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Cuadernos del Centro de Estudios en Diseño y Comunicación. Ensayos

versión On-line ISSN 1853-3523

Cuad. Cent. Estud. Diseñ. Comun., Ensayos  no.76 Ciudad Autónoma de Buenos Aires nov. 2019

http://dx.doi.org/10.18682/cdc.vi76.1054 

Artículo

Discursos sobre el cuerpo, vestimenta y desigualdad de género

Analía Faccia* 

* La autora es Sociología (UBA) y Profesora de enseñanza secundaria, normal y especial en Sociología (UBA). Es magister en Género, Sociedad y Políticas públicas (FLACSO, 2018). Hizo su tesis sobre la problemática del cuidado de niños y niñas con discapacidad en Argentina desde una perspectiva de género con una beca de la Fundación Margaret McNamara (Banco Mundial). También obtuvo un Diplomado Superior en Ciencias Sociales con mención en Género y Políticas Públicas (FLACSO, 2012). Se desempeña como profesora de Ciencias Sociales en instituciones públicas de nivel medio y dicta cursos sobre sociología de la moda y el diseño, historia del traje y la moda en diversas instituciones terciarias de gestión privada. Además, fue jefa de trabajos prácticos de la asignatura Sociología de la carrera de Diseño de Indumentaria y Textil en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires, y se desempeñó como docente en esta misma casa de estudios en el nivel de posgrado, en el Programa de Actualización en Sociología del Diseño. A su vez, fue profesora en la Universidad de Palermo, en el Área de Investigación y Producción de la Facultad de Diseño y Comunicación.

RESUMEN

Resumen: El presente artículo estudia la relación entre las prácticas corporales -en especial, las vestimentarias-, las identidades y roles de género. Primero, señala el sentido social que el traje otorga a los cuerpos mediante el género, categoría que rige los modos de vestir según los estereotipos de género impuestos por la cultura. Luego, analiza la vestimenta durante la modernidad en occidente en tanto disciplina corporal orientada a marcar las identidades de género binarias y jerárquicas configuradas en el orden social burgués. Por último, reflexiona sobre cómo los cuerpos son disciplinados en las sociedades de consumo, bajo nuevas modalidades que logran reproducir las identidades de género binarias y el estatuto subalterno de lo femenino.

Palabras claves: moda; indumentaria; consumo; género; cultura; cuerpo

Abstract:

This article analyzes the relation established between the bodily practices -especially, the dress practices- and the identities and gender roles. First, it emphasizes the social meaning that the clothes gives to the bodies through gender, category that determines the ways of dressing according to gender stereotypes imposed by the culture. Then, it analyzes the body dressed in the occidental modern society, as a corporal discipline oriented to mark the asymmetric and binary identities of gender configured in the bourgeois social order. Finally, reflects on how the bodies remain disciplined in consumer societies under new modalities that manage to reproduce traditional gender identities and the subordinate status of the feminine.

Key words: fashion; clothing; consumption; gender; culture; body

Resumo:

O presente artigo estuda a relação entre as práticas corporais -especialmente do vestir- e as identidades e os papéis de gênero. Primeiro, ressalta o significado social que as roupas entregan aos corpos através do gênero, categoria que rege as formas de vestir de acordo com os estereótipos de gênero impostos pela cultura. Depois, analisa as maneiras de vestir durante a modernidade no Ocidente, como uma disciplina corporal destinada a marcar identidades binárias e hierárquicas de gênero configuradas na ordem social burguesa. Finalmente, reflexiona sobre o modo em que os corpos continuam sendo disciplinados nas sociedades de consumo sob novas modalidades que conseguem reproduzir identidades de gênero tradicionais e o status subordinado do feminino.

Palavras chave: moda; vestuario; consumo; gênero; cultura; corpo

Introducción

Las experiencias de las personas dependen ampliamente del tipo de sociedad en el que desarrollan sus vidas. Si bien éstas toman múltiples decisiones sobre sus vidas particulares, lo hacen dentro de un contexto social e histórico que orienta y limita sus acciones (Macionis y Plummer, 1999). En este sentido, la moda, a través del uso de determinadas prendas y accesorios, constituye un hecho social porque expresa ciertos modos de pensar, actuar y sentir configurados colectivamente (Durkheim, 1985 [1895]) y se desarrolla bajo la influencia de ciertas normativas que regulan la apariencia de los sujetos según el contexto social y las relaciones sociales que los involucran.

