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CELEHIS (Mar del Plata)

versión On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.42 Mar del Plata dic. 2021

 

Misceláneas

Las calles salvajes. Juan José de Soiza Reilly y Roberto Arlt

The wild streets. Juan José de Soiza Reilly and Roberto Arlt

Nancy Fernández1 

1 Universidad Nacional de Mar del Plata - CONICET

RESUMEN

En este trabajo procuro analizar las formas de representación del delito y la violencia en dos textos singulares: La ciudad de los locos de Juan José de Soiza Reilly y Los siete locos de Roberto Arlt. Condiciones materiales de producción y consumo cultural promueven el uso de procedimientos estéticos así como la adopción de géneros discursivos en torno de las nociones de “locura” y delito en una ciudad en proceso de crecimiento y transformación.

PALABRAS CLAVE: Literatura; violencia; delito; ciudad

ABSTRACT

In this work I try to analyze the forms of representation of crime and violence in two unique texts: La ciudad de los locos, by Juan Josè de Soiza Reilly and Los siete locos, by Roberto Arlt. Material conditions of cultural production and consumption promote the use of aesthetic procedures as well as the adoption of discursive genres around the notions of "madness" and crime in a city that is in the process of growth and transformation.

KEYWORDS: Literature; Violence; Crime; City

Las primeras décadas del siglo XX emplazan en la literatura argentina algunas condiciones históricas que ponen al día las funciones de los circuitos de producción y consumo cultural. Desde esta perspectiva, las señales certeras acerca de los avances culturales y económicos de la modernización se basan, centralmente, en dos aspectos: la profesionalización del escritor y el crecimiento sostenido de la cultura de masas. El primer punto incluye, a su vez, distintos proyectos artísticos e intelectuales. Por un lado, aquellos escritores funcionales al programa homogeneizante de una subjetividad civil para el estado (Lugones, Rojas, Galvez); por el otro, aquellos autores que escriben al margen de las prescripciones políticas e institucionales, destinadas a controlar los efectos del impacto inmigratorio. Entre los autores que escriben una obra al margen de este anclaje estatal, cabe mencionar a Florencio Sánchez (con sus sainetes y tragedias), a Francisco Sicardi (con su Libro extraño), a Roberto J. Payró (sus aventuras costumbristas, sus dramas teatrales), a Horacio Quiroga (rioplatense de doble orilla). Muchos de ellos hacen ficción y periodismo; entre algunos de estos escritores que alternan entre la novela y las crónicas, surge otro disidente de lo que marca la convención y el buen decir de la época. Así, desde los albores del Centenario, aparece Juan José de Soiza Reilly y su novela satírica La ciudad de los locos. Y para dar comienzo al recorrido por su obra, los nombres de Horacio Quiroga y de Roberto Arlt, como precursor y “epígono”, signan el rumbo de un sistema de filiación con resonancias de préstamos, de copias y citas de lo ajeno. Quiroga es el contemporáneo que “inspiró” algunos títulos en Soiza Reilly, como Crónicas de amor, de belleza y de sangre, muestra bastante clara acerca de los modos de apropiarse y forjar de un capital simbólico que Soiza Reilly no tenía:

El muchacho mal vestido pasa. Lleva en sí una emoción tremenda. Va a hablar con el autor de El alma de los perros, de Figuras y hombres de Italia y Francia. Soiza Reilly es, en esa época, famoso entre los muchachos que escriben. Sus crónicas (…) han hecho temblar el alma de los poetas de pantalón corto y de los reformadores del mundo que aún no tienen libreta de enrolamiento. El que escribe estas líneas, quiero decir, el muchacho mal vestido, entra emocionado a la biblioteca escritorio, donde la criada lo hace sentar. No es para menos. “Va a leerle un escrito al gran Soiza Reilly” (Mizraje 2007: 9).

