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CELEHIS (Mar del Plata)

versión On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.40 Mar del Plata dic. 2020

 

Notas

Abelardo Castillo. ¿Qué importa quién habla?

Abelardo Castillo. What does it matter who is speaking?

Clelia Moure1 

1 Universidad Nacional de Mar del Plata, Ce.Le.His.

RESUMEN

El artículo realiza una lectura de dos cuentos de Abelardo Castillo: “El candelabro de plata” (1961) y “Thar” (1992). A través de esa lectura, se postula la existencia de instauradores de discursividad (Foucault 1969) en el campo literario. Para probarlo, se establecerán vínculos productivos entre los cuentos de Castillo y las obras de Edgar Allan Poe y Jorge Luis Borges.

PALABRAS CLAVE: Castillo; Poe; Borges; transdiscursividad

ABSTRACT

This paper does a reading of two stories by Abelardo Castillo: “El candelabro de plata” (1961) and “Thar” (1992). This reading postulates the existence of instators of discursiveness (Foucault 1969) in the literary sistem.Irorden to prove that possibility we’ll establish links between Castillo’s stories and Poe’s and Borge’s works.

KEY WORDS: Castillo; Poe; Borges; Trans-discursiveness

¿Los fervorosos que se entregan a una línea de Shakespeare no son, literalmente, Shakespeare?

Jorge Luis Borges, “Nueva refutación del tiempo”

Tomo la genial pregunta de Samuel Beckett como subtítulo de esta reflexión porque considero que la obra de Abelardo Castillo se inscribe en la estela de esa pregunta irreverente.

Desde luego y como señalara Agamben en su inolvidable “El autor como gesto”, el famoso enunciado encierra una contradicción que trataré de explorar en las páginas que siguen. Para negar la relevancia de la identidad autoral, para convertirla en ausencia, es necesaria una escritura que afirme la necesidad insoslayable de un autor. Por supuesto, Agamben lo dice mejor:

Si llamamos gesto a aquello que permanece inexpresado en todo acto de expresión, podremos decir, entonces, que exactamente igual que el infame, el autor está presente en el texto solamente en un gesto, que hace posible la expresión en la medida misma en que instaura en ella un vacío central (2005: 87).

No sé si Abelardo Castillo -quien fuera narrador, dramaturgo y ensayista excepcional- sufrió la angustia de las influencias; tampoco intentaré revisar exhaustivamente y menos aún -cosa imposible- “rastrear” en la obra sus preferencias literarias. Lo que me propongo señalar (porque se me impuso en la lectura de muchos de sus cuentos) es una ambigüedad inquietante: la de no saber quién habla en ese texto. Ese es el vacío central que instaura el gesto de Castillo. Desde luego, no hay dudas de autoría en el sentido técnico de la palabra; y, por supuesto, no hay la más mínima sombra de imitación o copia. Lo que observo aquí es una operación de escritura que realiza el autor Abelardo Castillo y a cuya participación productiva es invitado el lector. No veremos -en los dos cuentos analizados por lo menos- ningún caso de intertextualidad (no hay citas ni alusiones directas o guiños y mucho menos plagio); tampoco se percibe (o yo no he descubierto) el efecto inconfundible de la reescritura.1 La construcción de lo indecidible es de otra naturaleza: Castillo escribe y hace hablar al otro, y lo consigue con maestría singular; lo cual es parte, paradójicamente, de su sello de autor: es una de las condiciones de su producción.

Toda hipótesis crítica debe ser justificada. Para ello elegí dos cuentos muy alejados en el tiempo (si atendemos a la fecha de su publicación). Uno integra la primera colección de relatos de Castillo: Las otras puertas, de 1961. Su título es “El candelabro de plata”. El segundo está recogido en una de las últimas: Las maquinarias de la noche, de 1992. Su breve título es “Thar”. En el primer momento de esta reflexión, intentaré establecer un diálogo productivo entre mi lectura de “El candelabro de plata” y la concepción borgeana del autor pivoteando en dos relatos insoslayables: “Pierre Menard, autor del Quijote” y “Nueva refutación del tiempo”. Para iniciar el recorrido, quiero proponerle al lector o a la lectora de estas líneas que me acompañe en una interesante constatación: Abelardo Castillo refuta una afirmación muy categórica de quien ha sido uno de los pensadores más deslumbrantes del siglo XX, cuyas formulaciones han generado debates y reflexiones mucho más allá de su muerte, razón por la cual tiene en la escena epistemológica actual una vigencia indiscutida. En ese sentido y en sus propias palabras, cabe decir que Michel Foucault es un instaurador de discursividad.2