Como señala Entwistle (2002), las prendas y los adornos tienen la función de preparar el cuerpo para el mundo social, dotándolo de sentido e identidad. Entonces, vestir el cuerpo constituye una práctica corporal contextuada que expresa la relación entre el cuerpo, la indumentaria y la cultura, en un determinado contexto social y momento histórico. Además, implica conocer las normas culturales y expectativas exigidas al cuerpo, dado que cuando éstas son desafiadas, exponen los cuerpos a la condena social. Por ello, vestir el cuerpo requiere de conocimientos, técnicas y habilidades impuestas por la cultura.

Al respecto, desde el campo de la antropología, Marcel Mauss (1973) señaló que la cultura modela los cuerpos por medio del aprendizaje, en el proceso de socialización, de “técnicas corporales”, que constituyen el modo en que los seres humanos aprenden a usar sus cuerpos. Además, advirtió que estas técnicas tienen género, dado que varones y mujeres aprenden a usar sus cuerpos de modo diferente según las concepciones de género configuradas en cada sociedad.

Entonces, el género es una de las categorías sociales que reglamenta y condiciona los modos de vestir, con el objetivo de reforzar y reproducir ciertos supuestos culturales sobre lo masculino y lo femenino. En consecuencia, el estudio de las prácticas vestimentarias desde una perspectiva sociológica y de género, permite develar cómo se expresan ciertas ideas, prescripciones y valoraciones que suelen ser asignadas a mujeres y a varones.

Como señala Lamas (1995), el género se refiere a aquellas áreas -tanto estructurales como ideológicas- que comprenden relaciones entre los sexos. Lo que determina la identidad y el comportamiento masculino o femenino no es el sexo biológico, sino el hecho de haber vivido desde el nacimiento las experiencias, ritos y costumbres atribuidos a los varones o a las mujeres, contribuyendo a modelar sus identidades y roles sociales. Si bien existen variantes según la cultura, la clase social, el grupo étnico y hasta la edad de las personas, en casi todas las sociedades se tiende a sostener que las mujeres, por su capacidad para engendrar y parir hijos, deben ejercer un rol materno y doméstico, contrapuesto al rol adjudicado a los varones que se establece en el ámbito público. En otras palabras, más allá de las variantes culturales, en la mayoría de las sociedades se expresa una constante: la subordinación de las mujeres respecto a los varones. Esta dicotomía dispone estereotipos rígidos que condicionan los roles sociales, limitando las potencialidades de las personas al estimular o reprimir sus comportamientos en función de su adecuación al género. Por ello, una perspectiva de género ayuda a comprender que muchas de las cuestiones que habitualmente se piensan como atributos naturales de los varones o de las mujeres, en realidad se construyen socialmente y no tienen relación con la biología; implica reconocer que una cosa es la diferencia sexual y otra cosa son las atribuciones, ideas, representaciones y prescripciones sociales que se construyen tomando como referencia esa diferencia sexual. Particularmente en el estudio de las prácticas vestimentarias, el enfoque de género permite comprender cómo el diseño de la imagen corporal, a través del uso de ciertas prendas y accesorios, contribuye a modelar, reforzar y reproducir los estereotipos de género impuestos por la cultura. Es decir, posibilita conocer cómo, mediante la vestimenta y los adornos, los cuerpos son generizados en función de ciertas concepciones culturales acerca de lo femenino y lo masculino, que se sustentan en las diferencias de sexo entre varones y mujeres. Además, visibiliza las desiguales relaciones entre los géneros que implican estos modos de vestir, dado que no sólo anuncian el sexo de las personas sino que también evocan la inferioridad de lo femenino respecto a lo masculino.

Modos de vestir durante la modernidad y diferenciación de género

Durante la antigüedad clásica y la edad media, la vestimenta usada por varones y mujeres era bastante similar y, más que el género, se proponía indicar la posición social de las personas. Si bien la ropa medieval ya permitía identificar la diferencia sexual mediante el uso de faldas largas o togas en las mujeres, y de prendas bifurcadas -como calzas ajustadas o pantalones- en los varones, en otros aspectos la vestimenta que unos y otras usaban era bastante similar. Además, en cuanto a los adornos, no había nada en los trajes de los varones y de las mujeres que fuera distintivo (Laver, 1993).

