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CELEHIS (Mar del Plata)

versión On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.39 Mar del Plata jun. 2020

 

Dossier

Literatura, Estado y crítica literaria: un debate

Literature, State and Literary Criticism: a discussion

Marcelo Topuzian1 

1 CONICET - FFyL, UBA; MELL, UNTREF

RESUMEN

El trabajo, enmarcado en un proyecto de investigación a propósito de las relaciones entre literatura y Estado, se detiene en algunas maneras en que ese vínculo se elaboró en la crítica argentina. El punto de partida son las críticas de David Lloyd y Paul Thomas (1998) al paradigma interpretativo de Culture and Society (1958) de Raymond Williams. Esto permitirá elaborar un modelo de las posiciones teóricas en discusión dentro de los estudios literarios argentinos alrededor del cambio de siglo y explorar sus posibles líneas contemporáneas de descendencia. Al mismo tiempo, este modelo dará lugar a propuestas metodológicas para la práctica actual de la investigación literaria. La hipótesis central apunta a situar estos posicionamientos en los debates a propósito del campo teórico, metodológico y disciplinar de los estudios culturales, aunque no se tradujeran, en su momento, en una adscripción de dependencia clara respecto del mismo en todos los casos. Los planteos revisados anticipan algunos debates críticos y políticos posteriores, que sin embargo no tuvieron un efecto claro en la discusión sobre las concepciones de la investigación literaria que fue efectivamente contemporánea a ellos. Se trata, en síntesis, de una propuesta crítica a propósito de los estudios literarios contemporáneos en Argentina.

PALABRAS CLAVE: Estado; literatura; crítica; estudios culturales; método.

ABSTRACT

The paper, framed in a research project on the relationship between literature and the State, reviews the ways in which this link was elaborated in literary criticism in Argentina. The starting point is the criticism made by David Lloyd and Paul Thomas (1998) to the interpretive paradigm of Raymond Williams’ Culture and Society (1958). This will allow to elaborate a model of the theoretical positions in discussion within Argentine literary studies around the turn of the century and to explore their possible contemporary lines of descent. At the same time, this model will lead to methodological proposals for the current practice of literary research. The central hypothesis aims to situate these positions in the debates about the theoretical, methodological and disciplinary field of cultural studies, although they were not translated, at the time, into a clear dependence on it in all cases. The propositions reviewed anticipate some subsequent critical and political debates, which, however, did not have a clear effect on the discussion about the conceptions of literary research that were effectively contemporary with them. It is, in synthesis, a critical proposal about contemporary literary studies in Argentina.

KEYWORDS: State; literature; criticism; cultural studies; method

El mejor homenaje para un intelectual es seguir discutiendo sus ideas. Por esto, para empezar, me atrevo a referirme brevemente a las críticas que David Lloyd y Paul Thomas formularon a este libro, y al programa de investigación y a la disciplina entera -los estudios culturales- a que dio luego lugar, en su trabajo de título alusivo -Culture and the State- publicado en el cuadragésimo aniversario del clásico de Williams. Según estos autores, es en el nivel de las teorías, prácticas e instituciones del Estado donde es pertinente pensar las condiciones de la cultura, y no en el de las de la sociedad. O, dicho con más precisión, cualquier perspectiva acerca de la cultura presupone la elaboración previa de una ecuación entre Estado y sociedad en la que el lugar de la X debería ocuparlo el primer término, y no el segundo. Por supuesto, no podría ser nuestro propósito aquí -ni el de Lloyd y Thomas- ofrecer una nueva teoría del Estado; pero sí destacar la importancia de no expulsarlo fuera del centro de nuestras preocupaciones como investigadores en Humanidades, especialmente cuando prestamos atención, como en lo que sigue, a la historia de nuestras propias prácticas.