Me voy a detener en un texto muy transitado pero poco discutido -a mi juicio- de este pensador excepcional, a quien tanto le debemos los amantes de la filosofía, la teoría y la crítica literaria. Se trata de la conferencia inaugural de 1969 en el Collège de France.3 En ella sostiene que hay autores que “no son solamente los autores de sus obras, de sus libros”, sino que, además, produjeron “la posibilidad y la regla de formación de otros textos” (32). Los llama “fundadores de discursividad” y no podemos desconocer que tiene razón si tenemos en cuenta los ejemplos que él nos da: Freud y Marx. Desde luego, “Freud no es simplemente el autor de la Traumdeutung [...] Marx no es simplemente el autor de El manifiesto o de El capital: establecieron una posibilidad indefinida de discurso” (32). Hasta aquí, me resulta imposible no estar en un todo de acuerdo. Lo curioso es que niegue esa posibilidad para la literatura. Foucault afirma -con un énfasis y una certidumbre que invitan poderosamente a desconfiar- que ni siquiera los “grandes” autores de textos literarios pueden ser considerados instauradores o fundadores de discursividad, por cuanto ellos “en el fondo” no son sino los autores de sus propios textos. A lo sumo les concede a algunos autores como Ann Radcliff (y el ejemplo es muy tramposo) que hayan abierto “el campo a un cierto número de semejanzas y de analogías que tienen su modelo o principio en su propia obra” (32). En cambio, sigue argumentando el pensador francés, los instauradores de discursividad “hicieron posible (también) un cierto número de diferencias. Abrieron el espacio para algo distinto a ellos y que sin embargo pertenece a lo que fundaron” (33).

En pocas palabras: Foucault les otorga a los filósofos, teóricos o pensadores la posibilidad de crear algo más que textos; la posibilidad de instaurar o fundar discursividad por haber creado no sólo sus propios libros, sino la regla de producción de otros libros que, de algún modo, “pertenecen a lo que fundaron” (y, por lo tanto, de un modo mediato, o digamos mejor, por su posición transdiscursiva son también “autores” de aquellos textos cuya posibilidad establecieron o fundaron). Podemos pensar fácilmente en otros ejemplos, aunque los que da Michel Foucault (nada menos que Marx y Freud) sean suficientes. Creo que puede tener interés pensar la posición transdiscursiva de Saussure, quien de alguna manera participa en la crisis epistemológica de fines del siglo XIX y principios del XX junto a los dos célebres ejemplos anteriores. Pensemos en la impronta decisiva de Saussure en los desarrollos teóricos de Benveniste, en la teoría estética de corte sociológico de IanMukařovský, en las postulaciones centrales del psicoanálisis lacaniano.

Ahora bien, afirmar que la literatura sea ontológicamente incapaz de instaurar discursividad (es decir, siguiendo la argumentación de Foucault, incapaz de producir algo más que libros y obras); negarles a los autores de literatura la posibilidad de crear o haber creado la regla de producción de otros textos (e incluso de otros objetos artísticos no exclusivamente verbales como la pintura, el cine, la historieta, entre otros) me parece al menos discutible. Tan discutible que la literatura y el arte están llenos de contra-ejemplos. Pero antes de referirme a los ejemplos que nos ofrece Abelardo Castillo en su obra, quiero puntualizar una diferencia sustancial entre las dos formas de transdiscursividad, la teórico-filosófica que postula Foucault, y la literaria cuya posibilidad descarta. Esta instauración de discursividad literaria no funciona de la misma manera que en las potentes líneas de discurso y pensamiento señaladas por Foucault en los dos célebres ejemplos dados por él. En los casos literarios se vislumbra otra operación generada por la admiración, el amor, la pasión o el fervor. En virtud de ese sentimiento nacido de la lectura de otro texto, el gesto autoral instaura la propia ausencia (lo que Agamben llamó un “vacío central”). Se me dirá: es un desafío demasiado ambicioso cartografiar un gesto, y un propósito imposible dar cuenta de un vacío. Sin embargo, esa operación ha tenido lugar incansablemente a lo largo del siglo XX y ha dado en nuestro sistema literario textos de la talla de “Nombre falso” (¿un cuento de Ricardo Piglia o de Roberto Arlt?), de “El candelabro de plata” o de “Thar”.4

