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CELEHIS (Mar del Plata)

versión On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.41 Mar del Plata jun. 2021

 

Articulos

Rebeldía, provincia, enfermedad. Autofiguración en Aire tan dulce de Elvira Orphée

Rebellion, province, disease. Self-figuration in Aire tan dulce by Elvira Orphée

Soledad Martínez Zuccardi1 

1 Universidad Nacional de Tucumán - CONICET

RESUMEN

En sintonía con la renovada atención que el problema de la autoría y de la figuración del escritor en la obra constituye para la crítica literaria (Scarano 2014), este artículo propone una lectura de Aire tan dulce, novela de 1966 de Elvira Orphée, que procura precisamente recuperar el vínculo del texto con la dimensión de la figura autoral. Aunque no se trata de una novela autobiográfica, pueden reconocerse numerosos cruces entre ciertos rasgos de su protagonista y los elementos a partir de los que Orphée elabora una “figura de autor(a)” (Premat 2009) y construye, en conversaciones y entrevistas, una imagen de sí y de su vida en Tucumán, la provincia natal que abandonaría pronto. Tales cruces son examinados a partir de dos núcleos: la rebeldía y la enfermedad. Además de revelar la circulación de contenidos entre las dimensiones ficticia y autoral, el análisis sugiere la posibilidad de pensar a la protagonista de Aire tan dulce como una suerte de proyección imaginaria de la autora y, en tal sentido, como parte de un proceso de autofiguración desde la ficción de la escritura.

PALABRAS CLAVE: figura de autor; novela argentina; siglo XX; Elvira Orphée

ABSTRACT

The problem of the author and the figuration of the writer in the work is object of a renewed attention for Literary criticism (Scarano 2014). This article proposes a new perspective on Aire tan dulce, novel by Elvira Orphée published in 1966, that precisely aspires to recover the link between the text and the author. Even though the novel is not autobiographical, there are several coincidences between certain features of the protagonist and the elements used by Orphée in order to elaborate her “figure of an author” (Premat 2009) and to construct, in interviews and conversations, an image of herself and of her vital experience in Tucumán, the Argentinian province where she was born and would soon abandon. Those coincidences are examined taking into consideration two issues: rebellion and disease. The analysis reveals the circulation of contents among character and author, and postulates that the protagonist of Aire tan dulce can be thought as a sort of imaginary projection of the author and, in that way, as part of a process of self-figuration in the fiction of the work.

KEYWORDS: author figure; argentinian novel; 20th Century; Elvira Orphée

Publicada por Sudamericana en 1966, Aire tan dulce es quizá una de las grandes novelas ocultas de la literatura argentina. Un carácter oculto que también puede atribuirse a su autora, Elvira Orphée (Tucumán, 1922- Buenos Aires, 2018), admirada y elogiada por otros escritores (Margo Glantz, Luisa Valenzuela, Leopoldo Brizuela, María Teresa Andruetto, Martín Kohan), aunque poco conocida por un público lector amplio.1 Se trata, además, de una autora escasamente atendida desde el campo de la crítica, y más estudiada en el extranjero que en su provincia y su país. Sólo en los últimos lustros la obra y la figura de Orphée están siendo recuperadas por la crítica local, en sintonía con la bienvenida reedición de algunos de sus libros (La muerte y los desencuentros por la Fundación Victoria Ocampo en 2008, Aire tan dulce por Bajo la luna en 2009 y Dos veranos por Eduvim en 2012).2

Esta falta de un reconocimiento pleno se relaciona, por un lado, con su condición de escritora mujer: “Los escritores ganan premios y tienen sus patotas. Las escritoras no”, afirma la misma Orphée en una entrevista (Aguirre et al 2007: 92).3 También, probablemente, con el modo más bien solitario en que desarrolla su carrera. Si bien ingresa al campo literario porteño por la vía de Sur, Orphée no perteneció al grupo articulado en torno a esa revista ni a otros grupos o instituciones. Sí cultivó, en cambio, vínculos individuales, en especial durante la década de 1960, con escritores como Octavio Paz y Julio Cortázar (en París), Elsa Morante, Alberto Moravia, Italo Calvino (en Roma), o con Alejandra Pizarnik, a quien frecuenta tanto en París como en Buenos Aires. Otro factor que contribuye a esta colocación un tanto excéntrica de Orphée es quizá el hecho de que no haya integrado las líneas dominantes de la literatura argentina y latinoamericana de la época, esas series ordenadoras más transitadas por la crítica: el boom, la llamada “literatura comprometida” de los sesenta, o el “bestsellerismo” que caracterizó a otras escritoras mujeres. Respecto de este último punto, Leopoldo Brizuela -generoso impulsor de la obra de Orphée-, afirma que hay “dos tríos de mujeres de esa época. Uno era el exitoso, el verdaderamente best-seller que aparecía en televisión” (Silvina Bullrich, Marta Lynch y Beatriz Guido). Y agrega: “después había otro, más secreto, del que ahora se ve cada vez más su valor. Eran Silvina Ocampo, Elvira Orphée y Sara Gallardo” (citado en Larrea 2018).

