La revalorización de la democracia en los años ochenta
La vigencia ininterrumpida de la democracia en las últimas cuatro décadas adquiere especial significado cuando evaluamos este logro de manera retrospectiva. Solo una mirada histórica de largo plazo nos permite dimensionar la ruptura que esa continuidad establece con un pasado signado por la turbulenta alternancia entre gobiernos civiles y militares.
Hasta entonces, la democracia había sido un paréntesis entre regímenes autoritarios que se sucedían periódicamente en el marco de una sociedad que había naturalizado la presencia de las Fuerzas Armadas como un actor político más. Cada gobierno democrático que recomenzaba tras un interregno autoritario debía convivir con la amenaza verosímil de una nueva quiebra del régimen, y cuando esto, finalmente, ocurría, se reabría el fatídico vaivén iniciado con el golpe de 1930.
Afortunadamente, la democracia inaugurada en 1983 clausuró ese ciclo, mas no debido a que su travesía estuviera libre de riesgos y asechanzas. Por el contrario, los levantamientos militares que se sucedieron desde 1987 hasta 1990, y pusieron en jaque a los primeros gobiernos electos (Alfonsín y Menem), revelaron que la continuidad democrática no estaba descontada de antemano, y que las Fuerzas Armadas no parecían dispuestas a resignar la centralidad ganada en las décadas anteriores. Sin embargo, a diferencia del pasado, los actores políticos y sociales, esta vez, fueron leales al juego democrático y bloquearon la posibilidad de que esas tentativas repitieran el mismo desenlace.
Lo singular del ciclo abierto en 1983 reside en que la democracia pasó a ser un valor compartido por amplios sectores sociales, y fue revalorizada, incluso, por expresiones de la vida política que no confiaban en ella.1 Este cambio no es ajeno al hecho de que el último régimen autoritario no era equiparable a los anteriores, pues instaló un orden represivo de una escala e intensidad desconocida e impuso una matriz socioeconómica destructiva que prolongó sus efectos más allá de su vigencia (O’Donnell, 1988). El estado de naturaleza, imperante en esos años, desató un terror que penetró de modo capilar en la sociedad, y la sometió a una privatización forzada de la vida (Oszlak, 1983) que dejó marcas perdurables en el tiempo. El impacto de esta experiencia impulsó la revalorización de los derechos civiles básicos (como los Derechos Humanos), pero, también, activó una demanda de reconstitución del orden democrático como ámbito privilegiado para dirimir, de forma pacífica, las diferencias.
Las invocaciones a la ley y a la Constitución, que en otras contiendas electorales habrían sido percibidas como un discurso más poético que político, adquirieron, en 1983, un renovado sentido que conectaba con esa demanda democrática (Sidicaro, 1985: 294).2
Asimismo, la presencia espectral del pasado actuó, por un lado, como un reaseguro perdurable frente a las tentativas de regresión autoritaria que subsistieron y, por otro lado, como fuente de legitimidad de la democracia, aun cuando los resultados alcanzados bajo su vigencia no estuvieran a la altura de las expectativas generadas en el momento inaugural. De todas maneras, la permanencia de ese apoyo aseguró una correlación de fuerzas favorable que, a lo largo de estas cuatro décadas, permitió mantener elevada la preferencia por la democracia pese al creciente desencanto que, en los últimos tiempos, han reflejado los indicadores relativos a su desempeño.3
Esa lealtad con la democracia fue puesta a prueba en momentos muy críticos -1989, 2001-, cuestión que, en otras circunstancias, habría provocado la quiebra del régimen. Aquello sugiere que existe una corriente prodemocrática muy estable. Este rasgo de nuestra sociedad establece diferencias con otras experiencias de la región, en las que la paridad entre quienes prefieren un régimen democrático o autoritario no solo crea otro ambiente para sus posibilidades de afianzamiento, sino que, además, encierra otra valoración del pasado y otro modo de procesar su legado.4
¿Por qué democracia? ¿Cuál democracia?
Estos interrogantes dieron título a dos libros de Francisco Weffort (1984 y 1993) que ilustran la secuencia que siguió el debate sobre la cuestión democrática en nuestra región desde los años ochenta. La memoria de la experiencia autoritaria explica, en buena medida, la revalorización de la democracia que sobrevino después. Sin embargo, una vez que la vía democrática se puso en marcha, la urgencia por justificar esta opción cedió paulatinamente lugar a otro debate que, aún, permanece abierto: de qué democracia hablamos cuando aludimos a este régimen. En otros términos, ya no discutimos por qué democracia, sino cuál democracia.
Esta cuestión está irremediablemente destinada a permanecer abierta, puesto que democracia es un concepto controversial que no solo es objeto de discusión teórico-epistemológica, sino que también es motivo de agrias disputas políticas en las que no es posible recurrir a una autoridad extrapolítica capaz de dirimir esta contienda (Gallie, 1956; Whitehead, 2011).
