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Cuyo

versión On-line ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.40 no.2 Mendoza  2023  Epub 03-Jun-2023

 

Dossier

El significado de lo “kirio” en el pensamiento tardío de Pedro Figari1

The Meaning of “Kirio” in Pedro Figari’s Late Thought

Aníbal Corti1 

1Universidad de la República, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Centro de Estudios Interdisciplinarios Uruguayos (CEIU), Uruguay. Contacto: anibal.corti@gmail.com

Resumen

El uruguayo Pedro Figari (1861-1938), destacado pintor, fue además un pensador original. Fue autor de una novela utópico-satírica, Historia kiria (1930), obra publicada en París, donde residió entre 1925 y 1934. Poco conocida y poco leída, Figari presentó en ella a los kirios, una civilización arcaica imaginaria cuyas viejas y buenas “virtudes esenciales” transformó en patrón universal de la sensatez y el sentido común: un patrón desde el que juzgó los acontecimientos del mundo que lo rodeaba, y a sus protagonistas. Apenas publicada adoptó el punto de vista kirio para formular comentarios y reflexiones de actualidad, algo de lo que queda abundante testimonio en su correspondencia del período. Puesto que no resulta inmediatamente obvio, tiene sentido preguntarse qué era para Figari ser un kirio. O, mejor, qué es “lo kirio” como concepto, qué lo distingue, qué lo caracteriza. En este trabajo intento ofrecer una respuesta a esta pregunta.

Palabras clave: Pedro Figari; pensamiento utópico; pensamiento latinoamericano; crítica de la modernidad

Abstract

The Uruguayan Pedro Figari (1861-1938), a prominent painter, was also an original thinker. He was the author of a utopian/satirical novel, Historia kiria (1930), a work published in Paris, where he lived between 1925 and 1934. Not widely known and barely read, Figari presented in that novel the kirios, an imaginary archaic civilization whose old and good “essential virtues” he transformed into a universal standard of reasonableness and common sense: a standard from which he judged the events of the world around him, and its protagonists. As soon as the novel was published, Figari adopted the kirio point of view to formulate actuality comments and reflections, something of which there is abundant testimony in his correspondence from the period. Since it is not immediately obvious, it makes sense to ask what it was like for Figari to be a kirio. Or, better, what kirio is as a concept: what distinguishes it, what characterizes it. In this work, I try to offer an answer to this question.

Keywords: Pedro Figari; utopian thought; Latin American thought; criticism of Modernity

A Teodoro Buxareo, compañero de aventuras

Del uruguayo Pedro Figari (1861-1938) se sabe que tuvo una intensa actividad pública antes de dedicarse de lleno a la pintura, cuando ya era casi un sexagenario, actividad en la que consiguió gran reconocimiento tanto en América como en Europa. Se sabe que fue defensor de oficio, periodista, dirigente político y legislador, abogado de varias instituciones tanto estatales como privadas, ensayista y pedagogo. Se sabe menos, en cambio, que, además de todas esas cosas, fue un pensador original. Con casi cincuenta años publicó Arte, estética, ideal (1912), un grueso y ambicioso tratado filosófico. Aunque no reincidió en el formato, sus ideas filosóficas se abrieron paso entre las páginas de su libro de poemas El arquitecto (1928) y también entre las de su novela utópico-satírica Historia kiria (1930), obras publicadas en París, donde residió entre 1925 y 1934.

Poco conocida y poco leída, Figari imaginó en esta última una civilización arcaica, los kirios, cuyas viejas y buenas “virtudes esenciales” transformó en patrón universal de la sensatez y el sentido común. Un patrón desde el que juzgó los acontecimientos del mundo que lo rodeaba, y a sus protagonistas. Apenas publicada, como acertadamente señaló Pablo Thiago Rocca en su epílogo a la cuidada reedición de la obra que hizo no hace tanto el Museo Figari de Montevideo (Figari, 2013), el autor adoptó el punto de vista kirio para formular comentarios y reflexiones de actualidad, algo de lo que queda abundante testimonio en su correspondencia del período (“Si fuese allá en Kiria...”, “Un kirio se diría...”, “Yo que, como kirio, he comprendido...”, etcétera). Figari no solamente juzgaba los acontecimientos de su tiempo como si fuera un miembro más de aquella civilización ficticia, sino que concedía o negaba cartas honoríficas de ciudadanía kiria a sus contemporáneos. Tiene sentido preguntarse, puesto que no resulta inmediatamente obvio, qué era para Figari ser un kirio. O, mejor, qué es lo “kirio” como concepto, qué lo distingue, qué lo caracteriza.

I

Desde un punto de vista filosófico, Figari fue un naturalista y un evolucionista, pero no necesariamente en el sentido en que esos términos se usan hoy en día. Fue un naturalista en tanto negó la existencia de una realidad sobrenatural, una clase de fenómenos que, en caso de existir, resultarían inaccesibles a través de la simple investigación empírica. Un evolucionista, en tanto entendió que las formas naturales más complejas no se distinguen de las más simples por alguna diferencia esencial en su constitución, sino que son el producto de la acumulación de cambios sucesivos operados sobre formas más elementales existentes en el pasado. No fue por cierto un materialista, como, a partir de la caracterización anterior, podría llegar a pensarse, en tanto que, para él, la materia y el espíritu (o la mente, o la consciencia, o la inteligencia) estaban indisociablemente unidos. Es atinada y penetrante la observación de Désiré Roustan, que vio en Figari a un “panteísta de temperamento”. A veces se utilizan, hoy en día, los términos naturalista y materialista como si fueran sinónimos. Esto no es verdad en el caso de Figari, que fue naturalista sin ser materialista.

La evolución, como la concebía Figari, es un proceso que de manera gradual y constante va provocando la mejora de las distintas formas orgánicas. La evolución no necesariamente hace florecer a los individuos, pero sí a las especies en su conjunto. El evolucionismo de Figari es teleológico: está orientado hacia un fin. Es el evolucionismo típicamente decimonónico, que asimilaba la evolución al progreso. A veces se utilizan, hoy en día, los términos evolucionista y darwinista como si fueran sinónimos. Esto no es cierto tampoco en el caso de Figari, que fue evolucionista sin ser darwinista, al menos no en el sentido actual del término. Su evolucionismo es de tipo vitalista, y está por ello más cerca del esquema de Lamarck que propiamente del de Darwin2.

