o (.) quienes, aun estando cercanos, nos han sido extraños" (Terrén, 2003: 277) comenzando desde la escuela, es la única manera de educar que puede renovar en los pueblos el deseo de vivir juntos bajo un determinado Estado.

Quizás sea necesario, en los albores del siglo XXI, desnacionalizar el concepto de ciudadanía y generar la identidad colectiva necesaria para toda comunidad política asociándola a algún fundamento distinto de la homogeneidad cultural y ajeno a una idea de nación única e inexpugnable, desterrando los prejuicios a lo distinto y practicando el diálogo, la empatía, la deliberación, el debate, desde la escuela. La escuela debe perder el miedo al conflicto para entender que la tensión es un elemento constitutivo de la educación y que la ciudadanía está signada por la dicotomía entre inclusión y exclusión, pues como sostiene Chantal Mouffe (1999), todo consenso se basa en un acto de exclusión. En última instancia, el Estado verdaderamente democrático debe permitir que el conflicto se exprese en el espacio público, en las instituciones, en la escuela, generando a su vez focos de consenso provisionales para asegurar su permanencia: es necesario construir "una hegemonía de valores que se puedan viabilizar en múltiples prácticas democráticas, institucionalizándolas en relaciones sociales variadas, de modo que pueda generarse una multiplicidad de posiciones subjetivas desde una matriz democrática" (Levín, 2004: 63).

De alguna manera, la escuela es un espacio donde se cruzan a nivel micro los debates que se dan a nivel macro: la interacción entre una tradición republicana que hace hincapié en la institucionalidad y el derecho como expresión de la voluntad popular; una tradición democrático-liberal que defiende la privacidad y la libertad civil al mismo tiempo que sostiene la importancia de la representación y la igualdad ante la ley; y una tradición democrática-popular que recoge el valor de la democracia directa y la participación activa de los ciudadanos. En la escuela, suelen convivir los principios republicanos del mandato de las normas y reglamentos -que generan deberes para los alumnos- con los principios democrático-liberales de igualdad formal entre los alumnos pese a las diferencias que los constituyan. Sin embargo, se destaca el escaso desarrollo de mecanismos de participación activa, característicos de la tradición popular, que reflejen la ciudadanía en su movimiento actual.

Considerando que la escuela opera como formadora de ciudadanía, y que la ciudadanía está directamente relacionada con el Estado en el cual se inscribe, sería interesante reflexionar acerca de la manera en que la educación responde a los cambios en la concepción de nación. Si un determinado gobierno al mando de un determinado Estado deseara configurar en el imaginario popular una idea de nación que fuera distinta de la idea ya establecida -con nuevos personajes, nuevas historias, nuevas relaciones, una nueva manera de pensar la amistad ciudadana seleccionando nuevos héroes y enemigos, distintas inclusiones y exclusiones- lo más probable sería que intentara operar el cambio desde la escuela, lugar por excelencia de generación de imaginarios nacionales. Por ejemplo, el Estado argentino ha incorporado niveles importantes de participación social en los últimos años y los ha asociado al derecho de un ciudadano a manifestarse, lo cual amplía el ejercicio de los derechos ciudadanos y a su vez debería ser acompañado por la incorporación de una dimensión de ciudadanía activa en la educación formal. Por otro lado, la escuela debería incluir la enseñanza de los nuevos derechos individuales que se han ido instalado en la actualidad: es decir, frente al aumento masivo de derechos individuales que protegen a mujeres, niños, comunidades originarias, minorías de género, entre otros, se torna importante conciliar la importancia de la universalidad de los derechos universales que unen a los ciudadanos con la relevancia de la diversidad que les permite ejercer su individualidad.

Excede el objetivo de este trabajo analizar en detalle la problemática y las dificultades que podrían generarse si la escuela fuera absolutamente dinámica y se actualizara cada vez que se modificara la posición del Estado respecto de la nación al cambiar los gobiernos, pero de alguna manera, se debería ensayar conjugar la continuidad con el dinamismo, siendo que la escuela cumple la función social de aglutinar a los futuros ciudadanos en torno al mito del origen común pero que a su vez debe aggiornarse respecto de los cambios que se operan sobre dicho mito.