Volviendo a Aire tan dulce, la novela construye un universo de provincia que evoca, sin jamás nombrarlo, el Tucumán natal de la autora. Un Tucumán al que la propia Orphée se ve ligada por un vínculo problemático, plagado de tensiones y contradicciones. Si por momentos ella articula un rechazo despectivo de ese lugar -a partir de declaraciones tan fuertes como “El día que me fui de Tucumán fue el más feliz de mi vida” (Brizuela 2009), o “En Tucumán no hubiera escrito ni una letra” (Audiovideoteca 2005: 10:07)-, reconoce al mismo tiempo en la provincia un costado fascinante, dado por un misterio y una poesía que no tendría, por ejemplo, Buenos Aires. Desde ese lugar de tensiones no resueltas, Orphée parece hacer un uso estético y estratégico del origen provinciano y de su experiencia vital en Tucumán para su proyecto narrativo y para la construcción de su “figura de autora” (Martínez Zuccardi 2020: 104-116). “Supongo que podría decirse que elegí utilizar la provincia en lugar de sufrirla”, dirá en una entrevista (Díaz 2007: 26, traducción mía).

Como la literatura de Proust, Aire tan dulce elige el perfume de la vida interior. Contada directamente desde las conciencias de tres personajes, sin mediación de figura de narrador alguna, la cuidada complejidad narrativa de la novela remite a Rulfo, muy admirado por Orphée en la época, y también a Faulkner. El lector atento debe reconstruir la trama a partir de los monólogos de la adolescente Atalita Pons, su abuela Mimaya, y el joven Félix Gauna, unido a la primera por una visceral relación de amor-odio. Se trata de personajes, sobre todo Atalita y Félix, imposibilitados para decir el amor, y transidos por un afán de absoluto, por una aspiración de grandeza que los lleva a encontrar en el mal la salida creadora ante una plana vida provinciana. La intensa poesía que alcanza su prosa, el trabajo fino con la oralidad del noroeste argentino, la construcción de un personaje femenino de extraordinaria fuerza aun en su enfermedad, son otros rasgos singulares del texto. Cabría agregar la presencia de un sutil procedimiento de autofiguración, que es la cuestión que interesa explorar aquí.

Este artículo propone, entonces, una nueva lectura de Aire tan dulce que procura precisamente recuperar el vínculo del texto con la dimensión de la figura autoral, un aspecto no tomado en cuenta por los estudios precedentes sobre la novela.4 Indaga así en un problema que desde las últimas décadas del siglo XX se ha vuelto, en palabras de Laura Scarano, insoslayable para la crítica literaria y objeto de una renovada atención: el problema de la autoría y de la figuración del escritor en la obra (2014: 12). Tal propuesta de lectura surge de una constatación: pese a que Aire tan dulce no es una novela autobiográfica, pueden reconocerse numerosos cruces entre ciertos rasgos de su protagonista, Atala o Atalita Pons, y los elementos a partir de los que Orphée elabora, en conversaciones y entrevistas, una imagen de sí y de su experiencia vital en Tucumán. Esto es, cruces que permiten vincular el personaje de la novela con la “figura de autora” construida por Orphée.

Julio Premat afirma, a propósito de la literatura argentina moderna, que los escritores diseñan, en simultáneo con la producción de una obra, una “figura de autor”. Una imagen de sí ambivalente y condicionada desde fuera por el campo literario y desde dentro por las resonancias con el yo ideal y con las ficciones de las escrituras. Habría así, según Premat, una ficción de autor, una autofiguración, una imagen que se construye casi como la de un personaje, y se forja y proyecta tanto en el plano de los medios culturales, académicos y editoriales, como en el plano de la propia obra (2007: 12-27). Cobran especial relevancia en este punto las entrevistas en las que los autores hablan de sí y de sus textos. Reformulando la idea de Philippe Lejeune acerca de la entrevista a un escritor como un modo del pacto autobiográfico, Leonor Arfuch entiende que la entrevista refuerza la autoría y es un modo de manifestación de la figura del autor (2007: 157ss).

En las páginas que siguen examinaré la circulación de contenidos entre personaje y figura autoral a partir de dos núcleos, muy ligados entre sí: la rebeldía y la enfermedad. La protagonista de Aire tan dulce se ve signada por la enfermedad y por la rebeldía frente a la enfermedad y frente al entorno provinciano. También a partir de la rebeldía y la enfermedad Orphée se define a sí misma y define su vida en Tucumán en diversas entrevistas.

1. La enfermedad, la culpa, el mal

“Para mí todo es igual: un nuevo septiembre, una nueva enfermedad. Una vieja enfermedad, la de siempre, repetida, sin fin”, piensa Atalita Pons, la protagonista de la novela (Orphée 2009: 49). Perteneciente a una familia acomodada de provincia, ella padece una enfermedad que no se nombra en todo el texto pero a la que se va aludiendo a partir de las referencias a su delgadez, su palidez, al propio recuerdo de las fiebres matutinas durante la infancia. Hacia la mitad de la novela, en un monólogo de la abuela Mimaya se inserta un diálogo entre ella y su hija Oriental, madre de Atala, acerca de un intensísimo dolor en el vientre sufrido por la joven. Ellas refieren que los médicos “supieron que se había reventado por dentro” y “se hinchaba de podredumbre”. La habrían llevado, por ello, a “carnearla” (125). Mimaya agrega, preocupada, que Atalita “ya va pasando dos meses pegada a una cama” (126). La propia Atala menciona una camilla, una sala de curaciones, los efectos de la morfina, y “las cánulas” que “meterán en mis tripas líquidos ardientes” (127). Más allá de esta alusión a una intervención quirúrgica, no hay mayores referencias a la índole de la enfermedad padecida, que queda, por lo tanto, envuelta en cierto halo de misterio, afín a una concepción de la enfermedad como culpa o maldición.

