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Cuyo

versión On-line ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.39 no.2 Mendoza dic. 2022  Epub 30-Jul-2023

 

Textos

Sesquicentenario de la Biblioteca “Gral. San Martín” (1972)1 2

Arturo Andrés Roig1 

1Universidad Nacional de Cuyo. Facultad de Filosofía y Letras. Mendoza, Argentina.

En este acto ciertamente solemne en que luego de tantos años se ha reparado una deuda con un grupo benemérito de ciudadanos que movidos por el ansia de cultura fundaron nuestra Biblioteca Pública de Mendoza, mediante el descubri-miento del bronce que lleva sus nombres y que acaba de efectuar el Excmo. Sr. Gobernador de la Provincia, Dr. Félix Enrique Gibbs, he pensado, como es natural, hablar de ellos, hablar de los orígenes de esta casa de cultura que tanto nos honra, pero también he creído de fundamental importancia hablar de su destino. Los fundadores cumplieron ya con su tarea, eso es lo que está en los orígenes; a nosotros nos toca pensar cuál es nuestra responsabilidad en el destino que es propio de instituciones de esta naturaleza.

Comencemos pues por los orígenes.

En las añosas páginas del periódico titulado El Verdadero Amigo del País, que fundara y dirigiera en Mendoza el filósofo Juan Crisóstomo Lafinur, puede leerse un pequeño aviso, colocado casi al final de la página y de breves líneas que dice: “La Comisión de la Biblioteca Mendocina avisa que hoy 9 de julio se abre públicamente dicho establecimiento”. De la publicación de estas líneas escuetas y del acto con el que se quiso conmemorar el día de la Independencia Nacional, se cumplirá mañana ciento cincuenta años.

Nació ese día de 1822 la tercera biblioteca “pública” de la Argentina; sus hermanas mayores eran la Biblioteca de Buenos Aires, ahora Biblioteca Nacional, fundada en 1810 y la Biblioteca de Córdoba, Ahora Biblioteca Mayor de la Universidad Nacional de Córdoba, creada en 1818. Pero tenía también otras hermanas que la habían anticipado en pocos años dentro del Continente Sudamericano, la Biblioteca Pública de Santiago y la de la ciudad de Lima, fundada esta última personalmente por el General José de San Martín en 1821, que son ahora respectivamente las Bibliotecas Nacionales de las repúblicas de Chile y Perú.

La “Biblioteca Mendocina”, como se la llamó por muchos años, fue el fruto de un vigoroso y sostenido impulso cultural claramente visible ya desde fines del siglo XVIII en nuestro medio. La difusión de las instituciones de este tipo, las llamadas a partir de entonces “bibliotecas públicas”, que en cuanto tales pretendían poner el libro al alcance de todos los ciudadanos, estaba además dentro de los planes de ese amplio y fuerte movimiento ideológico que se llamó la Ilustración. El nacimiento de este tipo de biblioteca se daba relacionado con la formación de las denominadas “sociedades de amigos del país”, que promovían principalmente en el marco del pensamiento y la acción ilustrados, el adelanto agrícola-industrial, la educación popular y el gobierno representativo.

Dentro del espíritu de estas “sociedades” que hemos mencionado se organizó en Mendoza una que se denominó a sí misma “Sociedad Biblioteca Mendocina” y cuyos miembros resolvieron dictarse un reglamento, cosa que hicieron el 11 de marzo de 1822. “Los ciudadanos que suscriben -decía el documento- convencidos que nada puede contribuir más a la prosperidad de nuestro país, que el establecimiento por suscripción, de una Biblioteca Popular, que difunda conocimientos útiles, hemos resuelto asociarnos con este objeto, bajo las reglas siguientes…”. Y a continuación viene el artículo que comienza diciendo en su primer inciso: “Que la institución que se va a formar se denomina Biblioteca Mendocina”. Más tarde, el 25 de mayo, los socios se reunieron para firmar en acto público el reglamento, con lo que se comprometían a su cumplimiento y, por último, el 1 de junio apareció publicado en las páginas de El Registro Ministerial, con lo que la Sociedad quedó reconocida oficialmente por el gobierno.