III.2. Educación para la conducta ciudadana

La educación formal está relacionada estrechamente con la dimensión normativa de la ciudadanía, pues debe contribuir al conocimiento de los derechos y obligaciones de los ciudadanos y de la manera en la cual defenderlos y cumplirlas, respectivamente. Los niños deben aprender desde jóvenes que no existen derechos sin obligaciones, ni obligaciones sin derechos. Esto implica no solamente enseñar Educación Cívica sino generar una democracia al interior de la escuela que es, por definición, una institución caracterizada por la jerarquía de autoridad y de conocimiento, donde los docentes enseñan y evalúan, los directivos aplican sanciones y premios, y los alumnos aprenden y obedecen.

Hoy en día las competencias ciudadanas son complejas, ya que el Estado se maneja en distintos niveles -el municipal, el provincial, el nacional, el regional- y en cada uno existen normativas diferentes. Por otro lado, la creciente democratización ha incorporado a la ciudadanía numerosos derechos culturales y sociales, acerca de los cuales también hay que formar a los estudiantes. Al democratizarse la ciudadanía y ampliarse los derechos políticos, de cara a las elecciones políticas el ciudadano necesita hoy en día contar con una importante cantidad de información referida no sólo a la política local sino a la vida internacional, debe saber algo de economía, conocer algunos derechos sociales. Inclusive, el ciudadano también debería conocer las normas de tránsito, de higiene pública, los derechos sociales, las formas de participación ciudadana en el proceso legislativo, entre otras competencias ciudadanas. Si bien suena pretencioso esperar que todos los ciudadanos sean conocedores de la política local e internacional, no por ello se debería perder de vista la importancia de incorporar la formación ciudadana en la educación formal, y menos aún debería ignorarse la imperiosa necesidad de tender a incorporar a la totalidad de los ciudadanos a la educación formal. Mientras se intenta resolver el problema de la inclusión y la deserción escolar, para quienes sí logran ingresar al sistema educativo se han expandido los contenidos programáticos de la educación cívica. Siguiendo la propuesta de Pedró (2003: 240-241), la formación para una conducta ciudadana del siglo XXI debería girar en torno a cinco ejes fundamentales:

Derechos y deberes: Corresponderían a la dimensión normativa de la ciudadanía, enseñando cuáles son las reglas de acceso, ejercicio y obligación en torno a la condición de ciudadanía. Resultaría interesante crear consejos estudiantiles desde el nivel primario para que los alumnos se formen no solamente como aprendices sino también como líderes, ejercitando la autonomía y el pensamiento crítico, construyendo debates y ensayando resolverlos, incluso organizando modelos de elecciones para que los alumnos conozcan el proceso de votación.

Identidad nacional: De alguna manera, se debe incorporar cierto componente de patriotismo para el efectivo funcionamiento del Estado-nación. Sin embargo, sostenemos que si bien es importante el conocimiento de los elementos que hacen a una identidad nacional (que por cierto es construida social y simbólicamente y no es una existencia pura e incuestionable), la ciudadanía no debería permanecer indisoluble y únicamente ligada a la nacionalidad.

El mínimo común denominador: En lugar de proponer la cohesión social como valor fundamental y considerando la complejidad de las sociedades actuales, la educación cívica debería trabajar bajo un paraguas humanista que busque iluminar los elementos que unen a los ciudadanos en tanto seres humanos, enfrentando la xenofobia, el racismo, la discriminación.

Compromiso con cuestiones globales: Es preciso comprender las temáticas que afectan a la humanidad en su totalidad, tales como las cuestiones medioambientales, las desigualdades sociales, el desarrollo tecnológico, los conflictos bélicos ejercitando la "corresponsabilización" (Pedró, 2003: 241) de cada individuo desde una temprana edad.

Compromiso con cuestiones locales: La educación debe adentrarse en las problemáticas barriales, municipales, provinciales, nacionales entrenando un compromiso cívico.

Finalmente, una buena educación ciudadana en el siglo XXI debería ser integrada e interdisciplinaria, participativa, interactiva, y debería llevar a los estudiantes a actuar sobre su entorno próximo, pues "no hay otra manera de aprender educación cívica que poniendo en práctica los conocimientos, las habilidades y los valores en situación real (.) y el alumno debe llegar a comprender que la educación cívica es (.) significativa para él y su comunidad" (Pedró, 2003: 253).

