Hay que encontrar al asesino de Jaime Figueroa Alcorta. Esa pareciera ser la premisa fundamental de Muerte en Buenos Aires (2014, Natalia Meta). El muerto no es un muerto cualquiera, pertenece a una familia de alcurnia de la sociedad porteña. Por ende, debido a su clase social, la discreción es la proposición cardinal para encarar la investigación. Así lo entienden rápidamente el inspector Chávez y la agente Dolores Pétric, dupla encargada de llevar a cabo la tarea. Pero, además, la reserva solicitada atañe a que la víctima es gay y, en el circuito de la noche, las fiestas y el amor porta el apodo de Copito. El novato agente Gómez, alias Ganso o Washington Rodríguez, a la sazón el primero en llegar a la escena del crimen, se suma a la búsqueda del homicida. Y todo apunta a un sospechoso, el artista, cantante y falsificador de obras de arte Kevin.
En este policial -si le cabe la denominación-, la pesquisa es la excusa para desbarrancar el deseo y para postular la impostura como un procedimiento del sistema operativo de la masculinidad. Deseo e impostura que se enlazan, se refuerzan y eclosionan en el uso del cuerpo y su performance sociocultural. ¿Cómo sucede esto? ¿Qué muerte es la que prima en Muerte en Buenos Aires?
Una cuestión fundamental radica en el uso de las canciones dentro del film. Me interesa detenerme en cómo ellas definen no solo la lógica compleja de los personajes sino también cómo textualizan la tensión que existe entre la pulsión corporal, el deseo negado, el lugar de la ley, el sometimiento heteronórmico y el desgarramiento del género. Por un lado, dos temas musicales se adhieren a dos cuerpos específicos dentro de la trama: ¿Qué hago en Manila? a Chávez y Splendido splendente a Ganso. Por otra parte, Mentira, Trátame suavemente y Paraíso, remiten a la espesa complejidad del personaje de Kevin.
Todo el Tiempo Quiero Estar Enamorado
Desgastado por la rutina matrimonial, preocupado por su párvulo hijo insomne, hastiado de su labor monocorde, irritado por su relación clandestina con su compañera de trabajo, el inspector Chávez es el héroe caído de esta historia. La canción ¿Qué hago en Manila?1 viste a Chávez como un terno invisible que oprime y no deja respirar. Aunque luzca desprolijo, casi indolente. «Fui enhebrando en el amor/fui matando esa pasión/sin parpadear»: establece el momento de la vida de este hombre de edad media, repetido en su hacer familiar y laboral. Como buen inspector de policía, Chávez debe cumplir con las reglas que lo acrediten como un idóneo a la hora de resolver casos. Esa pretendida claridad para la labor diaria que, en definitiva, da cuenta de la perspicacia con que se ven las pistas de la realidad, es la garantía de un progreso proyectado a futuro. Pero no le basta, no lo satisface y siente «que la falta una parte». La angustia, las horas vacías del quehacer policial pero también del amatorio (y ahí condensan, en un solo lecho fastidioso, tanto su mujer como su amante) solicitan una respuesta a la piel palpitante de Chávez.
La canción es utilizada por primera vez pasados los primeros cuarenta minutos de la película y opera como un síntoma del deseo no resuelto en el inspector. El oficial Gómez, señuelo atractivo para acercarse a Kevin, es el encargado de obtener las pruebas necesarias para develar si el artista es el asesino. Un primer encuentro entre el joven y Kevin permite acceder a un incipiente registro de información y a algunas evidencias.
Kevin ha grabado un disco, merced a la generosidad de Copito, y el casete resultante es prenda que el cantante regala a Ganso. Tras un día ajetreado y con una lluvia torrencial, Chávez lleva, casi a la fuerza, a Ganso a su casa. Se trata de una pequeña escena, de apenas dos minutos. En ella, la puesta en escena juega con la idea de un contrapunto entre los hombres, mediado por un fuerte trabajo sobre las miradas: las ojeadas del policía mayor, más directas y fulminantes, y las del joven, más esquivas y relajadas. Todo sucede en el interior de automóvil, donde la potencia del primer plano de conjunto queda establecida mediante la alternancia entre el uso frontal del reencuadre que instaura el parabrisas, y los primeros planos laterales que enmarcan a la pareja desde las ventanillas. Parabrisas y ventanillas arman una lógica del cuadro ambivalente: en tanto límite, el primero es claro y contundente; las segundas, difusas e imprecisas. ¿De qué cuadro hablo o, mejor dicho, a qué representación me refiero? A la de Chávez en lucha contra su deseo. Porque todo sucede dentro del automóvil del inspector, una coupé Renault Fuego roja. Por más de que se trate de un héroe raído, Chávez posee los atributos que lo apañan: su auto, su pistola, su placa y su paraguas. El auto funciona como la segunda piel del hombre, hogar sustituto y lecho de amante. La pistola, la placa y el paraguas lo acreditan como policía. Entre los atributos laborales y el íntimamente personal, la relación es tensa y problemática. El número de placa permite identificar a los agentes policiales pero ¿qué cabe identificar en Chávez? La pistola -el western nos lo ha enseñado sobradamente- remite a una manifestación flagrante de una masculinidad establecida, consensuada y legitimada por la sociedad de control. Pero el paraguas cobra otra dimensión. Por un lado, es un simple resguardo de tela impermeable con el logotipo policial impreso. Por el otro, es el atributo romántico disfrazado de ley que habilita al hombre para el cortejo ¿qué es, si no, esa insistencia en acompañar al Ganso para que no se moje, una vez que llegan a destino? Coda del viaje en auto, un plano cenital aúna auto y paraguas. Es que el deseo se ha desencadenado, como la lluvia, como la canción.