En efecto, en Aire tan dulce circula una idea, que podríamos llamar pre-moderna, de la enfermedad ligada directamente a la culpa del enfermo. Sería para él una suerte de castigo, “una sanción a una conducta que se aparta de las normas vigentes”, de acuerdo con Thomas Anz (2006: 34). Para el autor, los discursos médicos, aliados con los discursos morales, dan por sentado que hay un consenso que dice que la salud es un valor fundamental y que la enfermedad es un mal. Agrega que mientras el moralismo ilustrado tendió a buscar el germen de la enfermedad en el propio enfermo, descargando sobre él la culpa por su conducta contraria a las normas, la modernidad, en cambio, y sobre todo a partir del siglo XX, se inclinó por localizar los gérmenes de su enfermedad en las circunstancias sociales o normas culturales. En la novela de Orphée aparece esa noción pre-moderna de la enfermedad como culpa ligada a un pecado. Una culpa que es anterior a la misma Atala. Mimaya piensa a su nieta “recipiente de viejísima culpa”. Dice: “Viejas culpas se depositan en algunos cuerpos. Producen seres profanados” (170). Por su parte, Oriental piensa que la enfermad de su hija es un castigo por los actos cometidos: “Aquí las enfermedades no vienen de un poder desconocido, a veces son culpa de los abuelos, a veces se las gana uno con sus maldades” (171).

Debido a su enfermedad, Atala se reconoce como un sujeto diferente, desviado de la norma. No ignora que es observada y juzgada por los vecinos: “Me miran, me examinan las piernas, calculan la palidez que tendré mañana, discuten si estoy más flaca que hace un mes. […] ¿Saben cómo me espiaron las Arias hoy? Son gordas sin remordimientos ésas” (32). Ella misma relaciona su enfermedad con la culpa. Al compararse con las compañeras de colegio, piensa: “Alguien con ese color verdoso pálido y estos huesos como los míos, sin disimulo dentro de carnecitas blancas o grasitas amorosas, tiene hasta el esqueleto culpable” (129). También Félix -joven de clase trabajadora, que al comienzo de la novela es expulsado del colegio católico al que asistía-, aunque se siente indudablemente atraído por Atala, la estigmatiza debido a su enfermedad, que vincula directamente con la marginación social. En una ocasión en que ambos se encuentran en el cine, Félix invita a Atalita a sentarse con él en la última fila. Mientras la espera, piensa:

Atalita vendrá cuando se apaguen las luces. Para no dar que hablar. Para no perder su buen nombre. ¡Como si tuviera alguno! Lo debe de haber perdido hace unos buenos años desde que empezó a enfermarse. Lo único que falta ahora es que un enfermo se tome por persona decente”. (90)

Poco después, y luego de un diálogo de intensa intimidad en la oscuridad de la sala de cine, Félix le ruega que vuelvan a encontrarse y, cuando ella se va, piensa: “Es una infeliz. Negra filosa y palúdica” (94).

Lo interesante de la inscripción de la enfermedad en Aire tan dulce es que si bien aparece asociada a la marginación y la estigmatización, al mismo tiempo termina fortaleciendo a la protagonista, le otorga seguridad y madurez, y hasta cierta cruel valentía para rebelarse contra la chatura de su entorno. La enfermedad la vuelve, en definitiva, singular y atractiva. “La gente rodea a Atala y no sabe por qué”, piensa su abuela (170). Mimaya es también quien sugiere esa suerte de paradoja que es su nieta, en quien convergen la debilidad del cuerpo con la fuerza del carácter: “le tocó demasiada persona para tan poco cuerpo” (150). Ella es consciente de que la enfermedad vuelve a Atala distinta, más madura que otras jóvenes de su edad. Cuando le sugieren que la joven no debería estar pensando en novios a los catorce o quince años, Mimaya contesta: “Estuvo por morirse. La muerte hace crecer” (123). La propia Atala discurre acerca de ciertos “beneficios” de la enfermedad: “al fin y al cabo si la enfermedad no sirve para que uno haga lo que le pasa por la cabeza, ¿para qué sirve? Ya puedo descansar del esfuerzo de ser modosita” (133). Ella se muestra capaz de extraer un cierto poder de su enfermedad, como manifiesta irónicamente:

- Yo todo lo que hago lo hago bien. […]

- Porque soy superior a los demás. Los demás hacen las cosas con dos manos, con una cabeza y quizá con alma. Yo las hago con todo eso y además con millones de microbios, que es como decir que las hago con dos vidas en vez de una. (38)

