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CELEHIS (Mar del Plata)

versión On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.39 Mar del Plata jun. 2020

 

Dossier

Devoradores de la historia

Devourers of history

Isabel Quintana1 

1 CONICET - Universidad de Buenos Aires -Instituto de Literatura Hispanoamericana

RESUMEN

En mi trabajo analizo la figura de la Revolución francesa a partir del Michelet de RolandBarthes y los films de Peter Greenaway. Veo las formas en que construyen una máquina lectora que se nutre de cuerpos, fluidos, escatología, libros y archivos. El tiempo revolucionario es de ruptura y de inauguración de algo diferente pero también es agónico en su devenir. Los cuerpos la viven como un estallido y la cultura se presenta como una continuidad ininterrumpida entre lo crudo y lo cocido.

PALABRAS CLAVE: Tiempo; Revolución Francesa; archivo; cuerpos; restos

ABSTRACT

In my work I analyze the figure of the French Revolution from Roland Barthes's Michelet and Peter Greenaway's films. I see the ways in which they build a reading machine that thrives on bodies, fluids, eschatology, books and archive. The revolutionary time is of rupture and inauguration of something different but it is also agonizing in its becoming. Bodies experience it as an explosion and culture is presented as an uninterrupted continuity between the raw and the cooked.

KEYWORDS: Time; French Revolution; archive; bodies; remains

Puesto que la Revolución realiza los tiempos, ¿qué puede ser exactamente el tiempo que sigue a la Revolución y que es precisamente aquel en el que vive Michelet? Nada, fuera de una poshistoria. El siglo XIX es muy molesto; ¿por qué sigue adelante, puesto que ya no tiene cabida en el combate de la libertad? Y sin embargo existe. Entonces, ¿qué es? Nada sino un sobreseimiento, un tiempo gracioso o terrible, pero es en todo caso un tiempo supernumerario […] Siendo la Revolución el advenimiento glorioso de lo Justo (entiéndase, del Reino de Dios), todo aquello que separa a la Revolución de la Ciudad futura es un tiempo incomprensible, es decir, retirado de la Historia, porque ya no participa en su significación.

Roland Barthes

Intento pensar el tiempo como resto o excedente a partir de la figura de la Revolución Francesa. El tiempo como lo que resta alcanzar y al mismo tiempo se percibe como acabado. Una temporalidad otra que irrumpe como un hecho singular. Un acontecimiento que no cesa en su dimensión espectral. Para ello recurro a la maquinaria de lectura que arman RolandBarthes y Peter Greenaway sobre la revolución. Una lectura loca que Barthes y Greenaway acometen desde su siglo, con las marcas de él, sus registros y configuraciones estéticas. Retomo preguntas de la crítica y la teoría que han sido ejes de debates en nuestro campo: ¿cómo se pensó en el siglo XX el Renacimiento, el Barroco, la Ilustración o el Romanticismo a partir de una mirada distanciada de la historiografía heredera del XIX y XX proponiendo nuevas formas de pensar una historia del arte? (Benjamin 1990, Didi-Huberman 2000, Warburg 2010). Barthes publica su Michelet en 1954, texto en el que se observa su gesto impetuoso y descomunal: leer la Historia de la Revolución Francesa (1898-1900) de Michelet.1 Estamos ante la presencia de un joven Barthes que toma formas residuales de los relatos del XIX a partir de sus preocupaciones u obsesiones que atravesarán su larga producción: la vinculación de los cuerpos en las tramas privadas y sociales del deseo, la configuración de un relato desde el nombre o la primera persona, la colección de imágenes y fotografías, el uso impetuoso del archivo, el universo intenso de proliferación sígnica.