Sin embargo, durante la modernidad -fundamentalmente en el transcurso del siglo XIX- el traje empezó a marcar con más fuerza las fronteras entre los géneros. Ello se vinculó a la consolidación de un nuevo orden social burgués basado en la división de lo público y lo privado como principio de organización de las sociedades occidentales. Fundamentalmente después de la Revolución Industrial, a la par del desarrollo del capitalismo de mercado, lo masculino fue identificado con lo universal, público y productivo, y se opuso a lo femenino en tanto ámbito particular, privado y reproductivo, excluyendo a las mujeres del espacio público y del derecho a ejercer una ciudadanía activa (Jelin, 1996; Vargas, 2011; Pateman, 1996). En otras palabras, bajo un supuesto de organización social patriarcal, se estableció una división sexual del trabajo que responsabilizó a las mujeres de la atención de sus esposos en el espacio doméstico y de la reproducción de los individuos mediante la crianza de sus hijos e hijas. Mientras tanto, los varones fueron convocados a ingresar como trabajadores al sector industrial para constituirse como los principales proveedores de los ingresos económicos de los hogares, además de ser llamados a participar en las decisiones políticas de la comunidad, en el desarrollo de las artes y las ciencias, y en demás aspectos públicos. Esta ampliación de derechos de la que gozaban los varones, manifestaba no sólo una división de espacios y tareas, sino también una jerarquización de esferas, dado que era mayormente valorado lo público que lo privado (Faur, 2014).

En términos teóricos, este orden social fue justificado y pregonado por la teoría liberal, que contribuyó a la construcción social del género femenino aludiendo a la capacidad reproductiva de las mujeres como “señal natural” del rol maternal y doméstico que éstas debían ejercer. En consecuencia, hasta bien avanzado el siglo XX, los gobiernos acompañaron esta división sexual del trabajo mediante diversas políticas públicas que filtraron las instituciones, prácticas y representaciones sociales (Nari, 2004).

Desde el campo de lo simbólico, el traje también contribuyó a modelar esta organización social dicotómica mediante la imposición de dos estilos vestimentarios distintos y opuestos, orientados a diferenciar las identidades de género y a expresar los ámbitos, valores y roles asignados a varones y a mujeres. En este sentido, el traje femenino tendió a marcar la silueta de las mujeres reinstalando el uso del corsé, las crinolinas y los enormes escotes, y se complejizó mediante diversos elementos decorativos. Por el contrario, los trajes masculinos se simplificaron, se uniformaron y se despojaron de adornos (Laver, 1993). De este modo, el traje femenino, al dificultar los movimientos corporales, se propuso representar el rol doméstico asignado a las mujeres y su alejamiento de la esfera productiva1, al tiempo que asoció a las mujeres con lo ornamental, la belleza y la sensualidad, atributos considerados exclusivamente femeninos. Por otro lado, el traje masculino se empleó para designar los valores atribuidos culturalmente a los varones -como la practicidad, la racionalidad y la utilidad- y el acceso a los ámbitos de poder mediante su participación en la esfera productiva (Zambrini, 2010).

Al respecto, en Teoría de la clase ociosa (1951 [1899]), Thorstein Veblen señaló que, en aquella época, la ropa y los adornos eran utilizados por las mujeres burguesas para comunicar la posición social y económica no sólo de sí mismas, sino también de sus maridos. Por un lado, mediante el consumo de moda -que implicaba un derroche de dinero por el constante reemplazo de los productos que rápidamente pasaban de moda- estas mujeres no sólo expresaban su riqueza, sino también la disponibilidad de tiempo libre para efectuar estos gastos. Por otro lado, Veblen también advirtió que el traje femenino -complicado, pesado, poco práctico y opresivo- transformaba a estas mujeres en seres serviles de sus maridos, porque eran las responsables de informar a la sociedad la situación socioeconómica de los varones capaces de alejarlas de la esfera productiva. En consecuencia, concluyó que la ropa femenina no hacía otra cosa que representar la posición subordinada de las mujeres burguesas respecto a sus esposos.

