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Temas y Debates

versión On-line ISSN 1853-984X

Temas debates (En línea)  no.45 supl.1 Rosario  2023

 

Artículos

Cuarenta años de política exterior en democracia: la integración regional como política de Estado

Forty Years of Democratic Foreign Policy: Regional Integration as State Policy

María Elena Lorenzini1 

Gisela Pereyra Doval2 

1Docente e investigadora en la Escuela de Relaciones Internacionales, Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Rosario, Argentina.

2Docente e investigadora en la Escuela de Relaciones Internacionales, Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Rosario, Argentina.

Resumen

A lo largo de estos 40 años de vida democrática, la política exterior argentina ha adoptado distintos diseños y ha tenido distintos objetivos. Por ese motivo, numerosos autores la han caracterizado como inconsistente. Sin embargo, la política exterior ha experimentado vaivenes en función de los condicionantes domésticos y sistémicos que impactaron sobre su ejecución. Ahora bien, si se examina con detenimiento es posible identificar algunos ejes estructurantes que reconocemos como política de estado, tal es el caso de la integración regional. Esta se mantuvo como tema de la agenda de la política exterior pese a las distintas prioridades que fue adoptando a lo largo del tiempo.

Palabras clave: política exterior; democracia; factores domésticos; factores sistémicos; integración regional

Abstract

Argentine foreign policy has taken on different contours and had different objectives during these 40 years of democratic life. For this reason, many authors have described it as inconsistent. However, domestic and systemic conditions that affect its implementation have led to adjustments in foreign policy. Nevertheless, upon careful examination, it is possible to identify some structuring axes that we recognize as State policy, such as in the case of regional integration. Regional integration has remained on the foreign policy agenda despite the different priorities it has adopted over time.

Keywords: foreign policy; democracy; domestic sources; systemic sources; regional integration

Introducción

El 30 de octubre de 1983, se celebraron las elecciones presidenciales a través de las cuales la sociedad argentina inició formalmente su proceso de transición democrática. El 10 de diciembre de ese mismo año, Raúl Alfonsín -quien había resultado electo por el 51,75 % de los votos- asumió formalmente sus funciones como presidente de la nación. A lo largo de estas cuatro décadas, todos los gobiernos que se sucedieron fueron elegidos dentro de las reglas del sistema democrático, más allá de los distintos momentos de crisis por los que atravesó el país.

Desde aquel primer momento de la transición a la democracia y hasta la actualidad, la política exterior argentina (PEA) estuvo cuestionada por autores que han centrado su atención sobre aquellos aspectos que le permiten calificarla como de incongruencia epidérmica (Puig, 1984), por impulsos o espasmódica (Lechini, 2006), inconsistente (Miranda, 2001), entre otras. Estas clasificaciones coinciden en el criterio que indica que se producen cambios profundos cada vez que asume un gobierno distinto del que lo precedió. Según estos trabajos, solo es posible identificar continuidades entre administraciones que comparten factores domésticos y sistémicos similares. En este sentido, Malamud plantea que “las políticas [exteriores] que han salido de la Casa Rosada han sido al menos tantas como los propios presidentes” y han estado “mayormente determinadas por factores internos más que internacionales” (2011: 88).

El retorno a la democracia en 1983 no alteró este patrón de manera fundamental. Sin embargo, “a medida que la democracia se convirtió en parte integrante de la cultura política del país, la variabilidad de la política exterior se ha mantenido dentro de una franja más estrecha de lo que se suele reconocer” (Merke y Pereyra Doval, 2022: 01). Por este motivo, aunque, como veremos, no es inadecuado presentar a la política exterior (PE) como inestable, sus mismas características como política pública son parte de la explicación y podemos identificar también la persistencia de algunos ejes ordenadores independientes de factores sistémicos y domésticos. Entre ellos, subrayamos: la defensa de la democracia y el respeto de los Derechos Humanos; la normalización y pacificación de las relaciones bilaterales con los países del contexto contiguo; la participación activa en instancias multilaterales. Algunos temas más puntuales que tuvieron una presencia permanente en la agenda externa son la cuestión Malvinas, la deuda externa y la integración regional. Es precisamente sobre este último que centramos el análisis de este trabajo, no sin antes explicar la particularidad de la PE como política pública.

