“Hay muchas cosas que el hombre no debería ver o conocer; y, si las viera, sería mejor para él morir. Pero si uno de nosotros las ve o las conoce, entonces, debe vivir para contarlas”.
Rithy Panh, La imagen faltante.
Introducción - Contexto de producción
La imagen faltante (L´image manquante, 2013) es uno de los tantos films documentales que Rithy Panh (1964) realizó en su carrera como cineasta -iniciada a fines de los ’80- sobre la situación en su país durante el régimen de los Jemeres Rojos (1975-1979)1, en lo que se denominó la Kampuchea Democrática. El director se halla personalmente involucrado en dicha temática, ya que él mismo fue deportado junto a su familia y pasado parte de su adolescencia como prisionero del régimen de Pol Pot en campos de trabajo forzado, sucesos que llevaron a sus padres y hermanos a la muerte por agotamiento y desnutrición. Con quince años, huyó a Tailandia, para exiliarse luego en Francia, donde estudió cine en el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos. Actualmente reparte su tiempo entre Camboya y Francia, donde tiene su “base”. A pesar de narrar en sus documentales acontecimientos que lo atañen directamente, solo en este film aborda su propia historia, poniendo en pantalla sus recuerdos más íntimos y dolorosos en primera persona.
Por lo demás, la situación en Camboya ha pasado por distintas etapas desde la caída del régimen comunista hace décadas, aunque no puede hablarse de grandes cambios políticos luego de la invasión vietnamita en 1978/9. A partir de la Carta Magna de 1993 Camboya es una monarquía constitucional con un Primer Ministro como Jefe de gobierno, el mismo desde 1985. Pol Pot, cabeza del régimen, murió en 1998, año en el que también se concedió una amnistía a todos los responsables de las torturas y matanzas durante la Kampuchea Democrática. Por presiones internacionales, en 2003 se formó el Tribunal que años más tarde se encargaría de juzgar la atrocidades cometidas. El juicio a los responsables del genocidio se inició en 2006, en parte gracias al trabajo del propio Rithy Panh, no solo en cuanto a la realización cinematográfica documental sino, también, a la gestión de archivos y diversas tareas relacionadas con la promoción de una memoria colectiva sobre lo sucedido con las 2.000.000 víctimas. En 2007/2008 se produjeron los primeros arrestos que incluyeron la detención oficial (estaba en una prisión militar) de “Duch” (Kaing Guek Eav), quien fuera el director del principal centro de tortura y ejecución del Régimen de los Jemeres Rojos: el lamentablemente célebre S21. Duch fue entrevistado por Panh para su libro autobiográfico La eliminación, escrito en colaboración con Christophe Bataille, aparecido en 2011, texto del que surge La imagen faltante. Después de múltiples postergaciones el Tribunal Internacional dictó en 2014 cadena perpetua para los dos únicos responsables del genocidio sobrevivientes.
