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Cuyo

versión On-line ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.39 no.2 Mendoza dic. 2022  Epub 27-Jul-2023

 

Artículos

Las reflexiones filosóficas del joven Enrique Molina Garmendia: su “etapa talquina” (1905-1913)

The philosophical reflections of the young Enrique Molina Garmendia: his “talquina stage” (1905-1913)

1Unidad de Formación Transversal, Universidad Central de Chile. Chile. aahumada@ug.uchile.cl

Resumen

En el presente artículo se recogen las reflexiones filosóficas de Enrique Molina Garmendia, particularmente sus escritos tempranos reunidos en el libro Filosofía americana de 1913. Además de exponer distanciamientos importantes a ciertas ideas positivistas aún dominantes en la época, el autor brinda orientaciones para identificar una filosofía adecuada para la región y el rol que esta debiese cumplir en la sociedad, teniendo para ello un particular enfoque que intenta mostrar una carga chilena y latinoamericana.

RESUMEN

Palabras clave: Filosofía chilena; Filosofía latinoamericana; Historia de las ideas; Pensamiento Latinoamericano; Enrique Molina

Abstract

This article gathers the philosophical reflections of Enrique Molina Garmendia, particularly his early writings gathered in the book Filosofía americana of 1913. In addition to exposing reflections that show important distancing from certain positivist ideas still dominant at the time, the author gives some notions about an adequate philosophy for the region and the role it should play in society; having for this purpose a particular Chilean and Latin American approach.

Keywords: Chilean philosophy; Latin American philosophy; History of ideas; Latin American thought; Enrique Molina

Palabras de entrada

En el presente artículo se rescatan las reflexiones filosóficas de Enrique Molina en su etapa temprana (1905-1913), revisando principalmente los trabajos reunidos en Filosofía americana de 1913, libro prístino que refleja los comienzos de un joven intelectual en incipiente y franco distanciamiento del pensamiento positivista, propio de un ambiente intelectual de fines del XIX e inicios del XX en Chile y América Latina. Lo que se busca afirmar es que, a través de las reflexiones que va elaborando el chileno, y a medida que estudia los distintos pensadores en boga de su tiempo, va reafirmando una conciencia del lugar desde donde se lee, se discute y se escribe. Además, creemos poder reflejar que el pensamiento filosófico de Molina estaría estrechamente ligado a un sentido de transformación y mejoramiento de su realidad social; aquel pensamiento no tendría desencuentros con la búsqueda de un espacio autónomo de la filosofía, más bien sería condición previa para la construcción de la mencionada autonomía. Con lo dicho, se afirma que hay en Molina primeramente un ejercicio de reafirmación de un sujeto filosofante, y luego podríamos identificar otros procesos como aquella “política de la filosofía” que sugiere Carlos Ossandón para el caso del autor. Este breve, pero importante periodo en la vida intelectual de Enrique Molina, nos da interesantes elementos para reconocer el sentido del filósofo latinoamericano que poseería el pensador chileno.

Positivismo y especulación filosófica en Enrique Molina Garmendia

En 1905 Enrique Molina Garmendia, con treinta y cuatro años de edad, se traslada de la ciudad de Concepción a la de Talca, donde lo esperaba el cargo de rector del liceo de dicha ciudad. En Lo que ha sido el vivir , texto de póstuma aparición que recoge sus “notas” de vivencias, viajes y pensamientos varios, identifica este momento como una etapa de su vida que va de 1905 hasta 1915, año en que parte nuevamente a Concepción. En este periodo nuestro pensador además de abocarse a la labor de rector y educador, estudia nuevas corrientes filosóficas que lo ayudarán a ampliar la mirada en sus reflexiones sobre el devenir nacional, es más, es en este período cuando comienza a aparecer el Molina filósofo; además, realiza su primer viaje a Europa el cual le brindará experiencias que lo atiborrarán de ideas nuevas que marcarán su camino intelectual.

La importancia de esta etapa, en relación a sus estudios filosóficos, radica en que aquí comienzan los primeros estudios sistemáticos de autores que escapan al positivismo en el cual se había formado en su anterior estadía en Chillán. Busca así orientaciones frescas que le contribuyan a pensar el desarrollo espiritual del pueblo chileno, como también el inicio incipiente del “autor” Enrique Molina Garmendia que leeremos en sus obras posteriores.

La filosofía llega así a la vida de nuestro pensador como búsqueda y orientación, no solo como mero ejercicio introspectivo sino también, y particularmente, como herramienta indispensable para el rol del educador. En sus palabras:

La necesidad del estudio de la filosofía se me impuso desde mis primeras reflexiones, necesidad valedera desde luego para quien quiera encontrar alguna luz consciente que lo guíe en este dédalo de misterios que es el mundo, e imprescindible sobre todo para el que va a ser conductor de almas, que es en lo esencial la tarea de la educación (Molina, 2013, p. 139).

En su estadía en el Instituto Pedagógico (1889-1892) los estudios filosóficos recibidos no fueron suficientes, pues no iban más allá de lecturas positivistas dirigidas en su mayoría a la educación. Estando en Chillán como profesor de Historia y Geografía e inspector del liceo de la ciudad, Molina da el giro a la filosofía al notar que su interés por aquella disciplina carecía de real preparación. El autor nos relata aquella carencia de la siguiente manera:

Me suscribí a la Revue philosophique que dirigía el ilustre psicólogo Th. Ribot. Pero, ¡oh! desilusión, durante el primer año no entendí jota de los artículos que traía. Mi preparación filosófica resultaba muy defectuosa para penetrar en esas monografías originales y de primera mano, muchas de ellas de profundo sentido especulativo (Molina, 2013, p. 139).

Lo último que nos dice el autor es importante; el “profundo sentido especulativo” de las reflexiones que apreciaba en sus nuevas lecturas generan la autoconciencia necesaria para entender que aquellos modos del filosofar desafiaban tenazmente la formación de base “cientificista” con la que se había iniciado; o bien como dice Miguel Da Costa (1999):

El positivismo de Molina se revela por primera vez en su estancia en Chillán. Sus estudios en el Instituto Pedagógico de Santiago (1889-1892) no habían despertado en él aún la vocación por la filosofía pura: sin embargo, la necesidad de su estudio se le impone rápidamente. El ambiente de Chillán −provinciano en todo sentido− constituía el lugar propicio para echar la simiente del estudio de la filosofía (p. 160).

Como hemos mencionado, es en su estancia en Talca donde el pensador chileno entra de forma asidua en vertientes de carácter más especulativo. La experiencia de este recomienzo del pensar en Molina podemos verlo reflejado en las siguientes palabras:

Las lecturas de carácter filosófico efectuadas por mí hasta entonces poco o nada habían tenido de metafísica y las enseñanzas del Instituto Pedagógico se hallaban inspiradas también por tendencias contrarias a esta disciplina. De manera que sólo algunos años más tarde vine a desembocar en ella que, quiérase o no se quiera, constituye el núcleo esencial de la filosofía (Molina, 2013, p. 139).

De las lecturas que Enrique Molina realiza en su “búsqueda espiritual”, el pragmatismo de William James y el meliorismo visto desde Lester Frank Ward serán ejemplo de ello. Ambos pensadores norteamericanos, entre otros, servirán a nuestro autor para tomar posición frente al pensamiento positivista, con sus aproximaciones y distancias. Pero más importante que eso, a juicio nuestro, será que este pensamiento da impulso a la búsqueda de respuestas y guía para la transformación social del país. En otras palabras, estamos frente a un pensador que, más que cualquier otra cosa, busca inspiraciones intelectuales con las cuales dialogar en razón de su realidad concreta, en marcado distanciamiento de un intelectual lector y reproductor de pensamientos foráneos.