La singularidad de la política exterior

Si bien la PE forma parte del conjunto de políticas públicas que los gobiernos deben atender durante su gestión, es necesario aclarar que presenta algunas particularidades que la diferencian del resto. Una de ellas refiere a que el diseño, formulación y ejecución de la PE debe tomar en consideración un doble conjunto de factores, domésticos y sistémicos, lo que representa un mayor grado de complejidad en términos comparados con otras políticas públicas. De acuerdo con Beach (2012: 06), la PE también se diferencia por las reglas y dinámicas que rigen su formulación, las cuales son diferentes de lo que el autor denomina normal public policy. Asimismo, las PE tienen como destinatarios otros actores que se encuentran fuera del sistema político doméstico (esto se puede observar en el hecho de que la PE no es un foco de atención para los votantes ni para la opinión pública en general). También existe un predominio del Poder Ejecutivo por sobre el Poder Legislativo. Incluso, las constituciones suelen establecer que la PE es una prerrogativa exclusiva del Poder Ejecutivo. Finalmente, la naturaleza dinámica y fluida de la PE hace difícil su planificación en el largo plazo, en términos comparados con otras políticas públicas (muchas veces, los Estados deben afrontar situaciones de crisis y negociaciones no previstas) (Beach, 2012: 06). En una línea similar, Rosenau (1973) afirma que la peculiaridad de la PE reside en su ubicación en la intersección de las políticas internacionales y de las políticas públicas domésticas. Esto configura el carácter “interméstico” de esta política en particular, el cual “describe aquellas cuestiones y/o políticas que se encuentran profunda e inseparablemente afectadas por factores internacionales y domésticos” (Lorenzini, 2022: 17).

A partir de lo expuesto, de acuerdo con Clemente Batalla (2007), entendemos la PE como la resultante de complejas articulaciones entre factores internos y externos que operan en un contexto de cambio constante de acuerdo con la coyuntura y que modifican las opciones posibles de inserción internacional. Ahora bien, ¿de qué manera entendemos los factores domésticos y externos? Los primeros consisten en un conjunto de elementos ubicados dentro de los contornos de los sistemas políticos y de las fronteras de un Estado, que tienen la capacidad de afectar en grados variables -positivos, neutros y/o negativos, según el factor, las características del gobierno de turno y el momento histórico del cual se trate- las condiciones de posibilidad y los márgenes de acción en el diseño y ejecución de la PE de los Estados. Van Klaveren (1992: 179), por ejemplo, menciona el peso del sistema político que incluye el tipo de régimen político; la política económica o estrategia de desarrollo adoptada por los gobiernos; los actores y las características del proceso de toma de decisiones; y los recursos o capacidades tangibles o intangibles que el Estado posee para formular la política exterior. También incluye los factores demográficos, étnicos y culturales. James Rosenau (1994: 208) identifica como factores internos las variables de idiosincrasia, de función, gubernamentales y no gubernamentales. Para dar cuenta de su relevancia, compartimos con Van Klaveren (1992), Russell (1992) y Busso (2019), entre otros, que existen múltiples y diversos factores domésticos que funcionan como constreñimientos y como condición de posibilidad sobre la política exterior de los gobiernos.

Los segundos

comprenden todos los aspectos no humanos del ámbito externo de una sociedad, o todas aquellas acciones que se verifican en el extranjero y condicionan o influyen de alguna manera en las decisiones de los funcionarios. Tanto las realidades geográficas como los desafíos ideológicos de los agresores potenciales constituyen ejemplos obvios de las variables sistémicas que pueden determinar las decisiones y los actos de los funcionarios que tienen la política exterior a su cargo (Rosenau, 1994: 208).