Vuelvo atrás en esta escena. El segundo plano de esta -y el primero frontal- alberga la orden que Chávez da al Ganso, «a ver, poné el casete del sospechoso», y comienzan los acordes de ¿Qué hago en Manila? Pero… ¿quién es el sospechoso? En el sofoco lluvioso que baña el auto, la letra de la canción recae, acusadora, sobre la frontalidad del marco del parabrisas que enmarca las miradas de soslayo de Chávez a Ganso. La parte que le falta a Chávez está a su lado y, sobre todo… el hombre quiere estar enamorado. La Renault Fuego ha comenzado por fin su viaje. Y no habrá lluvia que apague tanto fuego. Manila, entonces, designa ese lugar único y esplendoroso, por lo vital e incandescente, donde el deseo surge indómito. Para Chávez, es un locus desestabilizador, que lo atraviesa y lo desgarra. No sabe qué hace en Manila, pero ya no podrá escapar de ahí.
Sono Splendida Splendente
Bello y sencillo, amable y solícito, torpe pero dispuesto. Así es descrito germinalmente el oficial Gómez en Muerte en Buenos Aires. Un agente novato, un aprendiz de policía a quien el azar coloca dentro de un caso privilegiado. Es un muchacho bellísimo… es splendido splendente… ¡Cuidado! El tema musical Splendido splendente2 es el principal de la película. Principal en tanto fundamental: aparece en la escena del crimen -es el disco que Gómez coloca en el tocadiscos mientras espera que lleguen los efectivos policiales en el inicio del film y, a su vez, la canción excede la diégesis para sobrevolar los títulos de crédito-; pero principal además porque establece la tónica con que hay que leer a Ganso, aunque esto último pase inadvertido.
La secuencia inicial de Muerte en Buenos Aires postula la inherente condición de Gómez. Un primerísimo primer plano del joven abre la película. Un rostro inmarcesible, acendrado en su tersura, descansa bajo la prolija gorra policial. Demasiado esmerado en su porte, demasiado tranquilo ante el cadáver; todo en él rezuma el exceso de lo compuesto, de lo medido. Aun cuando pele un caramelo o baile al ritmo de la canción, ¿qué otra cosa puede hacer hasta que se presenten los investigadores encargados? El espectador incauto debería desconfiar de ese joven; pero no lo hace, atento a recorrer la escena del crimen, subyugado por ese hombre mayor asesinado, semidesnudo y sangrante sobre la cama deshecha y con las manos esposadas. Quizás se trate de un crimen pasional, sexual, sadomasoquista… ¿quién sabe? La opulencia de la casa del occiso y la magnificencia del espacio desvían la atención sobre lo verdaderamente importante, el joven. Una segunda visión, más atenta, nos permite ver cómo la puesta en escena construye la condición falsaria de Gómez. Sentado a los pies de la cama del muerto, gira la cabeza, observa el cadáver, se pone de pie, se acerca al tocadiscos, coloca Splendido splendente y ensaya un tímido balanceo mientras mira en derredor. El movimiento que comienza con el inicio de la canción acompaña a Gómez y lo ubica reflejado sobre la hoja izquierda de la puerta doble de espejos del dormitorio, para desaparecer sobre el lado derecho. Fácticamente, se trata un cuerpo reflejado y encuadrado en una parte de la puerta pero que se desvanece en la otra. Un interregno en montaje paralelo presenta por un lado a la detective Pétric en la entrada del edificio y, por el otro, a Chávez, en su auto, rumbo a la escena fatal. Esta interrupción que promueve el montaje paralelo tiene por objeto no solo presentar a los personajes, sino también señalar un espacio de pertenencia. En primer lugar, el vehículo atraviesa calles porteñas en dirección al barrio de Recoleta, zona de asiento tradicional de las clases altas. En ese recorrido, pasa de largo por el teatro Colón, una de las salas de ópera más importante del mundo y también signada como un centro de la élite porteña. Sobre el Colón se imprime el título de la película, con tipografía contundente de fuentes huecas cuyos contornos semejan tubos de neón. Sobre el coliseo sublime de la representación se yergue la muerte. Pero la música inició con Gómez… ¿no será que los créditos también señalan la pasión por la performance, por el actuar para vivir? ¿Qué relación existe entre él y ese mundo del simulacro? La vuelta al espacio del crimen retoma la canción en el ámbito suntuoso del muerto. Pero si se presta atención, la imagen, en leve contrapicado, nos devuelve al policía, en plano medio, virtualmente incrustado dentro de un cuadro de enormes dimensiones que orna la pared posterior. En su oscilación rítmica, Gómez no abandona los límites de esa pintura formidable que es La vuelta del malón. Formidable por el tamaño pero también porque es una copia, una falsificación. El marco de la obra opera como un segundo encuadre que, en su aparente amplitud, oprime al muchacho o, mejor dicho, lo señala como una representación más. La letra de la canción lo apunta: «Sono splendida splendente/io mi amo finalmente/ho una pelle transparente/come un uovo di serpente». Gómez, Ganso, Rodríguez… todos en uno para designar al verdadero bisturí cortante y caliente que horadará tanto a Chávez como a Kevin. La única certeza a la que aferrarse es a la condición de simulacro del joven. Pero como en el cuento de Poe, no podemos ver siquiera lo que está a la vista.