Tanto para Molina como para varios pensadores de nuestra América, Estados Unidos cumple todas las características para ser el reflejo del milagro que se esperaba ver en nuestras sociedades del sur. Si bien existía un cierto desdén hacia el pueblo norteamericano al considerar sumamente desigual su desarrollo espiritual versus su desarrollo material, y aquí el Ariel de Rodó es ejemplo claro de esta fama distanciada de la realidad: tan grandes en lo material y tan pobres en su búsqueda espiritual, Estados Unidos siempre ha sido una marca, un soporte ineludible para pensar América Latina. Movido por tal inquietud, nuestro autor se aboca al pensamiento estadounidense, realiza viajes por motivos político-educacionales a dicho país, y a sus ojos, la nordomanía, aquel juicio que algunos intelectuales del sur le hacían al norte, tenía poco asidero en la realidad, pues el pensamiento norteamericano poseía grandes intelectuales de los cuales aprender.

Tanto el pensamiento sociológico (filosofía social) como el psicológico (la “ciencia del alma” como la denomina) serán de gran interés para nuestro autor. No olvidemos que la educación es la gran herramienta para la transformación social en ojos de Molina, ambas vertientes (sociología y psicología) resultaban esenciales para penetrar en el fenómeno humano y social propio del ambiente educativo. “El educador y el médico tienen de coincidente que ambos deben ejercer su ministerio llevando siempre consigo las luces de la psicología” (Molina, 2013, p. 106), nos dirá Enrique Molina sobre aquella disciplina y además se pregunta: "¿qué se puede hacer de bueno en la vida sin sondar en las almas de los demás acercándose a ellas en actitud comprensiva y simpatizante?" (p. 106).

Tanto en el estudio de la psicología como en el de la sociología (aún consideradas ramas del pensamiento filosófico) podrán hallarse claves para la transformación social. Recordemos que la gran mayoría de los diagnósticos de época que realizan distintos pensadores chilenos de ese tiempo son bastante negativos (cf. Pinedo, 2011). En palabras de Cecilia Sánchez (2005), el país se asimila más bien a un "cuerpo que se experimenta enfermo por oposición a la salud de los centros de poder" (p. 20). Molina no era la excepción, y aquellos saberes, entre otros, ayudaban a encontrar salidas a la defectuosa condición en la que nos hallábamos como país. Sus palabras al respecto son muy elocuentes:

Mi amor a la psicología y a la lógica no tenía sólo la substancia de un amor intelectual a dos ciencias por el placer que puede proporcionar el adentrarse en sus laberintos y en la solución de sus problemas, lo que conduce además a la percepción de nuevos horizontes. Les atribuía virtudes de regeneración social. Me parecía que extendiéndose su conocimiento, serían capaces de mejorar a los hombres. Ilusión juvenil y, al lado de tanta psicología, desconocimiento del corazón humano (Molina, 2013, p. 140).

Parte de estas nuevas reflexiones a las cuales aludimos se hallan en el libro Filosofía Americana (1913), el cual compila estudios y conferencias referidos a los autores mencionados (Lester Ward y James) más otros escritos correspondientes a charlas y conferencias dictadas en diversos espacios. Esta será la obra en la cual nos centraremos sin dejar de apoyarnos en otros textos del autor cuando sea pertinente.

Pues, es en Filosofía americana donde podemos encontrar una temprana perspectiva filosófica que da inicio a una nueva afirmación del sujeto chileno (y latinoamericano) en Molina. Es aquí donde podemos encontrar los inicios de lo que Carlos Ossandón (2016, 2017, 2020) identifica con esa “política de la filosofía” que nuestro autor comienza a contornear y a reflejar de manera mucho más notoria en sus diálogos posteriores con Henri Bergson. Además, aquí es donde encontramos una actitud de reafirmación y localización que haría atenuar todo juicio de un Molina reproductor del pensamiento del norte. Por último, creemos apreciar en esta etapa a un pensador filósofo que estaría por fuera de la apreciación del filósofo chileno que destaca por una escritura más bien inmanentista de la filosofía.

En síntesis, más que realizar un análisis acerca de cómo Molina lee a los autores mencionados, lo que nos importa rescatar es cómo dialoga, discute y discrepa con los pensadores norteamericanos a la luz de la realidad en la que vive y pretende contribuir a cambiar. Como mencionamos, remarcamos su búsqueda de caminos que contribuyan a mejorar la sociedad chilena en particular e hispanoamericana en general.

Antes de entrar en materia, al igual que Miguel da Costa (1999), creemos que la importancia de estudiar el pensamiento de Enrique Molina por períodos se funda en que el “Molina de Chillán no es ya el de Talca ni el de Concepción. En cada una de estas estancias surge un perfil biográfico que es necesario diferenciar” (p. 156); y así poder realizar una lectura mucho más cautelosa y atenta en función del “Molina pensador de su realidad”.

Enrique Molina como “fundador” y “normalizador” de la filosofía en Chile

Si pretendemos incluir a Enrique Molina dentro los padres fundadores de la filosofía en América Latina, siguiendo la periodización que hiciera Francisco Romero , es indispensable entender cómo nuestro autor no pierde de vista nunca su realidad próxima y sus ansias de encontrar caminos idóneos para transformar la sociedad latinoamericana hacia un cuerpo social “sano”. Pablo Salvat (2012) nos dice que la “diferencia por apreciación comparativa (con Occidente o EE.UU.) devela el no-ser que aún somos, esto es, la potencialidad implícita en esa negatividad, que no hemos sabido encauzar de manera justa” (p. 180). El modelo son las sociedades de los países “ricos”: el Dussel de la Filosofía de la liberación las denomina como esa “refinada cultura de las élites europeas, estadounidenses o rusas (...) con la(s) que se pretende medir a todo otro grado cultural” (Dussel, 2014, p. 149). Agrega en relación a lo mismo que:

Esta cultura se refracta a medias en la cultura ilustrada, en las naciones dependientes de la periferia, en sus grupos dominantes, que es la que admira y repite obnubilada y como fascinada la luminosa cultura artístico científico tecnológica del centro (Dussel, 2014, p. 149).

Esta es precisamente la caricatura que pretendemos desarmar, pues si bien el modelo es Inglaterra, Francia y Alemania, entre un par de países más que pueden ser agregados (Estados Unidos en ciertos aspectos nos dirá Molina), los denominados “fundadores” buscan en las teorías y reflexiones de los pensadores europeos lugares de inspiración, no para “repetir obnubilados” el dictado de la cultura occidental, más bien buscan interlocutores considerados válidos para encontrar respuestas a las problemáticas vividas. Seamos sensatos y no caricaturicemos, tanto Enrique Molina como el caso de cualquiera de los denominados “fundadores” y “normalizadores” de la filosofía en América Latina estarán atentos a estas prácticas suicidas para la creación fecunda. Hay conciencia de la falta de discurso propio, tanto como del siempre empeño por no realizar repeticiones estériles. "Sólo el instinto rebañego reclama una misma vía para todos, una norma dogmática para todos" (Korn, 1944, p. 39), dirá Alejandro Korn en 1924 en su trabajo La Libertad Creadora. Enrique Molina no se queda atrás, y es precisamente lo que intentaremos demostrar próximamente con los acercamientos y distancias que posee con James y Ward.