La historia de la conformación de un conjunto de prácticas ligadas con el reconocimiento, el manejo, la gestión, el archivo y la trasmisión de fenómenos definidos específicamente como culturales -por ejemplo, los ligados a una literatura y una cultura nacionales- se deja pensar mejor que como lento desgajamiento de una esfera autónoma respecto de sociedad y mercado, como acción y efecto de los procesos extendidos de mediatización y universalización que se suele asociar con el establecimiento de un Estado en sentido moderno, es decir, basado en las lógicas, en principio, jurídicas, políticas y burocráticas, de la representación y la ciudadanía. El establecimiento de la distinción clásica, en la teoría política, entre Estado y sociedad civil tiende a enmascarar -bajo la figura del ejercicio de demandas más o menos deliberativas, más o menos corporativas, sobre el Estado- la manera en que las mediaciones de que depende la constitución de este último permean cada vez más aspectos de la existencia, de forma que resulten aptos y viables para su implicación en un modelo abstracto de la participación política definido según los principios constitucionales de igualdad, representación y ciudadanía. Lloyd y Thomas han estudiado tanto las teorías históricas de la política alternativas a este modelo como las resistencias obreras efectivas a su generalización -especialmente a través de la educación pública formal centralizada-, presentando una historia de la cultura en la Inglaterra de los siglos XIX y XX opuesta a la que Williams comenzó a elaborar en su clásico de 1958. Se trata de contar la resistencia popular a la idea moderna de cultura basada en la representación promovida por el Estado, y no la resistencia cultural obrera en la sociedad industrial, ya ella misma inscripta, por su definición como cultural y su aspiración a la universalidad, en el régimen político instaurado por el modelo de Estado que se generalizó en la Europa posrevolucionaria.

Entiendo que, explicitadas o no, dos tradiciones y estilos de pensamiento inspiran los acercamientos de los investigadores literarios actuales al problema de las relaciones entre literatura y Estado. Uno proviene de la tradición sociológica, cuyo origen podría encontrarse en la obra de Max Weber, y que tiene manifestaciones notables en El proceso de civilización (1987) de Norbert Elias y, sobre todo, en la Historia y crítica de la opinión pública (1994) de Jürgen Habermas. La otra tiene su fuente en los trabajos de Michel Foucault alrededor de la gubernamentalidad, complementados por la “Posdata sobre las sociedades de control” de Gilles Deleuze y las reflexiones de Giorgio Agamben sobre el estado de excepción, hoy todos ellos extendidos, a través de las mediaciones de Negri y Hardt, Virno y Esposito, en el vasto campo de los estudios biopolíticos. Por supuesto, el segundo estilo resulta mucho más visible que el primero, pero eso no quiere decir que aquel haya dejado de operar como precondición de las prácticas de investigación, a veces solapadamente incluso entre los representantes de la otra perspectiva. Se trata de una discusión que, como tal, parece haber salido hace tiempo del foco de los especialistas en Humanidades, pero que puede tener sentido recuperar hoy -al respecto, se puede consultar Cusset y Haber (2007)-, sobre todo a la hora de revisar, como haremos a continuación, una parte de la historia de la teoría y la crítica literarias en Argentina.

El problema central al que ahora querría apuntar, en un cruce productivo de estos dos enfoques, es el de la relación de la crítica y la forma. Según la primera perspectiva sociológica, a través de la forma la crítica destaca, valora, abstrae y generaliza ciertos rasgos de la literatura y del arte, y, a través de ello, se ubica y legitima atravesando la brecha entre Estado y sociedad civil, sin confundirlos. Forma es el nombre general de los diferentes rasgos que, en cada caso, han vuelto la literatura significativa y digna de consideración bajo la lógica universalizante de la división de la sociedad en esferas: lo público y lo privado, el Estado y la sociedad civil, la política y la cultura. La referencia a la forma le otorga a la crítica un papel legitimado en el orden de la representación y la cultura porque le permite esgrimir un fundamento racional para su actividad, sujeto a criterios públicos y compartidos, es decir, asimilables a la lógica estatal. La crítica puede hacer esto bajo la condición de la postulación de un discurso que se le resiste en su relativa opacidad: la literatura. La mediación de la crítica permite tomar distancia de los efectos de implicación inmediata e incluso de inmersión que adjudica simultáneamente a la literatura, y gracias a ellos se constituyó en el modo por excelencia de pensar la literatura en lo que se concibió como un mundo de mediaciones generalizadas entre Estado y sociedad civil.