¿Quiénes fueron los socios fundadores de la “Sociedad Biblioteca Mendocina” y por tanto fundadores de la Biblioteca, objeto exclusivo de la asociación? “La página en que se estampan los nombres de los fundadores de este establecimiento -se decía en El Verdadero Amigo del País, el 11 de mayo de 1823- se registrará algún día con aquel interés a que se hacen acreedores los que trabajan por la felicidad de la especie humana”. Ellos, no podemos menos que mencionarlos aquí en este día dedicado a su homenaje, los siguientes beneméritos ciudadanos; Nicolás Avellaneda, Nolasco Mayorga, Ignacio Bombal, Agustín Delgado, Juan Crisóstomo Lafinur, John Gillies, Gavino García, Pedro Nolasco Ortiz, Crisanto Aragón, Bruno García, Francisco Segura y Correas, Ventura Segura, Lorenzo Guiraldes, José María Reyna, José María Videla, José Cabero, José Albino Gutiérrez, Tomás Godoy Cruz, Juan Francisco García, Agustín Bardel, Ramón Puch, Carlos María Pizarro, Vicente Atencio, Fabián González, Pedro Molina, José Correa, Manuel Valenzuela, Melchor Molina, Agustín Videla, Juan José Benavente y Guillermo Collisberry. En la lista de fundadores de la Biblioteca figura el entonces gobernador de Mendoza, don Pedro Molina, pero hay otros, que habían sido o fueron luego también gobernadores de nuestra Provincia: el Dr. Tomás Godoy Cruz, el coronel José Albino Gutiérrez, el Dr. Pedro Nolasco Ortiz y el Dr. Agustín Delgado. Hay sacerdotes: don Lorenzo Guiraldes, rector del Colegio de la Santísima Trinidad y fray Vicente Atencio, prior de los Agustinos; hay también entre ellos dos médicos ingleses, los doctores John Gillies y Guillermo Colesberry, el primero famoso como botánico, el segundo que fue médico de San Martín en Mendoza, se encuentra también entre los fundadores el filósofo puntano Dr. Juan Crisóstomo Lafinur y el oficial del ejército napoleónico que luego hizo las campañas militares del genera Paz, coronel Agustín Bardel. Algún día deberá un historiador de los nuestros hacer la biografía conjunta de estos distinguidísimos ciudadanos, que constituían la parte más culta de la ciudad de Mendoza a comienzos del siglo XIX.

El impulso que la “Sociedad Biblioteca Mendocina” tuvo en sus orígenes no solo llevo a sus asociados a reunirse y comprometerse a pagar la cuota de ingreso fijada, sino también a efectuar donaciones de libros de su propiedad, que en algunos casos llegaron a ser de considerable cantidad. Así, el Dr. Agustín Delgado obsequió más de 200 volúmenes de su estudio de abogado; el Dr. Gillies, donó cerca de 100 libros, el Dr. Tomás Godoy Cruz regaló 50 y otros tantos donaron don Nicolás Avellaneda, don Pedro Ortiz, don Agustín Bardel y otros miembros de la Sociedad.

Pero la donación más importante fue la que hizo el Libertador del Perú desde Lima, enterado de la fundación de la Biblioteca, hecho que impulsó a los socios a declararlo “el Fundador” por antonomasia de la novel institución. “El Ilustre General San Martín -se decía- a quien pondremos como el Fundador de nuestra Biblioteca en razón de sus donaciones generosas...”. Posiblemente en los meses de agosto a octubre de 1822 viajó a Lima, desde Mendoza, don Agustín Bardel, quien informó al Gral. San Martín que la Biblioteca Mendocina había sido fundada y que había abierto puertas al público, Bardel recibió de San Martín diez cajones de libros, que transportó consigo hasta Santiago de Chile y de donde al parecer fueron luego sacadas los 700 volúmenes que fueron donados a la Biblioteca de Mendoza. Este hecho llevó a decir a los mendocinos que el nombre de San Martín sería registrado “siempre con ternura en los anales de nuestra Biblioteca”.

No es de extrañar en absoluto el interés que San Martín puso en ayudar a la Biblioteca Mendocina, pues, es sabido que algunos años antes, en 1818, había hecho testamento y que en el mismo disponía que, en caso de fallecer, su biblioteca particular fuera donada para que con ella se fundara una biblioteca pública en Mendoza. Ese mismo interés lo llevó más tarde a promover la organización de la Biblioteca de Santiago de Chile y luego la fundación de la Biblioteca de Lima.

Al año siguiente de haber abierto sus puertas la Biblioteca Mendocina, posiblemente en marzo de 1823, San Martín la visita, según podemos suponer y le hace en esa ocasión otra donación constituida por un conjunto de instrumentos a los que entonces se denominaba “aparatos filosóficos”: un sextante, un teodolito, un telescopio, un pantógrafo, un transportador, un nivel, a más de otros libros “que traía consigo”. Con aquellos aparatos la Biblioteca pudo abrir una sala de cartografía de cuyo uso y funcionamiento hay noticias en los escritos históricos de Damián Hudson.