En efecto, se trata de un concepto “esencialmente debatible”, que suscita disputas interminables sobre sus usos, de modo tal que ninguna definición será “consensuada para siempre o por completo” (O’Donnell, 2010: 44).
Esta controversia no es abstracta sino que tiene efectos prácticos, pues alude a una etiqueta muy codiciada en la que el control sobre su significado permite juzgar cuán legítimas son las prácticas y procedimientos empleados por un gobierno. La pugna sobre lo que es y no es democrático tiene consecuencias, pues define un parámetro para evaluar sus acciones y estrategias, al tiempo que orienta los juicios domésticos e internacionales sobre ese régimen.
Los consensos iniciales
La etapa abierta en 1983 instaló un consenso en torno a la democracia como modo de organizar nuestra vida en común. Sin embargo, ese acuerdo vino acompañado de una manera de concebir este régimen que ejerció fuerte influencia en los tramos iniciales de este ciclo. Esta versión de la democracia tenía una impronta liberal antiautoritaria, asociada a la defensa de los Derechos Humanos, y produjo un “giro liberal” que la política argentina había perdido durante el siglo XX (Aboy Carlés, 2015: 189).
La centralidad ganada por la antinomia autoritarismo-democracia y los esfuerzos por dotar de mayor densidad a los partidos políticos, en una sociedad habituada a canalizar sus demandas a través de corporaciones, dominaron el debate público en los comienzos de la transición, y ofrecieron un diagnóstico que, también, traducía un modo de entender la democracia y a sus actores clave.
Aquello no significó una ausencia de divergencias, tanto respecto del papel de las corporaciones en una sociedad compleja como en lo relativo al contenido social de esa democracia. Se destinó mucha energía y tinta al debate sobre democracia formal versus democracia sustantiva: una disputa que dividió las aguas en la vida política y, también, en el campo intelectual.5
Esas diferencias no comprometieron los consensos básicos sobre la democracia ni impidieron que, cada vez que ella se vio amenazada -como ocurrió con el levantamiento militar de Semana Santa en 1987-, ambos bandos cerraran filas en su defensa, y mostraran una oposición leal al régimen que apostaba todas sus cartas al próximo turno electoral, como un modo de poner un tope a los intentos de regresión autoritaria.
Hasta comienzos del siglo XXI, esta versión de la democracia no tuvo rivales que le disputaran esa primacía. Ella se mantuvo, incluso, durante la década menemista (1989-1999), aun cuando sus prácticas de gobierno desafiaron en los hechos lo que ese modelo predica. Las transgresiones institucionales acumuladas en esos años -abuso en el empleo de Decretos de Necesidad y Urgencia, avasallamiento de la justicia, entre otros- describen un amplio y variado repertorio de prácticas iliberales, según la conceptualización de Zakaria (1998). No obstante, estas prácticas no encerraban la intención de renunciar al marco simbólico liberal. Por el contrario, se sostuvo la adhesión a ese horizonte de ideas, con la intención de complacer con esos gestos al mundo de los negocios, a los inversores externos y a los organismos multilaterales de crédito.
Las inconsistencias de la experiencia menemista dieron cabida a la distinción entre democracia y república, por la cual gobiernos que son democráticos -por surgir de elecciones libres, limpias y competitivas- pueden no ser republicanos -si desdeñan la división de poderes y alientan el predominio del Ejecutivo-, como ilustra este caso (Portantiero, 1997; O’Donnell, 1997).6 Esta dicotomía permanecería vigente y ganaría mayor centralidad durante las disputas mantenidas entre gobierno y oposición bajo las presidencias de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner (2003-2007; 2007-2015), e ingresaría al vocabulario cotidiano a partir del conflicto desatado entre el gobierno y el sector rural en 2008.
La quiebra del consenso
A diferencia de Menem -que no renunció al amparo del universo simbólico liberal, aunque lo transgrediera en los hechos-, los gobiernos que se sucedieron durante los tres primeros lustros del nuevo siglo desafiaron la legitimidad del pensamiento liberal/republicano y defendieron otro modo de entender la relación entre democracia e instituciones. En sintonía con otras experiencias refundacionales, ensayadas en la región bajo el llamado “giro a la izquierda”, se configuró en el país un nuevo clima de ideas que encontró techo teórico en algunas versiones académicas (especialmente Laclau y Mouffe) que brindaron respaldo y respetabilidad a esas posturas en el debate político e intelectual. Este enfoque se presentó como una superación del liberalismo y reclamaba, para sí, credenciales postliberales.7
En el caso de Argentina, ello puso fin al “consenso democrático” instalado en 1983, y evidenció dos modos alternativos de entender la democracia. En el campo académico, esta divergencia tuvo su expresión más representativa y refinada en el contrapunto mantenido por dos de los intelectuales más influyentes en esos años: Ernesto Laclau y Guillermo O’Donnell.8 Las instituciones, que, según Laclau, pueden convertirse en un blindaje conservador -que bloquea la dinámica democrática y la incorporación de nuevos actores al juego político y social- son, para O’Donnell, el fundamento del Estado de Derecho conquistado tras la experiencia autoritaria, al resguardarnos de toda nueva tentación regresiva, en especial, de aquellas que puedan gestarse desde el interior de la propia democracia.