Coincido en este punto con Aldona Pobutsky, quien plantea que la protagonista de Aire tan dulce va más allá del modelo del personaje enfermo esperablemente incapaz o vulnerable, para afirmarse en su enfermedad y utilizarla como una herramienta de empoderamiento, que le permite rehusar las normas, vivir según sus propias reglas y ejercer su sexualidad con libertad. Mientras otras mujeres de la historia narrada en la novela viven confinadas a su hogar, Atalita decide “vivir peligrosamente” y construir una posición autónoma de outsider y oveja negra. Pobutsky propone que, en tal sentido, la heroína de Orphée sería pionera de un modelo de personaje enfermo fuerte y poderoso (2002: 138, traducción mía). Aire tan dulce y su heroína pueden ser pensadas, según sugiere también Pobutsky, como precursoras de lo que Francine Masiello llama, para un período posterior (las décadas de 1970 y 1980), “cultura literaria feminista” del Cono Sur (se refiere a autoras como Sylvia Molloy, Cristina Peri Rossi, Reina Roffé, Marta Traba, Noemí Ulla, Luisa Valenzuela). Se trata, para Masiello, de una narrativa que “propone una subversión de las categóricas divisiones de género y de las estructuras del discurso dominante” con textos que colocan a las mujeres en el centro: mujeres que, desafiando mandatos, se hacen cargo de sus vidas y de sus cuerpos, a veces enfermos o torturados, y para nada deseosos de complacer las tradicionales fantasías masculinas de femineidad (1992: 41, traducción mía).

Si nos desplazamos al plano de la figura autoral, el análisis de las declaraciones de Orphée permite advertir que la enfermedad es un punto sobre el que ella vuelve una y otra vez al ser interrogada sobre sus inicios como escritora. En diversas entrevistas relata el tiempo pasado en cama durante la infancia, una experiencia que tuvo su costado penoso pero que al mismo tiempo le abrió el camino a la imaginación, a los libros, a la escritura. En una conversación sostenida en 1982 da cuenta de los libros que le regalaban cuando era niña para aligerar ese tiempo de reposo (menciona a Salgari, a Verne, la colección el “Tesoro de la juventud”) y afirma:

Pasé la vida condicionada por la enfermedad que me confinaba, entonces me obligaba a crear en un cuarto todo lo que no tenía en el espacio del mundo. […] Me rebelé contra esta importunidad y finalmente, la acepté como uno de los elementos que me llevó a escribir. Si hubiera tenido tantas posibilidades de vida exterior como otros, quizá no habría escrito. (García Pinto 1988: 151)

En un sentido muy similar, afirmaría décadas después: “Irónicamente, el aislamiento y el ostracismo que sufrí condujeron a mi pasión de toda la vida: leer y escribir” (Díaz 2009: 40). En otra ocasión concluye que las enfermedades padecidas (“Tuve difteria, peritonitis, estuve dos meses en un sanatorio y cuando me levanté no sabía caminar”) le habrían sentado “muy bien” porque “la soledad te obliga a buscar qué hacer sin que nadie más intervenga. Entonces quedaba el pensamiento, nada más” (Friera 2011). Estos ejemplos alcanzan, creo, para mostrar que la enfermedad es pensada por Orphée casi como una salvación que la redime de la plana vida esperable para una mujer en la época: “Llegó un momento en que comprendí cuánto me había servido la enfermedad, cómo me había preservado de la vida con minúscula” (García Pinto 1988: 159).

La autora da muestras de haber reflexionado en torno a la enfermedad y en especial en torno a la estigmatización sufrida por el enfermo en un ámbito de provincia. “En esa época [se refiere a los años de su infancia y adolescencia, esto es, probablemente a la década de 1930] la gente creía que la enfermedad era señal de pecado y de culpa, que era un castigo divino” (Díaz 2009: 40):

En las ciudades chicas nuestras -quizá en toda ciudad chica- hasta no hace mucho, los seres enfermos estaban como malditos. Nunca tenían enfermedades normales, siempre les provenían de alguna culpa, propia o de antepasados. Un enfermo era un ser doblemente segregado: por la enfermedad y por el pecado que la había provocado […]. La enfermedad era el Mal, casi como en el sentido demoníaco que se le da a la expresión “el Mal”. (García Pinto 1988: 159)

Se advierte que al reflexionar sobre la propia enfermedad Orphée trae a colación esa noción antes descripta como pre-moderna, ligada a la sanción y a la culpa. Llama la atención que lo dicho por Orphée en el párrafo arriba citado podría referirse tanto a la propia experiencia de la enfermedad en Tucumán como a la experiencia vivida en la novela por su protagonista. Esta relación no es trazada por la autora, sino que puede ser reconstruida retrospectivamente al poner en diálogo la novela con las entrevistas. Las coincidencias saltan rápidamente a la vista: Atala pasa dos meses en cama, como declara haberlos pasado Orphée, y afirma haber sido estigmatizada por su condición. Incluso el mote de “negra palúdica” que Félix espeta a Atala en la mencionada escena del cine, aparece en las declaraciones de la autora: “Yo decía que era una negra palúdica. Las dos cosas eran ciertas: tuve paludismo añares”, cuenta Orphée (Friera 2011). También habla de su enfermedad, según se mostró antes, como una experiencia que le permitió constituir una subjetividad singular y distinguirse de las mujeres de su entorno. Así como en el caso del personaje de Atala la enfermedad termina fortaleciéndola en la historia narrada en la novela, en el caso de Elvira Orphée la enfermedad es capitalizada en la construcción de una figura de autora. Los padecimientos vividos le permiten afirmarse como escritora y desplegar un mundo imaginario que será fundamental en su novela más celebrada. Así, en ambas, autora y personaje, la enfermedad es convertida en una herramienta de poder y fortaleza.

