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CELEHIS (Mar del Plata)

versión On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.39 Mar del Plata jun. 2020

 

Dossier

Políticas de la identidad y Subjetividades en modo problemático: usos teóricos y revisiones críticas de lecturas argentinas

Identity Politics and Subjectivities in the Problematic Mode: Theoretical Uses and Critical Reviews of Argentinian Readings

María CeliaVázquez1 

1 Universidad Nacional del Sur

RESUMEN

¿Cuándo acontece lo problemático (según Deleuze) en la reflexión teórica? ¿Hay teorías más propensas que otras a promover lo problemático como un modo de pensamiento sean cualesquiera sus postulados, argumentos, hipótesis o conceptos? ¿O más bien la irrupción de lo problemático depende de los modos de uso de las teorías que hace el crítico? Me interesan estas cuestiones porque las considero inherentes a la enseñanza de la teoría literaria. Nos arrojan al terreno resbaladizo del objeto de enseñanza (qué enseñamos cuando enseñamos teoría), pero sobre todo nos advierten que la resolución de estos dilemas atañen menos a la delimitación del campo de estudio que a la resistencia de la teoría. Primero examinaré las políticas de la identidad y los modos de construcción de las subjetividades en los ensayos de Juan José Sebreli, textos ejemplares de la crítica ideológica preponderante en la Argentina en los 60. Luego exploraré cómo acontece lo problemático en el contexto de mis propias indagaciones acerca de la subjetividad cosmopolita de Victoria Ocampo. Específicamente, examinaré de qué modo el pensamiento contemporáneo de lo mestizo, lo intersticial y lo neutro me permite analizar el cosmopolitismo de la escritora por fuera del paradigma opositivo binario (nacionalismo-cosmopolitismo).

PALABRAS CLAVE: crítica ideológica; Juan José Sebreli; Victoria Ocampo; subjetividades; identidades

ABSTRACT

When does the problematic (according to Deleuze) occur in the theoretical reflection? Are there theories which are more likely than others to promote the problematic as a mode of thought regardless of their postulates, arguments, hypotheses or concepts? Or is it that the irruption of the problematic depends on the critic’s modes of use of the theories? I am interested in these matters because they are inherent to the teaching of literary theory. They send us to the slippery slope of the object taught (what do we teach when we teach theory?). Above all, they suggest that the resolution of these dilemmas is not concerned with the delimitation of the field of study but with the theory’s resistance. First, I examine identity politics and the ways to build subjectivities in Juan José Sebreli’s essays, texts which are examples of the predominant ideological criticism in the 60´s in Argentina. Then, I explore how the problematic occurs within the context of my studies on Victoria Ocampo’s cosmopolitan subjectivity. More specifically, I examine how the contemporary thought of the mestizo, the interstitial, and the neutral allows me to analyse the writer’s cosmopolitanism beyond the binary oppositional paradigm (nationalism-cosmopolitanism).

KEYWORDS: ideological criticism; Juan José Sebreli; Victoria Ocampo; subjectivities; identities

A Anabel y Juanjo,

porque me sucedieron

Ciertas inquietudes me aguijonean con la insistencia de un tábano desde mis inicios como profesora de Teoría literaria. ¿Qué enseñamos cuando decimos que enseñamos teoría? ¿Aquello que enseñamos bajo ese nombre no se correspondería mejor con historia de las teorías? Si bien estos dilemas parecen apuntar a la delimitación del campo de estudio ¬-si supervisar las principales tendencias y métodos o priorizar temas y problemas-, la cuestión de fondo depende de esa otra condición alrededor de la cual De Man (1990) reconoce el principal interés teórico de la teoría. Me refiero a la definición, o más precisamente, a la imposibilidad de definir qué es la teoría en sí misma. Pero, como diría Deleuze, más que subrayar “lo inenseñable en la enseñanza” (15), me interesa señalar que en el punto donde parece imponerse la resistencia a la teoría ya no importa tanto saber si es posible enseñarla como resolver la cuestión de para qué sirve aprender teoría. Aun cuando hasta ahora no haya encontrado sino respuestas provisorias, un postulado se (me) impone con convicción: que se enseña/ se aprende a leer teoría para leer y escribir crítica. Tal como advierte Capdevila, no se trata de que la teoría venga “a socorrer a la práctica, y que la práctica, a su vez rectifique a la teoría” (11), más bien el uso de la teoría involucra una ética y una política de la lectura, ambas ligadas a la promoción del espíritu crítico. Entiendo ese espíritu como una disposición hacia lo problemático en línea con Deleuze, lector de Bergson. En síntesis, para mí, la teoría y la crítica son modos de pensamiento, ambos vinculados con la formulación de problemas. En consecuencia, el aprendizaje de la teoría consiste menos en la adquisición de saberes específicos que en la adopción de un modo de pensar. En definitiva, la crítica aprehende de la teoría una ética de la lectura que prioriza la interrogación sobre la explicación, la pregunta sobre la respuesta, el problema sobre la solución. En este sentido se impone una paradoja: al mismo tiempo que se debería admitir como inenseñable, “solo habría que enseñar teoría”, como dice Barthes (1985) a propósito de la literatura.