Bien pronto, además, gracias al dinero que se había recolectado entre los fundadores mendocinos y otras donaciones del mismo tipo que llegaron desde Buenos Aires, y aún del extranjero, como ser Río de Janeiro y Londres, la Biblioteca Mendocina decidió hacer la compra de la obra que toda sociedad ilustrada de amigos del país consideraba entonces absolutamente indispensable: la Enciclopedia Francesa.

Etapa organizativa

Entre tanto se había dado cumplimiento al artículo 14 de los Estatutos de la Sociedad Bibliotecaria y había sido elegido Secretario de la misma y por lo tanto de la Biblioteca, el Dr. D. Agustín Delgado, como puede inferirse de un aviso que firma él mismo en noviembre de 1822. Es interesante saber que la Comisión Directiva de la “Sociedad Biblioteca Mendocina” estaba integrada por un Presidente, un Vicepresidente, un Secretario, un Tesorero y un Librero. Este último era, sin más, el funcionario que debía atender los pedidos, controlar la sala de lectura y realizar los procesos técnicos indispensables en toda biblioteca medianamente organizada. El Presidente, cuyo nombre ignoramos, fue seguramente el mismo Gobernador de la Provincia, don Pedro Molina. Sabemos, por otra parte, que los socios mismos en un comienzo se turnaron entre ellos para ejercer la función de “librero” y conseguir de ese modo que la Biblioteca estuviera abierta todos los días; de este modo, la parte realmente ejecutiva, como puede inferírselo además de algunos documentos, recayó en el Secretario, Dr. Agustín Delgado. Ya antes de ser nombrado Secretario de la “Sociedad Biblioteca Mendocina”, allá por el mes de junio de 1822 y un mes antes que la institución abriera las puertas de la Biblioteca fue comisionado para que viajara a Buenos Aires con el encargo de contratar la compra de la Enciclopedia, obra que tenía unos trescientos volúmenes, muchos de los cuales podrán ustedes verlos, aun flamantes, en la muestra bibliográfica que se ha organizado; con la misión de adquirir otros libros, como también unas “esferas geográficas” con las que se vino a enriquecer más tarde la “sala de cartografía”. En noviembre de 1822, el mismo Delgado, ya en ejercicio de la secretaría, publicaba justamente un aviso en el que comunicaba a los lectores que ya había llegado la Enciclopedia Francesa a Mendoza y que pronto vendrían de Buenos Aires, once cajones llenos de libros y los globos terráqueos mencionados; también el secretario recordaba la necesidad de ponerse al día con las cuotas, pues, había encargado nuevas estanterías para ir colocando la gran cantidad de material bibliográfico adquirido.

Es importante destacar el signo con el que nació nuestra Biblioteca Mendocina hace 150 años, promovida por hombres de la más alta talla intelectual e imbuidos del espíritu progresista de la burguesía naciente. El Dr. Agustín Delgado, a quien bien podríamos considerarlo de hecho como su primer director, había nacido en Mendoza en 1790; en 1820 fue redactor, junto con otros ciudadanos, del primer período mendocino, La Gaceta de Mendoza, cuya colección completa acaba de ser encontrada felizmente para la historia de nuestra cultura provinciana por el Prof. Félix Weinberg, en la Biblioteca Nacional del Brasil, en Río de Janeiro; en 1822, en la época misma en que se funda la Biblioteca Mendocina, fue redactor, junto con Juan Crisóstomo Lafinur, de El Verdadero Amigo del País; en 1824 fue elegido Presidente de la Primera Junta de Representantes de Mendoza y ese mismo año desempeñó el cargo de ministro del gobernador Juan de Dios Correas; en 1825, reinstala el Colegio Nacional de Mendoza, el llamado entonces Colegio de la Santísima Trinidad, del cual fue además catedrático en su escuela de derecho; en 1825, en Buenos Aires, se integra en la redacción del periódico El Mensajero Argentino junto con Juan Cruz Varela y Valentín Alsina; ese mismo año es designado ministro de la Nación por Bernardino Rivadavia; durante el gobierno federal se expatria a Montevideo, donde comparte el exilio con Alberdi y Echeverría; en 1852 es elegido miembro de la Sala de Representantes de la Provincia de Buenos Aires y al año siguiente viaja a Santa Fe en donde se integra como convencional por la Provincia de Mendoza, para discutir y sancionar la Constitución de 1853; en 1854 es gobernador interino de su provincia natal; ese mismo año es elegido Presidente de la Convención Constituyente de la Provincia que aplicó la famosa Constitución redactada expresamente por Juan Bautista Alberdi para Mendoza; falleció aquí, en nuestra tierra, en 1859.

