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Cuyo

versión On-line ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.40 no.1 Mendoza jun. 2023  Epub 18-Sep-2023

 

Artículos

La serena disciplina de las armas. Rubén Calderón Bouchet, un tradicionalista católico en la revista Mikael (1973-1983)

The serene discipline of weapons. Rubén Calderón Bouchet, a catholic traditionalist in Mikael Magazine (1973-1983)

1Universidad Nacional de Cuyo. Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales, Centro Científico Tecnológico de Mendoza, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (INCIHUSA-CCT-CONICET). marcosolalla@gmail.com

Resumen

Entre 1973 y 1983 se publicó en la ciudad argentina de Paraná, en la provincia de Entre Ríos, la revista Mikael, órgano de difusión de ideas del Seminario Diocesano de la misma ciudad. Fue una publicación que, bajo los auspicios del Arzobispo y capellán castrense Monseñor Adolfo Tortolo, reunió a los intelectuales más importantes del integrismo católico argentino de aquella hora. Entre ellos, uno de sus más prolíficos colaboradores fue Rubén Calderón Bouchet (1918-2012). Analizamos su participación en la Revista, e identificamos una serie de categorías, tópicos y tropos de su discurso filosófico-político y revisamos un lugar común de algunas interpretaciones provenientes del tradicionalismo hispano católico que sostienen que Calderón Bouchet se mantuvo al margen de la cerrada defensa de la dictadura argentina de 1976-1983 que se realizara desde esta publicación.

Palabras clave: Rubén Calderón Bouchet; Mikael; tradicionalismo católico; integrismo; dictadura

Abstract

Between 1973 and 1983, Mikael magazine was published as a tool for spreading ideas by the Diocesan Seminary of the Argentine city of Paraná, in Entre Ríos province. It was a publication that, under the auspices of the Archbishop and military chaplain Monsignor Adolfo Tortolo, gathered the most important intellectuals of the argentine catholic fundamentalism of that time. Among them, one of its most prolific collaborators was Rubén Calderón Bouchet (1918-2012). In this work, we analyze his participation in the magazine, and identify a series of categories, topics and tropes of his philosophical-political discourse. Also, we review a commonplace of some interpretations coming from the hispanic-catholic traditionalism that maintain that Calderón Bouchet stayed away from the publication's vigorous defense of the 1976-1983 Argentine dictatorship.

Keywords: Rubén Calderón Bouchet; Mikael; catholic traditionalism; fundamentalism; Dictatorship

Introducción

En el circuito de los tradicionalistas católicos mendocinos, Rubén Calderón Bouchet es reconocido por su prolífica obra (Segovia, 2015; Ayuso, 2008). En efecto, en dicho elenco, más activo que nutrido, su figura constituye una referencia en términos de lo que podríamos caracterizar como la dotación de la especificidad del componente católico hispano en el lugar de enunciación de la extrema-derecha confesional de la región cuyana.

El alcance de la red mendocina de académicos católicos integristas se explica por el impresionante volumen de circulación académica, en tiempos de posguerra, existente entre España y la Universidad Nacional de Cuyo, oficiada por el aparato de difusión cultural del régimen de Franco, en especial, del Instituto Cuyano de Cultura Hispánica (Fares, 2011; Rodríguez, 2015). Los graduados católicos mendocinos viajaban a Madrid, becados por dicha institución para realizar sus doctorados en Historia, Filosofía o Letras, luego de los cuales, eran reclutados en el plantel docente de su Facultad de Filosofía y Letras (cf. López de Hernández, 2009). El hispanismo católico reaccionario constituyó de allí en más una matriz ideológica cuyo volumen excede en mucho la media de su presencia en el resto de las universidades públicas de la Argentina (Fares, 2021). La agenda ideológica compartida entre este elenco de académicos y las dictaduras que se sucedieron en el país -desde la de 1943 en adelante- harían el resto por su pervivencia académica.

Un índice del alcance de la red de tradicionalistas católicos mendocinos es su regular presencia en el circuito de publicaciones del sector del catolicismo que ofrecía una modalidad de convergencia entre las tendencias críticas al Concilio Vaticano II y el nacionalismo confesional vernáculo. En el período que nos interesa tematizar este grupo de profesores, entre los que se contaban: el propio Calderón Bouchet, Abelardo Pithod, Enrique Díaz Araujo, Carlos Ignacio Massini, Dennis Cardozo Biritos, Toribio Lucero y Estela Lépori de Pithod, eran muy asiduos colaboradores -los primeros tres, con una mayor producción- de revistas como Mikael, Verbo, Cabildo, Tizona, Ethos, Sapientia, Philosophia, Boletín de Estudios Políticos y Sociales, etc.

Me interesa, en este caso, caracterizar la especificidad del aporte de Calderón Bouchet a la más programáticamente teológica de tales revistas. En efecto, Mikael era la revista del Seminario de Paraná (González Guerrico, 2012), surgido bajo el impulso del arzobispo de Paraná, Adolfo Tortolo (Ruderer, 2015 Cersósimo 2010), quien, a principios de los años setenta, reunía los atributos de la capellanía militar y la presidencia de la conferencia episcopal argentina, del ex Tacuara y, para entonces, sacerdote Alberto Ezcurra Uriburu (Vartorelli y Motura, 2020) y del sacerdote jesuita Alfredo Sáenz. La diócesis de Paraná se convertiría en un núcleo de las más radicales figuras del integrismo católico. Su seminario, en tanto, publicaba una revista llamada a convertirse en una de las fuentes doctrinarias con mayor predicamento en la derecha católica argentina (Rodríguez 2012, 2015; Orbe 2016; Vartorelli 2022). Concebida en clave teológico-filosófica, su lenguaje técnico, no ocultaba su cerrada defensa de la dictadura en curso.