III.3. Educación para la ciudadanía global

Considerando la dimensión normativa de la ciudadanía, el ciudadano es miembro pleno de una nación o comunidad política cuando alcanza la edad estipulada según las normas escritas y vigentes para ejercer los derechos que le corresponden en tanto ciudadano, especialmente los derechos políticos. Sin embargo, la dimensión simbólica de la ciudadanía puede generar una identificación política muy poderosa de un individuo con una nación de la cual no puede ser miembro pleno en términos normativos y en cuyo caso tampoco podrá participar del ejercicio de la ciudadanía. Los denominados ciudadanos del mundo, aquellas personas cuyas vidas transcurren por fuerza mayor o por elección en distintos lugares del globo, no siempre gozan de la dimensión normativa de la ciudadanía pero sí pueden ser ciudadanos en los aspectos simbólicos. Este es el caso de algunos refugiados, de exiliados, de migrantes del mundo que se sienten parte de una comunidad pero no pueden ser ciudadanos porque no lo permite la normativa.

Para continuar con este análisis, es importante tener en cuenta un fenómeno reciente pero poderosamente influyente sobre la conformación y concepción de la dimensión simbólica de la ciudadanía: la globalización. La socióloga y economista Saskia Sassen (2010) sostiene que la globalización es un fenómeno profundizado a partir de la década de 1980 por la proliferación de las redes mundiales sociales, económicas y políticas, lo cual conlleva una complejización de la organización mundial. Parecería haberse conformado una nueva geografía mundial organizada en torno a nodos estratégicos identificados con las ciudades globales, donde intersectan las redes globales y las locales. Sassen sostiene que el punto clave de esta nueva configuración política es el debilitamiento de la soberanía estatal -es decir, de "la autoridad formal y exclusiva de los estados sobre el territorio nacional" (Sassen, 2010: 10)- lo cual favorece el surgimiento de actores supranacionales y subnacionales que retroalimentan el proceso de degradación de la soberanía estatal. La nación no se rompe pero sí se fisura, y esas grietas profundas abren el juego a un nuevo grupo de actores que operan por arriba y por debajo del Estado como nuevas variables independientes. Al decir de Edoardo Greblo (2002: 14):

La globalización genera decisiones y salidas políticas que modifican desde arriba la dinámica de los sistemas políticos nacionales, induciendo a grupos locales, movimientos y nacionalismos a poner en duda, desde abajo, el papel del Estado Nacional como sistema de poder representativo de sus intereses.

De la mano de estos nuevos espacios de relevancia global -ONG, ciudades, zonas de exportación autónomas- se engendran nuevas políticas locales, regionales e internacionales, que a veces se enfrentan o desafían a las políticas nacionales y producen controversias en torno a la soberanía, y, podríamos agregar, a la ciudadanía. El Estado parece estar perdiendo poder como principal comunidad política de referencia, pues se tienden puentes visibles e invisibles entre ciudadanos de distintos estados que se consideran más cercanos que entre conciudadanos.

Si bien por lo pronto el Estado continúa siendo quien sostiene la soberanía y quien monopoliza el relato de la nación -pese a fuertes oposiciones fuertes-, es claro que el futuro ciudadano debe aprender otros idiomas, otras historias, otras geografías además de las de su nación (Dubet, 2003). No puede dejar de tener en cuenta dónde se ubica su nación respecto a las demás, y debe comprender que existen vínculos de poder entre naciones. Como sostiene Dubet (2003: 227), "al igual que vivimos en economías locales, nacionales, europeas [latinoamericanas en nuestro caso] y mundiales, los niños y jóvenes viven en una multitud de culturas y de sistemas de referencia". En este contexto, es preciso que la educación formal incorpore la dimensión global a su currícula y su cosmovisión, asumiendo que la educación informal ya está de facto imbuida de categorías y contenidos que responden a una dimensión global de la educación. Las escuelas deberían formar a los estudiantes como ciudadanos globales, además de ciudadanos nacionales, pues "la formación de la ciudadanía ya no puede basarse en un relato nacional tan firme y homogéneo como el que se impuso en los albores del siglo XX" (Dubet, 2003: 227).

Otro aspecto esencial en el debilitamiento de la soberanía del Estado-nación es el rol de la comunicación y las tecnologías de la información en tanto motores de la globalización, lo cual nos lleva a la próxima sección.

III.4. Educación, medios y nuevas tecnologías

La profundización del modelo de la aldea global se explica por el desarrollo de las NTIC, nuevas tecnologías de la información y la comunicación4 (Díez Rodríguez, 2003) y del acceso simultáneo, descentralizado y mayormente libre a la información, que es producida y reproducida constantemente por millones de usuarios en interacción digital. Este impulso democratizador de las NTIC genera conexiones impensadas entre actores locales, que suelen apropiarse e identificarse con luchas que no son necesariamente mundiales pero que están mundialmente distribuidas, pues aparecen en varias ciudades pese a sus vicisitudes particulares. La comunicación instantánea, masiva y accesible influye enormemente sobre la formación de una nueva esfera pública transnacional: habitantes de distintos estados pueden acceder a contenidos que ellos mismos seleccionan, relacionarse entre sí al margen de las divisiones jurídico-políticas y de sus ciudadanías de origen, y desarrollar lazos recíprocos sin necesidad de una interacción directa. Hoy en día, cualquier actor local puede devenir un actor mundial que sobrepase, desafíe o ataque explícitamente la autoridad soberana y que difunda ideologías propias a través de los medios, pudiendo llegar a audiencias o destinatarios lejanos en el espacio.