Hombres como este fueron los que dieron el nivel a la nueva institución. No vieron en la Biblioteca una oficina más, o un organismo con cargos disponibles para satisfacer los compromisos de los grupos políticos que llegan al poder sin sentido de la misión social que cumple toda biblioteca pública. Indudablemente no y la prueba está evidentemente en estas vidas que eran altas vocaciones, aún con los límites inevitables que ponen siempre los hombres las pasiones políticas y los sentimientos de clase.

Mas, ciento cincuenta años son en verdad bastantes años y en su transcurso muchas cosas pasaron. No fue el destino de la Biblioteca, durante largas épocas, más que un oscuro destino, si bien podríamos decir que se mantuvo siempre viva de alguna manera su presencia física y cultural; el hecho de habérsele asociado desde un comienzo el nombre del Libertador San Martín, le creó una especie de prestigio que sin duda alguna la benefició y fue causa de sus sucesivos renacimientos. Las guerras civiles la paralizaron, como paralizaron todo el país durante sangrientos años. Se cuenta que en 1841 las tropas federales del General Pacheco “saquearon” la Biblioteca Mendocina, seguramente en busca de papel, material sumamente caro y escaso en aquella época, para poder liar sus cigarrillos. Justamente nuestro vate Juan Gualberto Godoy testimoniaba en 1830 la escasez del papel en nuestro país en relación con los problemas de la libertad de imprenta y los que acarreaba a los fumadores: “Y pa que nadie escriba / Papel no hay ni pa los vicios”.

Nueva organización

Al promediar el siglo comienzan ya los sucesivos intentos de reorganización. En 1852, siendo gobernador de la Provincia D. Luis Molina se crea por su iniciativa una sociedad titulada “Amigos de la Ilustración” de la que fue nombrado secretario nuestro historiador don Damián Hudson y que tenía por fin dar nueva vida a la Biblioteca; al mismo tiempo se dictó un decreto reinstalándola y nombrando director de ella a Don Franklin Villanueva. Es interesante saber que don Franklin era ministro del gobernador Molina y que años más tarde, en 1862, fue gobernador interino de la Provincia y que murió siendo Rector de nuestro Colegio Nacional.

El terremoto de 1861 provocó enormes pérdidas a la Biblioteca, al parecer debido más a la sustracción de libros, que a efectos del mismo temblor; se sabe, por otro lado, que muchos vecinos, con buenas intenciones, quisieron salvar parte del material bibliográfico llevándolo a sus casas y durante muchos años, casi hasta terminar el siglo, se fueron produciendo devoluciones. De todos modos, la Biblioteca que en sus orígenes, allá por 1822, había sobrepasado los 2.000 volúmenes, en 1895, como lo cuenta el Dr. Julio Lemos en un artículo publicado en El Debate, la Biblioteca tenía apenas unos 700. Podría pensarse además, por el perfecto estado en que se encuentra la mayor parte de los tomos de la Enciclopedia Francesa, que sobrepasan actualmente el centenar, que el edificio de la Biblioteca no se desplomó con el terremoto, o por lo menos no quedó totalmente destruido.

En 1871 siendo gobernador don Arístides Villanueva, surge una nueva asociación denominada “Sociedad de Amigos de la Instrucción Popular”, presidida por el mismo Franklin Villanueva, que reorganiza la Biblioteca con grandes sacrificios sin duda alguna. Una de las cosas que hace Villanueva es catalogar las existencias y publicar, en las páginas del diario El Constitucional, el más antiguo catálogo que se conoce y sobre cuyas bases puede identificarse hoy en día cuáles son los libros que provienen de la antigua Biblioteca, anterior al terremoto. Mas no bastaba con ordenar lo entonces existente, era necesario disponer de fondos para levantar otra vez la institución a un nivel decoroso y esta urgencia fue lo que motivó la interesantísima ley del 21 de agosto de 1875 en cuyo artículo único se dice así:

“Autorízase al Poder Ejecutivo para invertir en fomentar la Biblioteca Pública de la Provincia, los quinientos pesos que se destinaron para levantar una estatua al General San Martín".

La Ley provenía de la H. Legislatura de la Provincia, la que había entendido que el mejor monumento al Libertador no era tanto el del bronce, sino el de la elevación cultural de los ciudadanos, haciendo pues de la Biblioteca Pública, el auténtico monumento al héroe americano. Por esta razón, a más de la tradición viva de la participación de San Martín en los orígenes mismos de la Biblioteca Mendocina, esta fue a partir del ese año, 1871, denominada Biblioteca Pública Gral. San Martín.