Barthes señala desde el comienzo de su Michelet cómo en la prosa del historiador francés hay una escritura atravesada por el cuerpo: la enfermedad, las jaquecas que lo atormentan mientras escribe y que nos remite al cuerpo enfermo del propio Barthes, su estadía temprana en una institución aislado de los conflictos armados de su tiempo. Repara en esa escritura en que el cuerpo opera como máquina y, a la vez, sintomatiza el malestar de la historia articulándolo como corpus (cuerpo) de su trabajo. El primer capítulo titulado: “Michelet, el devorador de la historia” se inicia con el epígrafe: “Los hombres de letras siempre sufren y no por ello dejan de vivir” (1988: 23). En ese regodeo sobre el padecimiento se escribe para morir y renacer, aunque su trabajo se encuentre siempre amenazado por las agonías del cuerpo, avanza furiosamente porque la historia es su alimento y su pharmakon.

La enfermedad de Michelet es la jaqueca, esa mezcla de deslumbramiento y de náusea. Para él todo es jaqueca: el frío, la tormenta, la primavera, el viento, la Historia que cuenta. Ese hombre que ha dejado una obra enciclopédica compuesta por sesenta volúmenes se declara, ante quien quiera oírlo, deslumbrado, enfermo, débil y vacío (23).

Michelet acomete una obra imponente, rasgo de su siglo: el proyecto de la construcción de una obra total en la que el siglo XVIII se vuelve medular para pensar su propio siglo. A su vez, el director cinematográfico Peter Greenaway, quien parece ser un lector barthesiano o, al menos, así se comporta, crea su propia monumentalidad (cuestión que ha provocado el rechazo de cierta crítica) al tomar “una red organizada de obsesiones” -sintagma que Barthes lo aplica a su Michelet (9)- para la construcción de su estética fílmica. En esa red confluyen signos, humores, fluidos, comida, vestuario, cuerpos, enfermedades, escatología, enciclopedia, cuadros monumentales del barroco, alusiones a la pintura holandesa del siglo XVIII y una desbordante literatura alusiva, principalmente, a la Ilustración y a la Revolución Francesa. Sus films son una polifonía replicante, una obra de pretensiones desorbitantes en los que el espectador se encuentra interpelado a vislumbrar y desgranar la construcción de un imaginario sobre la cultura occidental que permanentemente se desfonda. Ese todo compuesto por las ideas que aglomeran cuerpos que padecen en una continuidad interrumpida solo por lo excepcional -la revolución- para que luego, nuevamente, todo vuelva a girar en torno a lo crudo y lo cocido. Esta idea de la circularidad no expresa, sin embargo, la mera repetición de lo mismo, sino una continuidad que se despliega por avances y retracciones.

Si el siglo XX, de acuerdo a lo planteado por Badiou 2005, fue el tiempo de lo intempestivo, de la conciencia y del voluntarismo de un cambio epocal radicalmente otro (era de las revoluciones en el continente latinoamericano y del surgimiento del hombre nuevo), ajeno a la idea de progreso del desarrollo histórico, la Revolución Francesa (1789) constituye para Michelet el comienzo pero también la culminación de la historia: ¿Cuál es el tiempo que sigue a la revolución?, pregunta Barthes en su lectura de Michelet. Antes que nada, Barthes es un lector que replica a Michelet como una prolífica máquina lectora que apela a los recursos literarios para darle cuerpo a la densa trama de la historia que nunca se presenta como verdad evidente; ella está hecha de la materialidad corporal de los sujetos que la padecen, la viven, la configuran y le dan muerte. Tras esa interrogación sobre el porvenir de la revuelta Barthes realiza el gesto desmesurado (como el que realiza el propio Michelet) de una lectura que va creando su texto incorporando materiales diferentes. Barthes recibe la Historia de Michelet desmenuzando su entramado heterodoxo que huía de la historiografía positivista y se alimentaba de los ecos e imaginarios románticos en los que confluían también las ciencias naturales. Pero Barthes lee, a su vez, cómo se produce el estallido de la visión de una historia expandida cuyo punto de llegada era la revolución. Ante la avanzada napoleónica Michelet observa con escepticismo el fin de una época que se anunciaba como completamente otra: “Puesto que la Revolución realiza los tiempos, ¿qué puede ser exactamente el tiempo que sigue a la Revolución y que es precisamente aquel en el que vive Michelet” (72). En esa red de obsesiones que planteaba al comienzo de su libro, que es una propuesta metodológica, es decir: hacer un seguimiento de las obsesiones, reiteraciones, deslumbramientos y decepciones en la escritura micheletiana, la revolución de 1789 se destaca y marca esa escisión en el tiempo. Michelet habita de forma extrañada el siglo XIX, la revolución de 1848 pasa a su lado mientras sigue en su gabinete obsesionado por los otros siglos y el advenimiento del estallido revolucionario de fines del siglo XVIII. Observa en esa revolución la realización de un ideario de la justicia que en otros siglos era solo una promesa, acontece en su versión laica, usurpando al cristianismo. Llega y arrasa los siglos para realizar lo que la religión prometía en una dimensión no histórica: “La revolución tiene su papa y es micheletiana” (70). Pero esa fuerza arrasadora que provoca una ruptura e inicia una nueva era termina autoaniquilándose y luego continúa en una fase agonal porque es resistente a su terminación. Michelet observa al mundo “terminado pero no realizado” (70).