Los procesos políticos que desbordan las instituciones y desafían los poderes constituidos, que Laclau celebraba como condición para extender y profundizar la democracia, son vistos de otro modo por O’Donnell, con temor a que el arrasamiento de algunos espacios de intermediación institucional favoreciera una mayor concentración y discrecionalidad en el ejercicio del poder y socavara de manera endógena la democracia, sin requerir amenazas externas, rupturas violentas ni golpes tradicionales: la “muerte lenta” sobre la que alertó en repetidas ocasiones (O’Donnell, 1997). Su experiencia bajo los regímenes autoritarios le imprimió una sensibilidad singular frente a toda forma de abuso estatal. Fue un reflejo que mantuvo en democracia, al mostrarse atento a cualquier riesgo potencial de regresión autoritaria.
Este contrapunto expresa dos modos de entender la tensión entre dinámica democrática e instituciones. Sin embargo, ambos autores coincidieron en que la democracia nunca llega a institucionalizarse de modo pleno, y que no existe un momento en el que podamos relajarnos, creyendo haber alcanzado una institucionalización completa de los principios de legitimidad democrática. La política democrática expande y renueva constantemente las instituciones. No obstante, esta provisionalidad de los arreglos institucionales no nos autoriza a desconocer que, sin aquellas, no habría democracia. La construcción democrática consiste en una incansable búsqueda por traducir las conquistas de la lucha política en nuevas instituciones que protejan esos logros y eviten que se vuelvan efímeros.
La democracia ante nuevos desafíos
La celebración de un nuevo aniversario de nuestra democracia coincide con una crisis de confianza que golpea la representatividad de la dirigencia y las instituciones más emblemáticas de este régimen (partidos políticos, Parlamento, Justicia, entre otros). Ese estado anímico, además, se refleja en la disminución del apoyo a la democracia (del 76% en 1995 al 55% en 2020)9, y en el aumento del ausentismo electoral en las legislativas de 2021 y en las provinciales de 2023.10
La vigencia de la democracia aseguró un umbral básico de derechos y un ámbito de deliberación y pluralismo que permitió incorporar derechos de nueva generación. Son logros invalorables que cobran mayor significado cuando los consideramos en perspectiva histórica. Sin embargo, otras expectativas asociadas a sus rendimientos socioeconómicos, así como las promesas de bienestar lanzadas en los albores de la transición, aún permanecen incumplidas.
Esta es una fuente de insatisfacción con las instituciones y la dirigencia política que explica la sensación de fatiga y de extendido desencanto con sus desempeños. Si bien este diagnóstico describe un malestar que se comparte con otras democracias contemporáneas, en nuestro caso expone el fuerte contraste que este clima mantiene con la euforia y el entusiasmo que rodeó su recuperación en 1983.
Este escenario recuerda a otros momentos críticos del pasado. Sin embargo, lo novedoso radica en que del descontento actual se nutren corrientes políticas que muestran mayor radicalidad, tanto en su rechazo a la política y sus instituciones, como en sus propuestas económicas, que no disimulan la intención de demoler toda expresión del Estado en nombre de la “libertad”. Esta doble crítica, a la dirigencia política y al Estado -anticasta y antiestatismo aparecen confundidos en este discurso-, encuentra un terreno fértil en la frustración de una sociedad que aguarda respuestas largamente postergadas durante la vigencia de esta democracia.
La irrupción de una derecha radical como una fuerza electoral competitiva, con posibilidades de acceder al gobierno, plantea nuevos y serios desafíos para la democracia. En esa sintonía, ya hemos visto las experiencias recientes de Estados Unidos y Brasil tras los respectivos triunfos de Trump y Bolsonaro, por mencionar algunos ejemplos.
Frente a los riesgos que este experimento conlleva, se vuelve necesario recordar la superioridad normativa de la democracia como régimen político. Sin embargo, aunque la valoración sea correcta, esa superioridad no es argumento suficiente para justificar su existencia: una democracia que se muestre impotente para impedir las desigualdades sociales y la permanente falta de oportunidades económicas es una democracia difícil de defender. Su perdurabilidad no puede seguir descansando en la confianza de que la ciudadanía mantendrá, de manera indefinida, su apoyo, y prescindir de la suerte que pueda caberle en ella (Iazzetta, 2004).