1. “El candelabro de plata”

Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo -por consiguiente, menos interesante- que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote a través de las experiencias de Pierre Menard. Jorge Luis Borges. Pierre Menard, autor del Quijote

Las otras puertas se publicó originalmente en 1961 y es la primera colección de relatos del autor. Se divide en cuatro partes desiguales en extensión y en todo sentido heterogéneas. “El candelabro de plata” pertenece a la tercera parte titulada: Infernáculo, y es el cuarto cuento de un total de cinco que configuran esa sección.

Abelardo Castillo se hace presente como autor de este relato al instaurar en él su invisibilidad. Castillo escribe un texto de Edgar Allan Poe (o como a él le gustaba nombrarlo: de Edgar Poe). El gesto ilegible de Castillo hace posible la lectura (tal vez debería decir: ofrece una lectura posible) de este cuento. Es necesario aclarar que dicho gesto de invisibilización, de borramiento del autor, sólo existirá en la medida en que sea actualizado, trazado por el lector. El autor y el lector trabajan juntos para construir ese vacío que repone otra presencia o la presencia del otro: en este caso, la presencia del escritor Edgar Poe.

Nunca he podido dominar mis impulsos. En este sentido me reconozco un sujeto primitivo, puro, incapaz de adaptarme al florido mundo, donde, para tranquilidad de la hermosa gente, se cultivan con sensatez todas las formas del buen gusto, la hipocresía y el cinismo. Pero al menos hoy he comprendido algo; lo he comprendido después de lo que pasó esta noche: soy un hombre bueno. No lo digo, no escribo esto para justificar nada. De ocurrirme semejante cosa debería admitir que yo mismo repudio lo que he hecho, y no es cierto, y aunque fuera cierto: acabo de hacer feliz a un miserable. Quién podría juzgarme, quién sobre la Tierra (quién en el cielo) se atrevería a juzgarme.

Mejor vayamos por partes. Todavía estoy borracho perdido pero trataré de ser coherente (Castillo 86).

El que acabo de transcribir es el comienzo del relato. Como un nuevo Pierre Menard, Castillo no copia ni emula devotamente a su admirado Poe. Escribe un cuento de Poe en la segunda mitad del siglo XX, cuyo escenario es un arrabal porteño (un “torvo café” de un “sórdido callejón” del Dock Sud) y una casona aristocrática venida a menos.5 Escribe con la pasión de Poe, con el saber que le depara el alcohol o el ajenjo (la diferencia es sólo de grado y la dan el siglo y el hemisferio). Castillo deja su huella “en la singularidad de su ausencia” al transponer, con fervorosa entrega, las líneas de fuerza de la escritura de Poe a la suya, líneas que me propongo recorrer por fidelidad al imperativo crítico que enuncié en el tercer párrafo de este comentario; no porque sea necesario ni le haga falta a ningún lector atento de este cuento de Poe escrito por Castillo. A continuación intentaré describir el proceso de la mencionada transposición.

Espacio y tiempo y Borges (o Castillo) ya me dejan

Tiempo y espacio son, posiblemente, las categorías filosóficas más fatigadas por el pensamiento y más enigmáticas para la razón crítica. Borges amaba el idealismo de Berkeley y el empirismo de Hume, y los hizo funcionar juntos para negar el tiempo (o postular que es una “delusión”), para relativizar el espacio y para desmitificar la identidad de todo sujeto consigo mismo. Lo ensayó en multitud de poemas y relatos (el título del presente parágrafo, como el lector recordará, evoca -y entorpece- el último verso del poema “Límites”) y lo fundamentó con textos canónicos de la filosofía en su “Nueva refutación del tiempo”. En el corazón de su argumentación filosófica, Borges recuerda y transcribe una página escrita por él en 1928; se trata del relato “Sentirse en muerte” que registra una experiencia de lo intemporal vivida en una noche serena, caminando al azar por las oscuras y angostas callecitas de Barracas.