En 1880 ejercía las funciones de Bibliotecario el benemérito educador don Amador Rodríguez; en 1883 desempeñaba esa tarea don José M. Garro; en 1884, estando Domingo Faustino Sarmiento de paso por Mendoza, en viaje desde Chile, promueve la organización de una comisión para restaurar la Biblioteca Pública. Esa comisión, al parecer necesaria en ese momento, estuvo integrada por Pascual Suárez, Elías Villanueva, Daniel Videla Correa, Justo Godoy, Sebastián Samper, Julio Gutiérrez y Lisando Salcedo. Don Carlos Vergara, a la sazón Intendente General de Escuelas de la Provincia, tomó al parecer en sus manos el nuevo empeño restaurador.

Sabemos los nombres de los bibliotecarios que estuvieron al frente de la institución en lo que resta del siglo XIX: en 1836, don Agustín Enríquez; en ese mismo año, don Pedro Ramos; en 1888, don César Corvalán; en 1892, don Florencio Pereira Novillo; en 1893, don Eduardo Recabarren. La Biblioteca a pesar de transcurrir todos estos años con una cierta existencia física, al parecer seguía sumida en un clima de pobreza y hasta de abandono como lo prueba un grupo de voluntarios que en 1895 se ofrecieron para reorganizarla; ellos fueron: don Luis Carlos Lagomaggiore, don Antonio Gigli, don Sebastián Samper (h), don Julio Lemos y don Joaquín Sayanca, todos jóvenes entonces y que desempeñarían más tarde brillantes papeles como profesionales y funcionarios de nuestro medio.

El siglo XX se abre promisorio para nuestra Biblioteca Pública

En su primera década, gracias seguramente a una situación económica floreciente de nuestra Provincia y por obra de uno de los más destacados y beneméritos directores y bibliotecarios que haya tenido, el Profesor don Vicente Fino, quien contó por otra parte con el apoyo magnífico de los gobernadores de entonces señores Carlos Galigniana Segura y Emilio Civit, comienza una etapa de franca restauración. La Provincia lucía entonces un bello edificio escolar, modelo para su época en el país, la Escuela “Arístides Villanueva”, en las calles Rivadavia y 9 de Julio. Allí se reinstaló, con verdadero lujo, en un hermoso salón de grandes ventanales, nuestra Biblioteca. Y hay un hecho que no podemos pasar sin recordarlo. Fue en ese mismo salón, todavía con sus anaqueles llenos de libros, siendo todavía el Salón de Lectura de la vieja y benemérita Biblioteca “San Martín”, donde nació, en un día del año 1939, la Universidad Nacional de Cuyo. Allí, de pie y apoyados en las estanterías que cubrían las paredes, en un salón atestado de gente, los que éramos entonces estudiantes secundarios, presenciamos la lectura del acta de fundación de una nueva institución cultural, en la matriz de esta otra, de la que ahora celebramos el sesquicentenario.

Don Vicente Fino se entregó de lleno a organizar una biblioteca que deseaba fuera un verdadero modelo. La proveyó, en su nuevo local, de muebles adecuados y cómodos, enriqueció sus fondos y los ordenó, publicando su hasta ahora más valioso e importante catálogo, pieza buscada de bibliófilos y bibliógrafos.

Luego de Fino, cuyo gobierno en la Biblioteca se extendió según parece entre 1906 y 1910, tuvieron la responsabilidad de su dirección don Santiago Ferro, don Juan José Minuzzi, el Profesor don Simón Semorille y don Luis P. Tomba, sin que sepamos las fechas precisas en que actuaron. Todos tenemos aún viva la figura adusta del Profesor Semorille, hombre enamorado de los libros e historiador severo que inició entre nosotros lo que luego se llamó revisión de la historia y que fue un continuador celoso de la obra de don Vicente Fino. Luego de Semorille fue director don J. Alberto Castro, allá por los años 1927 y 1929. Castro es otra de las figuras dignas de recordación de la Mendoza intelectual de principios de siglo, autor tan apasionado como Semorille, que encauzó su inquietud literaria en la novela de corte naturalista. La historia de la Biblioteca que había sido iniciada por don Vicente Fino, fue asimismo intentada por Castro en unos sabrosos trabajos historiográficos que dio a conocer en las páginas del diario Los Andes. Luego de J. Alberto Castro, dirige la Biblioteca “San Martín”, la educadora Profesora doña Florencia Fossatti, quien ya años antes se había ocupado intensamente en la creación y organización de bibliotecas públicas anexas a las escuelas primarias, dentro de los planes de educación popular de la Dirección General de Escuelas. A la Profesora Fossatti, sigue en la dirección otro no menos destacado hombre de letras, don Serafín Ortega, que la ocupa durante quince años, entre 1930 y 1944. Ortega entendió, como acertadamente lo hicieron otros directores, que la función de la Biblioteca es esencialmente interna y que no se debe olvidar jamás que su misión es la de estar al servicio del lector. Otra iniciativa muy importante de Ortega fue la de organizar la primera biblioteca de autores mendocinos y de hacer, en 1934, la primera Exposición del Libro así también el primer catálogo de estos autores.