Cuando se ingresa a la lectura de la voluminosa obra de La historia de la revolución francesa sin la mediación barthesiana uno se enfrenta a un acopio de imágenes proliferantes e icónicas, en especial la toma de la Bastilla por esa insubordinada acción del pueblo -así se refiere Michelet a las multitudes. Es decir, uno se encuentra frente a ese material heterogéneo de archivos, imágenes y relato omnisciente al estilo de la novela decimonónica -tan cara al historiador. La cuestión es que esa materia estaba allí para que un lector troglodita y sensible como Barthes pudiera crear un texto escribible. La operación que realiza Barthes sobre Michelet hace que se acerquen el uno al otro dando lugar a una misma figura: un Michelet/Barthes. Michelet, en palabras de Barthes, es el devorador de la historia, el desmesurado, el que hace ingresar todos los siglos y realiza una obra gigantesca, Historia de Francia (1893) que escribe durante treinta años. Barthes lo llama entonces “el devorador” emulando, a su vez, a su ídolo. Barthes da cuenta de la complejidad de una subjetividad, una singularidad múltiple, un escritor compuesto de poses, rostros, saberes y posicionamientos atados a una práctica de los usos imaginarios del cuerpo. Los subtítulos advierten de la propia empresa desmesurada de Barthes respecto de su objeto de seducción, Michelet, el hombre sumergido en el tiempo de la historia que bucea probando ritmos, acrobacias, antropofagias, traspasado por las potencias y vértigos de los siglos: “Michelet, enfermo de la historia”; “Michelet, andarín”; “Michelet, nadador”; “Michelet, predator”.

El libro de Barthes reúne un repertorio de operaciones que nos remiten a la escritura derridadeana, otro pensador del archivo y sus restos, un baqueano de las totalidades fragmentadas (Derrida 1972, 1977, 1984, 2015). El Michelet se inicia con un juego de epígrafes, esos injertos que detienen, desvían, inscriben y (des)enmarcan un texto, una escritura collage que se arma de esas intervenciones, fragmentos y también de imágenes. Se abre el texto con una cita de Michelet: “Soy un hombre completo por tener los dos sexos de espíritu” (7). Una completitud platónica, una completitud orgánica, completitud de oposiciones que lo definen como un historiador heterodoxo cuya primera formación fueron las Letras y que se autopercibe afirmativamente en esa ambigüedad, una completitud heterogénea.

Tras ese epígrafe inicial Barthes expone en qué consiste su proyecto: no se trata de encontrar la “unidad”, ni dar cuenta de la “biografía”, tampoco de la “historia” sino de revelar “todos los rostros de Michelet” (33). En ese sintagma maravilloso condensa su empresa: ir tras la búsqueda de la “red organizada de obsesiones” que producen una manera singular de dar cuenta de la historia. El libro tiene las dimensiones del Libro de los Pasajes (Benjamin 2005), un collage de imágenes, retratos, dibujos, de citas y fragmentos de los diversos textos de Michelet. El retrato ocupa un lugar central articulando un álbum de familia en el que se imponen rostros y cuerpos, y especialmente rostros del historiador; en uno de ellos, “Michelet por Couture” (33), el historiador aparece en su mundo abigarrado de libros, que proliferan, descansan en los anaqueles, se apilan en el escritorio y yacen desordenados en el suelo. Una imagen que da cuenta de la figura desbordante de Michelet y de sus excesos -excesos de libros y lecturas que lo conforman como también lo aniquilan. Si la historia se devora a sí misma, el escritor también lo hace con su propia escritura; es un depredador, señala Barthes, una raza de escritores de la que forma parte junto a Pascal y Rimbaud. Por eso escribir es un acto antropofágico. Michelet se declara contra los escritores de metros y cláusulas: “La frase de Chauteaubriand siempre termina en decorado, se la escucha deslizarse y luego terminar; la de Michelet se traga y se destruye. […] Ese suicidio es intencional” (33-34).