La crónica citada es de 1930 y hace explícita una filiación simbólica. Un homenaje afectivo, aunque, mirado de cerca, establece una temporalidad entre dos “personajes” (Arlt y su “maestro”, Soiza Reilly), casi como una sutil toma de distancia. La pobreza de la ropa, la insuficiencia de créditos que habiliten la potestad de una palabra que aún no puede ejercerse. Mirando hacia atrás con el gesto cómplice y afectivo, la tercera persona omnisciente encuadra el tono más cercano sobre la carga emotiva que autoriza la nostalgia. Ese es el retrato del artista adolescente que Roberto Arlt sabe trazar sobre sí mismo, con la anuencia de un presente que le extendió el carnet de corresponsal exitoso. Arlt se mira a sí mismo pronunciar un alegato y una defensa; y antes de realzar los méritos ajenos, estipula el carácter actual de su discurso, que lo ubica a él, ante todo, en una lejanía consagratoria. El aguafuerte subraya, y está claro, que ya no habla “el muchacho mal vestido”, sesgo de clase que condensa las precariedades iniciáticas de su condición.

Soiza Reilly, como Quiroga, nació en Uruguay y pronto adoptó como su patria las orillas porteñas. Como puede deducirse de título mencionado, los relatos (crónicas) breves e impactantes extraídos de la epidermis urbana dan cuenta de su profesión periodística, la que ofició de fuente y laboratorio. Respecto de la línea sucesoria que se abre con las vanguardias históricas (frecuentadas por Arlt), hay que decir que los jóvenes martinfierristas no le profesaban aprecio: más bien le dedican textos breves y “epitafios” (uno de los registros cultivados en los manifiestos y revistas de la vanguardia porteña) donde se deja en claro la falta de correspondencia entre el programa de ruptura vanguardista y la prosa de Soiza Reilly, quien sí se incluyó en el marco de procedencia de la bohemia cultural. La novela nos ocupa centralmente, La ciudad de los locos, tomará de allí temas y asuntos, pero también a partir de ahí construye una sintaxis y un tono cimentados en un repertorio de imágenes que figuran la inmediatez del impacto, el efecto sensorial en la percepción de los lectores, en quienes la urgencia de la noticia y de lo nuevo coexisten con motivaciones escabrosas, visibles y a la vez escondidas en una ciudad en transformación. Es esta sintaxis la que fundamentalmente va a inscribir el carácter oral de su prosa; son fundamentales los diálogos expresos entre los personajes, la eficacia de la anécdota puesta al servicio de la historia contada, pero también la insistente vocación autoral que bajo distintas máscaras enunciativas (el narrador, mediante un cuidado estilo indirecto libre) busca apelar a su lector. Por su labor periodística nacional e internacional, quizá sea mejor insistir en el rasgo masivo de ese lector, porque Soiza Reilly se mueve en un circuito de cultura popular cuando la industria está acelerando el proceso de sus alcances y reproducciones. Hay que tener en cuenta acá, que no solo ejerce la prensa gráfica, la corresponsalía internacional cubriendo la Primera Guerra Mundial, sino -y esto es para destacarlo- la radiofonía, donde trabaja las formas de enunciados y frases que, literalmente, son llamados de atención. Nuestro autor es también un faro guía para Arlt, por esta conjunción de prácticas con la escritura periodística, y por los asuntos y motivos con los cuales construye su materia literaria.

Ciertamente, el tono de reconocimiento y glorificación, anteriormente transcripto, contrasta con las burlas proferidas entre los jóvenes martinfierristas. De la “diarrea literaria” a la grandeza suscripta por Arlt. Sin embargo, “el que escribe estas líneas” no ahorra los detalles que ajustan la lente sobre su presente y el pasado, haciendo foco en la distancia acontecida entre la autoridad pasada y la memoria emotiva que recala en la teatralidad del acto de recordar. Arlt puede hacerlo desde su formación, su trayectoria, su éxito como periodista y su postura deliberadamente construida como autor que imparte el “cross a la mandíbula” contra los reclamos del buen gusto y bien decir. Al tener que trabajar para vivir, al invertir su tiempo en la economía exigente de las redacciones mediáticas, tiene dificultad para labrar aquel estilo de la palabra justa que prodigara Gustave Flaubert. Sin embargo, Arlt pudo medir las relaciones de fuerza entre los agentes del campo intelectual, como para captar el momento justo en el que cabe la gratitud hacia el autor que lo recibió y que quedará sepultado en los anaqueles polvorientos de autores olvidados. Arlt cita y susurra por escrito un panegírico cuando no hay peligro de ataques provenientes de instancias que otorgan o niegan prestigio. Lo sabemos: Arlt fue un estratega y una pieza de combate y polémica en la esfera de la cultura. Y también, fue un autor cuya ambición artística cifraba su estilo en el deseo de una forma vigorosamente espléndida. Por ello, hablando de su formación, sus lecturas y procedencias, sus deudas y filiaciones, vuelve el expresionismo, el movimiento donde cabe su gestualidad plena, en su tónica poética y teatral. Este es el punto de inflexión que instala una diferencia sustancial entre Soiza Reilly y Roberto Arlt: se trata de la forma, donde se inscribe una concepción artística del lenguaje narrativo.