El relato en primera persona: entre el yo y el nosotros
Si tenemos en cuenta lo que Pablo Piedras (2014) define como documental en primera persona -es decir, aquel en el que el cineasta incorpora “alguna modulación del yo” en el entramado significante, apareciendo como “responsable y autor del discurso audiovisual” (2014, p. 21) - La imagen faltante se corresponde, sin duda, con esa categoría. Pero ¿qué primera persona construye el director? Es claro que se trata de un documental autobiográfico, uno de los tres tipos propuestos por el investigador, pero, incluso dentro de esta categoría, existen múltiples formas en las que el realizador puede hacerse presente. Seguiremos a Piedras en este punto del análisis en especial porque, si bien su estudio se refiere solo a documentales argentinos posteriores al 2000, la caracterización que propone de dicho corpus puede aplicarse a nuestro film, aún en algunas de sus particularidades más precisas. La primera de estas características se refiere al estatuto de verdad que plantean estos documentales, veracidad que en los films en primera persona -de modo parecido a lo que sucede con el testimonio en los films de memoria- está íntimamente ligada al rol de la propia experiencia, en especial cuando se trata de hechos traumáticos. Es, precisamente, porque le sucedió (o le sucede) a ella /a él que el cineasta puede dar cuenta de lo acontecido En La imagen faltante, Pan se constituye en testigo privilegiado de lo que sucedía en los campos de trabajo forzados de los Jemeres Rojos porque él mismo estuvo allí durante cuatro años; son sus recuerdos los que hilvanan el relato. Aunque pueda llegar a ser “parcial y subjetiva”, su reconstrucción no carece de valor historiográfico (Aprea 2015). Por otro lado, está el pacto de veracidad que históricamente ha establecido el documental como representación que constituye un territorio diverso al de la ficción; aun así, el peso puesto de la subjetividad hace que ese acuerdo encuentre modulaciones. Un problema concomitante que incluye el tema de la verdad es el del valor documental de la imagen, su posibilidad de verdad o de falsedad, el de su presencia o de su ausencia, ya que un relato cinematográfico es, básicamente, un relato en imágenes2. Sobre este punto volveremos más adelante.
Otra característica que Piedras analiza es el modo en que los directores inscriben su presencia en el film, puntualizando determinadas estrategias de las cuales tomaremos principalmente dos: la figuración del cuerpo y la voz en off, ambas reductibles, en última instancia, a una sola, ya que la voz es “índice del cuerpo” (2014, p. 83). Aquí el investigador observa cómo, en los documentales autobiográficos en primera persona, el cuerpo del realizador aparece en cuadro en algún momento, ya sea clara o vedadamente, del mismo modo que, a nivel de la narración, la voz over, impersonal y neutra, del documental institucional es reemplazada por una voz concreta, con un ritmo y una tonalidad personal. En La imagen faltante ambos procedimientos se complejizan. En la construcción del relato, Panh echa mano de dos recursos fundamentales en este sentido: las figuras de arcilla en reemplazo de las personas que protagonizaron la historia (las que tienen nombre, las de él y su familia, y las anónimas que forman parte de ese pueblo que él describe alegre y afectuoso, anterior a la llegada de la guerra y los Jemeres Rojos) y la voz de un narrador que lo reemplaza en el relato en primera persona, dándose, por ende, un doble desplazamiento, de la voz y del cuerpo3.
La primera imagen que aparece de Panh es la de un ojo (que suponemos suyo) mirando viejos fragmentos de films, deteriorados por el tiempo y el abandono. Esta imagen aparece junto con los títulos y da la clave para comprender lo que vendrá después: será su “ojo” el que buscará -en los fragmentos encontrados, pero, sobre todo, dentro suyo, en su memoria4- las imágenes necesarias para dar a conocer su historia y, en caso de no hallarlas, las fabricará (literalmente). Los materiales utilizados para esta tarea son muy variados: figuras de arcilla de personas y objetos, parajes reconstruidos en miniatura, tomas en color de esos mismos parajes reales, fragmentos de los documentales que realizó el Régimen como propaganda, música típica, fotos familiares. Los procedimientos fundamentales a los que recurre son dos: 1) la captación por la cámara de un momento determinado (¿el punctum del que habla Ronald Barthes?5), cristalizado en determinada posición de las figuras y su entorno, al que se hace corresponder desde la voz en off un fragmento de