El verdadero filósofo latinoamericano será entonces aquel que sospeche de toda producción teórica, y que esté siempre presto a argüir el arma de la crítica y de la criba. El conformismo intelectual es pues un comportamiento contrario al desarrollo de una filosofía latinoamericana (Montiel, 2000, p. 184).

La apreciación de Edgar Montiel sobre el filósofo latinoamericano nos viene bien para reforzar nuestra idea de la posición no ingenua de los filósofos “nuestros” de inicios del siglo XX. Siguiendo con las ideas de Montiel (2000), el maestro peruano indica que: "Pensador es el nombre del filósofo de la cultura en América Latina. Es el ensayista que problematiza sobre la sociedad, el hombre, la cultura o las contingencias de la política" (p. 174). En fin, filósofo será quien esté atento, en arduo trabajo de tener conciencia de dónde se está localizado y las consecuencias que acarrea esta inevitable condición que nos ofrece la realidad dada.

Identificar a Molina Garmendia como fundador y normalizador de la filosofía en Chile no es una tarea tan simple, va más allá de un estar en una posición relevante, inaugurar carreras de filosofía y hacer escuela; implica el desarrollo de una actitud con la que el pensador se aproxima al conocimiento como herramienta transformadora. Pero quedémonos en principio con la parte más “material” y exterior de lo que implica ser fundador de la filosofía. José Santos-Herceg (2013), para el caso chileno, nos dice que tanto Enrique Molina Garmendia como Pedro León Loyola serían los que forjan -de acuerdo a la nomenclatura de Francisco Miró Quesada - la filosofía:

Ellos son los que en gran medida dan forma, en Chile, a la Filosofía universitaria, una de la que somos parte todos los que hoy nos dedicamos a cultivar esta disciplina en el contexto chileno. Por ello es que podemos considerarlos como los patriarcas de la Filosofía académica en nuestro país. Ellos fundan las instituciones y detentan los cargos principales, desarrollan una notable labor docente, especialmente como profesores de Filosofía, construyen una sustancial obra filosófica principalmente escrita y, por supuesto, articulan expresamente una idea de lo que ha sido y pueda ser la Filosofía en Chile (p. 127).

Como puede verse, las categorías romerianas apuntan a un esfuerzo de periodización de las ideas filosóficas en América Latina. Según Carlos Ossandón (1984), la primera vez que se ocupa el concepto de normalidad filosófica fue en 1934. Antes de llegar a explicar a grandes rasgos el concepto, hay que mencionar que serían tres las etapas que Francisco Romero identifica en el devenir de la filosofía de nuestra América hasta sus días.

La primera corresponde a una etapa vinculada a la recepción y repetición de movimientos europeos. Aquí Romero (1947) hace mención de la escolástica, del cartesianismo, del empirismo inglés, de Condillac, entre otros. Esta primera etapa reflejaría una suerte de estado pueril de la filosofía en América, en ella “la preocupación escolar prepondera sobre la estrictamente filosófica en cuanto creación y aun reelaboración personal de ideas y doctrinas” (p. 13). La segunda etapa ya nos estaría dando algunas prácticas que irían más allá de la mera recepción y repetición, es decir, para Romero habría ya labor creadora, habría “una adhesión tan apasionada e individualizada a los diferentes puntos de vista, que sus representantes mayores merecen ya el nombre de filósofos en el pleno sentido de la palabra” (p. 13). En esta fase se identifican los hombres y mujeres que poseerían el privilegio de ser identificados con “vida filosófica”, es decir, “ponen los intereses especulativos en la zona central de su espíritu” (p. 13), a pesar que en muchos casos la labor filosófica inexorablemente deba estar acompañada de otros quehaceres. “En su tiempo −nos dice Romero−, que linda con el nuestro y es apenas nuestro ayer, la cultura de sus países requería de muchos modos su contribución y el estímulo de su palabra y de su ejemplo” (p. 14). Los pensadores de esta etapa están caracterizados por una vida filosófica aislada, con escasas redes intelectuales, puesto que aún la disciplina no estaba normalizada. Los fundadores de la filosofía en América Latina estarían en este periodo, de los cuales Enrique Molina Garmendia sería figura destacada. Por último, otra característica de esta etapa sería el definitivo ingreso de la filosofía en Iberoamérica, pues:

Ellos −nuestros pensadores de inicios del XX−, con el vigor de su pensamiento, nos enseñaron que la filosofía es algo más que asunto de programas y de planes de estudio; que no es tampoco elegante ornamento del ánimo, ni apacible entretenimiento de ociosos, ni tema de vanas curiosidades. En pocas palabras, además de su aporte a la conciencia y a la espiritualidad de Iberoamérica, que realizaron de muchas maneras, les debemos haber integrado nuestra cultura con la preocupación filosófica, haber completado nuestra espiritualidad con una dimensión, que es precisamente la dimensión en profundidad (Romero, 1947, p. 15).

La normalización filosófica habrá que identificarla, entonces, con la consolidación de los estudios filosóficos en el continente. Sin embargo, lo que queremos rescatar de esta categoría romeriana es la lectura que el Ossandón de los ochenta identifica con ese “esfuerzo de periodización interna que supone el concepto romeriano” (Ossandón, 1984, p. 69). Bajo esta óptica, la normalidad filosófica sería el cultivo de esta disciplina como conciencia particular de la cultura. Nos brinda “las condiciones mínimas y de madurez cultural necesarias para la consecución de la auténtica originalidad filosófica, siendo esta aspiración el momento cúlmine de la mencionada ‘normalidad’” (Ossandón, 1984, p. 71).

Continuando con lo anterior, la conciencia filosófica que aludimos va emparejada con la actitud de pensar la realidad para su mejora. Esa actitud -a nuestro juicio- es la que debemos rescatar, pues ella nos prevendrá de todo juicio encubridor; el cual nos dice una y otra vez que nuestros pensadores no poseían perspectiva de originalidad. La cuestión aquí no es caer en la lógica originalidad/inautenticidad, sino comprender que todo esfuerzo por reflexionar la realidad próxima trae consigo inevitablemente una perspectiva original.

Creemos que el esfuerzo que vemos en Molina de hacerse espacio a codazos entre corrientes filosóficas y autores extranjeros nos invita a pensar el campo abierto que se forma en el espacio existente entre las influencias que sugieren posiciones teóricas y la realidad a pensar. Obviamente no hablamos de ideas acabadas que hay que llegar y aplicar como brutal acto mecanicista, más bien está la lógica de qué podría servir y qué no en pos del proyecto emancipador. Recordemos que Molina también tiene en mente esa “segunda emancipación” que el latinoamericano espera para completar su autonomía espiritual. Entonces, es en este espacio del “entre” donde podemos ver aparecer el comienzo del Molina filósofo, son los primeros destellos de un sentar las bases, “en un medio difícil y no preparado para ello, de un trabajo filosófico regular y con perspectiva de originalidad” (Ossandón, 1984, p. 73).

Para finalizar con la identificación que realizamos de Molina con las categorías romerianas, es preciso remarcar una vez más que la actitud transformadora de la realidad, bajo una naciente nomenclatura filosófica, serán los dos grandes rasgos que rescataremos del proceso de normalización de la filosofía. Por un lado, una forma que va cogiendo rasgos distintivos y por otro el esfuerzo de buscar vías que contribuyan al cambio, pues:

Es característica del pensar latinoamericano en sus líneas de reivindicación de una realidad propia y de un tratamiento apropiado de esa realidad, la negación de un “modelo clásico” abstracto y la afirmación de que los modelos valen o no según lo imponen las formas de praxis que surgen del impulso de emergencia social, en sus variadas manifestaciones (Roig, 2008, p. 147).