En 1944 se hace cargo de la dirección de la Biblioteca “San Martín” el escritor don Fernando Horacio Puebla. La Biblioteca que había sido desalojada de su local en la Escuela “Arístides Villanueva”, para dar lugar a la Universidad Nacional de Cuyo, había reiniciado una vez más sus lastimosas peregrinaciones. De allí pasó a la calle 9 de julio donde ocupó el edificio de la “Sociedad Italia Unita”, el que bien pronto debió ser abandonado pues comenzaron a rajarse sus paredes; de allí fue a calle Gutiérrez, casi enfrente mismo de la Escuela “Patricias Mendocinas”, en un incómodo local, donde no había lugar ni para libros, ni para lectores. A esto deben sumarse las inevitables pérdidas y deterioros que sufren las bibliotecas con cada cambio, cada uno de los cuales es por lo general lamentable. Era pues necesario concretar una vieja idea, promovida desde años atrás, pero nunca lograda: la de construir para la Biblioteca “San Martín” su local propio.

El edificio propio

En efecto, ya en 1927 el diputado nacional Dr. Jorge A. Calle presentó un proyecto de ley para la construcción de un edificio; era entonces director de la Biblioteca, J. Alberto Castro; años más tarde, en 1949, hizo una presentación semejante el diputado nacional Dr. Humberto Butterfield. Dentro de los gobiernos provinciales también se había promovido la construcción del edificio, el que figuró ya en el Plan de Obras Públicas del gobierno de don Ricardo Videla, como también en el del gobernador don Guillermo J. Cano, antes de 1944. Mas, fue siendo director de la Biblioteca el Sr. Puebla y con el apoyo decidido de los gobernadores mendocinos de entonces, Coronel don Blas Brisoli y Dr. Don Carlos Evans, sensibles ambos a esta exigencia del medio tan largamente sentida, como también del senador provincial Sr. Julio Fernández Peláez y numerosos otros intelectuales y políticos de la época, que pudo concretarse el ansiado edificio. Es indudable que la acción eficaz y la palabra convincente y entusiasta del Sr. Puebla fue factor decisivo de todo este proceso. El edificio, inaugurado en 1955, justicieramente compartido con el Museo “San Martín”, obra de la benemérita “Asociación de Damas Pro-Glorias Mendocinas”, que tanto ayudaron por su parte, construido en un terreno que había sido propiedad del Gral. San Martín, sobre la antigua Alameda, era no solo la casa propia sino también el símbolo de esa vieja tradición que ha mantenido unidos de modo indisoluble el nombre de nuestra Biblioteca Pública con el del Libertador, verdadero y efectivo numen tutelar.

Entre 1955 y 1958 fue director el Sr. Bernardo Larraya, quien inició la publicación de la Revista Versión, valioso órgano literario de la Biblioteca, revista que luego, con ajustado criterio, fue continuada por los directores siguientes; en 1958 ocupó las funciones directivas el Dr. Aldo Testasecca que puso de manifiesto en la institución su espíritu humanista y comprensivo creando así un sano clima de trabajo interno. Fue director posteriormente el Sr. Edgardo Suárez entre 1959 y 1960, años en los que se sumaron a la Revista mencionada antes unos valiosos Cuadernos de Versión en cuya edición colaboró estrechamente nuestro escritor Sr. Alberto Rodríguez (h). En 1960 fue designado director el Profesor Enrique Zuleta y a él lo han seguido en el mismo cargo hasta nuestros días, la Profesora Manuela Mur, otra escritora mendocina, apasionada en la difusión del libro, quien organizó concurridas y animadas “ferias del libro” en la Alameda, con la participación de importantes editoriales nacionales y extranjeras; la Profesora Esther Bárbara de Bitar, interinamente en 1965; la Profesora Graciela Gómez Silva de Maure, desde 1967 y la Profesora María Aranalde.

En verdad, para ser justos deberíamos mencionar a todos esos funcionarios que a lo largo de tantos años se desempeñaron, tal como se decía en los comienzos de la Biblioteca, como “libreros” de la misma; en otras palabras, todos los empleados que sin ocupar tareas directivas llenaron la noble función de colaborar de modo directo e inmediato con el público lector. Muchos de ellos han pasado irremediablemente al anonimato y al olvido. Otros, aún los recordamos y otros están aquí entre nosotros como fieles guardianes de la cultura y celosos defensores de esta Casa. Entre ellos me siento ciertamente feliz de poder mencionar los nombres del Sr. Samuel Muñoz, el Sr. Guillermo Vilchez, las señoras Alicia Videla de Césped, Adela García de Sosa, María Esther Delgado de Patiño Correa y la señorita Felicita Palacios, los señores Carlos Jaramillo, Eduardo Yerci, Jorge López y Lorenzo Torres. Y no cabe duda que al hacer esta enumeración caemos en inevitable injusticia respecto de todos los demás, tan meritorios como estos y que tenemos la suerte que nos acompañen.