Tomar en consideración los factores sistémicos es relevante porque las tensiones del orden internacional son gravitantes para los países en general y para la Argentina en particular. Una respuesta rápida nos muestra que Argentina se encuentra inserta en ese orden internacional, que forma parte de la arquitectura institucional de ese orden y, en definitiva, que en un mundo hiperconectado las tendencias globales afectan las dinámicas regionales y las características de la PE de los Estados que implementan ajustes para satisfacer sus necesidades e intereses en sus vínculos con sus pares en el sistema internacional (Lorenzini y Pereyra Doval, 2020: 36).

En suma, tanto los factores externos como los domésticos constriñen y habilitan, afectan y moldean en diversos grados e intensidades la PE de los Estados en general y de Argentina en particular.

Asimismo, los climas de época -tanto políticos, económicos, comerciales y en materia de seguridad- inciden sobre las configuraciones de las prioridades de la agenda internacional, regional y de política exterior presentando oportunidades y desafíos para la inserción externa de todos los actores internacionales (Lorenzini, 2022: 18).

En consonancia con lo dicho en la introducción, tanto las tendencias globales como los factores domésticos permiten identificar las opciones de inserción externa que los Estados tienen disponibles en tiempos y espacios históricos específicos.

En función de lo expuesto, subrayamos las dificultades que tienen los gobiernos de países como Argentina para sostener políticas exteriores ultraestables. Sin embargo, tal como se mencionó, es posible identificar un conjunto de principios ordenadores y de temas de agenda externa que se sostienen en el tiempo, los cuales pueden ser considerados como ejes estructurantes de la PEA.

Integración regional como eje estructurante de la PEA desde la redemocratización

En este punto, queremos destacar que, entre los ejes estructurantes a los que hicimos referencia, la integración regional constituye un tema de agenda infaltable a partir de la vuelta a la democracia, que se sostiene a lo largo del tiempo. Esta política permaneció, independientemente de los cambios en los factores domésticos y sistémicos, así como de los vaivenes a los que estuvieron sujetas las dinámicas propias de los procesos de integración latinoamericanos.

Si apelamos a la “memoria integracionista”, Argentina participó desde la primera experiencia regional, conocida como Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), en 1960, la cual fue sucedida por la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI) a través de la firma del Tratado de Montevideo en 1980. A mediados de aquella década y una vez que se dio la convergencia democrática en Argentina y Brasil, se sentaron las bases para construir un ambicioso proyecto de integración regional en el Cono Sur de América Latina, el Mercado Común del Sur (MERCOSUR). En ese contexto, confluyeron factores domésticos y sistémicos que influyeron en la perspectiva gubernamental de los líderes políticos que promovieron el acercamiento entre los países latinoamericanos. Entre ellos, sobresalen la crisis de la deuda, la crisis centroamericana, la agudización del conflicto Este-Oeste, los desafíos propios de la redemocratización y la necesidad de reorganizar la dimensión económica y comercial, así como también la búsqueda de una cooperación sostenida que permitiera erradicar las históricas hipótesis de conflicto en el contexto contiguo.

En 1985 tuvo lugar el simbólico abrazo Alfonsín-Sarney. Uno de los resultados de ese encuentro presidencial fue la firma de la Declaración de Iguazú, que constituyó el primer paso para modificar sustancialmente y de manera permanente el patrón de la vinculación bilateral. En la Declaración mencionada, los presidentes coincidieron en reconocer las amplias dificultades económicas por las que atravesaba la región en general y sus respectivos países en particular. Asimismo, se evidenciaba la necesidad de reforzar la cooperación latinoamericana para afrontar este tipo de problemas de forma conjunta y aumentar el poder de negociación de la región.