Desde este punto de vista, la diferencia más flagrante entre Soiza Reilly y Arlt, radica, entonces, en la elaboración de un lenguaje, sus procedimientos y sus técnicas. Desde esta perspectiva, si bien es cierto que los asuntos dan cuerpo a ladrones, criminales, prostitutas y perdularios, en Arlt pasan a ser la materia de una forma donde la pedagogía y la moral quedan absolutamente desalojadas. Esta es la materia que fundamentalmente, ya desde El juguete rabioso (1926), es lo que se pone en evidencia, para llevarse a los extremos más experimentales tanto para Los siete locos como Los lanzallamas Y cuando sea el momento preciso de poner en primer plano el carácter político de la escritura, Arlt sabrá ejercer el reproche contra su “mentor”, disparando sobre sus últimos libros. En los bordes de la década del 30, tal vez exorcizando alguna rémora de culpa, Arlt declara contra una escritura que dejó de ser bohemia para responder a las solicitudes de las multinacionales.

Volviendo a las particularidades de Soiza Reilly, sin duda está familiarizado con los bajos fondos de la “aristocracia” porteña; prueba de ello es Las timberas. También con la burguesía y los sectores populares de su época, tal como muestran los recorridos por calles y sitios proscriptos por las “buenas costumbres”. En sus crónicas deja oír su voz marcando, más que la intimidad con su objeto de representación, el carácter público de lo que quiere se mostrado y, a la vez, conservados como los detalles dignos de todo coleccionista. Pero siempre sale destacado el trazo personal, el modo enunciativo de la primera persona en el tinglado urbano de las marginalidades interclasistas. Acá, toda la hipócrita pulcritud hogareña de la burguesía se corroe con obsesión de vicio; sin duda esto atrajo la mirada de Arlt, pero -insisto- él iba a tratar las cosas de manera muy distinta. Casi diría que se invierten los puntos de partida, porque el impudor y el amarillismo de Soiza Reilly es, para Arlt, la materia que dispara el modo de ver y procesar lo que sigue oculto y latente bajo las capas visibles de la moralidad y los dictados de la respetabilidad social.

Si Juan José de Soiza Reilly articula los contrastes vistosos entre belleza y muerte (que también veíamos en Quiroga y una vasta trama de precursores parnasianos), también hay que anotar sus lecturas preferidas alrededor del modernismo y su admiración por Rubén Darío. Pero también su inclinación al oxímoron se registra en las torsiones entre la salud y la enfermedad, lo cual vehiculiza tanto la mirada romántica como la positivista. Llegado este punto, conviene enfatizar en las particularidades de su perspectiva que adscribe a una mirada crítica de las supuestas certezas. Así, la familiaridad con la muerte, línea desarrollada en sintonía con la medicina, deriva en una tentación experimental que hace saltar los resortes de la ética: esto desemboca en el uso del policial y de las historias de delitos. Por otra parte, la tensión que moviliza los límites de la ciencia y su sistema de veridicción, apuntan a las figuraciones restringidas, no al ámbito de lo posible, sino de lo probable. Cabe recordar, de paso, otro gran referente autoral de fin de siglo XIX, en el género: Eduardo Holmberg. El acento que La ciudad de los locos coloca sobre lo posible y la utopía, es una matriz de sentido donde la continuidad de ciertas tareas, aún como un mecanismo previsible, se constituye en el eje que, rotando y repitiendo la funcionalidad aceptada, constituye y fija a los personajes en la realización de sus actos. Cuando se extingue esa posibilidad, sobreviene el desenlace trágico.