historia, ya sea la estrictamente personal o la más amplia que abarca los destinos del país en manos de los Jemeres Rojos, y 2) la superposición de figuras fabricadas en imágenes de la época para tratar de restaurar esa “imagen faltante” que busca el director a lo largo de todo el film. Durante la mayor parte de ese tiempo, el cuerpo del director es reemplazado por su alter ego de arcilla, primero niño, luego adulto. Solo sobre el final, en uno de los tantos cierres que tiene que tiene el relato -volveremos sobre el punto luego-, el cuerpo de Panh se ve realmente en cuadro, aunque de espaldas y fuera de foco. Camina por las áridas tierras que recorrió en su infancia, acompañado por un niño -él mismo-. En estas escenas en que comparten plano, siempre es el niño quien ocupa el lugar central, ya sea por ser la única figura nítida, ya sea por su disposición dentro del cuadro. Es natural: esta es su historia. En cuanto a la voz, no es un dato menor que no sea realmente Rithy Panh quien narra en off en primera persona su dolorosa historia, sino un actor. Esto le permite tomar distancia (real) de los acontecimientos relatados (menguar la exposición), a la vez que poner en escena, sin dificultad, el tono monocorde y sobrio que detenta el modo testimonial en el documental de memoria más tradicional6. Aun así, esta voz remite indiscutiblemente a él como sujeto identificable dentro de la diégesis, incluso una vez descubierta la sustitución. En algunas secuencias, esta voz que habla adquiere una fuerte autoridad textual, sobre todo cuando se refiere a acontecimientos no tanto personales sino a hechos que atañen a la historia misma de Camboya, una historia que el cineasta piensa que debe ser vuelta a construir con “lo que falta” para ser cabalmente conocida. En esos pasajes, la voz off del narrador se asemeja a la voz over del documental más convencional.
Por lo demás, la presencia del director en el discurso adquiere en La imagen faltante la totalidad de las características que Pablo Piedras enumera para los documentales históricos orgánicos7 en los que el sujeto de la primera persona se constituye como personaje:
1) uniformidad de las intervenciones del cuerpo a partir del vestuario (la camisa rosa con dibujos más oscuros permite distinguir a Panh niño del resto de los confinados en los campos, aun cuando su vestimenta, se sabe, era negra como la de todos los demás; lo mismo sucede con la camisa blanca y el pantalón azul de Panh adulto, primero figura de arcilla, luego cuerpo real); 2) narración orgánica y con tendencia a la linealidad temporal; 3) relato focalizado en un punto de vista central que coincide con la figura del narrador y 4) lugar privilegiado de éste en el plano e identidad estable a lo largo del relato (2014, p. 90). La primera persona que construye el director, por otra parte, si bien es estable no es monolítica: en el plano personal está atravesada por dudas y pesares; busca, pero no siempre encuentra, el modo de decir, la imagen que “falta” y podría “cerrar” la historia; por el contrario, en el plano histórico parece moverse entre certezas. En cuanto a quiénes involucra esta primera persona que solo a veces es singular (“yo”), la extensión varía según el momento del film. El flexible “nosotros” del comienzo se refiere, fundamentalmente, a él y su familia en el momento de ser deportados de Phnom Penh a los campos de arroz, pero, enseguida, se extiende a la totalidad los confinados allí, constituyendo un todo en el que, sin embargo, no se diluye. Sobre el final, forma uno con los muertos en los campos de labor en general y, en especial, aquellos que están enterrados en la fosa cercana al hospital, fosa en la que él estuvo destinado a trabajar y en la que fueron enterrados los restos de su madre y de su hermana: “Su carne es la mía, de este modo estamos todos juntos”, afirma de aquellos enterrados allí. Más allá de un auténtico sentimiento personal de unidad, de vínculo, con quienes compartió cautiverio, la pertenencia a un colectivo es una característica que hace a la politicidad del film (Piedras, 2014; Aprea, 2015). Panh se presenta, no solo como un individuo que atravesó un hecho traumático, sino como parte de un colectivo que necesita ser reivindicado8. Por otra parte:
No hay posibilidad de afirmación de una subjetividad sin intersubjetividad, y, por ende, toda biografía, todo relato de una experiencia es, en un punto, colectiva/o, expresión de una época, de un grupo, de una generación, de una clase, de una narrativa común de identidad (Leonor Arfuch, El espacio autobiográfico, citado por Piedras (2014, p. 112).