En particular me interesa explorar cómo acontece lo problemático en el contexto de mis propias indagaciones críticas acerca de la subjetividad cosmopolita de Victoria Ocampo. De qué modo el pensamiento contemporáneo de lo mestizo, lo intersticial y lo neutro me permite analizar el cosmopolitismo de la escritora por fuera del paradigma opositivo binario: nacionalismo-cosmopolitismo. También me interesa problematizar la concepción identitaria del sujeto que postuló la crítica ideológica de cuño marxista-existencialista de filiación sartreana, imperante en los años 60 y 70 en la Argentina. Esta tendencia al mismo tiempo que proclamó la fusión entre sujeto/clase social postuló la imagen de Ocampo burguesa que se impuso con la fuerza de un mito prácticamente hasta la actualidad. No se trata de discutir lo que por evidente es casi una obviedad, sino más bien de poner el foco en aquellos puntos de indeterminación y líneas de fuga en torno a los cuales se va delineando la subjetividad en sus dislocamientos. A propósito, Laplantine y Nouss (2007) distinguen entre una política de lo identitario, asociada a la fijación y la unidad, y otra de la identidad, ligada al devenir. Así definidas las identidades culturales postulan la movilidad y la inestabilidad de los sujetos. Por otra parte, el pensamiento del mestizaje atenta contra la pretensión de totalidad; también “rescinde lo que refiere mecánicamente ‘datos’ indudables a ‘causas’ que acarrean efectos previsibles” (25). En sentido inverso, la crítica ideológica dispone, se vale de la clase social como un dato objetivo que le permite inferir comportamientos sociales y hábitos culturales; de ahí el carácter tautológico que poseen aquellas lecturas que confirman a Ocampo y su literatura como burguesas.

La epistemología mestiza, en cambio, problematiza este esquema determinista de la relación sujeto/clase al proponer “una tercera vía entre lo homogéneo y lo heterogéneo, la fusión y la fragmentación, la totalización y la diferenciación” (25). El espacio intersticial que se abre entre las determinaciones sociales de clase y los devenires singulares “no se puede captar en ninguna distribución binaria ni tampoco en una unidad que derogue las diferencias” (25). Por su parte, Barthes (2004) también apela al tercer término cuando piensa en lo neutro. No se refiere a un término dialéctico bajo el régimen semiológico del vs (blanco vs negro); más bien define un término complejo que esquiva el paradigma y busca otro término: un tercero que no es de síntesis sino un término excéntrico, inaudito. El concepto de ‘universalidad mestiza’ que elaboran Laplantine y Nouss remite a este tercer término inaudito o excéntrico que postula Barthes y que, para mí, permite explicar la subjetividad cosmopolita de Ocampo más allá de la dicotomía extranjerismo/nacionalismo.

Empiezo por la revisión de la crítica ideológica. ¿Cómo construye objetos críticos en torno a la clase social? ¿Qué idea de sujeto postula? ¿Qué tipo de relación establece entre clase/ sujeto? ¿Cómo vincula la ideología de clase con la subjetividad? ¿Qué hilos entretejen literatura y vida? En la cartografía de la crítica literaria argentina, la corriente histórico-sociológica ocupa un capítulo importantísimo dentro del cual se destaca la variante ideológica de cuño marxista-existencialista, que se inicia bajo la influencia de Sartre en la revista Contorno a mediados de los años 50 y continúa, no sin matices y modulaciones, en los 60 y 70. Según advierte Peller, esos “fueron años en que los enfrentamientos políticos y culturales poseyeron una alta densidad ideológica, y por eso mismo parece difícil abordar sus debates sin poner en primer plano precisamente la dimensión más explícitamente política de los enunciados” (2016: 159). Aunque no sea “la dimensión más explícitamente política de los enunciados” lo que me interesa analizar aquí, de todos modos, la política se (me) impone podríamos decir; lo hace bajo esa otra dimensión en nombre de la cual las lecturas ideológicas se definen más bien como intervenciones críticas, es decir, como lecturas con aspiraciones a proyectarse en la escena pública y a participar en debates culturales más amplios. Al mismo tiempo que desbordan las fronteras de la especificidad del campo literario, los ensayos adquieren un potencial performativo derivado de la retórica y de la gestualidad propios de la política. En el contexto de este proyecto crítico colectivo, permeado por el clima de época, se identifican algunos nombres propios, como los de David Viñas, Juan José Sebreli y Blas Matamoro, los dos primeros asociados a Contorno y el último a Los Libros.

Del conjunto me interesan los ensayos de Juan José Sebreli. Los considero ejemplares del modo de leer de la crítica ideológica pero también, o sobre todo, los destaco como pioneros en el horizonte particular del corpus crítico sobre Ocampo. En primer lugar, a diferencia de Viñas y Matamoro, más identificados con la crítica literaria, Sebreli es antes que nada un ensayista social que se formó como escritor cuando la sociología carecía de status académico. En la línea de Martínez Estrada, aunque con entonación marxista y sartreana, se explayó al margen de su formación disciplinar y de la sociología como institución.

Las intervenciones de Sebreli sobre Ocampo forman parte de un programa crítico más global, enmarcado en la sociología de la vida cotidiana, que tiene la lucha de clases como horizonte y como eje central el estudio de las clases sociales, en general, y de la burguesía, en particular. El proyecto consistió en una original apuesta metodológica en tanto se definía como un dispositivo que articulaba diversas tradiciones filosóficas. Si bien el marxismo lo encaminó hacia las clases sociales, según su propia confesión: “La influencia directa provino, en cambio, de Charles Wright Mills, un iconoclasta de la sociología oficial (…), cuya concepción sobre las clases sociales no era específicamente marxista” (Sebreli 2003: 24). También se inspiró en el libro de Thorstein Veblen, Teoría de la clase ociosa (2014) [1899]. Asimismo, el dispositivo de lectura combinó con la perspectiva clásica marxista elementos propios de la sociología, la microsociología y la antropología cultural. Pero, sin dudas, lo más interesante deriva de la disposición a problematizar los modos en que se formulaban las relaciones entre cultura/sociedad.