Para los estados-nación se torna cada vez más complejo ejercer mecanismos de control sobre el discurso y aplicar sistemas de exclusión para aquellos individuos que se salen de la normalidad propiciada por la escuela y los mecanismos de socialización para los ciudadanos, debido a la multiplicidad de actores que acceden a la expresión mediante la herramienta democratizante de las NTIC.

El Estado intentó desde sus inicios ser el regulador omnipotente de la información circulante y en algunos momentos a fuerza de violencias logró un control casi total -tal es el caso de los casos de los totalitarismos del siglo XX-, pero en la actualidad se enfrenta a un desafío nuevo y escurridizo. El avance de las telecomunicaciones, las privatizaciones de la televisión y la radio (Castells, 1999: 284), y los negocios de capital internacional que circundan a la industria de los medios quitan poder al Estado en su capacidad controladora y educadora. El Estado ha perdido peso y autoridad sobre la regulación de la información y dominio sobre el discurso, pero aún así es él quien tiene el monopolio legítimo sobre la educación formal. Por ende, sigue siendo relevante considerar la relación entre el Estado, la escuela y la ciudadanía.

Actualmente ningún actor -ya sea un individuo, una organización, una corporación, una entidad religiosa- que tenga acceso a las NTIC puede dejar de intuirse a sí mismo como un agente que puede obrar a nivel supra y subnacional, separado de la influencia del Estado al que pertenece. Surge inmediatamente la discusión acerca del alcance de este impulso democratizador de la red y un cuestionamiento profundo por las desigualdades en el acceso a las materialidades de la riqueza, incrementadas y quizás perpetuadas por el proceso de la globalización. Una niña en el medio del Impenetrable chaqueño, un niño de una comunidad originaria africana sin acceso a una computadora, celular, u otro dispositivo de acceso a la Internet, difícilmente podrán compartir la mentalidad globalizante que surge del acceso rápido, constante e instantáneo a esta red virtual que nuclea a personas paradas en distintos nodos estratégicos. En resumen, podemos decir que el poder está compartido en esta era de soberanía multinodal, pues "los estados individuales ya no son las únicas unidades políticas para resolver los problemas políticos clave ni para dirigir el amplio espectro de funciones públicas" (Held, 1997: 119), pero el Estado continúa siendo la entidad política hegemónica si bien no unívoca.

Las escuelas se introdujeron en un mundo muy diferente del actual, en el cual no existía ni siquiera la televisión -hoy en día, elemento esencial en la formación de la opinión ciudadana así como medio masivo de entretenimiento-, mucho menos las computadoras, Internet o los teléfonos inteligentes. La escuela de hoy no puede ignorar el hecho de que los alumnos pasen una importante cantidad de horas frente a la televisión y las NTIC (Tuñón, 2013), motivo por el cual tanto los medios de comunicación tradicionales como los nuevos deben hacerse presentes en la enseñanza. Al decir de Dubet (2003: 228), "en el pasado, era suficiente con que un niño supiera leer; ahora es necesario que sepa ver la televisión, que sepa navegar por internet, que sepa lo que es una tasa de desempleo o de inflación si queremos que sea capaz de comportarse como un ciudadano informado".

Además de reconocer la importancia de los medios de comunicación, de las NTIC, y la injerencia neurológico-psicológica de ambas en el modo de pensar de los niños y de percibir la realidad, también la escuela debería hacerse cargo de revelar la subjetividad de los medios masivos de comunicación, introduciendo a los niños y jóvenes en la existencia de diversas formas de expresar un mismo fenómeno.