Los análisis biopolíticos de la literatura se encuentran en problemas cuando se los expone al problema de la forma, dado que cuestionan el aparato de mediaciones sociales y culturales del que dependen las funciones de la crítica tal como la acabamos de describir. Los dispositivos de poder actúan directa, y a la vez microfísicamente, sobre los hábitos, las prácticas y los cuerpos: los ordenan, organizan y clasifican, los hacen hablar y actuar, los normalizan y excluyen, de modo que cualquier resistencia deba articularse también en el nivel inmediato de las prácticas, en su inmanencia radical, y no en la elaboración de mediaciones ideológicas y culturales. Este tipo de autofiguración de las actividades de la investigación en Humanidades y Ciencias Sociales se topa de frente con muchas de las tareas para las que nos hemos formado y todavía realizamos los investigadores literarios, ligadas con la interpretación y análisis de textos individuales, el acceso a mundos ficcionales representados en las obras y la consideración minuciosa de los aspectos constructivos de artefactos complejos. Los enfoques biopolíticos solo pueden trabajar con estos aspectos desde la hipótesis generalizada de una efectividad inmediata de cualquier práctica; y esto se ha traducido tanto en una concepción simplista de la representación literaria que redunda a menudo en un tematismo más o menos clásico -aunque los temas ahora sean el cuerpo, la animalidad, los dispositivos de poder, los modos horizontales de asociación, etc.-, como en una autorrepresentación de las prácticas de la crítica bastante distorsiva, ya que tiende a pensarla como extensión sin mediación y sin representación de las líneas y flujos de inmanencia inaugurados por sus objetos, y por lo tanto como una actividad entera, homogénea y espontáneamente política. La crítica y la enseñanza de literatura se resuelven así, imaginariamente, en activismo y resistencia culturales, como aquellos que Lloyd y Thomas cuestionaban en los análisis de la cultura obrera por parte de Williams: las prácticas y operaciones de lectura encarnan siempre, por el mero hecho de serlo, movimientos de desordenamiento y mezcla de las clasificaciones y exclusiones impuestas por los dispositivos de poder y control social. Pero esta espontaneidad progresista de nuestras prácticas de investigación es solo aparente, dado que se puede dar solamente bajo un marco de condiciones de que, sin embargo, ellas no son capaces de dar cuenta, en ausencia de una teoría de las mediaciones: las supuestas por la larga historia de la conformación de una esfera de la cultura estatalizada, es decir, universal y relativamente autónoma.

Por lo tanto, si estamos interesados en devolver a la literatura y a la crítica un papel en el debate acerca de lo público, probablemente haríamos bien en interrogar los fines, propósitos y funciones de nuestros métodos y prácticas -para inventar e imaginar nuevos-, en lugar de pretender tomar posición directa, a través de nuestro trabajo, a favor de tal o cual causa pública. Esto me permite precaverlos respecto de una interpretación posible de estas palabras: no se trata de lo que yo opine sobre el Estado, si debe haber más, o menos, si debe ceder lugar al mercado, o si deben aumentar las regulaciones, etc., sino de cómo nuestra disciplina se piensa en sus prácticas, en su metodología, en relación con una idea de la cultura y, por lo tanto, con una idea -y unas prácticas- del Estado.

¿En qué concierne esto a las teorías literarias en América Latina? En un trabajo reciente, Volver al futuro… de la teoría, intenté mostrar que, en cuanto nos ubicamos en un plano de verdadera reflexión metodológica, lo que todavía tendemos a pensar -a partir de la difusión puntual de algunos autores- como el gran ingreso de la teoría literaria en los estudios literarios argentinos durante los años 80, habría sido en realidad la época del triunfo -en sintonía con lo que por ese entonces sucedía también en los Estados Unidos- de las perspectivas de análisis materialista de la cultura que hoy tendemos a identificar, a grandes rasgos, con los estudios culturales y que, como vimos, Lloyd y Thomas cuestionaban en su mismo origen en Raymond Williams. Ya se había señalado, durante los años 90, que, en realidad, aquello que, más oficialmente bajo la denominación de estudios culturales, se había importado en los años 80, por ejemplo por el grupo de la revista Punto de vista, había terminado encuadrándose más bien bajo un modelo más clásico -y bastante elitista- de sociología de la cultura (Dalmaroni 1998); yo solo agregaba en mi trabajo que el perfil epistemológico populista de los estudios culturales se puede captar mucho mejor, y más genuinamente, en las enormemente influyentes formulaciones a propósito de lo que Josefina Ludmer denominaba, por esos años, las “operaciones de lectura”, en su seminario mítico que, sin embargo, no se intituló “Algunos problemas del análisis cultural”, sino “de teoría literaria”.