Se publicaron 33 números de la Revista Mikael entre los años 1973 y 1984. Su director fue Paúl C. Silvestre, rector del Seminario de Paraná entre 1972 y 19851. En ella publicaban presbíteros y laicos que oficiaban como expresión de las ideas del integrismo católico argentino. Del nutrido grupo de colaboradores de la revista solo un grupo de diez autores produjo tres o más artículos en el curso de su publicación, y de estos, cinco forman parte de la red mendocina. Además de Calderón Bouchet, Enrique Díaz Araujo publicó cinco artículos, Abelardo Pithod cuatro, Héctor Padrón y Carlos I. Massini tres. Si a ellos les sumamos los artículos de Estela Lépori de Pithod, los de Dennis Cardozo Biritos, así como los de Toribio Lucero y Francisco Ruiz Sánchez vemos que el aporte del grupo mendocino al circuito intelectual del vector integrista del catolicismo reflejado en la revista Mikael es notable. Entre los más prolíficos autores no mendocinos de la revista destacan Alfredo Sáenz, Alberto Caturelli, Alberto García Vieyra y Carlos Buela, además del propio Adolfo Tortolo.

Rubén Calderón Bouchet contribuyó a esta revista con cinco artículos que se caracterizaron por el despliegue de una interpretación de la modernidad de notable sistematicidad y cuyo análisis era derivado de la tematización de las figuras de Lutero, Hobbes y Voltaire. No obstante, es significativo un artículo titulado “Notas marginales”, aparecido en el número 18 de la revista, que se sale del registro historiográfico-intelectual en el que el profesor de Mendoza toma posición sobre el estado de cosas de la coyuntura nacional de fines de los años setentas, y a partir del cual, los artículos historiográficos pueden ser leídos en clave política mediante el reenvío de sus tópicos a la dimensión coyuntural de su intervención en el campo intelectual católico.

El número 3, del año 1973, contiene el artículo titulado “El profeta del Leviatán”. En el número 9, de 1975, se publica “La querella sobre la pobreza al fin de la edad media”; en el número 14, de 1977, aparece “Lutero, los burgueses y los príncipes de este mundo”; en el número 18 se encuentra el señalado “Notas marginales”, de 1978; y finalmente, en el número 25, del año 1981, hallamos el artículo “Voltaire, ideólogo de la burguesía ilustrada”. En esto consistió la prolífica contribución calderoniana a la revista.

Excepto “Notas marginales”, las intervenciones de Calderón Bouchet en Mikael constituyen interpretaciones de algunos de los rasgos de la modernidad europea. Como bien ha señalado Miguel Ayuso (2008) -probablemente uno de los más reputados intelectuales del tradicionalismo católico español actual- la ubicación de Calderón en este ideario se corresponde con el hecho de que es susceptible de reconocimiento de los principios que Francisco Elías de Tejada había identificado como sus coordenadas: la afirmación del sentido histórico de la acción humana, pero de un modo de historicidad sujeta al designio divino inscripto en la naturaleza del mundo y el hombre. Este “historicismo teocéntrico” afirma que la modernidad, en efecto, ha significado el comienzo del desajuste entre los dos términos de la matriz tradicionalista. El resultado histórico de dicho desajuste es el surgimiento mismo de la idea de Europa por la vía del reemplazo de la cristiandad medieval. Las distintas dimensiones de la modernidad europea concebida como proceso de secularización condensan políticamente en el acontecer de la Revolución Francesa.

El signo político del programa tradicionalista es, por tanto, contrarrevolución y restauración. Calderón Bouchet expresó cabalmente este programa, aun cuando a juicio del propio Ayuso (2008), debió lidiar con una cierta fascinación por el fascismo. Una intervención contemporánea a las de Mikael del profesor afincado en Mendoza, pero ahora, en la revista que expresaba con mayor intensidad la posición de los nacionalistas católicos en la coyuntura de los setenta como Cabildo, titulada “Réquiem para Gabriele D’Annunzio”, constituye una manifestación de esta identificación calderoniana con el fascismo, además del libro que publicaría diez años más tarde bajo el título Introducción al mundo del fascismo (Calderón Bouchet, 1990). El despliegue del proceso de radicalización política de la izquierda, con especial arraigo en América Latina a partir de la década del sesenta, constituye un elemento que explica en buena medida la convergencia más o menos episódica de tópicos fascistas en el tradicionalismo católico de raíz monárquico-carlista de Calderón Bouchet2. El libro que Calderón dedicó a Juan Vázquez de Mella en 1966 indica que ese fue su punto de partida y, en última instancia, de llegada, cuando la derrota de la dictadura que estos intelectuales mendocinos defendieron desde las páginas de Mikael, Cabildo, Tizona, etc. señalaba al tradicionalismo como una forma de reserva -eso sí, retrospectiva- respecto al terrorismo de Estado.

Aún en la obra de sesgo coyuntural de Calderón Bouchet, como sus artículos en revistas, su palabra suele guardar una pulcra distancia con la retórica celebratoria de las Fuerzas Armadas, aunque como veremos, esa deliberada pulcritud, de tanto en tanto, sale de su cauce. Lo que en Mikael aparecía como historia del pensamiento político, con una cierta hondura historiográfica, en Cabildo se ofrecía como una suerte de remedo de crítica de la cultura.

Pequeño demonio, angelical y virtuoso

Como indicáramos antes, en Mikael, Calderón problematiza las diversas dimensiones del proceso moderno de secularización. En “La querella sobre la pobreza en el fin de la Edad Media” (1975) despliega una intuición que hoy podríamos ubicar en el registro de una historia cultural, como es el reconocimiento en una disputa teológica del siglo XIV de elementos en los que se delinea un horizonte de representación del mundo social propio de la transición a la modernidad. Para el intelectual tradicionalista el siglo XIII es el momento de apertura de un tipo singular de relación, que habría sido suscitada por el éxito de la “ciudad cristiana”. Sobre esta plataforma la cristiandad medieval experimenta, por un lado, el conocimiento de riquezas materiales que constituyen una novedad, así como cierto “gusto por conocimientos profanos”. Estos dos elementos habrían generado las condiciones para el surgimiento de un modo de interpretación del orden de su tiempo por parte de cristianos que percibían en el acrecentamiento de las riquezas una expresión del paulatino avance del laicismo. En dicha interpretación se rompe el balance entre la manifestación material del bienestar y la autoridad, de un lado, y el celo religioso, del otro. Así es como, para Calderón, la pobreza se convierte en una “obsesión”, aunque proveniente de fuentes antagónicas: la vía “maniático-neurótica” -aquí el autor de la distinción es pródigo en la adjetivación psiquiátrica del fenómeno-, y la vía, también anómala, pero, apenas, “excesiva”, que promueve el esfuerzo tenaz de evitarla mediante el recurso a una “prolija economía” (Calderón Bouchet, 1975, p. 105).