Actualización bibliotecológica

Ahora quisiera decir algunas palabras acerca de un vigoroso movimiento de renovación y actualización bibliotecológica que comenzó en Mendoza en 1960 y que ha incidido ya de modo muy concreto y muy directo en el destino de instituciones como esta. Dicho movimiento bibliotecológico ha constituido para la Biblioteca “San Martín” uno de los momentos importantes y significativos de su historia, de tanta trascendencia como los que hemos reseñado al hablar de su reinstalación en 1871 por obra de don Franklin Villanueva, de su organización de 1906 llevada a cabo por don Vicente Fino, de la lucha por la construcción de su edificio propio realizado con éxito por don Femando H. Puebla, en 1955. Otros directores compartieron renovadoras ideas, ya fuera porque dejaron al personal especializado de la Casa continuarlo, sin ponerle obstáculos, ya fuera porque se sumaron abiertamente a la tarea renovadora y actualizadora, tales como la profesora Esther Bárbara de Bitar y muy especialmente la señora Graciela Gómez Silva de Maure. Con todos ellos, el cargo de “director” de la Biblioteca se transformó de hecho en lo que debe ser, en un cargo de “bibliotecario” con funciones ejecutivas. Bien entendido que para nosotros y para las personas nombradas, la función específica bibliotecológica no es una mera técnica de manejo del libro, sino una forma de humanismo apoyada en aquella técnica, al servicio de la cultura.

Estos conceptos ciertamente revolucionarios, en un medio en el que en más de una ocasión el director de la Biblioteca fue, o un funcionario de origen político, a secas, o un escritor con amistades políticas -con lo cual no queremos restar en modo alguno méritos a tantas cosas buenas y a favor de la Bibliotecas llevadas a cabo por tantos de ellos- debían significar un cambio ciertamente profundo. Todo comenzó, como decíamos, en 1960. El punto de arranque surgió de la Universidad Nacional de Cuyo que tenía entonces graves problemas en materia de organización de bibliotecas y en donde se sentía la necesidad de planificar en este sentido. Felizmente se entendió en la Universidad que cualquier planificación de este tipo no podía hacerse prescindiendo de las bibliotecas no-universitarias del medio y así fue como desde un comienzo se sumó a este vigoroso y fecundo movimiento, la Biblioteca Pública “General San Martín”. Fue en su edificio donde sesionaron las “Primeras Jornadas Bibliotecarias” de Cuyo, en 1960; en su mismo local y con su apoyo funcionó luego el “Primer Curso de Bibliotecología” organizado por la Universidad y con la ayuda valiosísima de la profesora Josefa E. Sabor, directora entonces de la Escuela de Bibliotecarios de la Universidad de Buenos Aires, acompañada de otros importantes especialistas y docentes de la misma institución; en este Curso de Bibliotecología, al lado de cincuenta empleados de bibliotecas provenientes de la Universidad, se inscribieron diez empleados de la Biblioteca “San Martín”. Estos empleados a los que se les dio el bautismo de la bibliotecología, constituyeron sin duda un verdadero caballo de Troya dentro de la institución, la que ha sido tantas veces objeto de intereses ajenos a sus funciones específicas, casi siempre por ignorancia de ellas. No podemos dejar de nombrarlos pues es con ellos que han iniciado una nueva atapa en la historia de la Biblioteca “San Martín”, a la que se han sumado sin duda alguna todos los demás bibliotecarios que actualmente desempeñan funciones en esta noble Casa: ellos fue ron, las señoras Alicia Videla de Césped, Ada Barbatti de Rodríguez, Marta Piastrellini de González, Liliana Blanco de Abner, las señoritas Noemí Cancilla, Mercedes Obregón y Lucrecia Filippini y los señores Francisco Correa y Samuel Muñoz.