Una consecuencia importante de no haber diferenciado objetos y método de investigación en la revisiones que se han hecho de este momento de la historia de los estudios literarios académicos argentinos fue confundir la extensión de los primeros más allá de la literatura, evidente en trabajos de Beatriz Sarlo como Escenas de la vida posmoderna, de 1994, con una aplicación más o menos obediente de lo que se podría caracterizar, a pesar de la propia reticencia de la autora para identificarlo de este modo, como el método de los estudios culturales. Del mismo modo, pero inversamente, los textos literarios siguieron ocupando, en tanto corpus, un rol importantísimo en la obra de Josefina Ludmer desde El género gauchesco hasta Aquí América Latina, pero fueron leídos por ella desde opciones metodológicas muy próximas a las de los estudios culturales desde fecha tan temprana como 19851.

En pocas palabras: ambos lados de la ‘grieta’ teórica de los años 80 y 90, definida -en los términos de entonces- por la oposición entre los partidarios “modernistas” de Williams y Bourdieu y los defensores “posmodernistas” del posestructuralismo -para simplificar como se simplificaba por entonces-, se someten al impacto del llamado ‘giro cultural’, pero acusan recibo de maneras muy diferentes, aunque bajo coordenadas precisas que se pueden rastrear, más o menos intactas, hasta las disputas locales en torno de la autonomía de hace diez años, y quizás más acá: unos más explícitamente, pero solo por el lado del objeto; otros, con menos obviedad, pero más consecuentemente, por el lado del método, aunque denominándolo ‘teoría’. Contra lo que se puede pensar, me parece que los que ganaron fueron los del método, aunque parece raro frasear así esta historia. El triunfo general de las perspectivas de análisis cultural -que pueden identificarse perfectamente con el tipo de operaciones que Lloyd y Thomas cuestionaban en Williams y que describimos más arriba- fue tal, que tendemos muy natural y hasta inevitablemente a pensar lo que pasó entonces exclusivamente bajo las categorías de la historia cultural de la literatura que se conformó durante esos mismos años: las importaciones de entonces -de autores, textos, ideas- constituyen operaciones de lectura que articulan usos políticos contextualmente situados de los materiales teóricos, usos que impactan sobre los ethos discursivos individuales o grupales que se constituyen, por esos años, alrededor de personalidades carismáticas, grupos de estudio, revistas, seminarios, y contribuyen así a configurar y respaldar las distintas posiciones accesibles en un campo de la crítica autoconsistente y autoestructurado.

El resultado es la politización directa e inmediata de todos y cada uno de los elementos ligados con nuestras prácticas, pero siempre y cuando se trate de una política cultural, del saber o de la teoría. Nunca política tout court. Lo impensado de esta historia son los compromisos epistemológicos y metodológicos implicados por esas operaciones y usos de las obras de teóricos extranjeros más allá de su rol como contraseñas colectivas instantáneas: la teoría literaria, paradójicamente, en lo que pasa por la época de su apogeo en Argentina, nunca termina de definirse y de producirse como tal, es decir, como resultado de una labor específica de construcción conceptual con pretensión de validación empírica; y se configura, en cambio, solo como reflexión sobre los usos político-culturales locales de los cuerpos teóricos importados. Y esto explica su retraimiento y encierro políticos, dado que lo más propiamente político de nuestras disciplinas es el método. Se puede aducir que esto ocurrió por el rechazo explícito, generalizado entre la comunidad académica, de las pretensiones científicas de lo que había sido considerado teoría en la época de oro del estructuralismo, el lacanismo y el marxismo althusseriano -aunque sobre todo del primero, que incluso había logrado permear zonas de la formación universitaria durante la dictadura. Sin embargo, para mí siempre resultó llamativo que la frecuentación, generalizada bajo la multiplicación como bibliografía obligatoria de materias, cursos y seminarios, de textos de un altísimo nivel de abstracción teórica no haya generado prácticamente ningún caso de voluntad emulativa, de pretensión de discutir, desde acá, en pie de igualdad con esos textos -quizás solo con la excepción de Noé Jitrik y, antes, de Ana María Barrenechea. Esto obedece a múltiples razones, entre las que no es precisamente la menor la distribución geopolítica y lingüística desigual de los capitales que autorizan la producción de conocimiento, como señalé en el trabajo previo al que me referí más arriba. Sin embargo, hoy trataré de ensayar otra hipótesis explicativa.