Por otro lado, en cuanto al análisis social de estos modos de vestir, algunos estudios feministas -como los desarrollados por Judith Butler (1990)- retomaron la teoría sobre el poder y el disciplinamiento de los cuerpos del historiador y filósofo Michel Foucault, aunque éste no haya aludido a las prácticas vestimentarias, ni haya introducido el enfoque de género en sus análisis. En estos trabajos, las ideas de Foucault sobre el modo en que los cuerpos son modelados por las prácticas discursivas, constituyen un marco teórico que permite analizar la reproducción del género a través de tecnologías corporales concretas (Entwistle, 2002).

En Vigilar y Castigar, Foucault (2002 [1975]) definió a las sociedades modernas como disciplinarias, en las que mediante un sistema panopticista o carcelario2, basado en la observación y vigilancia de las personas en distintos espacios de encierro, se disponía la corrección y normalización de sus cuerpos y comportamientos. Ello se llevó a cabo mediante diversos dispositivos orientados a incitar el autocontrol de los cuerpos y de las conductas, es decir, a través disciplinas que, en reemplazo de la tortura y del castigo físico, actuaban mediante el establecimiento del cuerpo “vigilado por la mente”. En otras palabras, por medio de instrumentos disciplinarios desplegados en las diversas instituciones de la modernidad -como la escuela, la fábrica y la cárcel-, los cuerpos y los comportamientos fueron normalizados y modelados en sintonía con los discursos hegemónicos que sustentaron este orden social; discursos a los que Foucault definió como regímenes de conocimiento que orientan las posibilidades de pensar y hablar, y que se ponen en práctica en el micronivel del cuerpo.

Los trabajos que incorporaron esta perspectiva de análisis, advirtieron que las prácticas vestimentarias, en el contexto de las sociedades occidentales modernas, se establecieron como disciplinas encargadas de marcar y reforzar las fronteras de las identidades de género binarias y jerárquicas. Entonces, estas identidades se construyeron históricamente y se ejercitaron en operaciones ideológicas que implicaron la corporalidad y las prácticas del vestir como dispositivos que permiten descifrar y normalizar los cuerpos en la cultura (Zambrini, 2010). Es decir, la indumentaria se empleó en el siglo XIX como uno de los diversos instrumentos usados para disciplinar los cuerpos, normalizarlos y amoldarlos al orden social burgués, organizado sobre la base de la división entre lo público y lo privado, para que se comporten según las pautas que la cultura consideraba adecuadas a cada sexo.

Género y modos de vestir el cuerpo en las sociedades contemporáneas

Actualmente, los roles asumidos por una gran cantidad de mujeres se multiplicaron. Muchas lograron insertarse, casi como los varones, en el mercado laboral, ganando su propio dinero e influyendo en la distribución del poder conyugal. Además, se produjo un cambio en el sistema de valores que exalta la individualidad y la búsqueda de la realización personal, y el ejercicio de la maternidad dejó de ser la única fuente de realización personal para muchas mujeres (Aguirre, 2007). Por lo tanto, disminuyó la frecuencia del modelo familiar patriarcal tradicional y se extendieron nuevas estructuras familiares (Wainerman, 2007). En otras palabras, si algo caracteriza la vida contemporánea es que amplía el marco de acción de la mujer, dado que ésta logró salir del estrecho espacio de la familia para ingresar al mundo del trabajo o de la política, asumiendo nuevos roles como el de ciudadana o trabajadora. Sin embargo, ciertas costumbres aún limitan la participación plena de las mujeres en la vida pública, ya que en la cultura persisten representaciones, imágenes y discursos que reafirman los estereotipos de género tradicionales (Lamas, 1995).

En cuanto a las prácticas vestimentarias, actualmente los estilos de vestir se consideran más relajados, menos rígidos y físicamente menos constrictivos que en el siglo XIX. Además, habitualmente se usan prendas informales y los códigos genéricos no parecen tan restrictivos como antes (Entwistle, 2002). Estos cambios se vinculan con las transformaciones sociales que, desde mediados del siglo XX, contribuyeron a consolidar la cultura de masas y la sociedad de consumo. En este contexto, el consumo de moda se democratizó, es decir, la moda dejó de expresarse como un fenómeno reservado a una elite social y se convirtió en una exigencia de masas. A su vez, el universo de la moda y de las prácticas vestimentarias admitió la convivencia de diversos estilos.