Esta postulación del texto fílmico queda negada por el mismo final de la escena. Presentado el joven, ahora se trata de contar el flechazo de Cupido, pero en clave policial. Un corte de luz cercena abruptamente la canción justo tras la primera parte del estribillo mencionada más arriba. En ese momento, irrumpe Chávez con Pétric y sorprenden a Gómez. La oscuridad es la excusa para que el encendido de un fósforo produzca el primer encuentro entre los hombres; un modo sencillo, eficiente y eficaz de narrar la infatuación amorosa.
Tal como cita la canción, lo que sea Gómez -o sus heterónimos, sin importar el sexo (o el género) -, crecerá vanidoso, para una vida brillante que dejará de lado, por supuesto, a las víctimas de su escalpelo luctuoso.
Y en él no Hay Normas ni Hay Ley
En el club nocturno Manila, Chávez y Dolores Pétric van en busca de alguna estela que ilumine el crimen. Calígula, regente de la discoteca gay, atiende comedidamente a los inspectores que buscan a Kevin, principal sospechoso. La respuesta de Calígula es concluyente «¿Qué Kevin? Acá todos se llaman Kevin». No obstante, existe un Kevin particular, único, aquel que es el performer cardinal del boliche. La presentación de Kevin sintetiza la puesta en abismo del sentido de la representación. Por un lado, es lógico que el artista se presente sobre un escenario. Pero es un escenario extraño, apenas un escalón más alto que la pista de baile. Se funde y confunde con ésta, merced al trabajo de montaje interno al cuadro y los movimientos de la cámara. El espacio es un escenario despojado pero a la vez rotundo en el uso del neón que, sobre el fondo del tablado, dibuja sobre la pared el nombre del boliche, «Manila». Kevin surge desde un abismo de cuerpos masculinos en cueros, ajustados en sus pantalones bicolores rosa y celeste. Enfundado en un traje plateado, de saco y corbata, parece un ángel luminoso de la noche. Escribo ángel deliberadamente, porque porta sobre sus hombros algo así como unas alas: dos penachos de plumas rosas orlan sus hombros. Quizás un poco pequeñas para que el ángel remonte vuelo; tal vez un poco exageradas para que sean tomadas por simples hombreras plumíferas. El pelo batido, los ojos remarcados en gatuno delineado negro, el gesto seguro y la voz límpida. Todo Kevin exuda sensualidad y sexualidad estudiadas… lo que es preciso, habida cuenta de que canta Splendido splendente. La puesta en escena juega, insisto, con solapar escenario y pista; al fin y al cabo, ambos son lo mismo. Todos los Kevin que se contonean ahí van tras su deseo, posiblemente encarnado en algún cuerpo aún desconocido. Todos actúan. Pero el performer, el Kevin consciente, no se llama a engaño: el universo del simulacro esconde tanto al deseo como al asesino. O al asesino del deseo. Por algo es el único personaje que, con una mirada tajante, rompe la cuarta pared e interpela el espacio del espectador. ¿Qué nos avisa el hombre, mientras realiza su bruñida pero automática coreografía? ¿Qué, en su condición especular, es reverbero tanto de la impostura de Gómez como del deseo reprimido de Chávez? La actuación de Kevin amalgama el problema porque condensa la danza de lo imposible. Imposible ver, por ahora, qué esconde Gómez; en todo caso, la canción opera acá casi como una distracción de discoteca. Imposible, también, que Chávez encarcele su deseo; aunque el comienzo de la secuencia nos muestre a Manila como una prisión: una suerte de cage dance con el nombre del local abre la secuencia. Cage dance que nunca vuelve a aparecer. ¿Es real o es ficticia? ¿A quién encierra la jaula, sino al inspector? ¿Qué hace él en Manila, sino refrendar el tema musical que le pertenece y que, sin aparecer aún, ya es invocado?