Sebreli renegó tanto de las postulaciones abstractas y universales como del análisis de detalles aislados del conjunto, en consecuencia, simultáneamente se distanció del marxismo vulgar y de la sociología burguesa, las dos tendencias predominantes en ese entonces. En su lugar, propuso una perspectiva dialéctica material que atendiese “la conjunción recíproca de los individuos de carne y hueso y de la sociedad de clases (universalidad), mediatizados por las particularidades que la lucha adopta en cada país y en cada época” (1964:14). Más específicamente todavía, de acuerdo con los estudios de Sartre sobre Flaubert y Genet (1975), para examinar la burguesía recortó la familia como instancia mediadora ¬-de ahí su interés por la reconstrucción de la historia de las grandes familias, como los Anchorena. De acuerdo con el pensamiento de Sartre, la clase social tiene como elemento fundamental a la familia más que al individuo, ya que son las relaciones mutuas entre las familias que viven bajo condiciones económicas de vida, intereses y culturas similares las que constituyen la articulación necesaria para formar una clase social. Estas son las premisas a partir de las cuales, Sebreli reconstruye la saga de los Anchorena. Por otra parte, este trabajo participa de la misma estructura de sentimiento que el film de Luciano Visconti, La caída de los dioses (1969), y que las novelas Los Buddenbrock (1946) y El Gatopardo, de Thomas Mann y Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1959), respectivamente. Si bien en todos los casos se representa la gran familia burguesa, para ser más precisa en el caso de Sebreli, una vez más hay que reparar en las inclinaciones sartreanas en nombre de las cuales el ensayista superpuso la figura del crítico con la del intelectual comprometido. Consecutivamente, y como parte del acting out, asumió la actividad crítica en los términos de praxis política, entendida como una actividad esclarecedora, casi denuncialista, que tiende a poner al desnudo ¬-para combatir¬- la burguesía como una clase nauseabunda. En ese sentido entonces mucho más que representarla y/o explicarla, puso la burguesía en el ojo de la tormenta; específicamente la convirtió en el objeto crítico de la mayoría de sus trabajos de aquellos años. Por consiguiente, sus intervenciones ¬-así como también ocurría con el teatro de Sartre¬- antes que voluntad analítica traslucían el deseo de que “la burguesía como clase, agonizara y se muriera” (Lyotard: 94). Si, para Sartre, según Lyotard, “(e)ste deseo fue el gran resorte de su política” (94), para Sebreli fue la brújula que orientó el norte de su programa hacia la militancia crítica. Se ocupó, o habría que decir mejor según la jerga delictiva, se encargó de “los oligarcas” -por citar el ensayo de 1971. En la medida en que opuso el concepto marxista de clase social al de élite de poder de Mills, y el concepto maquevialista de voluntad de poder al de lucha de clases, examinó el proceso de los ciclos económicos en la Argentina; reconstruyó la conformación de la burguesía y su conversión en oligarquía cuando tomó el poder en la Revolución de Mayo. Reconoció un punto de inflexión en los años 40 y 50, cuando con el advenimiento del peronismo la oligarquía ganadera fue sustituida por la industrial. Ante el ocaso de los Anchorena decretado por las políticas económicas de los primeros gobiernos peronistas, Sebreli se dispuso a hacer la rendición de cuentas: “La hora de declinación de la oligarquía ganadera es también la de hacer el balance de su ciclo histórico” (1985: 319).

De todos modos, más allá de algunos cuestionamientos, la operación crítica no consistió tanto en condenar a los Anchorena qua burgueses como en subrayar el condicionamiento que ejerce la estructura social en que debieron vivir. “Como decía Marx sobre los burgueses: ‘no se trata de personas, sino de la personificación de categorías económicas, de soportes de intereses y de relaciones de clase determinadas’”. (1985: 26). A pesar de lo que sugiere esta afirmación, Sebreli rechaza la teoría del reflejo pasivo de las categorías económicas. En su lugar, en cambio, formula la relación dialéctica entre la necesidad y la libertad:

Porque la libertad es la otra cara de la necesidad, los burgueses en tanto individuos son a medias culpables y a media, inocentes. Por eso la economía política que estudia las leyes generales del sistema capitalista debe complementarse con la historia de las grandes familias de la burguesía, donde un inevitable juicio de valores se entrelaza con las leyes objetivas de la historia (27).

En síntesis, desde una perspectiva atenta a la división de la sociedad en clases sociales, desarrolló un programa tendiente a auscultar el orden político y social capitalista, y para hacerlo escribió una crítica de las costumbres, casi como un capítulo de economía política, donde apuntó contra la alienación, ese problema olvidado incluso por aquellos marxistas que “reducen sus análisis a la infraestructura, a la base económica, sin tocar para nada las superestructuras” (1964: 12). En este punto también se mostró fiel a Sartre porque, tal como advierte Lyotard, el filósofo francés transfirió a la actividad del intelectual “la responsabilidad intacta de curar al mundo de la alienación” (93).