Bajo estas características leeremos al joven Molina: ese pensador que se esfuerza por pensar su realidad bajo una escritura filosófica particular, ensayística, novedosa; abandonando varias proposiciones cientificistas a medida que lee pensadores cargados de especulación filosófica impropia para parámetros positivistas. Después de todo, esa impropiedad será la llave de entrada para la búsqueda de un camino y para el desarrollo espiritual de los habitantes de esta parte del mundo. Entender a Molina desde esta posición, nos abre a la posibilidad de escapar del “manto eurocéntrico” bajo el cual nos acostumbran ciertas líneas a mirar el pensamiento latinoamericano de esta época.

Entre el positivismo y las lecturas de H. Bergson

Como hemos venido mencionando, nuestro estudio se enmarca en una etapa precisa de nuestro autor: entre el Molina que inicia su distanciamiento del positivismo y el que lee por segunda vez a Bergson. Este es el período de los escritos que aparecen en Filosofía Americana. Cabe mencionar que el autor francés no resultó nada de fácil para el filósofo chileno, en sus palabras:

En Chile había empezado a leer La evolución creadora de Bergson y llevaba más de cien páginas de lectura cuando me vine a dar cuenta de que, arrastrado por la magia del estilo, había pasado página tras página sin haber entendido o sacado nada en limpio de la lectura. Entonces abandoné el libro y lo dejé para mejor ocasión (Molina, 2013, p. 189).

En relación al compilado de ensayos que salió bajo el título Filosofía americana, hay que mencionar que, si bien es posible identificar reafirmaciones de un sujeto que se piensa y se estima como valioso -al decir de Roig-, no habría lugar para estipular una suerte de reafirmación que busque ciertos marcos para una filosofía de corte propio o sencillamente “americano”, como se deja entrever en Bernardo Nakajima (2017); pues, como anécdota, el nombre del libro al parecer ni siquiera fue ocurrencia del chileno:

Por una de esas generosas iniciativas propias de Armando Donoso, la casa Garnier hermanos de París me sacó a luz Filosofía americana. Contenía, entre otros, mis ensayos sobre Lester F. Ward y William James −lo que, según un crítico, ya dejaba justificado el título del volumen−, y un ensayo acerca de “La libertad, el determinismo y la responsabilidad”, que había aparecido anteriormente en El Ferrocarril, uno de los mejores diarios de Santiago por entonces (Molina, 2013, p. 204).

Creemos que este texto es uno de los incipientes escritos de Enrique Molina que nos hace pensar que efectivamente la afirmación: “(…) tanto la filosofía militante como la más académica, pese a sus extremos, tenían en común la renuncia a pensar más allá de la lectura interna de la filosofía” (Sánchez, 2005, p. 33), que se realiza para los filósofos chilenos de mediados del siglo XX, efectivamente correría para esa generación de pensadores y no tendría tanta cabida para un joven Enrique Molina que, a juicio nuestro, aún reconoce a la filosofía como “instrumento o base en la construcción o salvaguarda del orden deseado” (Ossandón, 2020, p. 16), a pesar de encaminarse a una concepción filosófica celosa de su identificación como campo autónomo del pensar.

Es notable la propuesta de Carlos Ossandón de hallar la idea de filosofía que tendría Molina a través de los diálogos que realiza con otros autores. Bajo el paraguas conceptual de Jaques Rancière y su “política de la literatura”, Carlos Ossandón logra identificar −desde una condición de sospecha, de apertura sin mucha intención de profundizar, mas sí de dejar la puerta abierta− una “política de la filosofía” en Molina, la cual podría identificarse y construirse a través del análisis de las instancias donde el chileno muestra sus opiniones, sus distancias, juicios y localizaciones a la hora de dialogar con importantes pensadores del momento. Estas operaciones de discernimiento del “lugar” desde donde habla Molina,

(…) nos permiten adelantar una interpretación que se apoya en el nexo que suponemos existente entre la vocación filosófica del chileno, la lectura que hace de Bergson y las demandas del desarrollo de un campo del saber que hemos creído operante en el seno mismo de sus formulaciones críticas. Dicho de otra manera, habría en el joven Molina unas inflexiones, unas advertencias o unas repeticiones que dan cuerpo no solo a un “concepto” de filosofía sino también, y por esa misma vía, a una “política del pensamiento” (Ossandón, 2020, p. 15).

Es importante la sugerencia de Ossandón. Tal como indica, podemos observar en Molina, a través de sus juicios y opiniones, la construcción y búsqueda de un “lugar para la filosofía”, o bien, lo mismo pero formulado como pregunta: “¿En qué sentido un cierto perfil de lo que debieran ser la comunidad filosófica y el filósofo individual se juega en la crítica −que hace Molina− a Bergson?” (Ossandón, 2020, pp. 14-15). Esto no solo podemos identificarlo a través de sus trabajos referidos al pensador francés; en base a sus acercamientos y distancias al pensamiento de Nietzsche, Schopenhauer, Hartmann, entre otros, podemos ir viendo −siguiendo nuevamente a Ossandón− una figura no bien identificada en el ámbito latinoamericano: el “autor” filósofo. En el caso particular de Molina Garmendia, no debemos dejar de lado que:

Esta nueva figura no escabulle el ámbito especulativo de la filosofía, arriesga una posición personal, se apropia menos verticalmente de la tradición filosófica y tiene también una vocación pública. No es pues un técnico desvinculado de su presente, que privilegie los protocolos normalizadores por sobre sus responsabilidades teóricas y políticas con el mundo que le tocó en suerte (Ossandón, 2017, p. 156).

Sin embargo, para hallar una “política de la filosofía” posible en Molina, creemos necesario saber identificar el “lugar” desde donde habla nuestro autor. Creemos que el sentido de ubicación es paso previo a la búsqueda de un “lugar para la filosofía”. Aquel lugar no era cualquiera, ni tampoco la filosofía era cualquier tipo de pensamiento que se jactase de serlo, o más bien, independiente de identificarse o no con la filosofía, el ejercicio que hace Molina es apostar por las formas filosóficas que cree más idóneas para su contexto; para su realidad nacional en primera instancia y latinoamericana en mirada más amplia. Con esto notamos la plena conciencia que tiene el autor chileno de su sentido de ubicación, y, por lo mismo, de estar atento al lugar desde donde está leyendo a los autores. En otras palabras, se sabe latinoamericano y no pierde de vista nunca eso. Toda esa lectura que busca “clausuras” en el pensamiento de los llamados “fundadores”, en este caso Molina, palidece al confrontarse con los trabajos de estos pensadores y leerlos en contexto.

Entonces, para observar una “política de la filosofía” reverberada en los diálogos que establece Enrique Molina con “sus pares”, debe existir el paso previo de saberse ubicado en un tiempo y lugar determinado. Creemos ver esto reflejado en los distintos ensayos que componen Filosofía Americana. Si bien ahí también notamos algunos criterios sobre cuál debe ser el objeto de la filosofía y sus temas, creemos que es más nítido e importante rescatar cómo Molina lee y dialoga con los pensadores norteamericanos, teniendo siempre como fondo el pensar y transformar su realidad próxima. Esta etapa de nuestro autor es, quizá, donde más podemos notar su actitud afirmativa de un pensador que se piensa como chileno y latinoamericano, con todo lo que conlleva eso.