El hombre cristiano, en sus versiones monástica y caballeresca, no había conocido ni una ni otra forma de relación con la pobreza. El pobre lo era sin ostentación y el noble usaba de sus bienes con la prodigalidad de quien los sabe instrumento de su responsabilidad social. La ascensión del burgués cambia la relación con el dinero y suscita, como una réplica del espíritu cristiano rechazado, la aparición de ese pobre declamatorio y vindicativo. Ese pobre que alimenta su odio a la riqueza en las fuentes impuras de un amor decepcionado (Calderón Bouchet, 1975, p. 105).

La narrativa integrista se ocupa de afirmar recurrentemente su doble rechazo al liberalismo y al marxismo, pero disimula poco la disimetría en la intensidad del mismo. Para 1975, año en el que Calderón Bouchet escribe este artículo, se encuentra ya muy consolidada la teología de la liberación, en uno de cuyos ejes se propone la recuperación de la idea “vindicativa” de justicia. El índice de tal vindicación es el “pobre”. La atribución calderoniana de un carácter declamatorio para esta posee un claro destinatario. Profiere este cuestionamiento mediante un deslizamiento -característico de las narrativas de las derechas integristas confesionales- desde el registro ético al psicológico, en el que la serie “odio / impureza / decepción” halla una matriz acorde a su índole.

Aquel desbalance que comenzara a esbozarse en el siglo XIII en el propio estado de cosas eclesiástico, en virtud de la emergencia de un tipo particular de experiencia religiosa, presuntamente transida de una “meliflua perversidad”, que comprendía escindidas las dimensiones civilizatoria y carismática de la Iglesia.

La interpelación moral de la vida de la Iglesia funge, para Calderón Bouchet, como operadora de una negación que habría asegurado la definitiva bifurcación entre vida religiosa y actividad profana. Si esta dicotomía se nutría, en principio, de la denuncia hacia la acumulación de riquezas, luego mudaría en clave dialéctica hacia la sacralización de la economía burguesa, al precio de cuya mudanza caerían en desgracia las virtudes cristianas mismas.

No es del interés de Calderón Bouchet caracterizar los acontecimientos de la querella suscitada al interior de la orden franciscana entre quienes se oponían a la imposición de una regla proveniente del papa Gregorio IX contra la voluntad del testamento de Francisco de Asís. Lo relevante, para el historiador de las ideas políticas, es el reconocimiento que esta disputa entre “espirituales” y defensores del orden institucional habría oficiado como condición de posibilidad del predominio axiológico de la economía en la construcción imaginaria del mundo moderno, sustrayendo así a la expresión institucional de la Iglesia función alguna en tal materia. Su denuncia consiste en la afirmación de que la radicalización de un lugar de enunciación carismático para el discurso religioso conduce, más temprano que tarde, a la secularización.

La iglesia "burguesa" y la iglesia "proletaria" de nuestros días está incoada en la tajante división de los "fraticelli". Los beneficiarios de estas contradicciones dialécticas en el seno de "la unique internationale qui compte" son, precisamente, las fuerzas internacionales que en una y otra oportunidad luchan para borrar la presencia real de Cristo en el mundo (Calderón Bouchet, 1975, p. 114).

La presunta desactivación del poder eclesiástico, vinculada a la afirmación de una autenticidad no mediada por el dispositivo jerárquico-institucional, es concebida, pues, como el resultado de la acción de un “pequeño demonio, angelical y virtuoso” (Calderón Bouchet, 1975, p. 107).

La Reforma protestante como revolución

La cuestión de la pobreza no solo habría impactado a nivel del enunciado teológico medieval, sino en la condición misma de algunos de los agentes de la estructura eclesiástica temprano moderna. En el número 14 de Mikael Calderón Bouchet se dispuso a problematizar el vector religioso del reemplazo de la cristiandad medieval en un extenso artículo titulado “Lutero, los burgueses y los príncipes de este mundo” (1977)3. Su misma formulación expresa la línea de descripción característica del tradicionalismo católico. El deslizamiento de la fuente de la experiencia religiosa de la Iglesia al individuo habría constituido la plataforma desde la que se abren tanto un proyecto estatalizante del poder político como su impugnación revolucionaria. La pobreza, decíamos, y, por contigüidad, la ignorancia de buena parte de los monjes alemanes de principios del siglo XVI explicaba la ausencia de sostén teológico para una red de obispos demasiado inclinada al favorecimiento de la agenda política de los administradores de los reinos del Sacro Imperio4. Frente a ello convergía un sentimiento anticlerical de la burguesía, al par de la atmósfera antirromana que se respiraba en esas latitudes, y que alcanzaba también a amplios sectores del campesinado, en virtud del peso de tributos destinados al sostenimiento de Roma; con un imaginario popular crecientemente atravesado de supersticiones; y con la presunta ambición de los príncipes alemanes que deseaban despojar al clero de sus bienes. El modo como tales elementos se traman es, para Calderón Bouchet, índice de que la Reforma Protestante es, en efecto, una “revolución”5.