La performance de Kevin excede el espacio de Manila y se extiende a su otro oficio, el de falsificador. En la vida cotidiana finge ser un caballero respetable y va a un club privado para hombres para encontrar incautos a quienes estafar con sus obras de arte adulteradas.
Ese es su trabajo diario. Para atrapar a Kevin, el señuelo es Gómez. Es interesante que la revelación del Kevin diurno también se haga mediante una referencia desplazada: sentado a la mesa en el club, mientras toma té, repasa el diario La Prensa. No sabemos qué está leyendo; en cambio al espectador se le ofrece el reverso del diario donde una nota titula un recordatorio así: «Beatriz Guido: la caída del ángel»3. Casi es un detalle al pasar, pero que juega con el porvenir del imitador. Si en el escenario Kevin es casi un ángel esplendoroso, en la calle será un ángel caído. Porque ahora la flecha de Cupido atenta contra él a través de Gómez. A quien es hora de llamarlo solamente Ganso. Tanto porque el apodo animal remite al solapamiento total de una identidad en fuga como por ser mote popular del pene. Ganso se presenta como un admirador del Kevin noctívago y, a partir del pedido de un autógrafo, comienza la seducción. Me interesa la escena en el club, trabajada en plano y contraplano, acorde a la convención genérica, esencialmente por el corte al plano corto de conjunto, que toma a Kevin y a Ganso de perfil, frente a frente, mientras el punto de fuga permite ver en el fondo, en otra mesa, una escena semejante protagonizada por dos hombres mayores, apenas desdibujados por la profundidad de cuadro. El doblete masculino refuerza al traje como carnadura intrínseca de la condición varonil. Porque todo sucede en un club de hombres. Asimismo, el salto de eje y el cambio de planificación permiten que nos percatemos de dos observadores privilegiados, Chávez y el comisario Sanfilippo, atentos al desarrollo de los hechos.
Indudablemente Kevin despierta pasiones encontradas en el cuerpo policial. Atrae por su don de gente y su amabilidad, por su franqueza educada y su reserva personal. Repele, sobre todo a Chávez, por los mismos motivos.
Es que Chávez y Kevin son profundamente especulares. Ostensiblemente especulares. Ambos viven la impostura como maniobra de vida. Kevin, el falsificador de cuadros; Chávez, el falsificador de vida heteronormativa. Ambos portan las heridas del amor: sea por pérdida (Kevin extraña Copito), sea por hartazgo (a Chávez su familia y su amante les resultan ajenas y su hijo lo perturba). Uno caza incautos; el otro, delincuentes. Kevin recibe plata de la burguesía; Chávez, sobornos de la autoridad. Lo que las plumas son a Kevin, es la placa en Chávez. Y ambos, finalmente, caen en las redes de Ganso. Se trata de un falso triángulo amoroso, porque Chávez y Kevin son, insisto, dos caras de una misma moneda.
Por eso, las canciones que modula Kevin y que forman parte del disco Splendido, último regalo de Copito, funcionan en esplendente espesor como desarrollo y muerte de la pasión. La suya y, claro está, la de Chávez.
Las tres canciones que interpreta Kevin compendian el periplo amatorio y las consecuencias que conlleva para Kevin y, también, para Chávez.
Paraíso4 narra el enamoramiento prohibido, la clandestinidad del deseo censurado y la negación de renunciar a él. Trátame suavemente5 es una demanda amorosa; atiende a la necesidad del corazón cuitado por alcanzar una serenidad amatoria, una dulzura constante de los sentidos. Mentira6 es el desencanto; la aplastante constatación del engaño y la certidumbre de la cicatriz como única prenda de amor. El arco que va del flechazo al desengaño organiza un cancionero de la guerra del amor en clave queer.
Ganso es el paraíso para ambos, los ha tratado suavemente y les ha mentido. Si el amor es la guerra civil de los nacidos que no da tregua ni reposo, al decir de Quevedo, Chávez y Kevin han sucumbido en ella. Porque el paraíso se restringe a un automóvil que promete un viaje de ida que finiquita con balazos. ¿Acaso el desplazamiento del deseo de amar, hecho canción, no sucede en sendos vehículos?