Buenos Aires, registra las huellas de nuevos sujetos que el periodista describe con minuciosidad y perspicacia. Es aquí mismo donde Soiza Reilly construye un elenco de palabras asociadas al submundo del delito, un argot o una lengua privada ligada a las prácticas clandestinas cuyas probabilidades de éxito dependen de la precisión ajustada en las contraseñas y los seudónimos. Aquí sí, sin duda, podemos ver cierta línea de continuidad y de respetos tributados entre Arlt y las paternidades elegidas en el recuerdo de un pasado distante y pantalones cortos. Buenos Aires muestra sus calles, su población, los cafés para confinamiento de los guetos adictos al contrabando y los prostíbulos. Ciudad y lengua adquieren así la impronta secreta cifrada en las jergas lunfardas pronunciadas no solo en las calles oscuras sino en los recintos de un lujo cuyo acceso es forzado por identidades falsas. Pero lo que para el antecesor es excusa anecdótica y motivo cuantificable, para Arlt, es materia cuya postura frente a la moral es asumida en perspectiva filosófica. De este modo, las convenciones sociales (el matrimonio, la familia, el mundo del trabajo y sus reglas de acatamiento) se constituyen en la matriz narrativa para instalar el gesto que define a Arlt: la transgresión extrema de hacer visible eso mismo que las reglas naturalizan como una esencia impostada. El acto de Arlt es realizar literalmente un acto, dotando de sentido a su escritura para mostrar lo que las buenas costumbres mantienen bajo el sello de la vigilancia y el disimulo; transmutación de los valores que ponen de pie a los libertinos y violentos, para dar lugar a otra historia: la genealogía del mal y del vicio que impregna las apariencias inocentes. Pero esta mirada filosófica demanda el trazo de una estética.

El sistema de representación en La ciudad de los locos convoca el registro satírico, esquivando la generalidad de los acontecimientos que allí se narran. Sin duda su registro convoca las formas de la narratividad (peripecias, episodios, escenas y acción), aunque su modo no descansa sobre los procedimientos de la generalización que permite formar los conceptos de una época, de su cultura, o de las prácticas más asiduas de hombres y mujeres. Es la sátira, no la alegoría, que implica una serie de procedimientos formales mucho más complejos: la descomposición inorgánica de las formas de las correspondencias miméticas por una fragmentación metonímica y caleidoscópica. La ciudad de los locos emplaza una matriz narrativa en torno de la acción y de imágenes visuales, que nos remiten a una textualidad grabada en su condición visible, deliberadamente despojada de la forma del verosímil. La sátira, de este modo, se constituye y se sostiene sobre dos líneas argumentales: a) la fundación de una ciudad utópica; b) la genealogía ficcional del héroe más reproducido en la historia de la literatura argentina: Juan Moreira. Entonces, si hay una mirada política, esto consiste en la proyección de un ideal que se levanta contra las convenciones de un régimen social y las da vuelta. Esta inversión de jerarquías, este planteo al revés de los órdenes y estamentos sociales y culturales, suponen imaginar el ideal de una contraeconomía que, por supuesto, no funciona según las reglas del sistema capitalista en tanto motor de la modernidad. Y, yendo directamente al centro del texto, desde el título, la locura es el modelo asociado inmediatamente con la utopía. Alrededor de la locura se organizan los motivos, los tópicos y los espacios: el manicomio, los actos sin propósito específico, ajenos a cualquier sistema de validación pero, sobre todo, personajes distintos a las legalidades estéticas que imaginan un constructo similar a las series de la cultura, la sociedad, la economía y la historia. Utopía, por un lado, que es imaginar la posibilidad de otro espacio y otras leyes, en las que hay un líder o si se quiere, un caudillo, que es el nieto de Juan Moreira, Tartarín. Así, se configura desde una doble condición de sujeto, inscripto sobre los géneros ligados con la incipiente industria cultural. Pero también, se instala el juego con los marcos y las condiciones de producción, desde obras y firmas que tienen una existencia verídica: Eduardo Gutiérrez y Alphonse Daudet, Moreira y Tarascón, una doble genealogía que apunta a la literatura serial sobre el éxito de sus ventas. Tartarín es, entonces, el pendenciero (el joven de familia bien que se divierte en carnaval con las costureritas barriales y los parroquianos decentes); el diputado que viaja a París y lleva su hilaridad al parlamento; y, por último, el personaje de los experimentos demenciales, líder de una comunidad de locos que él mismo libera de un saber criminal. La fuga que emprende hacia un lugar inventado donde funda la ciudad, al margen de la ciencia empírica y de la política de negocios e intereses. Y en los caracteres hiperbólicos de personajes y situaciones, se cimentan los elementos críticos de la sátira. En esta misma línea, la elasticidad de los géneros ligados con la incipiente industria cultural de comienzos de siglo XX, da lugar al cómic. Más allá de la composición de los personajes y las peripecias narradas y de la ironía, más allá de la risa, funcional a los imperativos efectistas, la caricatura instala las técnicas de la visibilidad moderna. En este sentido, la rapidez y el movimiento de una temporalidad acelerada dan cuenta de la familiaridad del autor con los medios de producción de masas y una cultura industrial incipiente. La locura en Soiza Reilly también es potencia que pone en movimiento los discursos y parlamentos de los científicos justificando las razones de los experimentos, o de los políticos, avalando sus intereses. Pero es la velocidad que practica el narrador, lo que permite activar una máquina narrativa que anticipa con anacronismos deliberados, el reclamo femenino por su derecho a voto y la presencia operante de las tecnologías, al servicio de la medicina y del transporte. Así, el aeroplano es una imagen que acelera el vértigo de la historia precipitando el final, allí donde la muerte exime a los personajes de rendir cuentas sobre sus herencias y pactos familiares. Será entonces cuando los personajes dejen ver su consistencia de simulacros, máscaras a través de las cuales se construye un espacio imaginario entre un paraíso edénico y atávico (la naturaleza genuina y virginal) y aquellas prácticas de las rutinas asociadas a colectivos y multitudes. Si los actos de la supervivencia parecen ser inevitables (los personajes se multiplican y transforman), sus necesidades y deseos crecen en sintonía con las genealogías de especies humanas que cruzan sus límites: humanos y animales, muertos y vivos. Sobre este mismo borde, el gesto futurista anuncia un repliegue posible de sabios ambiciosos derrotados por la amenaza de algún rebuzno o algún ladrido solitario. Hacia el final, también los grandes líderes y científicos se hunden en una zona que parecía estar reservada únicamente a la monstruosidad de los zombis.