Introdujo las reflexiones sobre Victoria Ocampo dispersas en los diversos ensayos que pertenecen al ciclo de producción que incluye Buenos Aires, vida cotidiana y alienación (1964), Eva Perón ¿aventurera o militante? (1966), Apogeo y ocaso de los Anchorena (1972) y Los oligarcas (1971). Si bien en estos trabajos compartió las premisas y los supuestos teórico-ideológicos con la crítica que selló el período, identificada con la izquierda nacional y sus estribaciones populistas, yo considero que, más allá de los lugares comunes, las lecturas de Sebreli plantearon hipótesis que anticiparon algunas de las líneas de análisis más lúcidas sobre la escritora. La primera alusión a Ocampo pertenece al ensayo sobre Buenos Aires que se convirtió en best seller en la primera edición de 1964. En el capítulo dedicado a las burguesías, se ocupó de su caso particular; la presentó como un personaje emblemático de la manera de vestir de la clase alta. En el contexto del análisis del “juego social” característico de las burguesías reseño y supervisó la vestimenta, el design así como los lugares a “los que hay que ir” -colegios, clubes, lugares de veraneo exclusivos- en tanto requerimientos y factores que cumplen funciones de aglutinantes sociales.

La construcción de Ocampo como personaje plantea la cuestión del sujeto en términos de identificación; el carácter emblemático, por su parte, sugiere hasta qué punto, según Sebreli, están condicionados por la clase el conjunto de los comportamientos sociales. Ambas premisas agencian una política de lo identitario, a partir de la cual el ensayista le adjudica a Ocampo una subjetividad plenamente burguesa, acorde a su condición de miembro de una familia de la burguesía terrateniente. La misma operación se replica en los ensayos sobre Eva Perón y los Anchorena.

A Victoria Ocampo, heredera de una gran familia burguesa, le tocó vivir sus primeros años en la época de gran prosperidad de su clase, no supo nunca de pobrezas y humillaciones, y el único peligro que corrió fue el de ser víctima de su propio medio. (Sebreli 1966:32)

Como vemos en la cita, la apelación a la figura de la heredera no sólo reivindica el interés que adquiere la familia como elemento fundamental de la sociedad de clases, sino también, o sobre todo, subraya el interés que esta posee en tanto receptáculo de la propiedad privada. A propósito de los Anchorena, Sebreli recuerda que “(f)amilia patriarcal y propiedad privada son la misma cosa” (1985: 26). Mediante la imagen que evoca a Ocampo en su condición de “heredera de la gran familia burguesa” introduce como cuestión el testamento, la herencia, en suma, el legado de los bienes materiales y simbólicos en torno a los cuales se ligan subjetividad y propiedad. Así pensado lo identitario refleja la pretensión de definir al sujeto como entidad monádica y estable, pero también vinculado con la idea de totalidad; más específicamente, en el pensamiento de Sebreli la problemática de la subjetividad queda asociada al deseo de apropiación de la totalidad así como la imagen de la heredera se superpone con la de propietaria, al relacionarse con “la lógica triunfalista del poseer que siempre supone domésticos, pensionistas, guardias, pero sobre todo propietarios” (Laplantine y Nouss: 23). Precisamente Sebreli identifica a Victoria Ocampo con “(e)sta arrogancia de la propiedad, de la apropiación y la pertenencia, que trae aparejado un sentimiento de plenitud (el estado de sujeto a quien nada le falta)” (23- 24). Por eso mismo, como si fuesen posibles las representaciones claras, le atribuye una identidad saciada, en oposición a las ideas de inestabilidad y desequilibrio que postula el pensamiento del mestizaje, según el cual las subjetivaciones están ligadas a las experiencias del desgarramiento y del conflicto. No es que el crítico ignore por completo los conflictos que sacuden la relación de Ocampo con la clase, sino que los minimiza. Las contradicciones y tensiones que se le planteaban, o mejor, que ella le planteaba a la clase social, al querer ser actriz y terminar siendo escritora, recién serán puestos en valor cuando reescriba estos ensayos en los 80 y 90. En las versiones originales, en cambio, subrayó los condicionamientos sociales y las limitaciones que estos impusieron a la voluntad de rebelarse.

También Victoria Ocampo fue una rebelde, pero no contra una clase opresora, sino apenas contra su familia, no contra un sistema económico, sino apenas contra algunas de sus caducas expresiones morales y culturales, no contra los privilegios y las injusticias que impone una clase dominante sobre otra, sino apenas contra los que impone la sociedad masculina sobre la mujer. (Sebreli 1966: 32-33)