La calle era de casa bajas [...] la higuera oscurecía sobre la ochava; los portoncitos -más altos que las líneas estiradas de las paredes- parecían obrados en la misma sustancia infinita de la noche. [...] Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo de hace treinta años... Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. [...] El fácil pensamiento Estoy en mil ochocientos y tantos dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad (Borges 2005: 266).

La posibilidad de que el tiempo y el espacio sean mitologías metafísicas servirá de argumentación a su hipótesis de escritor: el yo es también una ilusión. Sostiene, como Hume, que cada hombre es un atado de percepciones y el tiempo, una sucesión de momentos indivisibles: la “pura representación de hechos homogéneos -noche en serenidad, parecita límpida, olor provinciano de la madreselva, barro fundamental- no es meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es sin parecidos ni repeticiones, la misma” (Borges 2005: 266).

De igual modo el lector de “El candelabro de plata” no repone las alternativas de la consciencia alucinada del narrador protagonista de “El gato negro” o de “El corazón delator”. El lector es el narrador personaje alucinado desde el momento en que participa de sus vivencias, sus terrores y su desesperación. Al mismo tiempo, y abolida la identidad del sujeto, el escritor Abelardo Castillo puede escribir no ya “como Poe” (entendido ese nombre como sustento y representación de una identidad absoluta e inmutable), sino a partir de la experiencia leída y, por lo tanto, revivida en los cuentos del escritor norteamericano; y, entonces, el lector de Poe que es Castillo recorre por primera vez y crea ese delirio febril del asesino (el asesino del viejo con ojo de buitre, el asesino del gato sin ojo, el asesino del viejo checoslovaco son el mismo); las dos tabernas, cada una en su diferencia, juegan en la experiencia sensible del lector/escritor, y los callejones de Baltimore son revisitados en la topografía inconfundible del Dock Sud. Por necesidad narrativa, el delirio criminal en primera persona se profiere en el castellano algo degradado de un psicópata rioplatense.

Tal vez ahora se comprenda mejor lo dicho antes a propósito de la lectura: esta operación de escritura solo será posible en la medida en que sea actualizada, trazada por el recorrido del lector, como su creación fue actualizada en la sensibilidad del lector/autor Abelardo Castillo.

La figura del doble, el lejano Doppelgänger de la tradición germánica que opera subterráneamente en Poe (la ominosa duplicación del gato), se hace presente en el espejo de “la roñosa vidriera del negocio” para acentuar la sordidez del protagonista que está decidido a divertirse “con la degradación de los demás” extremando al mismo tiempo su propia degradación. El narrador protagonista se ve a sí mismo en el viejo checoslovaco y se regocija en ese reconocimiento con un goce perverso. “Pobre viejo: semioculto en un recoveco, siempre igual, como si formara parte de la imagen infame de la cantina, fumando su pipa, mirando fijamente un vaso de bebida turbia” (Castillo 87). Podríamos decir, como Borges al final de su “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, “comprendió que el otro era él”.

“No hay otra realidad, para el idealismo, que la de los procesos mentales; agregar a la mariposa que se percibe una mariposa objetiva le parece una vana duplicación; agregar a los procesos un yo le parece no menos exorbitante” (273), sigue argumentando Borges en defensa de la impersonalidad del creador, convicción que sostuvo y justificó poéticamente en tantos textos. No quiero dejar de citar, a propósito de este verdadero tópico del Maestro, los dos últimos cuartetos del inolvidable “Poema de los dones”, publicado en 1960 en El Hacedor:

¿Cuál de los dos escribe este poema

de un yo plural y de una sola sombra?

¿Qué importa la palabra que me nombra

si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido

mundo que se deforma y que se apaga

en una pálida ceniza vaga

que se parece al sueño y al olvido.