Barthes reconoce en Michelet su lucha contra la planicie de los significados; él es, a su vez, un devorador de signos:

La obsesión barthesiana es librar una lucha antisígnica, una lucha contra los signos, o, más excluyentemente fuera de los signos, ir más allá de la comunicación -contracomunicacional, cacofonía- ir más allá de la escritura -una cacografía- tratar de aprehender lo inaprensible, buscar insistentemente esa pérdida de sentido, ese resto de nada. Y en la reticencia sígnica está la falta, lo que se produce en contra de los signos, el silencio es recuperado en otros sistemas de signos quizá más aleatorios, más asignificantes (la música) (Rosa 2006: 92-93).

Evidenciar los signos, exponer su funcionamiento al mostrar la arbitrariedad y su carácter sintomático. Podríamos decir que esa práctica se convierte en una consigna socioestética: leer todas las textualidades, deglutirlas y vomitarlas para que ingresen en una nueva circulación -igual que lo hace Greenaway en sus films. El siglo para Michelet, le hace decir Barthes, fue el XVIII y no el XIX (y no puedo dejar de pensar en lo que fue el siglo XX para Badiou). En realidad, es la revolución la que se le presenta como superación de los otros siglos y condensa el nuevo tiempo de la historia. Entonces, un nueva era comienza en 1789 y finaliza con golpe de estado del 18 Brumario de 1799 de la mano de Napoleón cuya culminación absoluta es su autocoronación como emperador en 1804. Y entonces lo que sigue ya no es materia de reflexión en Michelet (las sucesivas revoluciones y restauraciones); vive su tiempo de forma enajenada, se nutre de los residuos de lo que fue para él -y para muchos- el gran acontecimiento histórico, ese salto abismal que fue el pasaje del Antiguo al Nuevo Régimen. A partir de un uso particular de la perspectiva romántica, Michelet considera que allí se produjo el advenimiento de la Historia. La misma se produce para hacer presente la justicia y es puramente del orden de lo contingente. Es una sucesión de detenciones e impulsos, dice Barthes (67). Progresa no por causas sino por igualdades, avanza por transformaciones en lugar de evoluciones. La historia llega, se realiza, cumple el sueño de los pobres y luego culmina para en algún momento volver a comenzar. Y aquí es donde la trama se complejiza en esta circulación de los tiempos. Lo que sigue, dice Barthes, es la poshistoria. En este punto es obvio que estamos en la lectura que Barthes hace de Michelet y no en Michelet mismo. A lo que Barthes denomina la poshistoria, Michelet le asigna el carácter de final bajo la figura de Napoleón.