Al respecto, en El imperio de lo efímero (1990), Lipovetsky señala que, en el contexto de la sociedad posmoderna consolidada a mediados del siglo XX, el deseo de moda se expandió, convirtiéndose en un fenómeno general en todas las clases sociales. El aumento del nivel de vida, la cultura del bienestar, del ocio y de la felicidad inmediata, alentaron la legitimación y democratización de la moda, en una nueva época caracterizada por la consolidación del individualismo y de una cultura hedonista de masas; una sociedad euforizada por la novedad y el consumo. Además, durante las décadas de 1950 y 1960, el desarrollo de una cultura joven aceleró la difusión de los valores hedonistas, alentando la reivindicación individualista de la expresión individual. En este contexto, todos los estilos cobraron legitimidad en el campo de la moda y las personas pudieron escoger, con más libertad que en otras épocas, entre diferentes tipos de indumentaria. Al mismo tiempo, el “look joven” se estableció como foco de imitación social, dando lugar a la aparición de diversas modas jóvenes que invitaron, tanto a varones como a mujeres, a modelar la propia imagen corporal. En cuanto a la relación entre el género y la indumentaria, Lipovetsky (1990) advierte que los varones comenzaron a preocuparse más por su arreglo personal. A su vez, a diferencia de lo que ocurría en el siglo XIX -donde la moda se dirigía sólo al universo femenino y se basaba en una oposición marcada entre los sexos- los varones fueron nuevamente convocados a participar en el campo de la moda. Ello se expresó mediante diversas propuestas vestimentarias destinadas al público masculino por parte de varios diseñadores de indumentaria. Además, las publicidades empezaron a ofrecer productos de belleza masculinos y los desfiles de modas comenzaron a incorporar modelos varones. Por otra parte, las mujeres adoptaron masivamente varias prendas visualizadas tradicionalmente como masculinas -como el pantalón, incorporado de modo generalizado a partir de la década de 1970- y también aparecieron las modas “unisex”.

A pesar de esto, este filósofo y sociólogo francés advierte que ello no significa que la moda haya dejado de enfocarse en lo femenino, dado que no se puede afirmar la uniformización de la moda, ni la desaparición de las modas por sexos. Si bien se observa una reducción del énfasis puesto en la diferenciación entre lo masculino y lo femenino, el proceso de igualación indumentaria revela sus límites, porque la moda no deja de producir signos diferenciales, muchas veces a través de detalles que bastan para discriminar los sexos. Por ejemplo, varones y mujeres usan pantalones, pero el corte y los colores suelen ser diferentes. Además, los vestidos, faldas, maquillajes y determinados tipos de calzados, se dirigen exclusivamente a las mujeres. En consecuencia, si bien la división de la apariencia entre las clases sociales se difumina, la de los sexos se mantiene.

Pero, según Lipovetsky (1990), esta disimetría sobre la que se organiza la moda beneficia a las mujeres y, de algún modo, perjudica a los varones, dado que la emancipación femenina no implicó la renuncia a las prácticas cosméticas y de embellecimiento y, además, ellas lograron permitirse usar casi todo. En cambio, los varones no pudieron acceder a los emblemas femeninos, ya que no se les está permitido llevar vestidos o faldas, ni tampoco maquillarse. Esto es: “las mujeres han conquistado el derecho al voto, el derecho al sexo, a la libre procreación y a todas las actividades profesionales, pero, al mismo tiempo, conservan el privilegio ancestral de la coquetería y de la seducción” (1990, p. 152). Entonces, la celebración de la belleza física femenina se reforzó, se generalizó y se universalizó, pero el ideal democrático tropieza con el imperativo de la diferenciación estética de los sexos. En contraste con esto, desde una perspectiva de análisis diferente, puede afirmarse que esta asociación entre las mujeres, la moda y el hecho de ser permanentemente convocadas a embellecerse, expresa el modo en que, desde el ámbito de lo simbólico, el cuerpo de las mujeres continúa siendo disciplinado bajo nuevas modalidades, en función de las identidades de género tradicionales y jerárquicas. En este sentido, las visiones de Foucault pueden aplicarse para estudiar la sociedad actual, que fomenta a las personas a responsabilizarse de sí mismas a través de los discursos contemporáneos sobre la imagen personal, el cuidado del cuerpo y la salud, que sirven para promover ciertas prácticas corporales -incluidas las vestimentarias- que disciplinan los cuerpos.