No hay que hurgar demasiado para comprender en la cuidadosa renuencia del pensador católico hacia el registro panfletario de formulación de sus ideas políticas, una vía de legitimación de su interpretación radical de uno de los acontecimientos históricos que contribuiría al señalado reemplazo de la cristiandad medieval, al tiempo que aseguraba la reposición reaccionaria de la idea del “peligro revolucionario”, y, con ello, del concepto de “subversión”. Si la posición teológica del monje alemán era virtualmente contraria a las proyecciones modernizantes y humanistas del Renacimiento, no obstante:

(…) su prédica era subversiva y encontró la veta individualista, romántica y antiromana de su raza. Esa es una de las razones ocultas de su éxito y al mismo tiempo la fuente de los efectos ulteriores provocados por la reforma y que no parecían expresamente reclamados por la voluntad de los primeros protestantes (Calderón Bouchet, 1977, p. 23).

Aquellos efectos se nutren de precisas formas de determinación material que conducen a Calderón a ver en la reforma una modalidad de secularización proto-revolucionaria, pero su enfoque historiográfico le exige perfilar las “fuerzas espirituales” implicadas en su despliegue. En esta línea ve a la consolidación de la Reforma como un fenómeno asociado al ciclo de desencaje entre el imaginario del pueblo y el lugar de enunciación del sector letrado de las élites. No puede negarse que, en efecto, el desarrollo de la cultura moderna ahonde la distancia entre los sectores populares y las élites, pero contra las propias prevenciones del historiador ante el más ramplón idealismo historiográfico, sobreinterpreta el factor religioso cuando pretende ofrecer una comprensión total de la modernidad, que ni la secuencia narrativa del artículo, ni su registro historiográfico requerían.

Las masas permanecen lejos de estas especulaciones y las nuevas elites, a diferencia del clero y la nobleza medieval, desprecian al pueblo y lo despreciarán cada día más porque sigue siendo fiel, por lo menos hasta el siglo XIX, a la doctrina tradicional. En el siglo XVIII la reforma ha cumplido su ciclo laicisante y los intelectuales se arrogarán definitivamente la herencia del clero y tratarán de tomar la dirección espiritual de las masas. Es el siglo de la Pedagogía y de las luces. El siglo XIX, más eficaz en la lucha revolucionaria, inventará los expedientes para terminar la destrucción del pueblo cristiano con la creación masiva de un hombre dócil a sus santo y señas (Calderón Bouchet, 1977, p. 27).

La enunciación de la libre interpretación, auspiciada por los reformadores, constituiría un emplazamiento en cierta medida deudor, incluso contra las reservas luteranas frente al Renacimiento, de la replatonización en clave gnóstica del humanismo, y, por tanto, de un locus aristocratizante. La trayectoria es clara: se trata de mostrar el deliberado subjetivismo de Lutero y su consecuente autorización del propio discurso en términos de una crítica teológico-política de los dispositivos clericales -la venta de indulgencias-, por un lado, así como de la reorientación de la vida religiosa a la escena de las “vivencias”. Si, para Calderón Bouchet, la doctrina del sacerdocio universal podría presumir de cierto avance en la democratización del orden religioso, Lutero renunciaba a derivar de tal doctrina su potencial político, en un gesto que terminaba por proyectar dicha potencia al poder temporal de los príncipes. Calderón Bouchet se apoya en este diagnóstico para afirmar que la doctrina del derecho divino de los reyes se explica desde esta matriz protestante, más que del horizonte católico. En cualquier caso, al historiador de las ideas políticas no escandaliza esta doctrina, sino la coyuntura abierta por la Reforma, en la que se establece una convergencia entre aquellas monarquías y las demandas de la burguesía. La centralidad política del Estado moderno es, para Calderón, la fuente del peligro revolucionario, por cuanto constituye un ente, entre otros posibles, sobre los que pueden desplegarse formas políticas de interpelación de las jerarquías naturales, históricamente consagradas por la tradición y, claro está, por la Iglesia Católica.

Lo hemos insinuado un par de veces, pero ahora lo decimos con toda claridad: Lutero comienza un movimiento de ideas que va transformándose a lo largo de los siglos que de él nos separan y que podemos designar con el nombre de Revolución. En todo este movimiento existe una tónica general con respecto a la violencia que toma su origen en la predicación de Lutero y que consiste en diluir la responsabilidad personal frente a las medidas de fuerza atribuyéndolas a Dios o a entes de razón que el espíritu revolucionario irá inventando, por exigencias de la causa, en la medida que pierda su vinculación con la fe (Calderón Bouchet, 1977, p. 45).

El espíritu revolucionario es la fuente de los males que la modernidad ha engendrado. El objeto de la fe católica tradicional parece apuntar al único punto de certidumbre. El reenvío de una práctica política a un significante que funja como modo de articulación de demandas heterogéneas que interpelan al orden presuntamente fijado por dicha tradición constituye un expediente más del proceso de secularización, aunque este haya surgido como un modo de reconfiguración del propio campo religioso europeo. Por lo mismo es necesario, para el intelectual tradicionalista argentino, examinar una tradición teórica moderna que oficia como justificación de uno de aquellos entes de razón: el Leviatán.

Una filosofía política para la profanidad

A la secularización de la esperanza histórica de justicia le sigue, pues, el proceso de vaciamiento interno de la autoridad eclesiástica y, con ello, su reemplazo político definitivo en la figura del Estado. La obra de Hobbes sería, para Calderón, una operadora del proceso de secularización política de la modernidad. La ambigüedad, no obstante, atraviesa al largo artículo que Calderón Bouchet publica en el número 3 de Mikael titulado: “El profeta del Leviatán” (1973). El historiador tradicionalista de las ideas políticas suscita en sus descripciones de la vida y el pensamiento de Thomas Hobbes interpretaciones ambivalentes, incluso en aquellas ocasiones en las que presume desplegar ácidas críticas. Así, la filosofía del autor inglés del siglo XVII resulta “espléndidamente unilateral” (Calderón Bouchet, 1973, p. 31) en virtud de la reducción de aquella a unos pocos principios, todos los cuales concebidos bajo el signo del empirismo. En este caso la dimensión empírica del análisis tanto lógico como político se despliega como efecto del movimiento de los cuerpos. La ambivalencia calderoniana se configura en torno a la tensión entre el recurso ontológico a una filosofía de la naturaleza como fundamento del conocimiento y de las prácticas políticas -aspecto que el tradicionalista juzga apegado a la “mejor tradición greco-latina” (Calderón Bouchet, 1973, p. 31)- y el ente invocado por tal recurso como fundamento: los cuerpos, y, en este caso, sin que el mismo constituya la cabal expresión de la estructura cosmológica total de la creación divina. El fundamento es constreñido a un cuerpo, sin que la presuntamente irrenunciable codificación de la ontología cristiano-católica lo informe. Por lo mismo, el efecto epistemológico del empirismo hobbesiano activa en Calderón Bouchet un tropo específico de su discurso historiográfico como es la condensación de categorías provenientes del psicoanálisis y el marxismo6.