Los individuos, pensaba Figari, se ven impelidos a sobrevivir, a reproducirse para perpetuar la especie, y a mejorar para adaptarse a sus circunstancias. Todo ello por un instinto orgánico: una fuerza vital puramente inmanente, puramente natural, no trascendente, no divina, no extra o sobrenatural, pero sí espiritual. Esa fuerza vital, creía Figari, dota a los organismos del instinto de conservación individual, del instinto de perpetuación de la especie, y de la tendencia orgánica a la mejora y el perfeccionamiento (Figari, 1960, III, p. 11). Mejora y perfeccionamiento son aspiraciones orgánicas universales para él.

Esa aspiración universal genera en los distintos organismos individuales logros que no son uniformemente valiosos. Sobre esas diferencias opera la selección natural. Los individuos que consiguen un desempeño comparativamente no tan bueno tienden a ser eliminados, mientras que los mejores tienden a prevalecer. Aunque fracasemos individualmente en la tarea de mejoramiento que nos impone nuestro instinto orgánico -esa aspiración orgánica universal de mejora-, la selección opera descartando errores e impulsa un perfeccionamiento de la especie en su conjunto (Figari, 1960, III, p. 11). A través de la selección natural, que opera sobre los resultados individualmente disímiles que provoca la acción de ese instinto o fuerza vital universalmente presente en cada organismo, en todas las formas vivas, desde las más elementales a las más complejas, y también en la materia inorgánica, la evolución va transformándolo todo. El proceso evolutivo compele a un progreso universal invariable, incesante e inevitable (Figari, 1960, III, p. 64). El avance constante, la mejora continua, puede toparse con obstáculos y estorbos, pero el proceso es irreversible. La evolución produce un mejoramiento constante (Figari, 1960, III, p. 68). Todo obstáculo es, así, puramente transitorio.

II

El ser humano, en tanto que ser natural, tiene incorporada, para Figari, una moralidad que es parte objetiva de su propia naturaleza. La verdadera moralidad, en este marco, es la que se desprende de los dictámenes de la naturaleza; lo malo e inconveniente es actuar contra ella o apartarse de sus grandes orientaciones (Figari, 1960, III, p. 36). La existencia de la especie transcurre según las pautas de esta moral natural, de la que a veces el ser humano se aparta, pero de la que no puede apartarse definitiva ni completamente, porque está inscrita en su propia condición.

Figari sostuvo que el ser humano es un animal eminentemente social. Ello lo alejó, en parte, de evolucionistas materialistas como Carlos Reyles, entre otros contemporáneos suyos, que pensaron que el darwinismo había colocado como una verdad científicamente establecida el carácter intrínsecamente egoísta no solamente del ser humano sino de todas las criaturas vivas, que, en la lucha por la existencia, solo pueden interesarse por la suerte de otros seres en la medida en que su propia suerte esté también en juego. Figari, es cierto, defendió la existencia de un egoísmo psico-biológico instintivo, pero no consideraba ese hecho incompatible con la existencia de la cooperación, un hecho este último, pensaba, establecido por la propia ciencia natural. Es cierto que Figari creía que la cooperación está siempre sustentada en algún tipo de auto-interés, pero, en tanto que el ser humano no puede existir solo y aislado, sino que requiere necesariamente de la cooperación de otros de su misma especie, la cooperación y el egoísmo no chocan entre sí, sino que, en el caso del ser humano, como ocurre con otros animales sociales, se implican mutuamente. Figari sostuvo, así, que el ser humano “está sometido a [las] leyes [de la naturaleza] como un insecto, como un grano de arena” (Figari, 1960, III, p. 56) y, en tanto que tal, como el ser natural que es, participa de “las vinculaciones de solidaridad que ligan a los seres que conviven socialmente” (Figari, 1960, I, p. 137).

Figari admitió que la selección natural es casi siempre un proceso basado en la crueldad: en la lucha por la vida, cada organismo tiende a triunfar, cueste lo que cueste. Pero el ser humano, con mayores conocimientos y mayores recursos, en vez de someterse de manera incondicional a las formas más crueles de selección, puede adoptar, en su propio beneficio, formas menos brutales, semejantes a las que ya utiliza en la cría y mejoramiento de animales por selección artificial. Al hacerlo, no permite, por ejemplo, que el toro, el carnero o el caballo combatan para apoderarse de la hembra: un recurso de selección -el combate físico- que también ha descartado en su propio ordenamiento social. Por su posición privilegiada, entonces, el ser humano se halla habilitado para favorecer la evolución de la especie sin acudir a la crudeza que se observa en las formas de operar de las especies inferiores. “Sería un contrasentido (…) que la humanidad, más inteligente, se rigiera por los cánones que rigen en la selva o en los abismos marinos o en los dominios entomológicos” (Figari, 1960, III, p. 71).

En lo que refiere a los servicios de asistencia, constataba en las sociedades humanas otra excepción a las reglas brutales que operan en la naturaleza, que se suma a la recién consignada acerca del acceso a las hembras. Las especies inferiores, e incluso las propias sociedades humanas menos desarrolladas, abandonan o eliminan a los débiles, a los enfermos, a los viejos, a los minusválidos y, en general, a todos los individuos que puedan constituir un obstáculo o una carga para sus pares, mientras que las sociedades humanas más desarrolladas tienden a acogerlos y a darles amparo.

III

Había en Figari, al menos al principio, la convicción de que el progreso moral de la humanidad era esencialmente inevitable. Uno de los componentes de ese progreso era, para él, la reducción tendencial de la violencia en el conjunto de las relaciones humanas. “La guerra, la esclavitud, las extorsiones, el saqueo, los castigos corporales, el duelo; en fin, todos los medios violentos y arbitrarios están en descenso” (Figari, 1960, III, pp. 75-76). Aunque reconocía como muy positiva esta característica de las sociedades humanas, Figari agregaba un matiz perturbador.

De acuerdo con las formas rudimentarias de sociabilidad, al parásito […] se le abandona o se le excluye, cuando no se le extirpa sin piedad. Con arreglo a las pautas de la moral natural, esto, al fin, es más lógico que oprimir a los elementos productores, y aun que la propia caridad ‘ciega’, que predica el inconsulto sentimentalismo de la tradición, poniendo en igual caso al que no quiere concurrir a la acción colectiva que a los que no pueden concurrir (Figari, 1960, III, pp. 71-72).