Para Sebreli, el “ser burguesa” le impidió a Ocampo llevar a cabo un acto de transgresión verdadero, a diferencia de lo que pudo esa otra mujer famosa, la enemiga acérrima bastarda y sin herencia Eva Perón, a quien las condiciones adversas de su infancia liberaron “de las sutiles cadenas de las que nunca pudieron liberarse tantas otras mujeres de la burguesía” (33). Guiado por las consignas que entretejen el contrapunto, reconstruyó la biografía de la heredera burguesa; como parte del legado familiar identificó y reseñó el carácter reaccionario propio de la conciencia e ideología de clase, ya que: “(m)ás que por la educación deliberadamente prejuiciosa que los padres puedan inculcar a sus hijos, es esa estructura pseudo feudal propia de la familia, la que educa al individuo en el seno del hogar para amoldarse a la sociedad autoritaria formándole una concepción conservadora del mundo” (1985: 19-20). En cuanto al aprendizaje y los modos en que la clase moldea la experiencia y la sensibilidad, siguió al Sartre sobre Flaubert. Al mismo tiempo advirtió que cada quien hace la experiencia de su clase a través de las vicisitudes de una historia familiar. Como parte de esas vicisitudes reconoció desvíos y deslizamientos en el gusto y la sensibilidad estética de Ocampo, como por ejemplo, las inspiraciones vanguardistas vía Le Corbusier. A propósito, resulta tan útil como interesante el capítulo que dedicó a la descripción de “Las casas de los Anchorena” (1972): por contraste permite ver bien el canon arquitectónico con el que rompió Victoria Ocampo. También son interesantes, para cotejar las diferencias con la ensayada por Victoria, las descripciones de las veladas y tertulias sociales que componen la mundanidad de las mujeres burguesas. Pienso, por ejemplo, en la semblanza que traza de Inés Anchorena de Acevedo: “en cierto modo una forma de dandismo femenino de la época que creó a su alrededor un mundo de artificio - muy Hollywood de los años treinta- con orquídeas en cajas de celofán y pecheras blancas bailando al compás del último ritmo de moda en los lugares más sofisticados de Buenos Aires, Mar del Plata o París” (1985: 269).

De todos modos, más allá de la advertencia sobre estos desplazamientos, lo que se impone como objeto crítico es la estricta correspondencia entre el modo de vestirse a la sans façon y el gusto burgués.1 Desde su perspectiva marxista, Sebreli se detuvo en el carácter fetichista de las cosas, para estudiar “la fascinación que ejerce sobre las distintas clases sociales, determinadas modas de vestimentas, determinados estilos de casas, determinadas marcas de autos, etcétera” (1966: 16). Como buen ensayista reparó en el trajecito chanel, reconoció en el detalle el tipo de elegancia que los ingleses llaman el understatement. Este dato objetivo le permitió confirmar que Ocampo se identifica con la clase, aunque paradójicamente la sencillez fuese el distintivo de una mujer que no necesita presumirse burguesa.

Lleva desde hace años un sencillo “dos piezas” de color azul con el saco puesto sobre los hombros a la ‘sans façon’ aparentando haberse vestido de prisa, como al descuido. La burguesía antigua huye de la elegancia demasiado estridente, chillona, se siente segura de sí misma y no necesita llamar la atención como la clase media” (1964: 55)

Para Sebreli, lector de Veblen y de Simmel, la relación de Ocampo con la moda explicitaba la clase; interpretó la insistencia en el sencillo dos piezas y la simpleza como un gesto de superioridad -que traduce cierto aire de soltura y de autosuficiencia- sobre los excesos típicos de la clase media. ¿Quién era, qué representaba, en el horizonte de las transformaciones económicas operadas durante el peronismo, esa mujer nacida en 1890? Era algo así como una superviviente, o literalmente, representaba a la “última heredera de la tradición cultural y estética de la oligarquía liberal ilustrada agonizante”. Específicamente, se refiere a “las sucesivas generaciones de intelectuales del 37, del 52 y del 80, cuyo paradigma fue Sarmiento, y que a su vez formaban parte de todo una corriente de intelectuales del siglo XIX y comienzos del XX en América Latina, Europa Oriental, Rusia y China, para quienes el europeísmo el ‘occidentalismo’ y el antitradicionalismo` eran el medio de salir del atraso cultural también social y económico” (1997: 449-50). Al identificarla con la burguesía terrateniente, en el contexto del proceso de industrialización, la construyó como un personaje histórico en vías de extinción, que “cierra el círculo abierto en el siglo XIX, con un estilo de vida que carecieron las clases dirigentes que la sucedieron” (448).

Si estos enunciados se revelan asertivos y categóricos es porque postulan la existencia del ser en sí previa a la escritura y el ser como entidad ontológica. Consecuentemente, las operaciones críticas tienden hacia lo identitario y la identificación y no a la identidad ni al proceso de subjetivación. Sebreli desarrolló una lectura muy pegada a la biografía del “personaje”; a su vez entiende la biografía como un relato fáctico antes que como una narración o construcción. En consecuencia, si bien la reconoce como una escritora en primera persona y lee -como fuentes- sus textos, no piensa en la subjetividad como construcción discursiva ni tampoco en el proceso de subjetivación en la escritura, sino que analiza el personaje casi como si fuese de carne y hueso, es decir, como un sujeto que posee entidad plena, existencia previa. En este sentido, a propósito del sujeto biográfico, incurrió en cierto esencialismo así como también es esencialista la idea que tiene de las clases sociales, a las que, según él mismo admite, considera como entidades ontológicas (1997).