El discurso del pensador integrista con notable regularidad interrumpe sus descripciones, mayoritariamente atenidas al registro académico, por la invocación de la trama de la que se nutren todas las amenazas contemporáneas de la cristiandad. Aquí, pues, la operación de articulación de los momentos ontológico y político del pensamiento de Hobbes se reduce a una modalidad de “libido dominandi” (Calderón Bouchet, 1973, p. 34), expresión política de la completa instrumentalización del conocimiento práctico comprendido como administración del miedo, en cuyo orden el propio conocimiento es concebido como ejercicio del poder. El empirismo, caracterizado por el pensador católico como “imperialismo corporalista”, sumado al recurso estrictamente retórico -y en tal caso, irónico- de los temas religiosos, y la instrumentalización del saber otorgan a la política su atributo moderno: la autosuficiencia. En efecto, la cuestión de la caracterización de los múltiples vectores de la secularización se intuye con fuerza como el patrón de la intervención calderoniana en la escena político-intelectual de fines de la década del setenta desde los diversos órganos del circuito integrista.

El mecanicismo hobbesiano ofrece una vía para la comprensión moderna de la política. En ella se abandona la idea clásica de dominium en vistas que lo que se requiere ya no es el itinerario del alma hacia Dios mediante el “señorío del espíritu sobre las pasiones”, sino el conocimiento de los modos en que la administración de aquellas se consuma como condición de posibilidad de la construcción de su dispositivo más eficaz: el Estado. Si su constitución se intuye tras el “propósito generoso” de mantener la paz, este se revelaría, para el pensador católico como “espejismo” (Calderón Bouchet, 1973, p. 34). La dimensión universalista de este postulado pacificador es cuestionada aquí porque funge como recurso de integración inauténtica a la comunidad política, así como una modalidad de reproducción emocional de sujeción.

Calderón Bouchet descubre en el pensamiento de Hobbes una de las manifestaciones más significativas por las que la cultura registra y promueve el abandono de la sociedad medieval -“caballeresca”- en beneficio del definitivo predominio del interés de la burguesía en la modernidad. La centralidad del hombre en este imaginario constituye el índice de una psicología egoísta, de la que se nutre la profana filosofía política del “profeta del Leviatán”:

El siglo XVII creyó haber descubierto por primera vez la idea de naturaleza. Su empeño más tenaz fue investigar las leyes que rigen su proceso y con este conocimiento adquirir un dominio sobre la realidad capaz de liberarlo para siempre de la superstición y de los poderes fundados en la teología. Dios es autor de la naturaleza y fabricador del universo. Conocer bien los principios del mecanismo ideado por Dios es hacer un poco obvia la revelación y dejar sin empleo el oficio demasiado costoso de la Iglesia (Calderón Bouchet, 1973, p. 40).

Sobre el fondo retórico del recurso a una concepción secularizada de Naturaleza se monta, para el filósofo tradicionalista, el artificio político modelo de la modernidad. El gesto secularizante vuelve a motivar el tropo condensador: en este caso del motivo altruista que se postula como fundamento del orden social tanto en Hobbes, como en el liberalismo burgués y el marxismo. El monarca, el mercado o la modificación de la infraestructura económica cumplirían este papel.

Calderón ve en el carácter convencional de la sociedad política la vía profana de encauzamiento del miedo. La obediencia política es, en tanto, un epifenómeno del desplazamiento de la expectativa de salvación espiritual a la más modesta aspiración de mantenimiento de la vida, en cuyo orden se comprende la intuición originaria de la necesidad vital del establecimiento de una convención fundante. El Estado hobbesiano se construye, para el historiador de las ideas políticas católico, sobre la base de este mandato racional, en virtud del cual se habría obturado la vía que el tradicionalismo católico reclamaba como su lugar de enunciación político: la afirmación de la necesaria identidad entre el elemento ético y el político. La supremacía del orden legal sobre el moral ocluye la posibilidad de intersección del discurso político moderno con el religioso. Así autonomizado del orden moral el Leviatán hobbesiano subsume toda forma previa de poder social y se esgrime como una maquinaria administrativa que termina por asumir las funciones del mismísimo “poder espiritual” (Calderón Bouchet, 1973, p. 43). En ello nuestro pensador católico intuye el augurio del advenimiento del Estado totalitario. Por lo mismo, Calderón, es impelido a reponer el tropo condensador “Hobbes / Marx”. El pensador inglés del siglo XVII y el alemán del XIX imaginan una nueva condición humana en la que sería posible una articulación satisfactoria entre intereses individuales y colectivos. En la trayectoria de esa idea de humanidad, que Calderón y tantos otros pensadores de derecha han impugnado por “abstracta”, se escuchan ecos del Renacimiento y la Ilustración.

Hobbes como pensador político, es el eslabón entre el Renacimiento y la Ilustración inglesa. Del hombre renacentista tiene el punto de vista profano en todo lo referente al poder espiritual. De la Ilustración, la convicción inquebrantable en el poder de la razón para construir un orden socio-político al margen de la fe revelada. De sus contemporáneos ingleses tomó el gusto de buscar en la Biblia los argumentos para apoyar sus criterios (Calderón Bouchet, 1973, p. 46).