2. La mujer rebelde

El título de este apartado evoca, en versión femenina, el del célebre ensayo de Albert Camus. Para Camus, el hombre rebelde es el que dice no (1978: 17). La protagonista de Aire tan dulce dice no a todos los órdenes institucionales en los que está inmersa: familia, escuela, iglesia. Disputa los mandatos acerca de lo esperable en una joven “de sociedad” de provincia y se rebela también, como se verá, contra la lengua, contra un cierto modo de usar la lengua que, a sus ojos, no da lugar a la imaginación. Pero, como agrega Camus, el hombre rebelde también dice sí: hay en toda rebelión una adhesión entera o instantánea del hombre a cierta parte de sí mismo (17). Atalita muestra una entera fidelidad hacia las propias convicciones y los propios deseos. Parece ser consciente de ello y lo manifiesta en frases como “nunca pienso lo que quieren obligarme a pensar” (Orphée 2009: 150); “si no me gustara no vendría. A mí nadie me ha puesto riendas (172); “Atalita Pons: presente siempre para lo que a ella se le antoje. Pero para lo que se les antoje a los demás ¡no!” (148).

En ella la rebeldía está ligada a esa búsqueda de absoluto que la habita y que la lleva vivir una vida extrema. O, como dice su abuela Mimaya, a un “vivir distinto” (30), a ser “un péndulo entre dos extremos” (151). Al igual que los personajes malditos, Atalita vive al extremo y muere trágica y tempranamente, asesinada de un balazo en una fiesta de carnaval. Todos los segmentos de la novela titulados “Tiempo extraño” corresponden al desbordante fluir de la conciencia de Atala durante los pocos minutos que dura su agonía. Un discurso poético y alucinado surgido del tiempo extraño que está en el límite entre la vida y la muerte. Se trata de un personaje fascinante y complejo, en el que habitan, en palabras de Mimaya: “lo delirante, lo criminal, lo fantasmagórico, todo eso a lo que falsamente renuncié” (207).

Veamos cuáles son las rebeldías del personaje. En el círculo familiar, Atalita desafía constantemente a sus padres, Oriental y Arturo. Ellos no saben cómo actuar ante esta suerte de oveja descarriada. Dice Oriental a su esposo: “-No se la soporta más, Arturo, no tiene respeto por nada” y él responde: “-Averiguá en el colegio las condiciones para que vaya interna” (134). La provocación de Atala a su madre, una mujer sumamente católica, es también una provocación a la iglesia y a Dios. De hecho, Oriental vincula las transgresiones de su hija con el mal. En las discusiones que enfrentan a ambas, la misma Atala enfatiza en ese vínculo, para reconocerse a sí misma en la maldad: “Tengo maldad para tirar para arriba. Soy mala a reventar”, le dice a su madre, quien responde: “Callate. Me das miedo. Tenés el diablo dentro” (128). “-Ni de Dios tienes respeto”, agrega Oriental (129). En efecto, Atala no quiere ni respeta la representación de Dios que proponen su madre y la iglesia:

Pero está enconada, dice chinita atrevida, ya cansás con tu insolencia. Y yo digo viviré muy bien sin pisar las iglesias, ya que según vos explotarán cuando me acerque porque tengo el diablo adentro. Si te creés que alguien me va a hacer amar a Dios mientras sigan representándolo con esa cara de merengue y esas llagas vomitivas, no me conocés, no me conocés, mujer más linda del mundo. (131)

La rebeldía de Atala se manifiesta también en el colegio confesional al que asiste, el “más aristocrático de la ciudad” (40), denominado “Getsemaní” (huerto ubicado al pie del Monte de los Olivos, donde Jesús habría orado la noche antes de ser arrestado, un nombre que enmascara el del Colegio Nuestra Señora del Huerto al que concurrió Orphée en Tucumán). Atala considera que sus compañeras de colegio son estúpidas (42) y evoca, hacia el final de la novela, el gusto de empujarlas en el momento en que se arrodillan para rezar:

Hora de salida, largas filas en uniforme azul. Rezan. […] Murmuro el verbo de Dios se hizo carne, empiezo a arrodillarme, pero toco el suelo con todo el cuerpo, sin violencia. Detrás de mí otros cuerpos caen en dulce caída amortiguada, uno sobre otro. […] Es peligroso ser la primera de la fila cuando se reza. […] Nadie irá a comprobar la intensidad del gusto de empujar cuerpos blandos que van arrastrando otros cuerpos en su caída. (261)

La principal rebelión contra el padre ocurre luego de la muerte de la madre, cuando Atala comienza a repartir drogas. Arturo Pons, químico y miembro de la Universidad, había sido el principal denunciante de un episodio de tráfico de drogas en la provincia y había logrado el secuestro de paquetes de polvo, que son precisamente los que roba Atala:

Si Arturo es el paladín de la salud frente al enfermo vértigo de la droga, sólo un camino es el mío: el vértigo. Fatalmente yo debo sacar de sus cajones los paquetes secuestrados por su orden, burlarme cuando se los doy a alguien -pobre Marco Antonio tonto- y acordarme de que alguna vez, hace mucho tiempo, es posible que yo haya admirado a Arturo. (235)