El siguiente paso en la pavimentación del camino integracionista fue el Acta para la Integración Argentino-Brasileña, donde se estableció el Programa de Integración y Cooperación Económica (PICE), y el 10 de diciembre se firmó el Acta de Amistad Argentino-Brasileña. Finalmente, esta etapa se completaría con el Tratado de Integración, Cooperación y Desarrollo de 1988, ratificado por ambos Congresos en 1989. En este último, ambos países se comprometieron a la integración comercial a través de la eliminación de barreras arancelarias y la armonización de políticas, en un máximo de diez años. Como plantean Anguita y Cecchini, “Alfonsín consideraba que se estaban formando en el mundo grandes bloques económico-políticos. (…) En ese contexto, tenía la hipótesis de que solamente la formación de un bloque económico y político en la región podría potenciar a América del Sur” (30/03/2021).

El proceso de acercamiento continuó durante las administraciones de Menem en los años noventa y, en marzo de 1991, Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay firmaron el Tratado de Asunción que dio origen al MERCOSUR. Entre los factores domésticos que favorecieron el surgimiento del bloque, se resalta la necesidad de normalizar el funcionamiento de la economía, de alcanzar la estabilidad monetaria después de situaciones de hiperinflación, de aumentar y diversificar las exportaciones, de aumentar la competitividad a través de políticas de liberalización y desregulación económica. Estos factores se combinaron a nivel sistémico con la finalización de la Guerra Fría, en un clima de optimismo anclado en las expectativas del binomio democracia-economía de mercado, revitalización del multilateralismo y reactivación del regionalismo en otras latitudes.

Durante esta década, la integración económica avanzó a través de la firma de una multiplicidad de protocolos adicionales al Tratado de Asunción. Desde nuestra perspectiva, sobresalen el Protocolo de Ouro Preto y el Protocolo de Ushuaia, en tanto traslucen el clima de época imperante, los principales objetivos de la agenda externa argentina y los tempos en la evolución del proceso de integración. Los rasgos que caracterizan esta etapa son el énfasis comercial y la preservación del régimen político democrático.

Con el Protocolo de Ouro Preto, Argentina y sus socios intentarían conseguir la tan mentada estabilidad macroeconómica, mediante el aumento de la competitividad del bloque y el establecimiento del cronograma de convergencia hacia el Arancel Externo Común para regular las relaciones comerciales con terceros Estados cuando la Unión Aduanera entrase en vigor. Por su parte, el Protocolo de Ushuaia representaría la importancia del proceso de redemocratización de la región, al establecer mecanismos de fortalecimiento democrático -en consonancia con la agenda internacional y regional más amplia (OEA, Cumbre de las Américas)- y al ayudar a estos países a sellar la paz ganada en las fronteras con una tradición de conflicto, con la creación de una Zona de Paz y Cooperación entre los Estados Parte y Asociados del MERCOSUR.

Hacia finales de la década, el clima se enrareció a causa de las crisis que experimentaron los socios del bloque. Este proceso comenzó con la megadevaluación brasileña en diciembre de 1999 y continuó sin escalas con la multidimensional crisis de Argentina en diciembre de 2001. La sucesión de crisis financieras internacionales fueron los factores sistémicos más importantes. A pesar de ello, la incidencia de los factores domésticos fue determinante durante este período, lo que implicó que el bloque atravesara por un período de estancamiento. No obstante, los discursos de los policy makers argentinos enfatizaban que la integración regional en el MERCOSUR era un eje prioritario y excluyente de la inserción internacional.

El estancamiento se visualizó en la desaceleración del intercambio comercial y en el aumento de la incertidumbre acerca de las posibilidades de supervivencia del MERCOSUR después de la doble crisis a la que hicimos mención. Esta fase duró aproximadamente cuatro años y, a partir de 2003, se volvió a pensar en reformular y ampliar la agenda de integración.