Con todos ellos y con los que se sumaron se comenzó la reorganización de la Biblioteca Pública “General San Martín”, en primer lugar, separándola de la Dirección de Cultura y dándole autarquía y autonomía dentro del ministerio provincial del que dependían ambos organismos. Nada más sano e importante que esta independencia de la Biblioteca, dado sus funciones altamente específicas que no se cumplen ni deben cumplirse de las puertas hacia fuera, sino de las puertas hacia adentro. Una Biblioteca es y debe ser una colmena silenciosa, volcada hacia su vida interior y ajena a formas de promoción externa de la cultura, por valiosas y necesarias que estas sean y sobre todo ajena a esas formas, especialmente, si ellas están contaminadas con vicios provenientes de la llamada “política criolla”. Las bibliotecas populares, deber estar abiertas a todos los lectores posibles, por eso son “públicas” y no “privadas”, “populares” y no “elitistas”, pero están abiertas a través de los servicios específicos que prestan mediante los cuales se pone el material bibliográfico en manos del lector, o se lo orienta en su búsqueda.

Pero algunas cosas más deberíamos decir, para terminar ya, en relación con lo que hemos denominado en un comienzo el “destino” de nuestra Biblioteca. Una de ellas tiene que ver con una cierta práctica crónica que afecta a casi todos los organismos provinciales de gobierno y que acarrea una serie de consecuencias ciertamente lamentables. Nos referimos a la inestabilidad estructural de aquellos organismos, sometidos periódicamente a cambios dentro de los organigramas de gobierno, que impiden una tarea continuada, que interrumpen labores e iniciativas y que hacen ineficaces muchas veces largos años de paciente trabajo. Las instituciones necesitan y exigen una estabilidad, como necesitan y exigen una independencia que les favorezca en el desarrollo que les es específico. En relación muy estrecha con esto se encuentra asimismo la necesidad de una movilidad dentro del uso de las partidas presupuestarias que permita a la institución superar procedimientos burocráticos y montar procedimientos ágiles de adquisición, que en materia de libros y revistas ofrece para nosotros dificultades cada vez mayores. Por último, la Biblioteca debe ser recinto exclusivo de la misma, sin que se justifique que en ella funcionen otras reparticiones del estado, aun cuando se entienda que ellas sean afines. Tal vez una biblioteca más que ninguna otra institución reúne características tales que cualquier factor extraño la perturba en su desarrollo normal, en sus servicios y en el uso de esos servicios. Por alguna razón las bibliotecas han sido llamadas “templos del saber” y no se ha llamado ni creo que se llamará “templo del saber” a una subsecretaría de un ministerio de gobierno, a un teatro experimental, a un teatro infantil de títeres o a una comisión de cultura popular, a pesar del valor que tienen las funciones que estos organismos desempeñan, que no ponemos en duda en absoluto.

La misión del bibliotecario es una misión de servicio. Requiere una vocación silenciosa y abnegada. Su tarea, cada vez más tecnificada en razón de la complicación asombrosa de la cultura de nuestros días, es sin embargo, como decíamos, una labor humanística al servicio del pueblo. No caigamos pues en extremos opuestos y por criticar conceptos de conducción de la Biblioteca en manos de hombres, muchos de los cuales desarrollan una actividad humanística pero sin preparación bibliotecológica adecuada, propugnemos el surgimiento de un mero técnico, de un simple bibliotecario. El destino de la Biblioteca estará en manos de aquellos que comprendan esta noble misión con toda su riqueza y con toda la altura y valor que ella tiene en cuanto tarea humana al servicio de los demás.

La historia de la Biblioteca "San Martín", una de las tres más antiguas bibliotecas públicas de la República, que aquí hemos intentado esbozar, es la historia de un pueblo que a través de vicisitudes desgraciadas y de momentos felices transcurridos a lo largo de un siglo y medio, supo recibir y transmitir la vieja antorcha, “cuasi cursores lampada tradunt”. Modo de autoconciencia histórica, real y visible, que esta misma Biblioteca y a quienes ella ayude movida por su misión de servicio social, habrán de acrecentar y mantener si algún día hemos de jugar un papel en la historia universal, como argentinos y como latinoamericanos.

1 Publicado en Cuaderno de Cultura, Ministerio de Gobierno, 1973 (Homenaje a la Biblioteca Pública “Gral. San Martín” en su Sesquicentenario). Para todos estos textos y documentos aquí mencionados, véase nuestro librito: Los orígenes de la Biblioteca Pública “Gral. San Martín”. Acompañado de un apéndice bibliográfico-documental y de un catálogo de los volúmenes existentes de la “Enciclopedia Francesa” comprada por la Biblioteca “Gral. San Martín” en 1882. Mendoza, Segunda Edición, Biblioteca Pública “Gral. San Martín”, 1970, 53 p.

2El siguiente texto se reproduce de su reedición en: Roig, Arturo Andrés, Mendoza en sus letras y sus ideas. Segunda parte. Mendoza: Ediciones Culturales de Mendoza, 2009, pp. 353-369. [Nota del editor].

Recibido: 07 de Noviembre de 2022; Aprobado: 30 de Noviembre de 2022

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