Ganso no sabe de suavidad, sino de intensidad desencadenada en el otro, con la que especula y juega. De ahí la ataraxia sopesada, sensual y precisa con que usa su cuerpo como señuelo y que finge una suavidad tramposa. El muchacho encarna la mentira y Kevin canta la certeza de saberse enjaulado en esa quimera. No debiera sorprendernos que la canción casi se susurre desfalleciente en la celda donde el artista ha sido encerrado; espacio al que solamente entrará Chávez, el otro preso. En cierta medida, «Mentira» anuda la contracara de la farsa de Ganso. ¿Quién miente más? ¿El artista nocturno que falsifica cuadros?
¿Chávez, bajo la fachada policial? Reformulo la pregunta ¿De qué tipo de mentira, cuál es su espesor y cómo se relaciona con el sistema operativo de la masculinidad? Y todavía más ¿qué nos dice todo eso sobre la violencia? ¿A qué violencia me refiero, escondida bajo la trama de este policial?
Fue Verte Ahí y Perderme
En abril de 1988 comenzó una de las crisis energéticas más fuertes en Argentina, que obligó al gobierno a implementar cortes de luz programados. Para diciembre, con el verano, los aumentos de temperatura arreciaron. Desperfectos en las centrales nucleares de Embalse y Atucha, un incendio en la provincia de La Pampa que perjudicó una línea que transportaba energía desde la central hidroeléctrica de El Chocón y la sequía que afectó, sobre todo, a los ríos Limay y Uruguay, fueron algunas de las situaciones que hicieron colapsar la red de energía. El 1° de diciembre la hora oficial se adelantó sesenta minutos; se alteró la vía pública con la reducción del cincuenta por ciento de la iluminación en la capital de la república. En la ciudad de Buenos Aires se apagaron marquesinas, vidrieras de negocios y letreros de espectáculos. Los cortes de luz, que duraron, muchas veces, entre tres y cinco horas con intervalos de seis entre apagón y apagón, eran anunciados de antemano para que la población se agenciara de velas y tomara las precauciones necesarias. Todo esto se agudizó durante enero de 1989; a lo que hay que sumar la suba de precios y la escalada del proceso de hiperinflación que llevaría, entre otras muchas razones, a la finalización anticipada del gobierno de Alfonsín, en el mes de julio de ese año.
Los hechos narrados en Muerte en Buenos Aires se ubican en este contexto. La acción se establece en diciembre, tal y como delatan la presencia de adornos navideños, la guardarropía, el uso profuso de las luces de neón, la mención indirecta a Beatriz Guido y, por supuesto, los cortes de luz. Y posiblemente finalice en enero, dado que, subrepticiamente, se vislumbran en un televisor imágenes de la telenovela La extraña dama, cuya primera emisión por canal 9 se realizó el 9 de enero de 1989.
Además, Chávez posee una coupé deportiva Renault Fuego, automóvil que salió al mercado en 1980, llegó a la Argentina en 1981, se empezó a fabricar en el país en 1982 y alcanzó el pináculo de su fama hacia fines de la década, con el modelo GTX: en este sentido, se convirtió en un signo inequívoco de este lapso. La película no determina fecha específica y el brillo anacrónico de los años ochenta basado en estos objetos -porque solo el público argentino podría reconocer la referencia histórica de los cortes de luz- vuelve amplio y a la vez a complejo el universo de Muerte en Buenos Aires.
El film funda una temporalidad extendida y sin límites precisos. En ella se inscriben, bajo la excusa del policial, las prácticas y consumos de la comunidad gay concentradas (como si se tratara de un copo de nieve, apretado y uniforme) y a la vez volatilizadas (como si se tratara de la microscópica condición del cristal de hielo que forma el copo) en el micromundo de Manila. La discoteca representa pars pro toto a una comunidad que, durante la primavera alfonsinista apostó por un estío venturoso. La realidad fue otra: las persecuciones a las disidencias sexuales no menguaron con la recuperada democracia. Desde esta perspectiva, el film postula un llamado de atención al respecto. A lo largo del relato, las peripecias que relacionan a Chávez, Ganso y Kevin son observadas, mejor dicho, controladas tanto por el comisario Sanfilippo -campechano, simpático y casi vulgar-, como por el juez Morales -circunspecto, casi antipático pero elegante. Así, la estigmatización de las minorías se cuece entre la vigilancia consensuada entre el aparato represivo (Sanfilippo) y el aparato judicial (Morales) y todo lo que ellos invocan y representan. A Sanfilippo le cabe el espacio de la comisaría pero también los exteriores donde acompaña a Chávez en el seguimiento de Kevin y Ganso. Socarrón, es el encargado de acicatear a Chávez y de jugar con Ganso respecto de la entrega de la masculinidad en función del deber. Tanto en el club como en la cancha de polo y, más tarde, en el bar cuando celebran la captura de Kevin, Sanfilippo funciona como un texto bisagra y se ubica en el légano que relaciona a la fuerza policial (en tanto brigada de moralidad) con la homosexualidad reprimida, sus ocultamientos y prevaricaciones amparados bajo el disfraz de la fuerza del orden7. En Sanfilippo anida un placer malsano por despertar la envidia de Chávez hacia Kevin y soliviantar el lugar de Ganso como anzuelo, como mera carnada lúbrica para cazar hombres. Sanfilippo corporiza el dispositivo homofóbico extremo de la policía (institución de control por antonomasia) que necesita el fracaso y la vigilancia de la posible homosexualidad entre sus propios miembros, pero no su desaparición. Sino ¿de qué modo se ejercería un control despiadado sobre los cuerpos?