Por otro lado, la relevancia de llevar las NTIC a la escuela tiene que ver directamente con la ciudadanía y las posibilidades de ampliar el espíritu democrático de las sociedades de la mano de lo que hoy se denomina democracia líquida, una reivindicación de la democracia directa y las tradiciones populares. Siguiendo a Díez Rodríguez (2003), la potencialidad de las NTIC para construir una democracia electrónica y una ciudadanía cibernética es considerable. Tanto la implementación del voto electrónico como las consultas plebiscitarias a través de la Web -mecanismos ya implementados en algunos países- contribuyen a expandir los horizontes de las democracias. Aún más, la utilización de las NTIC, y en particular de las redes sociales, para expresar opiniones políticas y hasta para generar movilizaciones o protestas multitudinarias revela el alcance político-ciudadano de las nuevas tecnologías y la importancia de introducir estas cuestiones en la escuela.

Tanto la accesibilidad a las NTIC -es decir, su generalización- como su usabilidad -la capacidad de utilizar la herramienta correctamente- conforman hoy en día aspectos claves de la educación formal. Ejemplos de ello son los programas de entrega de computadoras laptop a los estudiantes y docentes de escuelas de gestión pública desde el Estado, tales como Conectar Igualdad en la Argentina, que tienden a generalizar el acceso a las nuevas tecnologías y a capacitar no sólo a los alumnos sino también a los docentes para utilizar estas herramientas. Esto demuestra que el Estado está reconociendo progresivamente la relevancia que tienen las NTIC y que considera que el acceso a las mismas se acerca a ser un derecho ciudadano, por lo pronto derecho parcial pues no está disponible para el universo de ciudadanos ya que excluye a los estudiantes y docentes de escuelas de gestión privada, y a los individuos excluidos del sistema educativo en su conjunto. Varios autores depositan en las NTIC la esperanza de que operen como canales para profundizar la democracia en el sentido propuesto por Chantal Mouffe (1999), una democracia radical y participativa. Siguiendo a Díez Rodríguez (2003), las expectativas políticas depositadas en las NTIC son:

. La recuperación del espacio público monopolizado por los medios tradicionales (radio y TV), despertando las inquietudes políticas de los jóvenes.

.  La transformación de la ciudadanía representativa en una ciudadanía más democrática, de la mano de la mayor accesibilidad a la información.

. El aumento generalizado de los niveles de participación política, especialmente entre los jóvenes.

I V. Reflexiones finales

Coincidimos con Dubet (2003) en señalar que hemos entrado en un modelo de ciudadanía postnacional y postinstitucional, encontrándonos en un momento de transición donde solamente podemos atentar a esbozar algunas líneas de reflexión. Vivimos en un mundo complejo, variado, de fácil y rápido acceso a la información pero no tan fácil acceso al conocimiento, en el cual se torna necesario definir cuál es la cultura y las competencias comunes que deberían tener los ciudadanos de una nación, definición que jamás es meramente pedagógica, sino por el contrario, eminentemente política.

¿Es posible desarrollar un concepto de ciudadanía inclusivo, siendo que la mera definición de ciudadanía se basa en una exclusión radical de quienes no son ciudadanos? Siempre existirá la tensión entre la universalidad y la particularidad (Levín, 2004), entre Estado e individuo, cohesión social y multiculturalidad, homogeneidad y diversidad. Lo importante es que la educación considere este conflicto inherente no solamente a la ciudadanía, sino a todas las categorías políticas, y sirva como expresión genuina de ese conflicto.

Las preguntas que se plantearon al inicio podrían responderse considerando a la educación y la ciudadanía como dos caras de la misma moneda. La ciudadanía es una categoría histórica y fluctuante generadora de un haz de derechos (Andrenacci, 2001) -entre ellos, el derecho a la educación pública- en virtud de la pertenencia a una comunidad organizada, pero también es un concepto inventado y construido socialmente a través de la educación y de otras tecnologías estatales.

El debate en torno a la capacidad de la escuela para relacionarse dinámicamente con el Estado, por un lado, y con el mundo globalizado, por el otro, es complejo y ferozmente actual. No debemos abandonar la reflexión sobre la vinculación entre el sistema educativo y los procesos de aprendizaje cívico. Si bien es evidente que el sistema educativo no puede seguir desempeñando la función cohesiva y socializadora de la misma forma en que lo hacía en otros momentos de la historia, hay que continuar investigando los modos en los cuales las ciencias sociales y la educación pueden contribuir a la formación de una ciudadanía activa, que se adapte a un entorno global, a la heterogeneidad cultural, a las novedades tecnológicas. De esta manera, uno de los grandes desafíos de las sociedades democráticas del siglo XXI es hallar la manera de afianzar la relevancia y utilidad de la escuela en la formación cívica de los jóvenes, acompañando los cambios que se generan en torno a las ideas de nación, Estado y ciudadanía.

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