En la sociedad de consumo, el cuerpo se transformó en una mercancía, y su mantenimiento, reproducción y representación se convirtieron en temáticas centrales de la cultura de masas (Martínez Barreiro, 2004). Así, el cuerpo aparece dentro del abanico de los objetos de consumo y comienza a ser objeto de inversiones narcisistas, físicas y eróticas, mientras la propaganda y la publicidad se encargan de recordarle a las personas que tienen un cuerpo al que deben cuidar (Baudrillard, 1974). En consecuencia, desde principios del siglo XX, los regímenes de autocuidado corporal aumentaron notablemente (Featherstone, 1990, 1991, 1995). Sin embargo, el disciplinamiento de los cuerpos en función del cuerpo ideal impuesto por la cultura, es mucho más importante para las mujeres que para los varones (Martínez Barreiro, 2004).

De ahí que, particularmente a través de las prácticas vestimentarias, sobre todo aquellas impulsadas por las modas, los cuerpos continúan siendo disciplinados en función de ciertos discursos enmarcados en la cultura de consumo contemporánea. Pero todavía recae sobre las mujeres -en mayor medida que sobre los varones- el imperativo de prestarle más atención a sus cuerpos; los discursos sobre el vestir convierten a la moda en un asunto femenino y ciertas asociaciones culturales de las mujeres con el vestir siguen vigentes, dado que lo que viste una mujer sigue siendo un asunto de mayor preocupación moral que lo que viste un hombre. Además, a las mujeres se les exige más en su aspecto que a los varones, es decir, ellas tienen que controlar sus cuerpos y su apariencia con mucho más cuidado. Por esta razón, los discursos y regímenes del vestir sujetan los cuerpos de las mujeres a un mayor escrutinio que los de los hombres (Entwistle, 2002) y continúan orientándose a marcar la desigualdad de género y el estatuto inferior que tradicionalmente mantuvo lo femenino.

Como señala Borrás Catalá (2007), esta desigualdad de género se advierte, sobre todo, en el campo del consumo de moda. Si bien hacia fines del siglo XX los varones entraron a la esfera del consumo3, tanto de bienes en general como de moda, todavía continúa siendo considerado un ámbito femenino. Por un lado, las mujeres se asocian al consumo porque siguen siendo las encargadas de comprar y elaborar los productos y mercancías necesarios para toda la familia. Pero además, en los sectores sociales más altos, son ellas quienes se vinculan al consumo de moda. Por otro lado, el imaginario social de la masculinidad sigue apuntando a los varones como los mayores responsables de procurar a la familia la renta monetaria para comprar los bienes y servicios para la subsistencia del hogar. De modo que el trabajo, la producción y los valores ligados a este ámbito, continúan percibiéndose como masculinos. De este modo, permanece la dicotomía entre lo público y lo privado, y la sociedad de consumo ahonda en esta actitud.

Si bien, desde las últimas décadas del siglo XX, los varones ingresaron al campo del consumo de moda, ello es producto de los valores instaurados en las sociedades de consumo, es decir, del hedonismo o la búsqueda de placer como fin en sí mismo; es consecuencia del significado que adquiere el consumo en nuestras sociedades, ligado al narcisismo y al individualismo, al ocio y al bienestar personal. Entonces, es a través de estos valores que los varones se incorporaron al campo del consumo como compradores de determinados productos de moda e, incluso, de propuestas para embellecer y cuidar sus cuerpos. Pero estos consumos constituyen decisiones individuales, condicionados por los medios de comunicación -sobre todo por la publicidad-, como tantos otros consumos.

En cambio, el significado que adquiere el consumo en las mujeres es diferente. Como se señaló anteriormente, en cuanto al consumo específico de moda, asociado también al consumo de productos cosméticos y de embellecimiento del cuerpo, Veblen fue el primero en señalar que, en el transcurso del siglo XIX, la adquisición de indumentaria por parte de las mujeres burguesas constituía un consumo vicario porque les impedía trabajar y les otorgaba prestigio al señalar el estatus social y económico del marido. Por lo tanto, el consumo femenino no era un consumo libre, ya que estaba condicionado por la responsabilidad de representar la favorable posición económica del esposo. Ello demuestra que el consumo de determinados bienes de uso individual puede ser vivido como una carga, como un trabajo más que como un placer, dado que consiste en un consumo de representación social de otros. De este modo, “la mujer es asimilada al género que no se pertenece a sí mismo, incapaz de acceder a la soberanía de sí. Se supone que la mujer sólo se realiza existiendo frente a otro, con la mirada puesta en el deseo y la felicidad del otro” (Borrás Catalá, 2007, p. 152).