Atalita no consume esas drogas: las utiliza para controlar a algunos hombres, como Marco Antonio, un médico casado al que frecuenta luego de abandonar la casa paterna e irse a vivir con Genoveva (nieta de una criada de Mimaya y probable pariente no reconocida de Atala): “Marco Antonio ya no puede vivir sin los sobrecitos que ella le da para que le hagan las veces de alma, como ella dice”, afirma Genoveva (250). A partir de la muerte de la madre, Atala adquiere un “mal nombre” (169), del que ella misma es consciente: “Yo empiezo a ser la dime con quién andas y te diré quién eres. Yo ya pego el mal” (110). Los vecinos se acercan a Mimaya para denunciar las aventuras de su nieta: “de sus hazañas malditas me llegan ecos, ciertos, falsos, ¿quién puede decirlo? Se viste como un mono cinchado, se pinta con un rojo casi negro, tiene quince años. Y nadie que la domine. Se pinta como un payaso. Yo la quiero” (150-151). A esta altura de la narración, Atala se reconoce como un monstruo: “yo ya soy un monstruo”, dice (203).

Todas las trasgresiones del personaje se enmarcan, como decía al comienzo, en esa búsqueda de absoluto que se manifiesta como una sed de vivir, un deseo de aventura. Así, Atalita decide tener su primer encuentro sexual con el solo fin de experimentar una aventura prohibida y de afrontar el desafío de elaborar una excusa verosímil que justifique la salida nocturna (un desafío casi literario):

Así, porque sí y para nada me metí en la cama de Carlitos. No por la cama, no por él, por la noche, por la aventura, por volver a la una con las calles desiertas y el peligro de asesinos o miradas en cada esquina, por la mentira que había que improvisar, temblando de que no fuera suficientemente inverosímil. Pero la mentira que conseguí esa noche es para estar orgullosa. (148-149)

Atala tiene desde niña tiene una dimensión imaginaria desarrollada de modo notable, que la distingue del resto. En uno de los paseos con la tía Nora y su amiga Blanca por los jardines fragantes de palos borrachos, helechos, azahares, yuyos y flores, una Atalita niña imagina: “dos abanicos azules podrían servirme de alas” (56); “Yo volaba sobre Nora y Blanca con dos abanicos azules” (57). Y habla con su amiga imaginaria, Pomeresquié, “una princesa blanca y rosa”, de “belleza perfecta” con un “novio blanco y rosa” (58). La niña parece consciente de haber dado vida a Pomeresquié: “La puse a vivir en la época de las princesas con largas caperuzas, le di un enamorado en todo igual a ella, hasta en el color, a veces los puse juntos, a veces los alejé porque me gustaba hacerlos sufrir” (58, énfasis mío). Más adelante, en la adolescencia, crea ante una compañera de colegio, hermanos imaginarios, mellizos, “inteligentes”, “desconcertantes” (73), “cazadores de coyuyos”, “los malditos, los brillantes” (115).

Al igual que su imaginación, también su inteligencia y su sed de lecturas y de conocimiento la diferencian de otros personajes, como las otras nietas de Mimaya. Atala misma se mofa en ocasiones de su “inteligencia reconocida por monjas y comadres” (67) y Mimaya resalta la precoz madurez de su nieta para comprender situaciones: “le quedan pocas cosas que no entienda”, dice (126). Su avidez de lecturas lleva a Atala a transgredir las órdenes de su padre. Arturo le niega el acceso a su biblioteca, convirtiendo los volúmenes que la integran en libros prohibidos: “A propósito, señorita, le comunico que los libros de mi biblioteca son míos y que usted no debe leerlos” (60).

La relación singular que Atala tiene con la lengua, con las palabras, forma también parte de su rebeldía. Ella se niega a hablar como las demás personas de su entorno y se rebela contra lo que podríamos describir como un uso plano del lenguaje. Protesta contra las palabras “comunes y corrientes” y busca, por el contrario, la exactitud y la precisión, a la vez que la belleza. Acude con frecuencia al diccionario. En el segundo capítulo de la novela, dicen en la casa de Mimaya, ante los insistentes golpes de Atala en el llamador de la puerta: “Déjese de voracear, ¿acaso es un muchacho para golpear así la puerta? Ya aparecen, Atala haciendo un nudo en el pañuelo para acordarme de buscar la palabra voracear en el diccionario y hacértela tragar porque no existe”. (31)

Mimaya presta especial atención a las palabras que utiliza delante de Atala (un cuidado que no tiene, en cambio, delante de sus hijas o de sus otras nietas): “-Ha de ser el vendedor de lotería. No digo “el lotero”, como cuando Atalita no está, para que no gane siempre. Aire ingenuo y ¿vende lotes? es la forma que muestra su victoria”. (35) Cuando logra que sus insultos o sus mentiras alcancen la belleza a la que aspira, Atala se muestra orgullosa de su creación: “Ah, esa noche mi mentira fue bonita como un cuento de sirenas” (149), dice, en alusión a esa noche en que no volvió a su casa. Y habla de los “insultos lindísimos” que ella inventaría en lugar de los “insultos de todos los días” que utiliza su tía Nora al criticar a “las Arias”, las vecinas chismosas:

-Si fuera yo la que se enoja con las Arias habría encontrado insultos líndísimos. Perras con la panza abierta, comedoras de soretes, madres de gusanos lagañosos, qué se yo. Pero vos te enojas y tus insultos son los de todos los días, chinitas habladoras, gordas cochinas. Casi los mismos que usás para enojarte con tus hijas. (32-33)