La petulancia suave pero firme de jurista que caracteriza al juez Morales es la otra cara del dispositivo de control, su costado avieso disfrazado de toga moral. Melifluo, Morales personifica la locuacidad solapada, la capacidad por desviar el sentido último del discurso y colocar tanto a las palabras como a las cosas, dentro de un coto manejable de ambigüedad. Parapetado tras su escritorio, escoltado por la bandera argentina y por un petit bronce de la justicia ciega sintetiza la puesta en abismo del sentido del decoro que aúna ley, justicia y humanidad. Funciona, strictu sensu, como un verdadero aparato ideológico. En los primeros años de la democracia, la homosexualidad sigue siendo un tema polémico desde un punto de vista moral8. Morales es incapaz de proferir la palabra amante; en todo caso, Kevin es el «amigo» de Copito. Así como utiliza el apelativo «mariposa» para referirse a los varones homosexuales. Hay en el juez cierto amago de patologización de la homosexualidad, consecuente con el estigma social que yace bajo la diáfana diligencia de la ley. Morales y Sanfilippo orquestan la versión distorsionada de la máxima de Edmond Locard, «el tiempo que pasa es la verdad que huye». La frase, incluida en el film, desmiente la intención del criminalista francés, esto es, señalar cómo el paso del tiempo atenta contra el esclarecimiento de cualquier caso policial. Acá se trata justamente de lo contrario. De que el tiempo pase para sostener los procedimientos policiales y jurídicos con los que se valida la estigmatización y la condena social. Se trata, en definitiva, de una connivencia represiva y legal para ejercer una violencia no declarada pero activa.
Quiero que Me Trates Suavemente
Por otro lado, ese anacronismo, esa temporalidad extendida y sin límites precisos que da sostén al universo de Muerte en Buenos Aires, se trenza apretadamente gracias al uso de las canciones.
Los años iniciales de la década de los ochenta ve aparecer Mentira, Trátame suavemente, Paraíso y ¿Qué hago en Manila? La primera canción, Mentira, fue compuesta e interpretada por el cantautor chileno Buddy Richard en 1982 para participar, en su país, en el concurso televisivo Aplauso, del canal 13, y que lo consagró como ganador. Sin embargo, el tema se internacionaliza y populariza, primero y sobre todo, gracias a la versión del cantante y compositor nicaragüense Hernaldo Zúñiga y, después, por la de la intérprete argentina Valeria Lynch.
En 1984, sale a la venta Soda Stereo, el álbum debut de la banda homónima argentina, bajo la dirección artística de Federico Moura, líder vocal de Virus. En este disco se incluye el tema «Trátame suavemente», compuesto por Daniel Melero. Melero, desde 1982, tenía su propia banda de tecno pop, Los Encargados, pero apenas en 1986 pudieron incluir «Trátame suavemente» en el único disco que grabó su agrupación, Silencio.
Editado por RCA Víctor, el grupo musical Pomada, con una fama aquilatada desde inicios de la década anterior, saca una nueva propuesta melódica, Bailando sobre una estrella. En el disco se incluye el tema Paraíso, adaptación del tema Paradise, leitmotiv principal de la película de mismo nombre dirigida por Stuart Gillard en 1982 y que volviera famosa la actriz Phoebe Cates, protagonista del film.
Agujero interior es el tercer LP de la banda de rock argentino Virus. El disco se edita el 10 de diciembre de 1983, sobre el amanecer de la democracia tras los años aciagos de la última dictadura cívico-militar en Argentina. Virus ya tenía dos discos previos, Wadu Wadu (1981) y Recrudece (1982) que sorprendieron ostensiblemente por su tono desenfadado, su ironía y mordacidad que contrastaban con el estado general del rock en el país, sobre todo en ese período signado por la muerte, el desencanto, la angustia y la sombra constante de la amenaza castrense. Tamaño atrevimiento tuvo como correlato críticas severas pero, a la vez, un estado de estupor y extrañamiento poco común. Pocos sabían que aquellos jóvenes estrafalarios en su atrezo musical tenían sobrados motivos para interpelar de ese modo a su público. Los hermanos Federico, Julio y Marcelo Moura, integrantes del grupo, guardaban un dolor irreparable: el 8 de marzo de 1977, un grupo de tareas secuestró al hermano mayor, Jorge Moura9, en casa de sus padres, en City Bell. Virus es, en ese sentido, la inoculación de un deseo de contrarrestar la muerte, de acicatear los espíritus dormidos.