No obstante, los varones que ingresaron al consumo de moda no lo hacen como representación social del estatus social de otros, lo hacen porque les proporciona placer y disfrute personal. Y aquellos que permanecen dentro de los cánones tradicionales, no reciben ninguna presión social, ni son estigmatizados, por mantenerse al margen de las nuevas tendencias de consumo. Pero el estereotipo femenino en la actualidad sigue teniendo connotaciones parecidas a las del pasado, porque la mayor presencia de las mujeres en el ámbito público se realizó a la par de una mayor presión social para estar siempre visibles y agradables a los ojos de los demás.

Por otro lado, los estereotipos de género difundidos a través de los medios de comunicación, sobre todo a través de la publicidad, continúan reforzando las imágenes y roles tradicionales asignados a los varones y a las mujeres. La mayoría de los anuncios destinados principalmente a las mujeres, están vinculados a lo doméstico, reforzando la idea del hogar como espacio femenino, mientras que los valores que más se siguen apreciando en las publicidades que exponen mujeres en el espacio público, son la belleza y la seducción, que a menudo se exhiben como medios para alcanzar el éxito profesional (Herrero, 1996). Al respecto, Santiso Sanz (2001) señala que las mujeres continúan recibiendo un trato sexista en el ámbito comunicativo, lo cual contribuye a preservar ciertos estereotipos de género, dado que los medios de comunicación -junto con la familia y la escuela- constituyen uno de los agentes más importantes de socialización en la actualidad. En particular, la publicidad colabora en la constitución de ciertos modelos colectivos de valores y comportamientos; difunde prototipos de actitudes, formas de vida e imágenes que orientan las necesidades y los deseos de las personas, basándose en determinados estándares. Entonces, en cuanto a los estereotipos de género, la publicidad todavía recoge una visión sexista de las mujeres y de los roles que se les asignaron tradicionalmente, porque frecuentemente prevalece la consideración de la mujer como objeto de uso de otros, se reitera su posición subordinada respecto a los varones y se le adjudica papeles vinculados a la vida doméstica y al cuidado de las personas.

Si bien en las últimas décadas comenzaron a aparecer anuncios publicitarios que proveen imágenes femeninas y masculinas nuevas -por ejemplo, con varones que cuidan niños/as en el contexto del hogar y con mujeres que se desempeñan profesionalmente en espacios de trabajo tradicionalmente considerados masculinos-, todavía suele exhibirse a la mujer como objeto de consumo; se la representa con fines consumistas y hedonistas (la mujer bella) o como objeto de placer al servicio de los varones (la mujer sexy, objeto de consumo sexual). Por lo tanto, lo único que mediante la publicidad se aprecia en ella, es su cuerpo, que debe ser siempre “joven, delgado y bello”. Pero estos valores ya no se presentan como dones que poseen sólo algunas personas, sino como obligaciones sociales cotidianas que se manifiestan en el culto al cuerpo. De este modo, el cuerpo de la mujer se convirtió en un lugar de sacrificio, frustración, culpas y renuncias, siempre evaluado por los demás (Santiso Sanz, 2001).

Por último, en esta misma línea de pensamiento, Lamas (1995) coincide en que los medios de comunicación continúan difundiendo contenidos sexistas y con ello contribuyen a definir la cultura y a reproducir la tendencia de los varones a considerar a las mujeres un objeto decorativo y para otros. Así, los estereotipos femeninos que aparecen en los medios de comunicación colaboran en el mantenimiento de los roles de género tradicionales. Incluso hoy, cuando las mujeres ejercen otros roles, desde la publicidad se sigue reforzando el papel asignado a la mujer como objeto sexual o como proveedora de bienestar del esposo y la familia.

Por consiguiente, las prácticas vestimentarias y demás prácticas que las mujeres ejercen sobre sus cuerpos -impulsadas por los discursos difundidos a través de los medios de comunicación-, no sólo marcan las identidades de género tradicionales sino que también contribuyen a la reproducción de los roles femeninos y masculinos tradicionales, y a la conservación de las desiguales relaciones entre varones y mujeres.