Si Michelet vive su siglo a distancia con cierto desacomodo, ¿qué ocurre con Barthes y su siglo? La distancia tomada por Michelet, Barthes la aplica a su propia contemporaneidad. Siendo y no siendo el más contemporáneo de los contemporáneos, como plantea Julio Premat 2018. Volviendo al propio acomodamiento/desacomodamiento de Michelet, el XIX, muy a lo Baudelaire, lo vive como el tiempo del hastío (en realidad es un no-tiempo, que se agrega al que se clausuró con la revolución, agrega Barthes) y acontece en una literatura que produce obras muertas. Pero Michelet repele de esa vivencia del spleen, su pasión (anti) sígnica insiste en una cierta vitalidad, aunque siempre amenazado por la enfermedad. En esa pose aparece la figura del logoteta, constructor de un universo que se nutre de la incipiente biología. Las páginas de Michelet se llenan de isomorfismos (el hombre guijarro, la mujer paloma, el agua pez, el hombre sapo en referencia a Danton) que proliferan, a su vez, en el texto de Barthes: un texto en el interior del otro, ni paratexto, ni intertexto, una práctica de injertos que desenmarca y enmarca al texto con el que nos confrontamos. Y Barthes sigue el juego de la deriva romántica en la que emergen las ambigüedades sistémicas, los órdenes desbordan, las taxonomías iluministas se exceden en clasificaciones locas. Alineado con el transformismo de Lamarck y un evolucionismo incipiente,2 el universo acontece sin cesar, se expande y crece como un organismo animal. Barthes se sumerge en esa trama micheletiana que se despliega en formas que se funden eliminando diferencias entre los seres y los objetos, entre los reinos de la naturaleza y el de las ideas (40-41). Festeja los estados intermedios, zonas ambiguas, devenir planta, animal pez, mamífero, cisne, mujer (41). Las ciencias naturales del siglo XVIII sirven como modelo para pensar la historia.

Todo ofrece a Michelet el movimiento benéfico de un universo desplegado. La Naturaleza ya no tiene catálogo, como entre los Enciclopedistas, es capa […]

Incluso aquí, las que responden son también las ciencias naturales. La Historia desarrolla una tenore como una planta o una especie, y su movimiento es menos sucesión que orden. ¿Hay hechos históricos propiamente dichos? No; antes bien, la historia es una continuidad de identidades, así como la planta o la especie son la duración de un mismo tejido (43).

En ese tejido en el que Michelet busca encontrar un sentido se juega la vida del historiador. Traspasada por ella, hecho de ella y de su muerte. Porque la imagen que continúa a esta búsqueda es la de la ruina, la finitud, la podredumbre. El hombre de Michelet, dice Barthes, es perecedero.

En este isomorfismo que persigue clasificaciones imposibles se encuentra también la estética fílmica de Greenaway que se nutre, entre otras, de la alegoría barroca amenazada siempre por su desplazamiento de sentido. La idea de resto que busca subsanar la distancia entre lo humano y lo infinito (Barroco) o lo finito y lo finito (Ilustración/Romanticismo) se expresa en los desechos, galerías de animales vivos y muertos, alimentos al borde de la putrefacción, fluidos, sobras, monstruosidades. Pienso aquí en “La ronda nocturna” (1642), cuadro de Rembrandt que constituye el motivo del film homónimo de Greenaway (2007), y en el que se despliega esta continuidad de lo orgánico. Todo está en un mismo nivel en la tela del holandés y en la fotografía del director inglés: cama, comedor, cocina y en esa espacialidad circular conviven personas, animales, alimentos, restos de carne. En Greenaway ese entramado es una continuidad constitutiva que va de escenarios cargados de elementos que se acumulan y proliferan sin jerarquía, a los libros, enciclopedias, diccionarios. En su cine las ordenaciones son infinitas pero se derraman continuamente. Sus montajes están hechos de exceso barroco y geometría clásica, como en “Los libros de Próspero” (1991). La superposición de tramas, citas pictóricas, literarias y musicales se despliegan para conformar wagnerianamente una obra total que está amenazada y sostenida intermitentemente -“Los libros de Próspero” es tal vez más ambicioso en ese sentido. Los cuerpos que protagonizan las películas de Greenaway se desplazan a través de escenarios giratorios; en el film “El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante” (1989) parece alimentarse del Michelet de Barthes: cuerpos, fluidos, alimentos, desechos y libros no dejan de circular de modo incesante. Los personajes se alimentan, leen, se apasionan, se desbordan, son violentos o violentados, no cesan de acontecer en subjetividades voluptuosas.