Nadie mejor que los Moura para sacudir al público joven, para obligarlo a salir la tristeza de la densa realidad, de un agujero interior histórico que se funda sobre oquedades atávicas. La dirección del grupo es clara: se vive en un estado de represión y censura y hay que imprimir otro tipo de vitalidad para poder sobrevivir. Ahora bien ¿es posible esto, habida cuenta de la historia cercana?
Menos conocida para el público argentino es la cantautora Donatella Rettore, popularmente conocida, a secas, como Rettore. En 1979, su canción Splendido splendente se convierte en un éxito de taquilla tanto en su versión single, como dentro del LP Brivido divino. Como muchos intérpretes de su generación, Rettore había comenzado su carrera musical en el festival de San Remo, en 1974. Pero en 1978, produce un verdadero giro en su música al acercar su estilo pop a sonidos y acordes cercanos al punk rock. Sus letras ora escandalosas, ora irreverentes la ubican en un lugar tanto llamativo como insolente dentro de la música popular italiana. Y, además, es considerada un ícono gay.
Dos canciones más aparecen en el film, casi sin querer, como un telón de fondo al que, sin embargo hay que considerar. Por un lado, en la discoteca Manila suena Bizarre Love Triangle10, canción del grupo británico New Order: el tema apareció en 1986, tanto en su versión sencilla como incluido en el LP Brotherhood y sintetiza un aparte ensimismado frente a la temible confusión amorosa. Por el otro, en el casamiento de Ganso, sobre el final del film, la parentela y amigos bailan al son de Sacá la mano Antonio11, interpretada por el grupo femenino de música popular Las Primas. El tema, fruto de la pluma del cantautor nacionalizado mexicano Blas Eduardo12, se convirtió en una insignia del estilo del grupo argentino: erotismo, picardía y sexualidad no explícita conviven sin tapujos ni pudor para cantar los encontrones amorosos.
Encuentro en esta panoplia sonora, otro arbotante temporal que, en clave musical también recorre el final de la década del 70 y desemboca sobre la década siguiente. La película ofrece un ramillete de canciones, un envío al pasado de los años ochenta, de inicio a fin. Ahí, todas ellas, componen una armonía de época, un dúctil sonoro reconocible que, sin embargo, fijan su inicio en las postrimerías de la década del setenta. Me refiero lisa y llanamente a cómo las canciones inician su periplo sobre el tiempo lóbrego de la última dictadura cívico militar. Son una cellisca solapada bajo el neón lechoso que lo disfraza todo. Parafraseando a la canción, la blusa que es Muerte en Buenos Aires, atora sentimientos, miedos no resueltos. Porque no se trata de canciones, sino de continuidades. En todo caso, si existe suavidad, es la del encadenamiento de hechos que se prolongan en el tiempo, como una cinarra del sentido que lo empapa, dócilmente, todo. Si la mentira se instituyó como razón para labrar la represión ¿qué permanece de ella, bajo un trato suave, todavía? ¿Puede haber un paraíso para los estigmatizados o el estigma continúa? ¿Cuán bizarro, por lo extravagante pero también por lo lúcido y espléndido puede ser un cuerpo jactándose de su deseo?
De Splendido splendente a ¿Qué hago en Manila? existe un arco que une y confronta represión y deseo, o, si se prefiere, la performance de la represión del deseo (Chávez), y la de la represión de los sujetos articulada por la ley y el orden (Sanfilippo y Morales). Otras performances desquiciadas acompasan esta danza: la de Dolores Pétric con su mirada conocedora del rol de género que le compete y la del mismo Ganso, victimario y síntoma del trastorno social. Lo personal no solo es político, sino social, parece articular el film y, en este sentido, hay que leer las canciones como la punta de un iceberg que esconde, desplazado, el hielo abrasador o el fuego helado de la historia reciente argentina.
Por eso, Muerte en Buenos Aires, a través de sus referencias de época y del uso de las canciones, de sus anacronismos y sus referencias soslayadas, es una permanencia impenitente de aquello que se gestó en los años setenta de la gente común.
Copito Final
«Lo que vale el hombre, vale la corbata, a través de ella, se revela y se manifiesta el hombre», reza la cita atribuida a Honoré de Balzac (2018) en L'art de mettre sa cravette. La mención no es casual. La corbata, en Muerte en Buenos Aires, es la cifra del conflicto. Copito muere estrangulado por una corbata; la misma que hurta y luego usa Chávez durante el resto de la película. El disco de Kevin, Splendido, oh casualidad, en su portada ostenta la imagen de un hombre de espaldas, en cueros, pero con una corbata al cuello.