Con arreglo a las pautas de la moral natural -la única auténtica, la única no ilusoria- lo “más lógico”, pensaba Figari, sería abandonar a su suerte o incluso extirpar sin piedad al “parásito”, esto es, al elemento de la especie que no quiere contribuir productivamente al bienestar general, estando plenamente capacitado para ello, lo que lo distingue de aquellos que simplemente no pueden hacerlo (ancianos, enfermos, minusválidos y otros). Figari no desarrolló en Arte, estética, ideal estas ideas. El asunto apenas ocupa unas líneas, puesto que no representaba para él un auténtico problema. No veía contradicción entre la despiadada moral natural y la reducción tendencial de todas las formas de violencia en las sociedades humanas más avanzadas. Su evolucionismo teleológico y optimista le permitía conciliar sin aparente dificultad una cosa y la otra. Andando el tiempo, ese optimismo se iría desvaneciendo, y comenzaría a emerger el sombrío pesimismo de su última etapa.

Figari se había ocupado de la pena de muerte algunos años antes, como es bien sabido. Su prédica abolicionista fue muy influyente en el Uruguay del 900. “[Los partidarios de la pena capital] proponen […] la aplicación de una ley biológica: lo inútil se elimina”, observaba entonces. Y argumentaba:

La teoría es sugestiva. [Pero] la eliminación, [aunque] en teoría será ideal; en la práctica es un acto que subvierte todos los principios sobre [los] que reposa la sociedad. No hay manera de eliminar por la muerte sin herir hondamente el sentimiento público (Figari, 1903, pp. 15).

En esa época Figari todavía creía que la sociedad se asentaba “sobre la base esencial del derecho a la vida humana”, y, siguiendo (probablemente) a Cesare Beccaria, sostenía que la propia sociedad “no puede prestigiar, ni encarecer esa base esencial de convivencia, si no comienza por respetar ella misma, más que nadie, tan supremo bien” (Figari, 1903, pp. 16).

Figari admitía, con los partidarios de la pena capital, que una presunta “ley biológica” de la eliminación regía también en el ámbito de las sociedades humanas, aunque agregaba que perfectamente podía cumplirse con ella sin necesidad de apelar a la “práctica atávica” de la pena de muerte si, en su lugar, se empleaban mecanismos más humanos, que no supusieran la estricta eliminación física sino la mera separación del elemento indeseable del resto de la sociedad (Figari, 1903, pp. 16-17). El Figari que redactó esos textos acerca de la pena de muerte participaba plenamente de la idea de que el ser humano tiene un valor intrínseco, una dignidad especial. Una década más tarde, el Figari que escribió Arte, estética, ideal, mediante su crítica de lo que denunció entonces como una “ilusión egocéntrica”, esto es, la ilusión de situar al ser humano en el centro del universo, sentaría las bases para un rechazo categórico de esa clase de humanismo. Ese rechazo no emergería, sin embargo, sino hasta sus trabajos tardíos.

IV

Aunque el marco filosófico general de su pensamiento de algún modo se mantuvo incambiado, las ideas de Figari fueron adquiriendo nuevos matices a lo largo del tiempo. El optimismo inicial se vio resentido con los años. Puede conjeturarse que en ello tuvo alguna incidencia la interacción con el entorno específico europeo en el que se movió durante los casi diez años que vivió en París, entre 1925 y 1934. La idea de decadencia impregnaba con intensidad toda una zona de la vida intelectual de la Europa de entreguerras. Los años veinte en París fueron los “años locos”, los años de Joséphine Baker bailando semidesnuda en el escenario del Folies Bergères, apenas cubierta por un cinturón de bananas. Pero también fueron los años en que autores, por lo demás disímiles, como Jacques Maritain, Paul Valéry, Albert Demangeon o René Guénon, en Francia, y Rudolf Pannwitz, Oswald Spengler, Ludwig Klages, Albert Schweitzer, Nikolái Berdiáyev, Hermann Keyserling, y muchos otros, en el resto del continente, sostuvieron que Europa vivía bajo el signo del declive, de la decadencia, incluso del colapso civilizatorio.

Durante su residencia en París, Figari ciertamente llegó a convencerse de que Europa, y quizás la civilización occidental en su conjunto, atravesaban una crisis terminal, aunque no parece haberse plegado mansamente a ninguna doctrina, algo que habría resultado extraño en alguien con un temperamento intelectual como el suyo, tan poco dado a adoptar esquematismos ideológicos ajenos. En su lugar, parece haber formulado su propio diagnóstico de la situación, forjado a partir del pesimismo ambiental con el que entró en contacto en Europa, por una parte, y sus viejas convicciones metafísicas, por otra.

La naturaleza, creyó siempre Figari, nos empuja al avance constante. El Figari montevideano de las primeras dos décadas del siglo creía que toda resistencia a ese avance era insignificante en el largo plazo. El progreso social, creía entonces, es inexorable y continuo. El Figari parisino de la década siguiente llegaría a admitir que el desarrollo civilizatorio podía estancarse e incluso experimentar retrocesos. Todo obstáculo para el primer Figari resultaba puramente transitorio: es posible entorpecer el avance social, pero no detenerlo ni ponerle marcha atrás, porque el mejoramiento es una tendencia constante de largo plazo en todos los dominios de la existencia, también en la vida económica, política y social. El Figari tardío reconocía, en cambio, la existencia de obstáculos al progreso social no puramente transitorios: aunque la naturaleza ciertamente nos empuja al avance, este no es inexorable; el progreso civilizatorio puede verse interrumpido, las civilizaciones ciertamente pueden degenerar y deteriorarse, incluso morir. Tal lo que parecía estarle ocurriendo a la vieja Europa, ya desangrada por una guerra terrible, y en vísperas de lo que ya se insinuaba como otra todavía peor.