Finalmente, es de destacar, que Piedras vincula la aparición de la primera persona en el documental argentino, entre otros factores, con el destierro y el correspondiente regreso del cineasta; con un movimiento territorial que también se ha dado con Panh. De hecho, el retorno a su infancia es también el retorno a su tierra natal; un viaje imaginario que el director realizó realmente hace varios años, ya que, como dijimos más arriba, su vida se desarrolla entre Francia y Camboya. Estos cruces múltiples se ven plasmados en el relato a través de un mar/océano que debe cruzarse visualmente para llegar a ese doble territorio que es el pasado y los lugares en los que transcurrió su vida de niño. Recordar, en todo caso, es un viaje inverso.
La imagen faltante, un film de memoria
El hecho de que Rithy Panh haya sido uno de los deportados destinados a trabajar en los campos de arroz y que su film sea su relato directo, en primera persona, de esa experiencia lo convierte en un testigo en el cabal sentido del término (que tiene, también, un aspecto jurídico) y a su documental en un film de memoria, según la definición de Aprea (2015), que reserva ese término para aquellos documentales que exhiben el acto de recordar, dándole a éste tanta importancia como a lo que se recuerda. En verdad, toda la película de Panh no es más que el desarrollo de un acto de memoria, de ese esfuerzo, de ese compromiso, de esa dirección en el mensaje que, finalmente, es “donado” como tarea al espectador a modo de interpelación. Volveremos sobre esta entrega más adelante.
Tal como explica Aprea, en dicho documentales, más que encadenarse los sucesos lógicamente, existe una causalidad de tipo psicológico, muy notable en La imagen faltante, sobre el final, en el que el cineasta vuelve sobre algunos puntos recurrentemente, postergando cerrar de modo definitivo el relato. Por otra parte, está claro que esta memoria involucra también el presente, en el que los sucesos que motivan el film no terminan de hallar justicia (recordemos que las dos únicas sentencias en relación a estos crímenes de lesa humanidad datan de un año después)9.
Si bien en el film de memoria “el testimonio es el documento principal, y la forma de interrogar [se], el secreto de la obra” (Ferro, 2008, p. 9), dónde se recuerda tiene una especial importancia, puesto que allí el testimonio halla su lenguaje y su escenario. Es en este sentido que Claudia Feld habla de escenarios de memoria como aquellos espacios donde el discurso sobre el pasado es factible de ser visto y oído por un público. Dichos escenarios se caracterizan por poseer reglas específicas, que definen, a su vez, la producción de relatos; es decir, involucran una puesta en escena y dispositivos narrativos peculiares. Como hace notar Sandra Raggio, el cine puede llegar a constituirse en un “escenario de la memoria” (2009, p. 58), en especial el cine documental y esto sucede con cada film en el que Panh aborda el tema del genocidio en su país. Por lo demás, la presencia de las víctimas en los lugares donde acontecieron los hechos refrenda la veracidad del testimonio, aunque, en este caso, sea a través de una reconstrucción de naturaleza evidentemente artificial (“fabricada”). Por esta razón, aquí no llega a cumplirse la función ritual de la que habla Jelin a propósito de la vuelta al sitio de los hechos y la repetición: el pasaje al acto que elimina la distancia con el pasado no llega a producirse; lo que ocurrió no acontece nuevamente frente al espectador, aunque el público pueda “revivir” junto con la víctima todo aquello que padeció y cobre conciencia de la magnitud de su sufrimiento. El impacto del pasaje está impedido por el carácter mediado, manufacturado, de estos lugares, no reales, sino recreados a escala (aunque con muchísimo detalle), al igual que las personas que allí padecieron. Ese distanciamiento no es azaroso, sino un efecto buscado, y se realiza tanto a nivel verbal como visual10.