Groussac o Borges, Castillo o Poe, Kafka o Melville, Piglia o Arlt. La condición indecidible que provoca una escritura atravesada por la admiración y el fervor de otra escritura no tiene solución, no hay equilibrio final ni respuestas tranquilizadoras. La transdiscursividad que Foucault le negó a “los autores literarios” se nos impone aquí como acto de plena escritura y de incuestionable originalidad toda vez que leer es escribir para aquellos autores que se han considerado siempre y primero, lectores agradecidos.6

2. “Thar”

Lichtenberg, en el siglo XVIII, propuso que en lugar de pienso, dijéramos impersonalmente piensa, como quien dice truena o relampaguea. Lo repito: no hay detrás de las caras un yo secreto, que gobierna los actos y que recibe las impresiones; somos únicamente la serie de esos actos imaginarios y de esas impresiones errantes.

Jorge Luis Borges. “Nueva refutación del tiempo”

Como “El Zahir” de Borges, “Thar” es el relato de la escritura de un relato. En esta duplicidad concéntrica se aloja -en los dos cuentos- una historia muy lejana, pero que sacude la percepción del narrador personaje que lleva -en ambos casos- el nombre del autor: en el primero, Borges; en el segundo, Castillo. Ambos distraen o dilatan la escritura de ese cuento con otra escritura menor (la de un relato fantástico, una “fruslería” en el primer caso; la de un relato por encargo, en el segundo). Los dos escritores ponen fin a esas distracciones y se abocan a la tarea de escribir la otra historia, en ambos casos vinculada a una potente tradición del Islam. Hasta aquí, las analogías. Lo interesante, como siempre, se juega en las diferencias.

El cuento de Castillo se remonta al siglo XIII y pivotea entre “la montañosa Hedjaz” y Jeppener, un pueblito perdido en la provincia de Buenos Aires, en la línea del Ferrocarril Roca, entre Brandsen y Altamirano” (349).7 Es la historia de un odio familiar que pervive durante setecientos años y también la historia de un hombre que debe morir.

En el cuento de Castillo la historia narrada se difumina y se pierde, o tal vez deberíamos decir, se bifurca y se hace infinita, como el jardín de Ts’uiPên. Insisten en ella múltiples escrituras; algunas son citadas o brevemente referidas (un libro de Washington Irving, otros dos de Weil y Albufeda; Romeo y Julieta, el Corán) y otras están recorridas y transpuestas aquí por gracia y efecto de la lectura: resuena en todo el cuento como una nota sostenida la escritura de “El Zahir”; se hace presente “La forma de la espada” en la descomunal espada sarracena colgada en la pared de la mercería de Jeppener, pero sobre todo en la cobardía grabada como una cicatriz rencorosa en el alma de Umar; también aparecen como una luz que brilla y que se apaga “Historia del guerrero y de la cautiva” y “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”.8 Pero sobre todo se impone en la lectura de este cuento singular una combinación inesperada de “La otra muerte” y “El jardín de senderos que se bifurcan”. El primero refiere la historia de Pedro Damián, quien debió morir como un héroe en la sangrienta jornada de Masoller, y no de viejo en Gualeguaychú a causa de una congestión pulmonar. Porque “Damián, como gaucho, tenía la obligación de ser Martín Fierro” (Borges 1979: 73-74). Las alternativas del cuento de Borges le dan a Pedro Damián la ocasión de probar su coraje y lucirse en la batalla. Pero la fuerza del relato está en su incomposible verdad, en la afirmación de dos historias contradictorias y ciertas:

Damián se portó como un cobarde en el campo de Masoller, y dedicó la vida a corregir esa bochornosa flaqueza. Volvió a Entre Ríos; no alzó la mano a ningún hombre, no marcó a nadie, no buscó fama de valiente pero en los campos del Ñancay se hizo duro, lidiando con el monte y la hacienda chúcara. Fue preparando, sin duda sin saberlo, el milagro. Pensó con lo más hondo: Si el destino me trae otra batalla, yo sabré merecerla. Durante cuarenta años la aguardó con oscura esperanza, y el destino al fin se la trajo en la hora de su muerte. La trajo en forma de delirio pero ya los griegos sabían que somos las sombras de un sueño. En la agonía revivió su batalla, y se condujo como un hombre y encabezó la carga final y una bala lo acertó en pleno pecho. Así, en 1946, por obra de una larga pasión, Pedro Damián murió en la derrota de Masoller, que ocurrió entre el invierno y la primavera de 1904 (Borges 1979: 77-78).