Por otro lado, quiero señalar la concepción humanista según la cual definió a Victoria como portadora y árbitro de sus propios significados y prácticas. Terán (1993) observó que esta concepción conformaba un suelo ideológico común para la izquierda intelectual de la década del 60. Se trata de una perspectiva monádica que concibe el sujeto como un ser en sí mismo y como afirmación del sí. Ligado a las ideas de integridad y ensimismamiento, el sujeto pleno es coincidente consigo mismo. De ahí que, más que detenerse en los deslizamientos o conflictos, aquello que el ensayista pretendía era exhibir su integridad. Por lo mismo, reconstruyó una versión de Ocampo que la revela como un personaje compacto, de una sola pieza podríamos decir. A su vez estas premisas se proyectan en la búsqueda de la unidad de sentido entre el ser y la obra: ser una misma y ser una con la obra. La voluntad de totalidad que animó a Sebreli ¬-así como al conjunto de la crítica ideológica- lo llevó a identificar la literatura y la vida, y a ambas con la ideología de clase. Nicolás Rosa ya había advertido, acerca de la actividad crítica de Viñas, sobre la íntima relación de los fenómenos económicos y la literatura como nexo de causalidad (Peller 2016). Para Sebreli, Ocampo al escribir se mostraba idéntica a sí misma y también fusionada con su propia prosa; en ese sentido señaló la filiación entre esta y el estilo de los escritores de la generación del 80. Reparó en la configuración formal de los escritos de ella como parte del legado. Por esa vía, finalmente encontró en la hibridez discursiva y el carácter fragmentario y a la vez autobiográfico de sus escritos la marca en el orillo.

¿Cómo preservar el discurso de la aseveración sin fisuras? ¿Cómo matizar y orientar la perspectiva crítica hacia la negación, la duda, la interrogación, la suspensión de los juicios de valor? Estos dilemas asaltaron al propio Sebreli en ocasión de la reescritura de los ensayos, veinte años después. Igual que Barthes, intuyó que, para desestabilizar el carácter asertivo, es necesario en primer lugar batallar con la lengua y el discurso “naturalmente asertivos”. Por eso renegó de la retórica marxista panfletaria de aquella época y se dispuso a cambiar el tono denuncialista que por entonces compartió con la crítica militante. Deja testimonio de esta voluntad de retractarse en el prólogo a la reedición de 1985 del ensayo sobre los Anchorena, escrito en 1972:

He tratado de limpiar la prosa de cierto maniqueísmo panfletario, de cierto reduccionismo simplificador influido por el clima exacerbado de los años 70 en que se escribieron los borradores, debo aclarar que la obra sigue teniendo, no obstante, una inocultable intención crítica. (12).

En la reescritura no se desembarazó de la problemática de la dimensión ideológica de clase, pero sí introdujo matices. A diferencia de la lectura de Viñas -publicada en los 90- que no ve fisuras ideológicas sino las marcas que deja en la subjetividad la enfermedad, el envejecimiento y la muerte próxima, Sebreli matiza la condición burguesa de Ocampo. De todos modos, aunque ya no la estudiase como expresión típica de la oligarquía, siguió privilegiando la clase como el atributo principal. “Victoria Ocampo era por cierto una oligarca, pero no todas las oligarcas eran Victoria Ocampo. Las damas de la alta sociedad, como se decía entonces, no empleaban su dinero y su tiempo en la difusión de las letras ni abrazaban la causa del feminismo ni transgredían costumbres establecidas, ni se animaban a proclamar su agnosticismo; nada tenían en común con Victoria” (1995: 444). También se distanció de la doxa de la crítica ideológica, cuando defendió el universalismo de Ocampo. De todos modos mantuvo intacta la distribución binaria cosmopolitismo/nacionalismo, porque sobre todo lo que quiso reivindicar fue el hecho de que la escritora fuera antinacionalista, antiperonista. En consecuencia, pensó el universalismo de Ocampo como una categoría abstracta, ajena a los procesos de subjetivación. Por consiguiente, ignoró los trastornos que le provocaba sentirse ciudadana del mundo.

Justamente seguir la huella de esos trastornos orienta mi lectura hacia una serie de interrogaciones. ¿Es posible leer el cosmopolitismo de Ocampo por fuera del esquema binario? ¿Cuáles son los trastornos que el sentimiento universal provoca en la identidad de la escritora? Estas son algunas de las cuestiones que intento problematizar, para comprender y desplegar en su complejidad, los procesos de subjetivación cosmopolita que tuvieron lugar en el contexto de la obra testimonial de la escritora.

La imagen “vivir entre lenguas” (Molloy 2016) me sirve para introducir una cuestión clave, como es la condición de escritora bilingüe. En principio, se declara deudora de aquellas teorías que identifican lo intersticial como marca diferencial del lugar alternativo que construyen y ocupan los escritores latinoamericanos, cuando se los analiza en el contexto de la globalización. Silviano Santiago (2000) identifica el entre lugar del discurso latinoamericano con esos espacios que ponen en cuestión la geopolítica eurocéntrica. Para el crítico, el entre lugar sugiere el dislocamiento que provocó América Latina en la partición binaria centro/periferia, pero también releva el potencial político que adquieren, cuando se interpretan en términos de contaminación, las operaciones lingüístico-culturales tendientes a horadar los conceptos de unidad y pureza. En la misma dirección, Laplantine y Nouss, como parte de su cuestionamiento del multiculturalismo, se esfuerzan por elaborar un pensamiento del mestizaje a partir del cual problematizan las ideas de fijeza y de estabilidad que sostienen las políticas identitarias. “El mestizaje traza esa tercera vía entre el comunitarismo y la asimilación, la única apta para reconocer la movilidad, la inestabilidad de las culturas y de las identidades culturales” (35).

