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CELEHIS (Mar del Plata)

versión On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.40 Mar del Plata dic. 2020

 

Notas

Abelardo Castillo: cuando éramos felices

Cristina Piña1 

1 unlp

Muchas veces, cuando conocemos a alguien, por más que antes de hacerlo pensemos que será difícil acercarnos a él, sobre todo cuando se trata de un escritor prestigioso, todo termina en amistad -la cual en el caso de Abelardo y yo, se extendió a lo largo de los años- y en un contacto fecundo y revelador, tanto literario como humano.

Fue lo que me pasó con Abelardo cuando, en 1973 ó 74, entré por primera vez en su departamento de Pueyrredón y Corrientes, a raíz de una investigación que estaba haciendo para el CONICET, del que era becaria.

Me habían hablado mucho de él y había leído sus cuentos, por lo que sentía una especie de respeto mezclado con temor por él, el último de los cuales se desvaneció apenas empezamos a hablar. Y fue una de esas charlas reveladoras y fructíferas: más allá de las preguntas que me respondió respecto de su obra literaria, empezamos a experimentar una empatía que terminó en que Abelardo me invitara a asistir a las reuniones que se hacían en su casa con otros muchos escritores jóvenes, o aspirantes a escritores, como era mi caso. A ese grupo variado iba como a un auténtico “lugar de reunión”, donde además de escuchar al “maestro” -porque todos lo sentíamos así- leíamos nuestros textos, aprendíamos de sus correcciones y comentarios y nos íbamos convirtiendo en sus discípulos.

Y no era cuestión de que sólo Abelardo fuera un acertado y preciso maestro para el cuento o la prosa en general, sino que de sus comentarios y su mención de escritores -que por supuesto no habíamos leído- se fuera formando nuestra “biblioteca”, cuyo carácter imprescindible fue demostrando el paso del tiempo. En mi caso, como poeta, Abelardo me ayudó muchísimo porque no era sólo un excelente lector de poesía, sino porque él también había escrito poemas, si bien nunca quiso mostrarlos.

En esas reuniones fervientes y de larguísimas horas de duración, lentamente se fue formando un grupo sólido y lleno de puntos en común, que culminó con la formación de la revista El ornitorrinco.

El tiempo histórico era siniestro: había comenzado la dictadura con sus matanzas y secuestros, casi el primero de los cuales del ámbito literario fue el de Haroldo Conti, amigo de Abelardo, y de quien supimos en seguida su terrible destino. Y a él le siguieron muchos, que enlutaron nuestra realidad más allá de lo imaginable.

Como reacción a esa brutalidad, Abelardo tuvo la idea de una revista que, más allá de la ideología de cada uno, expresara nuestra coincidencia en el repudio de la dictadura de todos y cada uno de nosotros, y la voluntad de crear un espacio de debate y expresión ante las circunstancias. Pero también de intercambio de textos, generalmente nuestros pero también de otros escritores y pensadores americanos y europeos, así como de instituciones fundamentales de ese momento, como la Asamblea de los Derechos Humanos, una de cuyas cartas fue el editorial de nuestro primer número.

En la distribución de las responsabilidades dentro de la revista, tuve la suerte de que Abelardo me confiara la dirección de la sección Poesía, que retuve unos números, pero que cuando Daniel Freidemberg volvió a conectarse con Abelardo -era él quien había cubierto ese rol en El escarabajo de oro- lo compartió conmigo, hasta que abandoné la revista tiempo después por el aumento de mis actividades y mis ocupaciones familiares.

Pero esa ausencia no implicó, en absoluto, que Abelardo -y Silvia- desaparecieran de mi vida, sino que continuamos vinculados, no sólo por una amistad que se fue ahondando con los años, sino por los sucesivos trabajos y reseñas que hice sobre su obra, así como por su atenta lectura de mis poemas y sus sugerencias ante cualquier punto mejorable.

A veces nos veíamos seguido, a veces más distanciadamente, pero a lo largo de los años disfrutamos de momentos especiales y entrañables en San Pedro -con amigos comunes como Pablo Suñer y Edna Pozzi- y en su departamento, donde nos reuníamos con otros amigos asimismo de años atrás, entre los cuales Liliana Heker era fundamental y con quien anudé una amistad íntima. También en mi casa, pese a que era muy difícil sacarlo a Abelardo de su cueva.

Cuando Abelardo murió -algo increíble, más allá de su edad, para quienes lo conocíamos y queríamos- fue como si una gran cantidad de personas, sobre todo escritores, nos quedáramos sin padre, sin maestro, sin esa mirada que siempre acertaba al leer un texto y marcar lo que estaba bien, lo que sobraba, lo que directamente era malo. Siempre con una autoridad inapelable pero sin molestar al autor, que lo sentía como una verdadera ayuda.

Por eso, creo que todos los que lo conocimos y especialmente los que tuvimos la suerte de formar parte de El ornitorrinco seguiremos por largo tiempo extrañando esa voz tan excepcional -como raspada, llena de accidentes, montañosa, áspera e íntima a la vez- que, al menos a mí, cada vez que la escuchaba en el teléfono, me hacía saltar internamente de alegría y tenía la virtud de remontarme a aquellos lejanos días, a nuestras reuniones y al calor de una amistad confirmada a lo largo de los años.

Siempre extrañamos a los que no están, pero cada persona que nos falta nos produce un dolor distinto. En el caso de Abelardo, me enfrenta con el duelo de haber perdido a mi maestro de años, a esa mirada atenta que descubría valores y defectos en lo que escribía y que podía ponerse helado ante un error indigno de uno mismo, o compartir su mirada brillante y su alegría ante un acierto.

Si todos los ausentes faltan, es como si algunos faltaran más y el duelo se renovara, sin un ápice de disminución, cada vez que la persona querida vuelve a pasar por nuestra memoria.

Con Abelardo es infaliblemente así.

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