Con equiparable elegancia narrativa pero sin el recurso a la ficción teológica, Castillo construye un incomposible similar, pero no idéntico.9 La historia de Umar ibnYadir urde un laberinto de tiempo en el que se vinculan dos muertes, una en el año 1340, otra en 1962; una en las áridas tierras de Arabia, otra en la mitad de la pampa. Pero el conflicto más arduo y más interesante está dado en la complejidad del sujeto.

El narrador personaje Castillo llega al pueblo de Jeppener por la cariñosa solicitación de unos primos. Entra por casualidad a la mercería y el mercero le cuenta una historia y le pide que la escriba. Esa historia no ahorra perplejidades: “La historia termina días pasados pero empieza hace siglos”, afirma el narrador. Y no disimula sus hipérboles: “Hubo, mucho antes de nacer Mahoma, en tiempos que los copistas musulmanes llaman los Días de la Ignorancia, en la montañosa Hedjaz, una raza temible por su estatura y por su orgullo: la gigantesca raza de Thamud” (Castillo 349-350). Esa raza quedó partida en dos tribus antagónicas y Umar, que pertenecía a la más piadosa, era precisamente el heredero del Thar, el imperativo de hierro de la venganza intrafamiliar como principio religioso. La palabra Thar estaba grabada en la espada que colgaba, descomunal, en la pared de la mercería de Jeppener (la mercería del “turco Alí” como lo llamaban en el pueblo).

Las historias de Umar y del mercero Alí se cruzan con vaivenes de lanzadera y el lector se pierde en ese laberinto de tiempos, espacios y sujetos, que es también un laberinto de espejos: Umar ibnYadir, el heredero del Thar, que deberá vengar a su tribu degollando al último y bastardo enemigo en 1340, es y no es Omar Jadir, muerto en Jeppener en 1962 en circunstancias oscuras. El traidor es el héroe en la historia que escribirá Castillo; el que fue cobarde en 1340 será valiente en 1962 al morir atravesado por la espada sarracena cumpliendo con el Thar o Talión. Sin parecidos ni repeticiones, las dos historias -la de Umar ibnYadir y la del turco Alí- son una sola y son, también, contradictorias y divergentes, porque como en el jardín y en la novela de Ts’uiPên, los caminos se bifurcan pero no se cancelan:

En la obra de Ts’uiPên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen: por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. [...] [Ts’uiPên] creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades (Borges 1975: 99-100).

Castillo escribe la historia de un mercero del pueblo de Jeppener (que, nos asegura el narrador, existe en el mapa de la provincia de Buenos Aires), que podría ser relacionada por la buena memoria del lector con “cierto recuadro policial del 27 de julio” de 1962. Un mapa y un recuadro policial parecen ser los reaseguros de la Verdad. Pero el relato se encarga de borronear todas las certezas y de construir una endiablada maquinaria de posibilidades múltiples y contrarias que suceden, todas, en la consciencia perturbada del lector. Esa maquinaria (del lado del creador) y esa perturbación (de este lado, el del lector) han configurado un relato tan cierto como imposible que será recorrido por futuros y pasados lectores, para que cada quien pueda afirmar con el narrador de “La lotería en Babilonia”: “He conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre” (Borges 1975: 57), pero también con el narrador de Thar: “Y ahora, mientras releo mis borradores, veo que se produce en la historia algo así como un mínimo milagro” (Castillo 351). Tal vez Castillo aluda al milagro de la transposición de los discursos. Borges y Poe han dado “la posibilidad y la regla de formación de otros textos” haciendo posible no solamente un cierto número de analogías, sino una serie infinita de transformaciones ulteriores, siempre diferentes y heterogéneas.

Bibliografía

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Borges, Jorge Luis (2005) [1952]. “Nueva refutación del tiempo”. En Otras inquisiciones. Buenos Aires: Emecé. [ Links ]

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Borges, Jorge Luis (1975) [1944]. “Pierre Menard, autor del Quijote”, “Las ruinas circulares”, “La lotería en Babilonia”, “El jardín de senderos que se bifurcan” y “La forma de la espada”. En Ficciones. Buenos Aires: Emecé. [ Links ]

Castillo, Abelardo (2008). “El candelabro de plata” y “Thar”. En Cuentos completos. Buenos Aires: Alfaguara. [ Links ]

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Genette, Gérard (1982). Palimpsestos. La literatura en segundo grado. Madrid: Taurus. Traducción de Celia Fernández Prieto. [ Links ]

1 Los tres casos que acabo de nombrar (citas con o sin comillas, alusión o plagio) son las posibilidades de la intertextualidad según Gérard Genette, en su célebre Palimpsestos. La literatura en segundo grado.