Así, la reactivación del MERCOSUR sería posible por la confluencia de factores domésticos y sistémicos favorables al relanzamiento del bloque. Algunos de los factores sistémicos más relevantes fueron el aumento del precio de los commodities asociados al incremento de la demanda de China, la llamada no polaridad, la no política de Estados Unidos hacia zonas que no eran de su incumbencia geopolítica inmediata, el aumento del multilateralismo y la difusión del poder (Haass, 2008). Entre los factores domésticos, cabe mencionar la convergencia sobre los criterios ordenadores de las políticas externas entre los mandatarios de Argentina y Brasil, quienes coincidían ideológicamente, y la convergencia de cosmovisiones optimistas acerca del potencial que la asociación y la cooperación entre pares podría tener sobre el conjunto de la economía y la sociedad. Simultáneamente, surgieron nuevos mecanismos de concertación política bajo las premisas del regionalismo posliberal. A modo de ejemplo, podemos mencionar los casos de la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR), la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) (Lorenzini y Pereyra Doval, 2020). La estrategia de inserción internacional consistía en mantener el discurso crítico hacia Estados Unidos y en una mayor apertura hacia países emergentes de alto perfil, como China. Así, tanto en el plano comercial como en el de inversiones, proyectos de infraestructura, energéticos y swaps, China se convertiría, progresivamente, en el nuevo Estado de referencia. La agenda de integración regional en estos años pasaría por las cuestiones políticas y sociales, como lo ilustra la decisión del bloque de incorporar a Venezuela como miembro pleno en 2006, aunque su ingreso se hizo efectivo en 2012.

El inicio de un nuevo ciclo político regional a partir de 2015 marcó un punto de inflexión en los regionalismos sudamericanos en general y en el proceso de integración del MERCOSUR en particular. En esta ocasión, la convergencia se dio en torno a la necesidad de revitalizar la dimensión comercial, flexibilizar el MERCOSUR para abrir la puerta a relaciones con otros esquemas de integración, como la Alianza del Pacífico, y la salida de aquellos esquemas regionales considerados excesivamente politizados. Entre los factores externos sobresalen, precisamente, el cambio de ciclo político en la región, la victoria del Brexit y el triunfo de Donald Trump (ambos hechos ocurrieron en 2016), que implicaron un cuestionamiento al sistema multilateral vis-à-vis el ascenso comercial de China. Esto se vio reflejado en el cuestionamiento de la Unión Europea, la retirada de Estados Unidos de diversos tratados internacionales -entre ellos el Acuerdo Transpacífico-, la intensificación de tendencias proteccionistas y la retirada masiva de mecanismos regionales de concertación sudamericana, como UNASUR. Los factores domésticos más importantes fueron la necesidad del gobierno de Macri de lidiar con una compleja situación económica asociada al enfriamiento de la economía, el crecimiento de la inflación y la reversión de las regulaciones que afectaban el dinamismo de los flujos de comercio exterior -control de cambios y de precios, esquemas de subsidios, una demanda de múltiples actores en la Organización Mundial del Comercio por la suspensión de las licencias automáticas de importación- y la necesidad de hallar una salida al litigio con los hold out, sumado a la escasez de reservas y de acceso al crédito. En ese cuadro de situación, el gobierno de Macri tuvo una visión de “abrirse al mundo” cuando el mundo se cerraba; imaginó una relación más estrecha con los socios tradicionales -Estados Unidos y la Unión Europea- que no logró concretarse de manera completa y donde la cautela inicial con China acabó por convertirse en un acercamiento necesario.

Del análisis de los factores sistémicos y domésticos se desprende que las políticas aperturistas proyectadas por los nuevos líderes del MERCOSUR se toparon con un ambiente internacional menos permisivo, debido a la tendencia a la creación de espacios económicos más restrictivos y el retorno de la bilateralización de las negociaciones comerciales. La convergencia en las visiones de Macri, Temer (y más tarde Bolsonaro) y Lacalle Pou se asentaba en una crítica a la pérdida de eficacia del MERCOSUR no solo en términos de los objetivos del proceso de integración sino también como herramienta de vinculación con los mercados globales.