Volver a la lectura del Michelet me permite repensar en la figura del devorador devorado: una potencia que alimenta un imaginario de la cultura y la historia occidental (en la que incluyo otras prácticas del margen: antropofagia, canibalismo del modernismo brasileño pero también El entenado de Saer 1983). Michelet devora la Historia pero finalmente ella lo devora a él. Y allí entonces es donde se inscribe la lectura del cine de Greenaway y, en especial, del film “El cocinero, el ladrón, su esposa y el amante”. Animalidad, comida, lujuria, violencia y literatura en un medio líquido y escatológico es el eje que sostiene el film y remite a Barthes. Desde el inicio se plantea esa contigüidad a partir de los restos de carne cruda que comen los perros y la llegada de los camiones refrigerantes que transportan la carne que será consumida a la entrada del restaurante (espacio central en el que suceden los hechos). Esta escena se conecta con otra red que he trabajado: la serie de los mataderos.3

Todo es una puesta en escena del artificio escénico: en el momento en que los personajes ingresan al salón se abre un telón rojo e inmediatamente se desplazan en el escenario de lo crudo (en la gran cocina se trabaja tenazmente en la cocción de alimentos) con sobrecargados toques circenses. Pero posterior al ingreso, en las afueras del restaurante la escena central la ocupan los camiones con las puertas abiertas en cuyo interior el color amarillo verdoso tiñe los restos de los animales muertos. La imagen confluye con lo que constituye el primer foco de violencia con el que se inaugura la trama: el ladrón junto a su banda tortura a una víctima ensuciándolo con el excremento de los perros que ladran alrededor. La humillación final la realiza Albert Spica (Michael Gambon), el ladrón excéntrico, cuando lo orina en su boca. Esta escena es la apertura a una historia gansteril estilizada con elementos que vienen de la alta cultura en tensión permanente: entre el exceso barroco y la racionalidad geométrica. La idea de circularidad y de repetición diferida, otro ingrediente fundamental de la composición, se establece a través de los escenarios circulatorios a través de travellings laterales y la música minimalista compuesta por Michael Nyman que marcan un tono característico en los films de Greenaway. El montaje se basa en la acumulación de objetos, cuerpos, imágenes, olores. Se ingresa en ese exceso a través de la carne y sus restos, la película se echa a andar en su circularidad y continuidad espacial entre el exterior y el interior mostrando el artificio de esa composición. El mismo cuerpo del hombre torturado que huye nos hace ingresar a la cocina, a ese espacio definido en tonos verdes. Es decir, entramos a través de la cocina al restaurante del que es dueño Spica llamado “La Holandesa” -título que remite a los pintores holandeses del siglo XVII.

Greenaway trabaja sobre la tradición cinematográfica gansteril en el que los mafiosos dueños de estos lugares los habilitan como ámbito de sociabilidad y refugio, una suerte de limbo legal en el que no ingresa la ley. El trayecto, la circulación marcan el ritmo del film que no cesa de acontecer, asistimos a ese despliegue que se reinicia o continúa ininterrumpidamente: de la cocina al comedor, de allí a los sanitarios, de los sanitarios a las despensas de alimentos, y luego nuevamente al comedor. Los personajes recorren y habitan esos espacios a partir de la ingesta de alimentos, la violencia física y verbal, el sexo en el ámbito purificado de los baños (el color blanco es el que tiñe ese espacio) y el sexo en el ámbito verde de la cocina entre quesos, fiambres, carnes refrigeradas y condimentos. La cocina es un gran espacio en el que conviven diversos tiempos según la indumentaria de los personajes (Renacimiento, Edad Media, Nuevo Régimen, contemporaneidad), un anacronismo que coloca en el mismo plano épocas, pasiones y furias en la que se despliega incesante la voz potente y desgarrada del niño cantando su ópera; él también será violentado por Spica.

Pero indudablemente el comedor, definido por el rojo, es uno de los espacios más emblemáticos porque es la mostración exacerbada de la puesta en abismo barroca. La mesa principal en la que se sientan Spica, sus secuaces y su esposa Georgina (Helen Mirren) alude a “La última cena” (Leonardo da Vinci, 1495) pero, a su vez, duplica al cuadro de grandes dimensiones que yace detrás de ellos, “El banquete de los arcabuceros de San Jorge de Haarlem” (1616) de FransHals. Es decir, conforman un tableu vivant, una representación con actores que constituye además la base de esa pintura (y de otras preferidas por Greenaway como “La ronda de noche” de Rembrandt); los ladrones visten anacrónicamente como esos arcabuceros superponiendo los tiempos. Porque Spica insiste en adquirir un refinamiento especialmente culinario y para ello somete a su banda, esposa y sirvientes confiando en el gusto del chef francés (Richard Borst) que lo desprecia abiertamente.