No le teme a las “palabras clandestinas”, negadas a las “señoritas” de su clase. Así, en una conversación en la que Félix le pide, de modo eufemístico, una “prueba de amor”, ella opta por ser explícita: “-Ah, ya veo, decilo sin tantas vueltas. Lo que querés es acostarte conmigo. […] No, señor, en el pastito no. No son buenas las camas donde podés encontrar soretes”. Y Félix piensa: “Cara a cara, sin avergonzarse de usar palabras de clandestina. Con palabras que las clandestinas no usarían. […] La puta, más puta que cualquier puta de la Suipacha. Al menos ésas tienen algo de vergüenza y no dicen lo que dice ella”. Luego exclama: “-¡Oír hablar así a una chica que va a la plaza Independencia!” (101).

Atala usa su imaginación y su dominio de la lengua para montar representaciones que hacen reír a sus primas, sus tías y las sirvientas en la casa de Mimaya. También para escribir una carta de amor, que a sus ojos alentaría una relación entre dos vecinos. Su madre encuentra la carta, sin firma, y asume que pertenece a Atala. “Está escrita por mí pero no es mía” (134), se defiende la joven ante la madre escandalizada. Pero tal distinción no puede ser comprendida por Oriental y los demás integrantes de la familia, incapaces -a diferencia de Atala- de pensar más allá de lo literal.

Si consideramos ahora el plano de la figura autoral, cabe reiterar aquí que la rebeldía es, al igual que la enfermedad, un rasgo con el que Orphée se auto-representa y a partir del cual evoca su niñez y adolescencia en Tucumán. En diversas entrevistas se describe como una niña rebelde, determinada, un poco insolente y muy fantasiosa. Alude además al modo como la llamaban los demás: “La Aventurera” (von Thungen 2018) o “la determinada”, porque “cuando se me ocurría algo, allá iba” (Audiovideoteca 2005: 21:52). Se refiere también al modo como es estigmatizada por seguir sus deseos: “Para los tucumanos era poco menos que una meretriz, simplemente porque me ponía a charlar con un muchacho, así como vos, de la ventana a la vereda...” (Brizuela 2009). Al igual que Atalita, Orphée era hija única y declara haber tenido un vínculo difícil, de distancia e incomprensión, con sus padres, que no sabían qué hacer con esa “hija desesperada por vivir”, como ella misma se describe (Brizuela 2009). Se sentía más cerca, en cambio, de su abuela “Mamiye”, que (al igual que Mimaya en la novela) se sentaba en el segundo patio de su casa a chupar cañas con hijas, nietas y sirvientas mientras ella misma (como Atalita) recitaba e inventaba obras de teatro (Brizuela 2009).

Orphée también da cuenta en las entrevistas de las travesuras que realizaba en el Colegio del Huerto, junto a su compañera Leda Valladares -luego artista renombrada-, donde empujaba a las compañeras en el momento en que se arrodillaban en hilera para rezar, y se divertía viendo cómo caían en cadena (Friera 2011), un episodio muy simular al citado monólogo de Atala en la novela. Otro pequeño escándalo protagonizado por Orphée en el colegio gira en torno a un poema de amor que escribe (a partir de sus lecturas) y que las monjas de la institución toman literalmente, como si estuviera dirigido a un destinatario en particular. Castigan, por ello, a la joven Orphée por su “falta de pudor” (Aguirre et al 89). Tal actitud escandalizada evoca la de Oriental al encontrar la carta escrita por Atalita.

Pero más allá de las declaraciones de la autora, interesa destacar que si consideramos el conjunto de su obra y el modo en que desarrolló su carrera literaria, el propio perfil de escritora de Orphée puede también ser definido a partir de la rebeldía. Orphée es una escritora rebelde, como la caracteriza Leopoldo Brizuela en una de las notas que le dedica, titulada precisamente “Retrato de una rebeldía”. Con la decisión de abandonar su familia y su provincia siendo aún muy joven, Orphée escapa a su destino, desafiando mandatos sociales y patriarcales. Más adelante, ya como escritora, rehuiría también, según lo indicado antes, los grupos literarios, las etiquetas, las líneas dominantes de la narrativa argentina del momento. Y, sobre todo, en su obra, desde Dos veranos a La última conquista de El Ángel y Ciego del cielo, hay siempre algún modo de rebelión contra las diversas formas de ejercicio de poder.

La decisión misma de dedicarse a la novela puede leerse, en este punto, como un gesto desafiante, en tanto se trata de un género de la disidencia que comienza con los tiempos modernos. Para Camus, la novela nace al mismo tiempo que el espíritu de rebelión (240), en tanto “el mundo novelesco no es sino la corrección de este mundo” (244). Con su primer libro de 1956, Orphée hace su entrada a la escritura directamente como novelista, un perfil que recién comenzaba a ser más frecuente entre las escritoras argentinas, históricamente más abocadas a la poesía. De acuerdo con María Rosa Lojo, “En el ámbito de la literatura escrita por mujeres las formas narrativas -en particular la novela- comienzan a ser más frecuentadas hacia los años cincuenta”. Si bien existen desde el siglo XIX narradoras (Juana Manuela Gorriti, Juana Manso, Eduarda Mansilla, entre otras) es sin duda mayor el número de escritoras que escriben poesía, empujadas en parte por el más amplio consenso social otorgado a la práctica poética en el caso de las mujeres (2000: 19).