En Roberto Arlt, la palabra “interés” indica una de las claves de su escritura, y es la matriz de sentido que genera allí la serie económica. Su práctica de escritor se configura alrededor de transacciones, polémicas, préstamos, elecciones y, a veces, deudas que deja, deliberadamente sin saldar. Contrabando y fraude; robo, plagio y malas traducciones. Esto es parte del arsenal de figuraciones que Arlt transmuta en el sustrato de una concepción práctica sobre el modo de hacer literatura. En una escritura que reclama leer a un tiempo la ficción y el periodismo, Arlt construye una obra continua aún en los motivos iniciales del aprendizaje; desde su primera novela, El juguete rabioso, el pasaje que lo lleva a Los siete locos hace foco en las imágenes técnicas del diseño urbano, como progreso (de signo futurista) o como su contraparte: los márgenes de la ciudad y sus restos ambulantes. Luces de neón, carteles publicitarios, planchas de metal o los hierros oxidados de grúas abandonadas en el suburbio. Son algunas imágenes del estatuto material de una obra fabricada con los fragmentos de una tecnología urbana devenida imagen arquitectónica, lengua elaborada y saber residual. Los motivos instrumentados señalan al contexto de Buenos Aires en transformación y en los restos de un capitalismo donde son pocos los que se salvan. Ese es el punto de inflexión donde la sensibilidad estética de Arlt detecta la eficacia de un acto singular y necesario: saltar al abismo, transmutar los valores de la moral social. Para ello, reconoce el único procedimiento donde valida su firma: hacer visible, mostrar aún lo que se prescribe fuera de escena. De una biblioteca desprolija y un apellido impronunciable, Arlt entrena la potencia del gesto que nutre ese sentido: el “cross a la mandíbula”. Sin someterse a los dictados de la convención, Arlt escribe atendiendo dos puntos: la composición del personaje y el sistema de enunciación. Desde esta conjunción, las historias no se determinan por la multiplicación de episodios y peripecias; más bien, se trata de la aceleración vertiginosa del tiempo que toma lugar en el discurso de los personajes como autoafirmación. Los personajes y los puntos de vista de un narrador ubicuo y omnisciente, son lo que crean la duración ilusoria, cuando los enunciados y parlamentos son los embragues de una temporalidad que transcurre, paradójicamente, en su fijeza.