El artificio es la base de esta estética pero también la del mundo en tanto representación, una representación siempre desbordada. Las imágenes nunca llegan directamente, siempre están mediadas por otras que nos llevan a leerlas de forma desviada. La cultura es ese entramado de alusiones continuas e inciertas. Nos llega en su desmesura a través de sus restos, lo que queda y perdura, lo que sobra y vuelve a ingresar, lo que queda como huella, lo que retorna en su carácter inauténtico -Greenaway insiste en ello, así aparece en “Zoo” (1986) a través de la falsificación de las pinturas de Johannes Vermeer. La imagen de los bodegones en la pintura holandesa del siglo XVII en “El cocinero” se replica en el restaurante, instante detenido en la tela pero que expresa su estallido, su distorsión en la imagen espejada y deformada de los ladrones que son los farsantes de esta historia.

Lo descomunal nunca llega a ser desorden, hay al mismo tiempo una rigurosa trama de estructuras que se sostienen e iluminan los planos o semiplanos, las tomas trabajadas desde cámaras en movimiento. Razón y desborde confluyen en eso que Barthes denominaba la inestabilidad de la materia. Definitivamente barthesiano es Greenaway en la configuración del personaje del amante, Michel (Alan Howard) -y aquí es inevitable no pensar en el juego de los nombres: Michel/Michelet-, el ilustrado, el lector incansable, el librero, el coleccionista, el bibliotecario, el archivero, el que une lectura y goce, el que sostiene un imaginario de la historia francesa: otro devorador. Michel introduce un elemento disruptivo, los libros, que enamoran a Georgina y hace enloquecer a Albert. Ingresa en la trama circular pero finalmente se escapa con su amante al depósito de libros, lugar en el que trabaja y vive. Ese aparente espacio del afuera pronto ingresará en la contigüidad de los otros cuando el ladrón irrumpa para matarlo. Mientras sus forajidos torturan al amante, el ladrón obliga a su subalterno a introducirle en la boca las páginas de un libro. Ese libro es La historia de la Revolución francesa de Pascal AstrullLatelle -¿un libro apócrifo?-. Greenaway, en su sofisticada puesta cargada de ornamentación y sedimentación de la cultura europea a la que no renuncia ni por un momento aparece como un lector de Barthes que lee por desplazamientos; esta Historia de la revolución forma parte de la trama porque Michael (nombre que no puede dejar de remitirme a Michelet) es amante y devorador de libros. Pero además lo que lee incesantemente (los libros se agrupan en su mesa cuando cena) es la Historia de la Revolución francesa. El asesino descubre la infidelidad de su mujer al mismo tiempo que descubre ese libro en el bolso de ella. Enloquece por esa lectura que une a los amantes y tortura a Michael junto a su pandilla en el depósito de libros en el que tienen sus encuentros amorosos (hay un anaquel plagado de libros rotulado “Historia de la Revolución francesa”). Michael muere con los desechos del libro de la revolución en su boca, sangra, tiene convulsiones, se ahoga y es motivo de un goce sadeano por parte de los ladrones que son finalmente los ladrones de la historia y de la revolución. El film concluye cuando Spica es obligado por su esposa a devorar el cuerpo del amante cocinado con complicidad del cocinero. “Caníbal” es la condena que ella emite cuando el ladrón mastica el pene de Michael y luego ella lo mata.