En suma, el recorrido trazado hasta aquí muestra que alrededor de la enfermedad y la rebeldía es posible observar una circulación de contenidos entre personaje y figura de autora. La experiencia de la enfermedad en un entorno de provincia y la rebeldía frente a la provincia y la enfermedad, configuran núcleos utilizados en el diseño de la identidad de ambas. El examen, bajo esta luz, de la novela y de las entrevistas a Orphée revela que ciertos ingredientes biográficos transitan entre las dimensiones ficticia y autoral. Ello sugiere la posibilidad de pensar a la protagonista de Aire tan dulce como una suerte de proyección imaginaria de la autora y, en tal sentido, como parte de un proceso de autofiguración, de construcción de una imagen de sí desde la ficción de la escritura. Aunque no es un personaje de escritor, Atalita es la inteligente, la lectora ávida, la dueña de una notable imaginación, la que se rebela contra el uso plano de la lengua y la que, en su búsqueda de precisión y belleza, enfrenta la elaboración de excusas, insultos y mentiras casi como un desafío literario. Con su “vivir distinto”, con la madurez y la fortaleza extraída de la enfermedad, con su posición excéntrica y desafiante, con su sed de aventura, el personaje potencia el atractivo y la singularidad de la imagen de Orphée -la escritora rebelde y oculta- y de su obra en el marco de la narrativa argentina.

* Soledad Martínez Zuccardi es Profesora Adjunta de Literatura Argentina II en la Universidad Nacional de Tucumán e investigadora de CONICET. Es autora de numerosos artículos y de los libros Entre la provincia y el continente. Modernismo y modernización en la Revista de Letras y Ciencias Sociales (Tucumán, 1904-1907) (IIELA, 2005) y En busca de un campo cultural propio. Literatura, vida intelectual y revistas culturales en Tucumán (1904-1944) (Corregidor, 2012). Ha editado además Cartas a Nicandro. 1943-1948 (EDUNSE, 2015) y La Carpa. Cuadernos y boletines de 1944 (Humanitas, 2020).

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1 Orphée vive en Tucumán hasta los quince o dieciséis años. Una vez finalizado el colegio secundario (al que había ingresado de modo prematuro) y ante la muerte de la madre y la perspectiva de un nuevo matrimonio de su padre, decide trasladarse a Buenos Aires (una decisión sin duda infrecuente entre las adolescentes de familias acomodadas del Tucumán de fines de la década de 1930). Estudia Letras en la Universidad de Buenos Aires. A fines de la década de 1940 recibe becas para continuar estudios en Madrid y en París. A su carrera literaria la inicia en Buenos Aires. Da a conocer su primer texto en Sur en 1951, por iniciativa de Pepe Bianco (el relato “Las dos casas”, incluido en el número 198) y publica su primer libro, la novela Dos veranos (1956), con el sello Sudamericana. A fines de los ‘50 y comienzos de los ‘60, ya casada con el pintor Miguel Ocampo -primo de Victoria y Silvina-, volvería a vivir unos años en París y también en Roma, donde Ocampo ejerce funciones diplomáticas. En París Orphée se desempeñaría como lectora de la editorial Gallimard. Escribe en Europa su segunda y su tercera novela: Uno (Compañía General Fabril Editora, 1961) y Aire tan dulce (Sudamericana, 1966). Luego aparecerían En el fondo (Galerna, 1969), La última conquista de El Ángel (Monte Ávila, 1977), La muerte y los desencuentros (Fraterna, 1989) y los volúmenes de relatos Su demonio preferido (Emecé, 1973), Las viejas fantasiosas (Emecé, 1981) y Ciego del cielo (Emecé, 1991).

2He analizado antes (Martínez Zuccardi 2020a) esta curiosa recepción crítica en un artículo que muestra la muy sucinta atención concedida a Orphée en estudios panorámicos sobre la literatura argentina y latinoamericana, y la casi completa ausencia de referencias a la autora en estudios clásicos sobre la literatura de Tucumán y del noroeste argentino. De modo muy reciente, no obstante, hay un creciente interés por Orphée en estudios ligados a la literatura de Tucumán (Mena 2013, 2020; Martínez Zuccardi 2020a, 2020b). Entre los trabajos del ámbito extranjero, cabe mencionar los de Moctezuma (1983), Díaz (1985), Tompkins (1993), Pobutsky (2002). En el ámbito de la crítica rioplatense, los de Loubet (1986) y Peltzer (2003).

3Cabe aclarar que Orphée obtuvo algunos premios, como el Segundo Premio Municipal de novela por Aire tan dulce en 1966 y el Primer Premio Municipal de novela por En el fondo en 1969.

4Si bien hay estudios relevantes centrados de modo específico en Aire tan dulce (Moctezuma 1983, Díaz 1985, Loubet 1986, Pobustky 2002, Mena 2013), ellos se ocupan de aspectos ligados a lo discursivo, a la perspectiva de género, o a la relación entre historia y ficción. Los artículos de Loubet y Pobustky se concentran en la protagonista de la novela, aunque no abordan la relación entre personaje y plano autoral.

Recibido: 04 de Marzo de 2021; Aprobado: 27 de Abril de 2021

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