Tanto el nudo como la pala de la prenda penden entre los omóplatos y se alojan entre ellos en tensa carnalidad. Cuando Chávez va a la sastrería donde solía vestirse Copito, el modisto le expresa, en relación con su corbata «ese nudo… muy discreto… no como la fantochada que usan algunos» y, casi sin querer, roza la verdad. Es que, muy semejantes por fuera, los nudos de la corbata esconden modos de trenzado, vueltas y pormenores diversos; cuentan historias. ¿Qué esconde el nudo discreto de Chávez o, mejor dicho, qué oculta el inspector? Es hora de recordar que la corbata asume y encarna las funciones sexuales; y es básicamente un símbolo fálico.
Sostuve, párrafos atrás, que Kevin y Chávez son especulares… que no idénticos. En este sentido, la contraparte de la discreción de Chávez es la performance de Kevin, la diurna en el club o en el museo (donde lleva corbata) y en la cancha de polo (donde porta pañuelo cual jabot estilizado). Pero también la nocturna, donde la corbata plateada forma un todo splendente con los aigrettes rosados que salen de sus hombros: todo él un rosicler inoportuno, un airón evidente que no oculta nada, en todo caso, exacerba la sensualidad y la sexualidad que son su orgullo.
La corbata es una prenda de vestir que no cumple función utilitaria -no protege de las inclemencias del tiempo, no sostiene funcionalmente a otros ropajes, por ejemplo-. Puramente decorativa, me lleva a pensar ¿por qué no? en cómo los objetos se ponen en acción o se moldean en y por las experiencias que los involucran. Quizás la corbata sea una interferencia en el sistema, una potencia del enactment, un desplazamiento del hombre o, mejor dicho, de esos hombres que -si los pienso como nodos generativos semióticos materiales, según Donna Haraway (1988)- ponen en acción su propio deseo y los materializan en prácticas que deben ser castigadas. Copito, Kevin y Chávez son el nudo corazón, esto es, el nudo Windsor que ellos usan, el más elegante, el que supone cierta autoridad. El que toma el nombre de Eduardo, Duque de Windsor, aquel que abdicó la corona por amor. Y no importa si fue él quien lo creó; queda para la posteridad ese nudo fuerte, ese triángulo invertido simétrico, estable y compacto. Por eso en la historia de las corbatas, aprender a hacer el nudo Windsor es, paradójicamente, casi una liturgia de iniciación en la adultez masculina.
Oscar Wilde sostuvo que una corbata bien anudada era el primer paso serio de un hombre en la vida. En Muerte en Buenos Aires, el nudo corazón lleva a la muerte: la de los tres hombres atravesados por su deseo. En este accionar, no hay que olvidar que los asesinatos son fruto de la ley y el orden y de su brazo ejecutor, Ganso. La supervivencia del joven es la evidencia, la pista fatal y final respecto de cómo los aparatos represivos ejercen la violencia camuflada y cómo esta splendida splendente estigmatización del universo gay subsiste. En el ministerio de la masculinidad, la heteronorma sigue rigiendo.
Podrá el lector atento señalarme que los hechos narrados ocurren en el pasado, y que la película se estrenó en 2014, en un tiempo tal vez más venturoso en términos socioculturales13. No obstante, cuando pienso en el arco temporal extendido y anacrónico que propone Muerte en Buenos Aires, llego a Derrida (2012) y su proposición del pasado como un espacio virtual de espectralidad. Nuestra historia argentina reciente está signada por la dictadura cívico-militar. Pero la historia implica un resquebrajamiento de toda posibilidad de linealidad, sostiene el filósofo. Para Derrida no existe presente sin espectros, y ellos habitan todo presente. Por ende, el presente está siempre fuera de quicio. En este aspecto, los espectros son, están situados entre nosotros y en la vinculación con ellos se teje la posibilidad de la memoria y de la justicia.
Los anacronismos de la película, entonces, no solo operan sobre la diégesis sino que exceden ese límite y vinculan pasado y presente en cada visionado. Muerte en Buenos Aires no es, creo, un simple policial con temática LGBTTTIQ: es una invocación a no llamarse a engaño. La violencia sobre los colectivos LGBTTTIQ pervive. Actualizar la memoria es un buen inicio para combatirla. Así sea bajo la luz viscosa del neón de una película…
Tal vez Copito siempre tuvo clara la complejidad espectral de su entorno… Por algo su debilidad era Nieve, su vieja yegua. Esa que bajo su impoluto pelaje esconde la droga con la que los Figueroa Alcorta obtienen sus dividendos. Yegua de Troya, es el reflejo animal de su dueño: un cuerpo liquidado por otros cuerpos de connivencia despótica que aniquilan lo que no condice o se somete a ellos. Pero a pesar de los intentos, Manila resiste, luminosa, en nosotros, en la memoria conviviente de los espectros.