En otras palabras, si no se aseguran las condiciones para una vida decente, la confianza en la democracia disminuye. Esto es lo que subyace en la ola de desencanto que atraviesa las democracias contemporáneas.
Sin embargo, las demandas de bienestar que laten en las sociedades actuales no parecen tener cabida en las concepciones minimalistas que reducen la democracia al momento electoral y a la elección de representantes. El apartado social no forma parte de esta concepción y la despreocupación por las condiciones sociales de la democracia le hace un flaco favor a la sostenibilidad del régimen. Las reglas y procedimientos son la sustancia misma de una democracia, pero ella no puede agotarse en sus procedimientos (Urbinati, 2023). Esta es, sin embargo, la concepción dominante en la Ciencia Política actual, especialmente en aquella proveniente de la academia estadounidense, preocupada por disponer de una definición mínima que resulte operativa y permita tipificar, clasificar y comparar regímenes políticos. En el afán por hallar criterios objetivos que permitan una aproximación empírica al fenómeno democrático, se adopta una definición que reduce la democracia al régimen político, de modo tal que se resiste a cualquier tentativa de incorporar otras dimensiones de análisis (Munck, 2011).
Desde luego, este es un ámbito atravesado por desacuerdos11 y, por ende, no han faltado intentos de incluir otros aspectos desatendidos por el mainstream. O’Donnell -que integró la academia de Estados Unidos, aunque mantuvo siempre un fuerte anclaje en los problemas latinoamericanos-, bregó por una “ampliación teóricamente disciplinada” del concepto de democracia que no comprometiera su operatividad y comparabilidad (O’Donnell, 2000). Destinó sus últimos años a desarrollar una teoría democrática que fuese más allá del régimen político -como propone la noción de poliarquía de Dahl-, y le diera cabida tanto al Estado como al contexto social.
Estos desacuerdos son más marcados si se contrapone la vocación más empírica de la Ciencia Política estadounidense con la Filosofía e Historia Políticas, en especial aquella proveniente de la tradición europea. Algunos exponentes de esta corriente sostienen que la democracia no es solo un “régimen de gobierno” sino también -de acuerdo con Tocqueville-, una “forma de sociedad” (Rosanvallon, 2004: 194).12 Esta perspectiva, en contraste con quienes apelan al minimalismo democrático, considera que la sociedad no constituye un cuerpo extraño a la democracia, sino que es su sustancia misma (Urbinati, 2023).
Esta mirada amplía la perspectiva y permite comprender el fenómeno democrático en toda su complejidad. Sin embargo, a diferencia de la Ciencia Política, la Filosofía Política no debe lidiar con el desafío de traducir de un modo operativo los conceptos para su observación. Ambas disciplinas se necesitan mutuamente. No obstante, la formación de los conceptos responden a objetivos y estándares de evaluación diferentes en cada caso.
Conclusiones
En el comienzo de este escrito, advertimos que democracia es un concepto “esencialmente controversial”. Así lo prueban los desacuerdos dentro del mundo académico que, de manera sucinta, acabamos de exponer. Sin embargo, esa cualidad se amplifica y se vuelve más compleja cuando consideramos los usos y múltiples significados que el término adquiere al ser empleado en el debate público o en la contienda política. Estos usos son tan legítimos como los que provienen del ámbito académico, pues expresan, finalmente, juegos de lenguaje diferentes, con reglas y criterios de validación distintos.
La academia no dispone del control sobre los usos y apropiaciones de las que es susceptible el concepto fuera de su ámbito, ni puede reclamar que se ajusten a los criterios teóricos y epistemológicos que, en cambio, son indispensables para la producción de conocimiento.
Sin embargo, esos usos también participan de la disputa por el sentido de la democracia, y deben ser especialmente tenidos en cuenta por la academia, pues permiten identificar frustraciones y desilusiones que son tan estructurantes del universo democrático como las definiciones elaboradas por ella (Rosanvallon, 2004: 195). Rosanvallon alienta la necesidad de percibir este lado negativo y mapear las decepciones que anidan en la “democracia vivida”, como una vía privilegiada para comprender las experiencias de la ciudadanía en ella.
En la academia creamos modelos y construimos criterios, objetivos y tipologías con los que clasificamos los regímenes políticos. Pese a ello, la democracia es, también, una experiencia viva poblada de expectativas, desilusiones e incertidumbres que deben ser tenidas en cuenta si queremos evitar su fracaso. Podemos continuar clasificando, etiquetando y comparando regímenes, pero se vuelve cada vez más necesario tomar en cuenta las frustraciones que experimenta la ciudadanía en democracia. Solo de este modo evitaremos la perplejidad que se renueva con cada estallido social o tras la irrupción de liderazgos autoritarios que ponen en riesgo las democracias y cabalgan sobre decepciones y descontentos que no logramos percibir ni advertir a tiempo.