En este contexto, un hito relevante fue la firma del Acuerdo de Asociación MERCOSUR-Unión Europea en junio de 2019. Este acontecimiento puede ser entendido como un punto de llegada a un complejo proceso de negociación que se inició en 1995 y que atravesó largos períodos de stand by. Los gobiernos de esa época interpretaron este acontecimiento como un triunfo político, en función de las dificultades internas y externas que tanto los gobiernos como el MERCOSUR atravesaban.

En suma, durante esta etapa, la convergencia en las cosmovisiones de los mandatarios del MERCOSUR se concentró en la recuperación del acento en las cuestiones comerciales por sobre la dimensión social del bloque. El inicio de un nuevo ciclo electoral en la región y sus resultados, así como el contexto sistémico por venir fueron disruptivos respecto del marco de convergencia preexistente.

En Argentina, el triunfo electoral de Alberto Fernández, así como un aumento de la polarización y la falta de acuerdos mínimos sobre el rumbo a seguir a nivel interno, colisionaron con un clima político internacional también conflictivo. Los factores sistémicos más importantes fueron el auge del nacionalismo y el ascenso al poder de fuerzas políticas de derecha (Bolsonaro es la mejor representación de esta tendencia en el marco del MERCOSUR); la creciente competencia estratégica entre China y Estados Unidos (una tensión que comprende la competencia económica, militar, tecnológica e ideológica, así como la disputa por ejercer influencias en distintas regiones entre las que se encuentra el Cono Sur) y la aparición repentina e inesperada de la pandemia de COVID-19. El gobierno argentino adoptó el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio, lo que acabó por ser una política de grandes restricciones que afectó el funcionamiento de una economía que no estaba en óptimas condiciones. En este sentido, indicadores como inflación, pobreza y contracción de la economía se deslizaron hacia una espiral ascendente. A ello se agregaron los disensos cada vez más mayores entre los líderes de la coalición de gobierno.

La combinación de los constreñimientos sistémicos y domésticos mencionados dificulta la tarea de identificar con precisión las características de la cosmovisión de la política externa de Alberto Fernández y los planes relativos al derrotero que la integración regional debería adoptar. Las diferencias principales entre los sectores intracoalición se expresan en puntos de vista contradictorios acerca del rumbo que la PE debería seguir, como en los casos del tipo de relacionamiento con Estados Unidos, la Unión Europea, China y Rusia; una posición inward-nationalist versus una posición outward-internationalist; la posición a adoptar con respecto a Venezuela, Nicaragua y El Salvador; un acercamiento/renegociación o alejamiento de los organismos multilaterales de crédito tradicionales -particularmente del FMI-, entre otras (Merke y Pereyra Doval, 2022). A esto se sumará, en el último año, qué posición adoptar con respecto al conflicto entre Rusia y Ucrania, si se toma en consideración que tiene implicancias no solo políticas sino también comerciales y económicas.

El regionalismo latinoamericano no estuvo exento de los avatares sistémicos y domésticos. Al respecto, la cooperación regional atravesó en estos últimos años una crisis profunda producto de la pandemia, pero también de la falta de mínimos comunes denominadores que dieran acuerdos como resultado. El choque ideológico de los países más grandes del bloque, la falta de interés y de voluntad por parte de Bolsonaro y, en menor medida, de Fernández para traccionar las instancias regionales impactaron sobre la falta de acuerdos acerca de la naturaleza y los objetivos del MERCOSUR en este nuevo contexto. Como se deduce de lo expuesto, el MERCOSUR transitó una nueva etapa plagada de diferencias de diversa índole. Tal vez, el único punto de acuerdo al que pudieron arribar sus líderes fue la reducción del Arancel Externo Común después de un arduo proceso de negociación.

La asunción de Inácio Lula da Silva en 2023 podría habilitar el retorno de Argentina y Brasil como ejes rectores del MERCOSUR, situación que entraña el potencial de reactivar el proceso con un renovado énfasis en la integración económica, social, cultural y en materia de infraestructura.