Este desprecio por las cuestiones epistemológicas y metodológicas ligadas a los estudios literarios que se manifiesta bajo el síntoma de la ausencia de obra del -de otro modo- en apariencia hipertrofiado teoricismo argentino, coincide conceptualmente con los movimientos de desradicalización política y conversión democrática, abundantemente descriptos por la bibliografía (Dalmaroni 2004; de Diego 2007), de una gran parte de la izquierda intelectual argentina que había sobrevivido a los dispositivos de exterminio de la dictadura. Cabe entonces preguntarse si una recuperación de esas cuestiones podría tener lugar si intentamos volver a hacer visibles los lazos que unen nuestras prácticas con las políticas del Estado. Un primer paso sería comprender cabalmente que cualquier pregunta de orden histórico-cultural sobre la literatura presupone implícitamente la respuesta a una pregunta previa sobre el Estado: tratemos entonces de reconstruir esa pregunta y de analizar su incidencia en las opciones teóricas puestas, en cada caso, en juego. Por supuesto que no se trata aquí de denunciar esta dependencia implícita como negativa en sí misma, para pasar a defender alguna autocaracterización imaginaria falsamente anarquizante de las labores de docentes e investigadores. Pero sí de descubrir dónde se encuentran las verdaderas líneas de clivaje que estructuraron la historia de la teoría en Argentina, en las que política y teoría se juntan, pero no de la manera en que estamos acostumbrados a pensar.

A partir de esto, creo que la historia de la teoría en la Argentina se puede contar de otra manera. Una manera quizás más aburrida, con menos golpes de efecto, y de periodización más larga y no necesariamente escandida por los acontecimientos políticos, que tiene que ver con describir los marcos epistemológicos y metodológicos que se alcanza a producir efectivamente y de manera operativa en esos años, más allá o más acá de los usos de teóricos extranjeros y de los posicionamientos individuales o colectivos tal como fueron enunciados en el campo académico. Pero esta operación supone, al mismo tiempo, situar esos marcos en un escenario más amplio, dado que, como ha señalado el propio Bourdieu, el Estado se constituye simbólicamente como un mecanismo de objetivación del mundo social (2014: 295), que por esto guarda vínculos con la voluntad de objetivación de la literatura por la crítica. Se trata de repolitizar la historia de la teoría en Argentina desde una perspectiva y unos términos que ya no son solo de uso y política cultural, sino que apuntan a repensar las funciones de la crítica desde un análisis de las condiciones epistemológicas y metodológicas de su ejercicio, entre las cuales cobran importancia, si la situamos en este marco, las cuestiones relativas a la mediación y a la función. Porque, como señaló oportunamente Miguel Dalmaroni hace ya casi quince años,

el problema de las relaciones entre literatura y Estado, formulado en esos términos, no formó parte de las preocupaciones de la crítica argentina hasta hace algunos años sino incluido en conjunciones donde el protagonista explícito aparecía en otros términos: “literatura y realidad política”, “literatura y política”, “literatura y subdesarrollo”, “literatura y dependencia”, “arte, o literatura, y lucha de clases”, “literatura y sociedad”. Es cierto que el “Estado” siempre estuvo ahí, pero menos en el foco que en los contornos, traído y llevado en la bolsa de alguna categoría que podía incluirlo con más o menos relieve (2004: 104).

Así, vale la pena volver, entonces, sobre algunos debates de época, por ejemplo los que opusieron lo que entonces se presentaba como el relativismo culturalista posmoderno a la defensa de los valores estéticos modernos; y, aunque mucho más brevemente, los que hace poco enfrentaron a kirchneristas y antikirchneristas. No se trata aquí, está claro, de que una discusión sea estética o cultural, y la otra política, y que esto permita concluir algo sobre una reciente politización de la academia. En ambos casos se entremezclan los planos cultural, estético y político de maneras muy estimulantes en relación con los ejes que acabamos de presentar.