2Según Foucault, “en el orden del discurso se puede ser el autor de algo más que de un libro -de una teoría, de una tradición, de una disciplina al interior de las cuales otros libros y otros autores podrán colocarse a su vez. Diré, en una palabra, que tales autores se encuentran en una posición ‘transdiscursiva’” (Foucault 31).

3Titulada ¿Qué es un autor?, la conferencia es un clásico de la teoría literaria y ha inspirado a muchos de nosotros a reflexionar y debatir acerca de las complejas relaciones de identidad y diferencia que atraviesan la categoría de “autor”.

4Un caso muy particular de fundación discursiva es el de “Bartleby, el escribiente” de Herman Melville. Publicado por primera vez de forma anónima y en dos partes, en los números de noviembre y diciembre de 1853 de la revistaPutnam’sMonthly. A Magazine of Literature, Science and Art, ha sido universalmente reconocido como un cuento que anticipa las ficciones de Kafka (rasgo subrayado no casualmente por el propio Borges en el prólogo a su magnífica traducción). A la luz de las presentes reflexiones, no dudo en afirmar que “Bartleby, el escribiente” es un relato de Kafka escrito unos setenta años antes por Herman Melville (o un relato de Melville escrito por Kafka setenta años después).

5Dock Sud es actualmente una ciudad del partido de Avellaneda, que forma parte del Área Metropolitana de Buenos Aires. Su nombre proviene de la dársena construida en la orilla sur del Riachuelo, que hoy constituye el Puerto de Dock Sud, utilizado en gran parte por buques petroleros. Desde principios del siglo XX y hasta los años cincuenta, década en la que se ambienta el cuento de Abelardo Castillo, existían unos recreos populares a los que acudían las capas medias-bajas y bajas de la sociedad porteña. Fue a lo largo de la primera mitad del siglo XX un barrio de inmigrantes, popular y cosmopolita, cuya fisonomía característica la daban los conventillos de chapa y madera, algunos de dos o tres pisos de altura, construidos por inmigrantes italianos, polacos, yugoslavos y españoles, entro otras nacionalidades.

6Borges sostiene en “Prólogo a Biblioteca personal (prólogos)”: “No sé si soy un buen escritor; creo ser un excelente lector o, en todo caso, un sensible y agradecido lector” (1988, Alianza Editorial).

7El Hiyaz o Al-Hiyaz es una región del oeste de la Península de Arabia, perteneciente a Arabia Saudita desde 1932. Su nombre puede encontrarse escrito, en grafía occidental, como Heyaz, Hejaz, Hijaz o Hedjaz. Su ciudad principal es Yeda, y sus poblaciones más conocidas son Medina y la Meca.

8En este momento de la historia relumbra “La forma de la espada”: “Había descolgado el arma; sobre la pared quedó en el polvo el dibujo de una medialuna” (Castillo 350). Borges escribe: “De una de las panoplias del general arranqué un alfanje; con esa media luna de acero le rubriqué en la cara, para siempre, una media luna de sangre” (1975: 125).

9El nombre completo del opúsculo de PierDamiani (o Pedro Damián) en el que se inspira el cuento de Borges es De divina omnipotentia in reparationecorruptae, et factisinfectisreddendisy, en realidad, es una carta datada en 1067. Según lo afirmado por algunos estudiosos, en ella se presenta una de las versiones más extremas de la omnipotencia divina al afirmar que Dios puede hacer que lo que pasó no haya pasado, cancelando un hecho o suceso pretérito. La postura tomada por Pedro Damián en esta obra, que es coherente con sus otros escritos y con su vida, fue minoritaria incluso dentro de los propios teólogos medievales.

Recibido: 01 de Junio de 2020; Aprobado: 01 de Agosto de 2020

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