Entender a la filosofía como herramienta transformadora de la realidad, tal como se refleja en el Molina de la primera década del siglo XX, responde a una mentalidad de época compartida por varios de los intelectuales chilenos denominados los “pensadores del centenario”:

Se trata de un pensador que se ve a sí mismo como la conciencia lúcida de la sociedad, pues cree saber lo que sucede en ella y poseer la solución para los problemas que denuncia; un pensador que opina de sí mismo y para un país que es el suyo (Pinedo, 2011, p. 30).

Siguiendo a Javier Pinedo, revisaremos dos trabajos de Molina incluidos en su Filosofía Americana, el primero será “El meliorismo o la filosofía social de Lester F. Ward” y luego revisaremos “El pragmatismo o la filosofía práctica de William James”. Creemos ver en ambos trabajos −en realidad en todos los ensayos que componen el libro− ese sentido de “conciencia lúcida” que indica Pinedo para los pensadores de la época.

Filosofía americana

En Lo que ha sido el vivir, texto del que ya se ha hecho mención, aparece que en 1907 es nada menos que don Valentín Letelier quien invita a Enrique Molina a dictar una conferencia en la Universidad del Estado. Aquella sería la primera conferencia propiamente tal que nuestro autor dictase, según nos indica. En relación al momento intelectual del joven Molina, en sus “notas y recuerdos” tenemos ciertas pistas orientadoras sobre el momento en cuestión.

Había estado estudiando desde algún tiempo las doctrinas del sociólogo norteamericano Lester Frank Ward. Entre sus obras, todas sólidas y de alto mérito, es particularmente atrayente la titulada The Psychic Factors of Civilization. Las ideas de Ward ejercieron sobre mí mucha influencia, en especial su tesis del meliorismo que es una actitud activista, término medio entre el optimismo y el pesimismo (Molina, 2013, p. 178).

La primera versión de este trabajo salió en un folleto bajo el título “La filosofía de Lester F. Ward” (Molina, 2013); a continuación, veremos cómo el chileno lee las propuestas del norteamericano siempre en razón de hacerlas entrar en diálogo con la realidad nacional de su entonces.

Lo primero que nos llama la atención es que, a la vez que Molina se empeña en situar al pensador norteamericano en el campo sociológico, dando toda una explicación de por qué las ciencias sociales pueden efectivamente estar dentro de las ciencias, el autor chileno explica lo que entiende por “filosofía social”. Esta última tendría una aproximación muy similar a la que realizaría la disciplina sociológica a la hora de estudiar la realidad social; sin embargo, creemos que Enrique Molina realiza esta separación para poder hablar de la sociología de Ward desde su posición de filósofo y, para tener mayores afinidades y mayor provecho, creemos que el apellido de “social” tendría la carga suficiente para aparejar ambos campos de estudio. Recordemos que estamos en un periodo de plena emergencia del quehacer filosófico en la realidad latinoamericana, sus bordes aún son difusos y difícil su ejercicio como “disciplina autónoma”. No obstante, Molina (2013) -inspirándose en Harald Höffding- estipula cuatro principales problemas propios de este saber: “el del conocimiento (problema lógico), el de la existencia (problema cosmológico), el de la estimación de los valores (problemas éticos), y el de la conciencia (problemas psicológicos)” (p. 67). Luego, definirá lo que entiende por “filosofía social”:

La filosofía social no puede ser otra cosa que el estudio de estos mismos problemas, incrementado con todas las deducciones y conclusiones a que a las soluciones de ellos den lugar en su relación especial con la vida y los fines de la sociedad y orientados hacia la realización de la justicia social (pp. 67-68).

Para entrar de lleno en el análisis que hace el chileno del pensamiento de Lester Ward, hay que examinar la división de las distintas “fuerzas sociales” que realiza el sociólogo norteamericano. Aquellas fuerzas las divide principalmente en dos tipos, las cuales a su vez poseen sus propias especificidades. La primera responde a las “fuerzas físicas” (funciones corporales) y la segunda respondería a las fuerzas vinculadas a las funciones psíquicas. Molina se interesaría primordialmente por estas últimas, pues de estas fuerzas se desprenderían las llamadas “fuerzas sociogenéticas”. A diferencia de las primeras fuerzas (físicas), que responderían más al campo de la reproducción y la sobrevivencia de los seres humanos, las fuerzas sociogenéticas se vincularían al ámbito del “desarrollo espiritual” de hombres y mujeres.

Las fuerzas espirituales, es decir: fuerzas morales, estéticas y, por último, fuerzas intelectuales, serían las “fuerzas” propulsoras del cambio social. En palabras de Molina (1913), serían las fuerzas del mejoramiento de la especie: “Constituyen éstas los poderes civilizadores por excelencia, y la expresión de las más altas aspiraciones humanas” (p. 93).

Desde la perspectiva del autor norteamericano, gracias al perfeccionamiento de dichas fuerzas, las sociedades son capaces de lograr una sinergia tal, es decir, un equilibrio social que, teniendo un constante e intenso conflicto entre diversas fuerzas sociales antagónicas, puede tener la capacidad de crear las estructuras sociales idóneas para su realidad y devenir. Dependiendo de la calidad y la eficacia con que actúen tales estructuras será la calidad y tipo de sociedad que se puede llegar a tener. Aquí es donde descansa esa “actitud activista” que destaca Molina del meliorismo.

Esta proposición viene a discutir con la perspectiva de corte más “darwinista”, que instalaba el tema de la lucha por la sobrevivencia y la preeminencia de las especies y razas más aptas al medio como la lógica del vínculo social. En palabras de Enrique Molina (1913), desde esta novedosa perspectiva, “la lucha deja de ser una cuestión de individuos, de especies, de razas o de sociedades y se convierte en un problema cuya solución depende de la perfección de las estructuras” (p. 94).

Vistas las cosas de este modo, no es difícil entender las buenas nuevas que podía traer la corriente meliorista. En sociedades marcadas por la herida colonial y la idea de la inferioridad racial −uno de los 'pecados originales' más insalvables−, una alternativa que nos convenza de que la salida no está necesariamente en el “mejoramiento de la raza”, sino que las mejoras sociales estarían más vinculadas a una suerte de “ingeniería social”, es decir, de “perfeccionamiento de las estructuras” (Molina, 1913, p. 94), da una vía de esperanza y direcciona al espíritu a la unidad latinoamericana, idea bastante presente en Enrique Molina. No olvidemos que el autor chileno tiene una profunda preocupación por el quehacer educativo del país, y precisamente la educación de la población es la clave para el desarrollo social, idea que confluye sin muchas asperezas con el pensamiento del autor norteamericano.

Para el filósofo chileno, el darwinismo social caía en un error que podríamos denominar “lógico”. Desde sus apreciaciones, esta corriente de pensamiento fundamenta toda su dinámica de cambio y superación en base a los principios de la contención y la lucha. Como es sabido, esta teoría no está inspirada únicamente en la observación del comportamiento social, se extendía por distintas esferas de la realidad. Molina identifica al menos tres “campos” en donde podemos notar este “principio”: en la lucha astronómica, la lucha biológica y las luchas sociales. Si bien en la tres se identifica el espectro agonístico, Molina (1913) procura estar atento al error de entender estas tres modalidades de “lucha” bajo un mismo modus operandi, en sus palabras:

Hay seguramente luchas sociales como las hay astronómicas y biológicas; pero de tal aserto no se infiere de ninguna manera que los procedimientos de las luchas sociales deban ser idénticos a los procedimientos de las luchas biológicas, como los de éstas no lo son a los de las llamadas luchas astronómicas. Un animal no se apropia directamente células arrancadas a otro animal, sino que las asimila por medio de la digestión; y la latinización de la Galia fué (sic) hecha por medios muy diferentes de la digestión que se opera cuando un león se come a un antílope (pp. 102-103).