El eje de ambos debates tiene que ver con la conformación de una cultura nacional en relación con el Estado. En una entrevista inmediatamente posterior a la crisis de 2001, Beatriz Sarlo deploraba la desaparición de la esfera pública y la sociedad civil como resultado de la inexistencia en nuestro país de cualquier “instrumento de Estado” (Bueno y Garramuño 2002: 53), es decir, de las condiciones formales, procedimentales, de ejercicio del poder. “Hay que producir […] una esfera pública” (54), explicitaba entonces su programa, que recuperaba su apuesta por “una nueva cultura política democrática de izquierda” (Sarlo 1984: 80) en los comienzos del retorno a la democracia. La condición de esta operación es lo que Sarlo considera la clausura definitiva de un modelo que pensó la política como movilización directa, por parte de una élite política de avanzada, de los sectores populares (1984: 79; Bueno y Garramuño 2002: 55), a través de una cultura convertida en simple medio de la política -es decir, de los populismos. De aquí la importancia, para Sarlo, de promover un pensamiento de las mediaciones. Sarlo agrega, en 2002, que “en los países periféricos […] el Estado ha sido usado en beneficio de intereses particulares” (Bueno y Garramuño 2002: 51), lo cual implica una desarticulación del principio según el cual entiende la independencia de la crítica: la estricta diferenciación de Estado y opinión pública. Acompaña este comentario con una referencia, quizás premonitoria, a lo que, según ella, los medios masivos de comunicación hacen con los intelectuales: convertirlos en meros propaladores de opinión (Bueno y Garramuño 2002: 54). En línea con el cuestionamiento de los medios masivos contemporáneos por parte de Jürgen Habermas, que los piensa, junto a los partidos políticos, como instrumentos de una refeudalización de lo público (1974: 54) -el autor de Historia y crítica de la opinión pública (1994) fue un referente fundamental de Sarlo, aunque menos visible que Williams, Benjamin o Bourdieu-, la autora de Tiempo presente deplora también las consecuencias que la crisis de la distinción de Estado y sociedad civil tiene sobre la labor de los intelectuales.

A todo esto, Sarlo le opone lo que según ella ocurrió en el período de la historia argentina que probablemente más estudió: los años 20 y 30 del siglo XX, cuando la crítica y la literatura tenían una importancia social tal que les permitía iniciar e intervenir determinantemente, y a la vez de manera inevitablemente polémica, en las definiciones de una cultura y una lengua nacionales (1997: 32): “El relato de la Argentina no estaba solo sostenido por un despliegue ‘hegeliano’ del Estado, sino también por el despliegue de los logros que la sociedad civil había alcanzado en su relación con el Estado” (Bueno y Garramuño 2002, 51). Y con ella la literatura construyendo la nación. La distinción entre una cultura ligada eminentemente a la sociedad civil, y otra, resultado del rol dirigista del Estado, se conservará en el pensamiento de Sarlo hasta sus hipótesis sobre la hegemonía cultural del kirchnerismo y lo que considera su mero simulacro estatalizado de cultura abierta (2011).

A propósito de la crítica literaria en la universidad, Sarlo deplora su pérdida de función social, que identifica sobre todo con su falta de relación con la educación primaria y secundaria, y, en general, con la erosión del terreno común entre crítico y lector (1997: 33). Le critica que caiga en la ilusión de una participación política imaginaria que no guarda ningún vínculo real con la cosa pública, y que considera también del orden del simulacro (Bueno y Garramuño 2002: 54). Frente a esto, piensa la obra de arte como una especie de esfera de lo público en miniatura: es sede de rupturas, contradicciones, desgarramientos y debate, pero internos y abstractos, aunque, como indica en otra parte, con “densidad formal y semántica” (1997: 38). Pero, al mismo tiempo, deplora la decadencia de todo arte con vocación pública (1997: 33). En una paradoja adorniana, Sarlo cuestiona las definiciones institucionales o convencionalistas de la literatura (1997: 34), capaces de abrirla a modos y formas impuras o no canónicas, para defender en cambio la legitimidad intrínseca de los valores estéticos, al mismo tiempo que lamenta que esa legitimidad se reduzca a ámbitos cada vez más pequeños e insignificantes. La crítica literaria solo puede constituirse, frente al análisis cultural, en torno de un plus propio que es el valor estético (1997: 38).

Como ya lo indicó Miguel Dalmaroni (2004: 106), Josefina Ludmer dedica una nota de la introducción de su libro El cuerpo del delito al volumen de Lloyd y Thomas que reseñamos al principio (1999: 20-21). En la nota, Ludmer resalta la crítica a Williams, y seguro tiene en mente la apropiación que de él habían hecho Beatriz Sarlo y el grupo de la revista Punto de vista. Como todos saben, Ludmer estudió al comienzo de este libro las ficciones para el Estado de los escritores funcionarios de la generación del 80. Bajo esa denominación analizó, como anverso y reverso de un mismo fenómeno, las leyes del Estado argentino y la producción literaria del período (Ludmer 1999: 27). En esto consistía, esencialmente, su lectura de Juvenilia de Cané y la animalización del otro -el provinciano, el inmigrante- en los conflictos estudiantiles y en la Ley de Residencia (39). La mirada histórico-alegórica de Cané le sirve a Ludmer para mostrar que no se trata de que antes no hubiera Estado -aunque los hombres del 80 tendieran a ver la historia de este modo-, sino que lo que viene después es que Estado y sociedad civil se separan, y esto es condición para que historia y cultura puedan nacionalizarse, y la política convertirse en una esfera relativamente autónoma -por ejemplo, respecto de las rencillas personales (45, 89-90). Con esto, la literatura se nacionaliza, pero también la nación se literaturiza: la literatura se vuelve un lugar privilegiado para pensar, culturalmente, la nación. Y de este modo, ambas quedan al servicio del Estado.