Por otra parte, Aprea remarca el carácter dialogal del testimonio: “las palabras del testigo adquieren sentido en el marco de una escucha. Siempre se testimonia para alguien” (2015, p. 100). Ahora bien, el film de Panh es un largo monólogo en primera persona, aparentemente sin un interlocutor explícito, ¿está este “yo” dirigiéndose hacia algún “tu” concreto? En verdad, se está dirigiendo a los espectadores, no solo porque todo discurso en un film o una pieza teatral tiene como segundo destinatario a su público, sino también porque este aparente monólogo lo interpela directamente y así queda explicitado, sobre el final, cuando, a propósito de esa imagen “fabricada” que ha venido a reemplazar a esa que no ha podido encontrar, dice Panh: “yo la miro, la quiero, le tiendo mi mano como a un rostro amado. Esta imagen que falta ahora te la entrego para que nunca deje de buscarnos” (1:30:29, el subrayado es nuestro). A través de estas palabras, el cineasta constituye al espectador como “tú” explícito (en forma implícita, obviamente, ya lo era) y le encomienda la tarea no de buscar la imagen que falta sino de dejarse buscar por ella. Apela, así, a su capacidad de escucha y atención; al no olvido.
El debate sobre las imágenes. Mostrar o no mostrar
La polémica sobre la forma de representar el horror como cuestión estética, pero, sobre todo ética, apareció ya alrededor de uno de los primeros film que llevaron a la pantalla lo sucedido en los campos de exterminio, el film de Resnais Noche y Niebla (1955)11. Pasados los primeros años en que se consideró impropio debatir acerca de aspectos que atañen específicamente al tema de la representación tratándose de un documental sobre un genocidio12, la cuestión formal reapareció ya sin reparos en los ‘60 con el surgimiento de nuevos puntos de vista críticos. A partir de allí, la moralidad de recursos propiamente cinematográficos, tales como el montaje o el travelling13, se posicionó en el centro de todas las disputas. La disyuntiva entre “arte” y espectáculo”, “belleza” y “justicia”, está, desde entonces, en la base de cualquier ponderación de los films que versan sobre las atrocidades cometidas, cuya consideración parece tener por extremos a Kapo, de Pontecorvo (1959), en el polo negativo, defenestrada por “abyecta”, y, en el positivo, a la siempre valorada por su austeridad, Shoah, de Claude Lanzmann (1985). Si bien dicha oposición puede considerarse ya un paradigma, la aparición de films tan explícitos como The Act of Killing (Oppenheimer, 2012) pueden hacer parecer el escandaloso plano de Pontecorvo solo un pequeño desliz.
La polémica por las imágenes tuvo un nuevo recrudecimiento en 2001 a raíz de una muestra fotográfica en París sobre los campos de exterminio, seguida de un catálogo con reproducciones de dicho material acompañadas por un texto a cargo de Didi-Huberman. Entre las imágenes exhibidas se hallaban cuatro fotos, tomadas en condiciones extremas por un Sonderkommando desde la cámara de gas, en las que podían verse en unas un grupo de mujeres a punto de entrar y en otras la tarea de cremación de cadáveres en el exterior. Alrededor de estas fotografías se desarrolló un debate que tuvo como principales contendientes a Gérard Wajcman y al propio Didi Huberman, quien reunió sus respuestas a las objeciones del primero en el libro Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, texto que me interesa especialmente traer a colación por su sugerente título y la encendida defensa de las imágenes que sostiene a lo largo de sus páginas, aunque con importantes salvedades.
Si tomamos en cuenta los títulos del film de Panh y el libro de Huberman parecería que hubiera entre ambas obras una concordancia fundamental, ya que ambas parecen basarse en la necesidad de imágenes. Pero ¿es esto así?