Continuando con la posición de nuestro autor, el darwinismo social incurre en un error fundamental porque comprende a la instancia de la lucha como plataforma de superación, siendo que “la guerra no es más que una serie de homicidios y de destrucciones de la riqueza; significa una disminución de la intensidad vital, un estado patológico de los individuos” (p. 103). Por ende, “Afirmar, pues, que se aumenta la intensidad vital de las sociedades por medio de la guerra equivale a afirmar que con las enfermedades aumenta la salud de los hombres” (pp. 103-104).

Terminando con la idea, Enrique Molina indica que es por la facultad de “asociación” que poseen los seres humanos que la teoría del darwinismo social pierde empuje, ya que, “como la asociación es posible entre los hombres, resulta que la guerra es un estado patológico y la conquista violenta es un acto patológico” (p. 104), nos dirá el chileno.

La sociedad necesita de la educación para cultivar su desarrollo espiritual, este desarrollo abrirá las puertas para otros tipos de desarrollo que, si bien cabe la posibilidad de que puedan ir en franco avance de manera simultánea, la educación será la gran potenciadora de todo otro tipo de desarrollo. Parte de esto se refleja en La cultura y educación jeneral (sic) de 1912, obra donde Molina toma distancia de las tesis aparecidas en Nuestra inferioridad económica (1911) de Francisco Antonio Encina, quien postulaba que una de las claves de “nuestra inferioridad” se hallaba en la calidad de la educación de los liceos chilenos, los cuales desarrollaban un pobre cultivo del área científica a diferencia de la humanista. Molina, por su parte, defendía el cultivo de las humanidades y el congruente equilibrio de ambas áreas, pues una sería indispensable de la otra, y quien viese en el cultivo de la “técnica” científica la gran panacea para el desarrollo de la sociedad no ha indagado realmente en las profundidades del ser humano.

Retomemos con el meliorismo. Esta corriente de pensamiento daría la oportunidad de pensar el destino de una sociedad, tener la capacidad de intencionarla a un objetivo determinado. Esta capacidad de cambio social dependerá de un desarrollo de la voluntad. Así, una voluntad enfocada en el cambio social no solo habilitaría a los miembros de una sociedad a un mejor vivir de carácter material, daría la posibilidad de un cambio social tal que derribaría hasta las relaciones de poder que existen entre hombres y mujeres.

Así el factor real, que depende de nuestra voluntad, para el desarrollo del genio y del talento y el progreso de la civilización, es el establecimiento de una escala universal y gigantesca de un medio educativo, cuyas influencias han de ser aprovechadas no sólo por los hombres sino igualmente por las mujeres, las que por las normas antifeministas o androcéntricas que predominan, no han podido ser lo que debieran haber sido si en el mundo hubieran imperado e imperaran puntos de vista más equitativos y libres de prejuicios respecto de ellas (Molina, 1913, p. 149).

Desde los ojos de nuestro presente se nos hace importante destacar la lucidez de Molina para su tiempo. La conciencia de para que exista justicia social es indispensable la justicia entre hombres y mujeres, creemos que es un tema importante, el cual no ha sido trabajado suficientemente en este autor . Sin embargo, para que haya tal grado de conciencia en la sociedad, como dijimos, la educación tendrá una importancia vital.

Con el establecimiento de amplias instituciones educativas se centuplicarán las fuerzas intelectuales y morales de la sociedad; la igualación de las oportunidades producirá más o menos la igualación de las inteligencias y hasta que esto suceda no se pueden tener esperanzas de una repartición equitativa de las riquezas materiales de la sociedad (Molina, 1913, p. 149).

Para el joven Molina, inspirado en el sociólogo norteamericano, la razón del ser humano tiene una enorme responsabilidad en el mejoramiento de la vida. El quehacer de los hombres y mujeres se iría complejizando a medida que agudizan sus percepciones de la realidad. La razón, elemento distintivo indiscutible de todo ser humano, facultaría a la especie a un desarrollo cultural que adquiere un grado de eficiencia tal, que es capaz de superar a la naturaleza. El tema de la agricultura es un buen ejemplo para explicar el punto. No es un tema de que la naturaleza se equivoque, más bien a lo que apunta el meliorismo es que “la economía de la naturaleza” no funcionaría de la misma forma que la “economía de la mente”, tal como aparece en el ensayo de Enrique Molina. La intervención del ser humano y la creación de su segunda naturaleza, su mundo artificial, “por lo menos desde un punto de vista antropocéntrico, es superior a lo natural” (Molina, 1913, p. 119).

Este pensamiento anclaría sus modos de valorar las ideas y los comportamientos desde una concepción bastante práctica. Para juzgar si un acto o proceso es conveniente o infructuoso debe ser medido en función del ahorro de energía o trabajo que acarrea. En palabras del chileno: “La naturaleza no se equivoca nunca, pero derrocha. El hombre economiza sus energías, pero a menudo sus errores lo hacen fracasar. Así el hombre, al revés de la naturaleza, es económico, pero es siempre práctico” (Molina, 1913, pp. 120-121).

Las semillas sembradas en un espacio organizado no tienen el mismo comportamiento que en su desenvolvimiento natural. Las primeras, al estar intencionadas y ordenadas racionalmente, darían mayor producción que las cultivadas en su medio natural. Estas últimas, al darse en desorden y sobrepuestas, gastarían buena parte de las energías que deberían estar destinadas a la producción de frutos en la preeminencia del mejor lugar para el sol. El ser humano, como indicamos y a diferencia de la naturaleza, buscaría facilitarse las cosas: “El hombre procede en lo posible con economía de tiempo y de energía, procede con arte. Las artes tomadas en conjunto constituyen la civilización material que es debida exclusivamente a las facultades intelectuales del hombre (Molina, 1913, p. 125).

Como hemos visto, y este es el punto que nos hace de unión con el próximo trabajo de Enrique Molina a revisar, “El meliorismo es el utilitarismo científico que descansa en la ley de causalidad y en la eficacia de la acción humana bien dirigida” (Molina, 1913, p. 118), y básicamente apunta al "mejoramiento de las condiciones de la vida humana" (p. 118). Para lograr el objetivo indicado, esta corriente de pensamiento:

Implica el adelanto del estado social por los medios indirectos que inventa la inteligencia y no se contenta únicamente con aliviar los sufrimientos presentes, como lo hace la buena caridad sentimental y vana, sino que aspira (oh, ilusión) a crear condiciones bajo las cuales no existan sufrimientos (Molina, 1913, p. 119).

Interesante apuesta la de Molina de buscar en el meliorismo pistas para el mejoramiento de la sociedad del país. No obstante, dicha teoría llevaría aparejado un pensamiento práctico que flaco favor le haría a sociedades como las nuestras, pues a los ojos del chileno no siempre el economicismo resulta propicio para el buen desarrollo de los pueblos.

Bajo el estudio del pragmatismo de William James, Enrique Molina va formando su opinión y dilucida caminos más idóneos para el desarrollo de la sociedad chilena. Sin embargo, no habría mucho que rescatar de esta forma de pensamiento. Dicho de otro modo, es producto de su distancia con el pragmatismo que Molina discierne caminos para su presente. El pueblo chileno poseería una realidad que necesita de otros métodos. Esto parece ser tanto una condición de inferioridad en la escala del desarrollo social como una diferencia anclada en lo cultural. El pragmatismo, en otras palabras, podría ser un modelo interesante para sociedades ricas, las cuales no tienen necesidad de un cultivo espiritual tan arduo en su gente. En los pueblos latinoamericanos, a diferencia, habría mucho paño que cortar si se quisiera integrar este “método” al ethos social. De entrada, habría que poseer un complejo desarrollo material como condición indispensable, inexistente para la realidad chilena de ese entonces; además, nuestros pueblos carecerían del cultivo de vastas esferas de la realidad sociocultural. A pesar de lo dicho, el filósofo chileno se distanciará más del pragmatismo de James por considerarlo irreconciliable con lo que entiende por desarrollo y verdad, que por su impertinencia en la cultura nacional. Pero ubiquémonos en el texto y en sus condiciones de posibilidad antes de continuar.