Durante su residencia en París, Figari parece haberse plegado, pues, a ese estado apenumbrado del espíritu del que participaba entonces una cierta parte de la intelectualidad europea. Asqueado del “hombre europeo”, volvió su mirada hacia el “hombre primitivo”, ese que aparece retratado en la serie de “Los trogloditas” y en los dibujitos que ilustran las páginas de El arquitecto: un mamífero escuálido carente de sistemas naturales de armamento o de defensa, pero “estricto, ejecutivo y eficiente” (Figari, 1928, p. 31). Esos humanos primigenios, que luchaban por su existencia día tras día, y que día tras día eran sobrepasados por una naturaleza exuberante, magnífica y vigorosa, se sabían plenamente integrados a un orden natural, que respetaban por su grandeza y esplendor. En ese saberse plenamente integrados a la naturaleza había algo bueno y deseable, algo que se había perdido: la guía “sana, fuerte y lapidaria” (Figari, 1928, p. 34) de la ley natural. El amable, educado y civilizado hombre europeo moderno, por contraste, era para Figari un “liberaloide abofellado y flojo” (Figari, 1928, p. 31), que no solamente estaba alejado de la naturaleza de un modo material concreto, sino que, y sobre todo, estaba alienado ideológicamente de ella.

Sin ser trogloditas ni “hombres primitivos”, pero tampoco civilizados hombres europeos modernos, los kirios que imaginó Figari encarnaban un tipo humano que estaba mucho, muchísimo más cerca del primero que del segundo de estos dos.

V

Los kirios, nos dice Figari, eran un pueblo de la más remota antigüedad. Habitaban una isla enorme, situada en alguna parte del océano Pacífico, “con una fauna y una flora riquísimas, semejantes a las de América” (Figari, 1930, p. 13)3. La isla, cuenta el autor, se hundió de forma repentina (como la mítica Atlántida) y desapareció por completo, junto con la civilización que albergaba, unos trece siglos antes de la era cristiana, sin dejar vestigio alguno.

Los kirios se distinguían sobre todo por su talante. Eran simples, de temperamento franco, llanos y directos, sin dobleces. Prácticos y expeditivos, iban siempre al grano. No se perdían en divagaciones, ni en pensamientos abstractos. Eran prácticos, pero cerebrales; no toleraban el sentimentalismo. “Trataban de conformarse a la realidad palpitante, temerosos de extraviarse” (Figari, 1930, p. 44). Creían que las cosas eran simples, llanas, sencillas y sin vueltas; como ellos mismos. Nada les resultaba arcano ni misterioso en un mundo que veían y que palpaban de forma cotidiana. En consecuencia, la verdad para ellos era siempre evidente. Todo rebuscamiento mental les parecía no ya inútil, sino perjudicial. Nunca una idea rebuscada podría llegar a coincidir con una realidad que es esencialmente simple, pensaban. Se guiaban por el buen sentido, única guía que estimaban necesaria para conocer aquello que siempre se muestra tal cual es, que nunca se oculta. Las grandes verdades kirias eran grandes perogrulladas, en tanto consistían, justamente, en señalar lo obvio, en mostrar lo que estaba ya a la vista de todos, lo que todo el mundo advertía sin dificultad. Reverenciaban la sabiduría de la madre Naturaleza, el respeto de cuyas grandes directivas les parecía esencial. Un sabio kirio decía: “Yo me afirmo altivo en mis patas alargadas y fuertes de primate, para pensar, y dejo que divaguen y pasen zangoloteándose los soñadores, ufanos por haber preferido afirmarse en finas y vacilantes patitas o en inconsistentes pezuñas” (Figari, 1930, p. 66). Y otro: “Es en la naturaleza donde hemos de acomodarnos. No pretendas superarla, incauto: sé digno” (Figari, 1930, p. 67).

Los kirios eran gente bienhumorada, apreciaban la vida. Vivían con gran aplomo y frugalidad, contentos de vivir. Eran discretos, puritanos, incluso infantiles en sus costumbres. Disfrutaban de la música, de fiestas en las que no bebían alcohol, de bailes recatados en los que no afloraban apetitos sensuales ni pasiones desordenadas, del contacto con la naturaleza, de los perfumes, del tabaco fumado en pipa, de las empanadas, de las golosinas, de las frutas, del cultivo de la amistad. Lo primordial para ellos era procurarse una vida agradable, de placeres atemperados. Sus gustos y sus costumbres eran frugales.

No admitían en forma alguna el entenebrecimiento de la vida, puesto que tal cosa les producía no solo desagrado, sino la impresión de una blasfemia contra la naturaleza, de la que habían tomado todo cuanto poseían y cuanto les fue posible obtener (Figari, 1930, p. 62).

Eran hedonistas, aunque muy mesurados. Rechazaban cualquier tipo de imperativo productivista, y sentían un olímpico desdén por el lujo, así como por la acumulación de bienes y el enriquecimiento en general.

Los kirios hacían un culto de su autonomía y de su autosuficiencia, tanto individual como colectiva. Practicaban la independencia en al menos tres niveles organizativos. En primer lugar, la independencia individual. El individuo más pleno era para los kirios aquel que no necesitaba salvo las cosas de las que pudiera proveerse a sí mismo. Los kirios hacían del no depender de otros un valor central, pero sin que ello supusiera un rechazo de la cooperación o de la vida en común. Para ellos no había tensión alguna entre el individuo y la comunidad. En segundo lugar, practicaban la independencia local. Existía un sistema de colonias agrarias que se encontraba diseminado a través de la isla. En lo esencial, cada una de esas colonias se bastaba económicamente a sí misma. Tampoco en este nivel la esencial independencia de esas unidades económicas excluía las más diversas formas de cooperación. En tercer y último lugar, los kirios practicaban la más estricta independencia como nación, una plena autarquía económica. No dependían absolutamente de ningún otro pueblo para asegurar su propia supervivencia y felicidad.

VI

La economía kiria era esencialmente agraria. No sabemos cuál era el régimen de propiedad en la isla, pero, habida cuenta de las características temperamentales reseñadas inmediatamente más arriba, y otras que serán reseñadas más abajo, cabe suponer que entre los kirios no existía la propiedad privada de la tierra. Cada kirio trabajaba la escasa cantidad de tierra que necesitaba para producir los escasos bienes que pudiera necesitar para satisfacer lo que entre ellos se consideraba una buena vida, y, si acaso, también los pocos bienes que pudiera llegar a intercambiar con otros, y nada más, quedando extensas zonas de la enorme y riquísima isla sin explotar. No era penoso el trabajo para los kirios, nos cuenta Figari, ni era áspera ni pesada la vida que llevaban. Las tareas agrícolas las desempeñaban sin especiales premuras, por cuanto no pesaba sobre ellos ningún imperativo productivista y, en consecuencia, producían exclusivamente lo necesario para llevar a buen término la vida muy frugal que les gustaba vivir.