Reflexiones finales

El objetivo central que nos propusimos en este trabajo consistió en mostrar que, en el 40 aniversario de la recuperación de la democracia, la integración regional ha sido un eje estructurante de la PEA. Se trata de un período histórico extenso en el que cada gobierno se vio afectado por múltiples y diversos factores sistémicos y domésticos. No obstante, desde el mandato de Raúl Alfonsín hasta el de Alberto Fernández, la Argentina expresó un férreo compromiso con sus vecinos para sostener en el tiempo la iniciativa integracionista del MERCOSUR.

También, es importante subrayar que el compromiso con el MERCOSUR tuvo -y probablemente tendrá- distintas prioridades desde su creación hasta la actualidad. Para Alfonsín y Sarney, la integración argentino-brasileña estuvo pensada en clave predominantemente política. Los consensos y los acuerdos bilaterales fueron el resultado de una fuerte voluntad política para reemplazar de manera definitiva un patrón de conflicto por la cooperación. Esa cooperación ayudó a construir confianza entre las partes y operó como la base sobre la cual los gobiernos siguientes pudieron construir y ampliar la integración en el Cono Sur.

En la década de 1990, las administraciones de Menem y Collor de Mello-Cardoso centraron su atención y sus esfuerzos en los aspectos comerciales del MERCOSUR. Esa elección se fundamentó en la necesidad de resolver problemas económicos y comerciales de cada país, al emplear el MERCOSUR como un vehículo para alcanzar sus respectivos objetivos. La prioridad estuvo puesta en la ampliación de los mercados, de modo tal que potenciara las reformas económicas implementadas en lo doméstico. El énfasis en las cuestiones asociadas a la liberalización estuvo en clara sintonía con el clima de época imperante.

El binomio Kirchner-Da Silva recuperó el carácter político y los efectos sociales de la integración regional sin descuidar la dimensión comercial. Esa combinación de prioridades guardó relación con el surgimiento del regionalismo posliberal, las respectivas necesidades domésticas y se ajustó a los márgenes de maniobra disponibles en el contexto internacional del período.

En la segunda década del siglo XXI, el gobierno de Mauricio Macri expresó una cosmovisión diferenciada de sus sucesores en tanto tuvo un carácter más aperturista. En consonancia con ello, se buscó recuperar la importancia de la dimensión comercial. Al igual que en la década de 1990, el MERCOSUR era visualizado como una herramienta para gestionar, de manera más efectiva, las relaciones económicas internacionales de un gobierno con grandes necesidades en esa issue area.

Por último, la administración de Alberto Fernández se propuso, en sus meses iniciales, diseñar una PE más parecida a la de la etapa liderada por Néstor Kirchner. Ello implicaba recuperar el carácter latinoamericanista de la PE, lo que se vería plasmado en una agenda más política y social en el marco del MERCOSUR. Sin embargo, la confluencia de factores sistémicos inesperados, como la pandemia de COVID-19 y la invasión de Rusia a Ucrania, con las consecuencias en múltiples dimensiones que se derivaron de ambos, junto con el pésimo vínculo político con sus contrapartes en el MERCOSUR -Bolsonaro y Lacalle Pou- hicieron inviable la puesta en práctica de aquellas ideas. A ello se sumaron las grandes diferencias intracoalición en torno a las preferencias en materia de PE, que incluían el MERCOSUR. En ese marco, el MERCOSUR volvió a atravesar un período de crisis en el cual el único punto que lograron consensuar -a través de complejas y largas negociaciones- fue la reducción del Arancel Externo Común. Pese a ello, la integración regional se sostuvo como eje estructurante de la PEA. Habrá que esperar los resultados de la elección presidencial de octubre en Argentina para poder reflexionar sobre el lugar y la prioridad que el próximo gobierno le asigne a la integración regional y al MERCOSUR en su diseño de la PE.

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