Victoria Ocampo vivió entre lenguas porque pensó y escribió en francés antes que en español. Si bien asumió el hecho con naturalidad -ya que esa fue la lengua en la que se alfabetizó- escribir en lengua extranjera, lejos de ser un don, pasó a ser un “drama”, como prefirió llamarlo ella, cuando se inició como escritora, más precisamente, a partir del dilema de orden ético pero también político que se le planteó al sentirse interpelada por la cuestión de para quién escribe. Desde el momento en que reconoció que es “principalmente aquí, en mi tierra, donde tengo que decirlo, y en una lengua familiar a todos” (1935: 32), traducir se convirtió en sinónimo de escribir, y escribir para publicar, en un drama.

Los conflictos entre lenguas -materna y extranjera- que narra Ocampo en primera persona parecen plantearse en torno a aquella situación paradójica que según Derrida (1997) se produce entre el “tener más de una lengua” y “no tener ninguna”; en el contexto de esa “contradicción performativa” que sintetiza el querer simultáneamente escribir en francés y poder comunicarse con sus compatriotas, la traducción de sus textos al español se impone al menos como una salida.2 No obstante, Ocampo no puede sino vivir como un “tormento” la experiencia de dislocación que tal dualidad supone. Aun cuando estuvo dispuesta a pagar el precio de ser traducida o de traducirse ella misma, no permaneció insensible a la violencia que lleva implícita el hecho de tener que decir algo en otra lengua. Si bien apreciaba el aporte principal que representan las traducciones al agenciamiento cosmopolita, en el contexto de su propia escritura, en cambio, lejos de apreciarla más bien sufrió la traducción como una instancia de pérdida. De acuerdo con una concepción romántica, pensaba que “cada lengua tiene su espíritu, su carácter particular” (1966: 84); desde esta perspectiva son intraducibles los “giros reveladores de una forma de ser, de una tendencia, de una peculiaridad, buena o mala” (87). Peor todavía, ella temía que aquello que se pierde en el pasaje de una lengua a otra no sean sólo las inflexiones idiosincráticas de una cultura, sino también los matices subjetivos que adquiere la lengua a través del uso particular; en su caso, lo intraducible serían las resonancias afectivas de la infancia. “Hay para mí en las palabras francesas, aparte de todo lo demás, un milagro análogo, de naturaleza subjetiva e incomunicable (…) Del francés la neige ne sera jamais enlevée” (1935: 40). En conclusión, al asumir el imperativo de la traducción en nombre de la voluntad de comunicación con sus compatriotas, ella sabía que resignaba algo de su identidad o, tal vez habría que decir mejor, de su propia alteridad:

No me reconocía en ellas [las traducciones]. Eran espejos cóncavos o convexos. (…) La dualidad de idiomas se levantó de pronto ante mí, contra mí, amenazante. Como algunos cuerpos, yo cristalizaba, según las circunstancias (léase el idioma), en dos figuras geométricas diferentes (2013: 24).

¿Por qué reconocía el francés como primera lengua? Porque había establecido con él un vínculo de afiliación, en el sentido en que lo define Said (2004). Ese afiliarse a una lengua extranjera que no le pertenecía por nacimiento, en su caso, remitía mucho menos a la actitud afrancesada que le reprocharon Daireaux y sus detractores nacionalistas, que a la relación de intimidad que estableció con la lengua y su literatura desde la más temprana infancia. En consecuencia, la afiliación no se resume como marca de clase ni como síntoma de afectación. Tampoco se corresponde con el prejuicio -ahora sí de clase- que adoptó ante la lengua española, sino más bien con algo del orden de la experiencia y de lo vivido. Las nanas, las rimas, los relatos infantiles, los rezos llevan su acento. En definitiva, las “palabras francesas” -así se refiere Ocampo a la lengua- poseen resonancias y reminiscencias infantiles, conservan la memoria del primer amor por los libros y de las primeras experiencias de lectura. Así como las resonancias fónicas, aunque también íntimas y afectivas, eran ecos de aquellos sonidos de la infancia que se acoplaron a las voces de los libros mientras leía. Como buena lectora de Proust, Ocampo no desconocía que la experiencia de la lectura incluye también “el viento rápido y el sol brillante que hacía cuando leíamos” (1935: 32). Por eso mismo, los sonidos de las palabras francesas se mezclaban con los gritos de los vendedores ambulantes, mugidos de vacas y balidos de carneros, el canto de los pájaros, el croar de las ranas y el cri cri de los grillos. “Mientras mis ojos ávidos no atendían sino al libro, mi oído y mi olfato registraban cosas, por su cuenta. ¡Por el solo hecho de seguir respirando, todo se mezclaba, se asociaba para siempre, sin advertirlo yo” (1963: 143). El carácter mestizo de la escucha hizo que, el mezclarse con los sonidos del medio local, la lengua extranjera perdiese homogeneidad y pureza, que el francés se modulase con un acento propio, distinto del original. Esa entonación o timbre particular que adquirieron tanto el francés como el español peninsular, a la vez que dislocaba las lenguas, traducía, en su dislocamiento, la experiencia in between, ese vivir entre lenguas que configura la subjetividad cosmopolita.