A lo largo de todo el film -este es su leitmotiv- el director camboyano busca esas imágenes que faltan en las que dan cuenta de la Revolución triunfante de los Jemeres Rojos: la de los deportados, las de los esclavizados en los campos de arroz, la de los muertos de hambre, las de su familia fallecida en esos campos, las de cientos de niños obligados a vivir en paupérrimas condiciones codo a codo con la muerte, la de las fosas, las de la enfermedad, las del miedo, las de su propia infancia14. Se trata de hacer visible lo que se ha invisibilizado, de una cierta reparación simbólica, una restauración. Por eso, Panh agrega en las fotos en blanco y negro tomadas por los Jemeres Rojos imágenes de figuras de arcilla: se trata de completar, de poner lo que falta. Sin embargo, ninguna imagen lo logra, y aquí hay un punto de contacto con gran parte de la bibliografía sobre el tema (Nancy, LaCapra, Wajcman e incluso, en este punto, DidiHuberman): es imposible completar lo que falta, porque habría que pasar por alto el horror, aquello que es cabalmente irrepresentable, al menos en su completitud; aquello que no puede mostrarse y, además, se elige no mostrar; aquello que no debe mostrarse. Dice el realizador: “Hay muchas cosas que el hombre no debería ver o conocer; y, si las viera, sería mejor para él morir. Pero si uno de nosotros las ve o las conoce, entonces, debe vivir para contarlas”. He aquí la paradoja de dar a conocer pero evitar mostrar. Construir un film en ausencia (fundamentalmente, visual) de aquello que es su núcleo. Las imágenes fijas de figuras de arcilla en las que se basan las reconstrucciones de La imagen faltante tratan de moverse en ese ámbito, en algún sentido paradojal, que el film propone: son y no son las víctimas y los victimarios, los campos y los animales, así como la voz del narrador en primera persona es y no es la de Panh. Asimismo, no se trata de fotografías, no exponen a una persona en concreto (o a decenas de ellas, no es una cuestión de número); se puede decir que en este punto el cineasta camboyano coincide con Lanzmann. Y lo hace casi literalmente cuando afirma acerca de los fusilamientos que, está seguro, filmaron los Jemeres Rojos “He buscado estas imágenes, pero si alguna vez las encuentro, no las podría mostrar, esto es seguro. ¿Qué podría revelar la imagen de un hombre muerto?” En concordancia con este convencimiento, el film de Panh no expone a las figuras en ese postrer momento, aunque sean de arcilla. Sí cuando caen a la fosa y son tapados, pero no en el momento preciso de su muerte, aunque esta no haya sido a causa un fusilamiento. Cuando tres niños fallecen por inanición los muestra antes de que suceda, mientras están durmiendo, pero luego los cubre pudorosamente con un paño blanco; finalmente, elige completar la imagen con fotos de tres niños vivos y sonrientes. Ese instante en que la vida se apaga es suplido por otra imagen: la de los niños volando, como él se había imaginado a sí mismo. Del mismo modo, el momento de la muerte de su padre tampoco es reconstruido, solo se ve cuando se lo llevan, y aun así el cuerpo cubierto aparece solo veladamente como carga imprecisa de quien lo lleva. El horror no entra en cuadro sino de sesgo.
Para Didi-Huberman esta duplicidad que se manifiesta en el hacer ver y a la vez construir una ausencia está en la propia naturaleza de la imagen (Huberman, Amado), es decir, en toda imagen, de ahí su carácter paradojal15. “No son ni la ilusión pura, ni toda la verdad, sino ese latido dialéctico que agita al mismo tiempo el velo y su jirón” (2004, p. 122), dirá poniendo en claro dos regímenes contrapuestos y, de paso, acentuando el carácter incompleto de cualquier imagen, incompletitud que se hace patente en la imagen-jirón, esa que, a pesar de todo, “deja que surja un estallido de realidad” (2004, p. 124), en el sentido benjaminiano. Y si esta dualidad es notable en la imagen fotográfica, ¿cuánto más evidente será en las imágenes prefabricadas?