No era para los kirios la vida, como para nosotros, una triste peregrinación de esclavos sumisos en procura del milagro redentor, sino una llana posesión de los bienes naturales como dioses (…). Se comprende que allá nadie quisiese entregarse a la acumulación de riqueza, para no perder el encanto de una sociabilidad tan llana y amable” (Figari, 1930, p. 77).

Además de hedonistas y frugales, los kirios eran bastante igualitaristas. Esta frase del “patriarca Ipucio” lo deja bastante claro: “Prefiero vivir en una choza, en un barrio feliz, que en un palacio entre desgraciados” (Figari, 1930, p. 77).

La cultura kiria se caracterizaba por un llano acatamiento de las reglas de convivencia, las costumbres y las tradiciones, no porque esto les hubiera sido impuesto por nada ni por nadie, cosa que a un kirio le habría resultado intolerable, sino porque consideraban esas pautas de convivencia social como las mejores y naturalmente superiores. Existía entre ellos una tendencia espontánea a la solidaridad: una natural inclinación a colaborar con los demás, que estaba basada no en consideraciones sentimentales, sino en el más estricto apego al interés individual. Estaban convencidos de que actuando de esa manera conseguían lo mejor para todos y cada uno. Los kirios en absoluto asumían como propios los intereses ajenos. Cada uno velaba por lo suyo. Pero, al hacerlo, velaba también y al mismo tiempo por el bien común, porque entre ellos no había contradicción entre unos intereses (los individuales) y el otro (el interés común).

Tan conformes se hallaban y tan bien adaptados estaban a esa forma de vivir sencilla y apacible, a sus costumbres y a sus tradiciones, que si, por ejemplo, un vecino veía a otro trabajar de manera muy ardua, enseguida intervenía para recordarle cómo era debido hacer las cosas. “Hombre, no olvides que tu primer deber es el de vivir y disfrutar de la vida”, le decía. Y si el vecino contestaba: “Hombre, es que estoy apurado, pues prometí a unos vecinos enviarles dos docenas de empanadas, y estoy en retraso”, con esa simple respuesta el interpelante se daba por satisfecho, se arremangaba y se ponía a ayudar (Figari, 1930, p. 69).

Entre los kirios era considerado una inmoralidad acumular bienes, ya fueran de consumo o de capital, que pudieran servir para que los hijos quedaran exonerados de la pesada carga del trabajo y disfrutaran de una apacible ociosidad. No solo era considerado una inmoralidad, sino un acto cruel, en tanto tenía el efecto de desarraigar a la prole de la realidad, única fuente de conocimientos y de virtudes morales e intelectuales. “Para ellos habría sido de una perspectiva tristísima el imaginar a su prole desgalichada e irresponsable, sin tarea, mientras que la de imaginarla animosa, procurándose honestamente lo que les fuese menester, los hacía soñar con beatitud” (Figari, 1930, p. 70). Cada kirio debía saber valerse por sí mismo. Para ellos la autonomía era un valor superior, como ya fue señalado.

Entre las numerosas virtudes de ese pueblo no se nos informa que estuviera el ahorro, y ello se explica de una manera muy natural por el hecho de que los kirios gustaban de trabajar lo justo y necesario para llevar el tipo de vida que consideraban digna de ser vivida: una vida sencilla, frugal, sin excesos de ningún tipo. Como, además, consideraban inmoral acumular riquezas que sus descendientes pudieran usar para exonerarse a sí mismos de la pesada -aunque moralmente formativa- carga del trabajo, no había ningún motivo para ahorrar. Los kirios producían estrictamente lo que consumían, que es lo que consideraban moralmente correcto hacer, que a su vez era muy poco, porque consideraban inmorales los lujos y los excesos en todos los sentidos, incluido el exceso de comodidad. No tenemos noticias de que hubieran desarrollado relaciones comerciales con ningún otro pueblo. Esto también se explica de una manera muy natural. No tendrían qué vender, porque en la isla no había excedentes de producción de ningún tipo, ni tampoco qué comprar, porque los kirios no necesitaban nada que ellos mismos no pudieran producir.

Así, la economía kiria era perfectamente autárquica y de estricta autosuficiencia: los kirios producían todo lo que necesitaban para vivir la vida que consideraban digna de ser vivida, exclusivamente lo que necesitaban para ello, y absolutamente nada más.

VII

No había entre los kirios ninguno de esos problemas de coordinación informativa a los que estamos acostumbrados en las sociedades mediana o altamente complejas como las nuestras: problemas acerca de qué producir, en qué cantidades, etcétera. Allí cada uno producía lo que necesitaba, y estrictamente lo que necesitaba. No había en consecuencia conflictos redistributivos, por el simple hecho de que no había nada que redistribuir: no había excedentes de producción. A los kirios no les faltaba nada, pero tampoco les sobraba. Su música, sus bailes castos, sus empanadas, sus golosinas y el tabaco para sus pipas era prácticamente lo único que necesitaban, además del agua y de las riquezas que les ofrecía la tierra. No había tampoco conflictos basados en diferentes formas de concebir la buena vida. No había kirios que apreciaran el lujo, tuvieran gustos caros, o simplemente exóticos. Todos comían exactamente las mismas empanadas, el alimento nacional que degustaban con gran placer, desde el rey hasta el último de sus súbditos. Todos fumaban alegremente su buen tabaco en sus buenas pipas. Todos tomaban agua del río. Ningún kirio sentía la necesidad de consumir alimentos o bebidas raras. Ningún kirio sentía la necesidad tampoco de vestir ropas especiales o de llevar un modo de vida distintivo, diferenciado del resto. Los kirios tenían muy pocas necesidades, pero, sobre todo, tenían más o menos las mismas necesidades todos ellos. Esa era sin dudas una de las claves de su felicidad. Eran felices con lo poco que tenían porque no aspiraban a otra cosa por cantidad, pero tampoco por calidad o por variedad.