Al par de lo que Calderón Bouchet reconocía como uso irónico de los temas religiosos en Hobbes el recurso a la Biblia no constituye en el discurso tradicionalista un mérito, sino, además de la confirmación de que dicho recurso es meramente ornamental, un gesto secularizador comprendido en el imaginario estatuido por aquella otra revolución secretamente profanizante como la Reforma Protestante. Pero detengámonos brevemente en la Ilustración para cerrar el ciclo del proceso secularizador descripto en cuatro momentos por Calderón.

Verdades modestas

Con un párrafo deudor de un modo de enunciación recurrente en su discurso comienza el artículo de Calderón Bouchet sobre el filósofo ilustrado francés Voltaire. La operación es simple, no es otra cosa que un modo poco solapado de minimizar la autoridad de las ideas que él pretende impugnar mediante el recurso a la presunta liviandad escéptica de la obra del pensador tematizado. En el último de los aportes del profesor de Mendoza a la revista Mikael, en su número 25, de principios de 1981, el tradicionalista católico afirma que los aspectos, a su juicio bizarros, de la obra literaria de Montesquieu, han sido olvidados en beneficio de su obra filosófica cumbre El espíritu de las leyes. Respecto a Voltaire nuestro autor parece afirmar que su popularidad se debió en buena medida a un criticismo de superficie. Sin decirlo, parece indicar que sus imposturas no pudieron ser redimidas por el valor doctrinal de su aportación a la historia de las ideas políticas.

La parábola para indicar el carácter sintomático del discurso volteriano como testimonio del aspecto epistémico del proceso moderno de secularización cierra el círculo con una transparencia notable. El último párrafo del artículo retoma la idea del primero. Afirma Calderón Bouchet (1981):

Voltaire fue demasiado superficial para advertir los lazos vivos que unen una civilización a su sistema religioso y no sospechó, en ningún momento, la tempestad que incubaba su ironía, ni la falta total de valor que tenía su pobre deísmo para sostener un orden social en vías de caer (p. 56).

La notable unilateralidad en la imagen que construye de la posterior -en unos quince años- escena revolucionaria de 1789 hace de uno de los elementos de la coyuntura histórica del último cuarto del siglo XVIII -la crítica ilustrada de las instituciones- su principal causa. Su afirmación es retórica y no parece tener pretensiones de exhaustividad. Lo relevante es el gesto calderoniano, consistente en la advertencia del peligro potencial de toda forma de reformismo político, en virtud de que sobre él se configurarían los dispositivos con los que a la postre se impugna el orden social en sus pretendidos cimientos. En efecto, dichos cimientos exigen guardianes objetivos, no basta una idea más o menos difusa de Dios, sino una religión positiva, una Iglesia.

El tropo que predomina en su contribución antiilustrada se configura como un modo de afirmación, por la vía de una intensificación acumulativa de adjetivaciones, de una cierta insustancialidad de la inteligencia. La lista de predicados es así notable: versador eficaz, genio cáustico y chancero, giróvago, de ingenio rápido, delicia de un París versátil y difamador, intérprete del gusto del momento, genio chispeante, desparpajo exquisitamente delicioso y hombre valiente son solo algunos de los atributos que Calderón reconoce en Voltaire. La imagen que se obtiene de esta serie de rasgos es la de una cierta vacuidad de la crítica ilustrada francesa de la religión y la política. El tópico central de la crítica volteriana es la eliminación de la superstición, en cuya órbita caen, como es obvio, los “dogmas de la fe cristiana”. Pero dicha crítica carece de la sistematicidad que el intelectual integrista presume necesaria en una impugnación de índole filosófica, y cuyo déficit es atribuible al siglo XVIII francés. Señala Calderón Bouchet (1981)):

El siglo XVIII fue llamado en Francia un siglo filosófico, tal vez porque en él dominó el espíritu crítico y un lenguaje claro y didáctico que ponía al alcance del burgués los discutibles beneficios de la duda universal. Si juzgamos de acuerdo con el metro helénico o el cartabón a que nos acostumbrará el genio alemán, la filosofía francesa del siglo XVIII no pasaba de un juego ingenioso y superficial en el que emergían, adobadas al gusto galo, algunas ideas inglesas (p. 51).

El carácter instrumental del discurso volteriano se intuye por la vocación de alcanzar un lector que excede los límites del orden cortesano en una operación que, al tiempo que los pone como un público ampliado, los convierte en sujetos de su interés de clase. Así, el abandono de una concepción teológica de la historia, es, para el profesor de Mendoza, “un principio tan burgués como el capitalismo” (Calderón Bouchet, 1981, p. 51). El recurso deísta a un Dios que no interviene en la historia, pero juzga “post mortem”, es estrictamente un postulado instrumental de un horizonte último, sobre el que se afirma la posibilidad de sostenimiento del orden político y de una “vida civilizada”. La utilidad política del postulado requiere, además, una formulación, para Calderón Bouchet “tímida”, de la inmortalidad del alma humana. El instrumento crítico de las supersticiones se despliega, en tanto, como un modo de cuestionamiento del discurso teológico concebido en clave apologética respecto a las religiones positivas, en virtud de que estas últimas constituirían un obstáculo para el desarrollo de la tolerancia, principio fundamental del progreso humano. Esta teodicea es deliberadamente débil. El profesor de Mendoza ve en ello un gesto típico del imaginario burgués y racionalista del siglo XVIII, por lo que sostiene:

En sus ideas Voltaire siguió la línea de la burguesía en tanto buscó una reforma del poder que favoreciera el auge del capitalismo y estableciera un orden donde las finanzas y el comercio pudieran crecer sin trabas de privilegios estamentales y corporativos. (Calderón Bouchet, 1981, p. 55)

Esos borrosos sobrinos sin herencia

Como indicáramos precedentemente, de las cinco contribuciones de Calderón Bouchet la única que se sale del registro de la historia de las ideas de la modernidad europea como despliegue de un ciclo histórico secularizador es “Notas marginales”, publicada en 1978, en el número 18 de la revista. Si en los demás artículos la función de antagonista son ciertas doctrinas que habrían contribuido al desarrollo de la modernidad, aquí se trata de los jóvenes. El fin de su aporte es la caracterización de los tópicos con los que se configura un tipo de imaginario juvenil excesivamente permeable a las expectativas revolucionarias de la hora.