Las ficciones de Estado producen posiciones de sujeto. Ludmer nota con perspicacia que en los textos que analiza hay una cuestión de registro civil, es decir, de que el Estado asuma todo lo relativo al nacimiento, la educación y el matrimonio de los sujetos (27). El Estado se separa de la sociedad, pero para intervenir sobre ella, para gestionarla y administrarla, a través del establecimiento de relaciones puramente formales entre individuos. La relación entre lo personal y lo nacional cambia antes y después de la fundación moderna del Estado. Una cultura nacional colectiva y una vida privada familiar se constituyen al mismo tiempo. La cultura nacional funciona como un colchón que absorbe y asimila un relato -como el de Cané-, y así vuelve conmensurables los antagonismos políticos anteriores. Los prepara para poder articularse, completamente en la línea de las funciones que Lloyd y Thomas adjudicaban a la cultura en sus críticas a Williams. Se trata de una mediación forzada.

La imposición del Estado produce cambios en los regímenes de representación. Como vimos, en la política, regula los modos de acceso por parte de la ciudadanía. Y en la literatura, es precondición para la existencia del realismo social, porque la representación bajo el realismo supone una mediación y una distancia; y esto depende de que la vida social se piense como cultural en sentido antropológico. Esto modifica también cómo se piensa la historia, especialmente la literaria. Funda la posibilidad de un canon de clásicos, por encima de los partidismos. Como vemos, todo lo que Sarlo pensaba como el plus del valor estético de la literatura, ligado con sus momentos, si se quiere, liberadores y socialmente originales respecto de Estado y mercado, aquello que en los años 20 y 30 hizo posible su intervención legítima y empoderada en los debates sobre la nación, Ludmer lo entiende como el resultado de una intervención más o menos dirigista por parte del Estado. En cambio, esto que Ludmer ve ya en la generación del 80, Sarlo lo encuentra recién en el peronismo y, sobre todo, en el kirchnerismo.

Según Ludmer, la literatura puede hacerse, de todos modos, cargo de este intervencionismo a través del relato de la violencia -física, pero sobre todo simbólica- ejercida por el propio Estado, aunque en un marco de ficcionalidad generalizada, sin bordes: la de los relatos que compiten entre sí por la legitimación de las explicaciones culturales, aunque ella no lo diga de este modo, que recuerda más a Sarlo. Las consecuencias a nivel metodológico están claras: o bien se privilegia el rol emancipador de la mediación -a través de una referencia a la forma estética- frente al Estado y el mercado, o bien se lo descarta como el modo de ejercicio privilegiado del poder del propio Estado, reducido a mero productor y propagador de fábulas sobredimensionadas.

Dalmaroni relaciona la lectura de Ludmer del libro de Lloyd y Thomas con su reivindicación contemporánea de la noción antiestatalista de multitud de Virno (2004: 108). Esto vuelve evidente la continuidad que puede establecerse entre el culturalismo populista que es posible rastrear en la obra de Ludmer a partir de los años 80 y las perspectivas biopolíticas que mencionamos más arriba.