No había entre ellos mecanismos de distinción o de diferenciación social. Si algunos kirios hubieran desarrollado, pongamos por caso, un interés por el lujo y la comodidad, la acumulación de bienes de consumo o de capital, si hubieran adquirido gustos caros o simplemente exóticos, entonces la bucólica y apacible estabilidad autárquica de la vida en la isla se habría visto profundamente alterada. Figari no nos explica, ni remotamente, cómo habrían respondido los kirios ante semejante desafío a la estabilidad de sus formas organizativas básicas. Esta es una importante limitación de su planteo. No es sorprendente que los kirios hubieran alcanzado la más perfecta armonía social si, entre otras cosas, compartían plenamente una concepción de la buena vida, que además era simple, sencilla y frugal.

No había pues, entre ellos, grandes conflictos sociales. A lo más, esporádicas discusiones entre vecinos. Ni siquiera problemas de pareja o sentimentales, porque ni aun por esos temas los kirios se hacían mala sangre. En general, no solo eran sencillos sino virtuosos. El orden social no dependía de un adecuado diseño de los sistemas de incentivos, sino de las virtudes esenciales que adornaban la personalidad de cada uno de los kirios. Se diría que aquella civilización era una especie de sucedáneo naturalista y terrenal de la Iglesia triunfante de los cielos: los ángeles y los santos en plena y eterna comunión con Dios (que, en el caso de los kirios, sería la Naturaleza). O casi. Había una excepción. Había entre los kirios una fuente de conflicto, y solamente una. Y no deja de ser interesante, o por lo menos sintomático, que Figari no solo contemplara una única fuente de conflicto, sino que volviera machaconamente a hablar de ella una y otra vez. Se trata del viejo problema, ya mencionado, de la existencia de “parásitos” sociales, o sea, el problema de la existencia de agentes que, estando perfectamente en condiciones de contribuir productivamente al bienestar general, pretenden vivir sin hacerlo, y disfrutar no obstante de las contribuciones hechas por otros.

VIII

A los agentes que, estando en condiciones de hacer una contribución productiva, pretendían exonerarse a sí mismos de esa pesada carga, y, no obstante, disfrutar de los bienes generados por el trabajo ajeno, los kirios los excluían de la vida en común hasta que hubiesen aprendido a convivir con otros, cuando no tomaban medidas de exclusión más drásticas. En este sentido, los kirios eran expeditivos, como en todos los demás aspectos de la vida, y, a diferencia de nosotros, que nos detenemos en un sinnúmero de consideraciones que los kirios hubieran juzgado puramente sentimentales, ellos actuaban sin vueltas y sin miramientos. No reparaban en presuntas garantías, y no tenían miedo, tampoco, de cometer errores, incluso de cometer errores irreversibles, porque entendían que no había forma de hacer nada sin equivocarse algunas veces. En la isla, buena parte de las labores policiales y judiciales estaban confiadas al celo del pueblo, que hacía justicia de manera sumarísima y por propia mano. Cada kirio se sentía al tiempo gendarme y juez, y estaba plenamente habilitado tanto para hacer labores de vigilancia y conservación del orden público como para impartir castigos, incluso castigos capitales.

En plena consonancia con la naturaleza y con la presunta “ley biológica” de la eliminación, cuya existencia Figari reconocía desde sus obras de juventud, pero sin los reparos humanistas que este tuvo al principio, y que dejó de tener al final, los kirios practicaban un sistema de justicia popular que incluía, entre otras cosas, la ejecución expeditiva y extrajudicial de los elementos indeseables de la sociedad (Figari, 1930, pp. 127 y ss.)4. El asunto no lo aborda Figari simplemente al pasar, ni mucho menos. A cierta altura de la obra, la prédica del autor a favor de la «solución kiria» a esta cuestión se vuelve obsesiva y machacona, sobre todo porque el lector ya había entendido perfectamente cuál era esa solución la primera vez que Figari la expuso. Pero, como si sospechara que la importancia del tema pudiera no haber sido advertida en toda su dimensión, se siente al parecer obligado a recordarnos una y otra vez cómo hacían las cosas a este respecto los kirios allá en su isla.

El Figari de estos años probablemente creía que uno de los principales problemas de las sociedades modernas era la permisividad para con las conductas antisociales, una permisividad basada en una idea ilusoria acerca de las prerrogativas que tendrían los seres humanos por el mero hecho de pertenecer a la especie. En su novela, olímpicamente elude todos los problemas y las fuentes de conflicto que tienen su origen en el hecho de que los roles sociales tiendan a diferenciarse, y las sociedades, concomitantemente, a volverse más complejas. Da la impresión de que, de algún modo, todos esos problemas le parecían artificiales, irreales, ilusorios. Todos esos problemas, puede pensarse, le parecían hijos de la complejidad y del rebuscamiento, que es la negación de todo lo kirio: lo no kirio por antonomasia. Porque lo kirio es simple por definición, como veremos más adelante.

El único problema auténtico, el único problema real, el único problema no ilusorio parece ser, para Figari, el del parásito, quizás porque es un problema que se encuentra en la naturaleza, mientras que los demás no. No hay conflictos redistributivos en el mundo natural. Solo los seres humanos producimos más que lo que estrictamente necesitamos para vivir, y así se genera un problema inexistente fuera de las sociedades humanas, que es el de la redistribución del excedente. Solo los seres humanos tenemos ese problema, que tiene su origen precisamente en el rebuscamiento, en el hecho de vivir una vida que no es sencilla, que no es frugal, sino artificialmente rebuscada. Hacer más sencilla la vida, producir lo necesario y nada más que lo necesario para vivir, disuelve el problema. En el mundo natural no hay tampoco conflictos basados en diferentes concepciones de la buena vida. Salvo los seres humanos, todos los demás seres vivos simplemente siguen sus instintos y su naturaleza. ¡Hágase más sencillo eso también! Probablemente, entonces, el problema del parásito le haya parecido a Figari el único problema “natural” y, por lo tanto, el único problema auténtico, el único real, el único no ilusorio que podía haber en una sociedad por lo demás saludable, es decir, en una sociedad que se apegaba de manera estricta, como lo hacía la sociedad kiria, a la guía sana, fuerte y lapidaria de la ley natural. Ahora bien, ese problema, precisamente por ser simple, sencillo y natural, tenía también una solución simple, sencilla y natural, esto es, una solución perfectamente “kiria”.

Un conflicto que hubiera tenido su fuente, por otra parte, en el hecho de que los miembros de esa sociedad utópica experimentaran una creciente diferenciación en cuanto a gustos, preferencias, concepciones de la buena vida, estructuras valorativas y cosmovisionales, un conflicto, en suma, que hubiera tenido su fuente en el hecho de que la sociedad kiria se volviera menos homogénea, habría sido mucho más difícil o incluso imposible de resolver al “modo kirio”, esto es, de forma sencilla y expeditiva.