Hay, para Calderón Bouchet, una peligrosa tendencia a adoptar ideologías concebidas sobre modelos ideales de sociedad que, al poco andar, revelarían sus contradicciones con aquellos miembros de la comunidad que mantienen posiciones más cercanas a lo que el filósofo considero la realidad, en cuyo caso la idealidad sería la mera invocación de una práctica política que termina por constreñirse a la mutilación de “los enemigos de la perfección” (Calderón Bouchet, 1978, p. 79). Aunque a la distancia parezca irónico, el intelectual integrista escribe en la revista del obispo castrense en tiempos de dictadura militar, que uno de los problemas centrales de aquellas expectativas revolucionares es que tienden a cuajar en dispositivos represivos.

La referencia calderoniana a la coyuntura política tiende a ser oblicua, el significado coyuntural se halla siempre como un rasgo inherente a la estructura que describe. En este caso, se trata del reconocimiento de los dos registros en los que se despliega la política como ciencia práctica. El primero de ellos se constituye como reflexión sobre los “principios universales del orden práctico” (Calderón Bouchet, 1978, p. 80). El segundo consiste en la aptitud para orientar el curso de las cosas en línea con una idea correcta de bien común. Este último elemento es aquel del que carecerían los jóvenes. Pero este rasgo es estructural al imaginario de la juventud. La singularidad de la coyuntura de la enunciación del filósofo católico es el “desconcierto de los viejos” (Calderón Bouchet, 1978, p. 81). Por ello ese desajuste entre la dimensión de principios y la dimensión de lo real en el fenómeno político estimula la configuración del “mesianismo revolucionario de los jóvenes” (Calderón Bouchet, 1978, p. 81). El dispositivo en el que se asienta esta modulación de la experiencia política es la ideología. Aquí el tropo condensador se esgrime nuevamente. En efecto, Calderón presume tener valiosas impugnaciones a las ideologías en general, aunque, como es obvio en este discurso, el marxismo está llamado a ser la consumación de todas las líneas de impugnación integrista.

Para Calderón las ideologías fungen, en buena medida, como explicaciones del mundo, como filosofías y como religiones, pero en ningún caso lo logran. Los argumentos del filósofo son predecibles en este esquema doctrinario. La existencia de una toma de posición inicial en la enunciación ideológica sesga sus interpretaciones y, por lo mismo, socaba toda atribución de objetividad en la pretendida constitución de una explicación del mundo. Tampoco alcanzan rango de filosofías porque ese mismo interés estrictamente práctico inhabilitaría lo que Calderón postula como “sentido contemplativo del ser” (Calderón Bouchet, 1978, p. 81). La concepción dogmático-metafísica de la filosofía se hace todavía más tosca cuando se eleva a impugnación teológica. No resulta relevante para el profesor de Mendoza examinar proyecciones teóricas de los debates acerca de las teologías políticas como rasgo estructurante del imaginario moderno, aunque había atisbado algo de eso en sus caracterizaciones del potencial secularizador de las ideas de Lutero, Hobbes y Voltaire. En este punto prefiere un repliegue catequístico. Afirma, sin más, que no hay teología en las ideologías por carecer de un “origen” divino. Y todavía más, en una pirueta típica del pensamiento religioso temprano moderno, lo que no es divino debe ser obra de Satanás. En esta imagen integrista “las ideologías son la versión del no serviré satánico, porque formulan en sus lucubraciones, una explicación del mundo que trata de poner a los hombres a la par de Dios” (Calderón Bouchet, 1978, p. 83).

Marx y Freud constituyen la díada maldita, son los “santos patronos de la ideología” (Calderón Bouchet, 1978, p. 83) porque sus pensamientos fungen como modelos de impugnación de las jerarquías asignadas por la naturaleza. Esta matriz atraviesa, incluso al cristianismo de la hora. Calderón afirma que en la órbita de esta ideologización de las juventudes carentes de la conducción de aquellos “viejos desconcertados”, proliferan los que tienen “hambre y sed de justicia”, convirtiendo así a esta última en “la virtud de moda”. En este sentido, afirma:

Cuando el cristianismo tenía vigencia en los espíritus, la justicia era una buena disposición de la voluntad personal en orden a los derechos ajenos. Esto suponía el conocimiento y el respeto de esos derechos y una postura en consonancia para cumplir con todas las obligaciones impuestas por la realización del bien común. Hoy para ser justos no hace falta ningún esfuerzo de corrección moral. Basta desear el cambio que lleve al poder a una minoría entrenada en el terrorismo y alimentada con odio, para que la justicia resplandezca en toda su plenitud distributiva. Cuando una virtud se hipertrofia adquiere una dureza de cadáver y presagia todos los futuros ablandamientos de la descomposición. A la rigidez vindicativa de la justicia puritana, sucede el sentimentalismo de nuestra época con su llorona sensiblería frente al delincuente y su reacción histérica ante el uso legal de la fuerza (Calderón Bouchet, 1978, pp. 85-86).

Si el problema es la dimensión distributiva de la justicia, está claro que el derecho en cuestión es el de propiedad. Para el filósofo católico no hay eventuales colisiones entre este derecho y el bien común. Si en su aspecto material la potencial conflictividad social asociada a la existencia de la desigualdad constituye un dato ineludible, su ajuste debe ser moral. El reconocimiento, en última instancia, tiene por objeto el carácter presuntamente justo de la desigualdad en los términos de una jerarquía terrena. Este tópico, formulado como déficit moral de una política distributiva, es característico de los discursos teológicos conservadores. No resulta novedoso su despliegue aquí, sino porque constituye una referencia muy prístina a la coyuntura política del momento en la que el sector integrista acomete la defensa del “uso legal de la fuerza”, contra el “sentimentalismo” de sus críticos. Aunque aquí parece constreñirse al problema de la índole de las responsabilidades penales, es evidente que puede leerse en sentido metonímico como una afirmación sin más del uso de la fuerza. Después de todo, que otra cosa cabría si el antagonista es una “minoría entrenada en el terrorismo” (Calderón Bouchet, 1978, p. 85), como presume el historiador de las ideas católico.