Siguiendo las anécdotas aparecidas en Lo que ha sido el vivir, este estudio sobre el autor norteamericano posee un engorroso nacimiento. De inicio es un texto elaborado con el fin de ser leído en un congreso, lo cual no se llevó a cabo por asuntos de tiempo.

Concurrí al Congreso Científico Panamericano que se celebró en Santiago en 1908 y, fuera de un trabajo pedagógico, llevé un estudio sobre El pragmatismo o la filosofía de William James. Esta había alcanzado en esos momentos una gran difusión en el mundo occidental (Molina, 2013, p. 181).

El trabajo pedagógico mencionado por Molina había generado las suficientes controversias como para tener tiempo para la exposición de otro trabajo. A pesar de lo indicado, tuvo su momento y este fue en la Universidad de Chile tiempo después. Pero vamos a lo que nos importa de este trabajo.

La crítica que haría Molina sobre cómo es vista la realidad social desde el darwinismo social, también podría correr para el pragmatismo de James, ya que, en opinión del chileno, también habría falta de sentido lógico. Para hacerse cargo de dicho juicio, Enrique Molina, a lo Descartes, incluye un “tercero imaginario” en su ejercicio de escritura para levantar importantes críticas a la propuesta pragmática del pensador estadounidense. Antes de explicar brevemente este texto, es de importancia indicar que la filosofía de James, como la de Lester Ward, tiene de horizonte el meliorismo del cual hacíamos mención anteriormente. El pragmatismo, entonces, buscaría esa suerte de “buen vivir” que podría desarrollarse si uno es consciente de las causas y consecuencias de nuestras acciones. Sin embargo, la noción meliorista de James, a juicio de Molina, hablando desde su “tercero imaginario”, carecería de solidez. La razón sería que dicha noción no estaría sustentada en una búsqueda “objetiva” de la realidad y la verdad.

La verdad objetiva, para Molina, se basaría en la observación de la naturaleza y en las leyes con las que cuenta la ciencia para hacerse de una explicación de la realidad, las cuales, a su vez, se basan en hechos comprobables. Si lo pensamos, el sentido de verdad que maneja el autor aún guarda una marcada influencia positivista. No olvidemos que estamos frente a un Enrique Molina en pleno tránsito hacia una concepción más especulativa de la filosofía que aún guarda convicciones de orden cientificista. La objetividad en el pragmatismo de James, por su parte, sería totalmente contextual, circunstancial y dependerá de su utilidad; como nos dice Molina (2013): “Para el pragmatismo no hay verdad objetiva, no hay verdad en sí; es verdad la presentación que sirve para la acción” (p. 181). Aquí estaría el lado débil de esta perspectiva a los ojos del chileno.

El meliorismo en el pragmatismo de James, entonces, a juicio de Molina (1913), sería “providencialista, vago, metafísico, especie de panacea espiritual y moral” (p. 210). Como contrapropuesta, este “tercero imaginario” opta por un meliorismo que no esté “reñido con el conocimiento objetivo de las cosas y confíe en las inducciones y deducciones de la ciencia para introducir ideas nuevas” (p. 210). Así las cosas, este matiz que quiere brindar el personaje de ficción de Molina, identifica su pensamiento como un pragmatismo reformado, el cual “cree en la verdad y descansa exclusivamente en las virtualidades de la acción humana para transformar al mundo” (p. 210).

En suma, la verdad en el pragmatismo respondería a una construcción social que se valida por el hecho de ser útil y “buena” para la sociedad. Ese juicio de lo bueno y lo malo, útil o inútil, provendría de la sociedad misma que estima lo bueno y verdadero según sus necesidades. Una aproximación tal a la verdad, tendría los suficientes claroscuros como para tomar distancia y entenderla como un pensamiento muy poco conveniente para sociedades como las americanas del sur. Pero no solo es cosa de “localización”; un pensamiento así podría caer en importantes falacias y engaños si uno permite dejarse llevar por su forma de acción. Como nos dice Molina, para el pragmatismo la verdad se sustenta en la injerencia que tenga en la sociedad y cuál útil es para la conservación (y mejoramiento) de esta. Concebidas así las verdades, muchas teorías consideradas válidas en la actualidad no habrían llegado a la luz bajo esta lógica pragmática.

Como ejemplo, en una sociedad sustentada bajo preceptos teológicos, cualquier teoría que aspirase a establecer una verdad mediante un método científico, y que pusiera en jaque alguna verdad imperante anclada a su fundamento de orden divino, por más consistencia y verificación que tuviese, si produce conflicto en la sociedad y la lleva a dudar del orden establecido, estaría más en el campo de lo falso. Frente a este tipo de razonamiento, Molina tendrá fundadas sospechas del alcance que puede llegar a tener un pensamiento pragmático como el presentado.

Creo que a los que niegan la verdad y la certidumbre de las leyes científicas, movidos por un fantástico peligro que amenazara a la conservación social, se les podría preguntar si han ahondado en sus conciencias y están seguros de que sea un amplio y generoso interés social el que los mueve y no algún menguado y apenas consciente, casi instintivo, interés individual, de clase o de secta (Molina, 1913, p. 196-197).

Siguiendo a Albert Schinz, Molina (1913) termina concluyendo que el pragmatismo vendría a ser una suerte de “escolástica moderna”, ya que en ambas corrientes de pensamiento se estaría sacrificando la verdad, tal como la hemos explicado, por la “consecución de fines considerados superiores” (p. 213). Pero nuestro autor va más allá, debido a que este pensamiento busca verdades que brinden cierta estabilidad y búsqueda de un buen vivir, independiente del grado de certeza que estas puedan contener, el pragmatismo de James podría entenderse como un “nuevo aspecto del sutil obscurantismo” (p. 213), y no solo eso: “Podría verse en él también una especie de decadentismo filosófico, de igual manera que el decadentismo propiamente dicho es un género de obscurantismo literario” (p. 214).

Enrique Molina (1913), finalmente, intentará comprender las condiciones de posibilidad de este pensamiento:

Esta escuela filosófica ha encontrado en la gran República del Norte su cuna y una tierra propicia para su difusión, por dos razones: una es la primacía que tiene la actividad sobre el pensar especulativo entre los hijos de aquella nación, y la otra constituyen los temores que inspira el desarrollo de una democracia desbordada que sin freno religioso pueda ser víctima de su egoísmo y de su concupiscencia (p. 213).

Para el caso de los pueblos del sur este tipo de pensamiento podría identificarse como una idea fuera de lugar, la cual no daría frutos debido a las incompatibilidades culturales. Una de esas incompatibilidades se hallaría en el cultivo de la filosofía europea de raigambre científica que tendrían los intelectuales de esta parte del mundo. Aquella forma de pensamiento haría de anticuerpo al pragmatismo, pues por un lado posee verdades que no dependen de fines y acciones; y por otro está la forma y actitud que toma quien reflexiona, conoce y contempla la realidad. Lo último es importante, la concepción de desarrollo que maneja Molina está sustentada en arduos procesos de contemplación, reflexión, ensayo y error que realiza el ser humano en búsqueda de verdades y sentidos de vida en el mundo. Aquel avance de la humanidad no hubiese sido posible con la aplicación de aquella “economía de la mente” que postularía el pragmatismo para desenvolverse en el mundo, pues tanto el pensamiento especulativo como el de corte científico necesitan importantes procesos de “guarda” y paulatino cultivo para su correcto devenir.