¿Qué habrían hecho los demás kirios si algunos de sus vecinos se hubieran vuelto productivistas, esto es, si se hubieran embarcado obsesivamente en la producción de bienes y en su transacción mercantil, al tiempo que otros vecinos se volvían consumistas y compradores compulsivos de esos bienes? ¿Aplicar con estos disidentes alguno de los expeditivos mecanismos de justicia popular existentes en la isla? Figari ni siquiera se plantea el problema, probablemente porque se daba cuenta de que no tenía una respuesta “kiria” para él. Cuando un kirio le llama la atención a otro porque está trabajando demasiado, el segundo kirio entra en razón inmediatamente. En todo lo que atañe a sus valores fundamentales, los kirios entran en razón inmediatamente. Salvo en lo que respecta al parasitismo. Pero se trata este de un caso sencillo, en el sentido de que el kirio procede a resolverlo sin problemas, de manera completamente expeditiva.

IX

Todo lo kirio es simple, sencillo, sin rebuscamientos, y esa es, creo, la clave de lectura de la obra, y la clave para entender el planteo que hace Figari en ella. Lo que se conserva en cada uno de los casos que examina Figari es la sencillez de la situación. La sencillez es la esencia de todo lo kirio. El universo kirio, tanto en su dimensión material como en la espiritual, es simple. Todo lo kirio es simple, y todo lo que no es simple, todo lo complejo, todo lo rebuscado, todo lo excesivamente elaborado, es no kirio por definición. Los problemas de nuestras sociedades complejas y diferenciadas son no kirios, son problemas esencialmente ajenos a la realidad y a la mentalidad kirias. Los kirios simplemente no tenían, no podían tener, los problemas de nuestras sociedades complejas y diferenciadas. No hay, no podría haber tampoco, una solución “kiria” para ellos, salvo la de huir de la complejidad, como si de la peste se tratara. Este parece ser el mensaje último y fundamental de la obra: hay que escapar de la trampa de la complejidad, hay que hacer más simple, llana, sencilla y sin rebuscamientos la existencia en general, tanto en su dimensión puramente individual, como en la social; tanto en la dimensión material de la existencia, como en la espiritual.

El mundo social de los kirios, su mundo material y productivo, su propio mundo interior y afectivo, toda su existencia, en suma, era simple, llana, sencilla, sin vueltas, y sin rebuscamientos. La simplicidad, la llaneza, la sencillez eran características esenciales de los kirios y de lo “kirio” en general, no solo una característica temperamental, sino un rasgo esencial de la propia realidad en la que vivían. Los kirios abjuraban de todo rebuscamiento: todo a su alrededor era simple, y así procuraban que se mantuviera. Todo rebuscamiento les parecía equivocado. El primer mandato kirio, la “regla de oro” de esa civilización, su regla fundamental, bien podría haber sido: “No complicarás las cosas”. O bien: “No harás las cosas de manera rebuscada”. O, simplemente: “No serás rebuscado”.

Figari llama “kirio” a todo aquello que se ajusta a este mandato de simplicidad. Esta regla, entendida de un modo amplio, exige mantener el mundo social circundante, el mundo de la vida cotidiana, y el mundo interior y afectivo tan simples y sencillos como sea posible. “Kirio” es, pues, esencialmente:

-llevar una vida sencilla; -tener gustos simples; -ser franco y directo, no dar vueltas; -no tener dobleces; -rechazar cualquier tipo de imperativo productivista; -no complicar las cosas, ni admitir que otros las compliquen; -ser expeditivo; -no apreciar ni cultivar el sentimentalismo; -valorar el orden social y cooperar espontáneamente y de buena gana; -estar bien dispuesto a rectificar errores, no experimentar envanecimiento alguno; -no considerarse ilusoriamente por encima de la Naturaleza, no sucumbir a ninguna fantasía antropocéntrica o sobrenaturalista.

Esta lista no es exhaustiva, ni podría serlo. Pero da una idea bastante acabada, entiendo, de qué es lo “kirio”, que era el objetivo de este trabajo. El mundo moderno es intolerablemente rebuscado. Y ahora que ya sabemos qué es lo kirio, y que, por tanto, podemos distinguir lo “kirio” de lo “no kirio”, podemos decir que el mundo moderno es, sin lugar a dudas, no kirio. Los problemas de las sociedades complejas como las nuestras simplemente no tienen solución desde una perspectiva “kiria”, porque no hay una solución propiamente “kiria” a ningún problema complejo. La solución propiamente “kiria” pasa, en todo caso, por disolver esa complejidad, por hacer más sencillas las cosas.

X

Al tiempo que elogiaba a los kirios y sus virtudes esenciales, Figari, tanto en las páginas de su novela como en su correspondencia del período, lanzaba constantes invectivas contra el mundo moderno, sus vicios y sus valores decadentes: su divorcio de la Naturaleza, su vacua persecución del lujo, su despilfarro consumista, su ciego culto a la novedad, su sensualismo desordenado, y otras tantas taras de la vida tenida por decente y civilizada.

Habida cuenta de que se trataba de una civilización “de la más remota antigüedad”, no deja de ser razonable, hasta cierto punto, que los kirios tuvieran las características que tenían. Lo que también es cierto, y Figari seguramente no lo ignorara, es que las virtudes esenciales de ese pueblo, que tanto echaba en falta en nuestra civilización contemporánea, solo podían cultivarse y florecer en el marco de una economía muy reducida. Hay una cierta disonancia entre la exigencia figariana de que sus contemporáneos actuaran como kirios, y la completa, la absoluta imposibilidad de que hicieran tal cosa, habida cuenta de las características del mundo social en el que vivían. No es descabellado pensar que Figari estuviera proponiendo, aunque ciertamente no lo hiciera de forma explícita, el retorno a una sociedad más frugal, mucho más frugal en su demanda de bienes, y a una economía menos desarrollada, mucho menos desarrollada en su capacidad productiva, en concordancia con esa disminución en la demanda. Para que las virtudes esenciales kirias pudieran ser cultivadas en el mundo actual, esa disminución en la producción debería ser realmente muy significativa. No está claro que Figari fuera completamente consciente de ese extremo. En cualquier caso, es cierto que las virtudes kirias no son ni podrían ser nunca independientes de una estructura productiva. Y esto no por aplicación de alguna tesis marxista acerca de la relación entre la base material y la superestructura ideológica de una sociedad, sino por los motivos perfectamente obvios que cualquiera, marxista o no marxista, puede entender, y que este trabajo intentó poner en evidencia.