Las ideologías son un ejercicio de la imaginación. Por ello Calderón Bouchet suma a la trama de elementos teóricos que nutrirían las fantasías proto-subversivas de la juventud a las modernas pedagogías por su insistencia en el potencial pedagógico de la espontaneidad en desmedro del cultivo de la inteligencia y la voluntad. Este trabajo de cultivo intelectual y volitivo consiste en el dominio del tumultuoso orden de las “vanas fantasías”. De ello deduce Calderón la dimensión política de la masturbación en virtud de su apelación a la imagen. Un “casto cuidado de la imaginación” (87) exige el concurso, más que de una pedagogía espontaneísta, de la formación rigurosa del “carácter”, en cuyo orden de lo que se trata es de morigerar los apetitos y las inclinaciones agresivas. El cauce para una formación virtuosa del carácter es la tradición, conjunto de saberes transmitidos por la comunidad, pero cuyo origen se encuentra en “Dios Revelador”, y del que la Iglesia católica es institución guardiana, sin que por ello resulte reducido el papel de la educación militar en el desarrollo de aquella formación (Calderón Bouchet, 1978, p. 88).

El combo está completo. La impugnación de cualquiera de estos eslabones de la trama Dios-Iglesia-Tradición -y si fuera necesario: Fuerzas Armadas- constituye una “profanación”. La autoimagen calderoniana es trágica, encuentra placer en el ejercicio de la virtud en una época de “exaltación de la bajeza”. El filósofo se atribula en cuanto crítico de la cultura en la representación positiva de la figura literaria del anti-héroe, así como de la imagen cinematográfica de esos “borrosos sobrinos sin herencia” (Calderón Bouchet, 1978, p. 92). La dimensión democrático-plebeya de las formas dominantes de la producción cultural, las presuntas abyecciones morales y pedagógicas de la juventud, la frivolidad sexual y la droga hacen de la disciplina una tarea honorable, pero rigurosa. Señala Calderón Bouchet (1978):

Mientras los hombres maduros prosperan en sus malos negocios, o se entregan al baboseo de su liberalismo democrático, los jóvenes asocian la droga con los dos grandes temas del momento: la violencia y la liberación. Es más fácil perder la vergüenza que dominar las malas pasiones, y lanzarse medio loco a una violencia destructora que educar la agresión en la serena disciplina de las armas. (pp. 93-94).

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1 En 1985 fue reemplazado en dicha función por decisión del Arzobispo de la diócesis de Paraná Estanislao Karlic, en lo que constituye el cierre de la fase “integrista” de la formación del Seminario.

2Sobre el vínculo de Calderón Bouchet con el carlismo véase: Ayuso, 2012.

3Tres años después de su publicación en Mikael Calderón Bouchet reescribe, amplía y reorganiza parte de este extenso artículo para integrarlo en los capítulos X, XI y XII de su libro La ruptura del sistema religioso en el Siglo XIV (1980).

4El tópico de buena parte de la historiografía católica conservadora sobre la Reforma Protestante, consistente en la afirmación de la venta de indulgencias como un “exceso” en materia de las expectativas plebeyas, tanto de la feligresía como de un sector del clero alemán (cf. García Villoslada, 1973) es de modo prístino reproducido por el intelectual tradicionalista, ahora como un modo de impugnación de una teología política de izquierda.

5Es notable la persistencia de esta línea de interpretación del fenómeno en la escena tradicionalista católico-hispánica (cf. Ayuso, 2017).

6Es notable la persistente irrupción del lenguaje clínico, aunque en un registro deliberadamente coloquial, para designar las presuntas intersecciones entre biografías psiquiátricas y pensamiento político. En materia de enunciación, aquellos coloquialismos constituyen tropos en los que se delinean núcleos ideológicos, cuya indecidibilidad es revestida de la invocación tácita del sentido común integrista. La eficacia del tropo requiere, por su ostensible artificialidad, una lectura ya integrada a aquel imaginario. A nivel del enunciado la estrategia es prístina, se trata de indicar que un orden político edificado sobre fundamentos filosóficos ajenos a la ontología política tomista, son, sin más, formas de defección en materia de despliegue de la autoridad, y que, además, todos conducen a Marx. Así, podemos ver un ejemplo, entre muchísimos, en la más programáticamente filosófica de todas sus obras, contemporánea al artículo que ahora comentamos. Sostiene Calderón Bouchet: “Ni Hobbes ni Rousseau sabían nada de las sociedades primitivas y estructuraron sus sistemas sobre un par de hipótesis sin consistencia histórica. En el fondo de sus corazones estos pensadores padecían de una cierta incomodidad frente a las exigencias de la autoridad. Como siempre sucede en casos semejantes, la ausencia de orden interior, provocó una obsesión maniática para hallar en la cohesión externa la necesitada paz de sus almas. Estos temperamentos anárquicos fueron los abuelos del totalitarismo moderno” (Calderón Bouchet, 1976, p. 150).

Recibido: 16 de Febrero de 2023; Aprobado: 28 de Marzo de 2023

Marcos Olalla. Profesor y Doctor en Filosofía. Investigador Adjunto del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Investigador del Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA - CCT-Mendoza / CONICET). Coordinador del Grupo de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas de dicho Instituto. Profesor Asociado de Filosofía de la Cultura en la Facultad de Filosofía y Letras y Profesor Adjunto de Introducción a la Filosofía en la Facultad de Derecho, ambas de la Universidad Nacional de Cuyo. Su producción en investigación se desarrolla en el campo de la historia del pensamiento latinoamericano y los estudios culturales.

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