La filosofía científica europea, corriente de pensamiento con cierta tradición en tierras chilenas a ojos de Molina (1913), se caracterizaría por ser “positiva, en cuanto al método, evolucionista en cuanto a la ley que rige los procesos de los fenómenos y monista en cuanto supone la existencia de una sola substancia” (pp. 214-215); no obstante lo mencionado, Enrique Molina precisa que, a pesar del fundamento positivista de la filosofía, esta no es tan obtusa como para negarle “a la psiquis la facultad de efectuar síntesis creadoras, de crear formas nuevas, de ser una cooperadora de la creación universal y de transformarse y perfeccionarse a sí misma” (p. 215). En otras palabras, esta filosofía al introducir proposiciones en razón de una búsqueda de la verdad no basada en fines contextuales, será útil para tener ciertas orientaciones ineludibles sin dejar de lado la posibilidad de encontrar rincones impulsores de reflexión creadora al momento de pensar la realidad.

Palabras finales

Lo dicho anteriormente responde a una percepción del cambio social basado en los grados de autoconciencia que adquieren los actores en juego. Pues, finalmente, el fundamento de todo mejoramiento se sustentaría en la capacidad de diálogo que dispone la sociedad con sus estructuras. La educación, como es de suponerse, sería la clave para acelerar un proceso que, a ojos de Molina, debería venir como proceso natural.

Para ello, un correcto trabajo especulativo daría las bases para una seria labor retrospectiva por parte de nuestra sociedad. De esta forma ella iría tomando la lucidez suficiente para ir develando, por decirlo de algún modo, distintos recovecos en donde aún operaría nuestra herida colonial . Tomando como referencia una cita de Miguel de Unamuno donde indica la persistencia de la Inquisición en su España natal, Enrique Molina (1913) dirá que: “Nosotros, los hispanoamericanos, debemos ver también si en nuestros rescoldos del coloniaje, que aun no se apagan, no queda algo de aquel inhumano fuego que atemorizaba a nuestros abuelos” (p. 144).

Si bien podría decirse que Enrique Molina tiene en mente la idea de la “segunda independencia” para los pueblos de la América Latina, su reivindicación cultural apunta hacia un hispanoamerica-nismo, donde la “comunidad de la lengua” cumpliría un rol fundamental, a tal grado que España vendría a ser una suerte de embajada de “nuestra” cultura en el continente europeo:

Creo que esta situación nos apocará, nos enfermará moralmente, si nos resignamos sólo a ser siempre satélites y no encaminamos el ánimo hacia el fin de dar a la lengua castellana y a la cultura hispanoamericana un lugar eminente y de igualdad con las primeras de la tierra. Empecemos por sentir la necesidad de hacerlo. Al lado de los pocos que con igual propósito trabajan en la madre patria, luchemos con constancia, con energía de cíclopes, para encender los focos de la cultura hispanoamericana que deben marcar una nueva faz en la historia de la humanidad (Molina, 1913, p. 283).

Para llevar adelante tal misión, la de instalar a la cultura hispanoamericana en posiciones dominantes, habría que realizar un verdadero trabajo de disciplinamiento cultural; porque la solución para Enrique Molina se encuentra en una suerte de redención social mediada por un correcto proceso educativo:

El pueblo ignorante de que hemos hablado, la mujer que por preocupaciones de casta no sigue una profesión que le permita mantenerse, los ociosos que podrían robustecer los músculos en las fábricas, los parásitos de todas clases que pululan en los clubs, en el foro o en los templos; los llevados por la ventolera de la idea ramplona dominante de que en la vida, con el dinero que bien o mal gasta, no hay otra cosa que hacer que gozar hoy y preparar los placeres de mañana; todas estas son fuerzas sociales que se malgastan (Molina, 1913, p. 280).

Para un intenso cultivo de la vida espiritual en la sociedad hispanoamericana se necesita del ensanchamiento de voluntades que apunten hacia un fuerte cultivo del saber. Recordemos que el trasfondo intelectual de Molina responde a una profunda sensibilidad ilustrada, en donde el acercamiento a las ciencias, tanto las del espíritu como las científico-técnicas, son la tabla de salvación para un pueblo con serios problemas de nacimiento.

Al cultivo de la ciencia y de la filosofía en Hispano América quiero llamar la atención de las almas jóvenes, considerándolo como el supremo trabajo del heroísmo de la paz, en cuanto significa la empresa más digna de continuar la obra de los padres de la patria, tanto por su valor intrínseco, cuanto por la reacción que debe operar sobre la vida realmente (Molina, 1913, p. 281).

Continuando con la misma idea, finalmente Molina (1913) dirá que:

(…) con un movimiento intelectual de carácter social, científico y filosófico, conseguiremos, por lo menos, dos cosas: hacer algo que tenga un alto valor en sí mismo, dando a nuestras vidas orientaciones elevadas y morales, y simultáneamente recobrar sobre nuestro organismo social, arrostrando en esta procesión de las antorchas del porvenir, a los rezagados, a los perezosos, a los egoístas e imponiendo las reformas que reclaman el examen racional e histórico de nuestra sociabilidad en sus relaciones con la cultura humana general, reformas que las interminables querellas y la ambiciosa o epicúrea inacción de los políticos, indefinidamente dilatan (p. 284).

Concluyendo, creemos que nuestro joven autor busca en la filosofía herramientas que contribuyan a la transformación social. Más tarde vendrán las obras que reflejen de manera más nítida ese esfuerzo por brindarle a la filosofía una expresión autónoma en nuestra cultura, lo que corresponderá a otra etapa en el pensamiento filosófico de Molina. De momento, podemos establecer que estamos frente un pensador “del centenario”, tal como lo plantea Javier Pinedo, es decir, un pensador empoderado de una misión redentora y transformadora:

Hay tal vez en mi manera de concebir el porvenir de mi patria, mucho de subjetivismo y casi de sentimentalismo al imaginármela como la tierra de un pueblo primeramente robusto, sano y, por consiguiente, alegre, que sabe sacar del seno de su suelo todas las riquezas que las transformaciones gigantescas de la naturaleza han depositado en él; que luego procede a combinar esas riquezas primitivas y produce las maravillosas combinaciones de la industria que esparce por el mundo por medio del comercio; de un pueblo que de su abundante savia reserva una cantidad importante de ella a las labores del pensamiento y del sentimiento, a las ciencias y a las artes; de un pueblo que en los trajines mismos del comerciante y del industrial siente refrescado su espíritu por una alegre visión de idealismo que le promete para las horas de descanso los placeres más puros y reales de que puede disfrutar la naturaleza humana: sentir, amar y pensar (Molina, 1913, p. 236).

Nos dirá el pensador chileno en referencia a su país, y creemos que es precisamente ese el horizonte de comprensión que existirá detrás de todo el pensamiento filosófico del joven Enrique Molina, el que aún no entra del todo en Bergson, pero sí ya está dispuesto a abandonar el positivismo salvo ciertos islotes que toma como sentido de orientación.

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Recibido: 21 de Marzo de 2022; Aprobado: 04 de Junio de 2022

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