Toda utopía es siempre una crítica del presente en que está escrita. La utopía kiria de Figari no fue en modo alguno una excepción. ¿Cuál es la crítica al mundo moderno que Figari vehiculiza a través de su novela? No parece que haya muchas más alternativas que esta: una crítica al imperativo productivista, por una parte, y la reivindicación de una vida sencilla y frugal, acorde con estándares de consumo y producción mucho menores, por otra.

El pensamiento uruguayo contaba ya con un destacado e influyente alegato en contra de una concepción civilizatoria orientada primaria o exclusivamente al engrandecimiento material y productivo de las sociedades. Se trata, por supuesto, del Ariel, de José Enrique Rodó. Los planteos de Figari y de Rodó, aunque tengan puntos de partida filosóficos muy distintos, terminan llegando a conclusiones que de alguna manera son bastante similares.

Por la propia comparación con América en las primeras líneas de la obra y otros elementos que aparecen en su discurso, se puede pensar que Figari tenía esperanzas de que América, o, al menos, algunas zonas de la América nuestra, la América al sur del Río Bravo, llegaran a encaminarse hacia alguna forma de vida sencilla como la que cultivaban los kirios. Europa se hundía bajo el peso de sus propias contradicciones culturales y muchos americanos creían que había llegado la hora de América. No ciertamente la hora de la América de la productividad y el consumo desaforados, llena de necesidades artificiales, del norte, sino de la “agraria” y “atrasada”, del sur. Puede leerse Historia kiria como un mensaje a los pueblos de esta América, similar, en cierto modo, al mensaje que Rodó puso en boca de Próspero en el Ariel. El corazón de ese mensaje sería, aproximadamente, que las presuntas desventajas comparativas de estos territorios son, en verdad, una gran ventaja. El mundo del maquinismo, el mundo de la productividad desaforada, el mundo de la guerra y de la expansión comercial e imperialista, el mundo de la gran ilusión antropocéntrica y el divorcio del ser humano de la naturaleza, es un mundo que está llegando a su fin. Se necesita un relevo civilizatorio. Nuestra América está llamada a cumplir ese papel. Tal el mensaje de Figari en Historia kiria, si estoy en lo correcto.

Como alternativa a esa civilización que estaba muriendo, Figari ofreció una visión romantizada de la vida rural, que por momentos diera la impresión de querer parecerse a la vida de la gente sencilla en los campos uruguayos. Como otras tantas utopías agrarias surgidas en esos mismos años, así como en épocas anteriores y posteriores, la utopía kiria de Figari supone algún tipo de regreso o de retorno al pasado, aunque es verdad que la débil penetración de la modernidad capitalista en los países de la América Latina de aquellos primeros años del siglo XX la habría hecho, en este sentido, inviable, sí, pero quizás no tan extremadamente inviable como en otras partes del mundo.

Si, desde un punto de vista abstracto, lo kirio es lo simple, lo sencillo, lo llano y directo, lo no rebuscado, desde un punto de vista concreto es, podría pensarse, la expresión o la representación de la esperanza de Figari en lo americano en tanto que espacio geográfico del despliegue posible de esa utopía de volver atrás el proceso de creciente rebuscamiento de las relaciones sociales.

Referencias bibliográficas

Figari, Pedro (1903). La pena de muerte. Montevideo: El Siglo Ilustrado. [ Links ]

Figari, Pedro (1928). El arquitecto. Ensayo poético, con acotaciones gráficas. París: Le Livre Libre. [ Links ]

Figari, Pedro (1930). Historia kiria. París: Le Livre Libre . [ Links ]

Figari, Pedro (1960). Arte, estética, ideal. (Tres tomos). Biblioteca Artigas. Colección Clásicos Uruguayos, vols. 31, 32 y 33. Montevideo: Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social. [ Links ]

Figari, Pedro (2013). Historia kiria. Montevideo: Museo Figari. [ Links ]

El autor

1 Con Mónica Herrera, Teodoro Buxareo, Thiago Rocca y Agustín Courtoisie he discutido muchas veces los temas de este ensayo a lo largo de los años. La mayoría de estas ideas de algún modo les pertenecen. Mónica, en particular, fue la primera persona en señalarme la amargura y el pesimismo del último Figari, que contrastan con la luminosidad y el optimismo del primero.

2Como se sabe, había todavía mucha confusión acerca de estas cuestiones a principios del siglo pasado. Uso los términos darwinismo y darwinista en sus sentidos actuales, que no son los que tenían a fines del siglo XIX y principios del XX.

3Esta referencia a América puede ser más importante de lo que parece a primera vista. Volveré sobre ello al final de este trabajo.

4Historia kiria es una obra escrita en clave satírica. El humor parece limar algunas de las aristas más filosas de los planteos de Figari, como Pablo Thiago Rocca me ha señalado muchas veces en conversaciones personales. No es evidente que el autor estuviera proponiendo aplicar tal cual las “soluciones kirias” a los problemas sociales del mundo contemporáneo. Sin embargo, sabemos, por sus intercambios epistolares del período, que su opinión acerca de la pena de muerte había cambiado drásticamente y que su encendida prédica abolicionista del pasado había quedado atrás. Para la época de Historia kiria, Figari la consideraba puramente sensiblera, exactamente como lo habría hecho un kirio.

Recibido: 04 de Septiembre de 2023; Aprobado: 20 de Octubre de 2023

Aníbal Corti. Licenciado en Filosofía (Universidad de la República, Uruguay). Es docente (asistente) del Centro de Estudios Interdisciplinarios Uruguayos (CEIU) de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Universidad de la República). También es docente efectivo de las secciones Epistemología y Lógica e Historia de la Filosofía del Departamento de Filosofía del Consejo de Formación en Educación (Administración Nacional de Educación Pública). Su trabajo académico se enmarca en la historia clásica de las ideas, la historia de la filosofía, la historia de la ciencia y la argumentación. Ha ejercido también el periodismo de opinión y de divulgación.

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