Por otra parte, la afición por los libros ingleses y franceses incentivó en Ocampo aquellos “deseos de mundo” que le permitieron inventar líneas de fuga y resistencias en el contexto de las disputas que, desde los 30 y los 60, protagonizó con las formaciones culturales nacionalistas vernáculas. Siskind (2016) define como “deseos de mundo” la estructura epistemológica y las pulsiones libidinales conforme a las cuales se configuran las subjetividades cosmopolitas en el caso de los escritores latinoamericanos. Para Ocampo el mundo no se correspondía con el globo terráqueo sino más bien con aquellos espacios que habitaba sobre todo con el pensamiento, la imaginación y el deseo. Desde esta perspectiva, “la pasión del universo” -por citar la frase de Paul Claudel que ella hacía suya- cuyo derecho reclamaba, remitía menos a un universalismo abstracto que a otro particular acotado a Europa, o más precisamente a Francia e Inglaterra, cuyas culturas aprendió a amar desde muy pequeña a través de sus lenguas y literaturas. El derecho que Ocampo exigía no era otro que el derecho a la universalidad mestiza, a la mezcla y el entrecruzamiento del propio lugar con el mundo, un espacio similar al que sugieren aquellas obras que por estar “más enraizadas en su tierra la mezclan a todas las tierras” (1941: 98). Tal es el caso de Cumbres Borrascosas, la novela de Emily Brönte cuya lectura la lleva a reconocer “su propio y enajenable desierto”: “al escuchar gemir el de Wuthering Heights. El viento de Wuthering Heights no llega sino a quienes conocen ya una queja semejante: la que sube desde su propia tierra y desde su propio enajenable desierto” (98).

En la confluencia del áspero viento británico y el que sube desde la pampa no se traduce sino el punto de convergencia entre cosmopolitismo y nacionalidad en torno al cual construye Ocampo, por decirlo en sus propias palabras, la “argentinidad de extranjerizante” con la que se identifica. Si la novela inglesa la lleva a experimentar lo que hay de más singular y de más universal en el paisaje natal, es porque ella se declara inmune a cualquier pretensión esencialista. Por lo mismo, se resiste a las estrecheces propias de una política identitaria. A la vez, piensa su lugar en el mundo alejándose tanto del reflujo de lo que excluye o particulariza como de lo que abstrae o generaliza. En definitiva, a través de la experiencia de vivir entre lenguas y al calor de sus deseos de mundo Ocampo configura una subjetividad cosmopolita móvil o más precisamente habría que decir movida, como se dice de una fotografía fuera de encuadre.

Estoy en donde no estoy, como decía Gabriela Mistral. En aquellas horas de lectura, no estaba en San Isidro o en la calle Viamonte 482: estaba en Francia, en Inglaterra. Y ahora, cuando estoy en Francia o en Inglaterra de veras, suelo estar acurrucada en un sillón que lleva las fundas del verano sanisidrense. (1963: 145)

El desencuadre tiene que ver con la inestabilidad que la constituye como sujeto. La experiencia de “estar donde no estoy” desbarata lo identitario, al suspender la pretensión de pertenencia, al mismo tiempo introduce un tercer término. No se trata entonces de ver las rupturas y los desplazamientos que agenciaba Ocampo respecto de su clase -porque seguiríamos pensando en una identidad plena con matices- sino de pensar en la tercera vía entre lo homogéneo y lo heterogéneo del universalismo mestizo. Por su parte, Barthes relaciona el tercer término con lo neutro y la suspensión de “la estructura atributiva del lenguaje: es esto, aquello, esta relación con el ser, implícita o explícita” (96). El adjetivo en su función calificante se adosa a un sustantivo, a un ser. ¿Qué cosa ocurre si no es esto mismo con los epítetos de Sebreli? Simultáneamente que la designan burguesa, oligarca liberal en extinción, sellan “el ser como una imagen fija, lo encierran en una especie de muerte (epíthema: tapa, ornamento de tumba)” (Barthes: 103). Como antídoto contra la fijeza, se impone la potencia de lo neutro, ese tercer término inaudito, excéntrico con el que se identifica Victoria cuando proclama: “Soy lo otro. Pero ¿qué?” (1979: 61).

Notas

*María Celia Vázquez estudió Letras en la Universidad Nacional del Sur (Bahía Blanca), donde se desempeñó, hasta 2018, como Profesora titular de Teoría y Crítica Literaria. Realizó una Maestría en Letras Hispánicas en la Universidad Nacional de Mar del Plata y se doctoró en la Universidad Nacional de Rosario. Es autora de Victoria Ocampo, cronista outsider (Beatriz Viterbo, Fundación Sur, 2019). Compiló con Alberto Giordano Las operaciones de la crítica y dirigió el volumen Debates intelectuales en el contexto del peronismo clásico. En 2017, obtuvo una mención honorífica, categoría ensayo, del Fondo Nacional de las Artes.

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1 Sebreli en los 60 introduce el tópico del design y del gusto de clase como un aspecto decisivo para comprender la subjetividad y el agenciamiento de Victoria Ocampo, una línea de trabajo que desarrollará Beatriz Sarlo en los ochenta. También analiza el desempeño de Ocampo como taste maker; la incluye en una serie de mujeres taste makers: Coco Chanel, Diana Vreeland, Misia Sert y Eugenia Errázuriz.Sarlo lo retoma en este punto y en el señalamiento de las contradicciones y tensiones con la clase.

2Derrida se refiere a la situación que se plantea a partir de la imposición a alfabetizarse y hablar en una lengua que no es propia, sino impuesta por los colonizadores. Específicamente se refiere a los hablantes africanos de Argelia y el francés.

Recibido: 21 de Febrero de 2020; Aprobado: 21 de Abril de 2020

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