En Arlt, si lo político está presente, su ideología funciona como laboratorio metafórico, alusivo. En este sentido, los personajes son lo opuesto de lo que pudieron pensar los narradores de Boedo. No son vehículo de testimonio ni denuncia; son los medios singulares y parciales de un proceso de mostración que hace visible la violencia inherente a la sociedad y la clase burguesa en particular. Por esto, no son personajes que sirvan a los fines de una catarsis identificatoria, ni una crítica moral: los personajes arltianos son, ante todo, desclasados. No son trabajadores, ni pobres ni oprimidos por las injusticias del mundo. Y no se trata de que en Arlt no suceda nada, sino que todo lo que ocurre se produce a través del lenguaje. En estos términos funciona la visibilidad, y algunas de sus muestras son las visiones de Erdosain, el protagonista de Los siete locos, ante la huída de su mujer. Por un lado, desde el delirio y la angustia que lo invade, Elsa es proyectada como una imagen sobre una pantalla de portland y de hierro, sesgada por la sombra de edificios y diagonales. Así la ve Remo Erdosain en su deseo febril. Pero sobre esa misma soledad cruzada por unos cables de alta tensión, Erdosain traza un futuro íntimo, revestido de una necesidad folletinesca: “¿Dónde estará mi muchachito?” (Arlt: 38), pregunta una Elsa pálida y perdida en medijo de la ciudad. Penosamente apiadado de sí mismo, al bosquejo de su recuerdo futuro, lo interrumpe para volver atrás con las palabras que él mismo pronunció antes de que se marchara: “Elsa…ya sabés…vení cuando quieras…podés venir…pero decí la verdad, ¿me quisiste alguna vez?” (Arlt: 38). De acuerdo con esto, el crimen y la traición, como el olvido, son instrumentos necesarios para pasar a ese otro lado, para ser y superar el estado inhumano, un letargo abyecto y humillado de “monstruo enroscado en sí mismo”. Son los síntomas de un estado alucinado y, a su vez, muy real, hipermetropía de quien mira las cosas demasiado cerca. Una realidad extrañada cuanto más interviene la autopercepción y, sobre todo, desdoblada en sentido que determina la conciencia de lo simultáneo. Así, el secuestro y asesinato de Barsut convoca la escena real de su planificación (involucrando al Astrólogo y a Bromberg, o el hombre que vio a la partera). Pero, desde esta perspectiva, mientras Erdosain sostiene una actitud impasible ante la bofetada de Barsut, ejecuta ante él su comedia de humillado; en la extrañeza de sí mismo se gesta el estado paranoico y alerta de una identidad quebrada. Desde el punto de vista omnisciente del narrador, a Erdosain se le superponen las ideas formando un torbellino “en la superficie del cerebro como un remolino de agua”. Y en esta espiral de imágenes, funciona la clave de la escritura como conjuro de esencias e identidades, como letra que afirma el simulacro hueco y maligno, la prevalencia de muecas y gestos sin profundidad, ni esencia ni espesor. De esta manera, la simultaneidad de planos y de tiempos, de lo efectuado y de lo imaginado, cifra la experiencia siniestra donde pesa el odio y la dependencia. Si la consigna de la acción pide “ser a través de un crimen”, el proyecto se sostiene en la extrañeza radical entrevista por la puesta en escena alucinatoria.

Bibliografía

Arlt, Roberto (1986). Los siete locos y Los lanzallamas [Prólogo de Adolfo Prieto]. Caracas: Biblioteca Ayacucho. [ Links ]

Berg, Edgardo H. (2021). “Estudio Preliminar”. En Roberto Arlt. El amor brujo. Mar del Plata: EUDEM. [ Links ]

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Soiza Reilly, Juan José (2007). La ciudad de los locos [Prólogo de María Gabriela Mizraje]. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. [ Links ]

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