Conclusiones

En las sociedades modernas de occidente, los modos opuestos y diferentes de vestir, en tanto tecnologías corporales, se emplearon para generizar los cuerpos en función del binarismo femenino/masculino, asignando no sólo formas diferentes de ser y hacer a varones y a mujeres en distintos espacios, sino también evocando la inferioridad de lo femenino respecto a lo masculino.

Si bien, en las sociedades de consumo contemporáneas los modos de vestir resultan menos rígidos y físicamente menos constrictivos que en el siglo XIX, los cuerpos continúan siendo disciplinados bajo nuevas prácticas corporales que terminan reproduciendo las identidades de género tradicionales y, en consecuencia, el estatuto subalterno de lo femenino. Como vimos, todavía recae más sobre las mujeres que sobre los varones el imperativo de prestarle más atención a sus cuerpos, mediante diversas prácticas de decoración y embellecimiento corporal, entre las que se encuentran las formas de vestir. Si bien, desde las últimas décadas del siglo XX los varones ingresaron como consumidores al campo de la moda y desarrollaron ciertas prácticas asociadas al embellecimiento corporal, el significado de estas acciones masculinas fue impulsado por los valores hedonistas e individualistas propios de la sociedad de consumo, es decir, por placer y disfrute personal. En cambio, el consumo de moda y demás prácticas de embellecimiento desarrolladas por las mujeres, continúan significando un consumo para otros. En este sentido, los discursos sobre lo femenino en la sociedad de consumo, difundidos a través de los medios de comunicación, contribuyen a reforzar las imágenes y roles tradicionales de género, dado que aún representan a las mujeres ejerciendo roles domésticos y de cuidado de otros, al tiempo que -mediante la exposición de mujeres bellas, jóvenes y delgadas-, convierten a la mujer en una mercancía más. De este modo, contribuyen a hacer del culto al cuerpo una obligación social de las mujeres, en función del deseo masculino. Como resultado, los estereotipos de género siguen teniendo connotaciones parecidas a las del pasado. La excesiva atención que las mujeres deben prestar a sus cuerpos, mediante diversos instrumentos como la indumentaria, expresan el modo en que sus cuerpos y comportamientos continúan siendo disciplinados en función de la dicotomía femenino/masculino, aunque bajo nuevas modalidades. Por lo tanto, puede afirmarse que las prácticas sobre el cuerpo cambiaron, pero sus sentidos permanecen.

Referencias bibliográficas

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Notas

1 En el caso de las mujeres de clase trabajadora, la diferenciación de género en términos del vestir que se expresaba en las clases altas, no se reprodujo por completo, dado que los pantalones eran bastante comunes entre estas mujeres, especialmente entre las que hacían trabajos sucios y duros (Entwistle, 2002).

2Para describir y analizar el ejercicio del poder en las sociedades modernas, Foucault utilizó como metáfora el diseño del panóptico -o de la prisión perfecta- desarrollado por Jeremy Bentham en la década de 1780. Esta estructura permitía la máxima capacidad de observación mediante la disposición de celdas iluminadas alrededor de una torre central de vigilancia oscura, por lo que los prisioneros no podían saber cuándo ni por quién eran observados. Entonces, Foucault se basó en el este “ojo omnividente”, para describir el modo en que se disciplinaban los cuerpos en los edificios característicos de la modernidad.

3Entwistle (2002) señala que, en la década de 1980, un “nuevo hombre” preocupado por su aspecto se convirtió en el tema de los anuncios publicitarios y de la revistas de varones, presentando un fuerte contraste con el tipo de masculinidad que había predominado durante la mayor parte de los siglos XIX y XX. Entonces, esta década representó una quiebre respecto a los conceptos tradicionales de masculinidad, porque el “nuevo hombre” comenzó a acceder a los placeres del consumo que anteriormente se asociaban sólo a la feminidad. Ello se manifestó en un sector de la moda, que se dirigió al consumidor masculino y creó una serie de masculinidades con productos cada vez más fáciles de encontrar en los centros comerciales. Además, en esta época, la producción de ropa masculina aumentó significativamente.

Recibido: 01 de Febrero de 2019; Aprobado: 01 de Agosto de 2019

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