Conclusión: entre la crítica y la poesía
Que la cuestión estética es -y, quizás, sobre todo- una cuestión ética ha quedado claro. Cada elección en el plano cinematográfico conlleva también una decisión en el plano ético cuando de representar el horror se trata. La elección de Panh es por la prescindencia y el distanciamiento Hay también cierta desconfianza en la imagen para dar cuenta de lo realmente acontecido: “el cine [de los jemeres rojos] muestra lo que solo existe en imágenes”, afirma16. Detrás de la revolución triunfante, las grandes cosechas y las caras sonrientes se ocultan millones de muertes en los campos de trabajo forzado, y la explotación, el dolor y el cansancio de quienes, a pesar de todo, sobrevivieron. ¿Cómo dar cuenta de ello? El director camboyano reserva casi media hora y varios “cierres” provisorios para afrontar esta cuestión de diversas formas. Para analizarlas utilizaremos las tres voces que Plantinga distingue en el documental17 y que en, cierta medida, se encuentran en este final prolongado. Básicamente, pueden distinguirse dos largo epílogos que conllevan además, dentro de sí, movimientos oscilantes de apertura y cierre.
En el primero, parecería estar involucrada la condición de Panh de cineasta, pero solo al principio. En él echa una mirada crítica a los films de propaganda del régimen (no solo no decían la verdad, sino que, además, eran malos), aunque su discurso se sigue hilvanado en función recuerdos personales. A nivel visual, comienza retomando las imágenes de los rollos envejecidos del comienzo, lo que podría proporcionar un cierre al relato, pero, enseguida vuelve al pasado para vincular las películas que eran proyectadas en los campos con las condiciones que quienes eran obligados a verlas (otra vez, la imagen faltante) y luego con el trabajo forzado a los que miles fueron sometidos. Empieza una revisión crítica de las causas que posibilitaron el confinamiento y la matanza: no fue la religión budista y su sentido de la aceptación, como dicen algunos, sino la ideología. La voz continua siendo predominantemente formal, aunque, por momentos, se vuelve más abierta, menos asertiva. Sobre el final aparece el mismo Panh hablando de los genocidas desde un televisor de arcilla bajo la mirada atenta de sus padres. Es la escena que no fue, él ya famoso, un referente sobre el tema, y ellos pudiendo ver sus logros. “Está hablando de nosotros”, le dice la madre al padre, invirtiendo el sentido de la mirada: ya no es él quien mira a sus padres, sino ellos quienes lo miran a él. Aquí la voz se desliza hacia lo poético. Cada vez más a menudo el montaje se realiza por simple asociación, por recuerdos que se enhebran cada vez menos causalmente en un solo hilo.
Tras la escena con los padres, por empalme directo, comenzaría lo que podría considerarse una segunda parte, más reflexiva y crítica. Ésta busca, fundamentalmente, las causas que expliquen la llegada de los Jemeres Rojos y reprocha al régimen anterior las injusticias que cometieron con los “pobres y hambrientos”, que hicieron que tantos abrazaran en un principio la revolución. Este tramo retorna la misma voz formal que acompañó los segmentos más informativos.
El mar, cada vez, como al principio, hace las veces de separador, en este caso de los distintos “cierres”.
El segundo epílogo es más personal; la voz es más abierta por referirse al mundo adulto del director, a sus dudas y temores. Sus sentimientos personales, dejados de lado antes, afloran en toda su multiplicidad: la culpa, su sensación de ser inútil, de no poder alcanzar jamás la sabiduría, el amor hacia sus padres y el dolor por no poder abrazarlos una vez más. A medida que avanza el relato, la voz va acercándose más a lo poético, aunque al retomarse la cuestión actual en su país vuelve a ser asertiva. A pesar de los cambios, el tono monocorde se mantiene. Es en esta secuencia donde más claramente se realiza el duelo y el film se muestra más político.
Así, en ambos epílogos puede notarse una alternancia entre lo crítico, que conlleva un cariz político bien definido, y lo poético, que permite abordar el horror con crudeza pero sin llegar nunca al espectáculo que significarían las imágenes explícitas.