El cuerpo como ingreso a la historia en el Michelet de Barthes, propone Yelin 2008, es el cuerpo como irrupción del ultraje a la historia (la revolución) en el caso de Greenaway. Esa forma de una escritura que escandaliza todavía hoy, subraya Yelin respecto de Barthes y sus versiones de Michelet, construye “la fundación de una etnología de Francia” (s/n). Esa fundación nos ha llevado a pensar el cine de Greenaway como la construcción de una etnología europea. En la red de obsesiones de Michelet/Barthes/Greenaway la insistencia de acercarse a la Historia en sus diversas temporalidades desplegadas y coexistentes desde (y nuevamente siguiendo a Barthes) la carnalidad de los cuerpos, las prácticas alimenticias, el sistema de la moda, la conjunción de los sexos (Barthes 1994: 256). Todo ello en una tensión permanente o, mejor dicho, en una extensión que coloca en una relación de contigüidad pulsiones arcaicas y refinamiento cultural. Lo crudo y lo cocido emergen, coexisten, perviven en este bestiario de la cultura que sigue incesante configurando su teratología (otro tema de Michelet).

*Isabel Alicia Quintana obtuvo su Licenciatura en Letras en la Universidad de Buenos Aires. Realizó su doctorado en la Universidad de California en Berkeley y desarrolló estudios posdoctorales en la Universidad Autónoma de México. En la actualidad se desempeña como Profesora Adjunta regular en la Cátedra de Teoría Literaria de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y es Investigadora Independiente del CONICET. Es autora del libro Figuras de la experiencia en el fin de siglo: Cristina Peri Rossi, Ricardo Piglia, Juan José Saer y Silviano Santiago. Es autora de numerosos artículos y participó en varios libros colectivos tales como: Literatura argentina siglo XX (2010), Diccionario de Estudios Culturales (2009), Pobreza y precariedad en el imaginario latinoamericano del siglo XXI (2016), Pa(i)sajes urbanos de Latinoamérica (2016). Más allá del mapa. Imaginarios del espacio abierto en América Latina contemporánea (2019). En la actualidad dirige el proyecto UBACyT “La vida y sus restos en la literatura y otras derivas estéticas”, e integra el grupo internacional “Restos, excedentes, desperdicios: gestiones literarias y estéticas de lo superfluo” (UBA, LeadingHousefortheLatin American Region, Centro Latinoamericano Suizo de la Universidad de San Gallen).

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Yelin, Julieta (2008). “Crítica e historiografía. Sobre la persistencia de Jules Michelet en la obra de Roland Barthes”. La siega. Literatura, arte, cultura (Barcelona), 9.12, Consulta en línea: www.lasiega.org›title=Crítica_e_historiografía._Sobre_la_persistencia_de_Jules_Michelet (20 de febrero). [ Links ]

Films citados escritos y dirigidos por Peter Greenaway: “El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (1989, 123 min). “Los libros de Próspero”, adaptación de “La Tempestad” de Shakespeare (1991, 129 min). “La ronda de noche” (2007, 134 min). “Zoo” (1986, 155 min). [ Links ]

1 Jules Michelet nació en París el 21 de agosto de 1798, tres años después de que la instauración del Directorio pusiera fin oficialmente al período revolucionario y un año antes del golpe de Estado de Napoleón el 18 de Brumario (9 de noviembre) de 1799. De modo que no fue un testigo directo de los hechos que relata en su libro sobre la Revolución Francesa. Las primeras ediciones de la Histoire de la Révolutionfrançaisese publican en siete volúmenes entre 1847 y 1853: Tomo I, 1847; Tomo II [1789-1791], 1847; Tomo III [1790-1791], 1849; Tomo IV [1792], 1850; Tomo V [1792-1793], 1851; Tomos VI y VII [1793-1794], 1853.

2En Filosofía zoológica (1809) Jean-Baptiste Lamarck plantea que la vida evolucionaba por tanteos y sucesivamente, que el cambio de clima, hábitos, contexto produce transformaciones en las especies.

3Desde Esteban Echeverría con “El matadero” (1838), a los mataderos diseñados por el arquitecto Francisco Salamone durante el período 1936-1940, a las prácticas mataderilesque se ejecutan en la novela de Selva Almada Chicas muertas (2014) y en la de Gabriela Cabezón Cámara, Beya (2013) (Quintana 2019).

Recibido: 21 de Febrero de 2020; Aprobado: 21 de Abril de 2020

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