A partir de esto, dos comentarios sobre el debate kirchnerismo-antikirchnerismo. Frente al impulso antiestatalista que describíamos, y a veces coincidiendo con él en los mismos discursos, ha aparecido toda una serie de reivindicaciones recientes -que no me parecen ajenas al impulso que encontrábamos en Ludmer, a pesar de su desconfianza respecto de cualquier progresismo, heredada de Osvaldo Lamborghini y Literal- que se atreven a postular la posibilidad de que el Estado pueda ejercer sobre la sociedad -hoy bajo los poderes del mercado y los medios de comunicación masiva- el rol crítico antes adjudicado -por ejemplo por Sarlo- a la esfera de lo público: se trata de de Mediaciones de lo sensible (2017) de Luciana Cadahia o la compilación Estado: perspectivas posfundacionales (2017) de Emmanuel Biset y Roque Farrán. Ya sabemos cómo se posicionaría Sarlo contra este movimiento. En 1991, en un trabajo publicado en la revista Nueva sociedad, afirmaba que del libre juego cultural inmanente de las diferencias “no surge régimen político ninguno. Para que el Posmoderno exista, el Moderno debe gestionar la sociedad y el Estado” (92). Lo otro es puro simulacro tras el que se oculta el mero ejercicio incontestado del poder. Es, como se ve, la misma hipótesis de Ludmer sobre los cuentos y las ficciones de Estado desde 1880.

¿Qué desafíos supone para la crítica argentina esta revisión de su historia en los términos de este quiasmo acerca del Estado que o lo oculta detrás de una referencia privilegiada a la sociedad civil y a la cultura o lo visibiliza pero desde una posición de resistencia culturalista imaginarizada? Dos programas: Sarlo llamaba a elaborar nuevos modos de considerar el valor estético entre “las ruinas de la revolución foucaultiana” (1997: 36), por ejemplo a través de la idea de un derecho común a la trasmisión y gestión especializada del patrimonio simbólico de la nación, tareas que deberían llevar a cabo la enseñanza y la investigación académicas universitarias (1997: 37). Para Ludmer, en cambio, si hay algún derecho, es a las operaciones de lectura que, ejercidas sobre lo que Sarlo podía llamar patrimonio, al mismo tiempo lo abren a la interpretación y lo muestran completamente atravesado por la violencia uniforme del Estado, pero en el marco de una ficcionalidad generalizada, de lo que Ludmer, más adelante, llamaría realidadficción (2010: 153).

Yo tiendo a pensar que tendríamos que revisar de vuelta el viejo problema teórico de la mediación y la inmediatez. Sabemos que esto abre un horizonte amplísimo e inmanejable, que, aunque sea solo a propósito de la literatura, nos arroja por la cabeza todos los debates históricos del hegelianismo y el marxismo occidental. Más modestamente, y a esta altura de la soirée, me conformaría con no pensar la crítica como un ejercicio imperialista y soberano en un campo homogéneo, u homogéneo en su heterogeneidad. La consecuencia epistemológica de no reconocer algún límite para el ejercicio de nuestras operaciones de lectura es encerrarnos en hipótesis culturalistas que dan al Estado por sentado, aun cuando avancen argumentos radicalmente antiestatalistas que lo exponen como mero productor de ficciones. Al mismo tiempo, está claro que las cesuras de orden estético reivindicadas por Sarlo ya no nos satisfacen. ¿Dónde ubicar nuevas cesuras? ¿Y cómo no sustancializarlas?

Me parece que solo la posibilidad de reubicar lo público al repensar las tareas y los métodos de la crítica podrá dar lugar a una transformación real capaz de ir más allá de estos modelos recibidos.

Notas

*Marcelo Topuzian es Doctor en Letras de la Universidad de Buenos Aires e investigador adjunto de CONICET. Se desempeña como profesor asociado a cargo de la cátedra de Literatura Española III de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y dicta seminarios en la Maestría en Estudios Literarios Latinoamericanos (UNTREF), la Maestría en Literaturas Española y Latinoamericana y la Maestría en Estudios Literarios (UBA). Ha publicado los libros propios Muerte y resurrección del autor (1963-2005) y Creencia y acontecimiento. El sujeto después de la teoría, y coordinado el volumen Tras la nación. Conjeturas y controversias sobre las literaturas nacionales y mundiales.

Bibliografía

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1 Por supuesto, queda claro en lo anterior que descreo de una diferenciación tajante entre los estudios culturales ingleses con sede original en Birmingham y los desarrollados luego en los Estados Unidos -diferenciación para mí más que nada de carácter ideológico, es decir, sin demasiadas consecuencias metodológicas y epistemológicas; aunque haya cumplido su función en las polémicas argentinas durante los años 90, hoy ilumina escasamente las prácticas efectivas dentro de los estudios literarios durante ese tiempo y, usualmente, recupera una agenda de antidependentismo teórico que, en este punto, más oscurece que aclara.

Recibido: 21 de Febrero de 2020; Aprobado: 21 de Abril de 2020

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